El mar estaba sereno (Julio Castro)

El mar estaba sereno, de Jorge Majfud

Nuestro pasado es la historia que enlaza vidas

 

Julio Castro – La República Cultural

 

Elige un punto en común en el que los avatares de todos los personajes habrán de sujetar el ancla que los comunique y, a partir de ahí, Jorge Majfud comienza a desenvolver los fragmentos de vida que ha capturado, donde cada uno de aquellos jugará su papel. Sus protagonistas son siempre gente sencilla, podría ser cualquiera del barrio, de cualquier barrio, no busca una élite especial, ni siquiera entre aquellos que destacarán más socialmente, porque cuando alguno integra ese personaje algo destacado, achata el comportamiento hasta vulgarizar su realidad: nos habla desde una mediocre burguesía, un proletariado poco avezado y unos entornos de cualquier tiempo.

Un texto construido con su andamiaje

Me interesan mucho las construcciones de personajes, de realidades, de historias, que hace el autor pero, además, me encuentro con espacios muy interesantes que le comunican con la escritura oculta de otros autores latinoamericanos hoy reconocidos, a partir de cuyo análisis parece haber comprendido el trasfondo en el que residían sus narrativas. Soy capaz de encontrar las pinceladas humildes (que no simples) de Galeano; los trazos amables y brutales de los duros relatos de Benedetti (y también de sus desgarrados amores); los mundos circunstanciales del Macondo de García Márquez (los mágicos y los terrenales). Todos ellos puestos al servicio de un estilo diferente e integrador, que no me atrevo a tildar de nuevo, porque parece querer afirmarse precisamente en algo contemporáneamente clásico.

Quiero denominarla novela, pero veo mayor interés en encuadrarla en un nudo transitorio de relatos humanos, porque la integridad del conjunto se la dan las circunstancias de sus personajes, o más bien lo que se deriva de la comprensión de aquello que les une, que de un argumento común al uso. Se da la circunstancia de que he podido acceder antes a los relatos de Majfud, donde juega con elementos comunes entre aquellos y que agrupa dentro de cada volumen, pero soy plenamente consciente de la manera en que casi cada relato recogido en otros libros es precursor de posibles sucesivas novelas. Así puede ocurrir en algún caso, pero en esta ocasión el autor hace un camino inverso: arrancar del núcleo novelístico para desarrollar el encuentro de relatos divergentes, o que pasan por un mismo lugar.

Contenidos e implicaciones

Las acciones principales se vinculan a Uruguay, al del propio autor, pero las necesidades nacen de fuera. En el trayecto encontramos a un exiliado descendiente de un español republicano, al hijo secuestrado por los militares uruguayos y entregado a otra familia en la infancia, a un huido de Argentina que trata de reencontrar el pasado de su abuelo ruso y, quizá el más conciso, un puertorriqueño metido a militar yanqui en la guerra de Irak. En el centro, un barco en medio de la calma chicha, como en tierra de nadie, donde las hormigas sirven de experimento al ojo mayor que las dirige, condiciona o estudia.

Es preciso recordar que el propio autor vivió la guerra sucia de la dictadura de su país, el encarcelamiento de familiares por su ideología y, creo, la implicación que en la infancia marcaría una parte de su manera de observar el destino de América. Desde ahí, en los diferentes textos que he podido leer del autor, hace su análisis del mundo a través del individuo, integrado en cualquier medio, pero siempre condicionado por él. En su presentación en Madrid de esta última novela publicada en España, rechaza la idea de la ficción en sus contenidos, al menos, no más allá de lo que supone recrear relatos y situaciones, porque dice nutrirse de las realidades que conoce directamente o a través de quienes le narran su historia.

Así pues, tampoco es ajeno al compromiso, sino que se zambulle en la necesidad de ofrecer al público lector la opción de descubrir los trazos de esos mundos que cita. En este sentido, podemos ignorar desde nuestro lado la dictadura de Uruguay, o la idea de las raíces argentinas y sus inmigrantes, como también desde otras geografías o generaciones, se puede hacer caso omiso de la represión fascista al final de la guerra civil española, o de las consecuencias de recientes guerras como la de Irak. Ello no impedirá la lectura de estos mundos como la traslación de distopías recogidas en cruces de caminos narrativos. Sin embargo, la intención del autor queda impresa de forma patente en las líneas y en la elección de las historias.

El pasado y la necesidad de la historia

La guerra y la tragedia parece encontrarse al final de cualquier línea de investigación de nuestros antecedentes o nuestros predecesores, y es por eso que Majfud aplica la necesidad de conocer el pasado a los textos que nos presenta. Sabedor de que la propia historia conduce a la necesidad de conocer el entorno en el que se desarrolla, provoca a sus lectores para que no permanezcan ajenos al pasado, a sus orígenes, a los errores o a los aciertos. En un momento dado evita activamente la aplicación de la venganza, una venganza totalmente comprensible, pero seguramente poco ética frente al opresor, en la que convertiría a uno de sus personajes en el mismo fascista que le oprime, pero le condena a vivir sabiendo que él también sabe, que ya no hay historias ocultas, que tampoco hay perdón, sólo conmutación de pena.

Me parece especialmente interesante ese personaje, el de Santiago, no solamente porque en su diseño seguramente está tratando mucho de lo personal del propio autor, sino porque se vuelca en la realidad de su proximidad histórica sin disimulos, porque habla de la represión en Uruguay, y porque probablemente ofrece un espacio para cierta paz al resto de personajes y narraciones de la novela. Pero no deja de ser interesante el contrapunto que ofrece a la joven Lucía Caballero, para mostrar un muro escalable, aunque sólo desde la convicción de quien accede a él. Lucía es un desafío a su contraparte, no sólo en el deseo de conquista, sino en la mirada hacia la vida. Probablemente es el detonante de las decisiones.

El autor y la creación de personajes

El autor genera a los personajes en acción, no los extenúa en su descriptiva, sino que propone a quien lee la posibilidad o la necesidad de interpretarlos y desarrollarlos a partir de sus diálogos. Así que, aunque más breves los diálogos que la narrativa, es en ellos en los que se conocerá el carácter de cada integrante de la novela. Este es un juego al que siempre somete a su público en los textos, dejando retazos inacabados en las “presentaciones” de sus entradas, para crear una lectura esforzada. Como ya decía hace unos años en una entrevista que tuve ocasión de hacerle, no es un autor conforme con la realidad social, y no se detiene a ver lo que ocurre, sino que interviene y da su opinión, estableciendo marcos ideológicos amplios, donde hacer reflexionar sobre la evidencia de las cosas, y su narrativa también es una duda, también deja un gran espacio para que cada lector lo rellene con sus propias realidades y se enriquezca en la experiencia.

Han pasado ya unos años desde que leí otros textos suyos como Perdona nuestros pecados (2008), La ciudad de la Luna (2009), Crisis (2012) o Algo salió mal (2015), y sigue siendo un escritor que se me debate entre la profundidad de su intención y la incógnita del alcance de su pensamiento. Además de sus textos narrativos recomiendo encarecidamente sus artículos de opinión y ensayos políticos (con los que también colabora a veces en nuestra revista), porque no es habitual encontrar la claridad de ideas, análisis y propuestas con las que sintetiza sus contenidos. Y si alguien tiene la ocasión de mantener una charla de profundidad, verá claramente que sus textos nunca son espacios vacíos, sino que con una breve sentencia es capaz de abrir ideas nuevas.

28 de agosto de 2017

 

DATOS RELACIONADOS

Título: El mar estaba sereno

Autor: Jorge Majfud

Formato: encuadernación rústica, 430 pág.

Editorial: Izana editores (2017)

ISBN: 9788494456787

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Cadena SER

 

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Don Quijote

 

Don Quijote y la locura como dislocación histórica

Publicado: 21/04/2016 07:26 CEST Actualizado: 21/04/2016 07:26 CEST

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Aquí en Estados Unidos, una de las figuras fundadoras, Thomas Jefferson, leyó elQuijote en castellano durante un viaje que realizó en barco a través del Atlántico, y nunca dejó de recomendarlo en su idioma original, el cual consideraba fundamental para el futuro de su incipiente nación. El mismo día que la actual Constitución de Estados Unidos fue aprobada, George Washington se compró la traducción inglesa, y no son pocos los especialistas que consideran esta poco conocida anécdota como reveladora de los intereses del primer presidente.

No menos importante fue este libro en la gran historia latinoamericana. Es una paradoja sólo aparente: Cervantes cambia las armas por las letras al mismo tiempo que su mayor creación, Don Quijote, cambia las letras por las armas. Diferentes admiradores de Cervantes y de Don Quijote, como Roque Dalton o Ernesto Che Guevara recorrerán el mismo camino dialéctico.

En un nivel menos político, Cervantes desarticula todos los entendidos sobre ficción y realidad, y realiza un más que saludable ejercicio de cuestionamiento.

La declarada locura de Don Quijote consiste en una fractura temporal, es decir, en una dislocación diacrónica. La superposición de un paradigma pasado sobre otro paradigma en curso. La diferencia entre el idealismo de Don Quijote y el realismo de Sancho (y de toda la novela) consiste en que el primero es un realismo anacrónico y el segundo un idealismo en curso. El mismo tipo de realismo podemos verlo en El lazarillo de Tormes, pero el idealismo del Quijote es más propio de El Abencerraje. El seco realismo que parece inaugurarse como género en esta novela es la intersección del humanismo y la sociedad religiosa de entonces. El Quijote comparte el nuevo humanismo de su creador y el antiguo idealismo de la caballería. Su mundo está construido a partir de las novelas de caballería, es decir, a partir de lo que llamamos «ficciones» («irrealidades»), pero ese mundo también es un mundo que reclama la historia con el título de realidad: los caballeros andantes existieron, los códigos de honor del que habla el alucinado Don Quijote existieron, etc. Real, razonable es aquello regido por un código social impuesto por una costumbre -para don Quijote tanto como para los demás-.

La dislocación ocurre cuando uno de los personajes reconoce y sigue códigos de lectura de la realidad que no son compartidos por el resto de la sociedad. Por otra parte, Don Quijote concibe el paradigma involutivo de Hesíodo, mientras su autor profesa la simpatía por un humanismo que, en muchos aspectos, se reveló comoevolutivo.

Pero en tiempos del Quijote –y, sobre todo en tiempos de Cervantes– la realidad y laverdad eran celosamente cuidados en su pureza: no sólo a través del dogma religioso, sino también a través del rechazo a la diversidad racial, cultural y religiosa. Diversidad y conflicto que están expresados en la misma idea de atribuir la versión original delQuijote a un árabe, a un texto prohibido, a una mentalidad diferente, herética. No obstante, el demonio también forma parte de la misma realidad que la divinidad: es su contracara, pero no su dislocación. El autor árabe del Quijote no está loco, sino que comparte el paradigma de la sociedad española. Lo comparte desde la clandestinidad. Don Quijote, en cambio, es parte de la cultura dominante –la cristiana– pero ha fracturado el locus histórico. La fractura, la disociación, el no-reconocimiento del paradigma en curso es el signo de la locura. Ya no puede ser un personaje demoníaco porque no pertenece a la otra cultura, al demonio, a la contracara de un mismo sistema. Por el contrario, pertenece (o convive) a una sociedad y a una cultura pero no la reconoce, no puede verla. Don Quijote ha dislocado el tiempo histórico. El loco es aquel que se sale de los límites paradigmáticos de su tiempo: el que vive en el pasado o el que vive en el futuro.

Cervantes, hace uso permanente de la inversión como forma de cuestionamiento y, por lo tanto, de fractura. Esta inversión, esta dislocación del discurso y del mensaje se hace patente, además, ya no sólo en las visiones ambiguas y contradictorias de los dos personajes principales, sino en su misma estrategia de escritura.

Así como don Quijote vive en el pasado, Cervantes vive en el futuro. Su burla, a través de su personaje, es una crítica a la cordura del presente usando una hipérbole del pasado.
Cuando don Quijote confunde los molinos de viento con gigantes y las ventas con castillos, está divorciando la representación con el referente. En esto se basa la afirmación de que Don Quijote Quijote está loco. No obstante, sólo tenemos un texto y no los molinos de viento. La afirmación anterior se debe a que, como lectores, ponemos fe en el narrador o en Sancho Panza. Pero, ¿cómo hubiese sido la historia de Don Quijote narrada en primera persona por él mismo? Ese fue, básicamente, el revolucionario ejercicio de la literatura y el arte del siglo XX: la locura (la realidad) desde el punto de vista ya no relativo sino absoluto del yo.

La segunda distinción es dada en el momento en que Don Quijote y los demás huéspedes de la venta discuten sobre el ser de la «yelmobacía». Diferente al caso de los molinos-gigantes, aquí se elimina el referente y la verdad pasa a sustentarse en el lenguaje mismo (tópico central de la filosofía del siglo XX) y no en el supuesto objeto. Cuando Don Quijote es derrotado por los gigantes, advierte un cambio de apariencias, producto de la magia de Frestón, en molinos.

Desde el inicio, esta disconcordancia se da en los diferentes puntos de vista de don Quijote y Sancho Panza: donde uno veía gigantes, el otro veía molinos de viento. No obstante, en la «yelmobacía» (¿esto es un yelmo o una bacía?), todos ven el mismo objeto o, al menos, la discusión no se centra en la definición incompatible de dos imágenes diferentes. La discusión pasa del objeto al lenguaje y, a través de éste, a la historia pasada del objeto: es (fue) el yelmo de Mambrino o la bacía de un barbero. Si bien, aparentemente, esta última es la opinión más general, todos cambian sus definiciones para hacerla coincidir con la alucinación de don Quijote hasta que larealidad comienza a ponerse entre comillas. Desde entonces, este término ya no podrá sacudirse estas incómodas marquitas que lo cuestionan sin descanso. Lo que para don Quijote es un yelmo, para los otros (y para nosotros) es una bacía, y ninguno está en lo cierto ni en el error.

El mismo autor, Cervantes, hace uso permanente de la inversión como forma de cuestionamiento y, por lo tanto, de fractura. No sólo la parodia es una forma de invertir el sentido o la valoración de las cosas: allí donde dice «blanco» quiere decir «negro», etc. Pero no con el sentido dramático de la interpretación teológica, sino con el humor del absurdo. Esta inversión, esta dislocación del discurso y del mensaje se hace patente, además, ya no sólo en las visiones ambiguas y contradictorias de los dos personajes principales, sino en su misma estrategia de escritura.

En el prólogo, Cervantes declara que «sólo quisiera dártela [la novela] monada y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elegios que al principio de los libros suelen ponerse». No obstante, todo esto lo está diciendo en un prólogo que pretende no escribir. Por si fuese poco, seguidamente hace todo lo contrario a lo que declaró pretendía evitar: incluye sonetos, epigramas al principio, como «suelen ponerse». La inversión, la fractura se acentúa con el tono burlesco de cada soneto y de cada epigrama. Y algo semejante hará al final de la primera parte cuando incluya, a modo de los libros de caballería, los epitafios de varios de sus personajes.

Cervantes reniega en su prólogo de las citas «eruditas» (en latín) y, en la misma burla, las cita repetidas veces. Cuando en el prólogo habla con «un amigo», éste le aconseja la «erudición» que, según el pseudolamento del autor, le faltaba. El amigo le aconseja cómo hacerlo, que es una forma de decir cómo lo hacen los otros: «si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacedle que sea el gigante Golías, y con sólo esto que os costará casi nada, tenéis una grande anotación…»

Ahora, este desquiciado (o fuera de quicio, de lugar) puede pertenecer a un pasado (don Quijote) o a un futuro (el humanismo) que choca con una estructura social y mental que no los reconoce. El humanismo erasmista de Cervantes fue observado, por primera vez, por Menéndez Pelayo, hace cien años. Desde entonces críticos como Américo Castro han sostenido la misma tesis al tiempo que otros procuraron negarla desde la posición opuesta: desde la perspectiva religiosa. Es el caso más reciente de Salvador Muñoz Iglesias. En Lo religioso en el Quijote, publicado en 1989. Este autor colecciona una gran cantidad de citas del Quijote sobre los Evangelios y las declaraciones del propio don Quijote favoreciendo a la Iglesia Católica como pruebas de la religiosidad de Cervantes.

En el caso de Platón, se asume que existe una verdad, aquella que puede ver el desencadenado. Diferente, el Quijoteparecería estar negando esta vedad al no proponer una posibilidad de descubrir si las visiones de la cueva de Montecinos son reales o no, independientemente de la autoridad y del consenso de aquellos que lo afirman o lo niegan.

El mismo Erasmo compartiría, según Antonio Villanova (Erasmo y Cervantes. Barcelona: Editorial Lumen, 1989), las características de don Quijote: «De manera persistente, a todo lo largo de la obra [El elogio de la locura] mantiene Erasmo una actitud ambigua de ironía escéptica y de exaltado idealismo». Y más adelante: «Aun cuando Erasmo señala la doble faz de la locura de los hombres, oscilante en el límite impreciso entre lo sublime y lo ridículo, es lo cierto que cifra en la locura los más altos ideales de la vida humana».

Antonio Vilanova remarca la observación del mismo Erasmo, según el cual aquel que logró escapar de la cueva en el mito de Platón, regresa considerando locos a los que sólo creen en las sombras (apariencias), mientras es considerado por loco por aquellos que lo oyen hablar de las formas (existencias) que vio afuera, más allá. El autor entiende que don Quijote ha invertido el paralelo con la cueva de Platón ya que no sale de ella sino que entra: «En efecto, a diferencia de lo que sucede en la cueva de Platón, donde uno de los que están encerrados dentro de ella consigue salir fuera para ver las cosas como son, Cervantes ha hecho que sea Don Quijote el loco espiritual que desdeña la realidad que lo rodea, quien penetre en el interior de la cueva». Proceso este –el descenso a los infiernos– que resulta un arquetipo mitológico en una larga colección de narraciones, según Joseph Campbel.

No obstante, Vilanova no se detiene en la significación epistemológica de esta comparación y deriva en observaciones éticas del humanismo del siglo XV y del mismo don Quijote: «La felicidad humana [para Erasmo] no reside en las cosas mismas, sino en la opinión que de ella nos formamos […] La tesis erasmiana, basada en la postura relativista y escéptica, según la cual la felicidad humana sólo es posible gracias a la ilusión y el engaño que producen en nosotros las falsas apariencias de las cosas».

Pero ¿podemos, los individuos que vemos las sombras, llegar a conocer la verdad? Sin duda, Platón respondería afirmativamente. Si bien es cierto que su maestro, Sócrates, afirmaría su incapacidad humana para alcanzar la verdad tanto como el conocimiento, parece claro que su mayéutica proto científica asumía la posibilidad de alcanzarla. En oposición a Sócrates y a Platón podemos encontrar a los sofistas, quien no sólo enseñaron, escépticos, por dinero, la relatividad de la moral, sino que se atrevieron a una afirmación que luego será la base del humanismo: el hombre es la medida de todas las cosas.

En el caso de Platón, se asume que existe una verdad, aquella que puede ver el desencadenado. Diferente, el Quijote parecería estar negando esta vedad al no proponer una posibilidad de descubrir si las visiones de la cueva de Montecinos son reales o no, independientemente de la autoridad y del consenso de aquellos que lo afirman o lo niegan, tal como era opinión de los sofistas que fueron criticados por la tradición socrática. Devuelto este problema epistemológico a la metáfora de la caverna de Platón, también podríamos decir que el desencadenado que ve los cuerpos que proyectan las sombras está viendo sombras de otra categoría: ilusiones. Son aquellos cuerpos que ve don Quijote en su descenso a la caverna.

Lo más valioso del cuestionamiento cervantino no radica en un aparente relativismo radical sino en su valor epistemológico y, sobre todo moral: la desarticulación de las verdades arbitrarias. Es mejor quedarse sin una respuesta contundente que vivir consumiendo una ficción como verdad incuestionable.

El eterno retorno de Quetzalcoatl 12

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El eterno retorno de Quetzalcoatl 11

CONCLUSIONES

 

Tanto la interpretación marxista de la historia como la más reciente de Alvin Toffler asumen que las condiciones materiales de producción en primer grado —y de relación y reproducción en segundo—, explican el resto de la cultura y, en un extremo, definen o inducen una forma general de ética y de pensamiento de una sociedad dada en un momento dados. La visión opuesta sobrevalora el poder de una determinada tradición de pensamiento. Para algunos, esta tradición está construida por “poderosos pensadores”, como Platón, Marx o Fanon, como si un individuo o un pensador pudiese tener la facultad de observar y actuar sobre la historia desde fuera de la misma. Para otros, éstos son sólo productos sofisticados de una forma preexistente de pensamiento en proceso de maduración en una clase dominante.

En este estudio asumimos implícitamente que la realidad es construida de forma simultánea por estas fuerzas múltiples, con frecuencia opuestas. Por un lado vimos que para los “escritores comprometidos” la libertad de creación estética existe y posee sus propias reglas, al mismo tiempo que se oponían a aquellos otros que llamamos “escritores esteticistas”, según los cuales las peripecias concretas y generales de la historia no afectan la producción ni la valoración de los resultados literarios. Según esta visión, los valores estéticos y artísticos en general —las diferentes expresiones de las mismas emociones— son inmanentes al ser humano y no dependen de las ideologías del momento. Los escritores comprometidos combatieron esta concepción, en la teoría y en la práctica literaria. El factor ético pasa a formar parte inalienable del factor estético. El compromiso se transforma en ineludible para cualquier escritor y para cualquier individuo, ya que éste se construye y se define por una sociedad y por una historia que lo precede y lo trasciende. La diferencia radica en la conciencia de una realidad que rodea al “escritor solitario”, al artista en su torre de marfil, y la voluntad que este artista ejerce para alejarse o para sumergirse en esa realidad.

Asumiendo la existencia de formas generales de pensar y sentir identificamos una forma particular referida a los escritores comprometidos y a su producción, que llamamos Literatura del compromiso para evitar una definición insostenible como “literatura comprometida”. Distinguimos dos influencias fundamentales en este paradigma, definido en el Diagrama de los cuadrantes: una procede de la tradición del Humanismo europeo y la otra de la tradición popular amerindia.

Una investigación sobre la primera corriente, el humanismo, es a la vez más extensa y más fácil de definir: los estudios y debates sobre qué es el humanismo y dónde comienza son casi infinitos. No obstante, no resulta tan difícil identificar algunos rasgos comunes desde su nacimiento en el siglo XIV como el cuestionamiento de la razón a la autoridad y la introducción de la historia, dimensión fundamental en el ser humano como un “estar siendo”. De ahí se derivan otras consecuencias, como la reversión del paradigma de decadencia de los tiempos por su opuesto: la historia progresa. Estos elementos serán básicos en las ideologías y en gran parte del paradigma de la Literatura del compromiso: la tradición de Hegel y Marx, de Gramsci y Fanon, etc. Por otro lado, el harto recurrente concepto de liberación que se desprende del desafío de la razón y la igualdad como inherentes a cualquier ser humano, se radicalizará desde el Renacimiento. De la liberación individual, propia del misticismo asiático y europeo, del concepto del pecado individual como única forma de pecado concebible por la tradición de claustros y monasterios, de sociedades estamentales, se pasará a una concepción social del pecado y de la liberación. De aquí procede la idea común de que la liberación ya no es un ejercicio de implosión sino de explosión. El individuo sólo se libera a través de la sociedad. Es una liberación moral que entiende que el individuo es el resultado de una historia y de una sociedad y que, por lo tanto, está comprometido y debe actuar en esa historia y en esa sociedad para obtener un mejor resultado. Esta mejora colectiva se asume como progresiva y también como revolucionaria, no en su sentido reaccionario de re-volver sino todo lo contrario: significa una obligación de avanzar más rapadamente en la eliminación de la opresión de clase, de nacionalidades, de raza, de género, de unos grupos sobre otros hacia la “liberación de la humanidad” sin exclusiones. De aquí surge el concepto moderno de revolución y sus falsos sustitutos, según esta concepción: la revuelta y la rebelión. El objetivo sigue siendo el individuo, pero como este es un proceso histórico ningún individuo concreto puede completarlo. El individuo que encabeza este proceso —el héroe revolucionario— es un avanzado que ha tomado conciencia de este amplio contexto y pretende acelerarlo. No obstante nunca alcanzará su objetivo, lo que significa que, a afectos simbólicos y por medios reales, deberá ser sacrificado. No sólo el héroe revolucionario muere en la lucha que pone en movimiento este proceso, sino que cada individuo debe morir para fructificar en las generaciones posteriores, nacidas en sociedades nuevas, sociedades revolucionarias. El Hombre nuevo será aquel individuo que logre completar el proceso histórico en base a sus antecesores. El Hombre nuevo es un renacido de las cenizas del héroe revolucionario en la sociedad nueva. Es un producto del progreso la historia que lucha por pasar del reino de la necesidad —y de la opresión— al reino de la libertad.

Al mismo tiempo, si el tiempo judeo-cristiano-musulmana y luego humanista es una línea con un principio y un final, el paradigma del compromiso también adquiere la naturaleza mítica del círculo. Más concretamente de los ciclos —conciencia, sacrificio, renacimiento, libración— que nunca se cierran y deben reiniciarse, aunque nunca en el mismo punto y estado. En el mismo sentido, héroe se define como revolucionario pero es reconocido como rebelde.

A diferencia del estudio que podemos hacer sobre la tradición del humanismo, cualquier investigación sobre la tradición amerindia carece del mismo volumen y precisión de los documentos literarios, críticos y analíticos. Por un lado estos documentos eran pocos en comparación. Por el otro, fueron destruidos en gran parte de dos formas: por el fuego concreto de los conquistadores y por el fuego ideológico de la colonización. Sin embargo, a lo largo de este estudio, hemos manejado una hipótesis que nunca hemos probado suficientemente pero que tampoco se ha debilitado en el proceso de verificación: no pudo haber sustitución ni eliminación de toda una civilización expresada en diferentes culturas prehispánicas sino, simplemente, represión. Esta represión por la fuerza de la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las pseudosrevoluciones que dieron la independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XVIII. Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas hasta el siglo XX pero debieron adoptar una ideología que servía a su propia explotación. Parte de esta ideología era, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente. Esa clase minoritaria que fundó las “repúblicas de papel” lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa. Una población mayoritaria que en países como Perú, Centro América o México hasta el siglo XX ni siquiera hablaba el español como primera lengua, no carecía de cultura. A esta cultura la llamamos de forma simplificada “cultura popular”, con el objetivo de distinguirla de la políticamente dominante cultura ilustrada. Esta cultura popular, menos basadas en el texto escrito que en prácticas, mitos, canciones, danzas y creencias propias fue despreciada por propios y ajenos hasta bien entrado el siglo XX. Hemos rastreado algunos elementos “míticos” de esta cultura en un corpus aparentemente ajeno o distante en el tiempo y en casos como el Cono Sur, distante en el espacio, como lo es la producción de la Literatura del compromiso. Aparte del reconocimiento de estos elementos comunes y coincidentes, entendemos que la razón de ese fenómeno radica en la inversión ideológica que se produce en el siglo XX y que forma parte del mismo proceso del humanismo, en este caso del humanismo de izquierda. Desde fines del siglo XIX podemos observar inversiones ideológicas como la “americanista” de José Martí, con respecto a la “europeísta” de Domingo Sarmiento, y más tarde la crítica más claramente marxista de González Prada y José Mariátegui. El proceso que lleva a una crítica abierta y radical a las oligarquías y los grupos en el poder político e ideológico que se expresaban desde la cultura ilustrada, procede desde esa misma cultura ilustrada. Pero su objetivo de reivindicación no es esa misma tradición sino el sujeto de opresión: el indio, el negro, el gaucho, el campesino en general y, en menor medida, el obrero urbano. Es decir, al igual que el humanismo del Renacimiento se acerca la “sabiduría popular” como objeto de estudio y conocimiento, descarándose de la tradición del latín y la elite eclesiástica y monárquica, los nuevos intelectuales latinoamericanos se acercan a esa “masa muda” para escuchar su voz y traducirla desde la cultura ilustrada, que sigue siendo el espacio privilegiado del poder ideológico.

Es en este proceso, entendemos, que confluyen dos paradigmas aparentemente contradictorios —el lineal del humanismo y el cíclico amerindio— para definir los rasgos más comunes de la Literatura del compromiso. De una forma simple lo podemos resumir en el Diagrama de los cuadrantes. De una forma más detallada y teórica lo expusimos en los capítulos introductorias cuando expusimos las características de Una filosofía de la literatura, Las fuentes del pasado y Tres rostros del héroe. Los elementos principales y el proceso que lleva de una etapa del paradigma al otro lo expusimos en cada cuadrante: (1) El individuo en la historia, (2) La sociedad en la historia, (3) La sociedad mítico utópica y (4) El individuo mítico utópico.

Es decir, aunque un estado presente de la sociedad —menos un pensamiento— no está rígidamente determinado por el pasado como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Asumimos que cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. En el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad participan las fuerzas materiales —nuevas tecnologías de producción y comunicación— y la maduración de una historia que es producto y es productora de esos cambios. En este estudio asumimos que el pensamiento, el arte, la literatura y la cultura en general no pueden constituir reinos independientes de ese proceso material y espiritual. Dentro de ese marco conceptual propusimos hipótesis concretas sobre la generación de una corriente concreta de literatura que también fue una forma de vida y de entender la vida para varias generaciones. Aquellas hipótesis que resistieron la fuerza de los ejemplos concretos y de una racionalidad mínima que las integrase al conjunto de estas conclusiones están expuestas en este trabajo.

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El eterno retorno de Quetzalcoatl 10

CAPÍTULO 8

EL INDIVIDUO MÍTICO-UTÓPICO

 

8.1 Vuelta al origen

La reivindicación del indio y de las narraciones marginales, la reivindicación humanista de la diversidad y el derecho, la revolución y el compromiso son parte de un mismo proceso histórico. Ya a finales del siglo XIX José Martí emprendió la reivindicación del indio y la inversión de la admiración por el gigante del norte en sospecha primero y en odio después. En 1911 Frantz Tamayo había bosquejado una nueva aunque ambigua reivindicación del indio. “¿Qué hace el indio por el estado? Todo. Qué hace el estado por el indio? Nada” (71). El indio, según Tamayo, es siempre autosuficiente, aún en su pobreza (72). Por el contrario, la cultura del conquistador, continuada por la clase criolla dominante, representan la corrupción de esas virtudes: “el trabajo, la justicia, la gloria, todo se miente, todo se miente en Bolivia; todos mienten, menos aquel que no habla, aquel que obra y calla: el indio” (Tamayo, 73). En síntesis, “hay dos fuerzas que la historia ha puesto en América una frente a otra: el blanco puro y el indio puro” (75). La violencia y la inacción del indio no son sino reacciones ante la brutalidad y la corrupción (76). El progreso de la civilización se revela como corrupción y decadencia. “El indio se desmoraliza y se corrompe al aproximarse a vosotros, a vuestra civilización, a vuestras costumbres, a vuestros prejuicios; y de honesto labrador o minero, pretende ser ya empleado público, es decir, parásito nacional” (86). Pero, con todo, el indio sostiene una unidad moral que no se ha quebrantado con la conquista (134). “La moralidad del indio, incomparablemente superior a la del cholo, y mucho más a la del blanco, es indiscutible” (141). Este proceso reivindicador se extiende con González Prada, José Mariátegui y la literatura indigenista y culmina con la Literatura del compromiso.

Alain Sicard recuerda que también Neruda, en Confieso que he vivido (1974), rechazó los preceptos tradicionales de la poesía —como la inspiración mágica y la comunicación del poeta con Dios— por ser invenciones interesadas. Según Sicard, “la poesía de Neruda repetirá constantemente este gesto de regresión a un mundo material, del cual el sujeto ha sido desprendido para ser echado al campo incierto de la historia humana” (95). En Piedra del cielo, XXIII, Neruda o su voz poética confiesa su deseo de volver “al descanso central, a la matriz / de la piedra materna / de dónde no sé cómo ni sé cuándo / me desprendieron para disgregarme” (98). La connotación psicoanalítica es evidente. Sicard pretende mostrar la “involución” en Neruda y la “revolución” en Vallejo, pero muestra lo mismo para ambos. El sujeto vallejiano, dice, “culmina en el sacrificio: la muerte ‘voluntaria’ constituye el último escalón de esta ascesis de la orfandad, el punto final de lo que es fundamentalmente una involución cuyo horizonte es la reintegración con la madre” (98).

Podemos evitar esta perspectiva psicoanalítica y recurrir al paradigma amerindio que, junto con la más clara huella del humanismo, veremos expresado en la Literatura del compromiso. Pero si la tradición humanista suscribe un paradigma lineal y progresivo de la historia, la tradición mítica y amerindia promueven lo contrario o una imagen cosmogónica diferente: el círculo y la vuelta al origen, la restauración de la energía vital y la ética de la renuncia material.

Por su rechazo a la tradición católica —el tiempo histórico, lineal pero en continua decadencia—, por su adopción del marxismo revolucionario —el tiempo lineal y progresivo—, podría resultar incomprensible que la Literatura del compromiso no se haya caracterizado por el naturalismo. En ocasiones, como en la primera literatura indigenista, la opción fue el neorrealismo, quizás más por influencia de otros márgenes europeos como la literatura rusa del siglo XIX o el cine italiano del siglo XX. La poesía del compromiso, en cambio, no abandona el tiempo y el espacio mítico, su contradictoria aspiración de progresión y vuelta al origen. Por el contrario, lo revindica en nombre de una revolución que es hija de la historia y, más precisamente, de la modernidad. En la América conquistada, en la América marginal, la modernidad nunca es completa sino contradictoria. Los poetas revolucionarios ensayan su originalidad como regreso al origen; no es la adopción de lo nuevo que le fue largamente impuesto sino la reivindicación de unos dioses en los cuales no se cree pero con los que se solidariza. Dalton adopta a Quetzalcóatl como metáfora pero no como dios.

Quetzalcóatl nos guía con su piedra verde clavada en la madera

sus huellas son nuestra defensa contra el extravío

su espalda el rumbo para nuestros ojos. (Testimonios, 93)

Y más adelante, reaparece la historia y la negación del poeta:

Núñez de la Vega y Landa los dos obispos los dos

temerosos de nuestros posibles demonios inderrotables

al fuego lo que con el fuego tiene trato dijeron. (95)

Aunque una vuelta al cristianismo primitivo podría coincidir con la ideología marxista, adoptada como instrumento de resistencia y cambio, los escritores comprometidos opondrán la violentada tradición amerindia a la colnizadora cultura del cristianismo. Los teólogos de la liberación se aproximarán a aquella síntesis —cristianismo y marxismo—, no obstante no renunciarán a la opción amerindia. Poetas críticorevolucionarios como Cardenal, Neruda, Dalton o Galeano no creen en los antiguos dioses americanos sino en el alma o en la identidad de los pueblos que creyeron en ellos y por ellos cayeron vencidos. Es un acto de desafío, entonces, adoptar o recuperar los cadáveres de la violencia y volverlos a la vida, como un gesto del rebelde americano que se representa como revolucionario europeo.

Aunque resistente a la poética de Neruda, Roque Dalton lo recuerda por su temática y su tono lírico. La necesidad de revindicar las leyendas amerindias no se reduce a una nostalgia romántica, como en Adolfo Bécquer, ni en la voz del antropólogo, más propia de Octavio Paz. El compromiso exige un mínimo de creencia y trascendencia en la intención de semejante opción histórica. En la misma dirección pero por caminos diferentes seguirá Eduardo Galeano: los mitos autóctonos, las leyendas que nutrieron la literatura latinoamericana y la historia de la Conquista europea ahora son narradas desde la otra voz, la voz reprimida pero nunca suprimida. Se entiende que los dioses autóctonos perdieron porque eran ingenuos. La crueldad es requisito del vencedor, de la conquista y también, si es necesario, de la liberación. Si no se puede ser cruel, se debe dejar de ser ingenuos. Los antiguos mitos y sus dioses se convierten en agentes estéticos de una reivindicación histórica y social. La violencia de la iglesia europea, del poder político, imperial y de clase, construido sobre las ruinas de los templos americanos es contestado con una suerte de identidad unificada. En uno de sus poemas, Ernesto Guevara revela una temprana concepción de la historia latinoamericana que ya era común en su época: “me vuelvo en el límite de la América hispana / a saborear un pasado que englobe el continente” (Rothschuh, 40). El subjuntivo englobe no sólo denota una aspiración sino un futuro próximo que es, al mismo tiempo, recurrencia al pasado perdido. Ese futuro es el nuevo orden, político, social y moral. No es una utopía sino un orden preexistente a la violencia europea, “porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas tierras nuestras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo: como la viruela, la gripe, vino de afuera” (Galeano, Abrazos, 121). El nicaragüense Ernesto Cardenal pone esta percepción en términos antropológicos. Razona que si imaginásemos la historia de la humanidad en un período de veinticuatro horas, “la propiedad privada, las clases, división / de ricos y pobres: serían los últimos 10 minutos. / la injusticia / los últimos 10 minutos. / (La última capa de tierra con cerámica maya y llanta Goodyear) / Todo el gran subconsciente pues / es comunista” (Oráculo, 27). Por entonces, “el mamut sólo se cazaba con cooperación” (22) mientras en Egipto “los arqueólogos encuentran dos clases de tumbas / (En la aldea neolítica las tumbas son iguales) / Y por consiguiente las viviendas” (24). El paradigma religioso de la historia en corrupción se repite entre un poeta progresista como Cardenal: “¿La división de clases producto del progreso? Sí / Pero no aceleró sino retardó futuros progresos” (24).

La preocupación por la utopía era vieja en Europa y tenía en la América ilustrada del siglo XIX una fuerza semejante. Aunque Simón Bolívar no se planteaba la posibilidad de un Hombre nuevo, de una nueva moral, entendía que la construcción de la utopía político-social era posible y también la relacionaba, de forma implícita, con una vuelta al origen, cuando alude a la idea de una “regeneración”. La nueva América, “esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate s.f.. Pierre [Charles Irénée Castel], que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para discutir la suerte y los intereses de aquellas naciones” (Doctrina, 72). A finales de ese mismo siglo, el cubano José Martí, con un estilo que recordará a Eduardo Galeano, revisó la valorización tradicional de la historia cristiana en contraste con la reprimida historia amerindia. No sin osadía intelectual, señaló que los pueblos prehispánicos “no imaginaron como los hebreos a la mujer hecha de un hueso y al hombre hecho de lodo; sino ambos nacidos a un tiempo de la semilla de la palma” (Martí, 260). La Biblia es puesta en cuestión frente al paradigma humanista de igualdad —de sexo, en este caso— y frente a un mito amerindio que integra en su cosmogonía al hombre y a la mujer con la naturaleza —la semilla de la palma. El valor poético de la leyenda nativa es también un tono desafiante a una estructura de valores dominantes.

Gonzalo Ricardo Vigil, en su introducción a Los ríos profundos (1958) de Arguedas, observa que “el contraste entre el comunero (indio libre, nutrido por la comunicación plena, por el trabajo en común) y el sirviente (o ‘colono’) constituye uno de los factores centrales en la visión arguerdiana” (Ríos, 20). La nueva dicotomía que favorece al indio, asocia su pasado con la utopía marxista. Al mismo tiempo, el medio, la tradicional rebelión o la esporádica revuelta, se convierte en la revolución moderna. Ernesto Cardenal, en el poema “Netzahualcoyotl” representa una tradición centenaria del continente, donde el puerto es identificado con la opresión de la colonia y el monte con la rebelión. Pero aquí la palabra revolución —cambio de dirección— no significa una aceleración de la progresión de la historia sino un “regreso al origen”. La decimonónica valoración de Domingo F. Sarmiento, que oponía la ciudad civilizada (el puerto del colonizador) al campo bárbaro (el monte del rebelde), es invertida por los escritores comprometidos. El campo, el monte es la residencia histórica de Enriquillo en el siglo XVI, Tupac Amaru en el XVIII, Sandino, Guevara y Castro en el XX. La ciudad, el puerto son los asientos de las clases explotadoras, exportadoras, son la herida por la cual sangra el continente sus riquezas hacia el poder de los imperios mundiales, sedientos de riquezas materiales. A ellos confluyen los caminos, las venas abiertas de América Latina. Esta percepción se sostiene en Cuba aún después del triunfo de la revolución. El mismo Ernesto Guevara se lamentaba o simplemente advertía ante un público capitalino: “es bueno que a ustedes, los presentes, los habitantes de La Habana se les recalque esta idea: la de que en Cuba se esta creando un nuevo tipo humano, que no se puede apreciar exactamente en la Capital, pero que se ve en cada rincón del país” (Obras, III, 241). Contrariamente a lo que indica la tradición ideológica del continente, la ciudad sigue siendo símbolo de corrupción y resistencia al cambio; el campo, la sierra —allí donde el hacendado no ha moralizado sobre el indio—, son percibidas todavía como el ámbito todavía incorrupto, rebelde. Son el espacio físico del regreso al origen y al mismo tiempo el futuro espacio utópico.

En esta inversión de valores —el antivalor de Nietzsche—, en la reivindicación de los mitos y dioses prehispánicos, el poeta-guerrero toma el centro mítico de la reivindicación. Ernesto Cardenal lo narra en versos: “El Rey dice: ‘yo soy un cantor…’ / el Rey-poeta, el Rey-filósofo (antes Rey-guerrillero) / cambió su nombre ‘León-Fuerte’ por ‘Coyote-Hambriento”. […] “Tal vez por sus años de guerrillero en las montañas?” (Antología, 180). El rey indio y justiciero “derrocó tiranos y juntas militares” (180). El justiciero, contrario al gobernante platónico, es “un Estadista-poeta, cuando había democracia en Texcoco / paseando / bajo los aguacates; va con Moctezuma I y otros poetas / son sus cuates” (180). Moctezuma, como Atahualpa, si en sus tiempos fueron considerados como tiranos —incluso compartieron la conciencia de la ilegitimidad de su poder—, la violenta historia de la Conquista los ha convertido en mártires, paradógicamente en nuevos Quetzalcóatles y Viracochas que, como del Mesías judeocristiano, se espera su regreso para poner fin a la injusticia. El poeta lo invoca directamente en los dos versos finales: “ven otra vez a presidir junto al lago la reunión / entre flores y cantos, de Presidentes-poetas” (198).

La imagen idílica de justicia que los indígenas de Perú tenían de su Argentina en el momento de su viaje en motocicleta, contrasta con la aspiración de regreso al origen del mismo Guevara. Una vez entrados en un valle y en un pueblo de Perú, escribe: “allí estamos en un valle de leyenda, detenido en su evolución durante siglos y que hoy nos es dado ver a nosotros, felices mortales hasta allí saturados de la civilización del siglo XX” (Diarios, 135). Se maravilla de las “acequias de la montaña —las mismas que hicieron construir los incas para bienestar de sus súbditos— resbalan valle abajo” (135). Refiriéndose al pueblo aimará, anota que “se respira la evocación de los tiempos anteriores a la conquista española; pero esto que tenemos enfrente no es la misma raza orgullosa que se alzara continuamente contra la autoridad del inca y lo obligara a tener permanentemente un ejército sobre esas fronteras, es una raza vencida la que nos mira pasar por las calles del pueblo” (136). Un hombre, que no habla español, se acerca con su hijo intérprete para pedirle a los extranjeros “un ejemplar de la Constitución Argentina con la declaración de los derechos de ancianidad” (139). No es casual que más adelante, el joven Ernesto le dedique diez páginas —el capítulo de “La tierra del inca”— a detallar la mitología y la arqueología de Cuzco y Machu Pichu (151-160). Luego, persiste en su valoración opuesta a la establecida por Domingo Faustino Sarmiento en la Argentina del siglo XIX, según la cual la dicotomía entre civilización y barbarie era también una dicotomía entre ciudad y campo, entre hombre blanco y hombre indio, la raza inferior, la raza corrupta. Para Guevara, la realidad es precisamente la contraria. Y esta valoración no es sólo consciente, sino que se expresa en cada observación de la naturaleza: “emprendimos el viaje hacia Valparaíso, por un magnífico camino de montañas que es lo más bonito que la civilización puede ofrecer a cambio de los verdaderos espectáculos naturales (léase no manchados por la mano del hombre), en un camión que aguantó a pié firme nuestro pechazo” (99). Como vimos antes, el locus amoenus del pasado perdido es fundamental en Ernesto Sábato, pero en Guevara el elemento amerindio es fundamental.

El individuo es nuevamente el objetivo del humanismo, pero ya no es un individuo aislado sino un “individuo social”, aquel que ha sido transformado por la experiencia histórica de sus predecesores y ya no se puede definir sino a través de los otros. Galeano, parafraseando a Ernesto Che Guevara, recordaba que “el socialismo tenía sentido si purificaba a los hombres, si los lanzaba más allá del egoísmo, si los salvaba de la competencia y la codicia” (Días, 62). En nuestro esquema, el Cuadrante IV tiene sentido si ha superado completamente al Cuadrante I a través de los cuadrantes II y III. De otra forma, si pasamos del Cuadrante I directamente al IV estaríamos ante la liberación budista o ante la liberación mística cristiana, según las cuales el individuo puede ser liberado en soledad y de espaldas a los problemas históricos y sociales. De forma subjetiva, Mario Benedetti escribió que quizás “la forma más gloriosa de sentirse individuo sea saberse integrante de un pueblo” (Subdesarrollo, 64).

Individuo-pueblo-cosmos, la unidad se ha reestablecido en un nivel superior. Es una vuelta al origen amerindio y, a la vez, su propia superación: es la utopía del humanismo europeo. Quizás no es casual que Ernesto Che Guevara debe partir de Argentina —su propio presente, el espacio del hemisferio histórico— en busca del origen utópico. Lo encuentra o cree encontrarlo en aquellos espacios amerindios donde el pasado mítico es más fuerte. Sus mayores revelaciones son en Perú, en Centroamérica y en México, mientras la utopía se realiza en una isla del Caribe, como lo soñaron los primeros humanistas europeos. Por definición, la utopía es el no-lugar, es aquel espacio que nunca está aquí, y, por lo tanto, Guevara, el Che, debe partir nuevamente y morir en el intento de alcanzar la plenitud. Para que el ciclo se renueve, debe quedar incompleto.

 

8.2 El hombre nuevo y la utopía moderna

A fines del siglo XIX, José Martí, el poeta y revolucionario cubano ampliamente citado por los protagonistas de la Revolución de 1959, era de la idea de una evolución interior del individuo a través de la historia. “La prueba de cada civilización humana está en la especie de hombre y de mujer que en ella se produce” (Martí, 256). Pero si la palabra del siglo XIX era evolución, la del siglo XX en América Latina fue revolución. Casi cien años después del cubano, Ernesto Cardenal reformuló la misma idea: “la revolución interior y la otra son la misma” (Oráculo, 33). Para Ernesto Guevara, “el hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada” (Obras II, 22). Es el “hombre Nuevo al cual ya amamos” (Oráculo, 27). La idea de renacimiento es también asumida por Paulo Freire en 1971: “la liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es viable en y por la superación de la contradicción opresor-oprimido que, en última instancia, es la liberación de todos” (39). Dos años después, en Teología de la liberación (1973), Gustavo Gutiérrez insistirá en esta misma necesidad de “buscar la construcción del hombre nuevo” (142). Pero este nuevo tipo humano persiste en un espacio utópico que debe ser construido en la nueva sociedad. No es el producto de un lento proceso humanístico —el hombre histórico, el estar haciéndose—, sino el logro de una revolución, el resultado de una aparición casi mesiánica o del regreso del justiciero Quetzalcóatl. Ernesto Cardenal puso esta aspiración en versos: “tenemos el níkel esperando al hombre nuevo / la caoba esperando al hombre nuevo / el ganado esperando al hombre nuevo / sólo hace falta el hombre nuevo” (Canto, 50).

La idea de “Hombre nuevo” fue una formulación filosófica conocida en Europa siglos antes de Ernesto Guevara, en la Ilustración y aún entre los primeros cristianos. Pero es en América Latina, en el siglo XX, cuando cobra un significado dramático y central en el pensamiento revolucionario y en el humanismo radical. Por otra parte, aún antes que en la Europa moderna, podemos advertirla en la cosmogonía amerindia. Para el cristianismo, la idea de “renacimiento”, de “nuevo pacto” puede ser común, pero siempre significa una continuación de la historia anterior. Para el mundo amerindio cada nueva creación sigue a un ciclo cerrado, a un fracaso. Como vimos, Quetzalcóatl da vida a una nueva humanidad, recrea un nuevo hombre y una nueva mujer a partir de los fracasos creacionistas de los demás dioses. También en el libro maya Popol Vuh, la creación de la humanidad siguió a fracasos anteriores. Como los dinosaurios precedieron a los mamíferos actuales, así los hombres y mujeres de entonces fueron precedidos por una especie diferente, imperfecta y por eso extinguida de seres humanos. “Existieron y se multiplicaron. Tuvieron hijas, pero carecían de alma y entendimiento. No recordaban a su Creador y Formador. Andaban sin rumbo y a gatas. Al principio, hablaban. Pero su rostro aparecía enjuto y sin carnes, sus manos no tenían consistencia y carecían de sangre, sustancia y humedad ni grosor” (Popol, 26). Los monos serían, según este relato, un vestigio de esos hombres prehistóricos (29). La idea de dioses imperfectos era común en la Grecia donde surgieron los filósofos occidentales y se repite en Amerindia hasta nuestro tiempo. Se advierte, por ejemplo, en relatos populares, no por casualidad anotados y resaltados en su valor estético y existencial por escritores como Eduardo Galeano. En El libro de los abrazos (1989) recuerda una vez en Nicaragua una estrella fugaz. Un niño le explica el fenómeno: “¿Sabes por qué se caen las estrellas? Es culpa de Dios. Es Dios que las pega mal. Él pega las estrellas con agua de arroz”.[1] Línea seguida Galeano reconoce: “Amanecí bailando” (239).

La idea de un nuevo nacimiento, de un nuevo tipo humano reaparece en las corrientes post-colonialistas que influyeron en los escritores comprometidos de América Latina. Frantz Fanon veía al individuo como una deformación del poder político, ideológico y militar de la colonización, un producto del imperialismo mundial. Por esta razón, la descolonización “modifie fondamentalement l’être”, es la creación de los hombres nuevos capaces de hablar un nuevo idioma y crear una nueva humanidad. Pero esta creación no deriva de un fenómeno sobrenatural sino de su propio proceso de liberación (Damnés, 6).[2] Esta idea fue central y explícita en la obra escrita y oral de Ernesto Guevara y en el pedagogo Paulo Freire. También en Eduardo Galeano: “Se obliga al oprimido a que haga suya una memoria fabricada por el opresor, ajena, disecada, estéril. Así se resignará a vivir una vida que no es la suya como si fuera la única posible” (Venas, 439). La idea de “nous avons vu que le colonisé rêve toujours de s’installer à la place du colon” (Damnés, 18), es la misma del peruano González Prada y del brasileño Paulo Freire: el oprimido aspira a ocupar el espacio del opresor (Freire, 36), lo que significa el reemplazo de individuos, la reproducción de una misma estructura social y de una misma naturaleza del individuo: el hombre tradicional, el hombre corrompido. “Le colonisé est un persécuté que rêve en permanence de devenir persécuteur” (Damnés, 19). Edward Said confirmó esta misma lectura: “According to Fanon, the goal of the native intellectual cannot simple be to replace a white policeman with his native counterpart, but rather what he called, borrowing from Aimé Césaire, the invention of new souls” (Said, Representations, 41). Es decir, el hombre Nuevo es el hombre liberado de una tradición, es un “alma nueva”.

Roque Dalton poetizó esta misma idea: “somos un par de personas marcadas por el veneno de nuestra fastuosa educación, por las mariposas negras de los templos, por los vampiros de las elites. Nos gusta el whisky, Maribel, nos gusta quedarnos demasiado tiempo desnudos […] Nos fascina además el arrepentimiento” (Poesía, 70). Incluso el revolucionario, el agente de la vanguardia histórica estaba inhabilitado para alcanzar la plenitud humana. Era necesario un hombre nuevo, una especie humana nueva.

De este nuevo hombre nacería también un nuevo arte y viceversa. Walsh, como Guevara, era de la idea de que “gente más joven que se forma en sociedades distintas, en sociedades no capitalistas o bien sociedades que están en proceso de revolución, gente más joven va a aceptar con más facilidad la idea de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes” (Oscuro, 62). En su análisis a Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, Ariel Dorfman destaca el “crecimiento de un niño, crecimiento de un pueblo: este es el tema único, doble, múltiple” de la novela. Y lo será de casi todas aquellas obras que surjan de este paradigma. El individuo y el pueblo evolucionan y sus caminos convergen en el origen o en el futuro utópico. Ambos maduran, evolucionan, cuando se van identificando entre sí. El presente, estancado por la fuerza de un pasado disfuncional, opresivo (Cuadrante I), está representado en Los ríos profundos por la relación del opresor (el Viejo) y sus oprimidos (los pongos, los indios). Las instituciones que corrompen al individuo y a la sociedad estarán representadas por la iglesia tradicional, el ejército y la verticalidad feudalista del hacendado. El padre del protagonista, Gabriel, se rebela pero no trasciende. Su hijo, Ernesto, representa la idea quijotesca de seguir un sueño de justicia en los caminos. Es un eterno andar, un inquieto estado de marcha en un mundo corrupto y doloroso. Sin embargo, observa Dorfman, hay una diferencia fundamental entre el padre y el hijo: “en el fondo de la experiencia salvadora de Ernesto germina la caliente certeza de que sin los demás no habrá liberación ni crecimiento” (Lector, 15). Según Dorfman, a diferencia de los escritores europeos, el objetivo de comunión no está destinado al fracaso ni depende de un alma sensible. Aquí el niño es portador de la utopía de comunión, pero no es una imagen pura: los muchachos en el colegio reproducen las formas de opresión: no se unen sino que se fragmentan, se autocontrolan según la ideología religiosa de los curas. El zumbayllu no es presentado como naturaleza redentora sino como objeto cultural. El Lleras, el joven representante de la fuerza y la violencia, reconoce en el objeto un elemento peligroso de unión por lo que pretende evitar que Ernesto lo obtenga. Ernesto intenta comprarlo, pero su constructor se lo regala, rompiendo con el ciclo de poder y de materialización de las relaciones interpersonales. De la rebelión del individuo luego se pasa a la rebelión social, a veces por motivos anecdóticos.

La plenitud humanista y amerindia del hombre nuevo no consiste en la disolución en la nada del existencialismo europeo del siglo XX o en la aspiración de no-ser de la tradicional metafísica oriental. Tampoco es un ascenso individual a los cielos, como en el cristianismo místico o institucionalizado. Por el contrario, es una integración en el ser colectivo, en el cosmos. Liberación no significa aquí dejar de ser o ser eternamente un individuo al lado de Dios, lejos de los pecadores que se queman en el infierno, sino ser plenamente uno-en-los-otros, uno en la unidad. La liberación de este hombre nuevo significa un equilibrio entre el mundo material y el reino de la moral. Es ese espacio mítico-utópico donde las tensiones de opresor-oprimido han desaparecido en la práctica y en el deseo. Para la cosmología mesoamericana, “las otras metáforas señalan todas la misma nostalgia de liberación: la serpiente de fuego es el individuo ardiente en deseos de trascender su condición terrestre” (Séroujé, 169).

 

8.3 El sacrificio necesario

Según Frantz Fanon, el objetivo de la lucha de liberación no es solo la desaparición del colonizador sino también la desaparición del colonizado. Pero el nuevo humanismo no sólo se define por el resultado de esta lucha sino por la lucha misma (Damnés, 173).[3] También en la América Latina del siglo XX las revoluciones y movimientos de liberación se diferenciaban de las revoluciones del siglo de la creación de las nuevas repúblicas. Si en el siglo XIX el objetivo era el desplazamiento del colonizador por la clase criolla, en el siglo XX los movimientos de liberación habían madurado la idea de un cambio moral aparte del cambio estructural. Uno no podía ser la consecuencia del otro. El revolucionario, la vanguardia histórica, podía actuar directamente sobre el estímulo moral —el trabajo voluntario, el desprecio por el valor monetario en el caso de la Cuba de Ernesto Guevara— para provocar un cambio social, pero el hombre nuevo no llegaría sin antes alcanzarse el cambio social. El hombre nuevo es el individuo liberado como opresor y como oprimido, es el individuo hecho pueblo, significa el renacimiento de la humanidad.

Pero el hombre nuevo, la nueva humanidad como en Prometeo y en Quetzalcóatl, nace del sacrificio, de la sangre del mártir que es aquel que ha alcanzado la conciencia pero no la plenitud aun de un estado superior. Quetzalcóatl, según Laurete Séroujé “es el símbolo del viento que arrastra las leyes que someten la materia: él aproxima y reconcilia los opuestos; convierte la muerte en verdadera vida y hace brotar una realidad prodigiosa del opaco dominio cotidiano” (Pensamiento, 151). La poética de Ernesto Cardenal lo versifica así: “un hombre nuevo y un nuevo canto / por eso moriste en la guerrilla urbana” (Oráculo, 21). Esta idea que identifica el sacrificio con la vida plena y opone la sangre al oro, una como representante de la vida sagrada y el otro como caída en el mundo material de la muerte, es común en la literatura de la cultura popular latinoamericana. Lo cual se opone radicalmente a la literatura policial anglosajona donde la sangre —siempre abundante— significa muerte y el beneficio económico o el prestigio social es el premio para quienes resuelven el misterio que amenazó el orden establecido.

En el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, es común la idea de las parejas generadoras y de la fertilidad de la naturaleza tras el sacrificio del individuo. Antes de que existieran los hombres, por una disputa de pelota, los hermanos Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú fueron enjuiciados, sacrificados y enterrados en el ‘Puchal Chah’, pista de cenizas donde se tiraban las pelotas en el juego. Le cortaron la cabeza a Hun-Hunahpú y enterraron su cuerpo decapitado junto con su hermano. Luego colgaron la cabeza de las ramas de un árbol de jícara al lado del camino. “Y el árbol, que siempre había sido estéril, se cubrió de pronto de frutos del ‘vach tzima’ o sea, del jícaro” (66).[4] Una idea semejante relata el mito del Incarrí —o “inca rey”—conocido en el Perú de la colonia hasta mediados del siglo XIX, según el cual la cabeza del Inca ha sido enterrada bajo Cuzco o bajo Lima y se encuentra germinando el resto del cuerpo para renacer un día y volver a reestablecer el orden perdido (Fergunson, 148). Este mito, según Ángel Rama, “por sus características ha nacido dentro de la Colonia, anudando elementos de la mitología prehispánica, alguno de los cuales se encuentran consignados en los textos del Inca Gracilaso de la Vega, con otros que son de fecha posterior” (Transculturación, 170). Lucía Fox Lockert observó que Atahualpa murió en la horca o a garrotazos en 1533 y el pueblo tomó la versión de la decapitación de Tupac Amaru I —al igual que Tupac Amaru II, en 1781—, ocurrida cuarenta años después (Fox, 12). La mitología más antigua, desde México hasta Bolivia, abunda en este principio del sacrificio del cuerpo que produce la vida en el Cosmos. La idea de que el cuerpo sacrificado fecunda la tierra y da vida, se repite en el mito de Pachacámac, cuando éste despedaza al hijo de Pachacama y sus miembros se convierten en semillas. Su sangre, literalmente, fertiliza la tierra (Fergunson, 24). La misma idea persistió en el espacio histórico. Cuando Tupac Amaru se revela en 1780 contra la autoridad de la corona imperial haciendo beber oro derretido al gobernador español, símbolo de la ambición y desacralización del cosmos, los opresores responden con el mismo simbolismo. De igual forma que en un ritual azteca, le cortan la lengua en una plaza pública, tratan en vano de despedazarlo usando cuatro caballos (paradójico símbolo de la opresión) hasta que finalmente le cortan las manos y los pies. Pero el pueblo indígena del Perú, que atemorizado no presenció directamente los hechos, atribuyó a este día una conmoción cósmica: después de una larga sequía se levantó el viento y llovió.[5] El espíritu de Tupac Amaru significa aquí una suerte de Quetzalcóatl, dios del viento, que limpia el camino al dios de la lluvia para provocar la germinación. La muerte del mártir siembra la tierra. Como la muerte de Ernesto Che Guevara, a quien otro imperio cortó las manos, el sacrificio y la sangre derramada en pedazos significan vida y no muerte, siembra y no siega. El profundo significado del asesinato del cautivo argentino se les escapó a los servicios de inteligencia habituados a otros modelos de pensamiento.

Esta idea del sacrificio y el significado de la sangre persistirán especialmente en la Literatura del compromiso. El cubano Nicolás Guillén, en “La sangre numerosa”, inicia su poema con una dedicatoria significativa: “A Eduardo García, miliciano que escribió con su sangre, al morir ametrallado por la aviación yanqui, en abril de 1961, el nombre de Fidel” (Tengo, 112). Luego (con una conjugación peninsular y con remembranzas del antiguo latín, propia de las declamaciones poéticas del continente todavía colonizado) confirma el destino fértil de la sangre del mártir: “no digáis que se ha ido: / su sangre numerosa junto a la Patria queda” (113). Pero el mártir no asciende al cielo de los individuos elegidos por un Dios absoluto sino que florece en la historia, para fecundar el resto de la humanidad, el Cosmos. En Hora 0 (1969) el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal ve la muerte de Sandino como el sacrificio que mantiene vivo el movimiento de la historia —del mundo—: la sangre del elegido riega la tierra y la hace fértil, “el héroe nace cuando muere / y la hierba verde nace de los carbones” (Antología, 78). Cuando escribe el “Epitafio para la tumba de Adolfo Báez Bone” confirma la misma idea: “Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo, / pero desde entonces todo el territorio nacional es tu / sepulcro” (49). En otra metáfora no deja lugar a dudas: “creyeron que te enterraban / y lo que hacían era enterrar una semilla” (50). También el salvadoreño Roque Dalton percibe la misma justificación de la existencia del revolucionario como la muerte necesaria que fecunda la vida por venir: “uno se va a morir […] disperso va a quedar bajo la tierra / y vendrán nuevos hombres […] Para ellos custodiamos el tiempo que nos toca” (Poesía, 23). Por su parte, el argentino Juan Gelman, en versos críticos al esteticismo de Octavio Paz y Lezama Lima, lo puso en estos términos: “¿por qué se pierden en detalles como la muerte personal?” (Hechos, 48). Esta comunión de la tierra con el renacimiento, del sacrificio con la vida es propio del cosmos amerindio. El futuro utópico y el pasado original se encuentran y se confunden en una especie de fin de la historia.

En “La Batalla de los Colores” de Ariel Dorfman, las referencias religiosas al cristianismo son explícitas pero no menos claras son las referencias al sacrificio del hombre-dios amerindio. Cuando los infinitos dibujos que envolvieron en su laberinto a los militares comenzaron a arder, el poder opresor procuró que la muerte de José, el subversivo, fuese ejemplar, “para que todos supieran que así terminan los brujos y creyeran que José ardía entre las pruebas de su herejía (Militares, 154). El uso propagandístico que se revela contra sus autores, es semejante aquí como lo fue en la muerte de Jesús, en la de Ernesto Che Guevara y en la de otro José mártir, José Gabriel (Tupac Amaru). Pero también coincide con la tradición mesoamericana. Las referencias a un realismo mágico que se pueden encontrar desde las crónicas de la Conquista desde Pedro Cieza de León recorren el relato y coronan el final. La mayor preocupación del general representante de la dictadura que combatía José fue que nadie pensara que había logrado “introducirse dentro de uno de sus dibujos o quizás repartido a lo largo de cada uno de ellos, reservándose el corazón para los últimos y los sesos para los penúltimos (155). Las imágenes de los pájaros surgidos de esa catástrofe de fuego recuerdan el fuego de Landa Calderón que así pretendió al comienzo de la Conquista espiritual vanamente borrar la memoria del pueblo maya. Es el fuego didáctico de Hernán Cortés, el fuego de la memoria reprimida del continente, según la obra de Eduardo Galeano. Es “el camino del fuego” de Ernesto Guevara (Obras, 236). Es el fuego con el que Quetzalcóatl recreó el mundo y el fuego que, según Séroujé “señalan todas la misma nostalgia de liberación” del individuo que va a “trascender su condición terrestre” (169). No es el fuego final de Alejandra en Sobre héroes y tumbas (1961), que de esa forma pretende borrar toda memoria del pecado sexual, del incesto y de su desprecio proyectado en la sociedad; una forma de condena en el infierno cristiano. Es otro fuego, es el fuego que en el siglo XVI mata la carne y salva la memoria del cacique Hatuey en Cuba que, según Bartolomé de las Casas, elige renacer en el infierno donde estará su pueblo antes que el Paraíso de los buenos conquistadores (Destrucción, 88).[6]

También otros elementos de este cuento, como la disolución del individuo —del héroe— en la humanidad de su pueblo, el corazón, el cuerpo repartido por la magia de los dibujos quemados y despedazados, son símbolos de la cosmología amerindia. No faltan las alusiones explícitas al lenguaje y la semiótica cristiana: así también la cultura del continente ha sido travestida por la simbología y el ritual católico (lo explícito) mientras los elementos centrales de la cultura reprimida por la violencia inevitablemente iba a buscar diferentes formas de sobrevivir aún de formas más inadvertidas y por eso más fuertes y permanentes (lo implícito).

De forma más personal —como es más propio de la poesía y del ensayo que de la narrativa y del teatro— el argentino Francisco Urondo, en el poema “Sonrisas” escribió su testamento ideológico confirmando los dos elementos fundaméntales: el futuro utópico, donde el individuo se disuelve en el sacrificio en una comunión con la humanidad y el desprecio de la materia, caída en la desacralización y la inmovilidad del cosmos que ha perdido su espíritu, según la cosmología amerindia (expresada, por ejemplo, en Hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias): “[a] los hombres del futuro: mi testamento: ‘a ellos, / hijos, mujer, dejo todo lo que tengo, es decir, / nada más que el porvenir que / no viviré; dejo la marca / de ese porvenir’” (Poética, 404). En otro poema, en “Solicitada”, confirma la misma idea: “Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está” (458).

Uno de los poetas más significativos, Ernesto Che Guevara, en el cual alcanza su cumbre la poética del compromiso, es explícito en este sentido: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que este, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y victoria” (González, 131).

Más recientemente el Subcomandante Marcos, cuyo verdadero nombre es Rafael Sebastian Guillén Vicente, en una entrevista a la cadena Univision de Estados Unidos explicó al periodista Jorge Ramos la razón de su nombre:

Antes de perderse de nuevo entre los maizales y cafetales que parchan la selva lacandona, Marcos me explicó el origen de su nombre de guerra; no es nada nuevo, pero es distinto escucharlo de su boca. “Marcos es el nombre de un compañero que murió, y nosotros siempre tomabamos los nombres de los que morían, en esta idea de que uno no muere sino que sigue en la lucha”, me dijo, medio pensativo pero sin mostrar cansancio.

RAMOS: O sea que hay Marcos para rato?

MARCOS: Sí. Aunque me muera yo, otro agarrará el nombre de Marcos y seguirá, seguirá luchando. (Ramos)

 

 

8.4 Derrota y exilio. De la palabra al silencio.

Diferente a un determinismo materialista, estructuralista o antihumanista, la conciencia se convertirá en el principal campo de batalla. Para Ernesto Che Guevara la acción sobre el estímulo moral, más allá del cambio estructural, era prioritario. En este sentido, el final de Las venas abiertas de América Latina (1971) Eduardo Galeano también presenta una visión humanista —en el sentido de considerar la libertad individual y colectiva y no una fatalidad divina o economicista— y todavía sigue siendo una crítica próxima al marxismo. “Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres” (Venas, 436). Si reemplazamos “dioses” por “infraestructura” o “propiedad de los medios de producción” tendríamos una crítica al marxismo más primitivo: la conciencia no es mero producto y reproductor de una ideología, de una estructura materialista sino que está conferida de libertad y, por lo tanto, es capaz de independizarse de sus propias condicionantes en el camino de su liberación. La conciencia es libre cuando se distingue de la falsa conciencia, del realismo objetivo que produce (o es) una ideología.

Con ese párrafo citado Galeano cierra La venas abiertas de América Latina y plantea un desarrollo posterior: “¿Es América Latina una región del mundo condenada a la humillación y a la pobreza? ¿Condenada por quién? ¿Culpa de Dios, culpa de la naturaleza? ¿el clima agobiante, las razas inferiores? ¿La religión, las costumbres? ¿No será la desgracia un producto de la historia hecha por los hombres y que por los hombres puede, por lo tanto, ser deshecha?” (439). Pero más tarde su atención se acercará progresivamente a la perspectiva amerindia. Memoria del fuego (1982-86) es una de las expresiones más maduras del cambio de la utopía europea por el mito original amerindio. Su camino ya no es la revolución moderna que por el camino de las armas busca establecer la nueva sociedad antes de la creación del hombre nuevo sino el retorno en busca del hombre-original. La poesía-ensayo ha perdido parte de su optimismo revolucionario y plantea una concientización por el camino del desengaño. La Literatura del compromiso pierde su cruzada optimista y proselitista, su confianza en la actuación sobre la realidad social y vuelve su mirada hacia la realidad interior de una memoria colectiva que todavía se puede recuperar. El pasado prehispánico e amerindio, menospreciado por la soberbia del colonizador europeo, es revindicado como una tiempo dorado: no había gordos ni jorobados entre los indios del Canadá; no reconocían la propiedad y consideraban ridículo obedecer a un semejante (Memoria II, 20). Si un dios autoritario y la racionalidad representan al opresor, las emociones son el rasgo que se debe recuperar en el proceso de liberación: los indios “obedecen a los sueños como los cristianos al mando divino” (20). Como en Nietzsche y en Freud, el cuerpo, la sensualidad representan a la vida y a la libertad, reprimidos por el cálculo y el falso pecado: los indios “son libertinos, advierte Le Jeune. Tanto la mujer como el hombre pueden romper el matrimonio cuando quieren. La virginidad no significa nada para ellos” (21). “Cuando los cristianos los amenazan con el infierno, los salvajes les preguntan: Y en el infierno, ¿estarán nuestros amigos?” (21). Pregunta que coincide con la aspiración del cacique Hatuey, quemado por los españoles, según Bartolomé de las Casas (Destrucción, 88).

El fracaso del optimismo revolucionario de los ’60 mueve la atención de un cambio radical de las estructuras sociales al problema de la conciencia. En 1972, Héctor Schmucler en su prólogo a Para leer al pato Donald, recuerda que parte de las dificultades del gobierno de Unidad Popular de Chile sería que, aunque se cambien las infraestructuras, la supraestructura resistiría con su arraigo: “las viejas formas de vida, características de la sociedad burguesa, suelen consolidarse hasta neutralizar —cuando no de liquidar— las nuevas estructuras conquistadas” (3). Recordando a Althusser, anotaba que “el obrero produce plusvalía como condición necesaria para que se reproduzca el sistema capitalista y, en el mismo movimiento, produce la ideología que perpetúa la relación con la sociedad” (4). No resultaba significativo que el patrón dejara de ser una empresa privada o el Estado. Las relaciones de producción y organización de la sociedad continuaban siendo las mismas. “El salto cualitativo se refiere a las características que asume esta relación, a la cultura que se genera a partir de las formas concretas de una existencia que tienda a la creciente participación de todos en todo” (5). Una observación semejante había adelantado Ernesto Guevara años antes, la que resultaría más tarde una profecía. El 9 de abril de 1961, en la revista Verde Olivo, doce años antes del golpe de estado en Chile, escribió:

Y cuando se habla del poder por vía electoral, nuestra pregunta es siempre la misma: si un movimiento popular ocupara el gobierno de un país por amplia votación popular, y resolviese, consecuentemente, iniciar las grandes transformaciones sociales que constituyen el programa por el cual triunfó, ¿no entraría en conflicto inmediatamente con las clases reaccionarias de ese país?, ¿no ha sido siempre el ejército el instrumento de la opresión? Si es así, es lógico pensar que el ejército tomará partido por su clase, y entrará en conflicto con el gobierno constituido. Ese gobierno puede ser derribado mediante un golpe de estado más o menos incruento y volver a empezar el juego de nunca acabar; puede el ejército opresor ser derrotado mediante la acción popular armada en apoyo de su gobierno. Lo que nos parece difícil es que las fuerzas armadas acepten de buen grado reformas sociales profundas y se resignen mansamente a la liquidación como casta. (Obra, II, 58)

El fracaso ha sido doble. La sociedad no ha cambiado y cuando ha podido hacerlo su conciencia ha permanecido anclada en los valores morales del pasado. Consecuentemente, el hombre nuevo, liberado de la relación moral y económica entre el opresor y el oprimido, no ha llegado nunca. En palabras de Paulo Freire, es común “en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor por sus patrones de vida” (58). Pero también existe una creencia mágica en la invulnerabilidad del opresor. Hasta que el individuo no tome conciencia de su opresión, aceptará su estado y su lugar en la sociedad como una fatalidad (60). Estas observaciones pertenecen al mismo tipo que hiciera Simón Bolívar un siglo y medio antes, cuando el continente se disponía a un renacimiento bajo la nueva forma de repúblicas independientes. En su “Carta de Jamaica” (1815), Bolívar advertía que “el alma de un ciervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad” (Doctrina, 71). Años más tarde, en 1819, en “Discurso ante el congreso de Angostura” complementaba la misma idea: “Un pueblo pervertido si alcanza su libertad muy pronto vuelve a perderla […] las buenas costumbres, y no la fuerza, son la verdadera columna de las leyes” (105). Según recordó Rufino Blanco Bombona, “cuando en 1816 se da libertad a los esclavos negros y se les llama a servir en el ejército como ciudadanos, prefieren seguir a los españoles, que los venden en las colonias extranjeras”, hecho que llevó a Bolívar a quejarse de que “los pueblos no quieren ser liberados” (Blanco, 167).

Entrados en el último cuarto del siglo XX, el fracaso de la “Segunda independencia” —a través de los Movimientos Revolucionarios de Liberación Nacionales— parecía aún más decepcionante que el logrado en la primera, a principios del siglo XIX. En 1973 Mario Benedetti percibía el declive de la energía moral —el valor de la voluntad histórica— que tanto había reclamado Ernesto Guevara: “ya no consideramos […] que la revolución es un edén político” (Revolución, 81). La utopía se transformaba, lentamente, en voluntad de resistencia ante la realidad adversa. “Hoy, toda América latina vive el arduo proceso de convertir sus reveses en victorias” (86). Aludiendo al fracaso inicial de la Revolución cubana en Moncada, Benedetti procura recomponer las naves anímicas: “El revés histórico de 1953 sirve hoy [para demostrar que] aún los más duros contrastes pueden contener un germen de triunfo, siempre y cuando la voluntad de victoria siga siendo más fuerte que la amargura de la derrota” (Revolución, 87). Ya no es la “revolución utópica” sino una “revolución posible” (107).

Pero ni siquiera fue posible. La realidad volvería a mostrar su clausura política en los ’70 hasta terminar en una nueva clausura existencial a fines de los ’80.[7] Como en tiempos de Simón Bolívar, el pueblo no quería ser liberado. “En realidad eran pocos los que habían desenvainado su furia o su nostalgia / y el futuro mantenía las catástrofes detrás de sus biombos neblinosos” (Aquí, 46). Sólo era posible “juntarnos de a muchos para saber qué pocos éramos / y admitir por unanimidad el desorden del mundo y de la vida / sobre la biblia o mejor sobre el reglamento provisorio / que nunca intentaríamos ordenar del todo la vida y el mundo” (46).

Escritores comprometidos como Sábato no vieron el fenómeno de los movimientos de libración como parte de un destino histórico y manifiesto, sino como una simple y justificada reacción a un sistema que se había corrompido y debía ser reparado. “En esa gigantesca defraudación que decepcionó al país entero [Argentina] pero muy especialmente a la juventud, siempre sensible al contraste entre las grandiosas palabras y las sucias realidades, debemos buscar las causas de la guerrilla” (Apologías, 16). En cierta forma, Sábato conforma o incomoda a los grupos en pugna por igual. “Debía restaurarse la democracia […] pero era necesario evitar un terrorismo de extrema derecha como respuesta al de los grupos inversos” (117).[8] Es decir, la democracia burguesa o representativa debía ser restaurada. Para acceder al Tercer Cuadrante, primero es necesaria una reforma del individuo y no viceversa. Esta es otra diferencia significativa con los escritores de la Literatura del Compromiso. Si para éstos la violencia del Segundo Cuadrante era un paso inevitable en el acceso del Tercer Cuadrante que precede al Hombre nuevo, para Sábato era “siniestramente ilógico que invocando la Justicia Universal y el Socialismo se torture y asesine. ¿Qué hombre nuevo se podría construir con semejantes preparativos?” (119).

El gran acontecimiento del siglo XX fue el abandono de la libertad por los que querían el progreso, desapareciendo desde entonces una esperanza más para el mundo. La libertad burguesa no era toda la libertad, o no lo era cabalmente; pero de la justa desconfianza por sus precariedades se llegó a desconfiar de la libertad misma, o se la difirió para siglos futuros. (123)

Sábato no puede ver una continuidad del Humanismo sino una línea en declive. “He aquí el final de aquel prometeo renacentista. Porque, como bien afirma Berdiaev, el Renacimiento fue un movimiento individualista que terminó en la masificación, un naturalismo que concluyó en maquinismo, y un impulso humanista que originó la deshumanización. Tres aspectos de una sola y gigantesca paradoja: la deshumanización de la humanidad” (127). Para compatibilizar esta actitud reaccionaria contra el prestigio moderno del ideoléxico progreso, Sábato echa mano a una frase de Schopenhauer ya citada antes por Nietzsche: “hay momentos en que el progreso es reaccionario y la reacción es progresista” (139). El status quo de la alienación moderna y las propuestas revolucionarias son simplificadas en idealismo versus colectivismo, soslayando el centro ideológico de la idea del Hombre nuevo y, de alguna forma, justificando el imperio del Hemisferio histórico de los dos primeros Cuadrantes: “ni el individualismo ni el colectivismo son soluciones verdaderamente humanas, pues el primero no ve la sociedad y el segundo no ve al hombre; ambas son abstracciones” (168).

Finalmente, de la celebración de la palabra reconquistada, se cierra el círculo con la imposición del silencio y la resignación. La subversión de la palabra, del significado colonizado, deja paso al silencio como único recurso de resistencia ante el regreso de la distopía. Cuando en “El hotelito de rue Blomet”, de Mario Benedetti, dos exiliados reflexionan sobre la década de la esperanza y la derrota final, su único consuelo se reduce a haber aguantado “sin hablar, sin delatar a nadie. En aquellos días de mierda, aquello se convertía en una obsesión. No hablar, sobre todo no hablar” (Nostalgia, 66). Otra voz complementa: “¿Quién iba a decir, en el 65, que íbamos a pasar lo que pasamos?” (67). Ya en la obra de teatro Pedro y el Capitán (1979) la derrota está definida. Queda aún, la victoria moral. En la lucha dialéctica que entablan el torturador —el objetivo inmediato de la tortura es la palabra— y el torturado, el vencedor es siempre la víctima, y su principal arma es el silencio. Se cambian los papeles: el torturado predomina emocionalmente sobre el torturador. El final también es un rotundo “no” de la víctima, lo único que le queda de poder.

Una traducción simbólica y casi completa de este momento se realiza en la película argentina Tiempo de revancha (1981), donde un exsindicalista procura borrar su pasado para lograr un puesto en Bursaco, una megaempresa explotadora de minas de cobre. El protagonista, Bengoa (Federico Luppi), finalmente logra integrarse a una sociedad dominada por un gobierno militar y la ideología del libre mercado. La lucha se establece en las dicotomías solidaridad/egoísmo, sangre/dinero, igualdad/explotación, compromiso/engaño, palabra/silencio. Para lograr su propósito, desde el comienzo debe manifestar su ambición individualista mientras que gran parte de su esfuerzo radica en no hablar. “Bursaco paga, yo trabajo. Lo demás no es problema mío”, debe decir el protagonista en su primera entrevista de trabajo, fingiendo indiferencia. Pero luego su padre le advierte: “un día te van a provocar y vas a abrir la boca”. Cuando el ex activista encuentra a un antiguo empañero de lucha social, éste, integrado mucho antes, le dice: “Soy un angelito. No protesto. Hay que morfar. Yo les sigo el juego. No hablés, no protestés. Esto es el infierno”. Finalmente, se nos revela el motivo principal de la trama: la simulación de un accidente, por parte de Bengoa y su amigo, Bruno, con el objetivo de cobrar una importante indemnización como consecuencia de un accidente laboral que debería dejar mudo a Bruno. Para ello, ambos exsindicalistas planean usar las mismas armas del enemigo, legitimada por la ética del centro, es decir, el beneficio propio. Pero las cosas no resultan como fueron planeadas anteriormente. Bruno se acobarda y, en su intento de huida a último momento, muere en la explosión. Bengoa ocupa accidentalmente su lugar y, al ser rescatado, finge no poder hablar. Bengoa se posicionará desde la ética del vencedor para cobrar la indemnización, no como resultado de un juicio legal sino por medio de una negociación-chantaje que un abogado cómplice e inescrupuloso se encargará de llevar a cabo. Sin embargo, cuando Bengoa y su abogado visitan la casa del “único hombre”, dueño del imperio empresarial, con el objetivo de negociar el chantaje, se produce la gran inflexión en el discurso del personaje. Enterado de que las muertes de sus compañeros habían sido a consecuencia de la explotación de una mina de cobre que no tenía cobre, Bengoa rechaza la oferta del dueño de Bursaco, la cual había superado ampliamente las ambiciones iniciales de su abogado y de él mismo. Bengoa decide ir a juicio y emprender así su mayor batalla contra el Imperio. Larsen, el abogado mercenario, le dice que “la mejor forma de cagarlos es sacándoles la guita”. Sin embargo, Bengoa entiende lo contrario: la pérdida de dinero, como la ganancia, son parte de las reglas del juego capitalista. No lo son, en cambio, aceptar nuevas reglas de un individuo marginal que ha decidido no venderse. No persigue tanto la destrucción de Bursaco, la revelación de su inmoralidad y su vulnerabilidad ¾lo cual sería una tarea casi imposible, mucho más para un solo hombre¾, sino su propia reivindicación ética, su revancha. Podría entenderse ¾y creo que las autoridades de la época así lo debieron hacer¾, que finalmente triunfa la “justicia institucionalizada”. Sin embargo, éste es un error: Bengoa usa esa justicia que, en cierta forma, es respaldo de Bursaco. Bengoa gana el juicio mintiendo, aunque no usa ni una sola palabra. A partir de ese momento todo depende de que logre no decir palabra alguna. Finalmente triunfa en su objetivo y lo hace con una paradójica excepción. Su pasado de militancia sindicalista representa al que denuncia, al que promueve el uso de la palabra. Pero la palabra está colonizada por el discurso de la ideología dominante y, por ende, no sólo no servirá para destruir la relación de dominación y dependencia del centro, sino, sobre todo, será ésta ¾la palabra del disidente¾ un motivo más que legitime la opresión irrestricta del poder central. Incluso uno de los personajes ¾El Golo, el descendiente de los indios que lucharon por su tierra y pagaron su derrota con la muerte o con el exilio¾ acepta presentarse como testigo en el juicio. De habitual uso parco de la palabra, el indio habla y por eso lo matan. Tiempo de revancha culmina con una escena más simbólica que verosímil, pero necesaria: el protagonista triunfa y pronuncia una sola palabra en la ducha, en un espacio íntimo: “ganamos”. Pero luego de advertir que el enemigo permanece amenazante ¾ha sido ofendido pero no destruido¾, se corta la lengua con la frialdad de un cirujano. La lengua no le sirvió para salvarse sino, por el contrario, terminó por someterlo y esclavizarlo. Por si fuese poco, su integración a la órbita del centro ideológico había sido gracias a su lengua. Con ella había mentido y ocultado su pasado. No la había necesitado para derrotar al poder, para revindicarse como hombre ético, para honrar su memoria y justificar su propia existencia, pero por ella podría volver a perder.

Una vez recuperada la democracia formal y luego de caído el muro de Berlín, la clausura existencial regresa con la fuerza del desencanto. Benedetti lucha racionalmente contra la clausura. En “Los intelectuales y la embriaguez del pesimismo” (1986) reprocha a sus colegas escritores que “pocas veces, como en estos tiempos, la cultura se ha visto sacudida por una tan devastadora corriente de pesimismo” (234). Aunque motivos históricos no faltaban, “en otras etapas de riesgo el mundo intelectual supo arreglárselas para enarbolar esperanzas e imaginar salidas a situaciones que parecían de antemano condenadas” (Subdesarrollo, 234). Sin embargo, el escritor que piensa no es el mismo que el escritor que siente. El poeta contradice al ensayista, al crítico: “En la última /asamblea / del futuro / faltaré / sin aviso” (Exilio 34). “En las fronteras / del futuro / hay un control / estricto / sólo son admitidos / los sobrevivientes” (35). No es una simple especulación borgeana, sino la conclusión de un camino recorrido por la esperanza y la desesperanza: “usted por fin aprende / y usa lo aprendido / para saber que el mundo / es como un laberinto / en sus momentos clave / infierno o paraíso / amor o desamparo / y siempre siempre un lío (Canciones, 122). No es casualidad que Benedetti conteste a Gustavo Adolfo Bécquer, el romántico que veía la doble clausura, la existencial y la política, y desestime hasta las últimas esperanzas del romanticismo decimonónico, que nunca fueron muchas: “Sabés / Gustavo Adolfo / en cualquier año de éstos / ya no van a volver / las golondrinas […] es lógico / están hartas / de tanto y tanto alarde / migratorio […] su tiempo ya pasó / lo reconocen / y a mitad de su ida / o de su vuelta” (Exilio, 15).

La historia ya no es lineal. Es un círculo, o peor que eso: el acento ya no está en el indiferente ciclo de la naturaleza sino en “desengáñate, esas ya no volverán”. El círculo cósmico se ha detenido en su andar, como la temida caída del Sol amerindio en la materia, en la inmóvil piedra de la muerte.

La empresa social ha terminado y el intelectual vuelve su mirada al individuo, al antes despreciado oficio de refugiarse en la palabra. Nuevamente adquiere significado y valor aquello que Edward Said, en Representations of the Intellectual (1993), cita a Adorno en Minima Moralia: cuando se pierde la patria el único refugio que queda es la palabra (Said, Representations, 58).[9] Podemos pensar que también el dinero puede ser un refugio —y aún más seguro— para un hombre o una mujer exiliados, pero para un intelectual debía ser la escritura (“writing becomes a place to live”). Para los escritores comprometidos que sobrevivieron a la catástrofe de la reacción militar latinoamericana, la escritura y el idioma se convirtieron en una patria única y obsesiva ubicada alternativamente en la nostalgia y en distopía.

En el argentino Andrés Rivera el pesimismo distópico es el resultado de una clausura política que linda, se pierde y se refugia en la clausura existencialista. En sus novelas cortas, es común la ambigüedad, la carencia de nombres y datos concretos, la ausencia de una trama simple. En Para ellos el paraíso (2002), por ejemplo, el relato de la casa de campo recuerda a la película Kamchatka (2002). La casa de ventanas tapiadas, la permanente mezcla de violencia y falso cariño. El relato se construye entorno a un secuestro que nunca deja al lector certeza, eliminando datos, poniendo al lector, a través del ambiente y de los recursos literarios, en el espacio psicológico de la víctima. “Él estaciona el auto frente a la puerta de un motel. El letrero luminoso del motel, con el nombre del motel, chisporrotea, golpeado por la lluvia” (119). La técnica es la opuesta a las de Sábato y Cortázar, quienes dan abundantes datos del contexto concreto, histórico y presente.[10] Cada relato de Para ellos el paraíso incluye en su título la palabra “vencedor”, como aquel que recuerda la utilidad opresora de la palabra: “El vencedor, para hablar del mundo habla de sus enemigos”.

Andrés Rivera, como muchos autores políticos que continuaron publicando después de la caída del muro de Berlín, rechaza la clasificación de sus novelas como pertenecientes al género de la “novela histórica”. De cualquier forma, la mirada hacia el pasado para hablar del presente es propia de En esta dulce tierra (1984) y La revolución es un sueño eterno (1987). La primera, ambientada en 1839, tiene por protagonista al médico Gregorio Cufré, personaje histórico que reaparecerá en La revolución es un sueño eterno. Cufré huye de la Mazorca y se refugia en casa de una amante relacionada con Rosas. El tema central es la derrota de Cufré y quizás, más precisamente, la derrota inevitable de toda revolución que se adelante a su propio tiempo. Una carta de Domingo de Oro a Dorrego dice: “Envejecemos en el ostracismo, Goyo, dentro o fuera de nuestras fronteras. Nuestras lanzas están en el porvenir. Y el porvenir, como bien se sabe, es la referencia a la que acuden los papanatas” (Tierra, 32). La clausura política es un hecho y amenaza con convertirse en clausura existencial en La revolución es un sueño eterno. El protagonista y la voz principal, Juan José Castelli, no puede hablar por un cáncer de lengua y por ello recurre a la escritura para comunicarse. La paradoja radica en haber sido conocido como el “orador de la revolución” (1810). Cuando se presenta al inicio, dice: “el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria” (Revolución, 15). La ambigüedad de paradigmas temporales, como ya hemos señalado, es propia de los protagonistas de la Literatura del compromiso en América Latina. La dinámica mitológica del ciclo y la repetición se confunde con el devenir histórico, lineal y progresivo, propio del humanismo y la modernidad occidental (énfasis agregado): “Hombres como yo han sido derrotados, más de una vez, por irrumpir en el escenario de la historia antes de que suene su turno” (142). Es la derrota de la vanguardia, de los Bolívar, los Artigas, los Martí y los Guevara. Más tarde, Rivera ensaya un diálogo entre Cisneros y Cufré, uno hablando y el otro escribiendo y recuerda la fuerza de las palabras: la revolución, escribe Castelli, “se hace con palabras. Con muerte. Y se pierde con ellas” (46). Si uno de los preceptos de la Revolución cubana decía que para que haya literatura revolucionaria primero había que tener una revolución, Castelli, el protagonista narrador, reconoce el fracaso de las revoluciones independistas del siglo XIX por una característica semejante: “revolucionarios sin revolución, eso somos” (53). “¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia de los conversos, muchos de los que estuvieron a nuestro lado, en los días de mayo, traicionaron la utopía? […] Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia” (57).

La continuidad histórica de la injusticia del poder imperial, explícita en La hora de los hornos (1968) y Las venas abiertas de América latina (1971) es retomada en gran parte de la producción de la última etapa de la Literatura del compromiso. En La revolución es un sueño eterno, con cierto fatalismo histórico, Bresford reflexiona: “Inglaterra es un imperio gracias a los niños que mueren en sus minas” (71). Todo el capítulo XII se compone de una breve reflexión, que es parte del nacimiento de la clausura existencialista: “Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?” (Rivera, Revolución, 173). La narración de la continuidad ya no es el reconto de una historia que será interrumpida, destruida por una toma de conciencia colectiva, sino una continuidad que se confirma una vez más.

La novela histórica más significativa de este período en Uruguay también la escribirá un hombre de militancia izquierdista. Como en Rivera, la historia es la mejor excusa para replantearse un presente que es percibido como fracaso de las utopías humanistas de Europa. En ¡Bernabé! ¡Bernabé! (1988) de Tomás de Mattos, se puede descubrir esta lucha de paradigmas que nacen, evolucionan y mueren. La voz narradora, Josefina Péguy, en una carta recuerda a su padre que es interpelado por ella sobre las masacres de indios charrúas en el siglo XIX. Allí advertimos dos conceptos diferentes de “libertad”. La libertad de la narradora y de su padre, su adversario dialéctico, es la libertad del humanismo del siglo XIX: ya no se trata de la ley religiosa ni de los privilegios de castas o estamentos. Pero su padre representa un humanismo anacrónico, lo que le sirve de base a la crítica implícita de la novela —y de la narradora que se esfuerza por mantener un tono estratégicamente neutral—, que es de tono posmoderno, es decir, marcado por el cuestionamiento al racionalismo europeo y la simpatía por las luchas de reivindicación de los márgenes. “Para los charrúas la libertad era la perduración del Desierto: tierra sin cultivar, ganado sin cuidar, barbarie compartida. Para nosotros la libertad era la posibilidad irrestricta de que cada ciudadano volcase el mayor esfuerzo para el progreso de su familia” (56) Es el tópico de civilización contra barbarie impuesto por Sarmiento en la mismo siglo, pero también es la nueva idea de civilización humanista, democrática, “civilización repartida entre todos, según sus talentos” (56). Sin embargo, esa igualdad entre occidentales no incluía aún la igualdad intercultural ni toleraba la diversidad más allá de límites estrechos: “todo indio que aceptó nuestros valores, ‘fue respetado y tratado como uno más’” (56). Lo cual nos recuerda discursos políticos de nuestro siglo XXI, como formas de un humanismo tardío, conservador. El narrador no es totalmente confiable si nos referimos al paradigma del autor quien, con un esfuerzo de neutralidad ideológica en su narración, no puede evitar que muchos de sus lectores lo consideren como el código de lectura principal: el indio que aceptó “nuestros valores” y “fue respetado y tratado como uno más” no fue ni respetado ni tratado en condición de igualdad. Fue respetado en la medida que renunciaba a hacerse respetar. En pocos momentos la narradora trasluce, de forma explícita, el paradigma del autor. Sin embargo es éste, y no el paradigma de la narradora, el que estructura la novela. Lo implícito es lo que lo explícito ha logrado ocultar o reprimir, sea por razones artísticas, ideológicas o morales. “Aunque me acuses de estar exaltando nuevamente a la barbarie, te diré que no he visto un hombre culto al que los años y las lecturas no hayan vuelto cada vez más escéptico y receloso (107). El vencido renace para vencer; la utopía derrotada se traduce en aspiración de regreso al origen: “Sepé no necesitó leer a Rousseau para vivir enamorado de la naturaleza. Bompland, mi padrino, que participó de idéntico amor, se lo dejó estropear por afanes académicos y utopías políticas” (107). Es decir, si la narradora logra ubicarse con éxito en el siglo XIX, el lector no puede hacerlo porque no puede desvincularse de sus propios valores ni de su propio paradigma histórico en curso.

En “El baquiano y los suyos”, Benedetti retoma la figura de José Artigas, el héroe nacional, por tanto tiempo considerado bandolero y terrorista, representante de las ideas humanistas y populistas de principios del siglo XIX, cuyo destino de derrota es compartido por los héroes libertadores consagrados por la tradición: San Martín, Simón Bolívar, José Martí. La idea de una historia que ya no progresa sino que se repite, el cambio superado por la inmanencia, vuelve ante os ojos del intelectual comprometido: “los troperos y gauchos nos recorren / nos miran con recelo durante un lustro apenas / sus primeras fogatas enrojecen las nubes / y bah después de todo no somos tan distintos / tan sólo un poco un poco más de un siglo y medio / entre ellos y nosotros” (Benedetti, Exilio, 122). Ya en 1984, bajo el significativo título de “Cónica de sueños no cumplidos”, el mismo autor hace un análisis crítico y subjetivo de algunos libros de Eduardo Galeano. Recuerda, por ejemplo, que en Las venas abiertas de América Latina “Galeano había analizado con maestría y refutado con autoridad el currículum oficial del subcontinente, pero en su nueva obra [Memoria del fuego] desarrolla anécdota tras anécdota, desengaño tras desengaño, los anales clandestinos, los sueños derrotados, la injusticia acumulada en tanto siglos de rabia y vasallaje” (Cómplice, 59). Luego: “Memoria del fuego es la saga de un sueño: el de los vencidos” (60). “El libro de Galeano es algo así como una posibilidad de resurrección para aquella soñada América posible que en cada emboscada fue perdiendo brío, aliento y expectativa” (60).

La derrota política del héroe histórico, del soñador utópico, es, al mismo tiempo, una victoria moral. La novela y el destino de los protagonistas centrales es similar al de El general en su laberinto (1989) de Gabriel García Márquez: el héroe enfermo, humanizado y derrotado. El Bolívar de García Márquez no se aleja del personaje histórico en lo que respecta a su declive y fracaso final. Pero, sobre todo, se aproxima a la imagen invariable del héroe latinoamericano que es exiliado, como Quetzalcóatl o Viracocha. Su fracaso es una certeza de tragedia humana, y una promesa renovada de redención de pueblo que ha fracasado en su utopía de justicia revolucionaria.

Ernesto Cardenal, en Oráculo sobre Managua (1973) cierra el libro como lo había comenzado, describiendo las huellas prehistóricas de unas personas que huyen del volcán —metáfora del pecado original—: “Otra vez hay otras huellas: no ha terminado la peregrinación” (72). Otra vez y no ha terminado la peregrinación sintetizan la unión impensable del ciclo mítico o la inmanencia y la historia lineal, con un principio y un final. En la distopía que regresa, el estado imperial de la injusticia, canta el ave justiciara “justo juez” (Canto, 11).[11] Y la palabra —la memoria— renace: “Oh Moctezuma / solo entre las pinturas de tus libros / perdurará la ciudad de Tenotchitlán / el poder decir unas palabras verdaderas / en medio de las cosas que perecen” (Antología, 181).

 

8.5 Derrota, muerte y renacimiento

En la mitología mexicana, el agave o maguey es central. Esta planta florece una sola vez en la vida y muere. Pero de esta forma esparce sus semillas y se multiplica. Florece para morir y muere para dar vida.

Quizás la muerte de Ernesto Che Guevara señala el fin y la confirmación del ciclo de liberación. Francisco Urondo, anticipándose a su propio destino, reconocía que si el Che había muerto de esa forma, “nosotros, hombres de su generación, también terminaremos de mala manera, derrotados o con un balazo trapero y los ojos abiertos para llegar a mirar, como los gatos, en plena noche, en plena violencia, los primeros pasos del único mundo que admitimos” (Urondo, 75). La clausura política aún no se ha producido. La muerte todavía es un anticipo y el precio de la utopía. En octubre de 1967, Mario Benedetti dejaba una crónica subjetiva de este preciso momento: Che, “eres nuestra conciencia acribillada […] dicen que te incineraron / toda tu vocación / menos un dedo / basta para mostrarnos el camino / para acusar al monstruo y sus tizones / para apretar de nuevo los gatillos” (Aquí, 25). Y luego confirma esa especie de cielo secular, que es el cielo del humanismo prometeico y es el cosmos amerindio: “aprovecha por fin / a respirar tranquilo / a llenarte de cielo los pulmones […] será una pena que Dios no exista / pero habrá otros / claro que habrá otros / dignos de recibirte / comandante” (26). Pero en los años setenta ya se percibe el fracaso de la utopía. Treinta años después, la distopía se ha radicalizado. La sangre del héroe ha sido desacralizada por el oro del conquistador. Razón por la cual su muerte y su renacimiento serán dobles. En el poema “Che 1997”, Benedetti acusa que “lo han transformado en pieza de consumo / en memoria trivial / en ayer sin retorno / en rabia embalsamada” (Inventario, 81). Queda la conciencia histórica y la promesa de redención, porque no hay fracasos absolutos. El final del ciclo, el necesario fracaso de la utopía y el deshacer del héroe son resistidos en algún momento, no por mucho tiempo. En Ariel Dorfman es apenas un eco lejano: “si había que pelear pues peleamos, me gusta el pasado pero también me gusta el futuro y por él hay que combatir, que lejos de estarse poniendo el punto final a esta lucha, lo que estaba a orillas de principiar era lo que después y para siempre se conoció como la famosa y célebre batalla de los colores” (Militares, 137). Pero esta literatura se refiere más a la resistencia de una distopía consolidada que a la conmoción de una revolución movida por la utopía.

Según Séroujé, el “visitador de los infiernos” —Quetzalcóatl, el hombre-dios— que se encuentra “solo entre las sombras, no es más que un ser desnudo, invadido por el pánico provocado por el abandono súbito de su fe en el acto creador” (158). El hombre-dios, el redentor, el rey de Tollan, refiere que “después de la muerte a las cosas de este mundo, y en el umbral de una realidad todavía oculta, se siente naufragar miserablemente a los bordes mismos de la nada” (Séroujé, 158). En la mito-historia latinoamericana la derrota es provisoria y provee de nueva energía revolucionaria: es el movimiento del cosmos indoamericano y también es el movimiento progresivo de la historia, según el humanismo europeo. La retirada es parte de la confirmación del regreso de Quetzalcóatl: “me iré otra vez inoportuno / y apostaré por el que pierde / y volveré cuando ninguno / me necesite ni me recuerde” (Benedetti, Canciones, 103). En otro momento, en otro poema, Mario Benedetti lo confirma: “y la muerte es el motivo / de nacer y continuar” (106). Cuando murió Quetzalcóatl, desapareció cuatro días donde estuvo entre los muertos (mictlan). En ese tiempo, según los Anales de Cuauhtitlan, el hombre-dios se proveyó de flechas y luego reapareció como el lucero, es decir, la gran estrella del alba y que llevaba su nombre, Quetzalcóatl. (Séroujé, 159). El período en que esta estrella desaparece —Xolotl— “no es otro que el germen del espíritu encerrado en esa sombría comarca de la muerte que es la materia” (159).

Pero esta fe, propia de la Literatura del compromiso y la historia revolucionaria latinoamericana se cierra antes de alcanzar la liberación —la utopía final— para ingresar nuevamente al Primer Cuadrante, el cuadrante del escepticismo existencialista, del esteticismo y el sensualismo en el arte, de la alienación social del individuo, del solipsismo.

Un ejemplo de esa vuelta al escepticismo en la distopía podemos tomarlo de Cristina Peri Rossi, una escritora que con anterioridad compartió el carácter de los escritores comprometidos. En los años ochenta escribe “El mártir”, donde realiza una parodia desacralizada del héroe revolucionario. Una organización clandestina decide hacerse de un mártir de una forma calculada en base a un análisis frívolo sobre semántica. “Hay mártires de nombres imposibles de pronunciar por el pueblo llano, y esto los hace caer pronto en el olvido. Decidimos, pues, que nuestro mártir debía tener un nombre sin diptongos complicados, sin letras mudas ni consonantes dobles” (Cosmoagonías, 67). La carta-comunicado que recibe el futuro mártir, explica las razones de la elección. “Por fin, analizamos la cuestión más difícil, es decir, el sacrificio. Pensamos que lo mejor sería que nuestro mártir fuera asesinado por la policía en el curso de una manifestación, de carácter pacífico, y celebrada con asistencia de todos nuestros militantes” (68).

Involuntaria o no, hay una alusión al conocido estudiante Liber Arce, que murió desangrado en un enfrentamiento con las fuerzas policiales en Montevideo y se convirtió en mártir popular, marcado por la simbología de su nombre, liberarse.[12] El sacrificio, la sangre del héroe revolucionario se ha desacralizado hasta la parodia de una supuesta intrascendencia. El cuento fue reproducido en diarios de la derecha conservadora de su país, Uruguay, como El País.

La poesía de Peri Rossi, como la de la mayoría de aquellos escritores que en años anteriores habían sido identificados con la revolución, la resistencia optimista y la alegría de la utopía popular, volverán al espacio diatópico. La apertura se convierte primero en clausura política y más tarde en clausura existencial. En “El tiempo” (1987), Peri Rossi reconoce: “Mi melancolía y yo hemos decidido / vivir en el pasado” (Poesía, 449). Casi diez años más tarde, en “Aquella noche” (1996), observa en un personaje aludido, de forma más explícita: “De joven quería cambiar / el mundo. Se hizo guerrillera […] Ahora, se limita a cambiar / el canal de televisión” (Poesía, 673).

Si la poesía del compromiso de la primera mitad del siglo XX, como vimos en Pablo Neruda, gira de la intimidad del amor romántico, individual y triste, a la alegría del descubrimiento de la lucha colectiva, a finales del siglo se opera el movimiento inverso, ya experimentado en el mismo Neruda. La utopía permanece en el discurso como un recuerdo y como conciencia del fracaso o la derrota, pero ha muerto como proyecto, lo que se demuestra con el regreso al amor íntimo. Esta regresión a la intimidad como refugio es propia de otros autores como Mario Benedetti: “Cómo voy a creer / dijo el fauno / que el mundo se quedó sin utopías (144). Cómo voy a creer / dijo el fauno / que la utopía ya no existe / si vos/ mengana dulce / osada/ eterna / si vos/ sos mi utopía” (Soledades 145). El amor sensual es, otra vez, el refugio y el sustituto de la utopía derrotada. Hay una vuelta al intimismo: el individuo ya no necesita el Cosmos social ni quiere actuar en él para cambiarlo y cambiarse a sí mismo. Basta con no verlo fijando la mirada en un viejo tema que lo justifica. En la poesía de Peri Rossi es un lugar casi común: “Para que nos amáramos, en fin / ocurrieron todas las cosas de este mundo / y desde que no nos amamos / sólo existe un gran desorden” (Poesía, 682). El mundo es, otra vez, caos y amenaza.

En una clara alusión al tango y la filosofía popular del tono gardeliano —diatópico—, Juan Gelman titula uno de sus poemas “Mi Buenos Aires querido” y no ve otra salida que la ciega, persistente y desarticulada resistencia de Ernesto Sábato: “Hay que aprender a resistir / ni irse ni quedarse / a resistir” (Sur, 15). Su hijo desaparecido, a quien décadas antes había comprado un arma como juguete para hacer la revolución, es frustrado por la desaparición y la derrota, por la clausura política. “Hijo que no acabó de vivir / ¿acabó de morir? (Sur, 40). Y luego, en “Carta abierta” (1980), dedicada a su hijo, se pregunta: “¿paró tu deshacer en algún lado?” (50). La clausura política se ha convertido en clausura existencial, como el purgatorio cristiano o una especie de infierno, donde eternamente se experimenta el dolor. En este caso, el deshacer no sólo es la reversión del hacer revolucionario, el destino de la historia, sino es el deshacer de Tupac-Amaru, de Ernesto Che Guevara, del rebelde que se hace pedazos para confundirse en cuerpo y alma al pueblo que lo trasciende, ya no en la utopía sino en la distopía, ya no en el triunfo de la justicia sino en la trascendencia de la derrota.

La idea de resistencia no es sólo política sino histórica y cultural: ni el nuevo hombre ni la nueva sociedad se han logrado. Aún en el éxito de la resistencia, es el éxito de una sociedad alienada, destruida o estancada. En “Tríptico del plebiscito”, Mario Benedetti alude al triunfo del “No”, la opción que en el referéndum más importante de la historia uruguaya negó a los militares la retención del poder. “Por razones obvias / no fue / exactamente / una forma de conciencia / colectiva / sino apenas la suma / de seiscientas mil / tomas de conciencia / individuales” (Exilio, 116). La conciencia social, el individuo transformado en la acción colectiva, ha sido abortada por la dictadura, por la reacción de la distopía, y sólo queda la acción del individuo anterior, alienado, aislado. La salida de la dictadura no significa una salida de la distopía sino, precisamente, lo contrario. En “Somos la catástrofe”, Benedetti reconstruye en pocos versos la clausura política que amenaza con transformarse en clausura existencial: “desde Paco Pizarro y Hernán Cortés / hasta los ávidos de hogaño / nos han acostumbrado a la derrota / pero de la flaqueza habrá que sacar fuerzas / a fin de no humillarnos/ no humillarnos / más de lo que permite el evangelio / que ya es bastante” (Soledades, 36). Pero ahora esa esperanza ya no se refiere a la construcción de un futuro luminoso sino la salvación de un presente oscuro. En un poema posterior ya no hay dudas: “¿Qué les queda por probar a los jóvenes / en este mundo de impaciencia y asco? / ¿sólo grafiti? ¿rock? ¿escepticismo? / también les queda no decir amen / no dejar que les maten el amor / recuperar el habla y la utopía” (Paréntesis, 132). La reivindicación de la palabra y la utopía son un pálido reflejo del pasado que persiste aún en medio de la desesperanza y el escepticismo del mismo poeta que los condena: “ya sabemos cómo es sin las respuestas / mas ¿cómo será el mundo sin las preguntas?” (Exilio, 50). Los temas centrales de La vida ese paréntesis (1997) son, especialmente en sus páginas centrales, los temas recurrentes del romanticismo del siglo XIX y el existencialismo de la primera mitad del siglo XX: el yo y la muerte.

Como vimos, la otra salida a la clausura, política y existencial, consiste en el regreso al origen amerindio. Eduardo Galeano, quizás el escritor más representativo de este camino en la primera página del primer libro de su trilogía Memoria del fuego (1982-1986) inicia con un mito cosmogónico de los maquiritare, tribu de la cuenca del río Orinoco. Como el título de este primer libro, Los nacimientos, el mito alude al nacimiento múltiple; no a la reencarnación. Dios —que soñaba el mundo y era soñado por la humanidad— había decidido que la mujer y el hombre “nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira” (3). La derrota, el desangrado de la utopía, ha clausurado otra vez el horizonte utópico, pero se convierte en una derrota necesaria para el ejemplo histórico. Es un triunfo moral que al producir conciencia se convertirá en un triunfo político y existencial en los tiempos por venir, ese tiempo sin lugar y ese lugar sin tiempo que nunca veremos. La palabra vuelve, pero ya no es arma de combate sino instrumento de la memoria, que es resistencia al tiempo y a la injusticia de la historia. Incluso a veces sólo es una memoria est ubi: Stat Roma pristina nomine, nomina nuda tenemus. Desde las profundidades de la historia mitológica americana, dice el poeta Ernesto Cardenal que dijo el poeta Coyote Hambriento: “nosotros nos vamos, mas quedarán los cantos” (Antología, 186).

 

 


[1] Joseph Cambell en The Hero With a Thousand Faces (1949) refiriéndose a Quetzalcoatl recuerda que este dios es vencido por su antagonista guerrero, Tezcatlipoca “who defeated him at a game of ball” (190).

[2] « La décolonisation […] modifie fondamentalement l’être. […] Elle introduit dans l’être un rythme propre, apporté par les nouveaux hommes, un nouveau langage, une nouvelle humanité. La décolonisation est véritablement créations d’hommes nouveaux. Mais cette création ne reçoit sa légitimé d’aucune puissance surnaturelle : la ‘chose’ colonisé devient homme dans le processus même par lequel elle se libère. » (Fanon, Damnés 6).

[3] “Après la lutte il n’y a pas seulement disparition du colonialisme mais aussi disparition du colonisé. Cette nouvelle humanité, pour soi et pour les autres, ne peut pas définir un nouvel humanisme. Dans les objectifs et les méthodes de la lutte est préfiguré ce nouvel humanisme” (Damnés, 173).

[4] Hun-Hunahpú significa “tirador de cerbatana”; su hermano era Vucub-Hunahpú, ambos nacieron antes que los hombres. Sus padres eran “Amanecer” y “Puesta del sol” (57) y cada uno de los hijos tuvo dos hijos. A la pelota se jugaba de a dos en dos.

[5] Esta historia es referida de forma similar, entre otros, por escritores contemporáneos tan diferentes y opuestos como Eduardo Galenao en Memoria del fuego (1984) y Carlos Fuentes en El espejo enterrado (1992).

[6] Esta historia es repetidas veces citada y reescrita por los escritores políticos de la segunda mitad del siglo XX, como el primer G. Cabrera Infante (Vista del amanecer en el trópico), Eduardo Galeano (Memoria del fuego), Carlos Alberto Montaner (Las raíces torcidas de América Latina), etc.

[7] Ver las definiciones de ambos tipos de clausuras en el análisis del Primer Cuadrante, Capítulo IV.

[8] Esta posición, que se refleja en el informe de la CONADEP Nunca más (1984), será criticada —sobre todo en los años ’90— como “Teoría de los dos demonios”.

[9] “For a man who no longer has a homeland, writing becomes a place to live” (Said, Representations, 58).

[10] En el segundo capítulo de La revolución es un sueño eterno, luego de presentarse y hacer descargos, Juan José Castelli se disculpa: “Perdón, señores jueces: soy, como sabrán, propenso a la digresión” (17). Lo mismo había reconocido Juan Pablo Castell. Se pueden reconocer otras coincidencias o influencias de estilo, detalles que son menores para nuestro análisis. Por ejemplo, la tendencia borgeana al uso del adjetivo fuera de su contexto semántico común: “[Cisneros] olvidaba, en el sopor letal del exilio, las guerras y las mujeres en las que derrochó el cuerpo” (Rivera, Revolución, 31). Aparte de este y otros detalles comunes, hay un fondo que los emparenta con el final de la distopía del surrealismo de los años ’40 y el renacimiento de ésta al final de la Guerra Fría. Las similitudes con El túnel (1949) de Ernesto Sábato, no sólo radica en el detalle de que su protagonista y voz principal se llamaba Juan Pablo Castell, sino en su clausura existencialista. Si el recurso temático del pintor es la imposibilidad de ver, en el orador será la imposibilidad de hablar, como la distopía es a la utopía.

 

[11] Pájaro de Nicaragua también conocido en la cultura ilustrada como Heliornis fulica.

[12] La importancia simbólica de Liber Arce, composición de un nombre y un apellido comunes, no es un detalle menor. Arce murió por una bala del policía Enrique Tegiachi el 14 de agosto de 1968, en el curso de una manifestación estudiantil. El 20 de setiembre se repite la historia con los estudiantes Hugo de los Santos y Susana Pintos. Luego sigue una lista de otros mártires estudiantes que no alcanzaron el simbolismo histórico que hoy se reconoce en Liber Arce. 

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El eterno retorno de Quetzalcoatl 9

 

 

CAPÍTULO 7

LA SOCIEDAD MÍTICO-UTÓPICA

Aprendimos a quererte
desde la histórica altura
donde el sol de tu bravura
le puso cerco a la muerte.
[…]

Vienes quemando la brisa
con soles de primavera
para plantar la bandera
con la luz de tu sonrisa.

Carlos Puebla, Hasta siempre comandante (1965)

 

7.1 El nacimiento de la alegría

Fue una tradición de la cultura ilustrada criolla asumir que el carácter del indio era incapaz de las emociones, de alguna sensibilidad estética y de cualquier hábito racional para las ciencias o para el trabajo. Alcides Arguedas en 1909 repetía que en Bolivia la característica del hombre del altiplano era “la dureza de carácter, la aridez de sentimientos, la absoluta ausencia de afecciones estéticas” (Pueblo, 38). Si en los comienzos del Renacimiento europeo Américo Vespucio y Tomás Moro pudieron sospechar con admiración el desinterés de los nativos del Nuevo Mundo por las riquezas materiales, la ausencia de la codicia europea por tener y por reinar como un atributo de virtud, ya en el apogeo de la Era Moderna, de la América independiente pero aún sin descolonizar esas carencias significaban defectos, pecados contra el progreso. Entre los aymará, escribía Arguedas, existía una “ausencia completa de aspiraciones. Nada se desea, nada se aspira […] El lenguaje afectivo es parco, pobre y frío” (39). Excepto en los valles, su carácter es duro, su rostro es “poco atrayente y no acusa ni inteligencia ni bondad” (39). “Al indio no se le ve reír nunca sino cuando está ebrio” (59). En La Paz no hay crímenes pasionales porque “la hembra, siempre codiciada, seduce pero no apasiona” (73). El hombre boliviano “tiene toda la violencia de carácter de los hispanos y la mansedumbre triste de los esclavos indios” (73). Estas observaciones, como muchas otras, no sólo revelan la perspectiva europea de un americano sino también la acción de la historia, de la colonización y el clasismo criollo.

La tristeza del indio, la melancolía del gaucho, el carácter sufriente del hombre y la mujer de las clases media y baja en América Latina coincidía con el precepto tradicional del cristiano sufriente que Nietzsche criticó en Europa[1]. No coincide con el carácter epicúreo atribuido por Américo Vespucio a los pueblos que encontró en sus cuatro viajes (1500-1504) antes de la colonización. En el arte y la literatura el dolor y la tristeza continúan gozando por mucho tiempo de más prestigio que la alegría: tragedia y comedia, espíritu y cuerpo, profundidad y superficialidad, virtud y pecado. Pero el yo existencialista del siglo XX es el yo romántico del siglo XIX que ya no encuentra ni en la muerte ni en el amor la comunión posible. Por el contrario, busca desesperadamente la comunicación. Mata o se suicida, pero no encuentra el amor ni la muerte sino el sexo y la nada. En la cultura popular del Río de la Plata, la clausura existencial está definida por el tango. No es un problema político sino existencial: “el mundo fue y será una porquería,/ ya lo sé/ en el quinientos seis / y en el dos mil también” (Evaristo, 27). Su icono principal, Carlos Gardel, fue definido por el mismo Urondo —quien procede de esta tradición— como “loco de la noche, despreocupado amigo del alba, señor de los tristes[2] (Poética, 252). Casi el mismo año que Jean-Paul Sartre publica La Nausée (1938) en Francia, el alter ego de Juan Carlos Onetti, en su célebre novela El pozo (1939), reconoce su incapacidad para la fe en el pueblo, su alienación y soledad existencialista: “Me acuerdo que sentí una tristeza cómica por mi falta de ‘espíritu popular’. No poder divertirme con las leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de alegría, y saberlo, nada más” (Pozo, 17). Eladio Linacero sospecha, no obstante, de un valor perdido por su escepticismo y deliberado desinterés de intelectual pequeñoburgués: “la gente del pueblo […] tienen siempre algo esencial, incontaminado, algo hecho de pureza, infantil, candoroso, recio, leal, con lo que siempre es posible contar en las circunstancias graves de la vida. Es cierto que nunca tuve fe; pero hubiera seguido contento con ellos, beneficiándome de la inocencia que llevaban sin darme cuenta” (30). Luego reconoce la diferencia entre su compañero de habitación y él mismo (semejante a la diferencia entre Antoine Roquentin y el Autodidacto): “es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo ama la vida y sólo así es posible ser un poeta” (35).

En la Literatura del compromiso, poco a poco la cosmovisión de Lázaro reemplazará a la de Eladio Linacero y a partir de los ’50 dejará de mirar el pasado con nostalgia y se concentrará en el futuro y en un nuevo epicureísmo. Octavio Paz, refiriéndose a las revueltas de 1968 y, por extensión a la década de los ’60, había observado que “la irrupción del ahora significa la aparición, en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: el placer” (Laberinto, 258). La alegría se convierte en el gesto revolucionario. Si hiciéramos una exposición fotográfica de los años de la Guerra fría en América Latina, veríamos la insistencia de la risa joven en sus revolucionarios contrastando con los rostros adustos y envejecidos de las fuerzas conservadoras de la reacción. Así tendríamos, de un lado, colecciones de retratos sonrientes de Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Roque Dalton, Francisco Urondo, entre otros, y del otro, las mandíbulas erguidas y los labios apretados de Augusto Pinochet, Rafael Videla, Emilio Masera, etc. Mario Benedetti reconoce haber visto en la Revolución cubana un “estilo joven”, lo que también recuerda al “espíritu joven” de Grecia, según F. Nietzsche.[3] No obstante, como veremos más adelante, este epicureismo revolucionario se opondrá al hedonismo, que será identificado con el vacío del mundo materialista, el imperio del oro, de la risa artificial de Hollywood.

Eduardo Galeano recuerda una experiencia personal que es la encarnación de este problema histórico. Había bajado a unas tumbas etruscas sobre cuyas paredes no había representaciones de dolor y sufrimiento sino de placer y alegría. “Varios siglos antes de Cristo, los etruscos enterraban a sus muertos entre paredes que cantaban al júbilo de vivir” (Días, 49). Entonces, Galeano redescubre el antagónico cristiano, que es permanentemente identificado con la rebeldía ante la opresión de la cultura católica primero y protestante después, la cultura del conquistador: “yo había sido amaestrado católicamente para el dolor y me quedé bizco ante ese cementerio que era un placer” (49). No por casualidad titula esta experiencia como “En el fondo todo es cuestión de historia”. Es la historia, sus creencias y prejuicios, sus paradigmas y tabúes, la que ha modelado la emoción, el dolor y la alegría en el individuo. Es decir, la clausura no es inmanente a la existencia humana. Es una clausura política —cultural, religiosa— y se puede ver una fisura en ella usando el lente de la historia.

Refiriéndose al contexto latinoamericano, el peruano Manuel Burga observa que “la risa, la fiesta popular, la alegría profana, como lo ha demostrado Bakhtin para la Europa renacentista, también tuvieron en los Andes un valor semejante para enfrentar la cultura impuesta por el sistema colonial” (Burga, vi). Años después, Mario Benedetti, analizando Memoria del fuego (1982-86) de Eduardo Galeano, insiste en el valor revolucionario de la alegría, atribuido ahora a la metafísica amerindia, significativamente integrada y opuesta a la tradición cristiana: “cuando lejos de Cuzco, la tristeza de Jesús preocupa a los indios tepehuas, y entonces inventan la danza de los viejos, y cuando Jesús vio a la Vieja y al Viejo ‘haciendo el amor, levantó la frente y rió por primera vez’” (Cómplice, 61). Por la misma época, Umberto Eco recordaba la tradición del sufrimiento como valor superior. En Il nome della rosa (1980) creó un monje malhumorado que insiste que Jesús nunca se rió, de donde se deduce la naturaleza diabólica de la risa. Ocho años más tarde, adentrado en el género de la novela histórica, Tomás de Mattos, desde su mirada revisionista de un período que se cerraba en el Río de la Plata, expone el drama del genocidio de los indios charrúas en un país que históricamente se había considerado blanco, europeísta y civilizado. La narradora principal, Josefina Péguy, analiza en una de sus cartas la etimología del nombre del último cacique sobreviviente: “Sepé quiere decir, en charrúa, ‘sabio’. Me parece que fue un nombre bien escogido —o adoptado— porque el cacique era dueño de una risa verdadera, de la que nace del jubiloso goce de las cosas cotidianas” (Mattos, 108). Josefina Péguy agregaba que ello se debía a que el cacique Sepé no estaba contaminado con el mito del progreso, pero bien se podía entender, según nuestro análisis, que tampoco estaba marcado por la tradición del cristianismo que en su versión católica condenó el oro mientras toleraba su extracción americana y en su versión calvinista simplemente lo legitimizó, al tiempo que condenaba todo epicureismo y sensualidad.

A la clausura existencial, marcada por la angustia, el dolor y el pesimismo del individuo perdido en su propio yo, súbitamente le surge un temeroso rival: la alegría de la revolución, la comunión del yo con el pueblo. Paso a paso se irá confirmando la voluntad del antivalor, que es el instrumento ideológico de la reivindicación. En 1973 Benedetti alude directamente a Jorge Luis Borges: “por eso en este jardín no hay senderos que se bifurquen […] adiós al laberinto adiós al dédalo / adiós al relajo de antiguas lenguas germánicas / este camino es recto / el pueblo avanza puteando alegremente / y las puteadas tampoco se bifurcan / dan en el blanco…”[4] (Aquí, 48). La misma reacción es la de Francisco Urondo, una especie de deliberado antivalor nietzscheano que no se corresponde con el canon tradicional del poeta ensimismado sino precisamente lo contrario: “No tengo / vida interior: afuera / está todo lo que amo y todo / lo que acobarda” (Poética 383).

El tradicional dolor del pueblo bajo la opresión es repetidas veces revertido en alegría vinculada a una posible liberación, nunca desprendida de la imagen fuerte y redentora de un individuo, casi siempre de un antagónico. De ese mismo año, 1973, es el recuerdo de Eduardo Galeano para los momentos previos al regreso de Juan D. Perón a Argentina. Antes de la tragedia, Galeano recuerda en Días y noches de amor y de guerra (1978) que “había un clima de fiesta. La alegría popular, hermosura contagiosa, me abrazaba, me levantaba, me regalaba fe” (22). Pero el mismo Galeano recuerda otra anécdota que revela la contracara artificial y demagógica de este gesto: “Una mañana, en los primeros tiempos del exilio, el caudillo [Perón] había explicado a su anfitrión, en Asunción, del Paraguay, la importancia política de la sonrisa” y para mostrársela “le puso la dentadura postiza en la palma de la mano” (23).

Otras veces, la alegría se convierte en una profesión de fe, aún cuando el individuo ha dejado por momentos de creer. Bajo el título de “Introducción a la literatura”, el autor y el narrador se desdoblan en “yo” y “Eduardo [Galeano]”. El primero estuvo unos días escribiendo “tristezas” que una noche Eduardo rechaza con una mueca: “No tenés derecho”, le dice Eduardo a la voz narrativa y le cuenta que días atrás bajó a comprar fiambres y la mujer que atendía tenía debajo del mostrador uno de sus libros, que lee todos los días. “Ya lo leí varias veces —dijo la fiambrera—. Lo leo porque me hace bien. Yo soy uruguaya, ¿sabe?”. Por lo que Eduardo insiste: “no tenés derecho’, mientras hace a un lado las cositas lastimeras, quizás mariconas, que yo escribí en esos días” (100). Como el cura de San Manuel Bueno mártir (1930) de Unamuno, quien predicaba ya sin fe en Dios pero por fe en el pueblo que necesita creer. La diferencia radica, tal vez, en que aquí es la fiambrera, el pueblo, quien devuelve la fe al escritor comprometido, renovándole los votos del compromiso. Más tarde, luego de la derrota, el exilio y el regreso de la clausura política, Galeano escapa a la clausura existencial radicalizando su regreso al origen amerindio o a una de sus representaciones. Casi como un creyente, recoge la mitología dispersa y desestimada y le da nueva vida. En el principio de Memoria del fuego (1982) el mito de la creación de los maquiritari es fundamental. No sólo recuerda que “la muerte es mentira” sino que la alegría original vence al dolor cristiano occidental. “Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento” (3). La primer mujer y el primer hombre “soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio” (3). Y al soñar con la alegría —Dios o la humanidad, es lo mismo—, la alegría era realizada. Tiempo después, debido a la muerte de un hombre de la tribu kayapó que se rió por la caricia de un murciélago y murió, “los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños” (41). Así la risa y la alegría vuelven a ser secuestradas por el poder y pierden su valor original.[5]

Roque Dalton, desafiante, en “Los escandalizados” acusaba: “yo sé que odiáis la risa”, pero “bajo las sábanas me río” (Poesía, 100). En “La verdadera cárcel” confiesa su lucha “para tener fe tan sólo en el deseo / y en el amor de quienes no olvidaron / el amor y la risa” (Taberna, 89). Pero Dalton también es consciente del doble sentido de este gesto que es un arma de doble filo, un signo secuestrado. “Desde la conquista española mi pueblo ríe idiotamente por una gran herida. Casi siempre es de noche y por eso no se mira sangrar” (Taberna, 75). No es esa la risa, la risa del desangrado, sino la risa de la alegría, porque “la alegría es también revolucionaria, camaradas, / como el trabajo y la paz” (116). Este estímulo se convierte en una razón de la literatura. En “Por qué escribimos”, reconoce que “uno hace versos y ama / la extraña risa de los niños / el subsuelo del hombre / que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda, / la instauración de la alegría / que profetiza el humo de las fábricas (Poesía, 22).

En “La Batalla de los Colores” de Ariel Dorfman, el protagonista José es un dibujante perseguido por un régimen militar. Se refugia en un edificio que llena de dibujos. Cuando los militares van a buscarlo, se pierden en un laberinto de imágenes y papeles. De forma surrealista, los dibujos infantiles se reproducen como una selva. Los dibujos son una especie de poesía de protesta, una fuerte conexión política

en que se celebra la nacionalización del cobre [alusión a Chile], el día de la dignidad, los nuevos hospitales que se construían con el esfuerzo de todos, ganarse el derecho a cosechar brisa después de haber sembrado la tormenta, banderas desplegadas más grande que la calle misma, y una mano más chiquita en tu mano que ya se sabía obligación de puño. (Militares, 134)

Dorfman usa los dibujos porque son mensajes más directos y optimistas —representado por la espontaneidad y la persistencia de los colores—, pero los hace hablar como si fuesen libros. La alegría es el elemento central de la resistencia a la violencia de la opresión, ambos expresados en el exabrupto de uno de los militares: “hasta cuándo joden los cristianos con sus citas bíblicas, a sacerdote dibujado y sonriente que encontraban, pa’dentro” (147). En la tradición pictórica de Europa, no existen “sacerdotes sonrientes”, al menos que se aluda a los teólogos de la liberación, que es la teología casi oficial de la Literatura del compromiso.

Alegría y liberación conforman una alianza recurrente. Según Mario Benedetti en “Haroldo Conti: un militante de la vida” (1976), la novela Mascaró en lo más hondo “es una metáfora de la liberación, pero expresada sin retórica, narrada con fruición, atravesada de humor” (Cómplice, 146). “En la parábola de Mascaró campea un gusto por la vida, una espléndida gana de reír, como si quisiera indicarnos que las instancias liberadoras no son palabras ni posturas resecas sino actitudes naturales, flexibles, creadoras; y son ese dinamismo y esa alegre voluntad de participación lo que casi inadvertidamente posibilitan la integración de Mascaró” (147). La misma cita es repetida por Néstor Rivero en Haroldo Conti, con vida (1986, 138).

El carácter alegre de la revolución latinoamericana se expresa como voluntad en la Literatura del compromiso pero también en el mismo carácter de sus autores, que se convierten en personajes de sus propias literaturas. Sobre todo, es rescatado de forma insistente por biógrafos, amigos y por los textos de otros escritores que los sobrevivieron. Muerte y alegría alcanzan aquí una conjugación particular. Como hiciera Eduardo Galeano en Días y noches de amor y de guerra (1978), Mario Benedetti recuerda en “El humor poético de Roque Dalton” (1981) que Dalton, “en el trato personal era un fabuloso narrador de chistes (los coleccionaba, casi como un filatélico), nunca llevó a su poesía la broma en bruto, sino la metáfora humorística” (Cómplice, 221).[6] Si bien es cierto que “la filosofía tanguera, con su pesimismo y su ritual melancolía, es a menudo un telón de fondo en esos poemas” de Francisco Urondo (199), no lo es, en cambio, en el primer plano de su poesía y de su personaje militante. “Su optimismo era incurable, pues: ‘Nada hay más hermoso que vivir, aunque sea perdiendo’. Y tenía razón” (199).[7] Luego, con un guiño que es difícil separar de Ernesto Sábato, Benedetti continúa: “quede el pesimismo para los esclavos de su propia pesadilla, para los que sobrevuelan como buitres su catástrofe privada. Sólo quien alcance un colmo de optimismo tendrá fuerzas para ofrendar la vida” (203). Más tarde en “Paco Urondo, constructor de optimismos” (1977), el mismo Benedetti completa el retrato y la valoración de este motor anímico:

Bajo aquel nuevo lúcido y responsable dirigente político, volví a encontrar el muchacho de siempre, alegre y cálido, ocurrente y vital. En él la risa era algo así como su identidad. Siempre pensé que Paco [Urondo], cuando debía llevar una vida ilegal, no tenía más remedio que ponerse serio, ya que en él reírse era como decir su nombre. / Creo que en ninguno de nuestros encuentros hablamos de poesía, aunque cada uno sabía lo que estaba haciendo el otro y éramos conscientes de más de una afinidad; pero cuando conversábamos los temas eran la política, Cuba, el Che…” (Cómplice, 193)

Francisco Urondo había revelado ese vínculo de la alegría y el compromiso, incluso cuando había perdido la energía anímica por ambos: “por qué / no hablo de la revolución social o del sufrimiento / anegado en alguna mujer / de quien su hijo está enfermo; del desarme de la ternura […] ¿por qué hoy no puedo estar alegre?” (Poética, 225). Uno de sus biógrafos, Pablo Montanaro, recordaba al Francisco Urondo “que hacía chistes y se reía todo el tiempo” (67). Rodolfo Walsh, con motivo de la muerte de Urondo, escribió en su obituario: “Mi querido Paco: […] lo primero que me acude a la memoria es la frase del poeta guerrillero checo, al que mataron los nazis, que dejó escrito: ‘recuérdenme siempre en nombre de la alegría’” (Montanaro, 160). Juan Gelman recuerda a su amigo poeta años después en Hechos y relaciones (1980): “andás / en la sonrisa estruendo pólvora / que atacan cada día al enemigo? / ¿Volvieron / feroz a la alegría que caía de vos? ¿corajes nacen de esa alegría?” (83). También Rodolfo Walsh, un día después de la muerte de Ernesto Che Guevara, bajó a comprar el diario y lo primero que vio y recordó luego fueron “esos ojos abiertos, rompiendo el porvenir y esa especie de sonrisa con la boca fuerte, pero muerta” (75). Aunque otras fotografías no dejan ver con la misma claridad esta expresión viva pero ambigua del muerto, es la sonrisa lo que ven los escritores del compromiso. El nicaragüense Ernesto Cardenal poetizaba que “el Che después de muerto sonreía como recién salido del hades” (Canto, 21). Tampoco Eduardo Galeano puede dejar de observar lo mismo: “le miré largamente la sonrisa, a la vez irónica y tierna […] Pensé: ‘Ha fracasado. Está muerto’. Y pensé: ‘No fracasará nunca. No morirá jamás’, y con los ojos fijos en esa cara de Jesucristo rioplatense me vinieron ganas de felicitarlo” (Días, 63). Pero Jesús nunca es representado con una sonrisa sino, por el contrario, la tradición cristiana ha consagrado todas las variaciones del dolor en sus retratos imaginarios. Esa tradición sufriente que en Europa sólo titubea entre el pueblo andaluz de España, que anda buscando escaleras para bajar de la cruz a Jesús, según los versos de Antonio Machado, uno de los poetas españoles con más alta estima entre los escritores comprometidos de América Latina.[8]

Pablo Neruda, otro ejemplo del poeta celebrado por su compromiso político, poetizó el problema ideológico de la alegría en su propia obra. “Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban / todas partes, y me moría de tristeza” todos me aplaudían. Hasta que “me fui por los callejones de las minas / a ver cómo vivían otros hombres”, y por eso cambiaron los aplausos por la policía, “porque no seguía preocupado exclusivamente / de asuntos metafísicos / pero yo había conquistado la alegría” (Antología, 126). La política militante aparece junto con este factor de la alegría, que se expresa por la vitalidad de la sonrisa o del cuerpo. La reivindicación del oprimido o del marginado, es motivo de esta celebración: “me voy a bailar por los caminos / con mis hermanos negros de la Habana” (215).

En un discurso en el acto de entrega de Certificados de Trabajo Comunista en el Ministerio de industria, el 15 de agosto de 1964, Guevara recita un poema del republicano español León Felipe, exiliado en México. Este instante, captado en una breve película, insiste en la necesidad de un cambio de actitud ante el trabajo, el valor nuevo de la alegría despojada del interés material y lo hace recurriendo a un pasado mítico, a la corrupción de la historia por ese interés material: “Pero el hombre es un niño laborioso y estúpido que ha convertido el trabajo en una sudorosa jornada, convirtió el palo del tambor en una azada y en vez de tocar sobre la tierra una canción de júbilo, se puso a cavar” (Obras, 235). En un segundo plano se puede observar los rostros extrañados de otros dirigentes, como quien escucha incrédulo a un poeta respetado pero alucinado: “quiero decir —continúa Guevara— que nadie ha podido cavar al ritmo del sol, y que nadie todavía ha cortado una espiga con amor y con gracia. / Es precisamente la actitud de los derrotados, dentro de otro mundo, de otro mundo que nosotros ya hemos dejado afuera frente al trabajo; en todo caso, la aspiración de volver a la naturaleza, de convertir en un juego el vivir cotidiano” (Obras, 235).

Sin embargo, ese origen perdido se ha recuperado en algún momento. El pasado mítico y el futuro utópico convergen:

los extremos se tocan, y por eso quería decirles esas palabras, porque nosotros podíamos decirle hoy a ese gran poeta desesperado que vineira a Cuba, que viera cómo el hombre, después de pasar todas las etapas de la enajenación capitalista, y después de considerarse una bestia de carga uncida al yugo explotador, ha reencontrado su ruta y ha reencontrado el camino del fuego. Hoy en nuestra Cuba el trabajo adquiere cada vez más una significación nueva, se hace con una alegría nueva” (Obras 236 y Rothschuh, 19).

Jorge Edwards, crítico de la Revolución cubana, reconoce de su experiencia como embajador en La Habana a finales de los ’60 que a pesar de las frustraciones, “había en ciertos sectores de la Revolución, también, una alegría, una especie de gratitud que sobrepasaba los esquemas” (Persona, 59). La idea del héroe, de la vanguardia es la misma para el militante, el guerrillero o el poeta: “el poeta es un optimista, pero no un iluso. […] Paso a paso, poema a poema, riesgo a riesgo, ese poeta construye su optimismo” (Benedetti, Cómplice, 194). “Si perdemos una chispa tras otra no podremos inventar el fuego ni la revolución” (195).

Pero la alegría no sólo tiene por enemigo a la tristeza y la tradición del martirio sino, también, sus falsos sustitutos: Benedetti y Viglietti entendían la necesidad de “defender la alegría como destino / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres” (Dos, 27). Nicolás Guillén formula la desacralización de la libertad y la alegría por un acto de comercialización: “a Miami te fuiste un día / vendiste tu libertad, / tu vergüenza y tu alegría” (Tengo, 152). Pero es Eduardo Galeano quien más claramente sintetiza, en un relato de El libro de los abrazos (1989), el valor de la risa y la alegría y la desacralización del oro capitalista, el cadáver, la máscara vacía de la emoción. Con el título de “El vendedor de risas” anota su paso por la playa de Malibú, frente a la casa donde “vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood”. Este mercader de la alegría se había vuelto rico grabando y vendiendo risas de todo tipo y género para el cine y la televisión, “pero él era un hombre más bien melancólico, y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír” (207). Es la misma observación que Cardenal y Guillén hacen de la sonriente Marilyn Monroe, suicidándose en un mundo perfecto. Al igual que Benedetti ve en los negros de Estados Unidos “las tres clases de seres más vivos de este Norte / quiero decir los negros / las negras / los negritos” (Aquí, 14), Galeano anota la diferencia entre la risa artificial, hecha para el beneficio capitalista, y la risa espontánea, verdadera, producto de la alegría de lo vital del latino: “Ella y él se fueron de su casa de la playa de Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas” (Abrazos, 207).

Con la alegría ha nacido la rebelión y con ella nacerá la nueva sociedad en sus orígenes heroicos. La palabra “revolución”, dice Benedetti, no es sólo alude a un concepto abstracto de la historia, sino que se encuentra encarnada: “además tiene músculos y brazos y piernas y pulmones y corazón y ojos que esperan y confían”. Es el rostro de un pueblo que “sufre y aprende, que traga amargura y sin embargo propone una alegría tangible”. Este reconocimiento del escritor, la alegría, se produce “cuando el político o el intelectual ‘descienden’ al pueblo para transmitirle su ‘fórmula infalible’, entonces sí la vanidad puede significar un seguro de incomunicación que a algunos escritores les resulta por cierto muy confortable, quizás porque no tienen nada que comunicar” (Aquí, 56).

Todavía a fines de los ’70, con las renovadas esperanzas revolucionarias provenientes de la Revolución sandinista, Benedetti insistía con el valor de la alegría: “después vino el futuro y vendrán otros / pero no volverá el pasado inmundo / nicaragua ha sido esta vez invadida / por su rotunda gana de ser pueblo”. Lo que significa, que “en algunas diáfanas temporadas”, la realidad se convierte en “alegría de un hombre / y de una suma de hombres” (Exilio, 76). Junto con Daniel Viglietti, compuso el poema-canción “Defensa de la alegría/Identidad” intercalando estrofas de uno y otro:

Defender la alegría como una trinchera

defenderla del escándalo y la rutina

de la miseria y los miserables

de las ausencias transitorias

y las definitivas /

defender la alegría como un principio

defenderla del espasmo y la pesadilla

de los neutrales y los neutrones

de las dulce infamias

y los graves diagnósticos” (Dos, 26).

Pero el destino de la historia, la liberación del pueblo oprimido, debe frustrarse: “Canté como si supiera, / con el aire de mi pueblo / y al borde de la alegría / la muerte nos quitó el sueño” (Dos, 19).

 

7.2 La sociedad nueva

Hubo un momento en que esta idea de la comunión en la igualdad de los hombres y mujeres alcanzó el reconocimiento de realidad. En el período más optimista de la Revolución cubana, Haroldo Conti escribió que “al salir de Cuba uno siente el cambio de aire como una patada en el estómago. Allá todos los compañeros arrimando el hombro en una tarea común, sintiéndose dueños del país, hermanados en la Revolución, que no es mera palabra sino una comunión constante” (Rivero, 174). Si en su discurso en la ONU Ernesto Guevara había comparado este movimiento de rebeldía y liberación como una ola imparable, Conti la identifica con el fuego: “esa llama es imparable y que tarde o temprano alumbrará a todos” (175). Por su parte, Mario Benedetti daba testimonio de su experiencia cubana, “no en una semana de esquemático deslumbramiento, sino en dos años y medio de inserción cotidiana” (Aquí, 53) la realización de los postulados teóricos que habían defendido hasta entonces los postulados teóricos a los que uno ha apostado su confianza, “con su incesante desvelo por la justicia social y su espléndida eclosión de la dignidad del hombre, es algo removedor y estimulante, que lo vacuna a uno para siempre contra todo pesimismo y toda frustración doméstica” (53).

Pero si el orden social era nuevo, si en algún momento se había logrado el objetivo de una sociedad que se fundaba en la idea de justa igualdad, donde la ley de la explotación del oro había cesado, no por ello el hombre iba a dejar de ser el “lobo del hombre”. Todavía era necesario un cambio moral, la llegada del Hombre nuevo. Esto se expresa en la idea de una transición política, social y existencial. Por entonces, Mario Benedetti, recordando los poetas cubanos José Z. Tallet y Fernández Retamar, entendía que eran recién

hombres de transición, lúcidos en cuanto al rumbo a seguir, pero todavía apegados a prejuicios, reticencias, aprensiones, rutinas, rencores, acrimonias, fanatismos, fobias, mitos y manías. Seamos conscientes, sin embargo, de que si después de cumplido todo un proceso de maduración social y de inserción en una lucha comunitaria, quedamos todavía melancólicamente esclavos de nuestra incomunicación y nuestra clausura, no es porque seamos superiores al medio, ni porque el medio no nos comprenda, sino porque probablemente tenemos más taras congénitas y padecemos más cavilaciones, y deformaciones de origen, que el ciudadano vulgar y silvestre. Pero aún el hombre-escritor de transición, por más que siga padeciendo incomunicación y soledad, sabe que no es lícito ver el cambio social, etc., ‘desde la perspectiva de su soledad’. (Subdesarrollo, 63)

El carácter de “juventud” de la revolución es confirmado por Ernesto Che Guevara en un discurso en el que apela al estímulo moral para superar la caída en la corrupción de la materia: “Había olvidado yo que hay algo más importante que la clase social a la que pertenece el individuo: la juventud, la frescura de ideales, la cultura que en el momento en que se sale de la adolescencia se pone al servicio de los ideales más puros” (Obras, 194).

La masa está por detrás de la vanguardia revolucionaria y a veces ésta se queda por detrás de las demandas de la masa. Por otro lado,

los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó. (Otra vez se plantea el tema de la relación entre forma y contenido.) La desorientación es grande y los problemas de la construcción material nos absorben. No hay artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria. Los hombres del Partido deben tomar esa tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo. (Obras, II, 20)

El mismo desprecio por el valor de las riquezas acumuladas que, según Vespucio, era común entre los nativos de América y según Tomás Moro lo era también de Utopia, es recuperado por algunos intelectuales revolucionarios como virtud. Pero su justificación debe radicar en valores consagrados por alguna tradición en curso. Harvé Le Corre, analizando el cristianismo y revolución en Eliseo Diego entiende que el autor insiste en el paralelismo del “ideal de pobreza” del cristianismo y del Che tanto como de la misma Revolución cubana. “no es de extrañar que la Revolución castrista desempeñe dentro de esta poesía la misma función ética que el movimiento de liberación nacional sesenta años antes, y que el neo-colonialismo norteamericano había comprometido: o sea, instalar en Cuba un orden basado en la pobreza, considerada por el poeta en la más alta expresión de la espiritualidad cristiana” (136). La escritura es, para el poeta “el lugar último hacia donde convergen, marcadas por la problemática central del sacrificio y de la redención, del renunciamiento y de la creación, así como de un ideal de pobreza, las figuras de Cristo y el Che, conciliación, en una misma experiencia poética eminentemente espiritual y ascética, de la religión y de la historia, del Cristianismo y la Revolución” (148).

Pero esta no es exactamente la idea del Che. No es la pobreza el objetivo sino su su ausencia, debido a una nueva forma de ver el mundo y de organizarlo. Para que esta virtud se haga realidad antes es necesaria una nueva sociedad donde, como en Utopia, la ausencia de las necesidades básicas insatisfechas no deviene por la acumulación de riquezas sino, por el contrario, por la ausencia de su causa: la codicia. El 15 de febrero de 1966, antes de partir a una nueva empresa revolucionaria, Ernesto Guevara le escribe una carta de despedida a su hija Hilda. Después de recomendaciones para ser una buena revolucionaria, dice: “Yo no era así cuando tenía tu edad, pero estaba en una sociedad distinta, donde el hombre era el enemigo del hombre. Ahora tú tienes el privilegio de vivir otra época y hay que ser digno de ella” (Epistolario, 33).

Mario Benedetti veía en su tiempo este terremoto político-existencial. Varias veces, a principios de los ’70, publicará la misma idea: “La revolución es siempre el acontecimiento cultural más importante al que una comunidad puede y debe asistir” (Revolución, 104). “Los profetas de este siglo, desde George Orwell hasta Nicholas Meyer, son augures de ignominia o de la catástrofe, y sus razones tendrán. Pero los profetas del mundo que era viejo antes de ser nuevo eran más optimistas” (Cómplice 62). Pero esta nueva conciencia, casi religiosa, es capaz de transmutar el dolor en felicidad. Muchos años después de la derrota política, en su poema “La alegría de la tristeza”, Benedetti continúa reconociendo este camino purificador del yo salido de su torre de marfil: “el dolor por el dolor ajeno / es una constancia de estar vivo” (Paréntesis, 140).

Pero la sociedad nueva no es sólo la consecuencia del progreso de la historia sino también producto de la recuperación de un pasado suprimido por la violencia de la corrupción de esa misma historia. De alguna forma, esta sociedad nueva ya existía antes de la historia (oficial). Eduardo Galeano, en El libro de los abrazos (1989) reúne pasado y futuro, mito americano y utopía europea en un locus (“nuestras tierras”) que sustenta el renacimiento de la nueva sociedad:

La comunidad, el modo comunitario de producción y de vida, es la más remota tradición de las Américas, la más americana de todas: pertenece a los primeros tiempos y a las primeras gentes, pero también pertenece a los tiempos que vienen y presiente un Nuevo Mundo. Porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas tierras nuestras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo: como la viruela, la gripe, vino de afuera. (121)

Y en Sur (1982), refiriéndose a Lautreamónt en el siglo XIX, Juan Gelman traduce esta idea social a la misma literatura: “solamente a un uruguayo se le puede ocurrir que la poesía / debe ser hecha por todos y no por uno / que es como decir que la tierra es de todos y no solamente de uno” (Sur, 67).

 

7.3 El estímulo moral

La sociedad nueva cubana nace de una revolución sin ideología definida. Sus mismos integrantes reconocen que esa teoría se va haciendo en la práctica. La reivindicación de la tierra es un elemento que el mismo Guevara desconocía en toda su magnitud hasta que los años en Sierra Maestra de enseñan cuáles eran las preocupaciones reales de ese pueblo. La revolución proletaria no tiene nada de proletaria; su elemento principal es el campesinado. Por esta razón, en sus teorías sobre la guerrilla latinoamericana, Guevara insistirá años después en que los “focos” revolucionarios debían iniciarse en las zonas rurales.

Pero el contexto de la Guerra fría y la tradición del marxismo como alternativa teórica y práctica a la más larga tradición de la colonia y el dominio oligárquico en América Latina llevan a la Revolución cubana a definirse finalmente como comunista en un sentido europeo.

No obstante, la sociedad nueva cubana continúa siendo un proyecto que trasciende este modelo racional europeo. El rígido materialismo dialéctico o la planificación estricta del estado, como una maquinaria comunista que sustituye a la maquinaria capitalista, no es tal en el centro del paradigma de sus principales protagonistas. Ernesto Che Guevara insistirá en el “estímulo moral” como centro de su pensamiento y de su acción. Este estímulo moral como en la tradición de Quetzalcóatl o Viracocha, procede del líder justiciero, el revolucionario, aquel que ha visto la dirección de la historia, su fatalidad, y la ha precipitado. Pero su objetivo no es el mismo dios ni su reino celestial sino el pueblo mismo, el orden espiritual del Cosmos que florece de la materia muerta.

Una vez fundada la nueva sociedad, la realidad resistirá las aspiraciones del cambio radical. Guevara, en un discurso ante un público joven, observa que la valentía demostrada por la Juventud rebelde en Playa Girón no se reflejaba de la misma forma en el trabajo (Obras, 163). “La seriedad que debe tener la juventud de hoy para afrontar los grandes compromisos —y el compromiso mayor es la construcción de la sociedad socialista— no se refleja en el trabajo concreto” (163).

Ernesto Guevara considera que el estímulo moral de la utopía debe ser suficiente, tanto en la guerrilla de liberación como en la construcción de la nueva sociedad. Aquí la clausura política y existencial han desparecido por completo. La apertura política significa la posibilidad de una sociedad totalmente nueva, mientras la apertura existencial entiende que es posible el Hombre nuevo, una nueva forma de ser humano basada en una nueva moral, en una nueva forma de ver el mundo donde la opresión y la explotación —la injusticia social— no existan o sean consideradas como crímenes.

El trabajo debía dejar de ser un castigo bíblico para convertirse en parte de la alegría creadora, revolucionaria. “Ustedes que tienen que construir un futuro en el cual el trabajo será la dignidad máxima del hombre, el trabajo será un deber social, un gusto que se da el hombre, donde el trabajo será el creador máximo” (164). Cuando esto no ocurre se debe a una falla, “una falla de organización, de esclarecimiento, de trabajo. Una falla además, humana” (164). Más estimulante que la rutina son aquellos momentos en que se prueba el valor de cada uno “aquello que rompe la monotonía de la vida”, como ocurrió cuando la juventud defendió la Revolución contra los aviones yanquis “y de pronto a alguien le tocaba la suerte de ver que sus balas alcanzaban un avión enemigo. Evidentemente es el momento más feliz en la vida de un hombre. Eso nunca se olvida” (164). Pero el estímulo moral no debía agotarse en los momentos gloriosos de lucha sino que debía continuarse en el día a día de la construcción de la nueva sociedad. Cuando esto no ocurre, se debe a que esa generación “conserva todavía la mentalidad antigua, la mentalidad proveniente del mundo capitalista, o sea que el trabajo es, sí, un deber, es una necesidad, pero un deber y una necesidad tristes” (164). “Y si se nos dijera que somos casi unos románticos, que somos unos idealistas inveterados, que estamos pensando en cosas imposibles, y que no se puede lograr de la masa de un pueblo el que sea casi un arquetipo humano, nosotros tenemos que contestar, una y mil veces que sí, que sí se puede, que estamos en lo cierto, que todo el pueblo puede ir avanzando, ir liquidando las pequeñeces humanas” (169). “Será así, porque ustedes son jóvenes comunistas, creadores de la sociedad perfecta, seres humanos destinados a vivir en un mundo nuevo de donde habrá desaparecido definitivamente todo lo caduco, todo lo viejo, todo lo que represente la sociedad cuyas bases acaban de ser destruidas” (169). Guevara pone como ejemplo la renuncia de una funcionaria del Ministerio de Industria, porque su esposo no toleraba que ella saliera sola por las provincias a realizar su trabajo. “¿Qué indica esto? Pues, sencillamente, que el pasado sigue pesando en nosotros; que la liberación de la mujer no está completa. Y una de las tareas de nuestro Partido debe ser lograr su libertad total, su libertad interna, porque no se trata de una obligación física que se imponga a las mujeres para retrotraerse en determinadas acciones; es también el peso de una tradición anterior” (177).[9]

En una sociedad nueva, revolucionaria, el estímulo moral ya no está supeditado al estímulo material (propio de la Conquista y del imperialismo capitalista):

Y éstas son dos cosas que constantemente van chocando y van integrándose dialécticamente en el proceso de construcción del socialismo: por un lado los estímulos materiales necesarios, porque salimos de una sociedad que no pensaba nada más que en estímulos materiales y construimos una sociedad nueva sobre la base de aquella vieja sociedad, con toda una serie de traslados en la conciencia de la gente de aquella vieja sociedad, y porque no tenemos lo suficiente todavía para dar a cada cual según su necesidad. (179)

Lo material, lo opuesto al espíritu de nuevo hombre, de la nueva sociedad, es sólo un mal necesario: “el interés material estará presente durante un tiempo en el proceso de construcción del socialismo. Pero, precisamente, la acción del Partido de vanguardia es la de levantar al máximo la bandera opuesta, la del interés moral, la del estímulo moral, la de los hombres que luchan y se sacrifican y no esperan otra cosa que el reconocimiento de sus compañeros” (179). (Subrayado nuestro) Más importante que cualquier estado planificador, que la construcción o decontrucción de la infraestructura es “el estímulo moral, la creación de una nueva conciencia socialista” (179).

El estímulo material es el rezago del pasado, es aquello con lo que hay que contar, pero a lo que hay que ir quitándole preponderancia en la conciencia de la gente a medida que avance el proceso. […] El estímulo material no participará en la sociedad nueva que se crea, se extinguirá en el camino y hay que preparar las condiciones para que ese tipo de movilización que hoy es efectiva vaya perdiendo cada vez más su importancia y la vaya ocupando el estímulo moral, el sentido del deber, la nueva conciencia revolucionaria. (179)

En su ejercicio de reescritura de la historia acentuando los valores marginales y reprimidos por la cultura hegemónica, Eduardo Galeano resalta que en Vancouver “los indios celebran torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón; y desde un alto promontorio echaban al mar sus mantas y vasijas. Vencía el que se despojaba de todo” (Abrazos, 126). Lo que si bien alude y se opone a la ambición capitalista ya sugerida por Américo Vespucio y Tomás Moro, también significa una concepción opuesta a la soviética o a la socialista europea.

 


[1] La oposición alegría/tristeza había sido planteada por Nietzsche como el opuesto espíritu griego/espíritu cristiano, libertad/esclavitud. En El nombre de la rosa (1980) Umberto Eco, de forma insistente pone en boca de uno de los monjes la idea de que la risa es una forma de pecado, ya, aparentemente, que Jesús nunca se había reído.

[2] Las letras de tango convirtieron la clausura política en clausura existencial. Ernesto Sábato elogió repetidas veces la “profundidad metafísica” de este género musical, lo que significa que la lupa en este aspecto esté puesto en lo no político. Pero muchas veces lo político se convierte en apolítico, en metafísico, por una simple operación de despojo ideológico o histórico, como en “Siglo XX cambalache”, se Santos Discépolo.

[3] “El estilo joven de una revolución” en Cuadernos de Marcha, Número 3, Montevideo, Julio de 1967.

[4] Si Benedetti alude con desprecio a Borges, Neruda parece hacer lo mismo con Santa Teresa de Avila por representar esa tradición del martirio y el sufrimiento en desprecio de los valores epicúreos, más propios de los revolucionarios del siglo XX: “Si digo como la gallina / que muero porque no muero / denme un puntapié en el culo / como castigo a un mentiroso” (Neruda, Antología, 191).

[5] En este análisis he seguido el criterio de eludir las anécdotas personales, propias de un ensayo; en cualquier trabajo también sigo el critero de nunca exponer la correspondencia privada. En este breve espacio, creo de valor complementario recordar unas palabras recientes que me enviara Eduardo Galeano, los últimos días de 2007 mientras me encontraba atrapado en la nieve y la soledad de Chicago: “valga la ocasion para desearte lo mejor en el año naciente, con palabras de un amigo mío: que los dias sean alegres como los colores de una verdulería”.

[6] “En una ocasión (incluso en un largo reportaje que le hice en 1969). Roque ha reconocido sus lazos con el fútbol, el tango, el lunfardo y el humor rioplatenses. Fundamentalmente este último ha dejado indudable huella en sus poemas. El sesgo irónico de Taberna y los libros sucesivos no es por cierto demasiado centroamericano y más bien entronca con Macedonio Fernández y hasta Bustos Domeq; también, a través de ellos, con el sutil humor inglés, una de las pocas cosas buenas que nos dejó en la región el colonialismo británico” (Benedetti, Cómplice, 221)

[7] Lo que recuerda la euforia dionisíaca de F. Nietzsche en su introducción a Ecce Homo (1888). También la recurrencia al pesimismo de los esclavos que aparece Humano, demasiado humano (1878).

[8] “¡Cantar de la tierra mía / que echa flores / al jesús de la agonía, / y / es la fe de mis mayores! / ¡Oh, no eres tú mi cantar! / ¡No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero, / sino al que anduvo en el mar!” (Machado, Saeta, ….)

[9] “Y en esta nueva etapa que vivimos, en la etapa de construcción del socialismo, donde se barren todas las discriminaciones y sólo queda como única y determinante la dictadura, la dictadura de la clase obrera, como clase organizada sobre las demás clases que han sido derrotadas; y la preparación en un largo camino que estará lleno de muchas luchas, de muchos sinsabores todavía, de la sociedad perfecta que será la sociedad sin clases, la sociedad donde desaparezcan todas las diferencias, en este momento no se puede admitir otro tipo de dictadura que no sea la dictadura del proletariado como clase. Y el proletariado no tiene sexo; es el conjunto de todos los hombre y mujeres que, en todos los puestos de trabajo del país, luchan consecuentemente para obtener un fin común” (177).

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El eterno retorno de Quetzalcoatl 8

CAPÍTULO 6

LA SOCIEDAD EN LA HISTORIA

En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella?

Octavio Paz, El laberinto de la soledad, pág. 30.

La razón humana se ha hecho razón política.

Teología de la liberación, Gutiérrez Alea, pág. 97.

 

6.1 La conciencia crítica

La idea del nacimiento de la conciencia, primero individual y luego colectiva, es central en todo el discurso revolucionario. Estos elementos no son nuevos para la tradición marxista —la conciencia de clase y la falsa conciencia— ni para el humanismo en general, pero tampoco lo eran para la tradición amerindia. Laurete Séroujé nos dice que la imagen de Quetzalcóatl como Dios de los Vientos, con una serpiente atravesada por una flecha (el códice Borgia) “simboliza el hombre atravesado por la flecha luminosa de la conciencia” (156). Pero si Saint Simon afirmaba que antes del cambio de la sociedad era necesario un cambio interior del individuo, el paradigma de los revolucionarios y de los intelectuales comprometidos de América Latina no puede sino entender lo contrario: el hombre nuevo (veremos con más detalles en el Cuadrante IV) debe nacer en una nueva sociedad —la sociedad justa e igualitaria—, libre de la moral enferma de sus predecesores, sean éstos revolucionarios o no. El revolucionario, el individuo o la elite de vanguardia, se representa a sí mismo como alguien que no puede deshacerse del peso de su tradición moral, pero ha alcanzado esa conciencia de sus defectos y de los defectos de la sociedad que debe cambiar: la moral que reproduce la relación de opresor-oprimido, la moral del hombre lobo del hombre, propia de un mundo materialista, la moral del hombre del Renacimiento, del conquistador movido por la codicia y la deshumanización del capitalismo legitimada por la nueva tradición cristiana del calvinismo. Para la cosmovisión amerindia, el problema central en este cuadrante es la desacralización del Cosmos por la caída del espíritu en el mundo material, y su causa histórica será la ambición del oro. El desprecio a este tipo de riqueza que impactó en los europeos lectores de Américo Vespucio y dio nuevo impulso al sueño utópico de los humanistas: una sociedad no organizada por la codicia de los bienes materiales, por los conflictos de intereses —la lucha de clases— sino por la igualdad de sus integrantes y por la equitativa/justa distribución de los bienes comunitarios. Al decir del mismo Vespucio, un mundo epicúreo, no estoico (183). Para la cosmovisión humanista del siglo XX, y particularmente para la tradición marxista, el problema será la alienación del individuo, apartado del propósito de su acción social por el imperio del capital y las leyes del mercado.

La crítica al presente es una tradición que ya se encontraba en su plenitud con los filósofos ilustrados de la Era Moderna, pero era una crítica optimista que, con el positivismo del siglo XIX pasó a ser sólo optimista y con el arte y la filosofía del siglo XX terminó siendo sólo crítica. En Ariel (1900) J. E. Rodó retomó parte de la crítica aristocrática de Ernest Renán: “ni [con] la acumulación de muchos espíritus vulgares se obtendrá jamás el equivalente del cerebro de un genio” (53). Aunque Rodó defenderá el sistema democrático tal como lo entendía y practicaba él mismo —será diputado del Partido Colorado de Uruguay—, reconoce la objeción a la cultura moderna de sufrir la “tiranía insoportable del número” (59). El número, la cuantificación, serán representantes del diabólico mundo material, centro de la crítica y la visión cosmológica de Ernesto Sábato, medio siglo más tarde. En Borges, será un ejercicio más de su elegante ironía y de su perspectiva de clase: “la democracia es el abuso de las estadísticas”. Pero la reacción contra la democratización como un mero proceso de vulgarización —de hecho lo es, porque procede del “vulgo”, del “pueblo”— era común en todo el siglo XIX. Probablemente sea desde esta perspectiva que se pasa a una crítica más general a la cultura occidental. Desde Karl Marx y Friederich Nietzsche hasta la reacción y continuidad del pensamiento aristocraticista de José Ortega y Gasset, las luminarias de la Era Moderna comenzaron a perder su brillo. Si para el marxismo era sólo parte de un proceso histórico de evolución, aplazable pero inevitable, para el otro era un proceso de decadencia y una advertencia catastrófica. Casi tres décadas después del éxito editorial e ideológico de Ariel, José Ortega y Gasset publica La rebelión de las masas (1928) donde plantea una crítica radical a la modernización. Ortega no ve este proceso como un tránsito a un estadio superior de la humanidad sino un error de la civilización occidental que dejó en manos del vulgo la producción de cultura y el ejercicio de la política, dos actividades para la cual el pueblo no es apto. Según Ortega, “es ilusorio pensar que el hombre medio vigente, por mucho que haya ascendido su nivel vital en comparación con el de otros tiempos, va a poder regir por sí mismo el proceso de la civilización” (Masas, 71). “¿No representa un progreso enorme que las masas tengan ‘ideas’, es decir, que sean cultas? En manera alguna. Las ‘ideas’ de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es cultura” (73). De forma tangencial, Ortega reconoce que la tradición del humanismo en algún momento deriva del individuo a la sociedad, cuando le reprocha a los filósofos de la Ilustración haber inventado esta falacia: “Esta costumbre de hablar de la humanidad, que es la forma más sublime y, por lo tanto, más despreciable de la democracia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites” (Masas, 11). La consecuencia de este supuesto error histórico, fue que “la muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad” (37). La cuantificación es la igualación que desconoce las cualidades. Antes, por el contrario, “ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos” eran ejercidos por las elites calificadas. Casualmente estas elites pertenecían siempre a una misma clase social y con frecuencia a una misma familia o clan. Antes la masa no pretendía intervenir en la vida política o en los placeres del lujo estético porque “se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social” (39).

Ortega y Gasset representa una reacción al humanismo prometeico y, también, los indicios de una conciencia creciente de esta nueva realidad. Como lo muestra José Luis Gómez-Martínez en Pensamiento de la liberación (1995), Ortega significó una influencia importante en el pensamiento latinoamericano.[1] Por otra parte, su relación con el grupo Sur se trasluce en coincidencias de perspectivas con un intelectual de derecha, como Jorge Luis Borges y otro procedente del partido comunista, Ernesto Sábato. Ambos fueron miembros activos de la revista Sur, en la cual Victoria Ocampo aglutinó intelectuales y logró, por décadas, imprimir una valoración particular del canon literario en el Cono Sur.

La primera parte de esta crítica, la crítica a los paradigmas fundamentales de la Era Moderna, de la cultura occidental, será retomada por Ernesto Sábato principalmente en Hombres y engranajes (1951). Aquí se verá el proceso inverso al que hemos planteado en este trabajo referido a la cosmovisión del humanismo revolucionario. Coincidente con las observaciones de Nicolai Berdiaeff, Sábato entiende que el Renacimiento produjo en el siglo XX tres paradojas fundamentales: “[1] Fue un movimiento individualista que terminó en la masificación. [2] Fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina. [3] Fue un movimiento humanista que terminó en la deshumanización” (19). Estas tres paradojas, en realidad, se derivan de “una sola y gigantesca paradoja: La deshumanización de la humanidad” (19). El origen del mal: el dinero y la razón. El hombre concreto ha dejado lugar al hombre-masa, “ese extraño ser todavía con aspecto humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima” (19). En concordancia con el espíritu del Ariel de Rodó, Sábato veía este tipo de sociedad, cuyo modelo era Estados Unidos, como el resultado de la desacralización de la existencia por una mentalidad utilitaria que todo lo cuantifica. “En una sociedad en que el simple transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que ‘el tiempo es oro’, es natural que se lo mida, y que se lo mida minuciosamente” (27). La sangre se ha convertido en mercancía: “En ese país no sólo se ha llegado a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones. Y esas medidas, convenientemente tabuladas, han sido puestas al servicio de las empresas mercantiles” (54). Esta cultura de la cuantificación produjo una “sociedad fantasmal, compuesta de hombres-cosas, despojados de sus elementos concretos, de todos los atributos individuales que puedan perjudicar el funcionamiento de la Gran Maquinaria” (59).[2] Sábato atribuye a los mass media la tarea de completar la creación de este tipo deshumanizado, quien “al huir de las fábricas en que son esclavos de la máquina, entrarán en el reino ilusorio creado por otras máquinas: por rotativas, radios y proyectores” (61).

Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera con ansiedad, porque imagina la gran liberación de la rutina. Pero una vez más serán juguetes de una horrenda paradoja, porque la guerra moderna es otra empresa mecanizada. […] Y cuando muere por obra de una bala anónima es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre todos es llevado a una tumba simbólica que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido. Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa. (62)

El aforismo sobre el tiempo mecánico criticado por Sábato como prueba de nuestro tiempo de la barbarie — “antes, cuando se sentía hambre se echaba una mirada al reloj para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si tenemos hambre” (Engranajes, 55) — es el inverso del observado por Américo Vespucio en 1504 cuando anotó que los habitantes del Nuevo Mundo eran bárbaros porque comían cuando tenían gana y no cuando era la hora de comer (Lettera, 211).

Ya vimos que éste será también un elemento constante en la crítica de los escritores de la Literatura del compromiso: la desacralización del mundo, la pérdida del espíritu, la muerte de la materia, las emociones calculadas para el mercado pero muertas en el individuo alienado, la risa artificial, el placer hedonista —no epicúreo— que termina en el suicidio intrascendente. No obstante, en gran medida, tanto el pensamiento de Ortega y Gasset como el de Ernesto Sábato oponen a esta percepción catastrófica del presente, no el futuro de los revolucionarios ni el pasado amerindio de la resistencia intelectual sino un pasado feudal o aristocrático europeo, el tiempo de un locus amoenus pastoril contra las Babilonias de Occidente donde ya no impera el orden vertical ni seguridad de ningún tipo. Según Cascardi, en The Subject of Modernity (1992), mientras analizaban el proceso de secularización de la cultura, muchos críticos modernos se inclinaron a considerar la dimensión religiosa de épocas anteriores a la Modernidad como un espacio nostálgico, ideal, a la espera de que una reposición del espíritu religioso fuese capaz de revertir el proceso de “desencantamiento” (disenchantment and world-loss), mientras que por otro lado esos mismos críticos no podían renunciar a una visión progresista y racional de una necesaria desmitificación del mundo basada en la razón, para ser considerados como válidos (Subject, 146).[3]

Para aquellos que negaron la politización de la crítica, la corrupción es producto de una progresiva pérdida de referencias —míticas, religiosas o jerárquicas— que comienza con el Renacimiento, que es casi decir desde el Humanismo. Como el individuo, también la sociedad —la masa— ha perdido su rumbo o se resiste a despertar a su propia conciencia. Refiriéndose al proyecto de educación universal del siglo XIX de “educar al soberano” y a la estatización del siglo XX —una liberal y la otra comunista— Sábato observaba que en ambas alternativas “la Opinión Pública sigue siendo quien impone gobiernos, pero resulta que estos gobiernos son los que crean la Opinión Pública” (Engranajes, 59). En este punto, de una forma o de otra, muchos estarían de acuerdo con Ortega y Gasset: “la masa es lo que no actúa por sí misma” (Masas, 101). Esa “opinión pública” también será atacada por los intelectuales de izquierda, como Antonio Gramsci y muchos otros en América Latina. El “hombre común” no es producto de la naturaleza ni sus acciones son espontáneas sino producidas, deformadas por su alienación. De la misma forma, su conciencia no es suya sino una poderosa “falsa conciencia” que impide su liberación. Para el cubano Nicolás Guillén, por ejemplo, el hombre común es una abstracción, producto de la deformación de los mass media (Tengo, 14). También Mario Benedetti insistirá en la artificialidad de esta espontaneidad, de los gustos populares, como creaciones de la maquinaria publicitaria del imperialismo (Revolución, 97) y aplicará este descubrimiento gramsciano a la tradicional elite intelectual. En el terreno estricto de la literatura, acusará a la “crítica comprometida” de estar compuesta por “ideólogos que promocionan la soledad como el hábitat del escritor” (100). La complicidad del lector con el autor, repetidas veces elogiada como virtud literaria, se transforma, desde este punto de vista, en mortal defecto de sofisticación y celebración de la alienación: “El cómplice verifica y consolida la alianza de un reducido clan, contra una mayoría […] Simplemente significa que la soledad del escritor es cómplice de la soledad del lector; cómplice, no solidaria” (103).

Es decir, para los escritores del compromiso el individuo se encuentra alienado por una cultura y una estructura productiva basada en el capital y el beneficio, por la explotación del hombre por el hombre. Esta percepción del individuo alienado como fuente de la corrupción moral e ideológica, había sido percibida de otra forma por Ernesto Guevara en Chile, durante su primer gran viaje por el continente. En el momento de asistir a una anciana asmática, reconoce que la medicina no podía hacer gran cosa para salvarla. El problema no radica, entonces, en la enfermedad del individuo sino en una enfermedad social. “En estos casos es cuando el médico consciente de su total inferioridad frente al medio, desea un cambio de cosas, algo que suprima la injusticia que supone que la pobre vieja hubiera estado sirviendo hasta hacía un mes para ganarse el sustento, hipando y penando” (Diario, 103). Así, el miembro enfermo de la familia “deja de ser padre, madre o hermano para convertirse en un factor negativo en la lucha por la vida y como tal, objeto de rencor de la comunidad sana que le echará su enfermedad como si fuera un insulto personal a los que deben mantenerlo” (103).[4]

Desde una posición ideológica opuesta pero coincidente con el pensamiento del compromiso y con la ideología revolucionaria, Octavio Paz formuló en su crítica la alternativa al pensamiento reflexivo: la acción. “En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella?” (Laberinto, 30). Esta idea, que recuerda las teorías sobre la psicología de los pueblos,[5] es coincidente a la vez con el precepto marxista —el filósofo ya no se limita a contemplar la realidad sino a cambiarla— y con la característica norteamericana, según el mismo Paz: “los norteamericanos no desean conocer la realidad sino utilizarla” (44). Pero Paz también señala un elemento de cambio que es radical y significativo: con la introducción del catolicismo en Amerindia, “el sacrificio y la idea de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza” (77). Aunque aquí la idea de humanización está arbitrariamente referida al individuo aislado, al precepto primitivo del Humanismo (debió decir, la libertad se individualiza, se aliena), el autor sintetiza dos actitudes opuestas que han sido confirmadas por la teología católica y la historia Moderna, especialmente la historia del humanismo liberal y del antihumanismo capitalista: la virtud y el pecado son responsabilidades individuales. “La redención es obra personal” (78). Habrá que esperar al surgimiento de la Teología de la liberación, un movimiento propiamente latinoamericano, para problematizar la idea de “pecado social” y, de forma menos explícita, la idea de “liberación colectiva”.

El mundo de la clausura política se representa por la idea de alienación del individuo y en la literatura se encarna en su radicalización, la clausura existencial. De ahí la subjetividad del yo, náufrago en un mundo absurdo, el protagonista del siglo XX que, en palabras de Nietzsche podríamos llamar el “héroe dialéctico”, el individuo escéptico que construye su crítica desde la impotencia y el rechazo a su propia sociedad. Según Cascardi, el héroe épico de la novela debe ser instruido en el arte de lo posible dentro de los límites de un mundo desencantado. Al mismo tiempo, el héroe novelístico permanece en la convicción de los valores de sus propios actos que resisten el acomodo a una realidad que es percibida como corrupta o decadente (Subject, 74).

En el otro extremo estético-ideológico, la misma reacción crítica se articulará según la oposición oro/espíritu, materialismo/moral, calvinismo/epicureismo, opresión/liberación. No hay clausura existencial —su leitmotiv no es la angustia sino la alegría— y la clausura política es sólo esporádica, cíclica, vulnerable. Tanto desde la primera tradición cristiana —el Jesús expulsando a los mercaderes del templo o cuestionando al joven rico por no desprenderse de sus bienes— como la concepción amerindia de un Cosmos vivo pero en peligro de ser vaciado en su espíritu, son constantes en este pensamiento que, no sin paradoja, basaba su ideología en el materialismo dialéctico. La visión materialista, desacralizada del Cosmos es compartida por el comunismo soviético tanto como el capitalismo euroamericano. Los paradigmas culturales que establecen categorías como Primer, Segundo y Tercer mundo son cuestionados después de la Segunda Guerra y rápidamente toman lugar en el pensamiento latinoamericano. Gustavo Gutiérrez dice, en Teología de la liberación (1973) que el signo de los tiempos, “sobre todo en los países subdesarrollados y oprimidos, es la lucha por construir una sociedad justa y fraterna, donde todos puedan vivir con dignidad y ser agentes de su propio destino. Consideramos que el término ‘desarrollo’ no expresa bien esas aspiraciones profundas; ‘liberación’ parece, en cambio, significarlas mejor” (14).

6.2 El nuevo Sol. La Historia en movimiento.

Con el significativo título de “Poesía desde el cráter” (1967), Mario Benedetti establecía una diferencia temática en la evolución histórica de la producción literaria del poeta y ensayista cubano Fernández Retamar: hasta la revolución cubana, su poesía había demostrado “una desalentada necesidad de fe; hasta ese advenimiento removedor, el amor es el único sucedáneo” (Cómplice, 210). Antes señalamos este tránsito común en la poesía latinoamericana del siglo XX, desde Pablo Neruda hasta Juan Gelman, que va de lo individual a lo colectivo, del romanticismo y el existencialismo europeo a la Literatura del compromiso. El amor romántico se convierte en poesía política o poesía social. El pesimismo existencialista, la angustia del yo aislado, dominante hasta pasada la mitad del siglo, se convierte ahora en centro de la crítica revolucionaria. En “El intelectual en la transformación” (1972) Benedetti acusa a sus pares intelectuales de ser “ideólogos de la soledad”, cuyo aporte es, “su pesimismo angustiado, con su clásica ‘desgarradura’, con su vocación derrotista” (Revolución, 118). En una sola frase Benedetti utiliza tres de las cuatro palabras más recurrentes en Ernesto Sábato: soledad, angustia, desgarramiento (faltó resistencia). La estética de la derrota, de la clausura existencial es, en sí misma, un instrumento de la clausura política. “No es infrecuente que un escritor saque excelente partido artístico de una etapa de frustración sentimental, política o religiosa” (120).

El dolor, la angustia, la tristeza no son ya inmanentes a la condición humana sino el resultado de la opresión política. El centro que irradia la violencia es el imperio de la desacralización, Estados Unidos. En “Little Rock”, Nicolás Guillén denuncia en versos las práctica socales del Sur de Estados Unidos, donde “van los niños / negros entre fusiles pedagógicos / a su escuela de miedo” (Popular, 33). Luego plantea un escenario posible, de materializarse la irradiación absoluta de esa cultura: “pensad lo que sería / el mundo todo Sur / el mundo todo sangre y látigo / el mundo todo escuela de blancos para blancos / el mundo todo Rock y todo Little, / el mundo todo yanqui, todo Faubus” (34).

El pesimismo es, así, sólo una falta de conciencia, una concesión, o una estrategia de la opresión social. El pesimismo es paralizante, “es, en cierta manera, una actitud conservadora, autodefensiva, destinada a resguardar lo que ya se tiene; mientras que el optimismo es el gesto primario destinado a alcanzar aquello de que se carece” (Benedetti, Subdesarrollo, 245). Con la conciencia de un estado dominante en la cultura, en la literatura, la grieta en la clausura política se convierte en una puerta de clausura existencial. Si el intelectual gramsciano era responsable de mantener hermética la clausura política, ahora el intelectual recuperaba la fe en la acción a través de la palabra y era consciente de su rol en la apertura.

El intelectual, diestro y consagrador de la palabra, puede ayudar a construir (no a digitar) la opinión pública. Tal vez sea esta una buena razón para un modesto optimismo, nada embriagador por cierto, pero al menos no disociado de lo posible. Entre la tanatología y el eudemonismo, entre el culto de los muertos y el de la felicidad […] existe todavía una calle del medio por la que puede transitar, con los pies en la tierra, el hombre. (Subdesarrollo, 247)

La salida del yo atrapado, alienado, está en el otro o en nos-otros, no está en el pesimismo sino en el optimismo, no está en la angustia sino en la alegría. No estamos ante la tradición sufriente del mártir cristiano (“siempre con sangre en las manos / siempre por desenclavar”) sino en la alegría vital de Nietzsche y del Jesús de Antonio Machado (el Jesús de la alegría, el “que anduvo en el mar”). No está en el gesto adusto del militar que ha vencido en su golpe de Estado sino en “la luz de tu sonrisa” del revolucionario que sonríe y exacerba de la juventud que se ofrece por igual a la vida y a la muerte, a la muerte del individuo y a la vida colectiva. En 1972 el mismo Benedetti había señalado la alternativa a la doble clausura político-existencial: cuando la conciencia del intelectual “se ensanche tanto que pueda convertirse en conciencia colectiva; cuando se sienta más y mejor aludido si oye decir pueblo que cuando lo mencionan por su nombre, entonces sabrá que está metido hasta el pescuezo en la transformación” (Revolución, 121). Es decir, comprometido con la historia, con una revolución posible: “sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido / y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia” (Urondo, Poética, 296). Pero antes del salto, poetiza Urondo, era necesaria la nueva conciencia, el compromiso y la acción:

Ya es hora de perder

la inocencia, ese

estupor de las creaturas que todavía

no pudieron hacerse cargo

de la memoria

del mundo al que recién nacieron.

Pero nosotros, hombres

grandes ya, podemos olvidar, sabemos

perfectamente qué tendríamos

que hacer para dañar

el presente, para romperlo” (328).

La utopía parece inevitable pero postergable. El Segundo cuadrante, es quizás el más heroico. Es el cuadrante de la toma de conciencia de la voluntad de la historia que conduce a la justicia y a la alegría. La idea de “toma de conciencia” o concientização se convierte entonces en la puerta de salida de la opresión construida por la tradición del Primer cuadrante. En Pedagogía del oprimido (1971) de Paulo Freire y Teología de la liberación (1973) de Gustavo Gutiérrez, ya ha madurado la idea de que la liberación no será posible sin este despertar individual a través de la praxis colectiva, de la acción política. Pero ya no es suficiente ni necesaria una revolución armada que destruya las estructuras económicas sino un progresivo cambio interior, el reemplazo de la moral de los opresores por una conciencia de clase o una conciencia humanista.

La Revolución, armada y moral, individual y colectiva, es el motor de la historia y, al igual que lo entendía la cosmología prehispánica, el sacrificio individual es la fuerza que mantiene vivo y en movimiento al mundo. No es una fruta que ha de caer sola sino que se la debe hacer caer. Si la historia es inevitable, el revolucionario debe evitar que el aplazamiento sea indefinido para imperio de la injusticia y la muerte del status quo, de la inmovilidad. La historia humanista coincide con la cosmología amerindia: es un orden vivo y, por lo tanto, puede perder su energía y su dinamismo. Mantenerlo en movimiento dependía de la conducta humana, los seres que estaban compuestos de espíritu y materia, es decir, de sol y de piedra. Como dice Laurete Séroujé, “el signo movimiento, propio del Quinto Sol, se refiere a la operación que salva la materia de la inercia. El vocablo ollin indica el sentido del temblor de la tierra y Ollin Tonatiuh, nombre del Quinto Sol, significa Sol de temblor de tierra” (174). Fuertes temblores debían sacudir el mundo, la materia, lo que significaba que “al fin de la Quinta Edad, la tierra, invadida por la nostalgia de la unión, alumbraría seres luminosos e inmortales” (174).

La aspiración de la unión o reunión, la idea de un hombre nuevo que superase la alienación del espíritu de la desacralización del oro, de la explotación del mundo material, serán los dos elementos centrales en el impulso revolucionario latinoamericano. El carácter cíclico, el presente perpetuo, son características del tiempo mítico y quizás una característica fundamental del tiempo amerindio. En esto se diferencia del tiempo del humanismo, un tiempo marcado por la tradición judeocristiana que ha encontrado en la historia la explicación de cada estado y en la razón humana su instrumento exterior. Por el otro lado, la cosmología del materialismo dialéctico, la idea del progreso de la historia adoptada por estos mismos revolucionarios, no integra el elemento metafísico pero su concepción dinámica es semejante a la amerindia: la historia debe mantenerse en movimiento. En ocasiones, si no media un sacrificio puede caer en la inercia de la materia, en la inmovilidad de un estado artificialmente prolongado por las fuerzas reaccionarias cuyas consecuencias son graves para el equilibrio humano.

6.3 El llamado del deber

La torre de marfil fue estética y epistemológica. Cuando no buscaba el juego y la belleza sin más, su visión social seguía siendo una visión elitista de una clase fuera de la sociedad, capaz de un distanciamiento que le permitía una perspectiva pretendidamente objetiva de la realidad ajena. Así lo entendieron luego los intelectuales del compromiso. Mario Benedetti reprochó la idea de Octavio Paz, según la cual el deber de un escritor era preservar su “marginalidad frente al estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma” (Revolución, 139). La misma idea de marginalidad, sostenida por Tomás Segovia, es desafiada por Mario Benedetti: “¿por qué el escritor y no el empleado bancario o el obrero? Si todos los gremios decidieran por su cuenta [marginarse de la sociedad] ¿quiénes, según este planteo, estarían obligados a permanecer dentro del área social a fin de llevar adelante la lucha de clases?” (139). Y más adelante: “es curioso, además, que con semejante derrotismo, Segovia se autopostule como escritor de izquierda” (140). La idea de que “el escritor no puede ver el cambio social, la revolución y lo que ocurre a su alrededor sino desde la perspectiva de su soledad” es entendida como una construcción ideológica con el objetivo de mantener un no-compromiso del escritor en la transformación de la sociedad. “La soledad se convierte así en una fabulosa trinchera, y el escritor que allí se parapeta parece a veces más interesado en defender esa soledad propia que en bregar por los vitales intereses de su pueblo” (Subdesarrollo, 60).

Pero el intelectual comprometido no podrá ver la realidad sino por dentro y así se planteará un problema ético. “Nous verons, que, pour l’homme engagé, il y a urgence à décider des moyens, de la technique, c’est-a-dire de la conduite et de l’organisation” (Fanon, Damnés, 23). El intelectual comprometido baja de las torres de marfil del esteticismo y escapa de la torre de hierro del existencialismo. La clausura existencial ha dejado paso a la clausura política y ésta ha revelado una grieta por donde escaparán los intelectuales comprometidos hacia una comunión ética y estética con el pueblo. Esta comunión no puede ser sólo de palabra, una especie de compromiso inmune, marginal, objetivo con el pueblo sino un compromiso total, de palabra y de acción, de cuerpo y alma. La esperanza no es una contemplación pasiva; “no me sirve tan mansa / la esperanza” (Benedetti, Canciones, 57). La consecuencia estrictamente literaria será “una de las etapas más vitales y creadoras de su historia”, el surgimiento de un grupo amplio de nuevos escritores, ya no solo meros nombres aislados, “sino de una primera línea de escritores capaces de asumir su realidad, su contorno” (Revolución, 28).

Cuando Alberto Granados y Ernesto Guevara en su viaje por América Latina se comparten una noche con el matrimonio de mineros, les dan una de sus mantas y se arreglan los dos con la otra. Guevara escribe en su diario: “Fue esa una de las veces que he pasado más frío, pero también en la que me sentí un poco más hermanado con ésta, para mí, extraña especie humana…” (Diario, 114). El mártir revolucionario no es el individuo cristiano que se salva individualmente. Aún en una muerte que no lleva al paraíso, la muerte hermana los individuos y confirma la trascendencia del pueblo: “Aquí todos somos hermanos’, decía Umanzor. / Y todos estuvieron unidos hasta que los mataron a todos” (Cardenal, Antología, 65). El amor de un apareja no se completa cerrándose en el acto amoroso sino con su conciencia de pueblo: “en la calle codo a codo / somos mucho más que dos […] y tu llanto por el mundo / porque sos pueblo te quiero […] y porque somos pareja / que sabe que no está sola” (Benedetti, Aquí, 58). “Por eso nuestros muertos, desde Líber hasta Ibero, son nuestra vanguardia, porque ellos, desde su holocausto, desde su ejemplo sin fisuras, nos proponen una unidad simple, sencilla y franca, sin complicaciones: la unidad de los que son capaces de ofrecer la vida por sus convicciones, la unidad de los que son capaces de ofrecer la vida por su pueblo” (40). También Francisco Urondo lo formuló de esta otra forma: “supe que el precio de / todo amor, de toda compañía, de toda liberación / de toda esperanza, era la propia vida, que tampoco dispone.” (Poética 363).

A principio de los setenta, el teólogo Gustavo Gutiérrez llevaba al pensamiento teológico este pensamiento de liberación popular o colectiva. El hombre actual, escribió, es “cada vez más consciente de ser sujeto activo de la historia, cada vez más lúcido frente a la injusticia social y a todo elemento represivo que le impida realizarse” (97).

6.4 Revolución: muerte del individuo, resurrección del pueblo.

La tradición filosófica que se inicia a mediados del siglo XIX con Juan Bautista Alberdi en Argentina y se continúa en el siglo XX con Leopoldo Zea en México —la filosofía de la circunstancia, atribuida a Ortega y Gasset— se consolida en el pensamiento político latinoamericanista. La literatura posterior a la Segunda Guerra mundial incorporó a América Latina como tema y como problema. En Paloma del vuelo popular (1958) el escenario épico es definido con los nombres de los países del continente, asimilándolos a una misma historia y a un mismo destino. En Panamá, Paraguay, Chile, Brasil y Guatemala “hay un sol que amanece en cada herida” (57). La herida, la sangre y el sol naciente vuelven a ser los elementos dinámicos del cosmos amerindio. Una solidaridad se establece por debajo de la violencia de la historia. Estados Unidos es la nueva fuerza imperial que, como la brutal fuerza del imperio Azteca y del imperio español, se alimentará de la sangre de sus oprimidos. “Afuera está el vecino […] tiene una montaña de oro / y un mirador y un coro / de águilas y una nube de soldados / ciegos, sordos, armados / por el miedo y el odio. (Sus banderas / empastadas en sangre, un fisiológico / hedor esparcen que demora el vuelo / de las moscas)” (111).

El uso de la palabra acusadora es revindicado como el primer acto de desobediencia al que seguirá el de la militancia. En 1961, Juan Gelman su “Arte poética” afirmaba que “a este oficio me obligan los dolores ajenos” (Sur, 11). Ernesto Sábato, en el mismo año, no era de una opinión muy diferente a los escritores comprometidos de su época.

¿Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar el mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar las masas con alpargatas. ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano. (Siglo, 57).

Refiriéndose a la novela Mascaró (1975) de Haroldo Conti, Mario Benedetti señala el valor engañoso de la libertad abstracta, propia de “la oratoria de los serviles, los hipócritas, los opresores y los verdugos”. Al final el Circo desaparece, “pero la voluntad de cambio permanece y termina en la última página; cuando Oreste da simbólicamente por terminada la función, es probable que otra función empiece en el territorio del lector” (Rivero, 140). La apertura aquí está dada no sólo por el optimismo de la trama sino por la trascendencia metaliteraria de la narración o de la interpretación de la crítica.

El lector es el escritor trascendido. Como el agave, el escritor muere en la escritura y renace multiplicado en los lectores, pero esta muerte simbólica no se realiza si el escritor no se funde primero en el pueblo muriendo en su rol tradicional. Así también es percibido el individuo: la muerte no existe, el revolucionario muere para nacer multiplicado en los otros. León Rozitchner, recordando a Francisco Urondo, da un testimonio claro de esta visión existencial (énfasis agregado):

Paco me dijo que después de haber estado en la Cárcel de Devoto había aprendido que la muerte individual no tenía sentido. […] Por así decirlo, podría integrarse a un colectivo viviente, estaba más allá del propio término de la propia vida individual y por lo tanto la idea de sacrificio estaba muy presente en ese pensamiento. Paco era un tipo lleno de vida. No me sorprendió su muerte porque, de alguna forma, corresponde a una concepción épica. (Montanaro, 171)

Ernesto Guevara no consideraba alguna diferencia cultural o histórica en este proceso humanista. Observa o proyecta esta misma visión cuando homenajea a los mártires de Chicago: “Los mártires de Chicago, cada uno de ellos, al morir sentía y lo proclamaba, que estaban muriendo por la construcción de una sociedad nueva, sentía y proclamaba que su sacrificio no era en vano, que esa bandera de lucha sería recogida por los trabajadores de su país” (Obra, IV, 147).

Esta idea de la valoración social —y más allá, de la historia humana— sobre la realidad del individuo concreto, se encarna dramáticamente en casos como el de la muerte de la hija de Rodolfo Walsh. En “Carta a mis amigos” (1976) el escritor recuerda el sacrificio de su hija militante, Vicky, como un sacrificio justificado. “Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. […] Llevaba siempre encima la pastilla de cianuro —la misma con la que se mató nuestro amigo Paco Urondo—, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie” (Fernández, 54). Walsh imagina la versión de uno de los soldados que la sitiaban:

‘La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. —Ustedes no nos matan —dijo—, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros’ […] Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella. (54)

Una vez asumida la violencia del presente como la imposición de los valores del pasado, la violencia del futuro está justificada. Así como Juan Montalvo entendía en el siglo XIX que la paz abstracta era el orden conveniente del opresor y el martirio del oprimido, así se entenderá un siglo después. Y un siglo después las instituciones que representan el poder social de las clases altas, como el Estado, el ejército y la iglesia católica, responderán según su propia definición de paz y orden.

Desde la tradición opuesta, desde la religión institucionalizada de la iglesia, Ernesto Cardenal coincide en esta perspectiva central. Sus libros son la Biblia y el corpus de la teología cristina. Pero Cardenal toma y pone en primer plano aquellos elementos del cristianismo que la iglesia católica ha relegado históricamente y, por el contrario, coinciden con la tradición crítica del humanismo. Si el protestantismo ha corregido la sugerencia de Jesús sobre las probabilidades de un rico de entrar al Reino de los Cielos, los católicos han legitimado y consolidado en América Latina la autoridad del César, renunciando así a la sangre del mártir como valor redentor. Los teólogos de la liberación, los teóricos de la pedagogía de la liberación y de muchos otros movimientos de liberación en América Latina tomaron elementos diferentes del mismo cristianismo. Los identifica el nombre y cierta tradición literaria —Huamán Poma de Ayala—, pero los opone sus propósitos y la concepción del cosmos social. Este es un aspecto común en la cosmología latinoamericana: la cultura ilustrada procede de la filosofía europea; la cultura teológica, su formulación religiosa, procede del cristianismo.[6] Pero ni de toda la filosofía europea ni de todo el cristianismo sino, particularmente, de aquellos elementos que coinciden con la cosmología amerindia.

decías que el revolucionario ‘es un santo militante’ […]

Llamaste a la clandestinidad, cuando entraste, catacumbas.

el que conserve su vida la perderá. (Cardenal, Oráculo, 33)

Y luego, refiriendo la Revolución Cubana, lo confirma: “la revolución es nuestra MUERTE pero con ella damos VIDA” (34). En otro momento: “para resucitar hay que morir / amaste el porvenir y moriste por él…” (69). Es el individuo, el hombre-dios, el mártir que muere para que el pueblo, el cosmos, continúe, porque “el pueblo nunca muere” (68). El parecido con las exclamaciones de Santa Teresa, “Morir y padecer han de ser nuestros deseos” (Obras, 929), “¿Oh muerte, muerte, ¡no sé quién te teme, pues está en ti la vida” (688), poseen un significado radicalmente diferente. Si en la santa de la iglesia la empresa de martirio y sacrificio es una empresa radicalmente individual —aún cuando sus Fundaciones consistan en obras de caridad— y están orientadas a un objetivo metafísico, en el caso de Ernesto Cardenal y los intelectuales comprometidos es un sacrificio individual en beneficio de un objetivo colectivo que no busca ganarse el cielo haciendo el bien a los demás sino un nuevo orden (político, histórico, moral) que se refiere al mundo terrenal. Es decir, el Paraíso no es el fin moral del religioso humanista ni la lucha por la justicia social es el instrumento de acceso a los cielos, sino una consecuencia que no decide la primera motivación moral, que es el altruismo humanista. De lo contrario, el sacrifico es entendido como egoísmo o autismo teológico.

En el libro de poemas “El turno del ofendido”, Dalton incluye una dedicatoria al General Manuel Alemán Manzanares que “para conseguir fuertes sanciones en mi contra, hizo el mejor elogio de mi vida, muy exagerado, a decir verdad” (106). En parte, el informe del militar (de 10 de octubre de 1960) hacía referencia a un allanamiento en casa de un amigo de Dalton, donde capturaron al bachiller Dalton “varios libros de ideología puramente comunista, tales como ‘El Materialismo Histórico’, ‘El materialismo dialéctico’, ‘Sóngoro Cosongo’ de N. Guillén, y otro” (107). El informe acusador describe a Dalton como alguien que “constantemente vive agitando a la masa obrera, campesina y estudiantil”, incitando a los campesinos “para que protesten o empleen la violencia contra los terratenientes […] Es uno de los principales dirigentes intelectuales de todo este movimiento subversivo que ha alterado la paz y la tranquilidad de la nación”. Seguidamente, el mismo Dalton recuerda, considerando la intrascendencia de sus propias obras: “el general Manzanares actuaba de rectificación del verdadero vacío de mi vida. E hice un juramento solemne: a partir de entonces yo mismo me encargaría de proveer de materiales en mi contra al juez. Por eso escogí mi profesión actual” (Poesía, 108).

En estas palabras no sólo destaca la ironía sino la misma dinámica del compromiso revolucionario: el individuo es modificado por su espacio social, por los valores culturales y dialécticos que cuestiona. Al punto de agradecer al propio enemigo por el favor. La reacción (y la confirmación) es una respuesta al contexto, no un simple idealismo individual que no sufre alteraciones por la inmersión del individuo en la sociedad. La revolución tiene un doble significado: como radicalización de una evolución histórica es una idea que procede del humanismo europeo; y como rebelión del oprimido que reclama justicia al destronar el poder ilegítimo continúa una tradición amerindia. “En El Salvador la violencia no será tan solo / la partera de la Historia / será también la mamá del niño-pueblo / para decirlo con una figura / apartada por completo de todo paternalismo” (Dalton, Últimos, 59) “La evolución es por saltos dijo Mao / la evolución es la revolución” (Cardenal, Oráculo, 21). “Y ahora pretenden con bazukas / detener la historia” (17). “La revolución es cambiar la realidad […] hacer concreto el Reino de Dios. Es una ley establecida por la naturaleza / que ninguna molécula puede retener permanentemente / más energía que las otras” (20). El mundo que encontró Vespucio y destrozó la ambición europea, el mundo que soñaron europeos utópicos como Tomás Moro sobrevive en la reivindicación de la Literatura del compromiso: “En nombre de quienes lo único que tienen / es hambre explotación enfermedades / sed de justicia y de agua / persecuciones condenas / soledad abandono opresión muerte. / Yo acuso a la propiedad privada / de privarnos de todo” (Dalton, Últimos, 82).


[1] Ver también del mismo autor: “Ortega y Gasset en el desarrollo del pensamiento iberoamericano del siglo XX.” La Chispa ’89 (New Orleans: Tulane University, 1989), pp. 161-170 y “Presencia de América en las obras de Ortega y Gasset”. Quinto Centenario 6 (l983): l25-l57.

[2] Una crítica más contemporánea ha visto este proceso de uniformización y masificación como resultados directos de la cultura industrialista. La educación primaria, la uniformización de la vestimetna y el rigor de los horarios, son parte de la adecuación de los niños a la futura vida del obrero en las fábricas. La era posindustrial sería un proceso inverso: de lo uniforme a lo particular, de la concentración de las ciudades a la atomización de comunidades pequeñas cuando no desterritorializadas de la producción repetitiva y rutinaria a la creación flexible e irregular, etc. La crítica del “hombre-cosa, del individuo alienado por la cultura materialista o del consumo todavía no ha sido superada sino todo lo contrario.

[3] “In describing the process of secularization modern critics have on the one hand been inclined to regard the religious dimension of premodern culture as the locus of a nostalgic ideal, in the expectation that a reinstitution of religion might reverse the process of rationalization and save the secular subject from the effect of disenchantment and world-loss; while on the other hand critics have been drawn toward the rational and ‘progressive’ view that the demystifying secularization of the world is necessary in order for the subject’s claims to reason to be rendered valid and true” (Subject 146).

[4] Ernesto Guevara cerrará esta observación psicológica y social refiriéndolo a un marco existencial: “hay en esos ojos moribundos un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la magnitud del misterio que nos rodea” (Che, Diario 103).

[5] El historiador y diplomático español, Salvador de Madariaga, había definido las características de los pueblos español (espontáneo, apasionado e individualista), francés (intelectual, racional y legislativo) e inglés (pragmático, materialista y vital). Este extremo clasificatorio lo lleva a ignorar, pese a su profesión de diplomático, del factor de poder alrededor del cual gravitan las relaciones sociales e internacionales. La tesis central de su libro podría resumirse en la frase: “En la psicología internacional, el factor más importante es el carácter nacional” (Ingleses, 11). Salvador de Madariaga. Ingleses, franceses, españoles. Ensayo de psicología comparada. Buenos Aires: Losada, 1942

[6] No es suficiente con reconocer una tradición explícita cristiana para asumir que un grupo comparte una misma cosmogonía. Por lo general, cada tradición es disputada según sus intereses ideológicos. Osvaldo Bayer recordaba una nota en el diario La Nación, del 30 de abril de 1976, donde se anunciaba la quema de libros y revistas en Córdoba por perniciosas para la juventud, “documentación perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana” (Bayer, Exilio, 48).

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El eterno retorno de Quetzalcoatl 6

CAPÍTULO 4

Tres rostros del héroe mítico

 

En estos capítulos trataremos de exponer y justificar los elementos principales usados. Prometeo, Quetzalcóatl-Viracocha y Ernesto Che Guevara son aquí vistos desde su perspectiva mítica. El primero como representación del humanismo; los segundos, representantes de la cosmogonía amerindia; y el tercero como síntesis contemporánea de ambas corrientes. Como vimos en la primera parte, para la los escritores comprometidos la literatura no vale sólo por sí misma sino por aquello que está más allá del escritor y más allá del símbolo, procuraremos bosquejar ese “más allá” sobre la cual se entiende la producción artística y sobre la cual actúa como agente activo, no sólo como observador neutral o creador de realidades imaginarias indiferentes al resto de la realidad humana. Este marco histórico es una visión de la problemática general del continente latinoamericano desde su producción literaria desde la Conquista hasta la mitad del siglo XX. En su desarrollo, identificamos algunos elementos comunes que confirman lo expuesto en el Marco Teórico y adelantan la problemática de la Literatura del compromiso en la tercer parte de este trabajo.

 

4.1Prometeo

El mito pretende instituirse en la expresión de una dimensión humana —espiritual o psicológica— ahistórica. Así fue considerado por los pueblos de donde emerge el mito mismo y así es considerado por aquellas disciplinas (como el psicoanálisis o el análisis crítico) que han hecho uso simbólico de estos mitos desde la conciencia del ser humano como producto histórico. Mircea Eliade en Le Mythe de l’éternel retour (1961) distingue el mito de la historia por sus concepciones del tiempo: uno es circular, el otro es lineal, posee un origen y un final.[1] En uno todo se repite, el otro la repetición es imposible, porque cada evento es único, individual; uno se realiza en el soporte oral y el otro en la escritura; uno es oriental y el otro occidental, etc.

Julio Calogne Ruiz, en su introducción a Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, observa que hasta el griego no se concebía el poder político como una fuerza humana, independiente de los dioses (78). Si recordamos la relación que unía a los griegos con sus dioses olímpicos, no debería asombrarnos que la idea contraria surgiera, de forma tan precoz, en el siglo V a. C.: los dioses eran imagen y semejanza de las criaturas de un día. Los diferenciaba la inmortalidad y ciertas facultades físicas. Pero los humanos podían sufrir las mismas pasiones y ejercer las mismas facultades intelectuales. Más aún si se trataba de un héroe, un semidiós. No los diferenciaba la obediencia absoluta de las jerarquías divinas, como en el monoteísmo semítico, razón por la cual la desobediencia de Prometeo no es experimentada como un pecado sino como un acto heroico a favor de lo que realmente importaba a los griegos: los individuos o la humanidad. Como observó Nietzsche, si el mismo acto —el desafío a los cielos— se convierte en el pecado fundador de la cultura semítica, para el mundo heleno significó una hazaña: “que el hombre disponga libremente del fuego, y no lo reciba tan solo por un regalo del cielo, como rayo incendiario o como quemadura del sol que da calor, eso es algo que a aquellos contemplativos hombres primeros les parecía un sacrilegio, un robo hecho a la naturaleza divina” (Nietzsche, 96).[2]

El mismo Nietzsche descubre otras características en Prometeo que podemos identificarlas con los preceptos más hondos del último humanismo. Al distinguir lo apolíneo de lo dionisíaco, identifica al primero con la tendencia a la individuación y al trazo de fronteras, valores que son opuestos al impulso dionisíaco y, en nuestro caso, al impulso del último humanismo. El espíritu del revolucionario del siglo XX se identifica con el desafío prometeico.

Quien comprenda el núcleo más íntimo de la leyenda de Prometeo, —a saber, la necesidad del sacrilegio, impuesta al individuo de aspiraciones titánicas—, tendrá que sentir también a la vez lo no-apolíneo de esa concepción pesimista; pues, a los seres individuales Apolo quiere conducirlos al sosiego precisamente trazando líneas fronterizas entre ellos y recordando una y otra vez, con sus exigencias de conocerse a sí mismo y de tener moderación, que esas líneas fronterizas son las leyes más sagradas del mundo. (Nietzsche, 97)

El concepto vanguardista del individuo que roba el fuego de los dioses para beneficio de los pueblos, explícito en Ernesto Che Guevara y en otros intelectuales militantes de los ’60, se resume en el mismo mito de Prometeo y su hermano, el titán Atlas, quien se puso el mundo sobre su espalda. “Ese afán titánico de llegar a ser, por así decirlo, el atlas de todos los individuos y de llevarlos con sus anchas espaldas cada vez más alto y cada vez más lejos, es lo que hay en común entre lo prometeico y lo dionisíaco” (98). El prometeo de Esquilo posee la dualidad apolíneo-dionisíaco: su tendencia a la justicia también es tendencia a la individuación y a los límites de la justicia (98).[3] Dionisio es “aquel dios que experimenta en sí los sufrimientos de la individuación, del que mitos maravillosos cuentan que, siendo niño, fue despedazado por los titanes, y que en ese estado es venerado como Zagreo” (100). La individuación es una suerte de pecado original, “fuente y razón primordial de todo sufrimiento, como algo rechazable de suyo. De la sonrisa de ese Dionisos surgieron los dioses olímpicos, de sus lágrimas, los seres humanos. En aquella existencia de dios despedazado Dionisio posee la doble naturaleza de un demón cruel y salvaje y de un soberano dulce y clemente” (100). Más tarde, aludiendo a una conocida frase de la antigüedad —probablemente de Menandro—, confirma la naturaleza del mito: “Pues que los predilectos de los dioses mueren pronto eso es algo que se cumple en todas las cosas, pero asimismo es cierto que luego viven eternamente con los dioses” (175). El héroe trágico, como un titán (Prometeo, Jesús, Che Guevara),

toma sobre sus espaldas el mundo dionisíaco entero y nos descarga a nosotros de él: mientras que, por otro lado, gracias a ese mismo mito trágico sabe la tragedia redimirnos, en la persona del héroe trágico, el ávido impulso hacia esa existencia, y con mano amonestadora nos recuerda otro ser y otro placer superior, para el cual el héroe combatiente, lleno de presentimientos, se prepara con su derrota, no con sus victorias. (176)

Aquí distinguimos tres elementos persistentes en la cosmología de los autores de la Literatura del compromiso: la individuación como alienación de la unión original, la sonrisa y la alegría como estados anímicos dominantes y el sacrificio del héroe que es despedazado, alcanzando así el renacimiento en la unión recuperada. Quizás la paradoja consista en que todos sus protagonistas, y especialmente Ernesto Guevara, al igual que un héroe olímpico que se inmortaliza en la memoria de los pueblos, alcanzó al mismo tiempo la individuación. Por una operación dialéctica se podría argumentar que esa individuación, al ser simbólica, al convertirse el individuo en mito, deja de ser individuo para convertirse en pueblo. Aparentemente esta es la percepción más común de sus seguidores.

La idea de Atlas poniéndose el mundo sobre sus hombros y su hermano Prometeo, muriendo por dar conocimiento a los humanos también posee mucho en común con la idea del Mesías, Jesús, siendo martirizado y sacrificado por dar conocimiento liberador a la humanidad —universalismo que diferencia a la religión dominante de su época— y, al mismo tiempo, haciéndose cargo, desde su individualidad, de todos los pecados del mundo. Esa mezcla de lo apolíneo (individuo) y lo dionisiaco (unión en lo Uno) se da en el Che y en los escritores comprometidos. El Prometeo de Esquilo, dice Nietzsche, es una de las máscaras de Dionisos. Ernesto Che Guevara, vamos a agregar, es otra. A pesar de que el mismo Guevara hubiese reconocido al marxismo-leninismo como su principal ideología, sus escritos insisten en un principio difícilmente reconocible como materialista: la creación de una nueva conciencia moral como base de la revolución social y la creación del hombre nuevo.[4] Su amigo Ricardo Rojo reconoce que, en la creación de este nuevo hombre, Guevara creía en la supremacía de los estímulos morales capaces por sí solos de promover la revolución socialista. “Simultáneamente con los cambios de la estructura económica, debía sobrevenir la modificación de la estructura mental heredada del sistema capitalista. De no ser así, ¿qué valor superior, trascendente, podía ofrecer el sistema socialista?” (Guevara, Obra, 30). Pero esa nueva conciencia moral podía o debía ser promovida por los líderes revolucionarios. Así lo dejó explícito no sólo en ensayos y discursos, sino también en cartas y en indicaciones prácticas que debían promover el cambio y la consolidación de la revolución cubana.[5]

En las guerras modernas los generales no van al frente con los soldados, pero el guerrillero está dispuesto a morir,

no por defender un ideal sino por convertirlo en realidad. Esa es la base, la esencia de la lucha del guerrillero. El milagro por el cual un pequeño núcleo de hombres, vanguardia armada del gran núcleo popular que los apoya, viendo más allá del objetivo táctico inmediato, va decididamente a lograr un ideal, a establecer una sociedad nueva, a lograr en definitiva la justicia social por la que lucha. (Guevara, Obra, 44).

 Sobre el mismo principio de progreso de la historia hacia la liberación y la unión en la igualdad, José Martí había elogiado en “Tres héroes” (1889) aquellos líderes americanos por su individualidad y clarividencia histórica: “Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos” (235). En “Táctica guerrillera”, refriéndose a los tiempos previos al triunfo de la Revolución, Guevara define la vanguardia por su “demostración efectiva, con los hechos de la superioridad moral del soldado guerrillero sobre el soldado opresor” (Obra, 55). En 1960, poco después del triunfo de la guerrilla, ante un congreso de juventudes insiste en la misma idea: “todos los cubanos, de las ciudades y del campo, hermanados en un solo sentimiento, van siempre hacia el futuro, pensando con una unidad absoluta, dirigidos por un líder en el que tienen la más absoluta confianza” (Obra, IV, 87). Más adelante, ya en la administración del poder de una revolución institucionalmente establecida, Guevara, escribe su famoso artículo “El socialismo y el hombre en Cuba”, publicado en Marcha en marzo de 1964, donde hace explicito que es “importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral” (Obra, II, 13). Esta nueva moral debe suceder a una educación —el fuego de Prometeo— que es concedida por los líderes, recibida y reproducida por el pueblo —la humanidad—: “la educación prende en las masas y la nueva actitud preconizada tiende a convertirse en hábito; la masa la va haciendo suya y presiona a quienes no se han educado todavía” (Obra, II, 14). Este conocimiento prometeico se refiere a la concepción progresista de la historia, sin la cual el mismo concepto de vanguardia perdería todo su sentido: “El camino es largo y lleno de dificultades. A veces, por extraviar la ruta, hay que retroceder; otras, por caminar demasiado aprisa, nos separamos de las masas” (Obra, II, 15). A su vez, si bien esta concepción de progreso histórico ve al comunismo como “la etapa ideal” (Obra, IV, 143), repite en sus ideas los elementos fundamentales del humanismo: igualdad, libertad, progreso ético y material, unión final de la humanidad en el Uno original. En la definición del mexicano Leopoldo Zea, la conciencia liberadora ya no es la del individuo aislado, la representación del filósofo como el “loco con su tema”, sino una forma de comunión prometeica. Zea acentúa esta idea refiriéndose a la etimología de la misma palabra: “Conciencia es saber en común, saber de los otros y con los otros. En latín la palabra conciencia significa complicidad” (83). El centro del pensamiento de Zea es una radicalización del humanismo prometeico y se sintetiza en la siguiente expresión: “Lo humano no separa o distingue, sino que establece semejanzas. Lo humano se da, precisamente, en esta capacidad de comprensión que elimina toda espereza, toda diferencia, haciendo posible la convivencia” (86).

Pero mientras este momento ideal se encuentre en un espacio utópico, Prometeo debe resignarse al martirio. “El revolucionario, motor ideológico de la revolución dentro de su partido, se consume en esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial” (Obra, II, 25). El nacimiento de la Revolución cubana es entendido como ejemplo didáctico: tras una derrota inicial después del desembarco del Granma, un pequeño grupo de hombres de vanguardia se reorganizan y propagan el ejemplo —al modo del cristianismo primitivo— y provocan la revolución masiva. Esta microhistoria es retomada por Mario Benedetti como paralelo de un proceso mayor en el continente, especialmente en un momento de creciente frustración. Es decir, el ejemplo de la conciencia, del “estímulo moral”, como propagador y disparador de una cambio mental.

Walter Bruno Berg, señala que el termino revolución surge de la filosofía de la ilustración del siglo XVIII y de la historia de las grandes revoluciones (América, 1776, Francia, 1789, Rusa, 1917):

el pensamiento revolucionario en Latinoamérica ha seguido esa tradición: primero hay que ilustrar al Continente; luego, se harán las revoluciones imprescindibles. Se empieza por revolucionar el sistema político, es decir, la Constitución; se acaba por revolucionar la sociedad entera; aparece, al final, el Nuevo Hombre, el hombre revolucionario por excelencia, es decir, el “americano” (188).[6]

Esto significa el camino inverso de la revolución tradicional, según la cual primero se debe cambiar o destruir la infraestructura que alimenta los valores conservadores de la cultura. Diferente al marxismo-leninismo, este camino inverso que aparece expresado en los escritos de Ernesto Guevara —la moralización para la revolución— se enmarca mejor en la tradición del cristianismo primitivo y de la ilustración —el robo del fuego de Prometeo.

Diferente a esta concepción prometeica, pero aún inscripta dentro de los preceptos del humanismo radical, Rodolfo Walsh criticará la figura del individuo, del mártir revolucionario e, incluso, del líder, cualquiera sea éste. Aunque ferviente admirador de Ernesto Che Guevara, rechaza de forma implícita y explícita la posibilidad de que la revolución social e individual deba depender de la suerte, la voluntad o la enseñanza de un líder, ya que esta excesiva esperanza neutraliza al pueblo como agente de cambio. El pueblo, sujeto-objeto de sí mismo, no debe descansar en sustitutos o medios que se perpetúan, volviéndose contra los fines.

En una entrevista de Ricardo Piglia de marzo de 1970, Walsh recuerda que el cuento “Un oscuro día de justicia” lo terminó de escribir poco después de la muerte de Ernesto Guevara. Este cuento relata la expectativa de los estudiantes de un colegio por la llegada del tío de uno de ellos que hará justicia castigando al opresor que los administra. A pesar de un triunfo momentáneo, debido a una distracción del héroe, el opresor logra devolverle el castigo y sacarlo de combate. El mismo Walsh interpreta su historia como una metáfora sobre la actualidad política. “Aquí en este cuento se empieza a hablar del pueblo y de sus expectativas de salvación representadas por un héroe, es un héroe que es externo, es decir, no deposita sus expectativas en sí mismo, sino en algo que es externo, por admirable que pueda ser…” (Oscuro, 56). Luego, la referencia crítica a dos figuras que dominan el imaginario político de la época: una, implícita y poco admirada por el autor (Juan Domingo Perón); la otra, explícita y mejor valorada. Walsh reconoce que lo político de este cuento “es muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente el peronismo, e inclusive las expectativas revolucionarias” (57). Luego:

con respecto al Che Guevara, que murió en esos días, te das cuenta, la gente que te decía: ‘si el Che Guevara estuviera aquí entonces yo me meto y todos nos metemos y hacemos la revolución…’ Concepto totalmente místico, es decir, el mito, la persona, el héroe haciendo la revolución en vez de ser el conjunto del pueblo (57).

Rodolfo Walsh no deja dudas sobre su rechazo ideológico a la figura del héroe prometeico. La idea de místico, para un marxista, es negativa por lo que tiene de falsa conciencia y, sobre todo, de ahistórico. No obstante, no se sale del marco del humanismo radical en lo que respecta a la concepción de la liberación del pueblo a través de la revolución y el cambio de conciencia.

Pero debajo de esta realidad siempre subyace el germen humanista de la unión de la diversidad, la reversión del pecado original que provocó la progresiva fragmentación que atormentó a los líderes de las independencias iberoamericanas: “Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración” (Bolívar, Doctrina, 74).

Pero la unión del humanismo prometeico (la desarrollamos más adelante), destruida por la fragmentación de la contingencia histórica de la Conquista, del espíritu de partido ibérico y del principio de exclusividad de la Iglesia católica, es confirmada por la cosmovisión del vencido. El cosmos amerindio es dualista y el orden que lo salva del caos no procede de la anarquía humanista sino de una autoridad legítima —Quetzalcóatl, Viracocha—, la que ha sido desplazada por un poder ilegítimo: Moctezuma y el imperio azteca, Atahualpa y el imperio inca, Cortés-Pizarro y el imperio español, y el resto de los caudillos que se sucederán hasta el siglo XX vinculados al imperio americano. Por lo general, los pueblos y las nuevas instituciones políticas e ideológicas de Iberoamérica confirmarán el pensamiento del humanismo —libertad, unión, fraternidad— y sentirán la necesidad de los valores contrarios de la autoridad. Pero al mismo tiempo, una segunda dualidad mantendrá esta dinámica: la verticalidad legítima contra la más permanente verticalidad ilegítima, la que promueve el orden de la justicia y la que oprime en su beneficio propio. Quizás la figura mítica del Libertador, tan repetida en su historia como la recurrencia a la idea de liberación, sintetice esta dualidad histórica: es la autoridad legítima que beneficia al pueblo con la libertad. Por esta razón, la idea de “moral” como legitimadora del poder y opuesta al beneficio de la riqueza material, será recurrente. Esta idea se sintetiza en el concepto de dignidad —sobre todo en la derrota y en la pobreza—, que encuentra en el cristianismo de los teólogos de la liberación una perfecta traducción cultural.

 

4.2Quetzalcóatl-Viracocha

En Canto Nacional (1973), el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal reconstruye la destrucción y el caos de su pueblo. Este estadio de descenso en el caos —identificado en este estudio con el Segundo Cuadrante— incluye un pájaro que en América Central es conocido como justojuez. Su nombre se deriva de su canto: “Setiembre: en las cercas de alambre canta el justo-juez / justo juez justo juez justo juez” (Canto, 11). Para la ciencia, justojuez es heliornis áulica. Para este estudio, el ave justiciera es la serpiente emplumada, Quetzalcóatl y sus múltiples variaciones.

Quetzalcóatl o Kukulcan, la “serpiente emplumada” (serpiente = cóatl; cuate = hermano), es más bien un dragón asiático. Excepto sus escamas y su cuerpo alargado, poco tiene de serpiente. Su dentadura no es la de una serpiente sino la de un lagarto. Su condición de emplumado con patas de aves recuerdan el origen de las aves; su similitud con los antiguos dinosaurios emplumados como el arqueoptérix es tan asombrosa como la imposibilidad de imaginar —debido a la distancia temporal que los separa— que alguna de estas especies pudo permanecer de alguna forma en la memoria mitológica humana. Lo que parece claro es su relación, por similitud, de las figuras asiáticas como las de la civilización Silla en Corea del Sur. Si dejamos de lado las casualidades, veremos que hay por lo menos dos posibles hipótesis. Una se tendría que referir a las estructuras profundas del inconsciente más o menos articuladas por el psicoanálisis de Carl Gustav Jung. La otra debería referirse a una herencia cultural, lo cual nos llevaría a pensar que sólo esta imagen, sino el mismo dios, confirman el origen asiático de un pueblo y de una cultura.

Según la ontología amerindia, los humanos son responsables de mantener el Cosmos en movimiento. Lo peor no es la crisis y el derrumbe cíclico, sino la inercia y la inmovilidad. La justicia de los hombres y semidioses es el motor del movimiento, a veces armónico y a veces violento, que lleva a un estado de justicia y prosperidad. Lo peor no es el infierno sino la caída del espíritu en la materia, la desacralización de la sangre y el espíritu. Una forma insospechada de esa ontología podemos encontrarla en un escritor tan europeísta como Ernesto Sábato en Argentina. Sábato se distinguió por dos recurrencias en su vida: la renuncia y la fuga, que en fórmulas europeas fue calificado como “crisis”. En su literatura el pesimismo es el tono común y en su pensamiento la idea de derrumbe final del mundo que, traducido a los códigos europeos, se expresa como el fin de la Era moderna o el fin de los valores occidentales. Una nueva cultura, no Oriental ni Occidental, ni materialista ni puramente espiritualista “debería dar la escuela de nuestro tiempo. O el mundo se derrumbará en sangrientos y calcinados escombros” (Apología, 107).

Como en cualquier héroe mitológico (según la teoría del monomito desarrollada por Joseph Campbell), el nacimiento de Quetzalcóatl está investido con signos trágicos o excepcionales. Quetzalcóatl nace en un mundo de conflictos y, en muchas versiones, de padres enfrentados en la lucha. Con fuertes connotaciones psicoanalíticas, algunas leyendas refieren este nacimiento como producto del erotismo de los opuestos en una lucha. La madre, una guerrera chichimeca descendiente del dios Tezcatlipoca, provoca o desafía al padre, el guerrero Mixcoatl, dejando las armas en el suelo y desnudándose. Mixcoatl igualmente tira sus flechas sobre la guerrera desnuda pero falla todos sus intentos de herirla. Luego el simbolismo se traduce directamente en la acción sexual. Después de una breve fuga por el bosque, el guerrero la posee en una cueva y la embaraza (Carrasco, 80).[7]

El mundo en que nace Quetzalcóatl, dice David Carrasco, es un mundo de combates, sacrificios humanos y conflictos permanentes (81). Quetzalcóatl matará a sus predecesores y revolucionará la sociedad eliminando —temporalmente— la base de la cultura mesoamericana: el sacrificio humano.[8] Un período de gran creatividad sigue a esta revolución tolteca —el pueblo de los pensadores, en oposición al más primitivo pero dominante pueblo azteca (Carrasco, 84)— donde prosperan las artes y el conocimiento.[9] Carlos Fuentes será luego de la misma opinión:

Quetzaolcoatl se convirtió en el héroe moral de la antigüedad mesoamericana, de la misma manera que Prometeo fue el héroe del tiempo antiguo de la civilización mediterránea, su liberador, aun a costa de su propia libertad. En el caso de Quetzalcóatl, la libertad que trajo al mundo fue la luz de la educación. Una luz tan poderosa que se convirtió en la base de la legitimidad para cualquier Estado que aspire a suceder a los toltecas, heredando su legado cultural. (Espejo, 107)

El cambio y el florecimiento de la nueva organización debe ser guiada por el hombre-dios, según todas las versiones de la cultura mesoamericana (Carrasco, 88). Quetzalcóatl advierte la amenaza del hundimiento procedente del Este. Pero esta no es sólo la condición psicológica o el destino de un dios con múltiples rostros sino la naturaleza misma del cosmos mesoamericano. Los demás dioses también son conscientes de la inestabilidad en la que se encuentran, por lo que se exigen cada vez más acciones para mantener al sol y la luna en movimiento. Quetzalcóatl es elegido para ejecutar este sacrificio reparador de los dioses. Pero esta acción radical de teocidio no produce el efecto esperado y el Sol no se (con)mueve. Razón por la cual Quetzalcóatl decide autosacrificarse. Podemos deducir la importancia de este dios-hombre por el efecto de su acción, de su autosacrificio: el Sol retoma su camino y de esa forma se produce el nacimiento del la Era del Quinto sol (Carrasco, 97).[10] Carrasco entiende que todos estos mitos mesoamericanos indican la idea de que la creación del mundo es siempre incompleta. Existe una permanente “duda divina” (“a divine doubt”, 98). El resultado no es una visión del cosmos regida por el ritmo y el orden prevaleciendo sobre el caos, sino un modelo revolucionario donde una parte se enfrenta ferozmente a la otra, “a revolutionary pattern of ferocious attack by one part of the cosmos against another” (98). A cada período de orden sucede un período de revolución que mantiene en movimiento el Universo.

Es significativa la idea de que Quetzalcóatl representa al creador de la nueva humanidad.[11] En la leyenda del Quinto sol, la humanidad es creada luego de cuatro intentos fracasados de los dioses, que se negaban a intentarlo por quinta vez. El hombre nuevo es resultado, también imperfecto, de Quetzalcóatl.[12] Según la Leyenda de los soles, la serpiente emplumada restaura la vida humana a través de un viaje del héroe —elemento arquetípico— a las tierras de los muertos. Quetzalcóatl le reclama a Mictlantecuhtli los huesos de los ancestros para hacer una “nueva humanidad”. Para ello, el dios de los muertos le pide una tarea imposible: soplar una caracola sin agujero. Enfrentado al engaño, Quetzalcóatl recurre a seres naturales, a los gusanos y las abejas para que perforen la caracola y la hagan sonar. El señor del bajomundo —consecuente con una dialéctica entre hechos y palabras— consciente en entregar los huesos a Quetzalcóatl, pero ordena a sus sirvientes detenerlo. Quetzalcóatl desafía al señor de la muerte verbalmente e intenta escapar del infierno. Pero los demonios crean un abismo donde cae y muere, rompiendo los huesos. Su doble lo regenera y así puede escapar del abismo. Pero los huesos están rotos y Quetzalcóatl debe dárselos así a su consorte, Cihuacoatl-Quilaztli, quien los pone en su mortero de piedra y los muele. Quetzalcóatl sangra su pene sobre ellos (la idea de que el alma humana descendía del cielo al vientre materno es propia de la cultura tolteca), de donde nace un niño varón y cuatro días después una niña. De ellos desciende la humanidad (Carrasco, 99).

Davíd Carrasco sintetiza las diferentes variaciones en la persistencia de (a) una dualidad en lucha por la cual cada edad es creada por el combate o sacrificio de un par de opuestos; o la creación ocurre por (b) un descenso cósmico, donde el creador baja a un mundo inferior. (Habría que agregar que la creación y la destrucción de la humanidad se deben a la astucia y a la torpeza del dios-hombre.) Esta idea del descenso hace a Quetzalcóatl el más humano de todos los dioses, en opinión de Carrasco. La creación ha sido imperfecta, el logro no se ha completado. Esta idea de “las cosas resultaron bastante mal”, “things turn out quite badly” (100), es común en la cultura religiosa mesoamericana. Pero la idea de que la destrucción final debe ser diferida mediante el sacrificio permanente, es revertida por Quetzalcóatl de Tollan (o Tula), quien reemplaza esta ansiedad de la inestabilidad y del caos del cosmos y los sacrificios rituales, por la armonía y la creatividad (102). Por esta razón, Quetzalcóatl es el símbolo de la autoridad legítima que es capaz de un orden sagrado en un mundo inestable (106), mucho más parecido al nuestro del siglo XXI que a la Edad Media Europea. Ya en la época de Chololan, Quetzalcóatl es reconocido como el dios de las masas, el que es capaz de integrar la gran estructura social.[13] Más tarde, en la Tenotchitlán azteca, es posible que se haya convertido en el dios de la clase alta (173). El retorno de Quetzalcóatl descubre, según Carrasco, la atmósfera de inestabilidad cósmica y de inferioridad cultural que marcaron la capital azteca, Tenotchitlán, desde su fundación. Los aztecas sufrieron del ansia de la ilegitimidad de su autoridad, “both their claim to legitimacy and their anxiety about destruction were partly identified with Quetzalcóatl and Tollan” (150 y 184).

La repetida idea de un imperio ostentando un poder ilegítimo surge, de forma muy particular, del poder mismo. Para revertirla, los aztecas recurren a la conmoción psicológica. En una ocasión invitan a representantes de pueblos vecinos a presenciar masacres rituales, como forma de sostener su poder mediante el terror de la fuerza (186). Esta política contuvo pero también potenció las energías de una rebelión que fue aprovechada por los españoles. Moctezuma, consciente de la ilegitimidad histórica de su imperio, ante la inminente llegada de Quetzalcóatl, abandona el gran palacio y ocupa uno menor, en espera de la verdadera autoridad, la subyugada Tula. Con Moctezuma se da un hecho incomprensible para la historia de Occidente pero que nos revela un rasgo interior de la cultura mesoamericana: un gobernante que ostenta el poder absoluto y renuncia a él por una conciencia moral de ilegitimidad, por su propia mala conciencia. Lo que nos da una idea del significado prioritario del terror sagrado que unía al mesoamericano con el cosmos. Una idea semejante de “ilegitimidad de la autoridad” será retomada por Carlos Montaner en Las raíces torcidas de América Latina (2001) como razón central de la inestabilidad política y social en la historia posterior, aunque se la atribuye sólo a la violencia de la Conquista española y luego desestime cualquier existencia de una violencia semejante en la actualidad.

Quetzalcóatl no es el dios creador del Universo, sino un donador de la humanidad, como Prometeo, que da a los hombres y mujeres las artes, el conocimiento y los alimentos. Es decir, un reparador del caos o un servidor ante la necesidad natural del mundo. No es un dios que castiga a su creación, sino un dios limitado y frágil que lucha ante la adversidad en beneficio de una humanidad que ha sido castigada de antemano por fuerzas superiores. Pero es también la autoridad legítima, una autoridad máxima capaz de ordenar, regular y dar prosperidad a un pueblo permanentemente amenazado por le cosmos y por la violencia imperial de los dioses guerreros.

Porque característica del mundo prehispánico parece ser la conciencia de destrucción, abandono o renuncia. Como en pocas partes del mundo antiguo y moderno, cada nueva cultura o civilización estaba obligada a desarrollarse con el recuerdo cercano de alguna otra gran civilización, creadora de monumentales edificios, ciudades y mitos de tiempos dorados. Los mitos cosmogónicos mesoamericanos reinciden en una idea cíclica de creación y destrucción, lo cual es común en civilizaciones más antiguas como las asiáticas, pero dramatizados, a veces de forma sutil, por una particularidad: la destrucción violenta por medio de terremotos y huracanes, por la furia de la naturaleza o, lo que para el mundo mesoamericano era lo mismo, por la furia de los dioses. Ambos, dioses y naturaleza estaban directamente conectados con el sacrificio, con la sangre humana. Con la violenta penitencia los hombres se comunicaban con los dioses o remediaban la arbitrariedad de la naturaleza humanizándola. El objetivo no era la vida eterna de los cristianos o la liberación de los hindúes sino evitar que el cosmos se detuviera o que se conmoviera hasta la destrucción. No sólo los enigmáticos abandonos de estas grandes ciudades son un rasgo distintivo, sino también la misma monumentalidad de sus obras: desde Tula y Teotihuacán, hasta Machu Pichu pasando por una célebre colección de abandonos. Esta memoria debió ser, al mismo tiempo, la teleología de los ciclos de grandeza y destrucción. Una cultura o una civilización no reemplazaban a otra como en Medio Oriente, en Asia o en Europa. Un espacio era abandonado y los nuevos pueblos errantes se asentaban en algún otro lugar para comenzar de nuevo, con la conciencia de una próxima catástrofe.

 Si el mito o la voluntad de Prometeo es una herencia de la cultura ilustrada de Europa que se opuso o criticó la empresa Europea de conquista y colonización, el mito o la voluntad de Quetzalcóatl-Viracocha es la herencia de las masas populares —que resistieron, se impusieron y dieron forma a la mentalidad de un continente que comparte más que un idioma— y se opusieron al invasor. Según Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1991), Quetzalcóatl se convirtió en un héroe moral, como Prometeo; ambos se sacrificaron por la humanidad, les dieron a los mortales las artes y la educación. Ambos representaron la liberación, aún cuando ésta fue pagada con el sacrificio del héroe. (Espejo, 107). Carlos Fuentes advierte este equivalente en dos pinturas del muralista mexicano José Clemente Orozco, una en Pomona Collage en Claremont, California y la otra en Baker Library en Dartmouth Collage, en Hanover. En la primera Prometeo simboliza el trágico destino de la humanidad y en la segunda Quetzalcóatl, el inventor de la humanidad que es exiliado al descubrir su rostro y deducir de él su destino humano, es decir, de alegría y dolor. Orozco sintetiza las dos figuras en un solo hombre pereciendo en la hoguera de su propia creación, en el Hospital Cabañas de Guadalajara (Mirror, 313).

A estas dos figuras mitológicas podemos agregar a Jesús, como el tercer dios-hecho-hombre. A diferencia de Prometeo y Quetzalcóatl, Jesús es el único sobreviviente como protagonista de una religión viva. Los otros dos, asumimos, permanecerán en el inconsciente o en la cultura —uno venido de la cultura popular americana y el otro de la cultura ilustrada europea— con la misma actitud, encarnada en los escritores comprometidos de la Guerra Fría o las revoluciones poscolonialistas, desde Ernesto Che Guevara hasta los teólogos de la liberación. Para estos últimos, fundadores de un movimiento teológico profundamente latinoamericano, el Jesús revindicado no es el institucionalizado por la tradición eclesiástica sino el Jesús primitivo que se hizo hombre para ayudar a la humanidad oprimida por la religión y el imperio de la época, el Dios-hecho-hombre que desciende a la humanidad para impregnarla del conocimiento que la rescatará de la esclavitud. Según el códice Vaticano, “y así Tonacatecutli —o Citinatonali— envió a su hijo para salvar al mundo…” como vimos, esta salvación es una penitencia y un autosacrificio. También para la tradición cristiana, Jesús es el único gobernante legítimo que, como Prometeo y Quetzalcóatl, es cruelmente derrotado como individuo y como circunstancia, pero esta derrota significa la promesa de un regreso y el establecimiento de una nueva era de justicia, precedida por el caos final, por la distopía.

Si en el ciclo humanista de la Literatura del compromiso la conciencia precede al compromiso (I) y ésta a la acción (II), en Quetzalcóatl la conciencia es posterior a la creación de la nueva sociedad (III) y del Hombre nuevo (IV). Tanto Prometeo como Quetzalcóatl son hombres-dioses derrotados, porque su rasgo humano impone un grado de imperfección y de injusticia por parte de los dioses superiores (Zeus, Mictlantecuhtli,Tezcatlipoca). En ambos, como en Jesús, el simbolismo de la sangre es central, porque es el elemento más humano entre los elementos del universo contra los cuales debe luchar permanentemente para sobrevivir, para ascender (Prometeo) o para evitar el caos, la destrucción final (Quetzalcóatl) de los otros elementos: el agua, el aire, la tierra y el fuego. Pero si los humanismos de Prometeo y de Quetzalcóatl tienen elementos en común, también se oponen, reproduciendo la cosmología mesoamericana de los opuestos en lucha que crean y destruyen: Prometeo desafía la máxima autoridad para beneficiar a la humanidad. La historia del humanismo, como vimos, a partir del siglo XIII europeo integra una conciencia histórica de progresión, igualdad y libertad en el individuo-sociedad que se opondrá de forma radical al tradicional paradigma religioso basado en la autoridad. El humanismo de Quetzalcóatl si bien significa un desafío a los dioses superiores e inferiores en beneficio de la humanidad, su destino está marcado por la fatalidad de los ciclos y por su propia dualidad. Las autoridades destructivas son reemplazadas por otra autoridad, el hombre-dios que periódicamente es derrotado por fuerzas superiores.

Es por esta razón que se produce una paradoja. Difícilmente una obra de los llamados “escritores comprometidos” podría enmarcarse dentro del dogma marxista, aún cuando muchos de ellos se identificaron con este pensamiento. A lo sumo, el marxismo se convierte en un instrumento de análisis o en un objetivo retórico, pero cada obra en sí cae fuera de un estricto materialismo dialéctico. Es más, lo contradicen, especialmente en su insistencia de los mitos americanos, de una cultura o un estado anímico que poco o nada tiene que ver con el proletariado industrial o con las promesas positivistas de la Modernidad. La formulación ideológica —con frecuencia el marxismo-leninismo— ha sido la parte más superficial de un espíritu trágico y epicúreo al mismo tiempo que responde a una conducta mucho más antigua y más vital y la oculta en un pesado manto de cientificidad.

No obstante, la realidad no es mero producto de una visión unilateral sino que es vista y realizada por distintos agentes. Que la cosmovisión de Moctezuma y Atahualpa favorecieran la conquista de Cortés y Pizarro no significa que Cortés y Pizarro sean agentes neutrales de la historia sino todo lo contrario: dos concepciones diferentes del mundo se adaptaron según los hechos ajenos y según las interpretaciones propias. La actitud del conquistador es la actitud del corregidor, institución que procedía de la Reconquista y se ejerció en la colonia. Los grabados de la época y las crónicas no son ambiguas: el corregidor tenía el poder social y lo ejercía con violencia física y moral. El corregidor creía o decía entender que el indígena se corregía moralmente con violencia al mismo tiempo que era explotado como un esclavo. Es decir, el opresor se justificaba por las deficiencias morales e intelectuales de sus oprimidos. A su vez, los oprimidos, y por extensión el continente, recibían esta moralización y la hacían suya. Juan Montalvo decía que los indios eran una raza deformada por la esclavitud. Palo que recibían palo que agradecían al amo (137). Esta actitud fue producto de la misma colonización o era propia del pueblo indígena de los tiempos prehispánicos. Es más probable esto último, de otra forma no se entendería la conquista realizada por un pequeño grupo de aventureros, desde México hasta Alto Perú sobre sofisticados imperios que incluían millones de personas. Si a una gran diferencia en números humanos se agrega el hecho de que los pueblos mesoamericanos se levantaban sobre la cultura de la guerra y la conquista, resultaría aún más incomprensible una conquista tan rápida y una resistencia tan prolongada. La respuesta debe estar en el sentido de las guerras mesoamericanas que, además de económicas, tenían un sentido ritual de sacrificio y autosarificio. El conquistado se representaba como fatalidad aún antes de la Conquista, como carne de sacrificio en espera de un ciclo mejor. Quetzalcóatl, no es un creador absoluto sino que participa en la creación. Su obra, como la de muchos dioses, está eternamente inacabada y su lucha es a favor de una nueva humanidad que logre engañar a los dioses del infierno que le impiden la felicidad plena. Pero Quetzalcóatl fracasa repetidas veces y el resultado de su lucha es la humanidad. Según David Carrasco, el mundo Mesoamericano se caracterizó por una gran ansiedad como consecuencia de dioses que no tenían la fuerza suficiente para mantener el cosmos en funcionamiento ni para completar su creación, por lo cual, para evitar o aplazar la destrucción final del mundo era necesario no sólo actuar sino entregar la existencia misma en sangrientos rituales. Por el contrario, Quetzalcóatl fue el dios-hombre creativo que surge de la cultura Tolteca y se expande por toda Mesoamérica. Destructor y creador de las Eras del mundo, no sólo no requirió sacrificios humanos sino que se convirtió en hombre para bajar de los cielos en ayuda de las creaturas imperfectas (Carrasco, 102). Pero Quetzalcóatl era un dios humano, con triunfos y fracasos. Creó una concepción nueva del mundo y, en su apogeo, se retiró hacia el Este, prometiendo volver. Es comprensible que todo un continente esperase su regreso para poner fin a la furia del cosmos. Pero Cortés no era Quetzalcóatl y los amerindios tardaron pocos días en descubrirlo. El falso Mesías era otro azote del Cosmos que recibieron con resignación y sacrificio, siempre a la espera del regreso del verdadero. Esta memoria del fuego fue combatida durante siglos con el fuego del conquistador. No desapareció sino que se refugió en las profundidades del inconsciente colectivo. En su lugar, como sobre los cimientos de los templos antiguos, se levantaron las iglesias, se levantó la conciencia intelectual de la América criolla: el ritual católico de la colonia y el humanismo ilustrado de los inventores de las nuevas repúblicas. José Mariátegui reconocía que “los dominicos se instalaron en el templo del Sol, acaso por cierta predestinación de orden tomista, maestra en el arte escolástico de reconciliar el cristianismo con la tradición pagana. La iglesia tuvo así parte activa, directa, militante en la Conquistas” (170). Pero en el siglo XX Prometeo y Quetzalcóatl, en una dualidad creadora y destructora, aparecerán en la cultura popular en la literatura ilustrada.

La Literatura del compromiso integra estas dos herencias históricas: es, al mismo tiempo, una literatura humanista (prometeica) y una literatura trágica, cuyo signo del sacrificio no es el llanto sino la alegría por la plenitud de lo humano: el individuo unido al Uno del pueblo. Es el sacrilegio del desafío divino, la hermandad contra la autoridad ilegítima. Pero no es la negación de cualquier autoridad, como en el humanismo radical. Hay una autoridad moral para el pueblo amerindio, la autoridad que es capaz de crear una nueva humanidad más justa y fraterna —la autoridad legítima de Quetzalcóatl-Viracocha.

Por el sacrilegio de entregar a los hombres el fuego de la verdad —uno en desmedro del poder de los dioses, el otro en desmedro del poder de los césares— tanto Prometeo como Jesús sufren la tortura del lento desangrado. Quetzalcóatl, el otro dios-hombre, no sufre el desangrado pero su tortura es moral: es el único de los tres cuya alusión al sexo es directa y significa un pecado —el incesto— propio de los humanos. Las tres divinidades descendidas en la naturaleza humana prometen el regreso. Prometeo engaña a Zeus, el dios que ejerce su poder como un tirano arbitrario. Jesús es traicionado —si el hijo de Dios no puede ser engañado, para el hombre la traición se produce tras el engaño—. Quetzalcóatl es traicionado por los otros dioses que le revelaron su rostro humano. Jesús como Quetzalcóatl son sustituidos por falsos Mesías. La usurpación de Hernán Cortés es doble: arrasa aldeas enteras en nombre de Jesús mientras es visto como Quetzalcóatl que regresa. Tampoco debe ser casualidad que el sexo y la tradición mítica de Malinche sean recordados con toda la fuerza generadora del símbolo histórico. El sexo no representa la unión sino la violencia del conquistador. “Por la justicia no se asimiló el español las razas conquistadas, sino por el sexo ineludible” (Martí, Sociedad, 240). De este encuentro sexual que incluye la guerra pero no el amor, nace otra vez la nueva humanidad. Esta vez no es Quetzalcóatl que regresa, sino un impostor. La autoridad y la realidad son así doblemente ilegítimos. Sólo el regreso del verdadero dios-hombre y su sacrificio podrán remediarlo. Otros personajes míticos de la cultura mesoamericana comparten las características de Quetzalcóatl. Kukulcán, por ejemplo, domina la vida cultural en Chichén-Itzá en el siglo X y “desaparece después en forma semejante a la de Quetzalcóatl” (Rueda, 33).

Si vamos más lejos aún, al otro gran imperio americano, el inca, encontraremos a Viracocha, dios que poseía múltiples representaciones y, probablemente, múltiples formas de ser. Pero la dualidad es común y se puede resumir, al igual que el dios mesoamericano, en (1) un dios superior, creador del Cosmos y (2) un dios humano, un dios ordenador del caos del mundo. Como Quetzalcóatl, Viracocha abandona a su pueblo marchándose hacia el océano, pero no hacia el Oriente sino hacia Occidente con la promesa de volver. Viracocha no es un dios único y creador sino “el que señala el lugar adecuado para cada cosa y el momento en que cada uno lo debe ocupar” (Burga, 126), es decir, una suerte de gran arquitecto y, al mismo tiempo, el gobernante legítimo.[14]

Por su parte, Viracocha en Perú aparece con la misma dualidad de Quetzalcóatl, siendo al mismo tiempo creador del mundo (salido del lago Titicaca) y “héroe cultural”. Como en la cosmogonía mesoamericana, la creación no es única sino que está precedida de intentos fallidos. Después que Wira-Kocha crea el mundo y “ciertas gentes”, en una segunda aparición convierte a esta gente en piedras. Crea el Sol, la Luna y un arquetipo de seres humanos en diferentes lugares de la tierra. Luego se retira hacia el océano y desaparece (Burga, 127). Como en Mesoamérica, el mundo antiguo del Perú se construía y destruía por la oposición de dos fuerzas en lucha. En la capital del imperio inca los combates rituales consistían en enfrentamientos de jóvenes. Era, “la oposición ritual de dos mitades, hanan y hurin, que conformaban la ciudad de Cuzco. Estos combates formaban parte de la ceremonia de Kamay, vinculada a la agricultura del maíz y la legitimación de las noblezas indígenas” (44).

Las tragedias de Moctezuma y la de Atahualpa también son paralelas, aunque los separen miles de quilómetros y diez años. Los une una cosmogonía similar, el sentimiento de la ilegitimidad de sus poderes y, como consecuencia, la misma historia de derrota.

Al morir Huayna Cápac, el imperio inca quedó dividió en dos hermanos: al norte en Quito, en manos de Atahualpa, y al sur en Cuzco, en las de Huáscar. Pero Atahualpa entra en guerra con su hermano y lo derrota. Como los aztecas en México, los incas formaron un imperio sobre distintos pueblos andinos. Cuando Pizarro llega a Perú, el imperio estaba dividido por luchas fraticidas (61). Esta misma idea del poder cuestionado por el oprimido pero también por quien lo ejerce, se acentúa con la disputa de Atahualpa sobre su hermano, ante él y ante los habitantes de la gran capital, Cuzco. “Atahualpa, después de tres años de luchas intestinas, se encontraba a punto de celebrar su triunfo y de ir al Cuzco para recibir las insignias reales, pero las noticias de la llegada de los españoles las recibe en Huamachuco y de ahí decide ir a Cajamarca para la entrevista con los recién llegados (61).

Poco hacía que Atahualpa se había convertido en la autoridad máxima cuando comenzaron a llegar signos inquietantes. Cada uno, como el paso de un cometa, eran anuncios para Atahualpa de una catástrofe. Coincidentemente, los mensajeros del imperio comienzan a llegar con noticias de Viracocha, que regresa por el mar. “Huamán Poma indica, lo que ha podido ser una idea consensual en las creencias campesinas de su época, que a la muerte de Huayna Cápac y durante sus funerales en el Cusco se descifró la profecía que había sido mantenida en secreto durante muchas generaciones: unos hombres vendrían del mar (cocha) a conquistar el imperio” (Burga, 58). “De aquí muy potablemente se derivan todas las versiones, empezando con los quipocamayos de Vaca de Castro, en los cuales los indígenas consideran que la llegada de los españoles significaba el regreso de los dioses” (59). Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América Latina (1971) recuerda y de alguna forma confirma la profecía popular según la cual los mismos incas que quisieron aprovecharse de la plata de Potosí se encontraron con una advertencia quechua: “no es para ustedes; Dios reserva esas riquezas para los que vienen de más allá” (Venas, 31).[15]

Los mensajeros del imperio inca “decían que había llegado a su tierra ciertas personas muy diferentes en nuestro hábito y traje, que parecían Viracochas, que es el nombre con el cual nombramos antiguamente al criador de todas las cosas” (Burga, 59). Ahora Viracocha realiza la marcha opuesta al sol y a la dirección de la civilización, “es una marcha de castigo” (132). El 5 de enero de 1533 Hernando Pizarro llega a la “mezquita” de Pachacámac y cuida de “profanar públicamente el santuario y desacralizarlo” (70). El soldado analfabeto, “pensando más en sus obligaciones militares y en el acopio de metales preciosos, no se interesó en los rituales, sino que más bien —como buen soldado del siglo XVI— se dedicó a crear lazos de obediencia con los jefes étnicos de la costa central” (70). Enterado del regreso de Viracocha, Atahualpa espera a los hombres-dioses en Cajamarca y los recibe. Los españoles no encontraron ninguna resistencia militar. “Todo lo contrario, reincidieron en su comportamiento ritual, cantos y danzas para celebrar la llegada de los extraños visitantes” (71). En un atardecer, en una confusión que no duró más de media hora, Pizarro y sus hombres atacan la plaza central y capturan a Atahualpa. Poco después deciden ejecutarlo en el garrote, el 26 de julio de 1533, con la excusa de castigar al asesino de Huáscar, el legítimo emperador, y prometen devolver el poder a la antigua nobleza. Según Burga, hubo una “abierta satisfacción de las noblezas cuzqueñas por la ejecución de Atahualpa” (72). Pizarro designa sucesor a Tupac Huallpa. Luego a Manco Inca, descendientes de Huayna Cápac.

Los españoles difundieron el rumor de que el cuerpo de Atahualpa había sido incinerado luego de su muerte. De esa manera, dice Burga, procuraban desterrar las esperanzas mesiánicas que parecían despertarse entre los nativos. Curiosamente, estas esperanzas “aparecían como un sentimiento popular, más que como una actitud de las noblezas indígenas” (79). Según la versión de Huamán Poma de Ayala, quien recoge la tradición oral, no las crónicas que él conoció, afirma que a Atahualpa le cortaron la cabeza por orden de Pizarro. “Se completa así un ciclo de deformaciones indígenas sobre la muerte del inca en Cajamarca y se deja abierta la posibilidad al nacimiento de un nuevo ciclo de esperanzas mesiánicas” (81). Según Burga, esto responde al mito, pero también a la necesidad mítico-política (81).

Al mismo tiempo, los dioses andinos “se vuelven falibles y en consecuencia mentirosos” (58). Atahualpa en su cautiverio acusa a Pachacámac de fallar cuando anunció que su padre Huayna Cápac sanaría y sin embargo murió. Los dioses pierden credibilidad y los indígenas recurren a lecturas apocalípticas de los hechos (58). Huamán Poma de Ayala se declara cristiano pero insiste en marcar la diferencia moral basada en la codicia, como defecto principal, que lleva a la destrucción del mundo. Dirigiéndose a los lectores españoles, escribe: “ves aquí en toda la ley cristiana no he hallado que sean tan codiciosos en oro y en plata los indios, ni he hallado quien deba cien pesos ni mentiroso, ni jugador, ni perezoso, ni puta ni puto […] y vosotros tenéis ídolos en vuestra hacienda, y plata en todo el mundo” (Burga, 265).

Tanto incas como aztecas adaptaron su mitología con propósitos políticos. Pero es probable que, como los atenienses de Pericles, consideraran válido y de derecho tomar por la fuerza aquello que otros querían tomar por la justicia cuando la fuerza no estaba de su parte. Todas estas actitudes son contrarias el humanismo prometeico. Pero, por otro lado, tanto en el caso inca como en el azteca, la ilegitimidad cósmica de su poder es una conciencia insuperable y lleva a ambos a la renuncia y a la ruina. Subsiste la idea de que el poder no es mera cuestión de fuerza sino de moral, aunque sea una moral discutible por otros pueblos y otras mentalidades. Tanto Atahualpa como Moctezuma sufren de la mala conciencia de su poder ilegítimo y por eso son derrotados. Los españoles no tienen esta mala conciencia. Según Américo Castro, la creencia de ser “pueblo elegido” llevó a españoles y portugueses a las empresas ultramarinas en el siglo XVI (Castro, 115) y después a la ruina (79, 103, 105). Sin embargo, esta idea que equipara el oro al favoritismo de Dios será propia de la ética calvinista, no de la católica España. Pero la motivación de riquezas rápidas en el Nuevo Mundo nunca dejan de ser una prioridad en las acciones de los conquistadores. Las repetidas invocaciones a la evangelización aparecen en segundo lugar y pueden leerse como justificaciones morales de objetivos entendidos como pecados capitales por la tradición cristiana. Tanto Cortés como Pizarro, resuelven su mala conciencia —basada en la codicia y la necesidad de fama— con la adaptación de la religión a sus acciones, no de sus acciones a la religión o a su conciencia, como lo muestra Cortés en sus años de madurez. Es decir, aunque motivados por la religión, quizás como atenuante moral, no son creyentes en el grado que lo eran los pueblos amerindios.[16]

Los incas y otros pueblos sometidos por los españoles, comenzaron a comprender que los hombres-dioses no podían ser dioses, ya que carecían de las virtudes morales del gobernante legítimo. Su mayor defecto, la ambición de riquezas. Según Inca Gracilazo de la Vega, los indígenas comprendieron que los españoles “no eran dioses, sino simplemente hombres y, más aún, que eran la misma encarnación de zupay, demonio” (82). Burga cita a Huamán Poma que ve los defectos del conquistador de esta forma:

Cada día no se hacía nada, cino todo era pensar en oro y plata y riquezas de las indias del Piru. Estaban como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juicio con la codicia del oro y la plata. A veces no comía con el pensamiento de oro y plata. A veces tenían gran fiesta, pareciendo que todo oro y plata tenían dentro de las manos. (82)

Eduardo Galeano recuerda una anécdota de Humboldt que, en 1802 demostraba la persistencia del oro-pecado entre la población indígena. Astorpilco, un descendiente de incas, “mientras caminaba le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. ‘¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?’, le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: ‘Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso. Si tuviésemos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño’” (Venas, 70). Otra historia popular cuenta, según Carlos Fuentes, que José Gabriel Condorcanqui —Tupac Amaru— en 1780 se rebeló contra la autoridad española, capturó al gobernador y “puesto que los españoles habían demostrado semejante sed de oro, Tupac Amaru […] lo ejecutó obligándole a beber oro derretido” (223). Abusando del mismo simbolismo, en 1781 los españoles diseñaron al rebelde una muerte ejemplar, cortándole la lengua primero —quitándole la palabra—, tratando luego de despedazarlo tirando en vano de sus extremidades por cuatro caballos, hasta que decidieron degollarlo. Luego cortaron manos y pies debajo de una horca inútil. Al igual que Eduardo Galeano, Juan Gelman, en Exilio (1984), entiende que “Europa es la cuna del capitalismo y al niño ese, en la cuna, lo alimentaron con oro y plata del Perú, de México, Bolivia, Millones de indios americanos tuvieron que morir para engordar al niño” (39). El pecado nace de la sangre del indio y crece, como los dioses españoles llegados del mar, comiendo oro y plata.

Una de las tesis centrales de Las venas abiertas de América Latina puede resumirse en una frase que establece una continuidad del ritual profano que produce el sangrado: “Cuánto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea” (94). En 1957, en Colombia, “el baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?” (Venas, 164). Para América Latina, la profanación principal, subyacente en la tradición narrativa, escrita y oral, ha sido la venta de sangre, la desacralización del sacrificio por la explotación materialista. Quienes entienden al beneficio económico como objetivo y principal motor de cualquier empresa, no podrán comprender aquello que llamarán irracionalidad de un pueblo salvaje. Por otra parte, este pueblo no ha articulado aún un pensamiento propio que considere este factor interior, reemplazándolo históricamente con ideas europeas, como el liberalismo en el siglo XIX y el marxismo o el neoliberalismo en el siglo XX. En 1968, Mario Benedetti entendía que “el desarrollo no es en sí mismo una calidad moral. […] el mundo del subdesarrollo (que es a su vez víctima y dividendo del mundo desarrollado) no sólo debe crear su ética en rebeldía, su moral de justicia, sino también proponer una autointerpretación de su historia” (Revolución, 57). En el siglo XX, la desacralización del mundo material, la explotación de la tierra, la fiebre del oro, estarán resumidos en la cultura popular que se produce en el centro del capitalismo mundial. El análisis de Ariel Dorfman sobre El pato Donald de Walt Disney, además de revelar los valores ideológicos de la historieta revela el punto de vista histórico latinoamericano: el mundo colonialista de Disney no sólo cumple con una función opresora, sino que además representa la desacralización del cosmos: la ambición del oro, representada hasta su extremo en Tío Rico, que trivializa la vida humana y hace de la naturaleza un mero objeto de explotación. Se excluye el amor, observan Ariel Dorfman y Armand Matterlart. La concepción de la existencia está basada en la desacralización y la trivialización, resumida en el siguiente diálogo. “‘¡Bah, el talento, la fama y la fortuna no lo son todo en la vida’” —dice Donald—. ‘¿No? ¿Qué otra cosa queda?’, preguntan Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: ‘Er… Humm… A ver… Oh-h’” (Donald, 29). En su libro Persona non grata (1973) el chileno Jorge Edward recuerda a Fidel Castro en la Universidad de Priceton y más tarde el ofrecimiento de un millón de dólares por parte de un productor de Hollywood por la odisea del Granma y de Sierra Maestra. Fidel rechazó diciendo que no le interesaba el dinero. Eso revela, dice el autor, la actitud norteamericana ante al Revolución cubana (Persona, 37). Para quienes defendieron la Revolución, la anécdota revela la actitud revolucionaria ante la cultura materialista del mercado. Se decía que Ernesto Guevara firmaba los nuevos billetes cubanos simplemente “Che”, como una forma de desdén al valor material del dinero. De forma explícita lo puso en un discurso: la sociedad revolucionaria todavía no había alcanzado el estado de liberación del salario y el orden derivado de la circulación del dinero (Obra, 143).

La prueba de la trascendencia metafísica, psicológica y social de Quetzalcóatl-Viracocha en el siglo XVI se demuestra con la misma vulnerabilidad de los mayores imperios de las Américas. Ambos imperios, guerreros y numerosos, fueron sometidos a manos de un puñado de aventureros en busca de fama y riquezas. El trauma histórico no es menor, pero la ruptura con la tradición metafísica no se produce. Por el contrario, se ejercita una nueva sustitución y un nuevo encubrimiento. Como anotaba Leopoldo Zea (91, 141), todo en América se solapa con la nueva cultura: los ritos toman el lugar de antiguas supersticiones, las iglesias son construidas sobre antiguos templos (más tarde la copia francesa y anglosajona se extenderá como un manto sobre los proyectos de las nuevas repúblicas).[17] Pero de la misma forma que la impronta de moros y judíos sobrevive la limpieza étnica y cultural desde Fernando e Isabel hasta Francisco Franco, de igual forma los ritos, el arte y los mitos más profundos de la América precolombina sobrevivirán en el continente mestizo.

En esta cosmología, la muerte del mártir se convierte en victoria moral y, por lo tanto, en memoria y ejemplo contra el poder ilegítimo por la codicia. Incluso un emperador cuestionado como Atahualpa se convertirá en ejemplo de resistencia, como más tarde, una vez derrotado el ambicioso imperio español en el contexto mundial, “lo hispánico” resurgirá como la fuerza contraria al materialismo norteamericano. El oro, otra vez, al ser desacralizado se convierte en el símbolo del mayor pecado. La sangre de América Latina se convierte en mercancía y, por lo tanto, en el mayor sacrilegio, en el defecto moral de oprimidos y opresores. Resistir este pecado es un mandato moral y se mide con un sacrificio que a veces llega al ofrecimiento de la sangre propia. Un poeta cuya militancia lo llevó a la muerte, como Francisco Urondo, había revelado este sentimiento en sus versos: “nada / nos hará retroceder: le tenemos más miedo al éxito que al / fracaso” (Poética, 262).

 

4.3Ernesto Che Guevara

Según Nietzsche, una de las máscaras de Dionisos es Prometeo (98). En la América prehispánica, Quetzalcóatl es uno y múltiples seres, es hombre y es divinidad engendrada por su padre siete años antes de nacer.[18] A nuestro juicio, una de las múltiples máscaras de Quetzalcóatl es Ernesto Che Guevara. Otras están dispersas por la América mestiza como el coro trágico que en el antiguo teatro griego podía considerarse como la conciencia del héroe o, mejor, como el inconsciente colectivo del público. El Che, como mito —podemos considerar al mito como una unión, original e indisoluble, entre cosmogonía, ética y estética—, responde a los patrones de Quetzalcóatl. En este estudio veremos que ese patrón se puede generalizar al resto de la cultura latinoamericana. En nuestro caso, lo haremos a través de la Literatura del compromiso de un período concreto. La elección no es arbitraria; es posible que este tipo de actitud —traducida en ideológica— sea la característica de la tradición popular que ve el mundo desde un espacio mítico particular, como cualquier otra cultura, antigua o moderna.

La canción más célebre que identifica la figura de Ernesto Guevara fue escrita por Carlos Puebla en 1965, poco después que Fidel Castro leyese la carta de despedida del Che al pueblo cubano. “Aquí se queda la clara / la entrañable transparencia / de tu querida presencia”, exaltan sus versos, lo que equivale al canto de quienes vieron marchar a Quetzalcóatl: “partes de tu querido pueblo, donde viniste a gobernar”, pero “tu nombre nunca será olvidado” (Carrasco, 64). El nombre, la presencia del héroe ausente, es la pérdida y el legado emocional de un destino inevitable que terminará en una catástrofe. La instauración del caos será también el fin del Quinto Sol y su renovación. Desde la perspectiva amerindia, Ernesto Che Guevara, el hombre y el mito, significan un sacrificio sagrado: la sangre es vertida para reparar el orden cósmico, el mundo profanado por el oro, la ambición del capital. El Che, por su ideología marxista y por la tradición del marxismo-leninismo, es ateo o su épica no se corresponde con la del mártir cristiano, como se ha repetido muchas veces. Pero su sacrificio tiene un fuerte valor trascendental: el pueblo, la humanidad redimida, es decir, el cosmos amerindio que carece de un paraíso metafísico opuesto al demoníaco mundo material de la tradición cristiana.

Aunque la idea del Hombre Nuevo de Ernesto Che Guevara y los revolucionarios de su época procede de la tradición humanista de Europa, podemos ver que ya existía en la cultura mesoamericana desde mil años atrás. Las similitudes de la Revolución cubana con la peripecia cósmica e histórica de Quetzalcóatl son evidentes. Ernesto Che Guevara reproduce el monomito de Campbell, desde su nacimiento marcado por el rescate de una muerte temprana, en un hogar unido por los opuestos sociales de la época hasta su viaje iniciático, en el descenso a los infiernos (como por ejemplo su primer encuentro con el leprosario de San Pablo, en Perú) y su nueva conciencia al final del viaje. Al final de sus Diarios de motocicleta (1952), el joven vagabundo reconoce que “el personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí” (Diarios, 52). Pero como en el arquetipo, y como el mismo Quetzalcóatl, el Che no es reconocido como hombre común del pueblo y menos como un proletario. Desde su primer viaje por América Latina, la prensa Chilena los reconoce con el prestigio de dos médicos investigadores y la población indígena los inviste del prestigio que desde principios de siglo llegaba del Río de la Plata. En un rancho en Perú profundo, conversan con un matrimonio de “cholos” que le revelan una imagen sobrevalorada de Argentina: “Según ellos, venidos nada menos que de la Argentina, el maravilloso país donde vivían Perón y su mujer, Evita, donde todos los pobres tienen las mismas cosas que los ricos y no se explota al indio, ni se le trata con la dureza con que se lo hace en estas tierras (Diario, 134). Es decir, Ernesto Guevara se encuentra de lleno con el histórico drama indígena y se encuentra con el Che.

Como Quetzalcóatl, será el hombre blanco, barbado y de ojos claros que algunos años después llegará del mar a una tierra amerindia o afrocaribeña. Es el extranjero que vuelve para reclamar un derecho original —el derecho que procede de la historia humanista— e impone una revolución social y un orden rígido. Como Moctezuma, Batista[19] abandona el poder ilegítimo y lo deja en manos de aquel que regresa del mar (Fidel Castro) y es investido con todo el simbolismo de la Sierra Maestra: ocho hombres derrotan a la fuerza máxima de la isla (Tenotchitlán). Guevara es el dios violento que, como Quetzalcóatl, mata a sus predecesores y establece un nuevo orden social en nombre de una nueva moral y de la creación del Hombre Nuevo. Aunque para la historia intelectual esto no sea así, el mito del Che es entendido más tarde como el hombre-dios que organiza un nuevo gobierno e impone una autoridad legítima. Finalmente, es también el hombre-dios que, en el apogeo de su gobierno, abandona al pueblo que lo llora en canciones (“Hasta siempre, comandante”) pero promete volver en otros nuevos hombres. En el Año de la agricultura, escribe en la carta de despedida del pueblo cubano, “dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor […] y dejo un pueblo que me admitió como un hijo” (Sorel, 81).

El paralelo simbólico no es perfecto, porque la realidad está movida por el mito o el arquetipo pero no determinada por él en todas sus contingencias. Por ejemplo, Quetzalcóatl decide abandonar al pueblo que lo adopta por una traición de los otros dioses que le demuestran que no es un dios perfecto sino que tiene un rostro humano. En otras versiones esta traición está acentuada por la razón de que sus cambios son demasiado radicales, como prohibir el sacrificio periódico de seres humanos. La traición al Che Guevara aparentemente no se produce en Cuba sino en Bolivia. Sólo si transfiriésemos el rol simbólico del pueblo cubano al pueblo boliviano o latinoamericano en general podríamos hacer coincidir esta traición en el seno del pueblo de adopción. De cualquier forma, el Che, Quetzalcóatl, el hombre-dios de barba, ojos claros y cara pálida en tierra amerindia, es derrotado por otros dioses más fuertes. Estos dioses representan las fuerzas reaccionarias que procuran el reestablecimiento del sacrificio humano, la sed de sangre bebida de las venas abiertas de América Latina. Su cuerpo es mutilado y expancido, pero el hombre-dios renace al cuarto día.[20] Como el agave  —o maguey, planta central en la mitología mexicana— que florece una sola vez en la vida para morir y de esa forma multiplicarse sobre la tierra.

Esta doble corriente, la humanista y la amerindia, convergiendo en la figura de Ernesto Che Guevara está implícita en la percepción poética de Cristina Peri Rossi, desde su exilio de Barcelona: “Esta noche, Ana María / yo te hablaré de tupamaros / y de sus epopeyas de justicia / y tú pensarás ‘esa revolución ya la hicieron los franceses en 1789” (Poesía, 349).

Luego recuerda a Tupac Amaru, Hernán Cortés y el exterminio de la raza nativa americana, para dirigirse a su amiga, la editora Ana María Moix:

Vosotros exterminasteis a su raza

dado que no podíais vivir sin oro […]

…llegó a oídos de otro indio llamado Che Guevara

al que intentaron en vano seducir con un contrato de la MGM

pero era un indio terco… (360)

Uno de los personajes de Jorge Edwards en Los convidados de Piedra (1976) hace una síntesis de la perspectiva de la clase burguesa chilena, integrando prejuicios coloniales, el inevitable elemento marxista y la cicatriz cultural de la antigua violencia contra el indígena americano: “al día siguiente en la tarde, cuando todos los viejos hablaban del vergonzoso acto de vandalismo de la noche anterior, atribuido al resentimiento inconmensurable de los rotos de Mongoví, víctimas del veneno del odio de clases y del ancestro mapuche que les brotaba hasta las orejas, no había más que verlos…” (Convidados, 57). El factor indígena, como reivindicación o desprecio tradicional, articula la visión histórica más allá de su real exitencia. Lo real, aquí, es el concenso entre los mismos adversarios ideológicos.

De la misma forma que se entiende el culto a la virgen de Guadalupe y del catolicismo en América Latina como una adaptación de los cultos a las diosas madres de la América precolombina, se puede entender la propensión de un pueblo a la fatalidad y a la rebelión, al caos y el sacrificio, a la estimación de la autoridad y el sacrificio de los dioses, representado por la tendencia de aceptar aquellos aspectos de Prometeo y de Jesús que coinciden con Quetzalcóatl: el sacrificio del héroe por el pueblo, el desafío a los dioses en beneficio de la humanidad, la aceptación de la derrota como fatalidad cíclica, el progreso y la vuelta al origen. Pero falta un elemento opuesto que alimenta este ciclo dinámico de creación y destrucción, justicia e injusticia, triunfo y derrota, opresión y liberación: el pueblo que recibe el fuego del dios rebelde, no deja de tener fe —aunque fe negativa— en los dioses superiores que castigarán al benefactor de la humanidad. Es el ciclo de obediencia y desobediencia, de aristocracia y democracia, de militarismo y resistencia militante, de la lucha por el poder supremo y, al mismo tiempo, la ilegitimidad de todo poder. Prometeo y Quetzalcóatl son movidos por causas de alta moral humanística, pero, por esa misma razón, por ser una causa humana, fracasan como los héroes latinoamericanos: Bartolomé de las Casas, Tupac Amaru, Sor Juana, Simón Bolívar, José Artigas, Sandino, Eva Perón, Ernesto Che Guevara, Roque Dalton, o personajes literarios como Martín Fierro de José Hernández, Tabaré de Zorrilla de San Martín, Ariel de J. E. Rodó, Pablo Castel y Alejandra Vidal Olmos, de Ernesto Sábato, Martín Salomé y Ramón Budiño de Mario Benedetti, Ana Terra de Érico Veríssimo, todos los personajes principales de Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y Andrés Rivera, etcétera.

Esta dinámica es formulada, curiosamente, por una película de Hollywood que dramatiza la conquista en las Misiones jesuíticas. The Mission (1986) se construye por la lucha de dos pares de opuestos: los indios —representados como el buen salvaje— y los imperios portugués y español, vanguardias de una civilización en lucha por el dominio político de la tierra virgen. Como resultado de su codicia sin escrúpulos, los imperios corrompen el Nuevo Mundo y, finalmente, lo masacran. La iglesia católica es la institución que justifica esta empresa o reconoce la injusticia de forma pasiva y cómplice, a través del cardenal. Enmarcados en la posterior tradición de los teólogos de la liberación, dos sacerdotes jesuitas luchan por el Evangelio y la dignidad del pueblo indígena con métodos diferentes. Uno, el padre Gabriel, es el sacerdote que se mantiene inalterable en su fe y en su psicología hasta su muerte final. Esta persistencia interior lo excluye como héroe trágico. Por el contrario, el otro, don Rodrigo, es un traficante de esclavos que, luego de asesinar a su hermano, purga su pecado convirtiéndose en sacerdote y beneficiario de los indígenas. Rodrigo Mendoza, protagonizado por Robet de Niro, representa el ala combativa que se opone a ambos imperios. Su fotografía con una espada desafiante en un fondo selvático, mezcla de monje y guerrillero, es el distintivo de la película. Las simpatías del público también están con este mártir que morirá luchando. Su resistencia al frente de un grupo de nativos desnudos, enfrentados a la resolución de dos imperios mundiales, a la complicidad de la Iglesia oficial y a un ejército superior en armas de fuego, posee todos los elementos trágicos de la odisea de Ernesto Guevara. La imagen final de derrota de Rodrigo, de agonía y muerte, también reproduce de una forma perfecta la última fotografía del Che muerto. Es similar el rostro barbado que mira con la cabeza apenas inclinada; es similar el ángulo de la cámara que toma a de Niro y la de Freddy Alborta que tomó la imagen en el lavadero de Vallegrande en 1967. Gabriel, el padre misionero que opta por la no violencia también es derrotado, y este final sangriento se prolonga por una tensa agonía del rebelde Rodrigo, y representa el clímax dramático, pictórico y musical de la película. Rodrigo termina de morir al ver que la otra opción de la lucha, la opción pacífica del cristiano, también es derrotada. Pero sus ojos son los ojos del público. Aunque en esta película el pueblo indígena es presentado con una visión exterior, propia de la visión europea, su trágico final se adapta más a las expectativas estéticas de Amétrica Latina que a las de Hollywood. El final trágico, la victoria moral de la derrota, es opuesto al happy ending de la cultura angloamericana pero del todo coincidente con las expectativas trágicas del continente amerindio. La última imagen de de Niro agonizando y siendo testigo del Apocalipsis final de la Misión, de la derrota del dios llegado desde afuera pero legítimo en su autoridad ordenadora del caos, es la natural derrota de Quetzalcóatl-Viracocha. Es siempre una derrota inevitable y, al mismo tiempo, regeneradora: el niño indio que más presencia había tenido en la película, luego del fuego destructor, toma un violín hundido en el agua y lo lleva a la canoa donde espera una niña india. El niño (Bercelio Moya) parte hacia algún lugar conduciendo la canoa, es decir, la nueva humanidad hacia la utopía. Aunque la película cierra con una reflexión arrepentida del cardenal y unos versículos bíblicos, el sacrificio tiene un significado diferente al de Jesús: es una herida que sangra en la oscuridad, es una derrota que todavía se encuentra en disputa y, por lo tanto, el valor estético se entrelaza con el valor ético y se convierte en objeto ideológico de lucha.

En el mismo sentido, Ernesto Che Guevara integra una mente prometeica y el corazón de Quetzalcóatl. Su pensamiento, su espacio intelectual, están definidos por una corriente moderna de raíz iluminista: el marxismo. El marxismo puede ser entendido como un humanismo o como un antihumanismo por lo que tiene de determinista. Pero en Guevara predomina una concepción humanista, no por sus valores morales sino porque entendía que era esta dimensión, la moral, y no los simples cambios estructurales el motor del cambio social y, por ende, de la historia. Lo cual es una perspectiva antimarxista que se destaca en casi todos los intelectuales latinoamericanos del siglo. Su autosacrificio es por la creación del Quinto sol, el Hombre nuevo. Como en la cosmogonía amerindia, desde la azteca a la maya de Popol Vuh, la creación de la humanidad es precedida por intentos fallidos. Luego de cada fracaso, los dioses destruyen sus creaciones y la vuelven a crear en un estadio superior de virtudes. El Hombre nuevo puede ser visto desde este punto de vista revolucionario, más que como producto de una evolución gradual del humanismo prometeico.

La desacralización del cosmos por el conquistador es comprensible en la cosmogonía cristiana: el mundo está dividido en dos: el mundo de los cielos y el mundo sublunar —obra del demiurgo—, alma y cuerpo, virtud y pecado. Una pertenece a Dios, la otra al Diablo. Para el conquistador el oro sólo es un instrumento de riqueza, el instrumento del César para servir a Dios (en sus cartas, Carlos V era llamado César por Hernán Cortés), pero un instrumento que no se mezcla con el reino de los cielos. “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. Luego no importa si el medio se convierte en fin después de una fervorosa y prolongada práctica. El fin, Dios, permanecerá siempre en el discurso legitimador. Por el contrario, para la cosmología amerindia, el Cosmos era uno. Su dualidad se refiere a un conflicto creador y destructor, pero no a dos espacios diferentes, el cielo y el infierno o el mundo celestial y el mundo terrestre. El alma no era individual sino que los individuos eran parte del alma cósmica, la naturaleza. La desacralización del oro y el fuego, la sangre y la tierra comienzan a ser vistas como obras de los dioses usurpadores. La injusticia sobre los cuerpos quedará grabada en la retina, pero el ultraje al Cosmos quedará como una herida siempre abierta en la cosmología amerindia. La historia de Tupac Amaru haciendo beber oro líquido al gobernador, continúa esta venganza. El oro católico, el capital protestante, son los símbolos de la ambición, el paradigma de la antimoral amerindia. En 1969, Mario Benedetti, revelando una dicotomía que separa el Norte desarrollado del Sur colonizado, sintetizó esta idea en los siguientes versos:

dejennós la pobre vida

guárdense la rica muerte. (Aquí, 34)            

El oro, el capital y su motor, la ambición, representan la muerte. La insistencia de la necesidad del estímulo moral sobre el estímulo material de Ernesto Che Guevara, es una contradicción para un marxista ortodoxo tanto como para un capitalista, pero es consecuente con un revolucionario latinoamericano cuya primera palabra moral es dignidad y el primer pecado es la ambición egoísta que para Adam Smith y el mundo que se deriva de su paradigma representa la mayor virtud colectiva. Y este reestablecimiento del orden justo del cosmos debe ser realizado o promovido por Quetzalcóatl: el instrumento de movilización de las masas “debe ser de índole moral” (Obras II, 13) pero debe estar guiado por una elite, porque “el grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado que la masa; ésta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente” (15). Esta idea de “avanzado” la proporciona el humanismo europeo y, sobre todo, aquel que se basa en la idea de progreso de la historia hacia un orden social justo a través de la liberación. Liberación de la esclavitud, liberación de la desacralización del oro y la explotación del capital.

No se trata de cuántos kilogramos de carne se come o de cuántas veces por año se pueda ir alguien a pasearse en la playa, ni de cuántas bellezas que vienen del exterior puedan comprarse con los salarios actuales. Se trata, precisamente, de que el individuo se sienta más pleno, con mucha más riqueza interior y con mucha más responsabilidad. El individuo de nuestro país sabe que la época gloriosa que le toca vivir es de sacrificio; conoce el sacrificio. Los primeros lo conocieron en la Sierra Maestra y dondequiera que se luchó; después lo hemos conocido en toda Cuba. Cuba es la vanguardia de América y debe hacer sacrificios porque ocupa el lugar de avanzada, porque indica a las masas de América Latina el camino de la libertad plena. (Guevara, Obras II, 24)

El peruano Manuel González Prada en 1908 reclamaba, para superar esta situación, una actitud moral diferente a la histórica: “Se requiere también poseer un ánimo de altivez y rebeldía, no de sumisión y respeto como el soldado y el monje” (200). Se cumple así el sacrificio de los valores humanistas. Occidente practica su expansión y proselitismo y el continente mestizo realiza su comprensión del mundo como dualidad. Un permanente autosacrificio lo mantiene funcionando según sus ciclos de creación y destrucción, de opresión y liberación. Si el fracaso de Ernesto Che Guevara es vivido como tal para el humanismo prometeico, es un fracaso necesario e inevitable para la comprensión del mundo del espíritu Quetzalcóatl. El hombre nuevo no puede ser un estado final de la historia sino un momento esplendoroso y, por lo mismo, fugaz. Pero el recuerdo del fuego alumbra la tragedia e impele al sacrificio y la resignación del fracaso. El mestizaje cultural de América Latina consiste en la unión de estos dos elementos míticos que son, a un tiempo, fuerzas contradictorias y complementarias.

Ernesto Che Guevara, visto desde una perspectiva académica es un hombre histórico, quizás excepcional pero nunca fuera de la contingencia y las debilidades humanas. Una lectura no académica es la más común, es la lectura popular y tiene dos niveles: (1) la lectura ideológica, que genera radicales adhesiones y rechazos y (2) la lectura mitológica (y estética), que es el escenario donde se ponen en marcha las emociones más fuertes de “una forma de ser” del pueblo latinoamericano. Quienes entran en esta última región y quienes se quedan en la puerta, la identificarán con el espacio ideológico, y de ahí se produce la confusión y el error entre el fenómeno histórico, el ideológico y el mitológico.

Muchos otros intelectuales comprometidos, al mismo tiempo que ejercían los géneros tradicionales, destacaron en el testimonio y el periodismo. Al mismo tiempo, al igual que Ernesto Guevara, muchos marcaron su juventud con largos viajes, sobre todo por el continente latinoamericano. Muchas veces, como Quetzalcóatl, este periplo culmina en un exilio. Un viaje semejante al de Guevara lo hacen Eduardo Galeano y Roque Dalton. “Los testimonios”, de Dalton, se refiere a un periplo (1962-1968) posterior al exilio: México, La Habana, Praga y vuelta a Cuba. Este viaje del héroe se testimonia desde el primer poema “El mar”, donde pasa lista a distintos lugares geográficos que se corresponden con una metáfora anímica. Al mismo tiempo, Roque Dalton asumirá una tradición aparentemente interrumpida por la violencia de la Conquista. Quetzalcóatl-Viracocha renacen a su manera. En el poema “La cruz” (1964) identifica al cristianismo con el invasor —“¿de quién es ese extraño Dios?” (58)— y a la tradición prehispánica con su pueblo: “¿por qué a su cielo único y solitario / no pueden subir nuestras bellas serpientes de colores” (Testimonio, 58). Es el mismo paralelo que hace con “Un héroe”, alusión a Hernán Cortés: “cuando no tuve más orgullo / —digo del mío del que a mí me tocaba— / todo el orgullo de mi tierra / el de las cosas y del clima / me alcanzó nuevas piedras: / ‘Idos al sucio origen / dejad en paz / nuestra ira / marchad con vuestra claridad / contaminada’” (61). Octavio Paz, en cambio, entiende una coincidencia que parece forzada: la religión antigua a Tlazoltéotl (diosa) prescribía el contacto físico, lo terrenal con lo celestial, “y no hemos cambiado tanto: el catolicismo también es comunión” (Laberinto, 46).

Es un lugar común vincular la figura de Che Guevara con la de Jesús.[21] Pero ello se debe a que nuestra cultura está dominada por el cristianismo, mientras las religiones prehispánicas han sido reprimidas con fervor a lo largo de cinco siglos. Pueden estar muertas como religiones, pero no necesariamente como inconsciente colectivo.[22] Esta situación es comparable con el latín; como idioma no es hablado pero sobrevive en textos escritos, en una tradición intelectual y en la raíz de muchos otros idiomas modernos. De hecho la figura de Jesús tiene similitudes con las divinidades prehispánicas o se ha querido encontrar una relación con la tradición cristiana. Es el caso del Inca Gracilaso de la Vega, quien ve una continuidad entre la prehistoria peruana y la religión católica, o entre Quetzalcóatl y Santo Tomás.[23]


[1] Esta visión del mito y la historia judeocristiana es retomada frecuentemente por Octavio Paz, por ejemplo en sus ensayos de Los signos en rotación (1971).
[2] Nietzsche anota otra diferencia: “así los arios conciben el sacrilegio como un varón, y los semitas el pecado como una mujer” (Nietzsche, 97) Eva y Prometeo. Tanto la religión mosaica como el humanismo se originan, reflejan o se revelan en estructuras patriarcales. La palabra Humanismo, humano, procede de hombre; no obstante, en su concepción de la igualdad natural de todos los hombres se derivará, inevitablemente, a la concepción de la igualdad de los géneros. No es casualidad que la declaración de los Derechos del Hombre (1789, 1948) sean un paso previo e históricamente necesario a la declaración de los Derechos de la Mujer (1979), y la liberación de uno lo sea, también, la liberación del otro.
[3] “Pero lo más maravilloso en esa poesía sobre Prometeo […] es la profunda tendencia esquilea a la justicia: el inconmensurable sufrimiento del ‘individuo’ audaz, por un lado, y, por otro, la indigencia divina, más aún, el presentimiento de un crepúsculo de los dioses, el poder propio de aquellos dos mundos de sufrimientos, que los constriñe a establecer una reconciliación, una unificación metafísica” (Nietzsche, 95).
[4] Un siglo antes, otro argentino célebre en su siglo, Juan Bautista Alberdi, en sus Bases (1852), desde un punto de vista materialista, desestimó esta posibilidad de organización: “Nadie se mueve a cosas útiles por el modesto y honrado estímulo del bien público; es necesario que se nos prometa la gloria de San Martín, la celebridad de Moreno” (187). El peruano José Carlos Mariátegui, también heredero del pensamiento marxista, en 1928 pensaba que era un error entender el problema del indio —el problema de las clases oprimidas— como un problema moral. Eso era, para Mariátegui, propio del pensamiento liberal y humanista del XIX (40).
[5] “Nous verons, que, pour l’homme engagé, il y a urgence à décider des moyens, de la technique, c’est-a-dire de la conduite et de l’organisation” (Fannon, Damnés, 23).
[6] Según Berg, este es el esquema de un autoritarismo que Vargas Llosa denuncia en Historia de Mayta y Guerra del fin del mundo. El personaje Mayta es un muchacho que se educa en un colegio religioso de Arequipa. Su fervor religioso lo lleva a preocuparse por los pobres, pero cuando quiere radicalizar esta lucha abandona a Dios y se hace Trostkista. “Mayta, al dedicarse a la acción revolucionaria, queda impregnado del pensamiento y la sensibilidad religiosos” (191). Para el autor, la novela en algún momento “revela cierta simpatía por el discurso de la llamada teología de la liberación” (191), pero el narrador “no le reconoce ningún valor de objetividad ni de racionalidad” (192). Esa “mística de la pobreza”, de las monjas y del joven Mayta, “es denunciada como una forma de ‘pureza’ que, transformada ‘en política’ lleva a la ‘irracionalidad’” (192). En Historia de Mayta el narrador se burla de la demagogia de Ernesto Cardenal en una conferencia en Lima (192). 
[7] El lenguaje que usamos está lleno de connotaciones sexistas, clasistas y racistas. En este caso, la idea de “posesión” que realiza el macho como significado del acto sexual es repetida en la literatura y en la ensayística del siglo XIX. Hostos en diversos ensayos intenta contestar a lugares comunes de la época muchas veces con los mismos instrumentos. Por ejemplo, identifica la inteligencia con Europa y la sensibilidad con América, lo activo-conquistador contra lo pasivo-conquistado, en una serie de paralelos que son típicos de lo masculino contra lo femenino (el conquistador que clava la bandera —la estaca, el pene— sobre la madre montaña o la Luna virginal). Muchos estudios sugieren que esta relación fuertemente patriarcal —expresada aquí en el lenguaje y el pensamiento— estaba más acentuada en Europa que en la América prehispánica (ver, por ejemplo, Luis Vitale). Este es un problema adicional: estudiar una mentalidad desde otra —aunque aquí asumimos que en parte somos heredero de ésta— y con el instrumento de otra, el lenguaje del conquistador, lo que se traduce en un permanente esfuerzo de traducción. Por otro lado, si bien podemos reconocer en el lenguaje trazas ideológicas —villano vs. noble, familia de trabajadores vs. familia bien, madre vs. padre—, también podemos reconocer que esas trazas simbólicas han perdido sus valores originales, como una antigua cárcel se trasforma en un centro comercial. La expresión “estar norteado” significa “estar orientado”. Curiosamene, la segunda es más común en nuestro lenmguaje occidental, cuando se ha impuesto la costumbre cartográfica de poner el Norte y no la más antigua de poner el Oriente hacia arriba, lo que significaba “orientar”; o, quizás, inclinarse correctamente hacia La Meca desde Europa.
[8] Esta revolución religiosa solo es comparable con la provocada por Amenofis IV, con el reemplazo del politeismo por le monoteísmo de Aton, el dios sol. Como en el caso de varios Quetzalcoatls, la revolución del faraón egipcio terminó en una contrarrevolución violenta.
[9] “At the center of this abundant creativity and sacred knowledge lived Quetzalcoatl, whose role as the source of creativity is clearly stated: ‘Truly with him it began—truly from him it flowed out, All Art ad Knowledge” (85). La cita de Carrasco se refiere al Codex Vaticanus A: Il Manoscritto Messicano Vaticano 3738, ditto Il Docice Rios, ed. Franz Ehrle (Rome, 1900).
[10] Significantly, it is Quetzalcoatl who first knows that the new age will drown in the east. […] But the unstable and threatening situations demand still more exertion from the gods because the sun and the moon ‘could only remain still and motionless’. [Because of that, the gods in Toltec and Aztec culture] decide to sacrifice themselves to ensure the motion of the sun. ‘Let this be, that through us the sun may be revived. Let all us die’. Then, Ecatl, apparently one of Quetzalcoatl’s forms, is chosen to ‘deal death’ to the gods and slay them all” (97).
[11] Una posible especulación sobre su nombre sería: Quetzal significa caña y coatl, hermano (cuate). También conocido como “serpiente emplumada” podría entenderse como “caña emplumada”, es decir, flecha. Del calendario azteca podemos deducir que también significa “flecha”. La flecha representa al tiempo, aunque no a un tiempo cíclico sino lineal. Según los méxicas el calendario había sido inventado por Oxomoco y Cipactonal. Pero fue Quetzalcoatl quien se los enseñó a los hombres. El quinto día del mes lleva el nombre de “coatl”, que significa “los cuatro movimientos del sol”. El décimo es Ehecatl (Quetzalcoatl en figura de viento). Sin embargo, otros significados se refieren a la voz náhuatl, quezal, que significa hermoso, sagrado y erguido. La idea del color verde como símbolo de libertad quizás se refiera a que los quetzales no se pueden reproducir en cautiverio.
[12] Primer sol: los dioses convencen a Chalchitlicue, diosa de las aguas, para que suba y se convierta en sol y así crear a la humanidad. El resultado es decepciónate y Chalchitlicue inunda la tierra y destruye a los proto-hombres. Segundo Sol: Ocelotl, dios Jaguar, se convierte el sol con el mismo resultado. Tercer Sol: turno de Ehecatl, dios del viento. El resultado, a partir del maíz, es una humanidad demasiado perfecta que no se mueve a la acción y se contempla a sí misma. También es destruida. Cuarto sol: Tlaloc, dios de la lluvia y el trueno, vuelve a intentar la creación de los hombres a partir del maíz, pero otro dios le hace un corazón demasiado grande, por lo que los hombres se pasaban hablando y eran poco productivos. Ante los sucesivos fracasos, los dioses deciden renunciar a un quinto intento y, aprovechando la ausencia de Quetzalcoatl, quien no se resignaba, pidieron al dios del bajomundo que escondiese los huesos de los hombres con los cuales habían creado a los hombres.
[13] “[In Chololan] Quetzalcoalt was a deity of the masses, the great enclosing numen who integrated social structure” (Carrasco, 147)
[14] Burga cita a Frazer según el cual los dioses son los encargados de mantener el orden.
[15] Otra vez, podríamos pensar que la leyenda se produce después de los hechos. Pero esta posibilidad es menor si consideramos que los hechos mismos debieron tener un fuerte aliado en leyendas y creencias de este tipo que facilitaron e hicieron posible una empresa quijotesca como la de Cortés y Pizarro. Por otro lado, podríamos considerar, como anotó Carbera Infante en Vista del amanecer en el trópico (1974) sobre la matanza de unos huelguistas haitianos que aceptan sacarse una fotografía con el hacendado y fueron ametrallados: “La historia puede ser real o falsa. Pero los tiempos la hicieron creíble” (97).
[16] Esta idea de “atenuante” se entiende como instrumento legitimador de una acción o por su funcionalidad metafísica ente el caos. Niko Schvarz en América Latina y el retoñar de la utopía (1994), recuerda que “los cultores de la teología de la liberación se han esforzado por devolver su contenido original a la expresión de Marx según la cual ‘la religión es el opio del pueblo’. […] Dice Frei Betto que para nuestra mentalidad el opio equivale a una droga que anula la voluntad y las facultades intelectuales. En el siglo pasado, en cambio, el opio era utilizado frecuentemente como analgésico. Comparar la religión al opio equivalía a destacar su poder para consolar a los afligidos, para calmar los sufrimientos humanos. Por otra parte, la expresión no fue acuñada por Marx, sino por Kant en su obra de 1793 ‘La religión y los límites de la razón simple’” (143).
[17] Frantz Tamayo, en Creación de la pedagogía nacional (1911) reconocía que por entonces los europeos veían al Japón como un pueblo bárbaro al que se le enviaban misioneros jesuitas como a Paraguay. En poco tiempo Japón había aprendido lo exterior de Europa pero no existía, según Tamayo, una “europeización de Japón” (38). “Hablad de la europeización de Buenos Aires o de Nueva York; pero no de la de Japón […] en Japón hay una civilización europea; pero la cultura toda, es decir el alma y la médula, son japonesas” (38). Según Tamayo, había más distancia entre el alma japonesa y la europea que entre la italiana y la yankee (39).
[18] “Elsewhere, Quetzalcoatl’s birth results in the death of his mother [but] in other sources, his father dies during the pregnancy, and in yet another case we are told that his father dies seven years before he is born!” (Carrasco, 79).
[19] La misma idea es expresada por el nicaragüense Ernesto Cardenal, en Hora 0, con respecto a Tacho Somosa: “esclavo de los extranjeros /y tirano de su pueblo” (Antología, 76).
[20] Joseph Campell sintetiza este arquetipo de la siguiente forma: “if the hero, instead of submitting to all the initiatory test, has, like Prometheus, simply darted to his goal (by violence, quick device, or luck) and plucked the boon for the world that he intended, then the powers that he has unbalanced may react so sharply that he will be blasted from within and without—crucified, like Prometheus, on the rock of his own violated unconscious. Or if the hero, in third place, makes his safe and willing return, he may meet with such a blank misunderstanding and disregard from those whom he has come to help that his career will collapse” (Hero, 37). En otro momento, en referencia a Osiris, cita a Ananda Coomaraswamy segú el cual ninguna creatura puede alcanzar un estado superior sin dejar de existir. De hecho, el cuerpo físico del héroe debe ser mutilado, desmembrado y exparcido sobre la tierra o sobre le mar (92).
[21] Recientemente, el escritor argentino Jorge Aulicino lo resumía así: “Hoy, los campesinos de esa región de Bolivia han hecho un santuario no del lugar en el que fue fusilado [Ernesto Guevara] —la escuelita de La Higuera— sino del lavadero de Vallegrande, en el que fue exhibido su cadáver. El campesinado que entonces no se unió a él ni lo apoyó, en parte lo tiene como un santo. Ese es el resto de religiosidad verdadera que aún inspira el Che. […] El Che partió de Cuba en 1965. Es inocultable que había perdido allí varias batallas políticas y que no era demasiado apto para librarlas”. En 1967 “el editor marxista italiano Giangiacomo Feltrinelli […], obtuvo regalada una foto de Alberto Korda, de 1960. […] Feltrinelli vio las posibilidades de esa imagen de una especie de ángel severo y visionario. En pocas semanas alumbraba el primer póster del Che. La imagen invadió pancartas y carteles. Meses después, el Che moría […] Casi simultáneamente otra foto se sobrepuso: la que obtuvo el fotógrafo de UPI Freddy Alborta en la lavandería del hospital de Vallegrande, que lo haya querido o no recuerda a Cristo. Las fotos del Che que sacó Freddy Alborta; la pintura de Andrea Mantegna, La lamentación sobre Cristo Muerto, de 1490, y la pintura de Rembrandt, La lección de Anatomía del doctor Nicolás Tulp, de 1632, han dotado aquella muerte de una iconografía de martirio. […] la pintura, la religión católica, parecen haberse complotado para que la imagen de Guevara saliera de la historia e ingresara en el terreno del mito, en el instante preciso en que murió. El ángel en 1960 y el mártir en 1967 son dos rostros para un mismo sacrificio, puesto que la foto de Korda da la vuelta al mundo impregnada ya del aire sacrificial de la foto de Alborta” (Jorge Aulicino, “La Pasión del Che Guevara”. Buenos Aires, Clarín, 28 de setiembre de 2007).
[22] Como anotamos antes, aquí “inconsciente colectivo” no se refiere al carácter psicológico, casi genético y ahistórico definido por Karl G. Jung, sino en un sentido histórico, es decir, se refiere a aquellas cosmovisiones, paradigmas, prácticas y sensibilidades que se heredan y se transforman a travéz de la cultura, que crean un mundo y son modificadas por el mismo acontecer histórico, en sus contingencias y en su posible “razón histórica”, como podría ser la del humanismo.

[23] Sobre este punto, ampliamos en el ensayo “Mestizaje cosmológico y progreso de la historia en el Inca Gracilazo de la Vega”. Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Sevilla, Año 8, Nº 18, 2007. Ver también: Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales. Prólogo, edición y cronología de Aurelio Miro Quesada. Sucre, Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 1976.

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El eterno retorno de Quetzalcoatl 5

CAPÍTULO 3

LAS FUENTES DEL PASADO

 

3.1El nacimiento del humanismo moderno

Paul Oskar Kristeller nos recuerda que el término moderno de humanismo deriva del nombre dado a los humanistas en el Renacimiento. A su vez, este nombre proviene de humanities, también llamado studia humanitatis, que incluye el campo de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral (Kristeller, 515). Sin embargo, puede resultar extraño que no se considere habitualmente la cultura cosmopolita del sur de España que, mucho antes que los humanistas italianos, practicaron el mismo hábito de la erudición sobre textos antiguos —griegos, hebreos, árabes y latinos— además del cultivo de las ciencias exactas y de facto. Charles Lohr observa que la especulación filosófica del medioevo estuvo dominada por el neoplatonismo islámico, especialmente por Averroes.[1] En el siglo que sigue a la caída de Constantinopla en 1453, momento de inicio de una importante emigración de los eruditos griegos a Italia, casi todo el corpus de comentarios griegos a Aristóteles estaba disponible ya en ediciones griegas y en traducciones al latín (25).

La definición programática de la educación humanista, según Pier Paolo Vergerio en el siglo XV, consistía en una reelaboración del antiguo concepto de las siete artes liberales; las verbales, reunidas en el trivium, y las técnicas, en el quadriviudm (Kohl, 12). Al mismo tiempo, los humanistas solían estar vinculados a la docencia. El 31 por ciento de los humanistas italianos en el siglo XV habían sido profesores en algún momento de sus carreras (8). Es probable que Vergerio haya sido uno de los primeros modernos en considerar la historia como fuente de conocimiento —además de la lógica— y a la filosofía moral como guía de conducta (12). Según Vergerio, la historia provee de la luz de la experiencia, un conocimiento acumulativo que nos sirve para complementar la fuerza de la razón y la retórica. Benjamín Kohl entiende que fue Vergerio quien separó, por primera vez, el estudio de los clásicos de la tradicional visión cristiana del Medioevo (13).

La dicotomía humanismo-religión es una de las más comunes para definir cada uno de los pares que se oponen. Luego de recordar la diferencia entre el pecado original de los semitas y el robo del fuego a los dioses por parte de Prometeo, en beneficio de la humanidad, Nietzsche concluye: “Y de ese modo el primer problema filosófico establece inmediatamente una contradicción penosa e insoluble entre hombre y dios, y coloca esa contradicción como un peñasco a la puerta de toda cultura” (Nietzsche, 96). Sin embargo, en muchos momentos de la evolución o transformación de esta concepción cosmogónica, el humanismo estuvo asociado y sostenido por religiosos desde las mismas iglesias tradicionales de Europa. Por otra parte, según John D’Amico, al mismo tiempo que los humanistas entraban en el terreno teológico, tuvieron que compatibilizar la literatura y la filosofía con la teología en curso. Ese “puente” fue la filosofía moral (D’Amico, 349). Más aún: los padres de la iglesia, griegos y latinos, recurrieron a los humanistas porque ellos encarnaban aquellos valores que los escolásticos habían rechazado, como lo era la retórica y la elocuencia. Los padres eran parte de la literatura antigua y los humanistas estaban en el proceso reescribirlo. Incluso el papa Nicolás V creía que la gran diseminación de los textos griegos repercutiría en un rejuvenecimiento del clérigo y de la Iglesia en general (D’Amico, 356).

Sin embargo el redescubrimiento de la literatura clásica en Italia se remonta aún antes. La enseñanza de gramática y literatura griega es introducida a la península por el diplomático Manuel Chrysoloras, quien enseñó en Florencia desde 1397 hasta 1400 (Kohl, 15). Tanto el conocimiento como la fuerza de expresión se constituyeron en las dos aristas principales de la educación. La nueva educación en universidades como Padua, continuó siendo un reducto predominantemente masculino y restringido a la aristocracia (19).

A diferencia de la filosofía griega de la antigüedad, de otras disciplinas medievales como la escolástica, o de los primeros filósofos modernos, los humanistas comienzan a pensar en términos individuales y según la experiencia; no sobre mentes incorpóreas ni sobre la razón pura. Según Kristeller, Montaigne es un ejemplo de esta reflexión individual por la cual podríamos entender la existencia de una conexión entre el humanismo renacentista y el existencialismo moderno (522). Podemos agregar a su antecesor, Antonio de Guevara, quizás menos conocido por los lectores contemporáneos pero bien conocido por el mismo ensayista francés. Les epistresEpístolas familiares (1539-43)— había sido lectura predilecta del padre de Montaigne, aunque éste no las apreció de la misma forma. En España, aparte de Antonio de Guevara, muchos humanistas como Alfonso de Valdés y su hermano Juan participaron de esta corriente de pensamiento que, además, se expresó como una corriente estética. El estilo del diálogo y la epístola eran propios de un género literario fronterizo entre la narrativa y el ensayo. Dice Luca Bianchini que la preferencia de los humanistas por el género del diálogo reflejaba sus propias ideas acerca de la conquista compartida de la verdad, su confianza en el poder de la palabra (“their confidence in the persuasive power of the word”), la relación necesaria entre dialéctica y retórica (¿entre socratismo y sofismo?), entre la confianza del aprendizaje como un intercambio de ideas entre hombres libres y, finalmente, el deseo de imitar a los antiguos (Bianchini, 41). En los hechos, como en Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, el diálogo es una suerte de monólogo a dos voces donde uno de los personajes, el alter ego del autor, lleva siempre la razón, mientras que el otro sirve de motivador y es, generalmente, un débil contendiente dialéctico. Brian Vickers, por su parte, citando a Anthony Grafton, recuerda una conocida objeción a la filología humanista de la época: la obsesión de las citas.[2] No debemos olvidar otro rasgo de los humanistas: su interés por la cultura popular. De ahí el estudio de los refranes o de la lengua vulgar. En Diálogo de la lengua (1535), de Juan Valdés, se aprecia la exposición de temas gramaticales sobre castellano oral y escrito, en forma de diálogo. Esta mirada hacia lo popular como fuente de conocimiento permanecerá en la cultura posterior, pero progresivamente el pueblo pasará de ser considerado objeto de estudio a convertirse en sujeto. Al menos en la teoría revolucionaria de los dos últimos siglos.

Es probable que esta nueva dimensión de lo particular y transitorio, de lo individual y lo colectivo, del cuestionamiento a la inmutabilidad y universalidad de la experiencia particular, tenga una relación cercana con la conciencia de la política en la escritura de la historia. También es probable que este rasgo, que también distinguió el idealismo del arte heleno del realismo del arte romano, proceda de la antigua Roma. Donald Kelley recuerda una frase de Cicerón: “sin la historia uno permanecería siempre como un niño” (Kelley, 242). Un poco antes, el mismo Kelley, citando la reconocida retórica de Petrarca —“¿Qué otra cosa es la historia sino una alabanza de Roma?”— había referido la herencia intelectual del poeta italiano. Para los intereses de este estudio, distinguimos aquí la aparición de la dimensión política en la lectura de la historia (en la escritura asumimos que siempre existió), lo que llamaremos política mayor, para diferenciarla de política menor, que se refiere a la actividad político partidaria. Kelley observa que Petrarca no solo creó una tradición académica sino además una leyenda sobre cómo interpretar la historia. De forma más explícita, el petrarquista Coluccio Salutati continuó el énfasis sobre el rol central que jugaba la historia tanto en la política como en la ética. —“to open the way to a true understanding of history” (Kelley, 238).

 

3.2 Humanismo, América y las Utopías

Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.

Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. Veremos que también es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material, es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado (More, 80).[3] Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished” (113). En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth” (132). El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando llega a Utopia un embajador cargado de joyas, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos” (142).

Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y vaticana aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505.[4]

Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba más preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor” (111). Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas” (183). Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas” (113). En una ocasión, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas” (115). Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes” (115). Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne, acusaría a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia (Reyes, 422).

Pero Vespucio ve en el Nuevo Mundo la ausencia de los elementos negativos de la civilización Europea, de la corrupción, y las bondades geográficas de la que carece la tórrida África. Como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe” (147), mientras que sus habitantes

no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas. (147)

Sus habitantes se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años (149); “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar” (153). Le llama la atención que guerreen unas tribus con otras y ni ellos lo saben, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado” (151). En otro momento asume que hacen la guerra por pasión, no por ambición (167). “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas” (153), pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta” (153).

Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas” (165). “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna” (183). En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre” (211). Más adelante: “las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna” (215).

Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista (además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia. Vespucio, 211) que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana (Moro, 144). Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida (145), razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales (152).

Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. En Utopia explicita la idea de que existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible” (190).[5] El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también (191). En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.

Como veremos más adelante, para los revolucionarios y los escritores de la Literatura del compromiso, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía.[6] Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano (eutopia).

Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo (Obra, 143).

Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.

La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo. Por otra parte, todavía queda pendiente aclarar qué rol jugó la presencia de América en las utopías europeas, como las de Tomás Moro, y qué parte procedió de la cosmología amerindia, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y del nacimiento de la Era Moderna.

 

3.3 La crítica del humanismo revolucionario

Margaret Knight, en Humanist Anthology (1961), anota que en nuestra era el humanismo ya no se subscribe al estudio de las litterae humaniores, como vimos más arriba. Más bien significa la ausencia de una razón para creer en una fuerza sobrenatural como Dios o en una vida del más allá. Un humanista, dice Knight, para enfrentar cada problema lo hará con los únicos recursos de su propio intelecto, sin invocar una ayuda sobrenatural, y rechazará cualqueir tipo de autoridad como un factor positivo (19). Esta definición de humanismo o de un humanista suele ser sobreentendida, pero resulta demasiado simple para una realidad que es más compleja y, en ocasiones, contradictoria. La teología de la liberación, por ejemplo, no renuncia a la religión ni a sus principales preceptos teológicos, pero gran parte de su crítica y práctica coinciden con preceptos humanistas como el de igualdad, la confirmación de la existencia del pecado social además del pecado individual, la idea de un posible progreso social a través de la razón crítica y, en casos, de la revolución política, etc. En América Latina ejemplos son el poeta Ernesto Cardenal y el teólogo-ensayista Leonardo Boff.

Por otro lado, el humanismo asume que la historia es un producto humano y, al mismo tiempo, productora de lo humano. El antihumanismo del siglo XX no sólo radicalizó la importancia de la historia, descubierta por los humanistas en el siglo XIV y puesta en el centro del pensamiento a partir de la Ilustración y el hegelismo, sino que la transformó en un instrumento de una negación de uno de los valores principales del humanismo, la libertad de pensamiento. A través de un fuerte determinismo ideológico y económico, la historia asumió un rol anthihumanista (Foucault, Derrida, Althusser) que antes había ostentado el mito en las religiones: el hombre no es producto de su libertad; una fuerza superior lo ha creado y decide por él.

Los elementos constitutivos del humanismo —los resumiremos más adelante— con frecuencia también han sido usados en beneficio de una práctica antihumanística. Por lo menos así lo han percibido gran parte de la crítica hacia el poder político del momento. El marxismo ha sido entendido como un humanismo (Sartre); su crítica, análisis y propuesta ideológica comparte el sentido de la historia como dimensión de acción y conocimiento, de progreso de ésta, de igualdad radical entre los seres humanos y de liberación de las condiciones materiales y simbólicas entre los individuos considerados en una sociedad como unidad. Pero también ha sido entendido como antihumanismo, por su rasgo fatalista de la historia, por considerar al individuo como producto histórico más que como productor de historia. Como su adversario ideológico, el liberalismo económico, es una consecuencia del humanismo. De forma radical, Enrique Tierno Galván, en Humanismo y sociedad (1964) resume: “El liberalismo no es un humanismo. El liberalismo es el humanismo” (51). Para Galván, el marxismo no puede ser un humanismo porque es radical, “porque ‘humano’ en cuanto comprensión y tolerancia niega la radicalidad” (14). Luego repetirá una objeción conocida entre varios intelectuales radicales o revolucionarios del siglo XX: el humanismo, en su pretensión de igualdad y unidad de la humanidad —preceptos básicos de esta misma crítica—, iguala lo que es diferente: el opresor y el oprimido, el colono y el colonizado, etc. Aquí radicará la principal diferencia entre aquel humanismo que entiende la igualdad como radicalización de la libertad individual, y aquel otro que entiende la libertad como radicalización de su igualdad original. Uno podrá su acento en el individuo; el otro en la sociedad. Para el humanismo de derecha, cada individuo es el que cambia la sociedad; para el humanismo de izquierda, es la sociedad la que cambia al individuo. Según Louis Altusser, el humanismo revolucionario significaba un “humanismo de clase”, es decir el “humanismo proletario”. El fin de la explotación del hombre era el fin de la explotación de clase. “Liberación del hombre quería decir liberación de la clase obrera a través de la dictadura del proletariado” (Althusser, 4). Sin embargo, en una etapa posterior —etapa que Althusser veía en la Unión Soviética— este humanismo de clase es reemplazado, en la ideología, por un humanismo socialista de la persona” (4). Es decir, el humanismo dejaría en este momento de ser aquel “igualador” de lo que en realidad es diferente, para legitimarlo, como acusaba Galván, y pasaría, ahora sí, a considerar la problemática del individuo en sociedad. En el caso del humanismo revolucionario, en América Latina, la nueva sociedad crearía al nuevo individuo, pero para ello antes era necesario que algunos individuos —Prometeo, Quetzalcóatl— cambiasen la sociedad.

Estas diferencias entre los dos humanismos se expresó en una radicalización política entre derecha e izquierda, y en ambos casos fueron usadas por prácticas antihumanistas: por el imperialismo y las dictaduras militares en América Latina y, por el otro lado, por el omnipresente estatismo comunista. Desde otro punto de vista humanista, se puede entender que no hay contradicción entre los dos principios humanísticos básicos —libertad e igualdad— si son considerados como igual-libertad, es decir, como la universalización de la libertad en su distribución equitativa del poder social.[7] Lo contrario es entendido como “libertad para oprimir” y ésta se asienta en supuestas “diferencias naturales” que, en teoría o en su ideología implícita, se traducirían en clases sociales, en estamentos, en una determinada jerarquía social o en divisiones de trabajo y derechos basados en géneros, razas o religiones.

El humanismo radical de la era industrial continuó promoviendo su antigua aspiración desde los tiempos del Renacimiento: la libertad del individuo a través del reconocimiento y la práctica de una igualdad original basada en una diversidad natural, es decir, un nuevo orden social liberado de las jerarquías tradicionales. Pero para alcanzar estos objetivos, la crítica radicaliza su visión del presente como una realidad opuesta y señala sus aspectos antihumanisticos. En principio, “ogni filosofo è [e?] non può non essere convinto di esprimere l’unità dello spirito umano, ciò è la unita della storia e della natura” (Gramsci, 471). Pero la realidad —corrompida por la persistencia de los órdenes creados por el poder sectario— es otra. En este contexto histórico, el humanista, según Tierno Galván en su crítica al humanismo como cómplice de una unidad ficticia, “necesita dejar la visión totalizadora y ser teórico del fraccionamiento” (Galván, 67). Desde una narrativa crítica de su realidad colonial, Frantz Fanon hablaba de un mundo compartimentado, partido en dos y habitado por especies diferentes de hombres (“ce monde compartimenté, ce monde coupé en deux est habité par des espèces différentes”), un orden legitimado por una naturaleza o por un derecho divino, ambas categorías ahistóricas y antihumanistas. “On est riche parce que blanc, on est blanc parce que riche. […] Le serf est d’une essence autre que le chevalier, mais une référence au droit divin est nécessaire pou légitimer cette différence statutaire” (9). Y más tarde: “…la décolonisation et très simplement le remplacement d’une ‘espèce’ d’hommes par une autre ‘espèce’ d’hommes. […] Mais nous avons précisément choisi de parler de cette sorte de table rase qui définit au départ toute décolonisation” (Fanon, Damnés, 5).

Esta idea de una diferencia categórica entre hombres no significa la legitimación de la misma sino su crítica. En la novela latinoamericana quedó formulada con metáforas como la de Andrés Rivera en La revolución es un eterno sueño (1987): “Una misma ley para el león y para el buey es opresión, escribió Hill Blake” (72). Más adelante, aludiendo sin nombrar al proyecto del humanismo liberal del siglo XIX, el mismo personaje, Juan José Castells, reprocha a otro “que creyó en eso de que un hombre libre es igual a otro hombre libre. Y que así llenó su alma, si es que el Señor dio alma a los negros” (111). En el ensayo, fue formulada por imágenes semejantes, como la lograda por Eduardo Galeano refiriéndose al liberalismo del dictador argentino Juan Carlos Onganía: “las gallinas otorgan al zorro la igualdad de oportunidades” (Venas, 360). En la poesía, por las figuras de Juan Gelman: “¿quién ha visto a la paloma casándose con el gavilán / al recelo con el cariño al explotado con el explotador? […] ¿quién ha visto al carnicero casándose / con la ternera a la ternura con el capitalismo?” (Sur, 36). Tanto la crítica revolucionaria como la conservadora no aceptarían estas metáforas que asumen que la humanidad está compuesta de especies de animales diferentes. Pero al ponerlo en estas condiciones, se plantea una clara crítica humanista a sus propias máscaras. Para la máscara del status quo —según la crítica revolucionaria—, la igualación superficial es una paradójica confirmación de una desigualdad ilegítima entre el opresor y el oprimido. Los grupos conservadores acusarán a los revolucionarios de promover el odio de clases, pero éstos entenderán que la violencia no está en combatir la división de clase sino en la división misma. “La sociedad de clases divide al hombre en / grupos que se combaten entre sí” (Gelman, Sur, 34). La violencia social precede y justifica la violencia revolucionaria. No hay verdadera igualación sin un cambio radical de condición humana —económica, social, moral y cultural—; no la hay sin el hombre nuevo. A diferencia de Ernesto Sábato, aquí “condición humana” no es una cualidad eterna, casi biológica, sino una categoría histórica, es decir, implicada con la política menor y la política mayor, la política de la contingencia y la política de la historia.

Por otro lado, tal vez Antonio Gramsci haya sido consciente de la paradoja que se deriva de la crítica —humanista y marxista— a estas pretensiones de inmanencia, cuando observó que el materialismo histórico revelaba que cada “verdad” entendida como eterna y absoluta sólo representaba un valor provisorio. El problema, anotó Gramsci en Quaderni de carcere (1929-33), surge cuando aplicamos esta idea al mismo materialismo histórico. “Questa interpretazione è adombrata da Engels dove parla di passaggio dal regno della necessità al regno della libertà” (Gramsci, 465). Este pasaje crítico al “reino de la libertad” puede entenderse como utopía social y también referir a los principios de la crítica humanista. El mismo Galván, en su rechazo al humanismo como ilusión igualadora de lo que es desigual e injusto —ética humanista— reconoce que el humanismo contiene la dinámica de su propia superación: “conviene recordar que el humanismo es crítica, y que la crítica rompe las concepciones monistas” (Galván, 50).

En el mismo sentido, y analizando el sujeto de la Modernidad, Anthony Cascardi ha señalado (1992) que el cambio paradigmático radica en la sustitución de esa sociedad jerárquica cuya legitimación se sustenta en un supuesto “orden natural” por otra compuesta de individuos “iguales”, es decir, individuos en principio libres de relacionarse y representarse a sí mismos políticamente y participar en un sistema de mercado libre de intercambios[8]. Nunca queda probado o acordado que la libertad del mercado sea sinónimo de la libertad de los hombres o su antónimo. Por el contrario, es el motivo de las mayores radicalizaciones políticas e ideológicas del siglo XX. Para los liberalistas es un principio positivo; para el marxismo y otras corrientes de izquierda significa lo contrario. En El Capital, Karl Marx lo formuló con una dicotomía con rasgos de crítica humanista: el progreso material ha sustituido cualquier otro objetivo humano. “To-day, industrial supremacy implies commercial supremacy. […] It proclaimed surplus-value making as the sole end and aim of humanity” (Capital, 481). La idea contraria del liberalismo —el progreso material y social es consecuencia de la búsqueda individual y egoísta de hombres libres—, se parece a la prescripción de un humanista escindido del comunismo asiático: para M. N. Roy, el mundo debería ser como un “commonwealth and fraternity of free men, by the collective endeavor of spiritually emancipated moral men” (194).

La crítica antihumanista tradicionalmente se ha sostenido en principios éticos propios del humanismo. Pero la acusación ha sido, en realidad, al uso con que el poder de explotación —elemento antihumanista— ha usado la bandera del humanismo para llevar adelante sus empresas prácticas o para legitimizar su dominio y opresión. En su célebre disputa con Bartolomé de las Casas, el teólogo Ginés de Sepúlveda invocó la Biblia y la “humanización” de los salvajes como razones suficientes para mantener el dominio político del imperio español sobre los nativos americanos (Menéndez, 207-212). Otra acusación común de los intelectuales humanistas, sobre todo de los humanistas de izquierda, ha sido que sobre la ideología del liberalismo económico —otra forma de humanismo— muchos países occidentales han practicado en los últimos siglos formas opuestas del humanismo radical, como el colonialismo, el imperialismo y el militarismo[9]. A mediados del siglo XIX, en un artículo publicado en Viena (1862), Karl Marx, ironizaba sobre los ideoléxicos humanidad y libertad, convertidos en artículos de exportación por Inglaterra y Francia[10]. Es la misma percepción la del peruano José Mariátegui: “La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en Europa el imperialismo ni ha bonificado sus métodos” (Mariátegui, 41). La aspiración humanista de igualdad y progreso (aunque sea un progreso a la “condición original” del hombre) es vista en la historia inicial de las nuevas repúblicas latinoamericanas por sus falsificaciones. “Aquí, en esta ciudad y en este país, el contrato social que filosofó un licencioso ginebrino, ha sido subscrito por asesinos. Aquí el gusto por el poder es un gusto de muerte” (Rivera, Revolución, 97). En Subdesarrollo y letras de osadía (1987) Mario Benedetti acusaba que “el presidente norteamericano se regodea de la palabra libertad, pero en cambio el concepto de liberación (que no es una estatua con antorcha) lo saca de quicio” (237). El crítico humanista —en este caso un humanista de izquierda— reclama por el secuestro de un principio propio del humanismo convertido en ideoléxico al servicio de una fuerza antihumanista, como lo es el imperialismo o el sentido religioso de la política conservadora de Ronald Reagan.[11] En Peau noire, masques blancs (1952), Fanon —quizás uno de los filósofos contemporáneos que más influyó en Ernesto Che Guevara— planteaba su crítica desde este humanismo, aunque para hacerla efectiva al mismo tiempo es necesario señalar sus contradicciones que, en el terreno moral, se convierte en hipocresía de aquellos que sostentan el poder y ejercen la violencia para resolver las contradicciones entre el discurso dominante y la práctica común de la opresión: “si c’est au nom de l’intelligence et de la philosophie que l’on proclame l’égalité de homes [retórica humanista], c’est en leur nom aussi qu’on décide leur extermination [práctica antihumanista]” (Peau, 42). Pero Fanon siempre vuelve al principio humanista de la liberación en la igualdad. En este caso igualdad en (o por) la diversidad racial: “Le racisme colonial ne diffère pas des autres racismes. L’antisémitisme me touche en plaine chair, je m’émeus, une contestation effroyable m’anémie, on me refuse la possibilité d’être un home. Je ne puis me désolidariser du sort réservé à mon frère. Chacun de mes actes engage l’home” (91). Más adelante repetirá de diferentes maneras aquellos preceptos del humanismo tradicional, como el proceso histórico a través de los mismos conflictos y tensiones en procura de la libertad: “C’est par un effort de reprise sur soi et de dépouillement, c’est par une tension permanente de leur liberté que les hommes peuvent créer les conditions d’existence idéales d’un monde humain” (208). En su segunda gran obra, Les damnés de la terre (1961), Frantz Fanon ya había observado que cuando la burguesía colonialista se da cuenta de los inconvenientes de sostener su dominación por la fuerza, decide mantener un combate sobre el terreno de la cultura. Y lo hace construyendo ilusiones, usurpando —colonizando— los valores del mismo humanismo al cual se opone: “La fameux principe qui veut que tous les hommes soient égaux trouvera son illusion aux colonies dès lors que le colonisé posera qu’il est l’égal du colon” (Damnés, 13). Para ello, observa Fanon —al igual que Gramsci— los intelectuales juegan un rol fundamental. El intelectual “suivi le colonialiste sur le plan de l’universel abstrait” (13), por lo tanto es posible una convivencia pacífica entre el colonizador y el colonizado, aunque no sea, precisamente, éste —la convivencia— el verdadero interés del opresor[12]. Esta problemática llevó a Tierno Galván a rechazar, tres años más tarde, las pretensiones de igualación del humanismo. “Los pobres han vivido en el fraccionamiento sometidos a una especie de animalización, los ricos no han tolerado el mundo esquizoico, que, responde en el fondo al sentido común, y han pedido a los humanistas una explicación o manifestación satisfactoria de la unidad” (Galván, 77). El resultado de esta tarea intelectual sería “una teoría de la continuidad, o herencia utilizable [por la cual] la experiencia de un pasado que sea negativa o positiva se aprovecha para el presente” (44). La tesis central de Tierno Galván consiste en que “hay humanismo siempre que se sostiene que la moral y las instituciones de los ricos son perfectamente válidas para los pobres, en cuanto pobres. En este sentido, el cristianismo es un humanismo, el humanismo más perfecto” (38). Sobre esta base ideológica, el artista —el humanista— surge al expresar este “principio de la compatibilidad […] según criterios estéticos definidos por la libertad” (38). Luego la crítica al intelectual humanista, otra vez en un sentido gramsciano, como un intelectual funcional a un orden heredado: “Los humanistas incluso llegaron a elogiar la pobreza y acusar a los ricos. […] pero eran acusaciones morales con un valor sobreentendido, quejas retóricas para reconstruir la unidad del mundo” (48).

 En un escrito periodístico, el mismo Marx titubea entre un humanismo crítico y un antihumanismo representado en la maquinaria de la historia. No cualquier progreso, no cualquier evolución o revolución será la concreción de valores humanistas por medios humanistas. La concepción de la historia como una fatalidad —material o metafísica— es una concepción antihumanista, aunque los fines sean consistentes con los preceptos humanistas. La crueldad de Inglaterra, anotaba Marx, puede causar, con su estúpida forma de llevarlos a cabo (“stupid in her manner of enforcing them”), una revolución en Asia, aunque sólo sea motivada por los intereses más viles. Pero la pregunta central para Marx era: ¿puede la humanidad alcanzar su destino sin un cambio radical en el sistema social asiático? En caso contrario, cualquiera que hayan sido los crímenes de Inglaterra, han sido el instrumento inconsciente de la historia para alcanzar su objetivo (“…whatever may have been the crimes of England she was the unconscious tool of history in bringing about that revolution” (Marx, Journalism, 100).

Para un humanista radical esta última opción no es aceptable, ya que carece de la dimensión ética, es decir, de una nueva conciencia que no sea sólo producto de la maquinaria de una historia independiente, productora de hombres, sino productora o integrante del devenir histórico. En este sentido, la recurrencia a la dimensión moral como producto de una conciencia de revolucionarios como M. N. Roy o Ernesto Guevara puede ser considerada humanista. Este punto de vista opuesto ya fue alcanzado con el racionalismo moderno. Según Cascardi, la concepción de la libertad del hombre moderno del mundo natural y del orden social —de la historia, en nuestro caso— se debe a la representación del individuo como espectador ideal, fuera del mundo[13]. La identidad personal que se genera en el humanismo, según Cascardi, tiende a considerar a la sociedad como una asociación atomista de individuos (“an atomistic association of individuals”) cuyo esfuerzo de lograr un objetivo colectivo resulta en un conflicto[14]. La tesis humanista de la igualdad de todos los hombres y mujeres es el fundamento de un concepto de “ley natural” que sirve para legitimar el traspaso de la autoridad al Estado (214).

Estos conflictos planteados dentro mismo del humanismo —individuo o colectividad, fatalidad de la historia o progreso por la conciencia moral— estaba resuelto en 1854 para el revolucionario, político e intelectual español Francisco Pi i Margall. “Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas” (121). “Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo […] Admitida la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva?” (252). Por otro lado, Pi asume una especie de hipótesis de los paradigmas, que madurará con T. S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962): “Hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre” (120). Opuesto a la idea radical del hombre nuevo que será central entre los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Pi entiende que no hay progreso en el individuo sino en la historia; lo único que puede hacer el individuo es no frustrar este movimiento. La fórmula consiste en una correcta interpretación de la historia “cuando, adquirida ya por nuestra razón la completa conciencia de sus propias leyes [y] verificada la grande ecuación entre la libertad individual y la fatalidad de las cosas sociales, la humanidad puede dirigirse sin vacilar al cumplimiento de su objetivo” (127). Como para los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX hasta los ‘70, la revolución no es entendida en el siglo XIX como “re-vuelta-atrás” sino como aceleración del camino hacia delante. Por el contrario, una acción de “re-vuelta” es atribuida a la reacción que se opone a esa marcha, aplazable pero inevitable. Por otro lado, los revolucionarios desde el siglo XIX también pueden ser considerados humanistas en su concepción de la humanidad como unidad en la diversidad individual. La revolución “ama la unidad y hasta aspira a ver realizada la de la gran familia humana; mas quiere la unidad en la variedad, rechaza esa uniformidad […] Nuestra especie es una y mil las razas a que pertenecemos; una la verdad y la belleza, y mil las formas bajo que se presentan a la inteligencia y a los sentidos” (267). Por el contrario, la unidad impuesta por los imperios ha tenido el efecto contrario: ha matado la diversidad y el progreso que seguiría si las colonias fuesen liberadas[15]. Esta idea persiste en otro revolucionario del siglo, José Martí: las diferencias de razas no valen como fundamentos de una sociedad; las únicas diferencias aceptadas son las de caracteres y de habilidades (Ripoll, 251). Es decir, la diversidad humana en la igualdad fundamental. En el mismo sentido y desde otro contexto, Frantz Fanon confirma estos mismos preceptos humanistas de unidad y diversidad de todo tipo como forma de liberación revolucionaria: “La décolonisation unifie ce monde en lui enlevant par une décision radicale son hétérogénéité, en l’unifiant sur la base de la nation, quelquefois de la race” (Damnés, 13)

La idea de una práctica antihumanista basada en un discurso humanista consolidado, es también el fundamento crítico de intelectuales poscolonialistas como Edward Said. Un siglo después de la observación de Marx sobre la manipulación imperialista de determinados principios humanistas, Said recuerda (1978) el punto de vista europeo —cuna del humanismo moderno— referido a la conquista de Oriente: las Cruzadas no consistieron sólo en la liberación del Santo Sepulcro, sino en la confirmación de quién iba a ganar; un culto ignorante, esclavista, enemigo de la civilización o un culto que había redescubierto el genio de la antigüedad y había abolido la servidumbre[16]. La conquista de Oriente por Occidente y, por consiguiente, su opresión, se convierte en una empresa anunciada en nombre de la libertad. “Already in 1810 we have an European talking like Cromer in 1910, arguing that Orientals require conquest, and finding it no paradox that a Western conquest of Orient was not conquest after all, but liberty” (Orientalism, 172).

Es en esta práctica anthihumanista —el imperialismo— en nombre de valores humanistas —la libertad— que produce o justifica otra aparente contradicción: los valores humanistas, como el de igualdad y universalidad, son defendidos con medios antihumanistas, como la defensa de fronteras nacionales. La igualación de lo que es desigual será entendida como un error en la aspiración de lo verdaderamente universal. De ahí surge la aparente contradicción del nacionalismo de las naciones marginales por parte de la clase intelectual latinoamericana formada en el humanismo. Ya en La raza cósmica (1925), José de Vasconcelos entendía que, aunque lo ideal es el internacionalismo, en las circunstancias políticas del siglo, éste “solo serviría para acabar de consumar el triunfo de las naciones más fuertes […] El estado actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de los intereses materiales y morales” (8). Ernesto Che Guevara y la mayoría de los revolucionarios latinoamericanos hablarán insistentemente de “patria”. El lema “Patria o muerte venceremos” no sólo es usado por la Revolución cubana en espacios públicos; Ernesto Guevara cerraba sus cartas personales con el mismo lema. Mario Benedetti, en dos versos insiste: “en devoto las puertas rechinan / los calabozos retumban a vacío / y en las paredes dice patria o muerte” (Aquí, 49). Paradógicamente, para los marxistas latinoamericanos el internacionalismo tenía connotaciones imperialistas, mientras la idea de patria significaba una resistencia. En “Mafia, literatura y nacionalismo” (1972), el mismo Benedetti escribe que “crear una literatura internacional era poco menos que una motivación ideológica de la mafia[17] (Revolución, 137). Tanto en Ernesto Guevara, como en Fanon o Galeano “patria” no resulta opuesto a “internacionalismo”, sino que es entendido como “resistencia” al colonialismo, a la desigualdad fundamental de los pueblos: la afirmación del individuo dominado para responder al opresor y en nombre del universalismo humanista. Esto se confirma con dos versos que el mismo Benedetti escribe parafraseando a José Martí: “el imán es una patria / patria es humanidad” (Canciones, 106). También Frantz Fanon insistirá en la necesidad de un nacionalismo que se oponga al colonialismo. Criticará la idea de que el nacionalismo era una etapa terminada para la humanidad. “Nous pensons au contraire que l’erreur, lourde de conséquences, consisterait à vouloir sauter l’étape nationale” (Damnés, 174). Según Fanon, el nacimiento de la conciencia nacional en África es parte de su responsabilidad por la cultura africana, la “culture négro-africaine” (174). Por lo tanto, la mayor urgencia del intelectual africano es la construcción de su nación. Si esta construcción es verdadera, es decir, si traduce el sentimiento manifiesto de su pueblo, entonces “alors la construction nationale s’accompagne nécessairement de la découverte et de la promotion de valeurs universalisnates. […] c’est la libération nationale qui rend la nation présente sur la scène de l’historie. C’est au cœur de la conscience nationale que s’élève et se vivifie la conscience internationale” (175, énfasis agregado). Edward Said también observó que grandes intelectuales como Tagore en India y José Martí en Cuba nunca renunciaron a la crítica por su nacionalismo, más bien por ello permanecieron nacionalistas, “never abating their criticism because of nationalism, even though they remaining nationalist themselves” (Representations, 41).

De forma casi simultánea a Fanon, Leopoldo Zea en el México de 1953 revindica lo universal desde una filosofía particular[18], una “filosofía americana”, en contraposición de lo universal reducido a una filosofía particular de una determinada región del mundo, como ha sido el prejuicio europeo y europeísta en el que “lo accidental es elevado a categoría de substancia” (86).[19] Esta descolonización cultural se asienta en la conciencia de que “el universalismo de que siempre hace gala Europa, no es sino una forma de justificación localista con exclusión de otras corrientes culturales que no se adaptan al punto de vista europeo” (Zea, 20). La crítica de Zea madura y se vuelve propia del poscolonialismo —Zea habla de “coloniaje cultural” (87)— que seguirá décadas después:

Pueblos que así mismos se llaman representantes de la Humanidad, donadores de toda posible cultura, representantes de la civilización. En nombre de la misma imponen, por todos los medios, su dominio a pueblos que no pueden justificarse de forma semejante. Pueblos que se erigen en cultivadores y civilizadores de otros pueblos. Estos últimos pueblos para salvarse, esto es, para que puedan ser considerados dentro de la órbita de los pueblos civilizados o cultos, tendrán que someterse a la acción de estos con negación absoluta de lo que les es propio. (Zea, 86).

Zea atribuye esta característica colonial e imperialista a Occidente en particular. “Pocas culturas como la Occidental poseen este grado de negación de la existencia de otros pueblos […] Toda cultura y, con ello, todo hombre, tendrán que justificarse ante el mundo occidental para poder tener derecho a ser considerados como tales” (87).

De esta forma, lo que podría parecer como una contradicción de los valores del humanismo tradicional, se revela consistente con él mismo: como hemos visto antes, la reivindicación de lo individual, de lo particular, no es un obstáculo para la igualdad, la universalidad y la unidad —vuelta al origen—, sino un requisito previo: la igualdad-diversa de la igual-libertad. Si en la imperialista Europa la universalidad era imposición de su propia particularidad, en la América oprimida debía significar lo contrario. Alfonso Reyes, en “Pueblo Americano” (1959) lo expresa en este tono prometeico: “Pueblo me soy: y como buen americano, a falta de líneas patrimoniales me siento heredero universal […] Mi arraigo es arraigo en movimiento […] no deseo el peso de ninguna tradición limitada” (Reyes, 448).

Así, tomar conciencia de la diversidad y de la circunstancia de cada ser humano y de cada cultura es una nueva forma de ser universal (Zea, 89). La libertad no acentúa las diferencias sino que las mengua; igual, la diversidad acentúa la igualdad original de los seres humanos. La relación opresor-oprimido, colono-colonizado no potencian ni la diversidad ni la igualdad ni la libertad. Pero antes es necesario el camino de la liberación. Según Alfonso Reyes, “nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras como ya lo he dicho, es naturalmente internacionalista” (418). Esto sería así no sólo porque en nuestra tierra están dada las condiciones para la futura “raza cósmica” de Vasconcelos, sino porque nos hemos acostumbrado a tomar y manejar conceptos ajenos, europeos (Reyes, 418). “Nuestra América debe vivir como si se preparase siempre a realizar el sueño que su descubrimiento provocó entre los pensadores de Europa: el sueño de la utopía, de la república feliz” (419). Una vez más se repite el sueño humanista, “el derecho a la ciudadanía universal” (420). El antiguo margen procura revindicarse aún proponiéndose superior: “la cultura americana es la única que podría ignorar, en principio, las murallas nacionales y étnicas” (424).

 

3.4 La ciudad letrada y los ríos profundos

¿Cómo presentar, simultáneamente, la historia como círculo repetido de opresión, y la historia como espiral liberadora?

Ariel Dorfman, Hacia la liberación del lector latinoamericano, pág. 136.

 

Desde los orígenes del Humanismo, han ido quedando cada vez menos dudas de que el hombre es un animal histórico. Karl Jaspers, en Origen y sentido de la historia (1949) lo definió como un ser inacabado y Ernesto Guevara lo entendió igual: “Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de producto no acabado” (Obra, II, 11). Poco después Paulo Freire lo confirmará de otra forma: “los hombres, diferentes de los otros animales, que son sólo inacabados mas no históricos, se saben inacabados. Tienen conciencia de su inconclusión” (92). El problema surge cuando debemos determinar la importancia de un tipo de historia sobre las otras. Cuando se entiende la historia del arte y la filosofía como una sucesión de ideas y formas de pensamiento creadas por individuos, resulta raro establecer, como lo observó Edward Said, alguna conexión del pretendido pensamiento puro con los intereses políticos, con un contexto imperial o con el poder que articuló las sociedades donde surgió tal o cual corriente de pensamiento. Aquí podríamos ver la política como un factor teleológico concreto: la universalidad de un pensamiento puro, tanto por los valores del pensamiento como por su pretensión de universalidad pueden servir y ser explicados por un propósito colonialista, por ejemplo (una crítica similar es la formulada por Leopoldo Zea). Podríamos conjeturar que así como cada idea está, inevitablemente, en el contexto de una determinada corriente de pensamiento, así también cada forma de pensamiento —ilustrado o popular— está dentro de un determinado paradigma dominante de una sociedad en un momento histórico dado. Lo cual no significa que un filósofo sea prisionero del paradigma de su tiempo sino que, por acción o por reacción, se debe él y éste a una historia.

Pero vayamos al centro de este capítulo. De forma insistente, la ensayística del siglo XX ha intentado explicar cada presente de América Latina recurriendo a la historia. ¿Pero cuál historia? La historia ilustrada de Europa. Desde Ariel (1900) de J. E. Rodó, La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos, Siete ensayos de interpretación (1928) de José C. Mariátegui hasta El espejo enterrado (1992) de Carlos Fuentes o Las raíces torcidas de América Latina (2000) de Carlos Alberto Montaner, los escritores del continente apenas sí se han detenido en las raíces precolombinas como traza paradigmática. Más bien el entendido es que se tratan de culturas muertas por la Conquista y su valor es más simbólico que real. Quizás El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz —como versión mejorada de la obra de Samuel Ramos—, sea un ejemplo contrario. En los demás, la herencia indígena sobrevive cuando coincide con los defectos de España. Las sociedades verticales de Mesoamérica fueron reemplazadas por la sociedad vertical de España, razón por la cual América Latina ha encontrado siempre dificultades en madurar una cultura democrática, etcétera.

Las instituciones de la Corona y de la Iglesia, del absolutismo real y de la fe católica, derrotaron tanto al conquistador como al conquistado, y establecieron, en lugar de las estructuras de poder verticales de los aztecas, las estructuras de poder, igualmente verticales, de los Austrias. Somos los descendientes de ambas verticalidades, y nuestras tenaces luchas a favor de la democracia son por ello más difíciles y, acaso, más admirables. Pero debemos comprender que la conquista del Nuevo Mundo fue parte de la dinámica de la Reconquista de España. (Fuentes, Espejo, 138)

Lo cual podemos aceptar pero resulta insuficiente. No se explica cómo es posible anular complejas culturas, algunas milenarias, sostenidas por la práctica y el pensamiento de millones de habitantes que desde la colonia hasta mucho después de las independencias no habló el idioma del conquistador ni mucho menos pudo leerlo, estudiarlo y entenderlo sino que más bien lo resistió o lo sufrió de forma pasiva.[20] Sería como afirmar que la cultura y la mentalidad del pueblo español del siglo XVI se debía al pensamiento de los autores clásicos, porque los intelectuales y la elite gobernante leían y escribían en latín. En algunos casos se reconoce un sincretismo en las artes plásticas y en la religión, pero las peripecias de los Habsburgo o los Austrias en España ocupan capítulos enteros con la convicción implícita de que allí radica la razón de nuestros presentes. Montaner va más lejos aún y encuentra en Platón y en Aristóteles a los representantes del estatismo y del libre comercio, porque “hay ideas centenarias, a veces milenarias, que quedan enquistadas en la memoria intelectual de los pueblos” (100). De ahí se entiende que, aunque “un sindicalista rural boliviano o un pequeño empresario paraguayo jamás hayan leído una letra de Aristóteles […] esa ignorancia no los salva de sufrir las consecuencias de estos y otros poderosos pensadores de nuestra tradición” (100). El autor no considera que Grecia también forma parte de la tradición intelectual anglosajona, su modelo antagónico de la atrasada España. Pero lo que nos interesa ahora es observar la importancia que tradicionalmente se les atribuye a esos “poderosos pensadores” —que pocos han leído— y la negligencia absoluta de la cultura popular —en la que muchos han vivido—, para explicar no el pensamiento de Nietzsche o de Derrida sino la mentalidad de todo el pueblo latinoamericano.[21] Por el contrario, es posible que el quiebre de la continuidad histórica del mundo prehispánico no haya sido tan radical como lo presenta la historia escrita. Se entiende que aquellos aztecas que sacrificaban víctimas a sus dioses nada tienen en común con los apacibles mexicanos de hoy, pero la continuidad de la Europa donde se torturaban y quemaban víctimas en las plazas públicas, ante la excitación del pueblo y en nombre de un dios misericordioso, es resuelta por la idea de una evolución natural. Esta misma idea es discutida en un pueblo que se reconoce o quiere reconocerse como indígena sólo porque sus prácticas han cambiado significativamente. Así, el cambio, la evolución dentro de una misma tradición, la conservación de una identidad contra todos los vientos de la historia son virtudes exclusivas de los países desarrollados. A los pueblos colonizados sólo les queda la opción de asimilarse, de realizar una transfusión de sangre, como lo quería D. F. Sarmiento o, al decir irónico de Leopoldo Zea, “para salvarse, esto es, para que puedan ser considerados dentro de la órbita de los pueblos civilizados o cultos, tendrán que someterse a la acción de estos con negación absoluta de lo que les es propio” (86). Incluso cuando un conservador religioso del mundo anglosajón habla de “volver a los valores originales” nunca se entiende que está proponiendo abandonar todos los beneficios ideológicos y materiales del presente, pero si un amerindio propone lo mismo se le exige que abandone los beneficios del mundo contemporáneo y regrese al uso de taparrabos y a la economía de subsistencia. Este tipo de acusaciones es propio de libros como El regreso del Idiota latinoamericano (2007) de Mendoza, Montaner y Vargas Llosa.[22]

Dentro del grupo de escritores comprometidos, encontraremos posiciones ideológicas opuestas a las mencionadas anteriormente pero que todavía consideran la tradición del pensamiento europeo como abrumador protagonista. Las venas abiertas de América Latina (1971) de Eduardo Galeano, es un ejemplo. En su obra posterior, como en la trilogía Memoria del fuego (1982-86), la voluntad de reivindicación del oprimido es la misma, pero la perspectiva del análisis ya no es tan próxima al materialismo dialéctico. Aunque paradójicamente basado en una rigurosa documentación textual escrita, Memoria del fuego se estructura por micronarraciones con rasgos orales. Pero no estamos ante el escepticismo posmoderno, porque el factor ético-político estructura toda la obra, además de asumir la existencia de una verdad posible —la historia reprimida por la violencia política— que confiere sentido al resto de la Historia. Pero sobre todo se aproxima al paradigma amerindio de la recuperación de un orden justo, la reivindicación del fuego regenerador de la sangre desacralizada por el oro.

No obstante, falta en nuestra tradición intelectual un reconocimiento más explícito y una mayor concentración de la investigación latinoamericanista en una herencia popular que ha sido oscurecida por la cultura ilustrada de los intelectuales que inventaron las repúblicas iberoamericanas en el siglo XIX y que en el siglo XX proyectaron infructuosamente una segunda independencia llamada liberación nacional. Esa herencia cultural, ese texto oral, gestual y práctico, permea una masa poblacional que durante siglos fue mayoría en el continente y que, al convertirse en paradigma de los intelectuales comprometidos, llegados de los barcos del humanismo europeo, dejan su marca en la nueva literatura latinoamericana. Si esos rasgos han beneficiado o perjudicado el destino de nuestros pueblos es algo que no juzgaremos aquí. Sí podemos entender que, en cualquier caso, cualquier toma de conciencia comienza con el reconocimiento de una situación, de sus orígenes y de sus implicaciones. Es ese momento en que podemos pensar en que la libertad existe para salir de un círculo que puede tener una apariencia determinista o, por el contrario, optar por permanecer en él. Pero entonces ya no sería producto de la fatalidad sino de la libertad.

Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1992) repite —como todos nosotros— varios lugares comunes de la crítica contemporánea. Uno de éstos, quizás fundamento de la visión histórica de nuestro continente, afirma que “cuando Moctezuma y su imperio se hundieron en las aguas sangrientas de la laguna, el tiempo original del mundo indígena desapareció para siempre, sus ídolos rotos y sus tesoros olvidados, enterrados todos, al cabo, bajo las iglesias barrocas cristianas y los palacios virreinales” (124). Enseguida relativiza esa desaparición definitiva de todo un mundo sugiriendo, de forma poética, que “por encima de este drama siempre se puede escuchar, como un murmullo en la historia, las voces de los conquistados y los conquistadores” (124).

En nuestro trabajo no asumimos que este carácter fantasmagórico y anecdótico de un “murmullo” apenas, de una lucha romántica entre caballeros incompatibles —más propio de las aventuras literarias del Cid campeador harto celebradas por una cultura medieval que celebraba la limpieza étnica y la pureza cultural— revele toda la realidad histórica y literaria. Apenas sí muestra la apariencia de un proceso y confirma una representación creada previamente por la crítica y la historiografía como si fuesen hechos. Por el contrario, de nuestro estudio inducimos una influencia de los elementos reprimidos de una cultura que el conquistador quiso, de forma fantástica, borrar del mapa y de forma no menos fantástica fue asumido por gran parte de la crítica y la ensayística. Se confinó el factor amerindio a un período anterior a la Conquista. Sus restos remanentes fueron acomodados en la superficie de la anécdota folclórica, como las vestimentas, la comida, los bailes y alguna que otra inocente leyenda, mientras se asumía que lo más profundo y vertebral era el componente hispánico, la cultura del conquistador. Es común asumir, por ejemplo, que en América Latina “el derecho romano es la fuente misma de todas las tradiciones. Y es la fuente también de otra tradición hispánica, la idea, formada mediante el lenguaje y la ley, el Estado como coautor del desarrollo y la idea de justicia” (Fuentes, 44). Lo que confirma como idea central otro libro semejante y muy promocionado de Alberto Montaner (Las raíces torcidas de América latina, 2000): “Si las premisas de este libro es que las instituciones y el comportamiento de los latinoamericanos hay que rastrearlos en la tradición occidental, el obligado punto de partida es Grecia” (77). De hecho, así lo hace, atribuyendo a “poderosos pensadores” como Aristóteles y Platón ideas “enquistadas en la memoria intelectual de los pueblos” (100), aunque quien las sufre “un sindicalista rural boliviano o un pequeño empresario paraguayo” jamás haya oído hablar de sus autores (100). O pretende explicar el supuesto sexismo y el racismo latinoamericano recurriendo a la historia sexual y racial de Grecia y Roma.[23]

Vamos a trabajar sobre la hipótesis contraria. Para ello, identificamos dos formas principales de praxis cultural: la cultura ilustrada y la cultura popular, la literatura escrita y la literatura oral, la historia oficial y la memoria de los pueblos oprimidos, la representación explícita y la cosmovisión implícita, la cultura políticamente correcta y aquella otra cultura que para sobrevivir debió trasvestirse y, al hacerse invisible, se infiltró en cada intersticio de la cultura ilustrada, especialmente en el siglo XX con los escritores políticos o comprometidos. Incluso en estos últimos, el factor consciente que respondió a la tradición del colonizador —el factor ideológico, como el marxismo en casos— encubrió una visión particular, amerindia, que lo motivaba aún en contradicción con la tradición progresista y moderna del humanismo europeo al que se subscribía. Razón por la cual esa búsqueda del paradigma se debe realizar identificando aquellos momentos, a veces escasos, donde la cosmogonía del autor surge o se refleja en las palabras más profundas o más cotidianas. Esta visión, casi siempre es una condición implícita, pocas veces evidente en el detalle por sí solo.

No obstante, aún antes de esta clase intelectual del siglo XX, podemos preguntarnos qué ocurrió con los intelectuales anteriores, con los escritores que se hicieron y se representaron entre los libros y bajo el prestigio de la cultura española del siglo XVII. Se podría considerar, por ejemplo, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz como un trasplante occidental y casi indiferente de la poesía española del siglo XVII al otro lado del Atlántico. También sus ensayos están plagados del estilo erudito y a veces pedantesco del Siglo de Oro. Sus referencias son bíblicas o de la literatura clásica, Grecia y Roma. Sin embargo, su interés, la novedad o el desafío de su literatura radica principalmente en lo que dice, no en cómo lo dice. Quizás, como en los demás casos, otro interés debería estar en lo que no dice y por qué no lo dice.[24] Sabemos que muchas cosas no las dijo por censura eclesiástica. El clero de la época demostró que se podía censurar a alguen publicándolo, y la intelectual mexicana era consciente de este panóptico eclesiástico. ¿Pero qué otro tipo de censura operó para que su conocimiento y la educación popular que recibió de sus criadas indias no se transparente de forma explícita en su obra? ¿No será que lo está de forma reprimida, ya que represión es lo que operó sobre esta región de su educación temprana, es decir, de su cultura, su intelecto y su psiquis profunda?[25]

Ángel Rama nos recordó algo que es básico en cualquier antropología: las represiones son componentes obligados en cualquier cultura (Transculturación, 92). En el caso latinoamericano, por razones históricas, éste factor ha sido fundamental y quizás definitorio. La Conquista, con su violencia bélica y su violencia moral asentada en el complejo de superioridad de la cultura europea se perpetuó en el rechazo público y sistemático de la clase criolla dominante en las nuevas repúblicas del siglo XIX hacia todo lo amerindio. En literatura, el romanticismo que sirvió como forma de legitimación intelectual del nuevo proceso de consolidación de las nuevas repúblicas con su desesperada búsqueda de identidades definidas, fue otro trasplante de la cultura ilustrada de Europa. Desde el romanticismo de la primera mitad del siglo XIX en el Río de la Plata hasta el de la segunda mitad en la región andina, se trató de una nueva superposición cultural, más que una transculturación o, menos, una recuperación de la cultura vernácula, popular. Ángel Rama recuerda que, “sea cual fuere la valoración que se asigne a la obra de Ricardo Palma, cuya rehabilitación fue abierta por el propio Mariátegui haciendo de él un intérprete del demos limeño, no hay duda de que en 1872, la ‘tradición peruana’ es una solución estética epigonal que todavía se abastece de la literatura española romántica cuando no de los maestros del Siglo de Oro” (134). Una y otra vez estamos ante el divorcio y la represión de una de las partes sobre la otra: la “ciudad letrada”, la clase alta y su cultura ilustrada, sobre la mayoritaria sociedad oral de una cultura popular que no podía estar muerta sino ignorada o despreciada por aquella. No será hasta mediado del siglo XX que este signo se revertirá. Las culturas y las razas antes despreciadas se volverán centro de reivindicación. Hernán Cortés, Domingo F. Sarmiento y el indigenismo del siglo XX podrían considerarse representantes de esos tres momentos. El mismo Ángel Rama define cuatro apariciones del indio como tema en la literatura latinoamericana: (1) en la literatura misionera de la Conquista; (2) en la literatura crítica de la burguesía mercantil del período revolucionario; (3) en el romanticismo como lamentación por su destrucción; y (4) “en pleno siglo XX, bajo la forma de una demanda que presentaba un nuevo sector social, procedente de los bajos estratos de la clase media, blanca o mestiza. Inútil subrayar que en ninguna de esas oportunidades habló el indio, sino que hablaron en su nombre” (139). Tampoco el público consumidor de esta literatura fue el pueblo iletrado, lo cual no sólo establece una barrera que separaba un estamento cultural del otro, sino que, por otra parte, debió “preservar” por largos siglos las características y valores de la forma más radical posible. La literatura, aún cuando tenía al indio como tema de reivindicación, era un producto de consumo de las clases ilustradas. Esto había pasado, según Rama, con el Memorial de Las Casas, Siripo de Albarden, Tabaré de Zorrilla de San Martín y Huasipungo de Jorge Icaza (143). Pero el hecho de que el estamento ilustrado ignorase doblemente (como productor y como consumidor) al estamento popular, no significaba que estuviese muerto.

Lo que ignoraron mayoritariamente fue la cultura indígena del presente, viva y auténtica bajo los harapos materiales o la injusticia opresora. Y por la más simple de las razones porque le parecía inexistente o inferior (y de ahí el vertiginoso remontar del tiempo para mitificar el pasado, el Inkario, recuperándolo sólo a él, o sea las leyendas en la cultura presente) en lo cual no hacían sino probar en cuáles fuentes culturales se abastecían, que no eran otras que las de la cultura de la dominación, cuyo signo habían invertido. (144)

El mismo Mariátegui entendía que lo único que sobrevivía del Tawantinsuyu era el indio como cuerpo biológico, ya que la civilización había perecido. Pero al no distinguirse civilización de cultura y ésta de paradigma existencial, podemos entender que incluía estas últimas en la primera (Rama, 149).

Por otro lado, como síntoma y fenómeno nuevo del siglo XX, la reivindicación junto con el ascenso de las clases pertenecientes al estamento no ilustrado, encontró formulaciones que al invertir los valores dominantes se encontraron en un extremo igualmente inverosímil de interpretación. Según Rama, las nuevas reinterpretaciones del pasado incluía la imposición de “un nuevo mito que quedó definido en el título de un libro famoso, El imperio socialista de los incas, pero que fue un lugar común del pensamiento político socialista, que vio en la supervivencia del ‘ayllu’ la llave para conectar las estructuras económicas arcaicas con las más modernas en un abrir y cerrar de ojos transitando milenios” (147).

Podemos pensar que el mismo proceso del humanismo europeo —que revalorizó la cultura popular en Europa y reivindicó la universalidad del individuo como igual y libre aunque deformado por las sociedades verticales compuestas por castas o estamentos y regidas por el prestigio de la autoridad— provocó en la América Latina del siglo XX una reacción contra las clases dominantes, visualizada principalmente por la ideología contestataria del socialismo. El liberalismo del siglo XIX se continuó “naturalmente” en un pensamiento más radical que luego fue identificado con su contrario: el marxismo. Esta nueva filosofía europea, aunque de una formulación compleja y sólo accesible en su plenitud a los nuevos intelectuales, se acercó a las masas no-letradas del continente y de allí recibió la influencia de una tradición que nunca había muerto sino sólo se había transformado bajo las sombras eternas que proyectaba la cultura ilustrada, principalmente europeísta. Así, al mismo tiempo que los intelectuales se acercaban a un grupo (las emergentes clases bajas) y rechazaban otro (las tradicionales clases oligárquicas), también la cultura popular, oral e iconolástica, disputó a la antigua cultura ilustrada el prestigio del libro. El intelectual se popularizó y el pueblo se intelectualizó. Así se llega a un fenómeno aparentemente contradictorio en América Latina: los intelectuales comprometidos, los escritores de izquierda, articularon un discurso racional, el marxismo, al tiempo que se sumergían en un paradigma que lo contradecía: la reivindicación de un mundo mítico, de un regreso al origen, a la sabiduría de la naturaleza antes que al de la industria, de la emoción antes que de la racionalidad, de la estética y la espiritualización del Cosmos antes que del progreso moderno.

Este proceso, como forma de resistencia a la aculturación, es una nueva transculturación. El mismo Rama resume que el conflicto colono/colonizado y luego oligarquía urbana de la república/pueblo “es un conflicto resuelto de distinta manera, donde no se produce una dominación arrasadora y donde las regiones se expresan y afirman, a pesar del avance unificador” (71). Por el contrario, en muchas regiones, sobre todo en las interiores del continente, aquellas alejadas de los puertos donde radicó siempre el poder político y económico, se produce “un fortalecimiento de lo que podemos llamar culturas interiores del continente, no en la medida en que se atrincheran rígidamente en sus tradiciones, sino en la medida en que se transculturan sin renunciar al alma, como habría dicho Arguedas. Al hacerlo robustecen las culturas nacionales (y por ende el proyecto de una cultura latinoamericana), prestándoles materiales y energías para no ceder simplemente al impacto modernizador externo” (71). La literatura latinoamericana recibió el influjo de la literatura europea desde las crónicas hasta la literatura religiosa y liberal. Pero también “recibió el discurso religioso, ritual e historiográfico indígena (Popol Vuh, Chilam Balam, etc.) y muy tempranamente lo incorporó a la literatura debido a su prestigio fundacional” (89). Sin embargo, aún queda por señalar que, en un caso o en el otro nos estamos refiriendo a un medio y a un prestigio legitimador heredado del antiguo continente, el libro. Sin la palabra escrita, como en el caso de Bernardino Sagún, y en un contexto dominado por la literatura y las armas europeas, se podía haber perdido gran parte de las leyendas originales. Aún ante esta adversidad política y cultural, podemos pensar que los paradigmas cosmológicos amerindios como sus tradiciones más visibles, sobrevivieron en su soporte original: la oralidad, la iconografía y una praxis o modus operandi. Periódicamente, por razones religiosas (la evangelización), políticas (la conquista) o filosóficas (el humanismo), estas tradiciones migraron de la palabra oral a la escrita y viceversa. “La década de los cincuenta marca el triunfo del movimiento indigenista, lo que quiere decir que ha logrado su propósito primordial: corroer los valores de la cultura dominante, precipitarlos en una crisis de descrédito, obligar a la nacionalidad a aceptar nuevas proposiciones” (Rama, Tranculturación, 158).

Sobre todo a mediados del siglo XX, la reivindicación indigenista permeó la cultura ilustrada y gradualmente impregnó lo que llamamos Literatura del compromiso. Ángel Rama reconoce implícitamente la posibilidad esta hipótesis por su negación ilustrada:

El monumental corpus de mitos y leyendas recogido por los antropólogos prácticamente no ha rozado a la literatura, ni ha provocado el interés de los estudiosos contemporáneos, ni aún de aquellos que vienen proponiendo una renovación del concepto de literatura pero siguen estudiando las que tradicionalmente se han llamado obras literarias, según la pauta cultista de esta indesarraigable ‘ciudad letrada’ que rige el continente desde los albores de la colonización hasta hoy. (89)

Luego, refiréndose al libro Antes o mundo não existia, que publicaron padre e hijo indígenas de Brasil, observa la diferencia insalvable —sino por una transculturación— entre el soporte oral y el escrito. La obra original, en lengua india, había sido transmitida de forma oral y controlada a través del tiempo por la censura comunitaria, al mismo tiempo que formaba una especia de opera integrando palabras, ritmos, creencias, danzas, dibujos, olores, sexo y piel. Todo con el propósito de regular la vida de la comunidad. No obstante, el paso al soporte del libro resultó en “un texto con autores individuales, en lengua portuguesa, del género relato mítico, que ha adquirido marcados rasgos de la definición corriente (occidental) de literatura” (90).

Estas observaciones que son ciertas para la tradición literaria de una clase ilustrada (la “ciudad letrada”) puede ser cuestionada para el período de la Literatura del compromiso por otra razón que el mismo Rama anota: “…la mayoría de quienes abandonan sus regiones de la juventud y se integran a centros urbanos o capitalinos, no pierden la marca profunda con que los ha modelado su cultura regional” (95). Lo que significa que hubo una transculturación inversa, de la literatura ilustrada por la fuerza de una cultura no literaria, invisible a los medios técnicos de difusión, pero abrumadoramente mayoritaria —en términos de población— desde la Conquista hasta entrado el siglo XX.

Este proceso se revela de forma clara en la biografía intelectual de Ernesto Che Guevara, desde el momento en que deja la facultad de medicina para recorrer una América Latina que le era ajena y desconocida a un burgués de la clase media argentina. No por casualidad su paso por Perú fue significativo en su primer viaje como lo fue Centroamérica más tarde. Por otra parte, la nueva literatura latinoamericana, en parte identificada con el “boom” de los ’60, no es un acto de creación ex nihilo, como no lo es ningún producto cultural. En este caso, el camino estaba trazado por las “contravalorizaciones” ideológicas del continente, además de la influencia de las entonces moribundas vanguardias europeas. Ángel Rama reconoció en este conjunto de obras valores paradigmáticos procedentes de una tradición popular, es decir no ilustrada:

Al vigor y fijeza de estos componentes culturales tradicionales, puede atribuirse la atención que los novelistas de la transculturación otorgan a los arquetipos del poder de la sociedad regional, y la muchas veces subrepticia y no querida atracción por las permanencias aristocráticas. Hay una visión patricia que subyace en las invenciones de José María Arguedas, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, la que funciona sobre una oposición dilemática entre pasado y presente, donde los reclamos justos de la actualidad no logran empañar la admiración por los rezagos de una concepción aristocrática del mundo que está siendo objeto de idealización. (Rama, Transculturación, 98)

Rama identificó estos nuevos movimientos, como el nativismo, el indigenismo y el negrismo como propios de clases medias emergentes cuyos investigadores y teorizadores buscaron una “intrahistoria latinoamericana conservada viva en los estratos inferiores de la sociedad” (161). Sin embargo, esto es percibido por la crítica más como un proyecto ideológico que como una realidad existente o en construcción. En su análisis, Rama se extiende sobre las influencias que la cultura moderna ha ejercido sobre los inmigrantes serranos a Lima y, sobre todo, sobre las sierras y las aldeas a través de la construcción de caminos y nuevas formas de comunicaciones. Pero no se refiere de la misma forma a la influencia inversa, la que ejerció la cultura india sobre la ilustrada, la influencia del conquistado, a pesar de hablarse de transculturación. Fueron las

comunidades originarias donde mezcladamente se registran influencias positivas y negativas: mejoras materiales junto a desequilibrios abismales, pero sobre todo la pérdida de sus raíces, la destrucción de un equilibrio cultural que no es reemplazado por ningún otro equivalente, el arrasamiento de una cosmovisión comunitaria reemplazada por el ‘individualismo escéptico’ de la sociedad burguesa contemporánea. (169)

Aquella supuesta intrahistoria, que recuerda algunas ideas de la España desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo siguiente, no es sólo una forma de interpretar la realidad sino un instrumento legitimador de lo propio ante el otro amenazante. A mediados del siglo XX, “en el pensamiento crítico de la época, ese papel de redentor que el marxismo atribuyó al proletariado, fue trasladado al indio puro, al integrante de los ayllus de la serranía del sur y en el mismo sentido, idealizando más si cabe y dotándolo de la función de ‘cordero pascual’” (185). No obstante, no por ello es una mera invención ideológica sino que, más bien, podemos verlo como el descubrimiento de una realidad que, en América Latina, estuvo oprimida y reprimida pero no extirpada ni desaparecida. Su influencia, como la influencia de la cultura ilustrada, formará parte de esa misma trancultruración que analizaba Ángel Rama, pero con una fuerza no vista antes del siglo XX. El factor principal, según nuestra hipótesis, consiste en la transferencia de un paradigma —una forma de pensar y de sentir— que va del grupo mayoritario de no ilustrados a los intelectuales ilustrados que luchaban por la reivindicación de aquel grupo emergente, apoyados por los valores del humanismo y, más concretamente, por diversas ideologías socialistas.

Luego de exponer esta problemática general debemos enfocarnos en un punto periférico de la rueda epistemológica. En el análisis de diferentes textos de lo que definimos como Literatura del compromiso, rastrearemos las trazas para definir, de una forma hermenéutica, el esquema general del paradigma dominante de los distintos autores. Según nuestra visión del problema, podemos distinguir la presencia de cuatro estadios principales. El paradigma histórico de los escritores comprometidos consiste en la forma implícita en que el escritor concibe el orden general que lo rodea: el significado de su labor estética, su función en la sociedad, el sentido del proceso histórico, etc. No obstante, no se trata aquí de disecar un modelo abstracto de tipo estructuralista sino de develar un paradigma que es siempre flexible y está cruzado por otros paradigmas que la historia ha articulado según las necesidades de su momento. Entiendo aquí que el estructuralismo, a medida que radicalizaba su búsqueda del arquetipo, eliminaba o trivializaba el significado del fenómeno particular. Sin embargo, podemos entender que dos cosas significan por sus diferencias. Jesús y Buda pueden compartir un mismo esqueleto arquetípico —al fin y al cabo Jesús se reencarnó en la naturaleza humana—, pero cada uno comienza a significar lo que es cuando se apartan del arquetipo. Al mismo tiempo, el reconocimiento de aquello que tienen en común fenómenos diferentes (“una piedra que cae y la Luna que no cae”[26]) es una de las reglas básicas de la inteligibilidad. A partir de allí las diferencias cobran un sentido.

En nuestro caso, la dinámica de los dos pares de hemisferios que se intersectan para definir cuatro cuadrantes, son definidos por las dos tradiciones principales que identificamos en este capítulo, con frecuencia contradictorias: la tradición europea del humanismo —a través de la cultura ilustrada— y la tradición del Cosmos amerindio —a través de la cultura popular tradicional.

 

3.5Rupturas y continuidades, muerte o represión

El mismo monopolio de la cultura ilustrada impuso a los intelectuales criollos las formas de verse así mismos y a la realidad americana a través de mitos fantásticos generados en Europa. Desde Ernesto Renán en la Francia del siglo XIX, el mito más recurrente quizás fue el mito de Calibán. Tomado de La tempestad de W. Shakespeare, Calibán representaba al caníbal terrible del que hablaba Américo Vespucio. No obstante, algunos europeos como Bartolomé de las Casas, Michel de Montaigne, René Descartes y el mismo Shakespeare alcanzaron a ver que esta representación del bárbaro como ser inferior, semejante a las bestias, era resultado de una visión ególatra de Europa. Al igual que Tomás Moro en Utopia (1516), no pocos humanistas propusieron una valoración autocrítica de signo inverso. Fernández Retamar recuerda que en 1589 Montaigne escribió un ensayo titulado “De los caníbales” donde aparece la idea de virtud del salvaje (17). Shakespeare leyó la traducción y fue de la opinión de que “nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones […] lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres’” (18). Pero en el siglo XIX, una vez más el hombre de la periferia vuelve a ser representado según las necesidades de un nuevo siglo marcado por empresas colonialistas. En Calibán, continuación de La tempestad (1878) de Ernesto Renán, el salvaje triunfa sobre Próspero e impone un gobierno caótico y corrupto. Esta metáfora podría entenderse como una respuesta a los acontecimientos de la Comuna de París, ya que Renán era partidario de una elite inteligente en el poder, pero también es leída por críticos como Fernandez Retamar como una alusión hacia las nuevas repúblicas hispanoamericanas que, por entonces, soñaban con el proyecto modernizador de Estados Unidos mientras sufrían luchas intestinas y repetidos fracasos económicos. Según Fernández Retamar, Renan era la expresión del imperialismo de su época, despreciaba las masas populares tanto como los demás pueblos del planeta (20). Edward Said también observó una operación de construcción del ser no-europeo por parte de la empresa imperial de la que formaba parte el mismo Renán. “Indeed, it is not too much to say that Renan’s philological laboratory is the actual locale of his European ethnocentrism” (Orientalism, 146).

De esta influencia intelectual, con algunas variaciones ideológicas, surgió Ariel (1900), donde J. E. Rodó sugiere la identificación de Iberoamérica con el númen alado y a Calibán con la democracia utilitarista (50), lo que puede entenderse en referencia a Estados Unidos. La vieja “madre patria” de donde procedían aquellos dioses que “comían de oro y plata” (Ayala, 266), aquellos hombres que según Huamán Poma de Ayala eran “como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juicio con la codicia del oro y la plata” (Burga, 82), por efecto de la decadencia geopolítica y la derrota final en la Guerra hispano-estadounidense (1898) se convierte en representante del espíritu alado de Ariel, facultado para la contemplación estética en oposición a la vencedora pero bárbara América sajona, de donde salen los nuevos dioses que comen cobre y estaño. Más tarde, Fernández Retamar y Benedetti rectificarán el paralelo erróneo de Calibán-USA sugerida por Groussac y difundida por Rodó (Fernández, 24). “Nuestro símbolo no es Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán” (30). Ariel, dice Fernández Retamar, es el intelectual de la misma isla que Calibán que puede optar por servir al invasor o unirse a Calibán en su lucha antiimprial (82). Aunque válido como instrumento de interpretación de una realidad infinitamente compleja, el mismo Fernández Retamar sospecha que esta nueva interpretación inversa del mismo mito sigue siendo un préstamo cultural de los vencedores (34), pero aún así confirma su utilidad: “asumir nuestra condición de Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista” (35).

De cualquier forma, queda explícito que el mismo Calibán no deja de ser otra invención europea, una interpretación desde la visión de los vencedores. Los otros, los vencidos, no sin rencor se ven a sí mismos desde los ojos de sus vencedores. Por otra parte, no hay razón suficiente para asumir que la continuidad del vencedor es la única continuidad posible en el espacio del vencido. Octavio Paz, por ejemplo, ya había observado en “Posdata al Laberinto” (1968) que si bien la Conquista había destrozado el mundo indígena y sobre sus ruinas había levantados el suyo propio, “entre la antigua sociedad y el nuevo orden hispánico se tendió un hilo invisible de continuidad: el hilo de la dominación. Ese hilo no se ha roto: los virreyes españoles y los presidentes mexicanos son los sucesores de los tlatoanis aztecas” (Laberinto, 282). Luego, además de una continuidad política —ideológica y estructural— señala un hecho que generalmente se desconsidera en los estudios sobre el presente de América Latina a través de su historia:

Es evidente que los reyes españoles eran ajenos a la mitología de los mexicanos, pero no lo eran sus súbditos, fuesen indios, mestizos o criollos […] Del mismo modo que la Roma cristiana prolongaba, rectificándola, a la Roma pagana, la nueva ciudad de México era la continuación, la rectificación y, finalmente, la afirmación de la metrópoli azteca. (283)

Para Paz, el catolicismo mexicano se concentra en el culto de la Virgen de Guadalupe, una figura femenina que es parte de una tradición mítica prehispánica. Precisamente, la aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego ocurre en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas (108). El hecho de que la conquista coincida con la derrota de Quetzalcóatl —dios del autosacrificio creador del mundo en la hoguera de Teotihuacan— y Huitxilopotchli —el joven dios guerrero que se sacrifica— representa la derrota de estos dos dioses en la Conquista y el regreso a las divinidades femeninas (108).

Las religiones monoteístas o las monolatrías derivadas de la tradición hebrea repudian y castigan la formación de imágenes humanas y mucho más su adoración. Similar ha sido el Islam y en menor medida el protestantismo. No así el catolicismo. Las antiguas religiones romanas dejaron su herencia en la nueva religión del imperio.

No obstante, en el catolicismo europeo la valoración de imágenes de la Sagrada familia, de una vasta colección de santos y de partes de santos es aún un fenómeno secundario en comparación a la liturgia. Diferente, en el protestantismo el espectáculo del rito ha sido sustituido por el trance proselitista y el orgullo público de ser un elegido de Dios.[27] En el mundo católico, este trance colectivo de la oratoria está casi todo exorcizado en la política. En particular en el continente de los pájaros, en el mundo latinoamericano donde la política, la cosmología y la literatura son la misma cosa con profesionales diferentes.

Pero la percepción literaria del mundo en el mundo amerindio es, ante todo, visual. Es propio de un mundo vivo donde la tierra no es un reino maldecido por una abstracción celeste sino parte del cosmos, parte de la unión entre la serpiente y el ave.

El rasgo que mejor distingue la religiosidad del continente es la veneración de la virgen María, en particular en su versión guadalupana. Dentro de esta experiencia religiosa, un aspecto destacable son los avistamientos de la virgen. Si bien son conocidas las apariciones de vírgenes en otras partes del mundo, como la virgen de Fátima en Portugal, en América Latina la importancia de estas apariciones es mucho mayor y diferente en su naturaleza. El fenómeno no consiste en la aparición de la virgen sino en una imagen física de la virgen y a veces de Jesús. El milagro es siempre material y simbólico, como una huella es a un pie.

De hecho las apariciones de la virgen son prácticamente mínimas y resultan una anécdota que justifica la imagen que se venera. Se venera la representación en nombre de lo representado. Así se produce el milagro: se une el agua con el aceite, se compatibiliza la sensualidad amerindia con la abstracción judeocristiana.

Según la tradición, la virgen de Guadalupe sólo se apareció al indio Juan Diego hace más de cuatro siglos. Pero las apariciones de las imágenes de la virgen han sido innumerables. Aún cuando la tradición teológica y popular alega que no se venera una imagen sino lo que representa, lo cierto es que lo representado no puede ser fácilmente sustituido por una copia cualquiera, como una Biblia y su copia tienen el mismo valor semántico y religioso. Los estudios y las leyendas que se tejen entorno a la pintura de la virgen de Guadalupe en México están rodeados de misterios visuales. En uno de ellos se ha llegado a mostrar o demostrar que en la iris del ojo izquierdo de la pintura de la virgen están representados una serie de personajes históricos que van desde el indio Juan Diego arrodillado hasta el obispo Zumárraga.

Los misterios ópticos son de tal grado de importancia que quienes creen descubrirlas no se preocupan por el mensaje o la interpretación que el milagro puede portar sino por el milagro mismo de la imagen que luego atribuyen poderes chamánicos de sanación. Esto se resuelve con un mismo mensaje repetido y siempre intrascendente, como la alegación de que una aparición significa que tiempos terribles están por venir.

Lo que queda claro es la importancia visual de la experiencia religiosa, es decir, la conexión entre espíritu y materia, entre la divinidad y la sensualidad de la imagen que representa el extremo opuesto de la abstracción hebrea o islámica.

Esta es la misma conexión cosmogónica que tenían los pueblos amerindios antes de la llegada del colonizador europeo. Muchos especialistas han observado que la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro de Tepeyec, el mismo lugar donde los indígenas adoraban a Tonantzin, demuestra o sugiere la sustitución de la Diosa Madre amerindia por la Madre del hijo de Dios —Madre de Dios, según tradicional equívoco—. No obstante podemos alegar que si en la liturgia consiente hubo una sustitución, también podemos considerar que la imposición teológica y moral del colonizador sólo confirmó los valores y las percepciones anteriores que sobrevivieron reprimidas en un pueblo numeroso.

La (original) virgen de Guadalupe está rodeada de símbolos que podemos rastrear entre los aztecas y hasta la mítica Tula, como el Quinto Sol y la Luna. Podemos agregar otros detalles. El color verde que rodea a la virgen de Guadalupe, presente en la bandera de México, probablemente se refiere al verde del quetzal. La misma forma de la capa de la virgen se asemeja a las alas del ave sagrada cuando posa en una rama. El verde fue un color divino y real en el cosmos amerindio y tal vez también representó la libertad, debido a que el quetzal no se reproduce en cautiverio. También verde era el color brillante del colibrí (Huitzilopochtli, el “Colibrí izquierdo”) y del agave (maguey) que florece después de cinco años para morir y reproducirse.

América es el continente de las aves y sin duda éstas representaron en un tiempo mucho más que simples adornos en un mundo material sino el espíritu mismo del Cosmos en movimiento, la unión del cielo y la tierra como el águila devorando la serpiente según la leyenda azteca.

Leopoldo Zea y otros latinoamericanistas han observado que en ningún otro continente como en América latina la colonización europea sustituyó las culturas originales. Creo que esta idea sólo se puede aplicar a los afros en Estados Unidos donde, más allá del pretendido nombre étnico y el color de piel, difícilmente se pueda encontrar algo de África que haya sobrevivido a la violencia del colono, como sí podemos encontrar en los afros de Brasil o del Caribe.

La civilización prehispánica no sólo sobrevivió en forma de influencias a escalas artesanales sino que la misma represión del colonizador minoritario provocó su travestismo y consecuente consolidación en lo más profundo del alma del futuro continente. Las diferencias culturales que identifican al pueblo latinoamericano proceden del vencido y del vencedor. Son los rasgos del vencedor, la civilización hispánica, los visibles, los únicos conservados en la letra escrita y en el poder de las instituciones. Pero son los rasgos del vencido los que han moldeado las formas de sentir y de ver el mundo, transmitidos en una forma de ser y de hacer, en las tradiciones orales y en las actitudes humanas ante los problemas, ante la vida y apenas visibles en sus detalles. La narración de sus héroes y obsesiones, la tradición de sus fracasos y renacimientos, lo revelan.

El travestismo de una cultura en otra, entonces, no significa la muerte de una o su total anulación cosmológica. Una divinidad católica toma el lugar, la vestimenta de una divinidad prehispánica pero su ser no desaparece. Ni la muerte de una diosa significa la muerte de una tradición milenaria ni la mentalidad de una elite minoritaria ha reemplazado la mentalidad de pueblos enteros. De la misma forma, resulta aventurado afirmar que la desoficialización de dioses como Quetzalcoatl representa la desaparición automática de toda una ontología, más allá del corpus mitológico que tampoco pudo ser borraodo.

Otro mexicano, Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1991) hace una larga historización del pasado europeo para explicar la mentalidad del continente americano. Sólo se detiene en aquellos aspectos prehispánicos que han sobrevivido porque coincidían con las características y los intereses españoles. Por ejemplo, dice, “el derecho romano es la fuente misma de todas las tradiciones. Y es la fuente también de otra tradición hispánica, la idea, formada mediante el lenguaje y la ley, el Estado como coautor del desarrollo y la idea de justicia” (énfasis agregado, Espejo, 44). La relación de los pueblos latinoamericanos con el Estado y su representación de la justicia es visto como una herencia romano-hispánica. De forma casi convincente, recuerda una expresión cultural que parece confirmarlo:

Estado representante del desarrollo y la justicia podía convertirse en un Estado visto, o que se ve a sí mismo, como superior a los gobernados y fuera del dominio de éstos. En este sentido, y desde el principio, España crearía una constante más. Podemos llamarla la dramatización poética de la injusticia y del derecho a la rebelión. Una obra de teatro como Fuenteovejuna, de Lope de Vega, en el siglo XVII, dramatiza de manera explícita el enfrentamiento del poder político y la ciudadanía. Fuenteovejuna describe la rebelión colectiva de una ciudad contra la injusticia. La ciudad asume la responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos, y cuando se les pregunta quién es el responsable por la muerte del comendador, todo el pueblo contesta como un solo hombre “Fuenteovejuna lo hizo”. El teatro de Lope de Vega y Calderón del Siglo de Oro demostraría que, finalmente, mediante la fusión y el desarrollo del gobierno romano y del estoicismo, la rebeldía y el individualismo españoles habían encontrado la manera de actuar colectivamente. (45)

Para Carlos Fuentes, con la muerte de Moctezuma “el tiempo original del mundo indígena desapareció para siempre, sus ídolos rotos y sus tesoros olvidados, enterrados todos, al cabo, bajo las iglesias barrocas cristianas y los palacios virreinales” (Espejo, 124). Apenas reconoce la sobrevivencia de “un murmullo en la historia, las voces de los conquistados y los conquistadores” (124). Esta hipótesis de una radical ruptura histórica es una declaración, pero no está probada sino por la fe de los lectores en la letra impresa por nombres reconocidos de la cultura continental. Es más fácil de inducirlo del material literario, ilustrado, que siguió después y, sobre todo, el los últimos siglos de la Conquista (XVII-XVIII) y en el primer siglo de las independencias (XIX) por una simple falta o carencia de registro de la cultura popular. No obstante esta violencia ilustrada, ejercida desde las elites intelectuales y desde el poder político-religioso, el siglo XX, desde la política, el arte y la antropología redescubrirán una presencia todavía viva de esa cultura históricamente negada o desprestigiada.

Asumimos en nuestro análisis que una de las claves de la realidad subterránea del continente latinoamericano —además de la problemática geopolítica y de su propia teleología— debe estar en una historia íntima que vaya más allá de la supuesta fractura del siglo XVI, de la misma forma que las claves de las formulaciones intelectuales de la elite criolla están en la antigua Europa. No tan sólo la historia oficial, es decir la historia que ha vencido en la lucha ilustrada del texto impreso —europeo—, la historia del vencedor que inaugura la dominante literatura en español —aún en países como Perú que en el siglo XIX todavía no tenían el idioma de los vencedores como idioma mayoritario—, sino la historia popular que los precede y sobrevive. Laurete Séroujé nos recuerda que tribus como los huicholes, tribu actual del noroeste de México, la religión náhuatl parece sobrevivir en múltiples creencias y ceremonias” (Séroujé, 168). Quizás en un tono más anecdótico, Eduardo Galeano recuerda de su paso por Quito, en 1976, que “los indios todavía visten de negro por el crimen de Atahualpa (Días, 107). El historiador y antropólogo Manuel Burga interpreta las fiestas y bailes y representaciones en Bolivia y Perú como una prueba de la permanencia de una identidad indígena y “una utopía andina” (26). Más aún, “los estudios sobre esta misma representación en América Central y México son también abundantes; toda las descripciones parecen coincidir en presentarlas como diversas variantes de una danza única” (27). Durante siglos, las autoridades europeas hicieron una minuciosa tarea de extirpación cultural. La respuesta de la memoria indígena consistió en una adaptación para la sobrevivencia. Los sacerdotes católicos fueron conscientes de este hecho desde el siglo XVI, razón por la cual llegaron a cambiar los calendarios, “aunque esto implicara un cambio en los santos patrones de cada pueblo” (Burga, 44). Lo mismo podemos pensar de la tradición africana. Aunque quizás menor en número y, sobre todo, desgarrada de su propio continente cultural, no por eso podemos imaginar una desaparición o una influencia despreciable. Aunque movido por una reivindicación, no deja de tener validez la síntesis poética de Nicolás Guillén: “Hay mi pequeño nombre / con sus catorce letras blancas” (Popular, 119) que, sin embargo, no pueden ocultar “esos tambores en mis ojos [porque] soy también el nieto, / biznieto, / tataranieto de un esclavo” (117).

Los dioses no mueren, se trasforman en esclavos de los dioses vencedores o en demonios de la nueva liturgia. No se trató de la sola sustitución de una cultura por otra ni de una mentalidad por otra. Cuando en el siglo XVI Pedro Cieza de León narra el proceso de exorcismo de un cacique indígena, Tamaracunga, y su posterior conversión al cristianismo (Imbert, 40-42), está demostrando en su práctica literaria una conversión al “realismo mágico”. Las crónicas de vasos de vino elevándose por el aire y hombres flotando cabeza abajo no son una particularidad del realismo español. No hay razones para asumir que la “superposición” de cultos significó el reemplazo absoluto de un paradigma mítico por otro. El mismo culto mexicano de la virgen de Guadalupe, es la adopción de la virgen morena que procede de un mestizaje anterior en el sur de España. En el continuo mestizaje no se produce la eliminación de una influencia por el predominio de la otra. Por el contrario, en la violenta historia del continente americano podemos asumir la sobrevivencia de un paradigma mítico tras la represión de otro dominante y, por una razón psicoanalítica, el periódico regreso del paradigma reprimido con diferentes máscaras. Es decir, reprimir significa una confirmación, no la supresión del recuerdo indeseado; es memoria que descansa, no es olvido. Es memoria del fuego, la que persiste más allá de las hogueras de textos mayas realizada por Diego de Landa Calderón en 1562.

El historiador peruano Manuel Burga, observa en Nacimiento de una utopía (1988) que “todos los pueblos sin escritura recurren a los rituales para recordar a sus ancestros míticos” (390). Las sociedades de la colonia eran sociedades rituales, “el pasado era más importante que el futuro para ellos. La angustia que les produjo la conquista, y luego la violencia colonial, los lanzaron hacia el pasado” (390). Huamán Poma de Ayala retrató varios de estos rituales y danzas donde se pueden ver españoles reproduciendo rituales indígenas en una ceremonia católica. Para Burga, son indios disfrazados de españoles representando un ritual disfrazado de símbolos católicos. La memoria maldita sobrevive a pesar de los extirpadores de idolatrías, de una forma aún más profunda que la ceremonia formal. Es memoria reprimida, grabada por el fuego de los extirpadores. Aún hoy, demuestra Burga, persiste esa narración muda en las fiestas locales de lo que fuese el imperio inca.

El nacimiento de las repúblicas iberoamericanas en el siglo XIX tuvo una razón económica más que ideológica. Por entonces, Juan B. Alberdi y otros ya lo entendían así, en oposición al idealismo romántico de D. F. Sarmiento.[28] Octavio Paz recuerda que no tuvo el mismo origen las revueltas en México, que luego llevaron a la independencia, que en América del Sur. En México se trataba de una reivindicación de la tierra, como aún hoy, mientras que en el Sur procedía más de una elite criolla. No obstante, podemos ver la creación de la identidad de estas repúblicas en su clase intelectual, ilustrada, humanista. Tanto el clasicismo como el romanticismo del siglo XIX latinoamericano son los dos rostros del humanismo que sirvieron a la ideología de la independencia y luego a la creación de las nuevas identidades. Pero esta realidad de papel —las constituciones y los ideales ilustrados— entró en permanente conflicto con aquella “realidad social”, varias veces denunciada, porque una procedía del humanismo europeo y la otra de la cosmología amerindia en lucha con la cosmología imperial europea. El siglo XX integrará en una síntesis particular estas dos fuerzas, la amerindia y la humanista.

La memoria mítico-poética es reformulada en la trilogía Memoria del fuego (1982-1986) de Eduardo Galeano. El fuego, que en la cultura Occidental, destruye herejes y textos demoníacos, es creador en la cultura amerindia que se impone, aún en un representante del rincón con menos tradición indígena del continente, como lo es el Uruguay. El fuego de Landa Calderón destruye el papel pero graba con su fuerza la memoria del pueblo vencido, la transforma en memoria oral, en inconsciente colectivo. Es el fuego con el que Quetzalcóatl recreó el mundo. El obispo de Yucatán escribió la historia de los mayas después de haber quemado sus documentos. Pero no fue aquella versión, la suya, sino la desaparecida, la que sobrevivió grabada en la memoria colectiva.

En nuestro análisis hemos identificado o sospechado una herencia popular, más fuerte y menos presente en la superficie visible de la cultura ilustrada que impregnará esta cultura con su impronta propia. Y así como las fuentes de la cultura ilustrada latinoamericana la vemos en el humanismo que llamaremos prometeico, las fuentes de la cultura popular está en la ontología y la mitología indígena, especialmente representada por el mito de Quetzalcóatl o Viracocha (veremos que las similitudes entre el destino de Moctezuma en México y Atahualpa en Perú revelan un origen mitológico común). Recordemos, además, que si bien en el Cono Sur hubo repetidas olas de inmigración europea y, en el caso de Sarmiento una deliberada voluntad de transfusión de sangre como forma de ruptura del cuerpo cultural americano, durante siglos el mismo monopolio impuesto por los españoles estableció un circuito comercial y, por ende, cultural que iba necesariamente de México y Perú hacia el Río de la Plata a lomo de burro. Esta influencia ha quedado solapada y se revela en ciertos vestigios verbales que proceden del quechua o en símbolos nacionales como el sol incaico (Inti) de las banderas de Argentina y Uruguay, a pesar de que el Río de la Plata es una de las regiones con menor influencia indígena del continente.[29] H. A. Murena, en El pecado original de América (1965), hace un compendio de arbitrariedades metafísicas. No obstante, expresa una idea que aún no ha sido rebatida: refiriéndose a la aparente singularidad europea de Argentina, recuerda que “el mestizaje americano —que en algunos países asume la forma racial— es de orden mental, espiritual” (Murena, 13).[30]

Una de las implicaciones históricas de este análisis podría resumirse en una frase quizás demasiado categórica: Amerindia se dejó conquistar. Abrió las puertas a los europeos y les entregó el poder de sus imperios. Fue sistemáticamente sacrificada, desde sus jefes hasta sus más humildes servidores. Tuvo con gran frecuencia caudillos rebeldes y casi por regla pueblos obedientes. No hay excusa para sufrir siglos de opresión por parte de una minoría tan incapaz de progreso como las masas indígenas que se contaban en millones y cuya fuerza no consistía tanto en las armas y en sus ejércitos (Burga observó que las armas de fuego no funcionaban en la humedad del Perú y eran más lentas que las flechas) sino en una fe que favorecía al opresor y otra que favorecía la opresión de la mayoría. Fue necesaria la soberbia del rioplatense para derrotar al imperio ingles y cruzar los Andes para expulsar al imperio español, mientras encontró su mayor resistencia en Lima, el bastión de la aristocracia criolla que aún en tiempos de González Prada o de Mariátegui continuaba explotando a millones de indígenas mediante la manipulación cultual e ideológica.

Para escritores como Mario Benedetti, el elemento homogeneizarte de ser latinoamericano provino en el sigo XIX de la oposición a España y en el XX a Estados Unidos, más que “la hipotética afinidad entre un maya de Yucatán y de un tehuelche de Patagonia” (Revolución, 30). Esto puede ser considerado de estricta precisión, pero desde un punto de vista ideológico. Ampliaremos, incluso, el protagonismo que tuvieron las fuerzas exteriores, siempre amenazantes, en la historia latinoamericana. Por otro lado podemos pensar que la vida de un pueblo no se construye ni se desarrolla sólo con ideas —en el sentido ilustrado—, aunque la mayoría de la literatura crítica y ensayística latinoamericanista se basa en esa hipótesis: se heredan las ideas y por esta razón, podemos explicar nuestro presente recurriendo a la historia de la Conquista e, incluso, de la antigua Roma y de la antigua Grecia.

Ahora, si planteamos la hipótesis de una herencia prehispánica que no se expresa en las ideas y muy poco en las imágenes sino en las emociones, en una cosmología radical y en una “ontología social”, podríamos dejar la impresión de que estamos planteando una especie de psicología natural del pueblo latinoamericano, con el agravante de que en un individuo es asumida como algo reversible y en un pueblo como una fatalidad. En nuestro análisis sostendremos la hipótesis de que ese pasado prehispánico sobrevive, junto con las ideas, las ideologías y la misma violencia, en gran parte heredadas de Europa. Como ejercicio, trataremos de exponer esas trazas en un espacio cultural limitado: la literatura del compromiso o la literatura política de la segunda mitad del siglo XX.

La corriente ilustrada se encuentra divorciada de la corriente amerindia durante todo el siglo XIX. Por lo menos podemos afirmar que la primera ignoró y despreció a la segunda, aunque este mismo desprecio, como el de F. D. Sarmiento, significa un irrefutable reconocimiento de su incómoda presencia. En el siglo XX la misma ficción histórica recuerda y exalta esta antigua particularidad. Andrés Rivera en la novela La revolución es un eterno sueño (1987) realiza el retrato de un caudillo argentino del siglo XIX, el doctor Juan José Castelli, una síntesis común del revolucionario ilustrado del humanismo y de la tradición del hombre de armas y letras de la vieja España. Como un don Quijote derrotado y vuelto a la cordura —es decir, a la locura común de su época—, comienza su testamento “aclarado que no soy dueño de moneda alguna […] detallo lo que circunstancialmente poseo” (167). La lista de sus posesiones comienza con tres libros y una espada: “Un ejemplar del Quijote, regalo de mi padre. Un libro, en inglés que me envió míster Abraham Hunguer […] Su título, Romeo y Julieta, me fue traducido por Ángelo. La traducción de Moreno, firmada por Moreno de El contrato social. La espada que cargué en Suipacha” (167). En los libros está representada toda su formación intelectual, europea, humanista y humanística. El cuarto elemento alude a una historia negada por la violencia, a la primera gran victoria de los ejércitos independentistas. La espada europea que combatió en una región indígena de Alto Perú llamada Suipacha. La arqueología del idioma, regada en los textos y en nombres de calles y ciudades, parecen revelar un tiempo terminado. Pero veremos que no es un pasado muerto sino, simplemente, reprimido que ha desarrollado sus técnicas de sobrevivencia y, por eso mismo, resistente.

Ambas fuentes, la europea y la americana, se unen en puntos comunes para formar el corazón de la cultura latinoamericana, en nuestro caso analizada en la literatura comprometida de la segunda mitad del siglo XX. Podemos conjeturar que la filosofía en Grecia pudo haber nacido de las religiones muertas o por la muerte de las religiones. Podría ser el caso de los filósofos presocráticos. Perdida la fe, sobreviene la duda y la crítica. De la misma forma, creemos inducir aquí que de la muerte de las religiones precolombinas sobrevino una forma de pensamiento poético propio de América Latina. Los intelectuales criollos no podrán escapar a la influencia de la filosofía Europea y, sin embargo, aún encandilados con esta luz como ningún otro pueblo, desde las sombras resurgirán los mitos y las extrañas figuras con un espíritu redentor incomprensible para la mentalidad occidental que, para su comodidad y consumo, lo identificará como realismo mágico. Esta combinación, de rebeldía y fe perdida, de materialismo dialéctico y pensamiento poético, parece esperarse especialmente en los escritores comprometidos.

Prometeo y Quetzalcóatl difieren en varios aspectos y tienen al menos dos puntos en común. El humanismo europeo introduce la historia a la problemática humana, mientras Quetzalcóatl mantiene su percepción mítica, es decir cíclica, del tiempo. Uno valida la autoridad y otro la niega. La serpiente, que en la tradición judeocristiana es símbolo del mal y de la tierra como mundo sublunar, en la tradición amerindia y asiática es símbolo del bien de la tierra. Pero ambos sacralizan la sangre humana como valor opuesto a la lógica mercantil de la conquista y del capitalismo. Para el humanismo tanto como para Quetzalcóatl, el Cosmos es una unidad que debe estar en armonía, aunque el primero no ha resuelto la separación cristiana del hombre y la naturaleza. Ángel Rama, analizando Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, señala que uno de los rasgos de la cultura india que persiste en esta novela “es el sentido integrador de la vida humana y el hábitat, de cultura y naturaleza, o sea la captación íntegra y armónica —musical— de un ambiente” (Transculturación, 164). No es la explotación de una parte por la otra, la profanación de la naturaleza por un beneficio material (el oro, el capital) ni es la residencia del demonio, opuesta a un cielo metafísico. Estas convergencias y divergencias se expresan en los escritores comprometidos que analizaremos aquí.

Según Carlos Fuentes una obra de arte revela una forma de ser y de pensar; es un producto cultural que simboliza toda una forma de existir (Espejo, 313), ya que la cultura es hecha por la misma gente, el mismo pueblo que practica una determinada política (316). Razón que aceptamos y por la cual podemos pensar que esa “forma de ser”, aunque nunca fija ni determinada, ha sido reformulada y expresada de forma más insistente en el arte y la literatura que en la filosofía pura. La razón puede radicar en que el arte no sólo es consumido en mayor medida por el pueblo sino que en cierta forma surge y es reconocido por él, mientras que en la filosofía analítica se ha producido una ruptura con las condiciones emocionales de los pueblos. De hecho, la razón objetiva pretende ser el ejercicio de un punto de vista exterior a un pueblo o a un individuo particular. Así como la memoria individual no es simple registro de recuerdos aislados sino un orden mínimo que le confiere significado a cada fragmento y a la totalidad, la historia es tal como narración continua. De hecho eso es lo que se asume en cualquier estudio: herencia y tradición aún en la voluntad de ruptura. Las siguientes preguntas serían: ¿cuándo y por qué surgen estas “formas de ser” capaces de sobrevivir tanto tiempo? Como lo demuestra la Conquista, la historia de un pueblo puede ser traumatizada de forma radical, pero aún así nunca es posible una ruptura absoluta, porque eso implicaría (1) una amnesia colectiva y (2) un comenzar a partir de cero, lo cual también es imposible para sociedades sofisticadas como las nuestras.

Tal vez este “comenzar de cero” haya sido el factor determinante para el nacimiento de una “forma de ser”. Un pueblo con una escasa memoria histórica rápidamente adoptaría determinados hechos “traumáticos” o simbólicos y los convertiría en una civilización, expresándolo en códigos, leyendas y textos sagrados. Desde este punto de vista, no habría una aceleración de la historia sino todo lo contrario, un enlentecimiento. Es decir, la misma aceleración de la sofisticación de una cultura, el aceleramiento o perfeccionamiento de la acumulación de memoria histórica, hace más difícil un cambio radical de paradigma interior, un cambio radical de mentalidades, un punto de partida fundacional, como el de Moisés o el de Quetzalcóatl, cuando los vínculos con el pasado eran menos numerosos y menos persistentes o simplemente no existía memoria histórica basada en documentos.

Desde un punto de vista estructuralista, todos los mitos son variaciones de un mismo tema. El estructuralismo comienza a ser significativo cuando el mito deja de serlo, es decir, cuando pierde su particularidad. Así, Buda, Cristo y Quetzalcóatl son la misma cosa. Lo mismo ha sucedido con diosas madres y madres vírgenes, desde la antigua Roma hasta la cultura mesoamericana. Uno de los estudios más conocidos del siglo XX al respecto es The Hero With a Thousand Faces (1949), de Joseph Campbell. En su perspectiva más radical, el estructuralismo como el psicoanálisis niega la historia y, por lo tanto, es una forma de antihumanismo. Una forma diferente de aproximarse al mismo problema consiste en considerar la historia interior de un determinado pueblo. Así, un mito deja de ser la mera expresión mecánica de una necesidad psíquica universal y atemporal y se convierte en el resultado de contingencias históricas, aunque no se refiera a la historia exterior de los hechos políticos o circunstanciales. Es decir, la vida psíquica —espiritual— puede ser reconocida con un carácter colectivo sin sufrir de un determinismo neuronal o biológico, sino que se transforma en un resultado de su propio proceso y evolución. Esta es la perspectiva fundamental de este estudio. Las ideas y las implicaciones en la literatura las analizaremos más adelante.

La psicología del siglo XX —especialmente el psicoanálisis de Freud, Jung, Campbell— entendía que estas estructuras están marcadas en la naturaleza psíquica de cualquier cerebro humano y los mitos sólo son expresiones de esas necesidades de representación y orden del caos del mundo. Pero aún así persiste la pregunta de por qué unos pueblos pueden estar marcados por una historia y por unos mitos diferentes a otros, como en el caso de América Latina y Estados Unidos. La respuesta estaría dada por una perspectiva historicista, según la cual se van formando determinadas “formas de ser”, o “mentalidades” en un devenir cronológico que toma y recicla herencias culturales para crear otras suevas. Así, el mito no sería única manifestación de una naturaleza psíquica sino el resultado de un devenir histórico que incluye esa naturaleza.

Estas teorías encontrarán opositores, especialmente en el siglo XX, desde el análisis político y materialista de la realidad: “la forma de ser” depende de las necesidades del poder no del pueblo o del individuo “que es”, no de una mentalidad que se superpone a cualquier infraestructura y a cualquier ideología o cultura hegemónica. Pero este principio, si lo consideramos único en el análisis, se convierte en otra forma de eterno “comenzar de cero”.

En este estudio asumimos ambas: (1) los escritores comprometidos serán una fuerza crítica en respuesta al poder mitificador, creador de naturalezas sociales, de valores metafísicos, esteticistas según una cultura hegemónica y (2) la literatura del compromiso posee una raíz europea (el humanismo) y una raíz americana (el panteón amerindio).

Una de las desventajas de un estudio analítico consiste en devaluar el misterio y, por consecuencia, la belleza de la vida. Otra, es la creencia de que el resultado de ese misterio expuesto, el ser actual, es ilegítimo. Pero si leemos este planteo como una forma de autoconocimiento, ello no debe implicar el reconocimiento de un defecto o de una virtud histórica. Para comenzar, sólo indicaría una forma de ser, de entender el mundo y, como consecuencia, una nueva forma de enfrentarse y actuar en él.


[1] Una de las tesis centrales de Richard Tarnas en The Passion of Western Mind (1991), consiste en atribuir a la estética del neoplatonismo el surgimiento de la nueva cosmología científica del Renacimiento. El recorrido errante de los planetas —consecuencia de la visión objetiva y geocéntrica de Ptolomeo— incomodó a los filósofos que buscaban la más simple armonía de los círculos. Tanto Copérnico como Galileo reconocieron de forma explícita la influencia de los griegos en sus visiones geométricas del Universo que los llevó a aceptar modelos más simples como el heliocéntrico y las fórmulas matemáticas que estaban detrás de sus movimientos. Gran parte de los textos griegos eran consultados por los mismos científicos y humanistas italianos en sus traducciones al árabe, disponibles en España.

[2] Según Brian Vickers, esta obsesión fue evitada por Francis Bacon, a pesar de que en Essais (1597) no parece confirmar esta afirmación: “No texts by Bacon are quoted, and no critical discussions are cited” (Vickers, 135).

[3] Es posible, incluso, un juego fonético creado por Tomás Moro entre utopia (yu-‘tō-pē-ə), eutopia y europa (‘yur-əp) según sus pronunciaciones inglesas. La similitud acentúa al mismo tiempo un contraste del resto de elementos que componen una y otra. Por otro lado, en inglés el prefijo “u” y “eu” poseen la misma pronunciación, por lo que el significado de “no-lugar” y “perfecto-lugar” pueden ser tomados indistintamente. Lo cual es consecuente con los significados posteriores atribuidos a este neologismo: por un lado su valor peyorativo de realidad imposible y por el otro su sentido de objetivo idealista, hacia donde tiende o debe tender la historia.

[4] La originalidad de algunas cartas de Vespucio han sido discutidas y cuestionadas por la critica contemporánea. (Ver, por ejemplo, Rolando A. Laguarda Trías. El hallazgo del Río de la Plata por Amerigo Vespucci en 1504. Montevideo: Academia Nacional de Letras, 1982.) También se ha señalado el propósito político de sus cartas, no obstante quizás no sea posible encontrar un texto entre el corpus de “crónicas” o relaciones que disponemos de la época que no esté fuertemente implicado con objetivos políticos y, sobre todo, con la horma ideológica —sobre todo colonialista— de su época. Por otro lado, para nuestro estudio no importa tanto si alguna de las cartas fue reescrita o escrita a imitación de otras cartas de Vespuccio ya que, en dicho, caso aún pertenecen a la misma época y a una misma mentalidad.

[5] Traducción nuestra de la edición de 1890: “[Today] I can perceive nothing but a certain conspiracy of rich men procuring their own commodities under the name and title of the commonwealth. They invent and devise all means and crafts, first how to keep safely, without fear of losing, that they have unjustly gathered together, and next how to hire and abuse the work and labour of the poor for as little money as may be” (190).

[6] Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del Estado (“Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state”. Herthzler, 109)

[7] Gaspar Melchor de Jovellanos, considerado el uno de los representantes más destacados de la Ilustración española, en su Informe sobre el libre ejercicio de las Artes (1795), no veía esta clásica contradicción, ya que “si hay algún camino para establecer el equilibrio, no puede ser otro que la libertad” (lv). Jovellanos fue un noble que luchó contra la nobleza, se opuso al “pluralismo jurídico” propio de la sociedad estamental de la época y, al igual que los primeros humanistas, opuso la razón a la autoridad.

[8] “[A] paradigmatic social change, in which a hierarchical society that derived its legitimizing principles by reference to a natural order was replaced by one of functionally differentiated but ‘equal’ individuals, subjects who where free in principle to make contracts of association, to represent themselves politically, and to participate in a system of free-market exchanges” (Cascardi, Subject, 56).

[9] “Se la storia è storia della libertà —secondo la proposizione di Hegel— la formula è valida per la storia de tutto il genero umano […] Ancora: la storia è libertà in quanto è lotta tra libertà e autorità e la rivoluzione continuamente prevalgono sull’autorità e la conservazione. […] liberali sono tutti i non clericali […] Ma si è costituita una corrente e un partito che si è specificamente chiamato liberale, che della posizione speculativa e contemplativa della filosofia hegeliana ha fatto una ideologia immediata, uno strumento pratico e di egemonia sociale, un mezzo di conservazioni di particolari istituti politici ed economici fondati nel corso della Rivoluzione francese” (Quaderni, VII, 1229-30).

[10] “Humanity in England, like liberty in France, has now became an article of export for the traders of politics” (“English Humanity and America”, Karl Marx, Education, 86). Originalmente publicado en Die Presse (Vienna), June 20, 1862. En mayo de 1966, basándose en Marx, Althusser define la ideología como una realidad objetiva, ya que no subjetiva: “Marx ha demostrado que toda la formación social constituye una ‘totalidad orgánica’ que comprende tres niveles escenciales: el económico, el político y el ideológico (o ‘formas de la conciencia social’). El nivel ideológico representa, por lo tanto, una realidad objetiva, indispensable para la existencia de una formación social; realidad objetiva, es decir, independiente de la subjetividad de los individuos que están sometidos a ella” (Althusser, 177). […] “Sin embargo, estas representaciones no constituyen un conocimiento verdadero del mundo que representan. Pueden contener elemenos de conocimiento, pero se encuentran siempre integradas y sometidas al sistema de conjunto de las representaciones, que es escencialemtne un sistema orientado y falseado, un sistema dominado por una falsa concepción del mundo o del terreno de los objetos considerados” (Althusser, 178). [Althusser, mayo de 1966] “En su práctica real […] los hombres se encuentran efectivamente dominados por las estructuras objetivas (realciones de producción, relaciones políticas de clase), su práctica les convence de la existencia de la realidad, les hace percibir algunos efectos objetivos de la acción de esas estructuras, pero les discimula su esencia. No pueden llegar a través de la sola práctica, al conocimiento verdadero de esas estructuras” (178). “La ideología aparece así como cierta ‘representación del mundo’ que une a los hombres con sus condiciones de existencia y a los hombres entre sí, en la división de sus tareas y la igualdad o desigualdad de su destino. Ya en las sociedades primitivas, donde las clases no existen todavía, se comprueba la existencia de ese ‘lazo’. Y no se debe al azar que se haya visto en la primera forma general de la ideología, la religión, la realidad de esa unión (es una de las etimologías posibles de la palabra religión)” (179).

[11] Juan Goitisolo, en Makbara (1980), a través de uno de suspersonajes lo resumió de esta forma irónica: “Confiar su poder de decisión en nuestras propias manos será siempre la forma más segura de decidir por usted mismo” (28).

[12] “L’intellectuel qui a, pour sa part, suivi le colonialiste sur le plan de l’universel abstrait va se battre pour que colon et colonisé puissent vivre en paix dans un monde nouveau. Mais ce qu’il ne voit pas, parce que précisément le colonialisme c’est infiltré en lui avec tous ses modes de pensée, c’est que le colon, dès lors que le contexte colonial disparait, n’a plus d’intérêt à rester, à coexister” (Fanon, Damnés, 13)

[13] “The modern subject is seen as both free and rational to the extent that the power claimed by reason confirms its autonomy from the natural and social worlds. The achievements of rationality and freedom are guaranteed by the subject’s position as an ‘ideal spectator’ on the world, which is to say as one whose identity is constituted as independent of what lies outside it” (Cascardi, Subject, 60)

[14] “The view of personal identity that originates in Humanist ideals of prudent self-governance, as taken up for instance by Montaigne, are [sic] with Descartes transformed into instrumental forms of behavior that generates instrumental and therapeutic approaches to social policy, medicine, psychology, and public health. Finally, it can be seen that a society comprised of subjects will tend to be an atomistic association of individuals whose efforts at achieving collective ends will come into conflicts with the purposes and aims of individual members of the group” (Cascardi, Subject 61).

[15] “Esta unidad [la de los imperios] ha concentrado casi siempre la vida en la metrópolis, ha absorbido la de las colonias, las ha muerto. Ha apagado mil focos de actividad, ha destruido mil elementos de progreso. No ha dado al vencedor ni súbitos ni aliados; no le ha dado sino esclavos, que al verle en peligro han trabajado para hundirle más pronto en el sepulcro. Ha empobrecido y degenerado a las comarcas subyugadas, ha asesinado a la nación dominadora con las mismas riquezas arrebatadas por los soldados y los sátrapas” (Reacción, 167)

[16] Said cita a Chateaubriand: “‘The crusade were not only about the deliverance of Holy Sepulchre, but more about knowing which would win on the earth, a cult that was civilization’s enemy, systematically favourable to ignorance, to despotism, to slavery, or a cult that had caused to reawaken in modern people the genious of a sage antiquity, and had abolished base servitude’” (172). Citado del ensayo de Massignon sobre Biruni en Waardenburg, L’Islam dans le mirror de l’Occident, p. 225.

[17] Se refiere a la “mafia mexicana”: Octavio Paz, Carlos Fuentes, Tomás Segovia, Carlos Monsivais, José luis Cuevas y José Emilio Pacheco.

[18] Esta idea ya estaba presente en Juan Bautista Alberdi, en 1842. “La filosofía de cada época y de cada país ha sido por lo común la razón, el principio, o el sentimiento más dominante y más general que ha gobernado los actos de su vida y de su conducta. Y esa razón ha emanado de las necesidades más imperiosas de cada período y de cada país. Es así que ha existido una filosofía oriental, una filosofía griega, una filosofía romana, una filosofía alemana, una filosofía inglesa, una filosofía francesa y como es necesario que exista una filosofía americana” (62). Este puede ser un pensamiento influenciado por el romanticismo dominante en el Río de la Plata después de Esteban Echeverría en los años que siguieron a las independencias y que parecieron reflejar una búsqueda de legitimación ideológica y cultural. Más tarde Alberdi recaerá en los prejuicios europeístas de su época.

[19] “Ser, por ejemplo, francés, inglés o alemán, significó ser siempre el hombre por excelencia. Sus puntos de vista eran considerados como universales, la realidad concreta que los circundaba en nada alteraban esta presunción” (88).

[20] Cuando Carlos Fuentes se pregunta quiénes eran los hispanoamricans en el siglo XIX, asume estos datos: “En 1810, el año de a irrupción revolucionaria, 18 millones de personas vivían bajo el gobierno de España, entre California y Cabo de Hornos. Ocho millones seguían siendo considerados indígenas, aborígenes del Nuevo Mundo. Sólo un millón eran negros puros, traídos de África como resultado de la trata de esclavos. Y sólo cuatro millones eran de raza caucásica, tanto españoles peninsulares como criollos, esto es, descendientes de europeos” (246) Fuentes dice que los criollos superaban a los españoles en 9 a 1. Pero nunca cita las fuentes, lo que no sólo implica un necesario acto de fe por parte del lector no especializado sino que además obliga a cualquier otro escritor a citarlo sólo a él.

[21] De la misma idea era Ernesto Sábato: “son siempre los pensadores que mueven la historia” (Diálogos, 27). Lo que se enmarca dentro de una influencia nunca explícita de Ortega y Gassett en Argentina.

[22] Refiriéndose a la toma de poder del presidente boliviano Evo Moales, los autores usan este tipo de razonamiento: “El desfile incluyó a algunos personajes ataviados (lo exacto sería decir: no ataviados) como indios que parecían salidos de una película de Sam Peckinpah antes que del pasado precolombino. El escritor Ruber Carvalho afirmó en un artículo que el espectáculo le recordaba ‘al diputado aquel que en la legislatura anterior iba a la Cámara ataviado como miembro de una imaginaria tribu, con arco, flecha, celular, calzados Beta y reloj pulsera’” (Mendoza, Regreso, 111).

[23] Se asume que la mentalidad anglosajona nació por generación espontánea en el norte de Europa o por una espontaneidad semejante se divorció de las raíces grecorromanas. El enquistamiento de las ideas no es una enfermedad de todos los pueblos europeos. Carlos Montaner dedica además un capítulo a la historia de “los negros en una sociedad tenazmente racista”, en referencia a España y América Latina. También se hace implícito que el racismo anglosajón no fue, al menos, “tenaz”. Refiriéndose a la abolición de la esclavitud en el siglo XIX y contestando a la tesis de Eduardo Galeano (Venas, 128, 155 y 333), sin nombrarlo, escribe: “¿Actuó Inglaterra por razones económicas, como sostienen los más cínicos —ya se había puesto en marcha la revolución industrial—, o la principal motivación fue de índole moral?” El autor da una respuesta contundente, sólo sostenida por la buena fe en el prójimo que, repentinamente, pasó de esclavista a antiesclavista (énfsis agregado): “Parece que esto último [la motivación moral] fue lo que más influyó en el cambio de política inglesa. […] Durante décadas fue creciendo el clamor de los abolicionistas, hasta que lograron conquistar el corazón de algunos políticos importantes” (Raíces, 67).

[24] “Aquellas cosas que no se pueden decir es menester siquiera decir que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no saber qué decir sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”. Luego, refiriéndose a su adversario dialéctico, el teólogo portugués Antonio de Vieira, Sor Juana hace gala de una prudente ironía: “…y dice muy bien el fénix lusitano (¿pero cuándo no dice bien, aún cuando no dice bien?)” (Juana, 141).

[25] La mujer rebelde que contesta a la autoridad es una figura familiar en la historia latinoamericana. Son muchas las mujeres que se levantaron en armas, desde Micaela, la mujer de Tupac Amaru hasta “La libertadora” Mauela Sáenz, amante de Simón Bolívar, o incluso la más próxima y, por eso mismo, controversial Eva Perón. Luis Vitale entiende que el patriarcado en Europa y Asia se impuso de forma diferente que en América. Entre los primeros siguió a la propiedad privada; entre los últimos fue anterior a ésta (42). Mientras en Europa el feudalismo estaba basado en la propiedad privada, al mismo tiempo en América, aunque la mujer iba perdiendo espacio, aún mantenía más derechos que en Europa debido a que el sistema de producción basado en las comunidades-base se mantenía ante el Inca o ante el jefe azteca. (Vitale, Mitad, 43). La idea de la función “natural” de la mujer como ama de casa es resistida por las mujeres indo-americanas hasta que el modelo patriarcal europeo es impuesto (con la conveniencia y complicidad de los caciques) por los conquistadores (47). No es un detalle menor que la virginidad no fuera un atributo importante para los indígenas precolombinos (51). Recuerda Luis Vitale que en la Revolución Mexicana hubo mujeres “coronelas”. Otras tuvieron participación activa en la organización de los movimientos populares. Las compañeras de “La Valentina” llegaron a formar ejércitos sólo de mujeres (180).

[26] Fernando Vidal Olmos, uno de los personajes principales de Sobre héroes y tumbas (1961), en su “Informe sobre ciegos” define la virtud de un acto intelectual en la fórmula que une hechos aparentemente desconectados y contradictorios: “la realidad bajo la apariencia” [como lo entendían los griegos en tiempos de Heráclito] “la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno” (271).

[27] La palabra pronunciada a gritos, la palabra que busca convencer y confirmar es natural en una secta que nació protestando. Quizás por su origen de catacumbas y luego por su centenaria posición en la cúspide de la pirámide del poder, el sacerdote católico está más entrenado en la combinación de la palabra pausada y el silencio calculado. Quizás por su temprano ejercicio intelectual, mucho más amplio y diverso que el de los pastores protestantes, los sacerdotes católicos no son afectos a la elocuencia verbal ni a la verborragia.

[28] “Y cómo explica [Sarmiento] la revolución de la independencia Argentina? Como un movimiento de las ideas europeas, no de los intereses” (Alberdi, Barbarie, 12). “En un mundo en que apenas se sabía leer, ¿podían las ideas europeas producir una revolución fundamental?” (13).

[29] No es el propósito de este estudio hacer un análisis lingüístico. Sin embargo, podemos ejemplificar cómo el quechua y hasta probablemente el maya antiguo se fue filtrando en el idioma hasta sobrevivir en formas del castellano. En un país alejado geográficamente y con una muy menor influencia de la cultura indígena, encontramos conjugaciones típicas de la forma “estoy yendo esta noche para ahí”, que pertenece, según los lingüistas —y aunque podamos encontrarla con frecuencia en el inglés—, a una estructura propia del quechua, irreconocible en España. En Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, un indio pongo le dice al niño narrador: “Niñito, ya te vas; ya te estás yendo! ¡Ya te estás yendo!” (Ríos, 169). En una aclaración al pié de esa misma página, Gonzalo Ricardo Vigil cita a Rowe que, en 1979, también observa la traslación de la sintaxis quechua al español. A lo largo de la novela podemos reconocer otras palabras comunes en Uruguay y Argentina con el mismo sentido. Opa, que en quecha significa “tonto”, es una expresión común en nuestros países y significa lo mismo. Minga, en la región andina (ver, por ejemplo, la novela Huasipungo, 1935, de Jorge Icaza) se refería al trabajo gratuito, generalmente realizado por los indios en la Colonia y un desprecio semejante de “no recibirás nada” significa entre las clases bajas de Uruguay y Argentina. Entre el hermetismo de los adolescentes, el vandálico acto de golpear en grupo a otro se llama “guasquear” o “hacerle la huasca”. Aunque con implicaciones sexuales, ya que muchas veces termina en el desnudo semipúblico de la víctima, nunca o rara vez estos revolcones son excesivamente violentos, pero significan lo mismo que en quecha, según Argueda, significa huayquear. Según Jiménez Rueda, para los mayas el Cosmos estaba comuesto de trece cielos. El dios que gobernaba el mundo más bajo —Mitival—, se llamaba Ah Puch, y era el dios de la muerte (Historia, 77). En regiones como el Río de la Plata, dominados por la cultura europea y la supuesta ausencia del factor indígena, cuando alguien se encuentra con una noticia o una sorpresa desagradable exclama “ah-puch”, “ah-la-pucha”. En Centroamérica es común escuchar “hij’ ue puch”. Si le preguntásemos al hablante qué significa eso, probablemente diga que es una forma de evitar la palabra obsena “puta”. Lo cual sería también cierto, pero ello no niega el origen histórico de la expresión. Por otro lado, no es verosímil que una prostituta asuste a un hombre como podía asustarlo el olvidado dios de la muerte.

[30] Pero Murena no se detiene ante la tentación de las afirmaciones apriorísticas: la “sucesión impresionante de golpes de estado, caos, miseria incipiente: prueba de la índole americana de la Argentina” (13). Murena no escapa a la metafísica y a los juicios categóricos sin sustento de otros escritores católicos de la época, como los españoles Manuel García Morente, Luis Aranguren, Navasal, Laín Entralgo, Salvador de Madariaga, Azorín y el mismo Miguel de Unamuno. Ahora, si dijese que todos estos autores huelen a orín de geriátrico antiguo, estaría llamando a la polémica y ejerciendo un subjetivismo que es típico de estos mismos autores. Pero estaría faltando al rigor crítico, estaría renunciando al esfuerzo de la razón crítica. Defectos en los que debo haber recaído innumerables veces en este estudio, pero debo decir que han sido caídas sin mi consentimiento. No me enorgullesco de mi propia, arrogante y subjetiva arbtrariedad.

 

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El eterno retorno de Quetzalcóatl 1

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El eterno retorno de

Quetzalcóatl

 

La política de la literatura y los caminos de la liberación latinoamericana

 

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Jorge Majfud, PhD

 

 

ÍNDICE

  Página
DIAGRAMA vi
CAPÍTULO    
1 INTRODUCCIÓN 1
  1.1    Síntesis general 1
  1.2    Diagrama de los cuadrantes 5
  1.3    Reflexiones sobre el método 10
2 UNA FILOSOFÍA DE LA LITERATURA 15
  2.1    Poder, autoridad, desobediencia y violencia 16
  2.2    El paradigma de la liberación 27
  2.3    Política, ética y estética del humanismo 40
  2.4    La dinámica del referente 56
  2.5    Escritores comprometidos y la Literatura del compromiso 79
  2.6    La responsabilidad del intelectual 92
3 HISTORIA: LAS FUENTES DEL PASADO 115
  3.1    El nacimiento del Humanismo moderno 115
  3.2    Humanismo, América y las utopías 119
  3.3    La crítica del humanismo revolucionario 125
  3.4    La ciudad letrada y los ríos profundos 144
  3.5    Rupturas y continuidades, muerte o represión 159
4 MITO: TRES ROSTROS DEL HÉROE 176
  4.1    Prometeo 176
  4.2    Quetzalcóatl-Viracocha 186
  4.3    Ernesto Che Guevara 207
5 EL INDIVIDUO EN LA HISTORIA 223
  5.1    La clausura existencialista 223
  5.2    La clausura política 231
  5.3    La desacralización de la sangre. El mundo sin alma 245
  5.4    El dios ausente 257
6 LA SOCIEDAD EN LA HISTORIA 260
  6.1    La conciencia crítica 260
  6.2    El nuevo Sol. La Historia en movimiento 270
  6.3    El llamado del deber 274
  6.4    Revolución: muerte del individuo, resurrección del pueblo 276
7 LA SOCIEDAD MÍTICO-UTÓPICA 283
  7.2    El nacimiento de la alegría 283
  7.3    La sociedad nueva 297
  7.4    El estímulo moral 301
8 EL INDIVIDUO MÍTICO-UTÓPICO 306
  8.1    Vuelta al origen 306
  8.2    El hombre nuevo y la utopía moderna 314
  8.3    El sacrificio necesario 319
  8.4    Derrota y exilio. De la palabra al silencio 325
  8.5    Derrota, muerte y renacimiento 341
9 CONCLUSIONES 348
BIBLIOGRAFÍA 354

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Crisis (a novel)

Crisis, a Novel by Jorge Majfud

Book review by Alberto García-Teresa

 crisis capa 3

Only by separating us from the specific, but paying attention to it, can we aim to understand the totality of our world. The Uruguayan narrator Jorge Majfud joins both scales together in this exceptional novel that represents an excellent sociological and cultural story about the immigrant people in the USA and about the society of the country.

The work is formed by the juxtaposition of fragments from different stories, headed with the date, place (different towns in the USA located close to the southern borders) and the value of the Dow Jones Index. This way the relevance of capitalism becomes important as a condition in people’s lives. At the same time, the multiplicity of cities in which we can find (apparently) the same characters, works as a hint about the wandering life of undocumented immigrants. In this way we obtain a novel with a collective main character in which we have no loss of individuality.

Crisis turns out as a moving book, representing a hard story, full of injustice, pain and abuse of authority. The author explores the fears, dreams and hopes of the immigrants through representative scenes, with a great symbolic and metonymic value, happening to a specific character, even though they could also happen to any other. In fact, the dislocation works well to globalize the event, since it is possible for them to happen in one same place like in any other. On the one hand, it plays with diverse kinds of narrator and focuses on the different spheres involved: migrants, family members, mafias, employers, and local workers. Moreover, in a very skilled manner, it also builds a portrait of the American society, with which he establishes a sentence against a dehumanised, hypocritical and personally impoverishing lifestyle. In this way, he opens several windows to peek out in order to distinguish diverse surroundings of reality. Therefore, through a confluence of narrating voices, it becomes a very interesting book.

On the other hand, Crisis alternates fiction with real facts and press releases. It includes fragments of essays as dissertation of the characters. With this, the author gives fluidity and dynamism to his work, which doesn’t have a scheme, but rises a panoramic view of the present. In this sense, Majfud shows a great success using this kind of construction in his novel, as he fosters his discourse targets and, by itself, the structure adds content in the same direction.

As a result, it is a very rich work, in which tens of characters wander and try to survive in a world governed by a ruthless economic system. This way, the bright denunciation of Majfud appeals to dignity and humanism in a bitter and discouraging story. Crisis becomes a splendid, skilfully built novel that introduces us to numerous ways to observe our times and to find spots where we can incise to change it.

Crisis (novel, Spanish) Editorial Baile del Sol, 146 pp. Tenerife, Spain.

Sobre Crisis (novela)

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«Sobre Crisis, novela de Jorge Majfud»

 por Karen Barahona, PH.D.

 

Baldwin-Wallace University, Ohio.

La novela Crisis trata la situación actual de los hispanos en los Estados Unidos en donde nos da sus definiciones de crisis, sus combinaciones, desdoblamientos y conflictos. La lista de casos de la lucha de los latinos en los Estados Unidos es demasiada larga para reproducirla pero sin duda nuestro escritor quiere dejar constancia de que este libro está dedicado a los inmigrantes, a su memoria, a las raíces y a su búsqueda de la libertad.

Majfud presenta esta búsqueda con una enorme pluralidad de historias y al mismo tiempo hace algunos paréntesis en algunas de ellas para provocar al lector con una teoría del “desdoblamiento-transferencia”, que nunca llegamos a saber completamente si es creación completa de alguno de sus personajes o un producto de las ideas del mismo autor. A juzgar por varios de los artículos que ha publicado Majfud haciendo referencia a la dualidad del poder, podemos inferir que el autor no está en desacuerdo con alguno de sus personajes. Esta teoría ubica al autor como creador de un personaje que se asemeja a él y representa a un grupo social y al mismo lector construido por la ficción y por el mito colectivo. El desdoblamiento-transferencia ocurre cuando “el autor creador del mito de la ficción, no es otro que el lector particular, tal vez un lector con una imaginación especial, un lector especializado y profesionalizado” (59). Como resultado, nuestro autor, así como los creadores de Hulk (Crisis hace referencias permanentes a la cultura popular del último siglo irradiada desde Estados Unidos), crea personajes y descripciones que en su clímax explotan en contra del mal como lo hace el superhéroe. Las fuertes críticas a lo establecido se asemejan a las acciones del superhéroe en contra del mal. De igual forma, este impulso se refleja en la técnica narrativa de la novela. Con frecuencia, nos encontrarnos con el empleo de oraciones largas que llegan a un punto donde estallan como lo hace Hulk. La pluralidad de recursos narrativos es otra de sus características empleadas por Majfud en novelas anteriores.

Crisis también es un mosaico, con un laberinto de otras crisis personales, como la de los inmigrantes que huyen de sus realidades originales y persiguen la libertad de múltiples formas, producto de múltiples representaciones, muchas de las cuales son apenas espejismos que se diluyen en otros dramas que fluctúan entre la realidad y la ficción. Una de sus definiciones de lo ficticio en la sociedad en los Estados Unidos: “Pero nuestro mundo es el mundo de las máscaras. El país que tiene las mejores universidades y el que ostenta más premios Nóbel es un país medianamente ignorante que no sabe el número de su propia población y menos algún dato serio sobre otro país. Ni siquiera cuando están en guerra con ese otro país.” (50) Por otra parte presenta las luchas y el deseo de liberación de los inmigrantes envueltos por el capitalismo, orden social que define como una de las crisis del siglo XXI e irónicamente igualado con la democracia, la libertad de mercado y la libertad en sí.

Los anglos son definidos o percibidos por algunos personajes (alter ego o síntesis de los “personajes colectivos” propuestos por la obra) como individuos que saben morir pero no vivir: “No saben comer, no saben perder el tiempo, no saben conversar.” (37) Los califica como herméticos en crisis porque pasan de la escuela al trabajo y luego al consumismo y en consecuencia ubica al hispano que se enfrenta a esta cultura en un cruce de caminos, en una nueva crisis.

¿Cómo llamaríamos al proceso de interacción entre el anglo y su tolerancia al hispano y/o vise versa? ¿Entran en una crisis por su interacción? Pregunta que nos contesta con un laberinto mostrando lo real y lo ficticio de la vida de ambos. En la parte real se da la crisis de adaptación y en la ficticia, la búsqueda de libertad que no se encontrará.

Como resultado de esa búsqueda de libertad leemos una historia sobre la crueldad que viven los inmigrantes. “María” salió con la esperanza de una vida pero fue su féretro el que regresó a Oaxaca, México. La crisis en esta historia, basada en una historia real, es descrita entre llanto, murmullo, lágrimas, espanto, agitación tanto como imposible de describir la experiencia de los inmigrantes y de los  mismos coyotes, ambos víctimas y victimarios.

Desde el comienzo, un misterioso narrador, casi como una forma de “conciencia colectiva”, ya nos había enfatizado la realidad particular del inmigrante: “Y de cualquier manera sufrirás por ser un outsider que ha aprendido a disfrutar esa forma de ser nadie, de perderse en un laberinto anónimo de restaurantes, moteles, mercados, plazas, playas lejanas, montañas sin cercos, desiertos sin límites, tiempos de la memoria, sin espacio, países dentro de otros países, mundos dentro de otros mundos.” (14) La crisis está presente en muchos lugares llenos de inmigrantes donde huele a crisis y en donde todos están huyendo como una forma de libertad.

Los hispanos sufren un via crusis para llegar a los Estados Unidos y al tiempo enfrentan otra crisis; pero las “raíces nunca se secan”. Para explicar esta frase, el narrador se dirige directamente al inmigrante y le dice: “Y huirás sin volver nunca pero al final siempre huirás hacia la memoria que te espera en cada soledad llena de tanta gente que nunca conocerás aunque duerman a tu lado”  (14). La crisis es definida por la inmigración, la política, la violencia, la ignorancia y la búsqueda de libertad. El proceso de búsqueda de libertad o de la búsqueda de mejor vida incluye la esperanza pero también el dolor, el hambre y la humillación en sus más variadas formas. Los inmigrantes buscan trabajo y por necesidad toman lo que sea, arriesgando sus vida aún en trabajos que no inspiran confianza.

La inmigración de los latinos a veces funciona y a veces no; todo depende del proceso de adaptación, el nivel de educación y las posibilidades que encuentren. Al llegar a Estados Unidos entran en crisis de adaptación a la nueva cultura, el lenguaje o la política. Una vez establecidos redoblan su esfuerzo por salir adelante y entran a una crisis mayor que los aplasta. Al final, de una u otra manera se sufre una crisis.

Jorge Majfud es un escritor crítico, incansable investigador y autor de innumerables artículos, ensayos y narrativa que apuntan hacia el cuestionamiento, la concientización y la reflexión sobre el hombre, la historia y la sociedad. Sus obras han sido publicadas en Latinoamérica, Estados Unidos, Canadá, Europa, África y Asia. Entre las más recientes incluyen La reina de América (2001), Perdona nuestros pecados (2007) y La ciudad de la Luna (2009). Sus inagotables interrogantes y cuestionamientos han desembocado en su más reciente teoría del desdoblamiento de lo real y lo ficticio en su obra ensayística y, de una forma que es sólo propia de la ficción, en esta nueva novela en un tiempo marcado por una profunda Crisis.

Como el mismo autor lo ha manifestado varias veces, pocas cosas hay más reales que la ficción, porque es a través de esta forma del arte en que podemos experimentar la verdad de las emociones, la completa complejidad del ser humano, grandiosa y miserable criatura atormentada por sus pasiones y sus ideas, capaz de cometer diariamente los crímenes mas crueles y los actor más heroicos. Crisis, la novela mosaico, es, a su vez, una pieza de ese drama universal.

 

 

Karen Barahona, PH.D.

Karen Barahona, PH.D.https://www.bw.edu/academics/fll/spn/barahona/

 

 

Reseña de la novela de Jorge Majfud
 

Crisis: “Las raíces son lo último que se seca”

 

 

Aprovecho un largo vuelo, de retrasos y océano uniforme, para leer de un tirón Crisis de Jorge Majfud.

Pocas veces salgo de un libro con la certeza de haber recorrido un mundo sólido, coherente, rico, un verdadero mosaico que con la necesaria perspectiva muestra su belleza y da acceso a un mensaje que supera la simple composición de sus piezas. Pocas veces termino un libro deseando haberlo escrito, o alentado a ensayar aventuras similares; un placer o milagro cuya frecuencia los años sólo han conseguido apagar.

Testimonio de las miserias que viven los hispanos en Estados Unidos, Crisis no es sólo una ingeniosa argumentación ideológica con la que puedo conversar, anti breviario abierto a la búsqueda, libro duro, lúcido golpeador que sabe dar treguas: es también un compendio impecable de técnicas literarias y registros lingüísticos. Tan sólo cada voz, cada juego de narradores, cada salto temporal y geográfico valen la lectura de lo que es, en definitiva, un libro mayor.

Además de opiniones, filias y broncas, además de activos luminosos y pasivos que duelen a hijos de la misma dictadura, comparto con Majfud el exilio, vivir en un imperio colmado de contradicciones, establecido, integrado, con hijos que ojalá nunca deban marcharse a buscar su propia identidad, a ser, como bien escribe uno de los tantos narradores, outsiders que aprendan a disfrutar esa forma de ser nadie, de perderse en un laberinto anónimo de restaurantes, moteles, mercados, plazas, playas lejanas, montañas sin cercos, desiertos sin límites, tiempos de la memoria sin espacio, países dentro de otros países, mundos de otros mundos.

Crisis es, entre tantos adjetivos posibles, un libro necesario. Sé, porque me lo han dicho, que Majfud es desconocido por una parte del universo cultural e intelectual uruguayo. Pensaba en esto en el avión, deambulando en un aeropuerto en tránsito, frente a un café con leche y un tostado, preguntándome cada vez y a cada página cómo se puede ignorar la importancia de un escritor como Majfud.

Diciembre 2015

http://javiercouto.com/author/javiercouto/

 

Majfud y Goldemberg: dos maneras latinoamericanas

31.01.13 | 00:59. Archivado en Literaturas

Me han llegado dos novelas que siendo totalmente opuestas en su manera de ser concebidas, conservan dos elementos comunes que me interesa particularmente, cómo hacer hablar a los latinoamericanos, y la otra, quizás la más importante: una alta calidad narrativa.


Jorge Majfud (Uruguay, 1969) compone enCrisis (Baile del Sol, 2012), una novela-mosaico, tal como bien se describe en la contraportada. Una serie de testimonios que reflejan las penurias de los inmigrantes hispanos en Estados Unidos en el contexto de la Gran Recesión, contados en textos cortos, secos violentos por momentos y con un uso de la oralidad realmente conseguidos, hacen de este texto una madeja conmovedora, sin moralina, un auténtico reflejo de cómo la literatura de ficción puede contar la realidad.

En Acuérdate del escorpión (Fondo Editorial Universidad Inca Garcilaso de la Vega, 2010) de Isaac Goldemberg (Perú, 1945) nos encontramos, aparentemente con una historia de detectives, de maleantes, de ambientes oscuros de un Perú pretérito… pero hay mucho más. En la historia, excelentemente contada por una de las plumas mejor escondidas de Latinoamérica, encontraremos mafias japonesas, boleros, fútbol, amores y desamores, pero por debajo de todo esto una denuncia sobre los prejuicios y el genocidio nazi encarnado en un escondido jerarca SS. La leí de un tirón y me parece altamente recomendable.


Crisis, de Jorge Majfud
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Sólo despegándonos de lo concreto, pero atendiéndolo, podemos aspirar a comprender la globalidad de nuestro mundo. El narrador uruguayo Jorge Majfud articula ambas escalas en esta excepcional novela, que nos plasma un excelente relato sociológico y cultural de las personas inmigrantes en EEUU, y de la propia sociedad de este país.

La obra está formada por la yuxtaposición de fragmentos de historias, encabezadas por la fecha, el lugar (diferentes localidades de EEUU cercanas a la frontera sur) y el valor del índice del Dow Jones. Así, se hace explícita la relevancia del capitalismo a la hora de condicionar la vida. A su vez, la multiplicidad de ciudades en la que figuran unos (aparentemente) mismos personajes da pie a entender la vida errante de los sin papeles. De esa forma, se obtiene una novela con un protagonista colectivo en la que no se pierde individualidad.

Crisis resulta un libro estremecedor, que presenta un relato duro, lleno de injusticias, de dolor, de abusos de poder. El autor explora los miedos, sueños y esperanzas de las personas inmigrantes a través de escenas representativas, de marcado valor simbólico y metonímico, que le ocurren a un personaje concreto, aunque le pueden suceder a cualquier otro. De hecho la desubicación sirve para globalizar los acontecimientos, pues puede que sucedan en un mismo lugar o en cualquier otro espacio.

Por otro lado, juega con diversos tipos de narrador y pone el foco en diferentes esferas implicadas: migrantes, familiares, mafias, empleadores, trabajadores locales… Además, de una manera muy hábil, también construye un retrato de la sociedad estadounidense, con lo que levanta una condena de un estilo de vida deshumanizado, hipócrita y personalmente empobrecedor. Así, abre numerosas puertas a las que asomarse, lo que permite vislumbrar distintos ámbitos de realidad. Por lo tanto, como confluencia de voces narrativas, también resulta muy interesante el libro.

A su vez, Crisis alterna la ficción con hechos reales o reproducción de noticias. Igualmente, se incorporan fragmentos ensayísticos, a modo de disertaciones de los personajes. Con todo esto, el autor consigue dotar de fluidez y dinamismo al volumen, que no posee una trama sino que, de manera fragmentaria, levanta una visión panorámica del presente. En este sentido, Majfud demuestra un gran acierto al emplear esta construcción de la novela, pues potencia sus objetivos de discurso y, en sí misma, la estructura aporta contenido en esa misma dirección.

Por todo ello, se trata de una obra muy rica, por la que pululan decenas de personajes que, en definitiva, tratan de sobrevivir en y a un mundo gobernado por un sistema económico despiadado. Así, la brillante denuncia de Majfud apela a la dignidad, al humanismo, en un relato amargo y desalentador. Crisis resulta una novela esplendida, hábilmente construida, que nos presenta numerosas vías para observar nuestro tiempo y hallar puntos donde incidir para transformarlo.


Entrevista al escritor hispano Jorge Majfud

 

Novela de la crisis: sobre las raíces y los desarraigos

Susana Baumann
19.Ene.2013 :: Cultura

 Jorge Majfud entrevista de susana baumann/suramericapressEl español y la cultura hispana han estado en este país un siglo antes que el inglés y nunca lo ha abandonado, por lo cual no se puede hablar del español y de la cultura hispana como “extranjeros”, dice el escritor español en una entrevista en torno a su reciente obra: Crisis

Crisis (novela) http://www.bailedelsol.org/index.php?option=com_booklibrary&task=view&id=572&Itemid=427&catid=116
Ed. baile del Sol, Tenerife.

Susana Baumann: ¿Cómo resumirías el tema central de tu última novela, Crisis?

Jorge Majfud: En todo texto existen diferentes niveles de lectura. Muchos más y más complejos en los textos religiosos y de ficción. Pero el ensayo, por citar sólo un género literario, es más directo, expresa y problematiza las ideas y las emociones más consientes de un autor. La ficción, si no es un mero producto de un cálculo de marketing, por ser una forma insustituible de explorar la realidad humana más profunda, posee niveles más profundos y más complejos, como los sueños, como la vida.
En el caso de Crisis, en un esfuerzo simplificador podría decir que los temas centrales son el drama de los inmigrantes latinoamericanos, sobre todo de los inmigrantes ilegales en Estados Unidos y, en un nivel más profundo, si se me permite el atrevimiento, el drama universal de los individuos que huyen de un lugar buscando una vida mejor pero que en el fondo es una huída de uno mismo, de la realidad que es percibida como injusta y no se resuelve con la fuga. La fuga es un perpetuo aplazamiento pero también es un permanente descubrimiento, una profunda exploración existencial que no alcanza quien permanece confortable en su propio coto de caza. La incomunicación, la violencia moral, económica y cultural son componentes inevitables de ese doble drama social y existencial. También la violencia más concreta de las leyes, cuando son funcionales a la deshumanización. Etc.

S.B. ¿Por qué esa estructura donde no existe la linealidad?

J.M. Cuando hacemos un análisis, cuando escribimos un ensayo, podemos distinguir claramente la forma del contenido. Sin embargo, en la ficción y quizás en la existencia irracional, vital, esto no es posible. Si decimos que un sueño significa algo, estamos diciendo que contiene algo que no se visualiza en primera instancia y que, como cualquier símbolo, vale por lo que no es. Así ha sido la historia bíblica, desde José hasta la lógica de todos los análisis modernos, como el marxismo, el psicoanálisis, y la de cualquier crítica posmoderna que pretenda poner un poco de orden e inteligibilidad al caos de los estímulos y las percepciones.

Si mal no recuerdo fue Borges quien complementó o quizás refutó esta idea dominante afirmando que la imagen de una pesadilla no representa ningún miedo: son el miedo. Por otro lado sabemos que el estilo de un escritor expresa su propia concepción sobre el mundo. En el caso de una novela concreta, más allá del factor de formación consciente del escritor, que muchas veces da el oficio, existe un factor que procede del fondo, del contenido mismo del libro. Es decir, el estilo, la estructura de una novela expresan en sí mismos el tema o los temas centrales, las ideas y sobre todo las intuiciones y las percepciones que el autor pueda tener de una historia o sobre una determinada circunstancia que le resulta vital y significativa.
Más concretamente, la estructura y el estilo de Crisis son lo que en artes plásticas sería un mosaico o en las ciencias sería un fractal. Cada historia puede ser leída de forma independiente, es una historia particular pero al mismo tiempo si las consideramos en su conjunto forman otra imagen (como en un mosaico), otra realidad que es menos visible al individuo y, también, forman la misma realidad a una escala mayor (como en el fractal). Por eso muchos personajes son diferentes pero comparten los mismos nombres (Guadalupe, Ernesto, etc.), porque son “personajes colectivos”. Creo, siento que a veces creemos vivir una vida única y particular sin advertir que estamos reproduciendo antiguos dramas de nuestros antepasados, y los mismos dramas de nuestros contemporáneos en diferentes espacios pero en condiciones similares. Porque somos individuos por lo que tenemos de particular y somos seres humanos por lo que compartimos con cada uno de los otros individuos de nuestra especie.

S.B. La novela se ubica en distintas geografías físicas y sociales de Estados Unidos.
J.M. Sí, en parte hay una intención de reivindicación del vasto pasado y presente hispano dentro de unos límites sociopolíticos que insisten en ignorarlos…

S.B. ¿Pero cuál es la intención de esta evidente diversidad? ¿Cómo se explican desde un punto de vista formal?
J.M. Al igual que los individuos, cada fragmento posee sus propias particularidades y rasgos comunes. Cada historia está ambientada en diversos espacios de Estados Unidos (América latina aparece en inevitables flash-backs) que al mismo tiempo son similares. Es la idea que expresa un personaje cuando va comer a un Chili’s, un restaurante de comida tex-mex. (Cada vez que entro en alguno de estos restaurantes no puedo evitar enconarme con algún fantasma de esa novela o algún otro que quedo excluido sin querer). Si bien cada uno reproduce un ambiente entre hispano y anglosajón, lo cierto es que uno no podría deducir por sus detalles y su espacio general si la historia o el drama se desarrolla en California, en Pensilvania o en Florida.
Al mismo tiempo, para cada ciudad elegí nombres españoles. Es una forma de reivindicación de una cultura que ha estado bajo ataque durante mucho tiempo. Pero basta mirar el mapa de Estados Unidos para encontrar una enorme cantidad de espacios geográficos nombrados con palabras españolas, en algunos estados son mayoritarios. Pero son tan invisibles que la ignorancia generalizada las considera palabras inglesas, como “Escondido”, “El Cajón”, “Boca Raton” o “Colorado”, y por ende la misma historia de la cultura hispana desaparece bajo este manto de amnesia colectiva, en nombre de una tradición que no existe. El español y la cultura hispana han estado en este país un siglo antes que el inglés y nunca lo ha abandonado, por lo cual no se puede hablar del español y de la cultura hispana como “extranjeros”. La etiqueta es una violenta estrategia para un imperceptible pero terrible culturicidio.

S.B. Me llamó la atención la mención del valor del Dow Jones para iniciar cada historia…
JM: Bueno, los valores son reales y acompañan esa “caída” existencial, el proceso de “crisis”, que es social, económico y es existencial, usando un recurso frío, como son los valores principales de la bolsa de Wall Street. Nuestra cultura actual, incluida la de los países emergentes como China o cualquier otro que se presentan como “alternativas” al modelo americano, están sustentados en la ilusión de los guarismos, ya sea de las bolsas o de los porcentajes del PIB. La economía y las finanzas son el gran tema de nuestro tiempo y todo se mide según un modelo de éxito que nació en Estados Unidos en el siglo XX. La caída y cierta recuperación del Dow Jones acompañan el drama existencial y concreto de cada personaje. Así como estamos en un espacio y en un tiempo, también estamos en una realidad monetaria (sea virtual o no, pero realidad en fin, ya que es percibida y vivida como tal).


Susana Baumann, periodista, New Jersey.

 


 

 

Identidades de papel. Identidad de la ausencia y negación en los migrantes indocumentados: un enfoque desde tres textos narrativos

por Silvia M. Gianni

Università degli Studi di Milano

El tema de la migración en la literatura latinoamericana ha adquirido nuevos matices y nuevos enfoques en la producción creativa de los últimos años. En efecto, a partir de la última década del siglo XX, el “viaje de la esperanza” en busca de una vida mejor ha ocupado el lugar antes reservado a la literatura del exilio y el desplazamiento, otorgándole un renovado vigor al más reciente fenómeno migratorio. Los múltiples aspectos que derivan de esta expatriación forzada y sus profundas repercusiones en las distintas expresiones culturales, han llevado la crítica cultural y literaria a elaborar categorías más idóneas, así como a rehabilitar conceptos viejos aptos para acercarse, con mayor rigor, a una problemática cada vez más candente: la identidad en sus plurales manifestaciones. Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 107 Al cuestionar la noción tradicional de identidad entendida como un universo autónomo y coherente que se niega a las influencias externas, se ha puesto en marcha un proceso de revisión global de la noción de identificación cultural, de territorio, de etnia y de lengua a través del reconocimiento de parámetros nuevos para investigar en las problemáticas del mundo globalizado. Entre ellas, los nuevos movimientos migratorios y las consiguientes creaciones de sociedades multiculturales; el nacimiento de culturas diaspóricas, resultado de una masa de refugiados económicos cada vez mayor, que va a sumarse a los exiliados de los pasados regímenes dictatoriales y la exaltación de la cultura nómada. Sin embargo, si analizamos el tema de la migración de la/s última/s década/s nos damos cuenta que no siempre estas categorías permiten transitar en los pliegues de todos los espacios identitarios, ya que en muchos casos se desconoce la existencia de sujetos que leyes y normas declaran ausentes y a los que se niega cualquier contacto cultural, a pesar de verlos, emplearlos y también ficharlos. En otras palabras, si bien se conoce la entidad de la presencia de los extranjeros en el país receptor, se liquida la problemática a través de una fórmula legal para que un “sin papel” desaparezca del mapa poblacional. De ahí que la invisibilización de estos sujetos tenga repercusiones en su conformación identitaria, pese a que este tema no constituya un área de investigación muy desarrollada. A este fin es posible constatar que la literatura, con su producción textual que problematiza escenarios y ámbitos escasamente visitados, coopera a la exploración de ese territorio conceptual y nos lleva a una reflexión sobre la identidad de quienes viven en la ilegalidad por su situación migratoria. Se trata de una condición que en muchos casos no es transitoria, sino que perdura a lo largo del tiempo, de modo que la provisionalidad es una condición de permanencia, razón por la que se puede hablar de una suerte de “normalidad” de los que viven fuera de las normas. Por esto se hace necesario analizar el estado identitario de aquella masa humana que vive su identidad en cuanto “ausencia”, por su falta de reconocimiento legal. Lejos de hibridizarse con los sujetos de la sociedad adonde llegan, y menos aún de encontrar una oportunidad de heterogeneización con la población receptora, estos individuos son percibidos y se perciben como una categoría a parte, cuyas líneas de demarcación son establecidas a partir de su propia definición: “ilegales”, “sin papeles”, “clandestinos”, “indocumentados”, etc. El abuso de las relaciones de poder, la desigualdad social y la distribución diferencial de la riqueza y de los derechos tiene su reproducción discursiva con sus prácticas lingüísticas que se difunden a través de todos los medios de comunicación: los varios apelativos acuñados conforman una clasificación que marca al inmigrante por su estatus y no por otras peculiaridades de su identidad. Así, semánticamente, prevalece una idea colectiva – negativa y privativa – que masifica, aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 108 despersonalizándolos, a miles y miles de seres humanos (Van Dijk: 16). La indiferenciación y la generalización despersonifica, anula y cataloga al migrante a partir de su falta, y agudiza aún más la distancia entre el “nosotros”, sobre el que se basa toda sociedad, y los “otros”. Es más: en este caso el surco es entre “nosotros” y la nada, los invisibles e inexistentes, dado que se subraya la invisibilidad de sujetos que se decretan como ausentes, pero de los que, paradójicamente, todos conocen la existencia. Eso implica la “imposibilidad” de alcanzar cualquier reconocimiento social, visto que si no se les reconoce, mucho menos se les puede aceptar, acoger, respetar o conceder algún derecho (Bauman 2011: 37). La ausencia, por tanto, se transforma en la marca oficial que configura el rostro identitario de este segmento humano a partir de su propia debilidad, impotencia y vulnerabilidad. De ahí que ellos mismos reconozcan en la fragilidad el carácter constitutivo de su identidad y que en ella basen la configuración de una autoidentidad enraizada en una negación en sí y de sí mismos, haciendo propia la imagen que el otro tiene de ellos (Žižek 1999: 194). Si no pueden aparecer, si no pueden existir oficialmente, sus vidas no tienen importancia. No importa si viven o si mueren, si se enferman o si sufren. Simplemente no existen, no son vidas inteligibles, no le es dado pertenecer a un sistema de significación coherente. Una vida tiene valor solo si su pérdida tiene importancia: nos comprometemos a preservar una vida si consideramos injusta su destrucción, deliberada o negligente que sea. Al hablar de vidas invisibles estamos hablando de vidas que no son susceptibles de ser lloradas. El reconocimiento diferencial o, mejor dicho, su desconocimiento, hace que no merezcan el duelo. Porque el duelo es la comprobación de la pérdida del otro, nos dolemos si aceptamos que, de alguna forma, echaremos de menos al otro, y que la pérdida de su presencia nos cambiará, de una manera u otra. En fin, nos dolemos solo si estamos implicados en una vida de la que reconocemos el valor. Pero si el otro no existe formalmente, no es visible, no es real, no hay herida ni aniquilamiento de esas vidas, ya que de por sí son negadas desde el origen (Butler 2004: 54). El silencio, la elipsis, o la nada, ni una línea para recordar que han existido (Butler 2004: 57), para ellos no hay anuncios necrológicos que los identifique, ni condolencias que los hagan reconocer. Sus vidas, ya que no son públicas, no son dignas de ser recordadas. Como para la riqueza, la salud, la cultura y los derechos, tenemos también una distribución diferencial del dolor (Butler 2004: 59). Por esta falta de visibilidad, por la ausencia que rodea el discurso de los sin papeles y sus vivencias, considero que la literatura está jugando, una vez más, un papel fundamental en la exploración, problematización y reflexión sobre estos temas, ya que está empezando a colmar el vacío discursivo que caracteriza los espacios y las identidades de los “indocumentados”. Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 109 Un ejemplo de este aporte lo constituye la lectura de las novelas del mexicano Alejandro Hernández, Amarás a Dios sobre todas las cosas (2013), del uruguayo Jorge Majfud, Crisis (2012) y el cuento del nicaragüense Sergio Ramírez, “Abbot y Costello” (2013), textos que nos permiten incursionar en la realidad de los migrantes e inmigrados de nuestros días. Estas tres producciones narrativas enfocan el tema de los “sin papeles” en su experiencia migratoria durante el infierno que representa el supuesto “viaje de la esperanza”, y durante la estancia en los países donde llegan a residir ilegalmente, y ponen en luz los dilemas de una configuración identitaria y autoidentitaria que arraiga no tanto en la diferencia, sino en la falta de reconocimento de su propia existencia. La clandestinidad, entonces, es el denominador común que marca el proceso psicológico sobre el que se forja el autoconcepto de identidad del “sin papel” y que da vida a una narrativa de lo invisible y de la identidad anulada en la hipotética esperanza de llegar a poder ser y existir algún día. Asimismo, las tres obras hacen hincapié en la deshumanización que rodea el entorno de los migrantes indocumentados. EL VIAJE HACIA LA “TIERRA PROMETIDA” EN LA ESPERANZA DE LLEGAR A SER ALGÚN DÍA Amarás a Dios sobre todas las cosas es la historia de los migrantes centroamericanos en su camino hacia la esperanza y el futuro que piensan encontrar en Estados Unidos. Hernández describe las vicisitudes del viaje desde el momento de la salida de San Pedro Sula, en Honduras. Quien narra es Walter Milla Funes, un joven hondureño que, a través de apuntes meticulosamente anotados en dos cuadernos, relata los acontecimientos de su peregrinaje, acompañándolos con consideraciones que permiten explorar en lo hondo el drama de miles de hombres que hipotecan su vida tras la apuesta a un porvenir mejor para ellos y sus familias. El relato en primera persona convierte el texto en un testimonio. Walter, apasionado de literatura y gran lector, decide entregar a dos cuadernos los avatares de una doble epopeya y recomienda a su hermano Wilberto, la transcripción de las anotaciones relativas al primer intento de llegar a Estados Unidos, y sucesivamente, a lo largo del segundo viaje, a su amigo de camino Profeta, la conservación del otro cuaderno. Estructurada en cinco partes – cada una encabezada por un título muy elocuente – la novela sigue el orden cronológico de la ruta hacia el Norte y cuenta los hechos según el estilo de la crónica. Más bien se podría considerar como la crónica reflexionada de un testigo que describe, de forma vivencial, el peregrinaje de los seres humanos en busca del futuro1 . 1 Periodista de profesión, Hernández ha llevado a cabo una investigación del tema de la migración indocumentada en su paso por México viviendo cinco años al lado de los viajeros y Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 110 El lector, de la mano de Walter, viaja con ellos y descubre la brutalidad que caracteriza el mundo en que se mueve el indocumentado, la vulnerabilidad que lo caracteriza al perder poco a poco toda seguridad y confianza. Las primeras páginas ubican al lector en el contexto en que se engendra la decisión de migrar, pasando en reseña los anteriores intentos de expatriación del padre y otros familiares, que tienen origen en 1978, año en que un huracán devastó casas, pueblos y cultivos, produciendo un mayor empobrecimiento en la población. De ahí empezó una secuencia de hechos adversos y calamidades que afectaron a los Millas de modo que, en el tiempo, la familia “se fue haciendo a la idea de la desgracia diaria sin lamentos” (Hernández 2013: 11). Después de mucha penuria y pobreza, algunos miembros de la familia se lanzaron a emigrar a los Estados Unidos en la esperanza de encontrar condiciones propicias para ofrecer una mejor vida a su seres queridos: era el 26 de agosto de 1997, fecha que marca un linde también en la reconstrucción de los recuerdos: “antes de que se fuera Wilbert, después de que se fuera Wilbert” (2013: 17). Todo viaje, todo desplazamiento migratorio es concebido, en su fase gestacional, como una aventura mítica: la necesidad de ruptura con un entorno en ruinas que condena a sus poblaciones a la marginación y al hambre, marcha a la par del sueño de un espacio imaginado donde se piensa que existe orden, prosperidad y mayores posibilidades no solo para los que emprenden el viaje, sino – y especialmente – para los que se quedan. La desesperanza del futuro en su tierra es el estímulo que desata la ruptura del status quo en vistas de un porvenir utópico fuera del país, pero también fuera de la realidad, ya que van construyendo “una vida de fantasía en la que cada quien acomoda(ba) lo que desea(ba)” (2013: 14). En efecto, Walter es consciente de los pasados intentos migratorios de sus predecesores y sabe que el fracaso, el riesgo y hasta la posibilidad de morir en el trayecto son perspectivas concretas; sin embargo, igual que todo migrante, vive una mezcla de sentimientos opuestos: optimismo / depresión, esperanza / desesperanza, miedo / alegría, aprehensión / seguridad (Gaborit, Zetino Duarte, Brioso, Portillo 2012: 154), puesto que también sabe que son varias las posibilidades de regreso involuntario, por deportación durante la travesía, o por ser detectado en el país de destino, o por alguna otra razón. Fue lo que sucedió a su padre, que por un accidente se vio obligado a volver a Honduras; su regreso constituyó otro motivo de derrota, “habíamos sido pobres y ahora éramos más pobres” (Hernández 2013: 23). En 2005 “todos se estaban yendo. Y no solo de Honduras” (Hernández 2013: 36). Años de políticas neoliberistas, catástrofes naturales y corrupción no dejaban esperanzas para los pobladores de la región. Walter era solo uno más de esta multitud, junto con su hermano Waldo y su prima lejana Lucía. recogiendo informaciones y testimonios de su odisea. Por esto el cuadro que ofrece el protagonista de la novela se puede considerar vivencial, ya que se basa en hechos realmente ocurridos. Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 111 La etapa inicial del viaje fue México, donde llegaron tras numerosas peripecias que Walter comparó con las grandes hazañas: “Pisamos tierra mexicana como si cada uno de nosotros fuera Cristóbal Colón y hubiéramos alcanzado nuestra propia gloria” (2013: 51). Pero cruzar las fronteras guatemaltecas y llegar hasta México representó solo el primer reto. De hecho la novela, en su parte esencial, relata el trayecto entre el sur y el norte de México, un infierno repleto de dramas, atropellos y dolores que acontecen en el territorio de un país supuestamente considerado hermano. Atravesar México quiere decir experimentar el viaje en el tren del horror, de la muerte, la “bestia” como le dicen, donde puede pasar todo y donde todo realmente pasa. Empezando por la subida. El tren se agarra cuando va despacio, y los migrantes suben como “moscas de carne y hueso sobre placas de acero, uno a uno y docenas a la vez” (2013: 7). Muchos no logran aferrarse y caen, a veces muriendo, a veces quedando mutilados. Es lo que ocurre a Waldo que, para salvar a Lucía en su intento de subir, pierde el soporte y precipita. El tren le pasa encima, cortándole las piernas. Su viaje ha terminado en la fracción de un segundo, ahora él está en el suelo, sin piernas y sin sueños, listo para ser recogido por aquella parte de población que presta ayuda a los migrantes que, mutilados, ya no pueden seguir su camino y ven fracasar su futuro. Son seres que solidarizan con los transeúntes y que de alguna manera mantienen viva, aunque muy atenuada, la esperanza que todavía exista humanidad en este mundo. Son hombres y mujeres que viven en los poblados cercanos a la línea del ferrocarril y que, por cada tren que pasa, saben que tienen que recoger a los desafortunados que no han logrado agarrarse y recibirlos en sus refugios, como hacen ahora con Waldo: Es hábito de contestar el nombre cuando a uno le preguntan quién es, pero qué era ahora Waldo. No era nada más que un bulto estúpido, un motivo de lástima, de atenciones profesionales de los que viven de matizar los dolores de los desgraciados. Bien hubiera podido decir mierda, me llamo mierda, vengo de Honduras, de la mierda, vine a México, a la mierda, me pasó encima una gran masa de mierda y me quedé hecho mierda. (2013: 60) Comienza de esta manera el largo camino hacia el Norte de los condenados de la tierra, tres mil kilómetros que transforman su psicología, su identidad y la estima en sí mismos, convirtiendo la vulnerabilidad en el rasgo principal de su nueva personalidad. Como tal, entonces, plasma su nueva autoidentidad sobre la base de la precariedad, la clandestinidad y la ilegalidad, quedando atrapado en este juego de invisibilizarse y ser invisibilizados, desaparecer y hacer desaparecer toda su existencia, sus rostros, sus voces, sus deseos, sus necesidades básicas. Porque sin papeles no hay identidad, reflexiona Walter, “como si nuestros derechos fueran de papel, la vida en un documento lleno de sellos y autorizaciones. Nos persigue la migra, nos maltratan los policías, nos asaltan los delincuentes. Y nos mutila el tren” (2013: 112). Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 112 El sentido de anulación individual prevalece, son ellos los primeros censores de sí mismos ya que solo a través de un documento de identificación pueden sentirse en el derecho de existir y expresarse: “Tres mil kilómetros son muchos para mantenerse invisibles. Hablar bajito o no hablar. Respirar suavemente o no respirar. […] Si nadie presiente que vas pasando nadie te detiene. El secreto es no ser. Porque si eres, pero no tienes papeles, no eres. […] Los papeles terminan siendo más importantes que la vida” (2013: 39). Son entonces un pasaporte con visa de ingreso o una cédula de residencia los responsables de la dignidad de una persona; sin estos el hombre pierde el reconocimiento ajeno y con él también la confianza en sí mismo. El indocumentado debe desvanecer en la nada, cortar con su pasado y presente, en nombre de una apuesta en un hipotético futuro; no puede tener ningún punto de referencia, ni considerar legítimo ningún derecho, hasta el más banal o primordial de su vida cotidiana. Así poco a poco va aceptando la nueva condición de negación a la que lo obligan las circunstancias: deja de lavarse porque no tiene la posibilidad de hacerlo, defeca en público porque le es prohibida la privacidad, camina descalzo porque pierde o le roban los zapatos, en fin, se priva de todos los hábitos que habían caracterizado su existencia anterior, haciendo un salto atrás que disipa las conquistas básicas: “El hombre puede volver a la barbarie fácilmente. Basta que te quiten lo mínimo de eso que creés que existe siempre” (2013: 86-87). La vulnerabilidad que se apodera de este nuevo ser se patentiza en todos los peligros asociados a su desplazamiento − carencia de alimentos, riesgo de muerte, abusos, violaciones sexuales, secuestros − pasando por la negación de derechos existenciales como ver, hablar, dormir, comer, pensar, expresar sentimientos, angustias, o realizar deseos o necesidades biológicas y psicológicas − así como la deconstrucción de valores humanos elementales, cual es la comprensión, la empatía, la solidaridad, el autorrespeto y autoestima. A través del cosmos que ciñe al indocumentado toman configuración las ponderaciones de lo que es posible para él o ella y los costos que está obligado a asumir, asimismo se revelan las predisposiciones mentales y corporales de su accionar respecto a las autoridades de distinto tipo, legales o ilegales que sean. Las relaciones asimétricas que determinan la condición de “sin papel” crean también el espacio propicio y suficiente para que se plasme y se mueva todo un sistema de tráfico delictivo de personas, que termina de estructurar, objetiva y subjetivamente, la identidad de ilegalidad del migrante, al asumir el acto ilegal de su tráfico como propio (Gaborit, Zetino Duarte, Brioso, Portillo 2012: 154). Esta situación pone al indocumentado en contacto con sujetos que cuentan con recursos de poder diferentes, mediante un vínculo simbiótico de confianza y desconfianza que marca su relación y que los somete a riesgos de varia índole. Son actores que hacen del indocumentado el blanco para experimentar las diversas formas aaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 113 de abusos según el tipo de tráfico que implementan, o según el sexo del migrante. A este respecto cabe señalar que la ruta migratoria es vivida y sufrida de manera diferenciada según el sexo del viajero, ya que los riesgos de abusos y violaciones, si bien no excluyen a los hombres, constituyen una amenaza permanente para la mujer. La identidad de la “sin papel”, por lo tanto, se compone a partir de una vulnerabilidad adicional en relación al hombre durante el trayecto y muchas veces no la abandona tampoco después de que llega a su destino final (Monzón 2006: 40). Lo experimenta Elena, la chica indocumentada que Walter encuentra en el camino y que lo deja soñar, pese al contexto de horrores, con la posibilidad de una nueva vida con amor. A ella, como a muchas otras, le toca sufrir la violación, una humillación en lo más íntimo de sí misma, un destino evidente para todos los miembros del grupo que viajan con ella – es sabido que si se llevan a una mujer es solo para abusar de ella – sin que nadie pueda intervenir para evitar la injuria. Eso produce desprecio, mortificación y un consiguiente sentido de degradación personal que se repercute en la psicología e identidad del indocumentado. Todo se convierte en peligro, no solo el tren, sino también las estancias a lo largo de la ruta y el contacto con la población, hasta los refugios para migrantes que no siempre son islas de solidaridad y apoyo. El contacto con los locales, en efecto, tiene su cara ambigua, ya que estos los pueden ayudar, pero de igual manera los pueden delatar, explotar o depredar de las pocas pertenencias. Se trata de encuentros con personas a veces de la misma nacionalidad, migrantes a su vez, en el pasado, pero que hoy constituyen una nueva fuente de peligro que se concretiza en asaltos, robos, secuestros y violaciones. La bestialidad de la condición que sufrieron en su momento los ha empujado a decidir, cuando se les ha presentado la alternativa, de qué lado colocarse. Unos han sucumbido, otros han decidido transformarse de víctimas en victimarios y se han convertido en traficantes de migrantes, un “trabajo sencillo, traes y llevas cosas, traes y llevas migrantes, los vigilas, ya verás que es mejor andar chingando que ser chingado, eso que ni qué” (Hernández 2013: 171). Sin embargo, a pesar de la monstruosidad que prevalece durante la ruta hacia el Norte, Walter no puede silenciar la humanidad y el ejemplo moral de otros caminantes, como en el caso de Profeta, su amigo desde la subida en el tren, “un gigante mulato, fuerte, bembudo”, tan grande que “podría cargar el tren” (2013: 210). De ese encuentro emerge un nuevo rostro de estas “identidades en tránsito”, ya que en él todavía albergan los valores humanos que diferencian al hombre de las fieras. A Profeta y al relato de su infancia y recuerdos se debe el título de la novela: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”, le enseñaba su madre, como le ensañaba los preceptos básicos de la religión cristiana y el respeto hacia los demás, porque – le exhortaba – “amarás al prójimo como a ti mismo” (2013: 210). Fueron enseñanzas que se grabaron en la personalidad de Profeta, el amigo, el confidente y el “sabio” que Walter conoció durante su segundo intento de llegar a los Estados Unidos, y del que aaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 114 no se separó hasta que, a poca distancia de la última frontera con la tierra estadounidense, se cerró definitivamente el sueño de un futuro mejor: El 25 de agosto de 2010 los periódicos de México y del mundo publicaron que setenta y dos migrantes habían sido asesinados en un rancho del municipio de San Fernando, estado de Tamaulipas. Walter estaba entre ellos. Ninguno de los cadáveres correspondía a la filiación del Profeta. Wilberto dice que una mañana, cuando la familia todavía no sabía que Walter era una de las víctimas de la masacre, encontró los cuadernos afuera de su casa, al pie de la puerta. (2013: 313) Termina así el viaje de la esperanza y la novela. El hallazgo de los cuadernos constituye la única posibilidad para que estas historias y estas vidas no sean canceladas u olvidadas. Representa el testimonio de la precariedad de la existencia de cualquier migrante ilegal, y es la fuente de la que se origina una narrativa de lo invisible, de la anulación de la identidad anterior en la esperanza de poder llegar a ser algún día. En nombre de un hipotético futuro se renuncia a los propios derechos y a las propias identidades; en otras palabras, la condición impuesta por las circunstancias se convierte en un espejo en el cual el sujeto se refleja llegando a verse con ojos ajenos o a no verse del todo, asumiendo la invisibilidad y la anulación como rasgos distintivos de su personalidad. SENTIRSE UNA AMENAZA: EL ESPECTÁCULO DEL HORROR El relato “Abbot y Costello” incluido en la colección de cuentos Flores Oscuras de Sergio Ramírez es la crónica objetiva y escueta de un hecho realmente ocurrido en Costa Rica en 2005 y que ha creado un surco en la historia del proceso migratorio de Nicaragua hacia Costa Rica: el caso del nicaragüense Natividad Canda Mairena. Por la cercanía entre los dos países, por la mayor facilidad de alcanzar su territorio y por las condiciones socio-ecónomicas del país centroamericano considerado “el paraíso de la región”, Costa Rica históricamente ha constituido una meta preferencial de migración para la población pobre de Nicaragua. La fuerte presencia de estos vecinos ha puesto a dura prueba la imagen que Costa Rica había creado de sí misma a lo largo de su historia y ha sacudido los pilares sobre los cuales ha basado su proceso de definición identitaria, imaginándose y configurándose como la tierra de las armonías étnicas, y donde prevalece la idea de una nación tropical más parecida a Suiza que a sus pobres e inestables vecinos centroamericanos. En cada proceso de construcción de nacionalidad, es sabido, se opera una aaaaaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 115 expulsión de los atributos que no coinciden con el resultado que se pretende alcanzar. En el caso costarricense, las versiones hegemónicas han enfatizado un perfil nacional que encuentra su esencia en la composición de una población predominantemente blanca y localizada en la región central del país, el Valle Central (Sandoval 2002: 5), suprimiendo de este modo a todas las otras componentes internas al país, que poblaban las otras regiones y que obstaculizaban la afirmación de semejante imagen. Si el presupuesto de su construcción imaginaria radica en la invisibilización de las diferencias internas, es evidente que resulta aún más incómoda la presencia de elementos externos que llegan a perturbar el orden perfilado. Por esto durante muchos años se prefirió no verlos o considerar la presencia nicaragüense solo como efecto de los regímenes dictatoriales de aquel país que la democrática, pacífica y liberal Costa Rica aceptaba acoger. La llegada “masiva” de los vecinos provocó, a partir de los años ’902 , un cambio radical puesto que, de este momento en adelante, ya no se pudo hablar de refugiados políticos o esconder un fenómeno que cada día más adquiría mayor dimensión. He aquí que de la invisibilización del otro se tuvo que pasar a la denigración del intruso. En el afán de crear pánico y rechazo hacia los “invasores” del contiguo país, se dio vida a una campaña denigratoria amplificada por todos los medios de comunicación. A este fin se acuñaron términos como “olas”, “inundaciones”, “flujos” con los que se indicaba la llegada de unas hordas que hacían predecir un seguro desastre para la tranquila nación costarricense. Este proceso apuntaba a inferiorizar y deshumanizar al migrante “abusador” del suelo patrio, proceso que encontró su síntesis y cumbre en el caso Canda, si bien existen otros casos igualmente epatantes. El trato con los extranjeros – subraya Jiménez Matarrita – sobre todo si son pobres y vulnerables, ilustra el nivel de desarrollo humano de una sociedad” (2009: 179). El episodio de Canda, entonces, revela el rostro escondido de una sociedad que ha proyectado una imagen de sí misma muy lejana de la realidad y de las contradicciones que la atraviesan. En efecto, este acontecimiento no representa un “normal” ejercicio de crueldad y discriminación racial, sino que manifiesta en todo su vigor la deshumanización que caracteriza las relaciones con el otro o, mejor dicho, el menosprecio de la relación con el otro. 2 Durante la época somocista, Costa Rica se había convertido en un territorio de acogida de los luchadores por la libertad y contra la tiranía. Sucesivamente, en la época del gobierno revolucionario sandinista, el país daba hospitalidad a los que huían de la guerra y del servicio militar obligatorio. Finalmente, con la derrota electoral de los sandinistas en 1990 empezaron a desmantelarse todas las reformas sociales y se aplicaron las medidas económicas dictadas por el Fondo Monetario Internacional, lo que se tradujo en una política de recortes y despidos, causa del nuevo éxodo. Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 116 El clamor suscitado por este caso reside ante todo en el hecho que los protagonistas de la brutalidad cometida no fueron ciudadanos comunes, sino representantes de las instituciones nacionales y en específico de la policía, desvelando una actitud institucional que despertó una gran preocupación. Sucesivamente, se tachó también de negligencia el poder judicial por no haber llevado a cabo las investigaciones necesarias. No han pasado muchos años y el caso Canda ya empezaba a perder la nitidez de sus contornos en la sociedad costarricense. En este sentido, el relato de Sergio Ramírez ha contribuido a tener vivo el recuerdo de aquella crueldad, induciendo a la vez a una reflexión profunda sobre un tema candente cual es el desconocimiento del otro y los extremos a los que puede llegar semejante actitud. Por medio de una fría reconstrucción de los hechos, el autor brinda al lector la crónica del “incidente” y las sucesivas investigaciones judiciales: Natividad Canda Mairena, de veinticinco años de edad, murió la madrugada del jueves 10 de noviembre del año 2005 destrozado por dos perros rottweiler que lo atacaron a mordiscos. Los brazos, los codos, las piernas, los tobillos, el abdomen y el tórax resultaron desgarrados. […] Cuando después de cerca de dos horas de hallarse a merced de los perros fue al fin liberado, sus palabras habrían sido, según testigos, “échenme una cobija que tengo frío” (2013: 191). La técnica del uso de la crónica periodística y judicial para sus creaciones narrativas no es nueva en Ramírez. Al contrario, se puede decir que es uno de los expedientes característicos de sus producciones, dado que por medio de la reconstrucción de los eventos en clave periodística el autor logra involucrar al lector en un proceso de conocimiento de la realidad textual y, con ella, de reflexiones sobre la verdadera naturaleza de los hechos acaecidos. A este fin, el novelista cede la palabra a un cronista que relata en tercera persona las dinámicas del caso sin intervenir de ninguna manera en el texto; con esta estratagema otorga al lector el papel de sacar las conclusiones y de sentirse implicado en el contexto que se está narrando. La presentación de los hechos sigue un orden determinado por la división del cuento en breves secciones, cuyos títulos sintetizan el aspecto tratado: “Los hechos, “El occiso”, “El shock hipovolémico”, “Los perros”, “Reconstrucción de los hechos”, “La sentencia judicial”, y “Punto final”. El apartado de apertura facilita las informaciones generales y nos coloca en el escenario del acontecimiento: Natividad Canda, en compañía de Andrés Rivera, alias “Banano” se introduce indebidamente, saltando el muro de protección, en el Taller de automecánica “La Providencia” de La Lima de Cartago. El guardián del taller, al enterarse de la presencia de extraños, decide soltar los dos perros entrenados para cuidar el territorio, mientras tanto, llama a la policía y al cabo de pocos momentos aaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 117 lega una patrulla con ocho agentes de la Fuerza Pública. “Banano” consigue volver a saltar el muro que había sobrepasado, esta vez hacia fuera, y logra salvarse. Canda, en cambio, agredido por los dos perros, no puede moverse, atrapados en los colmillos de las fieras de raza rottweiler, y cuyos nombres, Abbot y Costello, dan el título al relato. La llegada de la policía refuerza el sentido de desorientación y horror causado por este hecho, ya que ninguno de los agentes intervino para que los perros soltaran al desafortunado. De los ocho policías presentes en la escena de la agresión, dos volvieron a la camioneta para escuchar la radio, mientras otros seis se quedaron en el taller mirando los perros que despedazaban al nicaragüense. Solo después de 197 mordeduras en su cuerpo – relevadas sucesivamente – los policías decidieron abrir los tubos de agua a presión “de los que salieron 3786 litros”, y fue solo gracias “al poder de las mangueras que los perros por fin retrocedieron” (2013: 194), dejando en el suelo a su víctima en punto de muerte. Ni un tiro, ni otro intento se hizo para parar semejante monstruosidad. La agresión canina, aclara la crónica, se puede ver en un vídeo “en youtube en la siguiente dirección: ” (2013: 194) que permite observar cuando los perros clavaron los colmillos en la víctima, sin que intervenga el testigo que está filmando. Esta puntualización, espejo de la total ausencia de implicación hacia un ser humano, estremece al lector, aumentando el sentido de horror generado por este caso. En efecto, a este propósito es pertinente hablar de horror, puesto que por horror se entiende algo que irrumpe de forma casi irreal, imposible e irracional, en la vida cotidiana de una persona, tiñéndola de violencia y dramatismo. Diferentemente del terror que provoca miedo y, contemporáneamente, despierta el impulso a huir y salvarse, el horror nos hace espectadores inermes llamados a asistir a un espectáculo que atenta contra la vida y contra la misma condición humana, puesto que el horror desfigura y acaba con la esencia del ser humano (Rivera Garza 2011). Con este espectáculo la sociedad costarricense fue obligada a medirse y a medir todos los postulados sobre los que había edificado su imagen de sociedad “ideal”. Sin embargo, la condición de “indocumentado” e “ilegal” de la víctima, así como el hecho de haber sido sorprendido en el ejercicio de una actividad ilícita, apacigua los remordimientos y abre el camino a un olvido repentino. Su inexistencia en el censo oficial lo convierte en una nulidad y por tanto su presencia, así come su ausencia, pasan desapercibidas. Es la directa consecuencia de su situación migratoria, un daño colateral hacia los que ocupan una posición de desventaja en la escalera de las desigualdades (Bauman 2011: XV). Solo el clamor del momento permitió que se divulgara su nombre y su vida previa. Diferentemente, Canda no hubiera existido para los demás. Él mismo se escondía, haciéndose cómplice de un juego en el que, para sobrevivir, él mismo encubría su presencia, a veces disimulando ser otro para que no lo identificaran, como aaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 118 recuerda su amigo Harold Fallas cuando cuenta que “Canda solía dormir debajo de los puentes y […] para que no fueran a denunciarlo se fingía tico al hablar” (Ramírez 2013:198). La ceguera hacia el otro es la responsable de la barbarie cometida, según subraya con claridad la hermana de Canda, María Esperanza, al precisar que el nicaragüense “nunca estuvo solo, pero lo dejaron morir, dos horas enteras con esas dos fieras despedazándolo y nadie quiso quitárselo de encima […], como un muñeco de trapo que los perros zarandeaban de aquí para allá a su placer” (2013: 197). Refuerza el sentido de horror la breve sección dedicada a los perros a los que se les salvó la vida también después, ya que no resultaron padecer la rabia. Abbot y Costello son dos animales de un valor de quinientos euros cada uno, detalle que recubre una cierta importancia en la evaluación de la decisión. Del macho sabemos que pesa “entre 110-120 libras y mide entre 61 y 68 cms” (2013: 201) que tiene 43 dientes con cierre en tijera de modo que los incisivos superiores cubren sin fisuras los inferiores y que la fuerza de su mordida es de 300 libras en el radio de la boca. La descripción de los atributos caninos nos da la idea de la dimensión de la violencia de la agresión. Ramírez también nos informa sobre la vida de la familia Canda en la sección titulada “El occiso”, de la que emerge el contexto de pobreza que indujo al hermano mayor a salir de Nicaragua, llevando consigo a Natividad de 13 años. La situación de indigencia empujó a que el joven Canda decidiera quedarse en un lugar que se demostró hostil desde el comienzo. Nunca logró conquistar un espacio de visibilización, nunca encontró amparo y nunca dejó de sentirse un usurpador del suelo costarricense. Su vida pasó desapercibida y como tal se habría concluido si no hubiera sido víctima de un caso del que, de alguna manera, se tuvo que hablar. Huyó de la pobreza en edad temprana para terminar sus días, algunos años después, en la misma pobreza, como figura en el acta forense donde se especifica que fueron retirados del cuerpo del occiso “un par de zapatos deportivos de color blanco en mal estado, un par de calcetines verdes, un pantalón jean con considerables desgarraduras, un cinturón de vaqueta, una camiseta de algodón color celeste con logo de Cáritas Internacional […]” (2013: 203). Ramírez llama a dolerse de alguien que, por su condición de “sin papel”, fue condenado a ser estigmatizado, cuando no declarado como no existente. Su estatus consintió que contra él se actuara saliendo del universo de las obligaciones morales, puesto que las presuntas preocupaciones por la seguridad y los movimientos éticos resultan ser en muchos casos inconciliables. Siendo parte de una categoría juzgada amenazadora de la tranquilidad nacional, Canda viene expoliado de su propia subjetividad humana y considerado como un objeto en sí, irremediablemente destinado a sufrir en carne propia toda acción que sirva a “limitar el riesgo”. Su estado de “ilegal” lo convierte en una entidad sin individualidad específica y cuya única aaaaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 119 relevancia es representada por la amenaza que de por sí constituye o podría ser acusado de constituir (Bauman 2011: 62-65). MANO DE OBRA, NO PERSONAS El tercer enfoque del rostro identitario de los indocumentados arraiga en el análisis de Crisis, novela que ya desde el título nos invita a colocarnos en una situación de inestabilidad y precariedad. El término crisis, etimológicamente, evoca un cambio repentino, que evidencia la profunda incertidumbre que marca el paso de un estado a otro. Puede indicar, por tanto, una situación de sustancial transformación a partir de la cual los sujetos y los objetos involucrados ya no volverán a ser los mismos. Del mismo modo, con “crisis” nos referirnos a una condición aguda de sufrimiento psicofísico, así como a una situación de perturbación y desequilibrio económico y social3 , que son los aspectos centrales de la narración, aunque el telón de fondo de la obra de Jorge Majfud abarca las distintas acepciones del término. La vulnerabilidad personal, identitaria y económica componen el rostro y la vida cotidiana de los indocumentados que viven en Estados Unidos, así como la perturbaciones económicas nacionales afectan directamente su quehacer diario y futuro. En efecto, Crisis está construida como un relato sociológico y cultural de los inmigrados que viven y trabajan ilegalmente en ese país, cada uno con una historia personal diversa, así como diversos son la países de procedencia y las localidades donde actúa cada personaje, dando la idea de la vida errante de los sin papeles en Estados Unidos. En este sentido, Crisis es también una crítica a la sociedad y a un sistema que condiciona la vida de los seres humanos que allí habitan. No es casual que cada fragmento relatado se abra con el nombre de la ciudad que hace de trasfondo a la historia, la fecha, la hora y el valor del índice Dow Jones, que determina las perspectivas y esperanzas de la población y, de manera especial, de los sin papeles que en el “gigante del Norte” encuentran una precariedad existencial determinada, entre otras cosas, por una precariedad laboral que bordea el casi-esclavismo. La novela comienza con la historia de María, una joven mexicana de 17 años que con su novio Florentino Bautista deja su pueblo y, con la ayuda de un coyote, logra llegar a Modesto, California, para empezar a trabajar en un viñedo de la West Coast Grape Farming Company. A los pocos días María fallece por haber trabajado 9 horas bajo el sol a una temperatura de cuarenta grados a la sombra. El suyo no es un caso aislado, pues San Sebastián Nopalera, el pequeño pueblo en la Sierra de Oaxaca de aaaaa 3 Cfr. Diccionario etimológico Hoepli online. Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 120 donde proviene, tiene cinco mil habitantes registrados pero allí solo viven la mitad. […] Sus habitantes, casi todos mujeres y niños, sobreviven gracias a la ayuda que envían sus hombres de las plantaciones de Estados Unidos. Como en una guerra entre dos países, cada año cien o doscientos migrantes vuelven a Oaxaca en cofres funerarios. Los trabajos para los cuales están destinados son casi tan mortales como el cruce de la frontera (Majfud 2012: 11). Contemporáneamente, la joven Lupita Blanco logra llegar a Arizona después de un viaje terrible. Cae exhausta en el desierto y es “rescatada” por un coyote que abusa de ella, mientras en San Antonio, Tejas, su novio José trabaja para recoger el dinero suficiente para que Lupita lo alcance, pero la “mara” lo asalta, robándole el sueldo quincenal. Su vida está a la merced de todos: las pandillas, los empleadores, los policías. Son estas algunas de las historias que se entrecruzan para formar un mosaico en el cual cada pieza reproduce el sufrimiento de los numerosos outsiders que en Estados Unidos cuentan solo como mano de obra y no como personas, y que por esto, al terminar su función laboral, quedan excluidos. Majfud, además, traza el perfil de dos mundos paralelos y distantes, el de los indocumentados y ninguneados, y el de los “autóctonos”, reconocidos por la sociedad. Dos mundos que pueblan los mismos territorios y que consumen los mismos productos, pero cuyas existencias se desarrollan en dos ejes distintos: los primeros buscando cómo desaparecer para sobrevivir, los otros – los “titulares” de la sociedad que pueden circular libremente – viven escondidos para apaciguar sus temores, al reparo del resto de la población. Casi fuera una paradoja, los legítimos habitantes de las ciudades estadounidenses necesitan encerrarse en sus casas enrejadas, y solo En verano salen a su backyards, donde no los ve nadie. Es decir, si no se tiran para adentro, se tiran para atrás. Y para disimular o para atenuar esa cerradez dejan abiertas las ventanas del frente … de forma que los que pasan por allí pueden ver cada una de las salas principales, sus cuadros, sus muebles, sus finas lámparas. Todo vacío, claro, todo deshabitado […]. Después, cuando se mueren, salen al espacio público. Sus cementerios son bonitos, parques, abiertos, sin muros y sin rejas (2012: 41). Al contrario, el inmigrado ilegal, moviéndose constantemente de un lugar a otro, vive gran parte de su vida en la calle, a veces esperando en alguna esquina que los buscadores de mano de obra lo levanten y lo lleven a trabajar, otras veces tratando de huir de las redadas policiales, o largándose de su puesto de trabajo al percatarse que se está dando un control. No es casual que en la novela la construcción espacial se aaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 121 base en un constante desplazamiento que de un lado connota una vida a la intemperie, mientras que del otro enfatiza el hecho que las dinámicas a las que son sometidos los sin papeles son idénticas, pese al lugar donde se verifiquen. Todos, de igual manera, sufren por ser ninguneados, y por haber aprendido a disfrutar esa forma de ser nadie, de perderse […] en tiempos de la memoria sin espacio”, huyendo “hacia la memoria que te espera en cada soledad llena de tanta gente que nunca conocerás aunque duerman a tu lado” (2012: 18). La autoidentidad que se forja, entonces, arraiga en la negación y en la humillación de sentirse injustamente empujado hacia abajo, reprimido, detenido o expulsado. Una humillación que lleva al “sin papel” a mentir sobre la muerte de un ser querido, como acontece con Florentino que miente sobre la verdadera razón del fallecimiento de su novia María, para no crear problemas a su amo, pero también, para salvarse él en cuanto ilegal. O como ocurre con José, que necesita inventarse una vida cuando habla con su familia, ya que no puede desvelar los pliegues de su existencia. En fin, la violencia física y moral a la que son condenados marca un surco en su construcción identitaria: la imposibilidad de existir a la luz del sol los vuelve en “sujetos que llegan a ser sombras de sí mismos. […] Han nacido sin tiempo y sin espacio […]. Todos saben dónde están, de dónde vienen y qué hacen; pero nadie quiere verlos” (Majfud 2005). CONCLUSIONES Los tres textos narrativos nos permiten incursionar en el tema de la identidad de los migrantes sin papeles y de la invisibilización que están condenados a sufrir. Cada enfoque contribuye a indagar, a partir de tres miradas distintas, en los pliegues identitarios menos conocidos, y pone en luz el silenciamiento que rodea un fenómeno cada vez más significativo. En Amarás a Dios sobres todas las cosas, Hernández recurre a una escritura testimonial para dar voz a los transeúntes en su camino hacia la esperanza; funda entonces la construcción narrativa en la experiencia vivencial que toma voz a través de los apuntes del protagonista de la novela, que anota todos los avatares que acompañan la desaventura de los caminantes. En el relato “Abbot y Costello” la crónica periodística es la estrategia usada por Ramírez para acercarse al tema de los indocumentados en Costa Rica y para invitar a reflexionar sobre la ausencia de obligaciones morales con la que justifican las medidas para garantizar la tranquilidad nacional. Finalmente Majfud construye su novela Crisis como un relato sociológico que indaga en las distintas sociedades presentes dentro de la misma sociedad. El sector legal y “legítimo” decreta la invisibilidad e inexistencia de las franjas poblacionales aaaaa Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 122 indocumentadas, aunque de ellas saca provechos y beneficios. Se trata, por tanto, de tres perspectivas diversas que tienen como aspecto común la necesidad de poner en relieve cómo la vida del migrante sin papel está marcada por una secuencia de fases que van transformando silenciosamente su espíritu y su identidad. Las adversidades y los discursos estigmatizantes de los que son víctimas los migrantes ilegales tienden a minar su resistencia y a preparar al sujeto para que sea desplazado y asuma nuevas funciones. La violencia, abierta o encubierta, se apropia así de los dominados y rastrea la forma en que se constituyen, reconstruyen, y reproducen las autopercepciones identitarias, connotando la vida psíquica del sin papel. La insistencia en creer en el sueño americano o costarricense es el “gozo” doloroso del discurso del dominado, quizá “la función del amo es establecer la mentira que puede sostener la solidaridad del grupo: sorprender a los sujetos con afirmaciones que manifiestamente contradicen los hechos” (Zizek, 2003: 94). Todo esto sustenta la resistencia a seguir adelante, en un trayecto en el que, obligatoriamente, es necesaria la anulación de los postulados esenciales sobre los que se fundamenta toda identidad. BIBLIOGRAFÍA Bauman Z., 2011, Danni collaterali. Diseguaglianze sociali nell’età globale, Laterza, Bari. Butler J., 2004, Vite precarie, Meltemi, Roma. Gaborit M., Zetino Duarte M., Brioso L., Portillo N., 2012, La esperanza viaja sin visa: Jóvenes y migración indocumentada de El Salvador, Universidad Centroamericana José Simeón Cañas San Salvador, UNFPA-UCA, San Salvador. Hernández A., 2013, Amarás a Dios sobre todas las cosas, Tusquets, México. Jiménez Matarrita A., 2009, La vida en otra parte. Migraciones y cambio culturales en Costa Rica, Editorial Arlekín, San José. Majfud J., 2005, ”Los esclavos de nuestro tiempo. Inmigrantes apátridas; tírelos después de usar”, Espéculo 30 julio-octubre, Año X, (11.01.2014) Majfud J., 2012, Crisis, Editorial del Sol, Tenerife. Monzón A. S., 2006, Las viajeras invisibles: mujeres migrantes en la región centroamericana y el sur de México, PCS-Camex, Guatemala. Ramírez S., 2013, “Abbott y Costello” en Flores oscuras, Alfaguara, Madrid. Rivera Garza C., 2011, Dolerse: textos desde un país herido, Editorial Sur, Oaxaca. Sandoval García C., 2002, Otros amenazantes. Los nicaragüenses y la formación de identidades nacionales en Costa Rica, EUCR, San José. Van Dijk T. A., 1997, Racismo y análisis crítico de los medios, Paidós, Barcelona. Saggi/Ensayos/Essais/Essays Migrazione, diaspora, esilio… – 06/2014 123 Žižek S., 1999, Il grande altro: nazionalismo, godimento, cultura di massa, Feltrinelli, Milano. Žižek S., 2003, Las metástasis del goce. Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad, Paidós, Buenos Aires

Libros

Perdona
nuestros pecados

La cotidiana aventura humana suele asumir perfiles absurdos y hasta de dimensión cuasi surrealista, en la medida que las conductas humanas se tornan obsesivas y paranoicas y la perplejidad se transforma en una suerte de estado natural.

Hugo Acevedo

En «Perdona nuestros pecados», el autor uruguayo Jorge Majfud construye un variopinto universo humano, ensayando una profunda reflexión en torno a los grandes interrogantes y dilemas de este convulsionado mundo contemporáneo.

 

Majfud, que nació en el departamento de Tacuarembó en 1969, estudió y se graduó como arquitecto, egresando de las aulas de la Universidad de la República.

En la actualidad, se dedica íntegramente a la literatura y la investigación, colaborando frecuentemente con artículos periodísticos en diversos medios nacionales y extranjeros, entre ellos LA REPUBLICA.

Asimismo, enseña Literatura Latinoamericana en la Universidad de Georgia, Estados Unidos.

Este autor compatriota ha recibido numerosos premios en concursos literarios internacionales: Mención de Honor en el XII Certamen Literario Argenta, Buenos Aires, 1999. Mención Premio Casa de las Américas, La Habana, Cuba 2001, por la novela «La reina de América» y Segundo Premio Concurso Caja Profesional 2001, por el cuento «Mabel Espera», entre otras distinciones.

Sus obras han sido editadas en diversos países extranjeros y traducidas al inglés, francés, portugués y alemán.

De su extensa producción se destaca: «Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido)» (1996-2001), «Crítica de la pasión pura» (1998), «La reina de América» (2002), «Entre siglos – Entre Sécalos» (1999), «El tiempo que me tocó vivir» (2004) y «La narración de lo invisible/significados ideológicos de América Latina» (2006).

Tanto en el género narrativo como en el ensayo, Jorge Majfud ha logrado un respetable nivel de calidad, que le ha permitido cosechar un justificado reconocimiento en el ámbito cultural.

El cuento inaugural de este libro, intitulado «Todo el peso de la ley», es un sobrecogedor cuadro humano que remite a los cotidianos paisajes de la marginalidad.

Los tres personajes de este relato son, cada uno a su modo, arquetipos de exclusión social golpeados por un destino perverso.

El autor describe la existencia cuasi subterránea de esas criaturas sin horizonte visible, que sobreviven como pueden ante la indiferencia colectiva.

La historia, que describe elocuentemente la odisea de miles de compatriotas, es una suerte de parábola en torno al incierto destino de la humanidad contemporánea, en sociedades que arrastran la rémora de fuertes asimetrías.

Incluso, uno de los personajes es el producto residual de la locura y la culpa, que se autocondena a una existencia indigna.

En tanto, «El día que nunca existió» es un extraño relato ambientado en Mozambique, en el cual Majfud juega con los tiempos narrativos.

En este caso, en la conducta de los personajes hay una irrefrenable compulsión, que los conduce a experiencias tan alucinantes como intransferibles y hasta un asesinato que, a la sazón, permanece impune.

Tanto «Las entrañas de la bestia» como «Memoria dulce de la barbarie», aluden a un pasado de pesadilla durante los gobiernos autoritarios que otrora asolaron a la región.

En el primer caso, Jorge Majfud construye una historia oscura ambientada en Buenos Aires, en la cual el protagonista, que es un intelectual, debe enfrentar el acoso de las fuerzas represivas.

Aunque el narrador no precisa el tiempo histórico en el cual transcurre la anécdota, parece claro que se trata de la década del sesenta del siglo pasado.

«Las entrañas de la bestia» es una suerte de guerra de nervios y temperamentos entre el atribulado personaje y el militar que lo interroga, que actúa con la prepotencia de quien sabe que goza de impunidad para cometer toda clase de atropellos y violaciones a los derechos humanos.

Majfud intercala los tensos diálogos entre el interrogador y el interrogado, con las noticias que se emiten a través de un televisor encendido, en un insólito contrapunto que desnuda la fuerte dicotomía entre las prioridades informativas de una prensa ferozmente amordazada y la cruda realidad de un país agobiado por el terror.

En tanto, «Memoria dulce de la barbarie» es una historia autobiográfica, que el autor presenta como un viaje retrospectivo e introspectivo rumbo a su infancia.

Majfud confiesa pertenecer a la denominada «generación del silencio», que nació y creció durante la dictadura.

Sin embargo, en su caso concreto, por haber tenido familiares que estuvieron recluidos durante el gobierno autoritario, la experiencia adquiere un perfil aún más despiadado.

Empleando un lenguaje tan elocuente como sobrecogedor, el narrador se interna en los paisajes de ese pasado turbulento, en los cuales un absorto niño pierde parte de su inocencia al enfrentarse a la pesadilla que se había apropiado de nuestro Uruguay.

Este cuento es un terrible testimonio de la barbarie padecida por miles de uruguayos, que se transformaron ­durante once largos años de plomo- en víctimas del demencial odio autoritario.

A su vez, «La palabra» es una reveladora alegoría en torno a un tercer milenio colmado de angustias y perplejidades, en el cual la libertad parece estar cada vez más jaqueada y restringida por la cotidiana paranoia de la inseguridad.

El autor construye un paisaje realmente desolador, en el cual un estado policial con fachada democrática nos somete a una estricta vigilancia. El mensaje es claro: todos somos sospechosos ante los ojos de este gendarme global.

Aunque no hay una referencia explícita a ningún acontecimiento mundial reciente, se percibe claramente una soterrada alusión a la demencial reacción de la potencia hegemónica luego de los atentados del 11 de setiembre de 2001.

La literatura de Jorge Majfud asume un sesgo bastante más filosófico en «La sociedad amurallada», que es una profunda reflexión en torno a la incesante búsqueda de las verdades últimas.

A partir de un discurso ácidamente crítico, el narrador decodifica las raíces del fanatismo ciego, el pensamiento único y el inconcebible dogma de fe que erige nuevos muros de intolerancia.

El perfil alegórico está presente también en «El ombligo del mundo, 2055», un inquietante cuento de ciencia ficción y anticipación.

También este relato está ambientado en una sociedad amurallada, celosamente vigilada y controlada por un poder que todo lo escruta, al punto de tener la omnipotente cualidad de leer el pensamiento.

Son claras las alusiones a «1984», la emblemática novela del británico George Orwell y a su autoritario «Gran hermano», involuntario inspirador de un frívolo programa televisivo que anestesia cotidianamente el intelecto de quienes masivamente lo consumen.

Mientras «Las máscaras» constituye una potente metáfora en torno a la deshumanización de un mundo terriblemente globalizado, dos cuentos ambientados en un paraje imaginario banalizan deliberadamente la condición humana.

Tanto «El periodista» como «Obras públicas», retratan el grotesco rostro de la más inconcebible desmesura, expresada en los delirios de un falso astrólogo y los insólitos proyectos de un alcalde que aspira a inmortalizar su nombre en la historia.

En «El primer hombre», aflora la muerte como protagonista y materia de reflexión ontológica. El inexorable desenlace biológico es asumido como pesadilla, en tanto el ser humano es la única criatura de la naturaleza consciente de la caducidad de la materia.

Las tribulaciones de un pensador también irrumpen en «El puro fuego de las ideas», relato que alude simbólicamente a la locura, al descaecimiento y la erosión provocada por los tiempos biológicos y hasta a la decadencia de las ideas.

En los catorce relatos incluidos en este libro, Jorge Majfud retrata diversas facetas del comportamiento humano, a menudo sometido a situaciones límite.

Aunque la calidad de las narraciones no es siempre pareja y hay algunos errores de edición, la obra corrobora la indudable cualidad de agudo retratista que ostenta el autor.

La mayoría de los relatos, que abrevan naturalmente de la experiencia y de una ulterior reflexión, confirman que Majfud es un intelectual lúcido y preocupado por los grandes dilemas de nuestro tiempo.

No vano apela frecuentemente a una severa interpelación, con el propósito de cuestionar algunas de las conductas más absurdas e irracionales que caracterizan al mundo contemporáneo.

«Perdona nuestros pecados» es un catálogo de historias humanas de trazo casi siempre desencantado, que discurre entre lo meramente anecdótico y el ensayo, sin soslayar la frecuente apelación al absurdo, la desmesura y el humor de tono ácidamente sardónico.

(AG. Ediciones)

Publicado en La República de Uruguay, el 3 de junio de 2007

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Realidad y ficción

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La locura de la realidad

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Las cruzadas

Los catálogos de libros, la crítica literaria y los anaqueles de las bibliotecas se ordenan principalmente según la clasificación antagónica de “ficción” y “no-ficción”. La costumbre es tan útil como engañosa. Lo que llamamos ficción —cuentos, novelas, y a veces poesía— fácilmente puede reclamar el mismo derecho que los sueños a considerarse la expresión cultural de una verdad, de la realidad más profunda de un ser humano o de una sociedad.

Cuando estudiamos la literatura del medioevo o del siglo XVI español, observamos la “idealización” de ciertos tipos psicológicos y morales que casi siempre nos parecen improbables por su excesiva virtud o por sus inaceptables prejuicios morales. Sin embargo, esa idea de idealización, de exageración o de improbabilidad —referida a las virtudes morales, como en El Abencerraje, de 1561— antes que nada está determinada por nuestra propia sensibilidad; es decir, es el juicio de unos lectores de principios del siglo XXI.

Ahora, si prestamos atención, la mayor parte del “arte popular”, como pueden ser las telenovelas y las novelas rosa, son idealizaciones o improbabilidades en el sentido de que difícilmente encontraremos entre nosotros una realidad que coincida con dichos estereotipos. Pero aquí lo importante no es lo que podemos llamar “realidad” en un pretendido sentido científico u objetivo. Si existe una ley que traspasa la historia de la literatura —especialmente de la ficción— es la que se refiere a la necesidad de verosimilitud. Las ficciones, desde las llamadas mitológicas y fantásticas hasta las más realistas, comparten un grado mínimo de verosimilitud. Las improbabilidades de la literatura medieval y las no menos improbables historias de las telenovelas modernas, han sido y son populares por lo que tienen de verosímil. Más allá de que un análisis ponga en evidencia su valor ideológico y su “irrealismo”, es importante notar aquí que estas historias son lo que son porque han sido reconocidas como “verosímiles” por una determinada sensibilidad en un determinado momento histórico y en un determinado lugar. ¿Qué es el “realismo” sino una realidad verosímil? Lo que hoy consideramos inverosímil fue verosímil en su tiempo, y es a partir de este reconocimiento que comenzamos a tener una idea de los hombres y mujeres que las leían con entusiasmo y pasión. Es aquí, entonces, donde la ficción “absurda”, “inverosímil” o “arbitraria” se convierte en un elemento valiosísimo de conocimiento y, por lo tanto, en “objeto real”. Lo verosímil ya no es un sustituto de la realidad sino el más fuerte indicio de una realidad sensible, ética y espiritual de un pueblo. Y es en este sentido en que el estudio de la sensibilidad —ética y estética— de un pueblo, a través de su ficción, cobra un valor harto más significativo e insustituible que un pretendido estudio histórico a través de los “hechos”, ya que éstos, los “hechos” no son juzgados a través de dicha sensibilidad sino a través de la nuestra. Todo lo cual no significa que uno sea excluyente del otro sino todo lo contrario: nos advierte de la parcialidad de cada uno de ellos y la necesidad de complementación de ambos géneros en cada estudio.

Por otra parte, lo que está clasificado como no-ficción —libros de historias, ensayos, crónicas, reflexiones— difícilmente sería capaz de prescindir de la imaginación de su autor o de los prejuicios y mitos de la sociedad de la cual surgió. Si los matemáticos ptolemaicos fueron capaces de demostrar la “realidad” de un universo con la Tierra en el centro, y que la modernidad rechazó —radicalmente, hasta hace pocos años; relativamente, hoy en día—, ¿cómo no dudar de la ausencia de ficción en cada uno de esos milimétricos relatos sobre las Cruzadas de la Edad Media[1]?

Podemos tratar de definir un punto de apoyo para evitar una relatividad estéril, sin salida. Ante la amplitud y la virtual imposibilidad de definir una “realidad” en términos absolutos, podemos definir qué entendemos nosotros por “realidad”, integrando el entendido de que la categoría ontológica del mundo físico no es suficiente para limitar este concepto —a la larga, metafísico—. Podemos comenzar por decir que “realidad” es todo punto de partida desde el cual construimos una narración, un discurso, una representación del mundo. Mas’ud Zavarzadeh, por ejemplo, en cierto momento escribió: “Implicit in my approach, of course, is the assumption that culture (that is, the ‘real’) at any given historical moment, consist of an ensemble of contesting subjectivities” (5). Desde su punto de vista de crítico y teórico analizando el fenómeno cinematográfico, “cultura” es su punto de partida, la “realidad” a la cual está referida una película como reflejo y como formadora o reproductora de su propio origen cultural. Desde otro punto de vista, por ejemplo desde un punto de vista psicológico, podemos ver la cultura como punto de partida o punto de llegada. En el primer caso la cultura es lo “real”; en el segundo, es la “construcción” o el producto de otra realidad: la mente humana. Para un médico de finales del siglo XIX, por ejemplo, los sueños eran producto de una determinada condición fisiológica (como una indigestión) y, por lo tanto, eran el reflejo ficticio de la realidad biológica. Este último caso, claro, se refiere a una lectura reduccionista o materialista, para la cual lo real es el mundo físico, biológico, económico y así sucesivamente. La realidad de una lectura descendente podrá contradecir esta afirmación partiendo de un fenómeno cultural, intelectual o psicológico: aún una enfermedad física puede ser causada por una actitud mental, y la causa no es menos real que la consecuencia.

En resumen, podemos decir que la diferencia (pseudo-ontológica) entre realidad y ficción es una confirmación ideológica, la legitimación epistemológica de un paradigma y de una cosmovisión determinada.

Creo que uno de mis personajes en la novela La ciudad de la Luna expresó esta misma dinámica de una forma bastante sitética:

 

Llamamos realidad a la locura

que permanece

y locura a la realidad

que se desvanece.

 


[1] Ver, por ejemplo, Runciman, Steven . A History of the Crusades. The Kingdom of Acre and the Later Crusades. Cambridge: Cambridge University Press, 1987

La Gaceta (Argentina)

Milenio II, III, (Mexico)

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Noam Chomsky, el aguafiestas

English: A portrait of Noam Chomsky that I too...

Noam Chomsky

A propósito Ilusionistas, del nuevo libro de Noam Chomsky. >>

 

Noam Chomsky, el aguafiestas

Hace un par de años, Noam Chomsky dio la conferencia titulada “I am Kinda” en Princeton University. De pie, con voz pausada y casi murmurante, con una energía y una claridad intelectual que ignoraban completamente sus ochenta y un años, Chomsky leyó su conferencia de más de una hora antes de la tradicional sesión de preguntas y respuestas. Algunos lo escucharon con extrema atención y otros, probablemente estudiantes en su primer año, dedicaron una buena parte de ese tiempo a textear y leer comentarios en Facebook.

Unos días después me envió el texto original para que lo tradujera y publicara en algunos medios del continente. Pero su extensión de treinta páginas lo hacía inadecuado para la prensa común. Luego un contratiempo relacionado con los derechos de una editorial que planeaba publicar una versión del mismo texto en inglés demoró este proyecto.

Finalmente, después de discutir varias versiones del mismo texto con el autor, y la pertinencia de integrar otras tres conferencias con algunas modificaciones necesarias además de una introducción para los lectores del mundo hispánico, Editorial Irreverentes se hizo cargo de su publicación. En un momento oscuro para España, sé que el quijotezco esfuerzo de financiar este proyecto fue más allá de lo que los lectores podrían imaginarse. No fue apoyado por el gran capital (como normalmente ocurre cuando se trata del intelectual más influyente del mundo), sino por una colectividad de otros escritores que pusieron lo que no les sobraba.

El resultado es un libro de una gran unidad y de un gran coraje intelectual, con una precisa abundancia de datos que, sin embargo, no caen en el laberinto académico. Aquí están lo que considero son, básicamente, las preocupaciones de Noam Chomsky de los últimos años, no muy diferentes a las que lo han ocupado desde los años cincuenta: el sentido de la democracia y los obstáculos de los poderes corporativos, las imposiciones y las representaciones de la realidad, las verdades oficiales y la manipulación de la historia, el trabajo colectivo y las diferentes expresiones de la libertad, la tiranía del dinero acumulado, el secuestro de las democracias y el problema ecológico.

Sin duda este libro, Ilusionistas, removerá las susceptibilidades negacionistas; más que políticamente correctas, políticamente obligatorias. Para muchos, Chomsky es un traidor a su tribu, a su etnia o a su país. En su raíz, la idea de que un crítico —alguien que usa el favor de ideas y palabras; no la violencia de las armas o de los capitales— es un traidor a un país, contiene todo el espíritu fascista, sea de izquierda o de derecha, según el cual los países tienen dueños ideológicos, religiosos, lingüísticos, sectarios y tribales. Según estos “demócratas”, si alguien no está de acuerdo con ellos debería abandonar el país o callarse para no caer en contradicción —ya que ese país le pertenece a ellos, naturalmente— dejando libre el poco espacio que los críticos y los disidentes tienen en la narrativa social.

Cuando un crítico incisivo como Chomsky defiende los derechos de un individuo o de un pueblo lejano, sea cual sea, denunciando las injusticias de los poderes que han secuestrado la identidad de su propia nación, no sólo está defendiendo la justicia de los otros sino la dignidad de los propios. No es traición de ningún tipo; es lealtad al género humano en general y a la moral más profunda del grupo al que pertenece, en particular.

En Ilusionistas, Chomsky recuerda que “es normal que los vencedores arrojen la historia a la basura, como lo es que las victimas insistan en rescatarla”; y como respuesta al círculo infinito de violencia, propone un camino que podría formularse como piensa radical, actúa moderado, cuando en Understanding Power dice:

 

“No creo que para promover un cambio social en serio haya que trazar un plan sobre la sociedad del futuro. Por el contrario, creo que lo que debe guiar a alguien que lucha por un cambio social son ciertos principios que entiende deberían ser alcanzados de alguna forma [y] para llegar a estos logros no hay un sólo camino […] desde el momento en que estamos enfrentados a un problema de extrema complejidad que nadie puede entender completamente, creo que lo mejor es impulsar ciertos cambios y verificar qué consecuencias tienen. Si realmente funcionan, entonces sí se pueden avanzar otros cambios en la dirección deseada”.

 

Para muchos otros, la lectura de Ilusionistas será, aún en el desacuerdo, un desafío intelectual y un ejercicio moral tan importante como puede serlo el ejercicio físico para la salud física. Sólo que más trascendente, ya que tal vez de un cambio de conciencia dependa el destino de toda la Humanidad. Un cambio que desarticule las realidades que proceden de la siempre activa y poderosa industria de las ilusiones.

Estas páginas también reflejan de forma escrita el tono sereno y equilibrado del Chomsky oral, un hombre que dice sus verdades sin temor y sin rabia, sin las inseguridades que ocultan las apasionadas arengas de los fanáticos proselitistas de todo tipo. Estas páginas son una equilibrada y apasionada desarticulación de diversos mitos y narraciones sociales. Si el lector sale de ellas con un espíritu incendiario, probablemente no habrá comprendido el fondo del pensamiento chomskiano. Por el contrario, si es capaz de mantener una crítica radical más allá de las creencias, una actitud libre de las tradicionales cazas de brujas, de las explosiones del carácter propias de los preescolares, o de las verdades convenientes de quienes están en el poder y de quienes lo soportan como una fatalidad divina, si es capaz de buscar la verdad aunque sea dolorosa para construir una humanidad más justa y sustentable, entonces habrá dado un paso en la misma dirección que promueve el autor y las páginas de este libro.

Jorge Majfud

Milenio (Mexico)

 

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Noam Chomsky

Noam Chomsky, el incómodo susurro de la conciencia occidental

 

 

El último libro de Noam Chomsky en español no existe aún en inglés. Básicamente, consiste en cuatro extensas conferencias editadas especialmente para dar a luz aIlusionistas, un libro centrado en los problemas de nuestro tiempo desde una perspectiva histórica y crítica que, naturalmente, los dueños del mundo y sus fieles creyentes van a objetar con vehemencia. En el mejor de los casos.

En el primer capítulo («Yo soy Kinda»), el autor toma como motivo conductor la historia de una niña que conoció en Beirut en 2006, pero sobre la cual había escrito años antes. A partir de la historia personal de Kinda, Chomsky repasará la lógica histórica de las últimas décadas en regiones tan distintas como Libia, América Central y Haití. El capítulo se centra en las relaciones de poder de los gobiernos dominantes, la ingeniería de sus represiones, las estrategias de las representaciones de la realidad, la omnipresencia de sus aparatos propagandísticos, las narrativas sociales que piensan por los individuos, y los medios que justifican los fines.

El autor se ocupa también de las relaciones entre los Estados y las corporaciones. Sin pausa, Chomsky argumenta y detalla las formas en que lobbies privados conducen las políticas de Estado, desde la política de Gran Bretaña en tiempos de Adam Smith hasta las más recientes intervenciones de Estados Unidos en América Latina durante la Guerra Fría.

La lógica es tan obvia, dice Chomsky, que «debería enseñarse en las escuelas primarias»: el apoyo millonario a un candidato significa que «las elecciones son compradas y que los compradores esperan ser recompensados» por la inversión. Entre las políticas que resultarán como consecuencia, están las privatizaciones, como sería el próximo caso del Seguro Social en Estados Unidos si se aplica la conocida fórmula: luego del desprestigio, de la desfinanciación y de la bancarrota de un servicio público que en la actualidad se autofinancia por el aporte de la población, la salvación se deja en manos de las eficientes empresas privadas, las cuales, a su vez, serán luego nacionalizadas una vez más a coste de la población, apenas dejen de dar ganancias.

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Chomsky se refiere a las más recientes revueltas en el mundo árabe para luego desmenuzar lo que considera la raíz de los conflictos actuales, como el plan que las naciones vencedoras de la Segunda Guerra, con Estados Unidos a la cabeza, desarrollaron con respecto a las áreas estratégicas, como lo son aquellas que concentran las fuentes de energía fundamentales.

La obra se ocupa también del problema ambiental. Luego de señalar el menosprecio por la comunidad científica que alerta sobre un problema serio causado por la expoliación humana del planeta, y los intereses que motivan las reacciones negacionistas, Chomsky recuerda las declaraciones de un representante republicano de Estados Unidos: «el nuevo jefe de uno de estos comités para el medio ambiente, explicó que el calentamiento global no puede ser un problema porque Dios prometió a Noé que no habría otro diluvio. Este tipo de gente está a cargo de este tipo de problemas».

Finalmente, Ilusionistas termina con una sección de preguntas y respuestas donde Chomsky se muestra, como es habitual en su carácter, crítico sin concesiones pero optimista: a no ser por los problemas ambientales, las sociedades han hecho ciertos progresos, no por el buen corazón de quienes ostentan el poder sino por el activismo de los grupos de trabajadores y ciudadanos comunes, sin el poder de los capitales, de los gobiernos y de la gran prensa, pero suficientemente organizados como para marcar ciertos límites que hacen que tengamos sociedades más o menos civilizadas y no una jungla donde solo rige la ley del más fuerte en nombre de un progreso (en el mejor de los casos) que no se lo debemos a los semidioses.
La lectura de este libro, como la lectura de Chomsky en general, es una demostración de coraje intelectual, un ejercicio crítico aun en la discrepancia, y una prueba sobre los valores humanos y democráticos que no todos pasarán.

 

Jorge Majfud

 

El Huffington Post

Adelanto del Capitulo IV >> 

 

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Quevedo: Política de Dios, Govierno de Christo.

 

 

El Siglo del Loro

 

 

Spanish writer Francisco de Quevedo (1580–1645...

Si no fuera por el genio inigualable de Cervantes, de Lope de Vega y de Calderón de la Barca, si no fuera por el genio anónimo del realismo español (como el de Lazarillo de Tormes) y el histórico flujo de metales preciosos de América hacia España, lo que la crítica ha llamado “Siglo de Oro” debería llamarse “Siglo del Oro” o “Siglo del Loro”, debido a la inundación verborragica del palabrerío sin sustento y sin sustancia de un gran número de otras figuras menores, reverenciadas más por la superficialidad del ingenio barroco que por la profundidad del genio español. Más genios y en menos tiempo tuvo la llamada Edad de plata: Gaudí, Picasso, Dalí, Lorca, Machado, Hernández, Alberti, Ortega y Gasset, Falla…

Baltasar Gracián, por ejemplo, que se hizo célebre por su máxima sobre el valor de lo mínimo —“lo bueno, si breve, dos veces bueno”— prefirió el juego a la brevedad lingüística. Pero los hubo peores: Góngora, Juan de Zabaleta, Saavedra Fajardo…

Si echamos una mirada a las ideas y convicciones de Quevedo, uno de los escritores más afamados de su época y de las épocas posteriores, veremos que, aunque contemporáneos, el mismo Don Quijote se le adelantaba varios siglos. El pensamiento de Quevedo no sólo es medieval; además es lento. Como en muchos otros de sus contemporáneos, sus palabras iban más rápido que sus ideas.

Increíblemente, la crítica conservadora ha valorado la profundidad de su contenido moral, quizás porque sus raíces se encuentran en los tiempos romanos.

Por esta época, el Mayflower acababa de llegar a Massachusetts y en Inglaterra, un país menor y más bien marginal a pesar de Shakespeare, ya comenzaban los primeros chispazos de la rebelión de los innobles y el cuestionamiento a las formas de gobierno tradicional. Pero España, a las puertas de una crisis económica y un dramático descenso de su población, todavía estaba en el apogeo de su autosatisfacción y su orgullo nacionalista que, como en los cuentos de hadas, se reproducía a través de un discurso dulce, desde arriba hacia abajo.

Seguramente porque en aquellos tiempos (de pobreza rampante en la mayor parte de su población pero todavía con un fuerte sentido aristocrático) las discusiones políticas y sociales eran mínimas o intrascendentes, los intelectuales con alguna inquietud social se dedicaban a dar consejos a los reyes. En Política de Dios, gobierno de Cristo, tiranía de Satanás (1626), Quevedo formula y detalla el ideal del gobernante, apoyado, con frecuencia, en los Evangelios.[1] En gran medida, este libro se demora en largas arengas teológicas con comentarios bíblicos sazonados con citas latinas, que es lo único que quedó el humanismo anterior. Su discurso es oscuro y retorcido, como Francisco Cascales advirtiese con respecto a Góngora más o menos por la misma época. Quizás porque los Evangelios prescriben no mencionar el nombre de Dios en vano, Quevedo lo menciona una decena de veces en una sola página, en la 49.

Desde el primer capítulo, Quevedo se despacha con pensamientos como “El entendimiento bien informado guía la voluntad, si le sigue” (41). Luego de detenerse en la historia de Caín (44) y en el pecado de la enviada, advierte que “grandes son los peligros del reinar” (45). Como ha sido parte de una larga tradición de cientos y miles de años, siempre se exonera a los reyes y se culpa a los mandos medios o se excusa a aquellos por las malas influencias de los consejeros, lo cual recuerda la figura del príncipe de las tinieblas, el eterno consejero.

Nada diferente al resto de los escritores dorados de este siglo, el misoginismo no podía faltar en ningún análisis políticamente correcto: “en dexandole Dios consigo [Eva a Adán] sirvió a la muger con la sujeción y obediencia” (49). La sujeción y la obediencia al hombre eran claras virtudes que Dios habría dado a las mujeres. Por supuesto, medio siglo antes Santa Teresa estaba totalmente de acuerdo.

Según Quevedo, los reyes deben saber quiénes los están robando (57-58), ya que Jesús hizo lo mismo cuando una mujer lo tocó y “sintió salir virtud de Él” (56).

En el Capítulo V, Quevedo lo hace más explícito y se apoya en la justificación que hace Jesús ante Judas, quien le había preguntado por qué dejaba que una mujer le echara un perfume caro a los pies y no se lo vendía para darles a los pobres, como era su prédica. Quevedo lo traduce a su gusto o al gusto de su rey: “Ni para los pobres se ha de quitar del Rey. Ioan 12” (59).

Claro que hay distintas especies de ladrones. Cuando se refiere a los ministros y otros personajes infiltrados en el gobierno, nos recuerda a nuestro propio tiempo y, sobre todo, a los lobbies que contribuyen con los gobiernos de formas tan generosas: “el mayor ladrón no es el que hurta porque no tiene; sino el que teniendo da mucho por hurtar más” (118).

La tarea del rey no es fácil, ni siquiera hoy: “Vna cosa es entre los soldados obedecer órdenes; otra es seguir el exemplo” (63), por lo cual el rey debe cuidar “de que los suyos no pierdan la fe” (63).

De igual forma que Jesús trató con indiferencia a su propia familia, el rey debe hacer lo mismo con la suya. El Capítulo IX, incluso, aconseja que el rey debe castigar a los ministros en público para dar ejemplo, a imitación de Cristo; consentirlos es dar escándalo, a imitación de Satanás (72).

Recién en el capítulo XVIII descubrimos el verdadero propósito de los reyes. “Los Reyes nacieron para los solos y desamparados” (109). “Los necesitados no han de buscar al rey y a los ministros. Igual que Jesús, cuando expulsó a los mercaderes del tempo, demostrando por única vez verdadero enojo, igual debía hacer el rey con aquellos que “con pretexto de Religión hacen hazienda” (112).

Quevedo inicia cada capítulo con una cita y luego se extiende comentándola según las necesidades y los intereses del momento, según la actual práctica de los conservadores de todo el mundo. En el capitulo catorce, un lapsus: “Es tan fecunda la sagrada Escritura, que sin demasía, ni proligidad, sobre vna cláusula se puede hazer vn libro, no dos capítulos” (92).

En todo el libro se asume que el Rey debe ser la imagen de Cristo, ya que el Poder procede de arriba hacia abajo. Esta estratégica confusión entre la cosa divina y la cosa política es una tradición de miles de años y va desde los faraones egipcios hasta algún que otro presidente norteamericano, pasando por los incas y los reyes absolutistas de Europa.

La misma idea tenía el general Francisco Franco, cuando mandó acuñar en las monedas de su tiempo su imagen rodeada de la leyenda “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Igual gritaban los romanos antes de entrar en batalla (“Nobiscum Deus”) y grabaron los nazis en sus insignias (“Gott mit uns”): Dios está con nosotros; confiamos en Dios.

Porque nada sucede sin el consentimiento del Creador. Nada, incluso lo bueno, que parece malo.

 

Jorge Majfud

Jacksonville University

 majfud.org

Milenio (Mexico)

Panama America (Panama)

 


[1] 

. Política de Dios, Govierno de Christo. [1626] Valencia: University of Illinois Press y Editorial Castalia, 1966.

 

La violencia moral en «La reina de América» (Laurine Duneau)

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La reina de America

La violencia moral en «La reina de América» de Jorge Majfud

Laurine Duneau, Université d’Orléans

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La reina de América fue escrita entre 1999 y 2000 y publicada en 2002 en Tenerife, España. En una primera lectura, esta novela trata de una joven española que a principio de los años sesenta es forzada por su padre a emigrar a América del Sur por razones económicas, pero como consecuencia de un amor frustrado en el barco que la llevaba a Buenos Aires y por la muerte abrupta de su padre poco antes de arribar a Buenos Aires, termina siendo arrastrada a la prostitución en Montevideo.

Coincidentemente, los años sesenta significaron cierta recuperación económica de España, debido a una mayor apertura del régimen militar de la época, mientras, de forma simultánea comenzaban a marcar un fuerte declive económico del Cono Sur. Pero, por entonces, la dirección de los emigrantes era todavía hacia el sur.

Aunque los temas pueden considerarse universales (los conflictos sociales e individuales que se derivan de la inmigración, el predominio del poder masculino en distintas esferas sociales, la brutalidad política y la búsqueda de justicia), la novela en sí los aborda desde dramas concretos, individuales y desde múltiples puntos de vista. Para enfatizar este aspecto, el autor no recurre sólo a la narración de múltiples voces sino que, con frecuencia, las mezcla en la misma página con las narraciones de los medios de prensa, orales y escritos, desde los cuales se filtra la voz oficial del poder político o de la cultura popular.

Uno de estos temas centrales es la violencia en sus diversas formas; la violencia que se produce en una sociedad y se materializa en sus individuos. La novela pone especial atención en la violencia moral.

Para el análisis de La reina…, vamos a seguir algunos ejes que me parece importante poner en evidencia. Primero, vamos a analizar el peritexto (títulos, subtítulos, prefacio, dedicatoria, notas). Después, seguiremos con la representación del extranjero; en esta parte cabe subrayar las referencias a Uruguay (país omnipresente en la obra) y a Argentina (donde vive otro de los protagonistas, Jacobsen, y desde donde se inicia la narración de Consuelo, la hija de la prostituta, como una especie de confesión con múltiples flash-backs). Ambos países son uno solo en términos culturales pero también fueron uno solo para las dictaduras que en los años setenta actuaron en complicidad. En una tercera parte, veremos más bien las nociones de «violencia» que están presentes a lo largo de la historia. Y, por fin, tendremos una suerte de entrevista con el autor, ya que tuve la suerte hablar con él a lo largo de mi lectura.

I) Análisis del peritexto

La reina de América tiene riqueza en cuanto al peritexto ya que los títulos, capítulos y subcapítulos son importantes de la narración. También tiene al principio una cita que analizaremos, sin olvidar poner el acento sobre el incipit, es decir, aquella primera palabra o frase que desde el comienzo representa el resto del texto y que por lo general nos adelanten el espíritu del texto.

A) El título de la novela

El título de esta novela es paradójico. Una paradoja es una figura lógica que consiste en afirmar algo en apariencia absurdo por chocar contra las ideas corrientes, adscritas al buen sentido, o a veces opuestas al propio enunciado en que se inscriben. Según la definición del propio autor, «toda paradoja, es apenas una contradicción aparente con una lógica interna»1. Efectivamente, no hay reinas en América (si no consideramos Canadá con su reina en Inglaterra). Este título es una manera de anunciar el viejo sueño de «hacerse la América», propia de los inmigrantes europeos de los últimos siglos, que en muchos casos simplemente fue una cruel pesadilla. En uno de los pasajes más crueles de la obra, se desarrolla un matrimonio entre Mabel, la prostituta, la protagonista aludida por el título, y un imaginario Jacobsen, el joven de origen danés que Mabel había conocido en el barco y que la resistencia primero y luego la muerte inesperada del padre de ella, en Montevideo, convertiría en una ausencia obsesiva. El «príncipe de Dinamarca» es, irónicamente, un anarquista, y la «princesa Mabel», futura reina de América, una prostituta. Esta boda es real en la obra pero es una farsa, una mise-en-scène en un hospital psiquiátrico con el propósito de consolar a Mabel, que entonces ya había caído en la demencia. Todas las amigas de Mabel están presentes pero el novio es imaginario.

Tanto el matrimonio como el título son fraudulentos, como las esperanzas de Mabel y como su aventura americana. En realidad, la reina no es más que una prostituta demente, una pobre mujer humillada por todas las formas posibles, lo que se aprecia a lo largo de casi toda la obra.

B) Análisis de la cita

Si seguimos el orden cronológico en el cual aparecen los elementos del peritexto, entraremos en el análisis de la cita antes de que comience la historia. La cita es la siguiente: «Pero yo creo que en un mundo doloroso el placer no es un lujo sino una necesidad» (129). Esta frase es una reflexión de Consuelo, al promediar el libro, pero el autor la elige para encabezar la novela. El significado nos aporta una clave: en un mundo lleno de dolor, físico y moral, el placer, intelectual o físico, como el sexo (de los enamorados o el sexo comercial del prostíbulo de Mabel) son necesarios para sobrevivir o, al menos, es comprensible. De la misma forma, son comprensibles los vicios de aquellos que han caído en desgracia doble, ya que no es suficiente el dolor de caer al margen de una sociedad que además los juzga y condena, como será también el caso del mendigo que se baña en la fuente del obelisco de Montevideo ante el escándalo y el desprecio de quienes pasan por allí.

C) Los capítulos

Como vimos antes, esta obra se divide en capítulos.

Los capítulos: I AtardecerII NocheIII MadrugadaIV Amanecer son las diferentes etapas de la noche hasta la salida del sol el día después. Al principio el lector puede pensar que estas etapas de la noche tienen relación con Mabel y su trabajo nocturno, pero viendo la estructura misma de la narración de Consuelo, vemos que también se refieren a esas horas de continuas confesiones que hace la hija de Mabel ante el anciano y casi paralítico Jacobsen, que aparentemente se limita a escuchar. Aunque el autor no es la «palabra oficial» de su propia obra, creo que resulta interesante conocer su propia opinión sobre este punto. En el transcurso de mi investigación, me confesó que para él estos títulos son, de hecho,

el ciclo de un día que se reproduce en varios años de los protagonistas, es decir, es el ciclo vital, psicológico y espiritual de luz y sombra, de razón y locura, se vigilia y sueño. También marca el drama de un proceso de progresiva locura (de Mabel y de Consuelo) sometidas a un mundo irracional, autoritario, doloroso (el ciclo, el proceso político de una dictadura que nace y luego muere pero de la que quedan sus consecuencias en la sociedad), con mucha violencia moral, más que física, violencia que en gran medida procede de los valores del patriarcado.

No es casualidad que bajo cada capítulo hay un título que caben analizar.

D) Los títulos de los capítulos

Los títulos le dan unidad a la aparente diversidad de escenas.

En el primero, Atardecer, tenemos el subtítulo «El pecado original». Aunque se refiere al origen de un acto, es un juicio religioso que puede ser ambiguo. En una primera lectura se puede pensar que este título hace referencia a Mabel, a su profesión. En efecto, desde un tradicional punto de vista religioso, el sexo es un pecado y la prostitución mucho más. Por otra parte, la historia se inicia y se desencadena con la huida de España del padre de Mabel, arruinado por los malos negocios. En su huida, el padre arrastra a su joven hija al exilio, la que se enamora en el barco que la lleva a Buenos Aires. Este amor no sólo enfurece al padre, sino que aparentemente provoca su muerte en el puerto de Montevideo, como consecuencia de un ataque al corazón. A partir de entonces, la joven nunca olvidará su amor frustrado y su culpa por la muerte de su padre, y su vida será una verdadera caída en el infierno. También podemos entender que este «pecado original», desde un punto de vista secular, puede entenderse como más violencia, ya que el juicio popular y tradicionalista criminaliza a la víctima. Entonces, el pecado original también puede ser entendido como el pecado que la sociedad comete contra «la pecadora».

El segundo capítulo, Noche, se subtitula «El Anticristo» el que, obviamente, también hace referencia a la religión y sobre todo al «anticristo» que lleva Consuelo en su vientre y del cual lucha por abortar. Ella siente que lleva «la culpa» dentro de su cuerpo y lo expresa de esta forma: «A mí me había tocado cargar con el semen fértil del Diablo y por días enteros estuve obsesionada con liberarme del Anticristo».

Pero, en realidad ¿quién es el Anticristo? ¿Ese inocente que finalmente es abortado (bajo la presión de su padre, el violador, para no hacerse responsable del «producto»? ¿Es el violador o es la sociedad con su cultura machista que produce esos monstruos? Bajo esta lectura crítica, el padre, que en las tradiciones religiosas y psicológicas son la representación de la autoridad, de la ley y representante o sustituto de lo divino, sería todo lo contrario: el padre es el Anticristo, el representante del mal, el instrumento del dolor y de la injusticia.

El tercer título, Madrugada, se subtitula «El eclipse de la razón» y ya no tiene relación con la caída moral, que comienza casi simultáneamente con la novela, sino con el colapso psicológico, con la caída en la locura de Mabel y posteriormente de su hija, Consuelo. Ambos derrumbes psicológicos pertenecen a tiempos diferentes pero coinciden en el mismo espacio literario; la locura de Mabel, la madre, como experiencia narrada, y la locura de Consuelo, la hija, como parte de la misma narración del colapso de su madre. Según el diccionario de la real Academia Española, un eclipse es una «ocultación transitoria total o parcial de un astro por interposición de otro cuerpo celeste» o, en su segunda acepción, es la «ausencia, evasión, desaparición de alguien o algo». Las dos acepciones de la palabra corresponden bien a la psicología de los personajes en ese momento de la novela.

Poco antes de este eclipse o colapso de ambas mujeres, Mabel le entrega la custodia de su hija a Vicente, su primo (quien emigró tiempo después de Mabel pero logró hacer fortuna en una empresa de demoliciones). A partir de entonces, Mabel ya no va a ver a su madre y Consuelo lo resume de esta forma:

Las pocas veces que intenté visitarla al apartamento de la Aguada no la encontré, y me quedé más bien con ganas de no volver más por aquellos barrios que me recordaban la infancia y la humillación, la escuela, el liceo y la miseria. La mentira.
(166)                

Consuelo ya no verá a su madre sino para negarla. Cuando finalmente encuentra a su madre una noche, mientras caminaba con sus compañeros de estudio, el encuentro es el más perfecto y dramático desencuentro:

Hubo un tiempo en que me olvidé de ella y no volví a buscarla. Y pensé que ella tampoco lo hacía. Hasta llegué a pensar que había enganchado algún tipo y que había tenido otros hijos. Pero me equivocaba. Un día la vi en una esquina oscura, cerca de facultad. Yo iba con unos amigos que se rieron de ella porque tenía pintura de labios hasta las orejas y una enorme peluca rubia.Ella debió reconocerme, porque se quedó mirándome un momento. Reconocí sus ojos grandes y asustados que me miraban. La vi más gorda y más vieja, con menos clientes quizá, o con clientes más baratos, con una minifalda roja, espantosa, que le dejaba ver la punta de la bombacha. Pero yo comprendí, después, que ese maquillaje excesivo y de mal gusto no era otra cosa que un disfraz para que yo no la reconociera. Había ido a verme salir de facultad y parecía que tenía frío, aunque no hacía frío.
(167)                

A partir de entonces, Consuelo ya no tiene a nadie con qué contar, está completamente perdida. Además, sale con un muchacho, Abayubá, a quien por alguna razón que no alcanza a comprender admira, pero definitivamente no lo quiere.

Yo sufría porque no lo quería y él sufría por quererme igual. Me daba lástima, pero no amor. Pensé que era algo que podía llegar a aprender con el tiempo, pero me equivoqué: sólo aprendí a complacer, a mentir.
(141)                

Consuelo se encuentra perdida, sufriendo a una aparente incapacidad para querer. Por algún tiempo se aferra a Abayubá, quien a su vez tuvo que sufrir los cambios imprevistos de Consuelo, que por momentos lo enamoraba y por momentos lo castigaba con el silencio y con una indiferencia sin respuestas. Por su parte, Abayubá era más consciente de los problemas sociales que lo afectan que de las complejidades psicológicas de los individuos, según dejó escrito en una carta, antes de suicidarse: «mi tristeza no era una tristeza de mujer. Yo no necesitaba un psicólogo; necesitaba un fusil».

En la oscuridad de este eclipse, Consuelo explora o navega como un barco sin timón en búsqueda de su identidad.

Llegué a pensar que era media rarita; lesbiana, en una palabra. Y me dejé atormentar un largo tiempo por esa idea, hasta que realmente tuve la oportunidad de tener algo con una compañera del colegio y tampoco me gustó nada.
(142)                

Tal vez esta sea una de las constantes psicológicas en Consuelo, que nunca alcanzará a saber qué es lo qué quiere.

En cuanto a Mabel, está perdiendo la razón, está hundiéndose en un círculo infernal de las formas de prostitución más peligrosa, aquellas que le permiten su pobreza, su edad y su nula autoestima. Es, sin duda, el personaje que más sufre la crueldad en sus formas más diversas.

Finalmente, el último capítulo, Amanecer, lleva otro título paradójico, ya que está desprovisto de todas las implicaciones positivas que comúnmente se le atribuyen a esta apalabra. El subtítulo es «El juicio final» y es, en realidad, una falta de juicio: es el final para Mabel y para Consuelo quienes, definitivamente «pierden el juicio», es decir que pierden la razón.

Mabel muere y su lápida continúa el engaño, el absurdo, quizás como en cualquier caso:

Reina de AméricaMadrid – 2 de julio de 1942Montevideo – 21 de octubre de 1983.
(210)                

En su paso por Buenos Aires hacia Estados Unidos, Consuelo encuentra a Jacobsen y comienza la narración de La reina de América. Al terminar la novela, Consuelo reconoce: «ahora voy a emigrar, como lo hizo el abuelo Rodrigo, que también se había venido de lejos para escapar de tanta locura» (138).

Pero, como la anterior, como todas, la fuga es ilusoria. La historia sugiere que Consuelo ya ha caído en la locura y no saldrá de ella. Sólo repetirá la historia de su abuelo, de su madre, incluso sus mismas esperanzas de no repetir antiguos fracasos.

En el breve párrafo final, se mezclan dos espacios, el gato que consuelo ahoga en una fuente de la casa de Jacobsen en Buenos Aires, lo cual refleja su locura casi infantil, y un basurero en Montevideo, donde una rata come parte de la cata que Mabel había escrito para Jacobsen, la cual nunca llegó al destinatario:

El gato asoma un poco a la superficie rompiendo, lentamente, el espejo de agua oscura que no se aclara con las primeras luces de la mañana, y ahí se quedará, casi como un pequeño bulto de hojas de roble, hasta que alguien decida limpiar la fuente. Por su parte, la rata da vuelta sobre su cuerpo y comienza a roer el papel por el lado donde dice ¿O es que la Eternidad se… mientras caen unas gotas del cielo. Pero la lluvia no es lo suficientemente fuerte y la rata continúa comiendo: Eternid…»
(248)                
E) El incipit

El incipit, la primera frase con la que comienza la novela, dice:

Mi madre era una prostituta hermosa -terminó por decir Consuelo, peinando con fuerza los pelos de camello de un pequeño mamut, mientras él miraba la acacia gigante y movía la cabeza sin querer-, hermosa como yo, según decía un novio que tuve, un imbécil que se había acostado primero con ella hasta que se aburrió y no le pareció mal reclamar a la hija y un día se metió en mi cuarto y en mi cama cuando yo ni siquiera sabía su nombre y todavía creía en las historias románticas que leía en las novelas de Corín Tellado.
(9)                

En este incipit encontramos la primera persona del singular. La hija, Consuelo, está hablando de su madre y de sí misma, a quien se define como ingenua. Elincipit tiene una función de resumen y plantea la situación y el tono de la narración: una hija y su madre prostituta. Además sabemos que existe otro personaje; un «imbécil» que se ha acostado con las dos. ¿Violó a la hija? Este primer párrafo ya anuncia la violencia moral que va a ser el núcleo de la novela. Inmediatamente da información sobre el papel de la mujer. Pero, pueden surgir preguntas como ¿quién es el «él» en la frase «mientras él miraba la acacia gigante» (9)? ¿Por qué movía la cabeza sin querer? Y ella, ¿por qué está peinando un mamut? En este inicio de la obra, Consuelo le habla a un hombre (que no conocemos por el momento) en primera persona. Apenas podemos pensar que este hombre es viejo o enfermo por su manera de mover la cabeza sin querer. No podremos saber que Consuelo, la voz narradora al inicio, está en Buenos Aires, hablándole a Jacobsen, el amor idealizado de Mabel, hasta muy avanzada la novela.

Después de haber analizado el peritexto, vamos a ver las representaciones del extranjero en la obra. Como ya hemos dicho, en la obra, los dos países presentes son Argentina y Uruguay.

II) Representación del «extranjero»

Podemos ver al extranjero a través de las alusiones a sus dictaduras.

En este libro construido con diferentes voces, aparecen voces en cursivas que representan las narraciones de los medios de comunicación más omnipresentes como la radio y la televisión. La radio difunde las novedades en cuanto al fútbol y la televisión se hace presente fundamentalmente por la publicidad.

En Argentina y en Uruguay en esa época se usó el fútbol para disimular los problemas políticos de las dictaduras (como en el Mundial de Fútbol de Argentina 78).

Por otra parte, las dictaduras de ambos países actuaron en complicidad al igual que lo hicieron algunos medios de comunicación. Estas voces oficiales o dominantes en la sociedad de la época, se van filtrando entre el drama personal de cada personaje, como si en principio no estuviesen relacionados.

En la celda de al lado a la de Jacobsen [encarcelado por segunda vez, esta vez por un delito real], el Pelado chista y pide silencio, pero Saporitti [un locutor de radio] recuerda que el año próximo se realizará el Campeonato Mundial de Fútbol en la Argentina, por primera vez, y debemos estar preparados para mostrar una buena imagen al mundo… A lo que casi todo el piso Segundo de la cárcel responde, sin hacer caso del Pelado:¡Argentina va’ salir Campeóóón!¡Argentina va’ salir Campeóóón!

Se lo dedicamo’ a todos

¡La puta madre que los-pa-rió!

(172)                

Las alusiones a equipos de fútbol de un lado y del otro, el anuncio de las tormentas, los comentarios periodísticos sobre las actividades de la moda en los balnearios más conocidos de ambos países, ayudan a establecer esta fuerte y trágica relación cultural y política entre Argentina y Uruguay, entre sus capitales, Buenos Aires y Montevideo, separados y unidos por un ancho río.

Los problemas políticos en relación con las dictaduras en la época eran numerosos y no vamos a enumerarlos aquí. Pero podemos ver brevemente algunos ejemplos.

La primera vez Jacobsen es detenido por razones políticas, acusado de anarquista pero sin haberle probado alguna actividad organizada. Es detenido en Buenos Aires, después de su viaje a Montevideo en búsqueda de Mabel. Durante su último viaje a Montevideo, logra su objetivo de encontrar a Mabel, a quién descubre en un restaurante con otro hombre (en realidad con un cliente). A su regreso a Buenos Aires, los servicios de inteligencia del ejército argentino lo detienen. En su interrogatorio reconoce haber ido en búsqueda de una mujer, pero la explicación suena cursi y difícil de creer para los oídos de los militares quienes deciden comprobar la existencia de Mabel. Cuando logran localizarla, la obligan a fotografiarse teniendo relaciones sexuales con los militares de menor rango. En una sesión de interrogatorio en Buenos Aires, el coronel libera a Jacobsen porque, le informa, ha descubierto que su declaración anterior era inverosímil pero verdadera. Como venganza, el coronel obliga a Jacobsen a reconocer a la prostituta de la fotografía, lo que para Jacobsen es un doloroso descubrimiento.

Finalmente Jacobsen, después de descubrir el Ford Falcón del coronel estacionado cerca de un restaurante, toma venganza y mata al coronel en un parque de Buenos Aires y es encarcelado por última vez. En la cárcel, el mundo exterior se filtra a través de una radio que, al mismo tiempo, es escuchada del otro lado del Río de la Plata, en Montevideo.

Siempre relacionado con la dictadura y los problemas de la época, también se ve Argentina a través de su famoso coche Ford Falcón presente en el libro. Los Ford Falcón fueron célebres en los años setenta porque eran usados por el ejército para secuestrar disidentes o sospechosos de serlo2. En La reina de América, antes de la intervención de los militares, Jacobsen había descubierto a Mabel bajando de un Ford Falcón rojo, con un cliente.

Hay también un secuestro pero esta vez no por razones políticas (al menos no de una forma explícita). El hombre, el contador Soto Lorenzo, dueño de una radio funcional a la dictadura uruguaya. A esa altura del relato, Mabel se encuentra en clara decadencia física y psicológica y sube al auto del contador pidiendo ayuda:

Un árbol la sostiene un momento hasta que parece recuperarse y continúa caminando. Cruza una luz roja y, al llegar a la placita triangular de Blanes, un Ford Falcon rojo o verde se detiene y un hombre calvo le hace señales desde adentro. Mabel duda, siente frío otra vez y finalmente entra.Lléveme a mi casa, por favor señor -dice Mabel, mirando hacia delante, y la voz se le quiebra. Adentro siente un calor que no la alivia: el aire está espeso, la radio dice muy fuerte que los estudiantes universitarios, todavía dominados por ideologías extranjeras, se niegan a concurrir a sus clases.Esto le hace muy mal al país, pero sobre todo a ellos mismos, que no comprenden ciertas cosas porque no alcanzaron a vivirlas…

Ya veremos adónde -dice el hombre, sonriéndole y mirando con atención por el espejo, para dejar pasar un auto que le venía haciendo señales con las luces.

Lo siento, señor, no estoy trabajando hoy.

¿A sí? ¿Y la ropa adónde está?

Teniente General Bonino Pérez, muchas gracias por sus declaraciones para radio Libertad.

No, no, por nada. El agradecido soy yo.

Buenas noches.

Ahora el estado del tiempo: inestable, desmejorando por el norte. Se prevén tormentas eléctricas… Hay restos de humo o aliento de cigarrillos y alcohol, y no olvide: Coca-Cola, la chispa de la vida.

(170)                

Pero el contador Soto Lorenzo la lleva a una zona de pinares sobre una playa periférica y la obliga a tener sexo, diciendo que ella es una prostituta. Mabel saca la pequeña pistola que siempre lleva consigo y lo mata. La radio presentará este hecho de una forma que enaltece la figura de la aparente víctima.

SANGUINETTI .-   (Con voz afectada, firme y pareja.) Ampliando la información ya adelantada por nuestro Informativo Central de las nueve horas, estamos en condiciones de informarles que el contador Soto Lorenzo fue cobardemente asesinado de tres balazos a sangre fría.
LARREA.-  El contador Soto Lorenzo, que se había desempeñado hasta el momento como director de esta radio y como Consejero de Estado, fue ultimado de tres balazos a quemarropa en una zona próxima a Lomas de Solymar.
SANGUINETTI .-  Las autoridades arrestaron en las últimas horas a una mujer de iniciales M. M. Z, sobre la cual caen las principales sospechas. La mencionada mujer, estaría vinculada a movimientos subversivos que operaron hasta hace pocos años en ambas márgenes del Plata.
LARREA.-  M. M. Z., de nacionalidad española, había sido vinculada por los Servicios de Inteligencia de Argentina con el grupo maoísta ERRP, que operaba desde la ciudad porteña de Buenos Aires, más precisamente en el barrio de la Floresta. Fuentes no oficiales, dan cuenta de una posible relación de la misma mujer, M. M. Z., con el asesinato en la ciudad de Buenos Aires del coronel Máximo Otegui, consumado hace siete años, en 1972.
(188)                

Estas dictaduras llevaron a violencias de todo tipo. Y en La reina de América, sentimos las tensiones en tiempos de dictaduras y somos lectores y testigos de la violencia moral, omnipresente en toda la obra.

III) La violencia moral

Como vimos, uno de los temas centrales de la novela consiste en este tipo de violencia y su relación con la violencia física. Apenas en el incipit nos informamos que la narradora es violada por un cliente de su madre. La violación o la agresión sexual inician el primer capítulo y es una de las traducciones de esta violencia moral que subyace en toda la novela. Es el ejemplo de una violencia tanto física como moral ya que abre una herida difícil de curar. Según el mismo autor, la violencia física engendra heridas que un día llegan a desaparecer gracias a la cicatrización pero las consecuencias de la violencia moral son mucho más perdurables y más difíciles de visualizar.

Mabel también ha sido violada por un hombre que se creyó en el derecho de desconocer su dolor por ser prostituta. En este caso el abuso de poder es físico (la fuerza del hombre sobre la mujer enferma), social (ella es una prostituta callejera y él un contador reconocido) y moral (la autoestima se ha reducido al mínimo, hasta ser identificada con un objeto sin derecho a la piedad).

Al comienzo de la narración, Consuelo aparece peinando con fuerza un mamut de una forma que revela cierta perturbación o neurosis. El principio y el final de la novela coinciden en el tiempo y en el espacio, y la protagonista (y una de las narradoras principales) confirma esta inestabilidad psíquica cuando ahoga a Voltaire, el gato de Jacobsen, el que pocos años antes había sido rescatado de las aguas en una bolsa de nylon.

Toda la historia que Consuelo narra a Jacobsen es una regresión a un pasado lleno de violencia en el que, como su madre, ha sido sexualmente abusada. Pero Consuelo logra vengarse del Tito (su violador), el que a su vez es violado por un sicario que ella había contratado3. Aquí, la violencia no está en la penetración física del hombre sino en su humillación delante de ella. La humillación, por supuesto, violencia moral y en este caso sirve al propósito de la venganza de la víctima.

IV) Extracto de una entrevista con el autor

Me puede decir ¿cuál fue el contexto en el que escribió el libro? ¿Y si tuvo impacto en la escritura de su libro?

Mi contexto como autor en el momento de escribir la novela fue a fines de los ’90, sin ninguna violencia particular. Una vida normal. Pero yo creo que la «herida» viene de mi infancia, ya que tuve que vivir la violencia moral de la dictadura (y la violencia física también). Eso está resumido en «Tecnología de la Barbarie».

En su libro se mezclan muchas voces con una tercera persona dominante, ¿cómo lo explica?

Sí, correcto. La tercera persona es dominante y luego aparecen muchas otras voces narrativas cuando aparecen diferentes personajes. Incluso algunos medios como la radio se entremezclan (como un juego de cartas) en un contrapunto. En el caso de la radio o la TV, sus voces se distinguen porque están en «italics» (o cursivas).

Yo sospecho que en esa técnica puede haber algo de Los caminos de la libertad, de Sartre. Recuerdo que cuando era muy joven me impresiono mucho «El aplazamiento» (lo leí en español). Sartre combinaba magistralmente varios espacios de forma simultánea en un solo párrafo.

Cuando en su libro se habla de Abayubá, a este chico le gusta mucho Sartre también. ¿Tiene algo que ver con usted?

Tenés razón. Tiene algo de mí pero también de algunos muchachos como yo, que conocí en Montevideo en 1988, 1989. Ellos no iban al liceo (secundaria) ni a la universidad, pero eran bohemios, lectores empedernidos de Jean-Paul Sartre. Cada personaje tiene algo del autor y de muchas otras personas, en diferentes proporciones.

¿Entonces tienen todos sus personajes algo de usted?

No sé si mi «yo» está desparramado entre personajes como Mabel y Consuelo. Puede que haya algo del autor en cada una, pero sospecho que muy poco, desde un punto de vista concreto, como lo es ser mujeres abusadas sexualmente. Nunca he sido mujer ni he sido abusado sexualmente. Pero ellas encarnan todas mis frustraciones sobre la violencia y la injusticia social. Pocas cosas hay más dolorosas, para mí, que el sufrimiento de un niño o de una mujer por razones de violencia moral como lo es la humillación. Tal vez uno soporta más fácilmente la humillación de un verdugo, pero nunca la de alguien inocente, alguien que de principio es más débil, en una familia o en una sociedad…

Como los sueños (al menos es lo que comúnmente asumimos en nuestra civilización occidental), el autor origina cada personaje y cada situación de forma inconsciente o, al menos, con un diálogo intuitivo con su propia conciencia, según una realidad concreta y según una naturaleza general, que es común a todos los seres humanos. Todos tenemos esperanzas y temores, todos tenemos cierto sentimiento de justicia y de venganza, todos amamos y odiamos (aunque en proporciones diferentes; en lo personal he tratado siempre de controlar algún sentimiento tan horrible como es el odio, pero creo nadie puede decir que está libre de haberlo experimentado), etc.

Cuando menciona en un momento de La reina de América «el uruguayo», «es culpa del uruguayo». ¿Quién es? ¿Es un hombre tipo que vive en Uruguay?

En Uruguay siempre se habla de «el uruguayo», que es una especie de personaje inexistente, invisible, que aparentemente contiene todas las características típicas de «un uruguayo». Tradicionalmente se le echa la culpa de todos los defectos, algo así como «chivo expiatorio» (o «cabeza de turco»).

¿Por qué haber elegido un nombre indígena para Abayubá?

En los 60, Uruguay y Argentina «descubren» América Latina (que en realidad se refiere a la «América indígena») y su sentimiento de culpa por su «europeísmo» anterior. Especialmente entre los grupos de izquierda (y tal vez como consecuencia de la Revolución Cubana) todo lo indígena comenzó a ser reivindicado y pasó a ser símbolo de resistencia y de legitimidad. No por casualidad el anterior presidente de Uruguay se llamaba Tabaré Vázquez. Pero al mismo tiempo sigue siendo un valor ambiguo, ya que lo indígena nunca ha dejado de ser étnica y culturalmente marginal. En Uruguay, además, tenemos la triste conciencia de que los indios charrúas fueron exterminados, por lo cual es una ironía que se hable de «garra charrúa» para referirse a los jugadores de fútbol que representan a nuestro país.

Para terminar, ¿por qué usted eligió siempre hablar de fútbol por la radio y de una probable tormenta (meteorología) que está a punto de llegar?

Primero, porque en Argentina y en Uruguay por esa época se usó el fútbol para disimular los problemas políticos de las dictaduras (como en el Mundial de Fútbol de Argentina 78). Segundo, supongo que fue porque expresaba (igual que cuando se habla de moda) un contraste dramático entre la frivolidad de «lo que estaba ocurriendo» en los medios y la tragedia de los individuos como Mabel. Es un contraste, un contrapunto que evidencia la crueldad social, la indiferencia hacia las tragedias que muchas veces los pueblos no ven o no quieren ver. En el caso de los reportes meteorológicos, es por una razón opuesta a la del Romanticismo del siglo XIX. Para aquella corriente literaria, la naturaleza se conmovía junto con las emociones de los individuos. Como La reina de América es una novela más bien cruel, el tiempo, el clima es más bien indiferente a los sufrimientos humanos. Esa indiferencia con que se da el reporte del clima, las tendencias de la moda y los resultados del fútbol representan la indiferencia del contexto con los personajes que sufren.

Bibliografía
  • Diario El País de Madrid, 23 de abril de 1985.
  • Diario La República de Montevideo, 3 de agosto de 2011.
  • Majfud, Jorge, La reina de América, Tenerife, Baile del Sol, 2002.

Notas

 1. Diario La República de Montevideo, 3 de agosto de 2011.

 

2.«Una numerosa partida de Ford Falcon de color verde destinada a la Policía Federal fue requisada por los grupos de tareas destinados al chupamiento callejero de personas (chupar: secuestrar); el Falcon, un coche grande, robusto, vulgar, verde, sin matrículas, con dos antenas y tres tipos dentro sembró el terror en las áreas urbanas. Familias enteras desaparecieron en los chupaderos: los hijos, los padres, los abuelos, los hijos de los hijos… La desaparición de niños secuestrados junto con sus padres, o nacidos en prisión, es otro de los dramas añadidos de las posguerras argentinas» («En el corazón de las tinieblas», Diaro El País de Madrid, 23 de abril de 1985).

3. Según el autor hay un límite entre venganza y justicia; aunque sus métodos y convivencias sociales de uno y del otro son distintos, ambos perciben objetivos casi idénticos.

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La reina de America

 

Una entrevista

Jorge Majfud: «Un novelista no puede tener pudor ni carecer de principios morales»

Cultura y Espectáculos Diario de Avisos,  Santa Cruz de Tenerife, 17 de enero de 2003

 

Jorge Majfud (Tacuarembó, Uruguay, 1969) movió los cimientos de la literatura uruguaya con una primera novela, Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido), donde hablaba sin tapujos de la represión en su país, de los desaparecidos y la dictadura.

Texto: Mª Luisa Pedrós
Foto: Javier Ganivet
 

Después de ese libro, este arquitecto apasionado por el conocimiento, emprendió la tarea de redefinir los límites de la moral en Crítica de la pasión pura, un ensayo de 1998 inédito aún en España. Su segunda novela, La reina de América, abandona el tono filosófico de sus trabajos anteriores para narrar una historia descarnada: la de una joven española que emigra en los sesenta a la América de la bonanza y que a su llegada al continente ve cómo la vida le juega una mala pasada que solo le deja el recurso de la prostitución. 
Por esos extraños juegos de relaciones, Baile del Sol, una pequeña y modesta editorial tinerfeña, puso los ojos sobre la obra de Majfud y en 2001 publicó Hacia qué patrias del silencio y ahora edita La reina de América. Estos días, Majfud visita Tenerife para promocionar la obra. Ayer, en una apretada jornada, dio una rueda de prensa, concedió entrevistas y participó en el ciclo Diálogos en vivo, donde habló frente al periodista Fernando Delgado sobre el arte de fabular. 
Majfud es un hombre de gestos sosegados, casi suspendidos en el aire. Le gusta hablar. Dice que esa es una de sus grandes pasiones: hablar, y pensar. Escuchándolo se tiene la sensación de que no es la misma persona que escribe La reina de América, un libro duro, de lenguaje directo y descarnado. «En mi vida privada soy puritano, pero en la ficción no puedo permitírmelo». 

– Dicen de usted que que tiene vocación de filosofar. Un comentario así habría acabado con su carrera literaria en España. 
«Sí, parece que hoy en día es peligroso pensar. Se nos está imponiendo una cultura de la chatarra donde lo único que le queda al individuo es la capacidad de reflexionar, de preguntarse, de filosofar, en definitiva. La actitud de reflexión es única y siempre es valiosa. Solamente en las culturas donde hay dogmas de pensamiento, económicos o militares, es una actividad desprestigiada. Me cuesta creer que Occidente haya renunciado a una de las características que lo han definido: la valentía individual de cuestionar las cosas. Sinceramente, si para que mis libros se vendieran tuviera que renunciar a eso, no lo haría. Frente a esa mercantilización de la cultura, a esa banalización de la literatura, hay un grupo de escritores que practicamos la resistencia. No nos oponemos a que se publique Corín Tellado, pero nos negamos a que eso se venda a la altura de Saramago, por citar el nombre de un resistente». 

– Un periodista le preguntó a raíz de la salida de Hacia qué patrias de silencio si se sentía un outsider por sus temas y la postura que adopta ante ellos, y usted contestó que no lo sabía. Con La reina de América en la calle, ¿ya tiene hecha esa reflexión? 
«Creo que estuvo en lo cierto, pero aún siendo un outsider pongo el acento en el tiempo que me ha tocado vivir. En el Cono Sur, sobre todo en la década de los 90, ha habido una predilección especial por la historia de siglos pasados, como para evitar analizar esta. Ya lo dijo Francis Fukuyama: «Ha llegado el fin de la historia». No estoy de acuerdo, queda historia para rato porque queda mucho por construir, pero también por destruir. No estoy de acuerdo con la evasión, quiero vivir este tiempo trágico que nos ha tocado y aceptarlo como un desafío». 
– Hábleme de esta frase suya:»Un intelectual útil al partido no es un intelectual, es un payaso entrenado para ganar». 
«En Uruguay la presión para que el intelectual se ponga al servicio del poder es inmensa. Para que cualquier arquitecto, profesor o escritor viva desahogadamente, tiene que pactar con el poder. Muchas veces se me han acercado para pedirme que participe en esto o en aquello y me he dado cuenta que son concesiones, no puedo hacerlo porque no sólo estoy traicionando la confianza de mucha gente, sino la mía propia. Nosotros tenemos dos grandes resistentes que se han negado a dar ese paso: Eduardo Galeano y Mario Benedetti. La gente cree que para los dos ha sido fácil; nadie sabe por lo que han pasado. Nadie recuerda que Benedetti pagó sus primeros ocho libros de su bolsillo». 

– La Reina de América rompe cierta idea romántica sobre la emigración española al continente. 
«Existe el mito del europeo que viajaba a hacer las Américas, a triunfar. Muchos lo lograron, pero otros tantos fracasaron y encontraron una realidad aún peor que la que abandonaban. Eso le pasa a Mabel. Sola y obligada a prostituirse y sometida a un sistema represor del que no escapa porque es violada por un poderoso. Fue duro escribir sobre eso, porque requiere ser muy directo, y yo en mi vida privada soy pudoroso, pero no puedo ser pudoroso cuando en la ficción trato un tema en profundidad. Un novelista no puede tener pudor». 

– En la trama, los años de represión en Uruguay se filtran como un rumor ¿Su sociedad ha superado ya las consecuencias de la dictadura? 
«El miedo persiste, a pesar de que creo improbable una vuelta a la dictadura militar porque no hay interés internacional para eso; sin embargo, la sociedad uruguaya mantiene el miedo. No sabemos dónde están nuestros desaparecidos, ni cómo desaparecieron. Las respuestas se han silenciado y ese silencio es malo porque esa es una deuda moral de nuestra sociedad». 

– Una de las características de la obra es la experimentación técnica:salto de un hecho a otro sin avisos, diálogos sin los guiones tradicionales… ¿Fue deliberada? 
«La técnica sale espontáneamente como necesidad del momento creativo, pero más tarde me sucedió que tomé conciencia de lo que estaba haciendo y seguí empleando la técnica de una manera más consciente». 

– La literatura que llega a España desde América lo hace principalmente de Cuba y Méjico, ¿son esos países los que actualmente generan literatura en el continente o es política editorial? 
«A lo largo de los viajes que he hecho por Hispanoamérica me ha sorprendido descubrir que en literatura existen islas. Los escritores que son reconocidos en el Cono Sur no son conocidos en absoluto en España y a la inversa. En el Río de la Plata no conocemos esos escritores cubanos ni mejicanos. Es una literatura fragmentada en su propio conocimiento».

 

Información complementaria

 

«Los sudamericanos somos europeos en el exilio»

 

Majfud parafrasea a Borges al hablar de la política española con los emigrantes americanos: «Los sudamericanos somos europeos en el exilio».

 

  «El Río de la Plata fue muy receptivo con la emigración española cuando España estaba muy mal y nosotros estábamos muy bien»

 

«Creo que más tarde o más temprano, Europa tendrá que admitir que nos necesita. Hasta ahora, este fenómeno se trata de una manera maniquea, en blancos o negros. El Río de la Plata fue muy receptivo con la emigración española cuando España estaba muy mal y nosotros estábamos muy bien. Nunca nadie les pidió un solo papel. Sé que las cosas han cambiado, y que el orden mundial es otro, pero desde el punto de vista humanitario sería lógico que los españoles fueran condescendientes y ayudaran a esos hijos de España».

Recuerda cómo los que llegaron a Uruguay fueron «acogidos» hasta que se integraron en una sociedad donde «aún casi todos sus dirigentes hablan con acento español». «Para nosotros no hubo diferencias, y quizá porque no teníamos una cultura ancestral, formamos una sociedad plural y mixta»; pero frente a esto, el escritor está convencido de que España no debería temer nada. «Ustedes tienen una cultura lo suficientemente arraigada como para que nosotros desequilibremos esa identidad».

Desde que llegó a Tenerife ha recopilado todas las informaciones publicadas sobre emigración. «Se trata como un tema económico o humanitario, pero no hay un discurso desprejuiciado».

«Hablan de nosotros como prostitutos, delincuentes y corruptos y olvidan que toda la dirigencia de nuestros países son hijos de españoles o de italianos, no pertenecen a ninguna otra cultura muy distinta; somos, como decía Borges, europeos en el exilio. No somos una raza aparte, somos consecuencia de algo». Entre los recortes guarda uno durísimo que habla de los latinoamericanos que podrán optar a la nacionalidad española dejando atrás «latrocinio, machismo, narcotráfico, corrupción, vagancia, irresponsabilidad, prostitución»… No puede seguir leyendo: «No tenemos un gen destructivo, somos náufragos».                             

 

 

 

Cyborgs (nuevo libro)

«Cyborgs»

Nosotros, mujeres y hombres del brillante y fabuloso siglo XXI, bajo la aguda mirada del autor uruguayo Jorge Majfud, arquitecto y profesor de Literatura Latinoamericana y Estudios Hispánicos en Jacksonville University, Estados Unidos.

El éxito, la fe, el consumo, la religión, el pensamiento único… Nuestra identidad reubicada en este nuevo universo tecnológico de presuntas prolongaciones de nuestro ser.
¿Quiénes somos, en esta sociedad donde la medida del otro nos la da cuánto consume? ¿Cuántas veces ha aparecido en televisión -con independencia del contenido- y cuánto odia y a quién? Majfud dibuja un paisaje mas allá de los arbustos auto complacientes del ser humano, tratando de entender en qué estamos y cómo estamos, nosotros hombres y mujeres con alma, ¿o quizá ya sólo cyborgs?

«Mientras las universidades logran robots que se parecen cada vez más a los seres humanos, no sólo por su inteligencia probada sino ahora también por sus habilidades de expresar y recibir emociones, los hábitos consumistas nos están haciendo cada vez más similares a los robots.» (Jorge Majfud)

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De cómo engendrar varones

Early forms of stethoscopes.


Los ingeniosos inicios de medicina moderna (V)

Sobre el Examen de ingenios para las ciencias de Juan Huarte.

 

 

En 1575 el doctor Juan Huarte había reunido en su famoso libro las certezas científicas y otras opiniones de la época sobre cómo engendrar hijos, sanos y con ingenio. Se sabía que “los hombres sabios engendran ordinariamente hijos muy necios porque en el acto carnal se abstienen, por la honestidad, de algunas diligencias que son importantes para que el hijo saque la sabiduría del padre” (311). El saber popular también aceptaba que los sabios engendraban necios porque no se entregaban enteramente al sexo sino que se distraían (cur plerique stuli liberos prudentísimos procrearunt): “¿qué es la causa que los más de los hombres necios engendran hijos sapientísimos?” Huarte afrima que esto es ignorancia, porque el problema está en el exceso de humedad en padres muy jóvenes (330). El sabio e ingenioso tiene un hijo contrario cuando predomina la simiente de la mujer. Por eso, cuando el hombre predomina, aún asiendo bruto y torpe, sale hijo ingenioso (359).

La mujer sólo era “alimento” de la simiente, y para que el hombre predomine en la gestación, el padre debía ausentarse y cocinar la simiente (algo así como cocinar los huevos).

El científico español observa que los hombres prudentes y sabios son vergonzosos. Por ello recomienda no orinar en presencia de otro ya que en esto hay riesgo de retener “la urina”, lo que produce la retención de la “simiento” (esperma) en los vasos “seminarios” (testículos). Curiosamente, la autoridad filosófica de la Iglesia medieval, Aristóteles, también había mencionado ciertas enfermedades de los hombres continentes (312).

 Galeno, por ejemplo, pensaba que “el hombre, aunque nos parece de la compostura que vemos, no difiere de la mujer, más que en tener los miembros genitales fuera del cuerpo” (315). Huarte agrega que en algunas gestaciones de hembras, a los dos meses el miembro se vuelca hacia fuera y sale maricón.

La simiente debe ser caliente para procrear varón y fría para mujer (316). Así como la tierra debe estar fría y húmeda para sembrar, así debe ser la mujer para tener una buena cosecha, quienes además tienen una particularidad biológica: “el miembro que más asido está de las alteraciones del útero, dicen todos los médicos, es el cerebro, aunque no haya razón en qué fundar esta correspondencia” (319).

Un siglo antes de Sor Juana en México, Huarte resiste el mandato de San Pablo (que la mujer se mantenga callada) diciendo que si la mujer tiene algún don sí podía enseñar. Tal vez para no ser acusado de impío, cita a Judit (320). No obstante, aún las considera por lo común inferior al hombre.

Probablemente la idea popular, expresión recurrente de los estadios de fútbol, sobre las virtudes de “tener huevos” (pobremente contestada con el paralelo femenino de “tener ovarios”) procede de Galeno, según el cual los testículos afirman el temperamento más que el corazón (324). La prueba es que los castrados se ablandan. Los vellos en los muslos y en ombligo son la consecuencia del calor y sequedad de los testículos. Según el griego Aristóteles, los calientes y secos salen feos, como los de Etiopía (326), mientras los hombres fríos y húmedos son rubios, tienen el semen aguado y no son buenos para reproducir (327).

Para saber si la mujer es estéril (según Hipócrates), debe ponerse humo debajo de la falda y si siente el olor es porque está “conectada”. Esta conexión se prueba también cuando una mujer se duerme con un ajo en el útero y amanece con aliento a ajo. Entonces puede engendrar (327).

Ahora, la preocupación universal: “Los padres que quisieran gozar de hijos sabios y de gran habilidad para las letras, han de procurar que nazcan varones” (331). Vuelve a citar a Salomón, quien dijo que entre mil varones hay uno prudente, pero entre todas las mujeres ninguna. Huarte calcula que por cada varón que se engendra nacen seis o siete niñas (333).

Pero ¿cómo lograr engendrar hombres? Fácil:

Porque el riñón y el testículo derecho son secos y calientes, es necesario: (1) comer alimentos calientes y secos; (2) “procurar que se cuezan bien en el estómago” (digestión); (3) hacer mucho ejercicio; (4) no llegar al acto de la generación hasta que la simiente esté bien cocida y sazonada; y (5) hacerlo cuatro o cinco días antes que a la mujer le venga la regla (lo cual, tal vez, explica tantos embarazos milagrosos en la época) (334).

Toda prescripción tiene sus riesgos: un exceso de caliente y húmedo produce varones malignos. No se debe comer en exceso para que el estómago no se fatigue, razón por la cual los ricos tienen más hembras que los pobres. El vino hace que la simiente llegue cruda, sin cocer ni sazonar a los testículos. Por eso también Platón aprobó que los cartagineses prohibieran el vino para los esposos el día de la unión. (335).

El ejercicio seca la humedad y quita el frío. Hipócrates decía que los hombres de regiones frías y húmedas tenían hijos afeminados porque andaban a caballo y comían mucho; nada tenía que ver los sacrificios a sus dioses, porque lo esclavos que los insultan son más potentes, y ellos se debía a que hacían ejercicio y comían poco (337).

Ante todo no olvidar: para engendrar varón la simiente debe salir del testículo derecho y entrar en el lado derecho del útero, recomendación apoyada en Hipócrates y confirmada también por Galeno (343).

Si además de varón se quería un niño sabio había que poner cuidado en la gestación. Huarte, como Platón, Aristóteles, Hipócrates y Galeno, desestima la astrología y afirma que las acciones dependen de la libertad de los hombres (343). Los filósofos griegos entendían que las facultades se forman antes de nacer y no el mismo día de nacimiento, tan importante para los astrólogos (343).

Prescripciones: (1) beber aguas delicadas (más importante que el aire) y vino moscatel; (2) comer manjares delicados a temperaturas templadas para hacer buena sangre (345); (3) comer pan “masado con sal”, porque este es el mineral que mejor entendimiento hace (la sal tiene “sequedad”); (4) comer cebolla, puerro, ajos, rábanos hace hijos imaginativos pero faltos de entendimiento (347); (5) consumir leche de cabra (348).

Según el médico español, este buen comer produce hijos de buen entendimiento, “que es el ingenio más ordinario en España” (346).

Pero no todo era sexo y comida. Según Aristóteles, la gran diversidad entre los hermanos se explica por las muchas imaginaciones que tiene el hombre en el acto carnal; las bestias no, por eso se parecen a sus padres (349). Huarte discrepa, porque el engendrar depende más del “ánima vegetativa y no de la sensitiva y racional” (350).

Lo nuevo en Huarte es su independencia de lo metafísico, aún cuando toma a la Biblia como autoridad científica: la causa es un hecho natural y sus explicaciones son rigurosamente materialistas.

Lo nuevo en nosotros no es la ausencia de supersticiones que harán reír a los habitantes del siglo XXV.

 

Jorge Majfud

majfud.org

Milenio, B, (Mexico)

 

último libro: Crisis (novel, 2012) 1>>,   2>>    Crisis cover

 

 

 

 

Interview on Crisis

Jorge Majfud applies his fractal vision to Latino immigrants

 
 

Teacher, writer and novelist Jorge Majfud. (Photo/ Jacksonville University)

Jorge Majfud is a writer, novelist and professor of Spanish and Latin American literature at the University of Jacksonville in Florida whose books — including his fourth, Crisis, to be on the market in the U.S. in June — share a common thread: They are born from his experiences as a Latino and as an immigrant.

Uruguayan by birth, Majfud’s childhood in the 70’s was imprinted by the stream of political affairs in the Southern Hemisphere: political persecution, corruption, years of suffering and torture – real, psychological and moral — and social solidarity. “Those were years of listening at the official speeches and holding back the unofficial truth, of watching universal injustices and being unable to stop them,” Majfud told Voxxi.

“Until someone pushed you to take sides, and when you refused to do it, then  you became a ‘critic’ of the events, a suspicious one but ultimately a critic.”

Beginnings

A writer who confesses learning to read newspapers before nursery rhymes in kindergarten, Majfud, 42, describes himself as an avid devourer of the “classics” during those formidable childhood years. Perhaps as a form of escape from reality. “It was a time of fantastic discoveries, perceiving literature as something useless but fascinating,” he said.

Taking after his mother, Majfud explored the world of painting and sculpture, and ended up at the School of Architecture in the University of the Republic of Uruguay.  However, he could not resist writing essays and fiction during those years, which “not only channeled my psychological conflicts but also gave me a new philosophical perspective about reality and fiction, of what was important and not.”

During seven years working as an architect, Majfud came to realize that reality was built more from words than from bricks. Soon after, his first novel, Memorias de un desaparecido (Memories of a Missing Person), was published in 1996.

Highlight

Fast forward to 2012 and Majfud is about to give birth to his fourth novel, Crisis, which will be printed in Spain and available to the U.S. market next month. “On its surface, Crisis is the drama ofLatin-American immigrants, especially those undocumented ones, in the United States,” Majfud told Voxxi. “At a deeper level, it is the universal drama of those individuals fleeing from a geographical space, apparently looking for a better life but in reality, fleeing themselves; fleeing a reality perceived as unfair but rarely solved through the actual physical relocation.”

Missing, moving, fleeing individuals seem to be recurrent characters in Majfud’s writings, which document their paths towards permanent discovery of their own identity in different realities and situations. These characters stumble upon communication barriers and live through moral, economic and cultural violence as inevitable components of their double drama: as social and as existential beings.

Faithful to his architectural past, Majfud chose a “mosaic” format for his new novel.

“They are fractals in the sense that they may be nearly the same at different scales,” he said. “Each story can be read by itself but when read through, they form an image, such as the pieces of a mosaic, a reality that is less visible to the individual but it can be seen from afar as a collective experience.”

Many of its characters are different but they share the same names – Guadalupe, Ernesto, and so on – because they are collective roles. “Sometimes we believe our life is unique and particular without perceiving we are merely replicating our ancestors’ past experiences or the same dramas of our contemporaries living in different spaces but in similar conditions,” Majfud said. “We are individuals in our particularities but we are collectives in our human condition.”

Each story is set in a different U.S. location with Latin American images appearing in inevitable flash-backs. “Each time a character goes to eat at a Chili’s – a Tex-Mex chain restaurant – trying to navigate a reality between a Hispanic and an Anglo-Saxon context, it is hard to say if they are in California, Pennsylvania or Florida,” Majfud said.

Likewise, he chose Spanish names for all the cities where the stories take place. “It is a way to vindicate a culture that has been under attack for a long time. Just looking at the United States map, you can find a large amount of geographical spaces named with Spanish words, names like‘Escondido’, ‘El Cajón’, ‘Boca Ratón’ o ‘Colorado,’ especially in certain states where they are predominant.”

Novel «La ciudad de la luna» by Jorge Majfud. (The city of the moon)

“However,” he said, “they are invisible to the English speaker, who in his/her ignorance considers them as part of the daily vocabulary. The history ofHispanic culture becomes then subdued, disappears under this blanket of collective amnesia, in the name of a non-existent tradition. Spanish language and culture were in this country one century before the first English settlers arrived, and have never left. Consequently, we cannot qualify Spanish language and culture as being ‘foreign.’ This label is a violent strategy for an indiscernible but dreadful culturicide.”

Although Majfud believes all individuals share a common base – not only biological and psychological but also moral in its most primitive levels – they also differ in certain characteristics, which in our times are considered positive, with certain exceptions, such as cultural diversity.

“Such differences produce fears and conflicts, actions and reactions, discrimination and mutual rejection,” he said. “It is natural that these cultural currents, the Anglo-Saxon and the Hispanic cultures, would reproduce the universal dynamics of dialogue and conflict, and integration and rejection from one another, elements that are also present in Crisis.”

Achievements

Finally, Majfud talked about his achievements. “A writer’s life, like any other person’s, looks like his résumé: the most impressive record of achievements hides a number of failures, sometimes larger than the successes.”

Majfud believes his best achievement is his family; one with failures, because he is human, but his main achievement so far.

“I doubt my actions, sometimes obsessively; however, I never have doubts about the angel I have brought to this life, my son. I hope he will be a good man, not without conflicts or contradictions but an honest one, serene and the happiest he can be,” Majfud said.

“This desire does not have a rational explanation, it just is. As the most important things in life, which are few, it does not depend on reason.”

Shown here is Ernesto Camacho’s painting, “Christie’s World“ from his Series, “Diaries of a City”. “Christie’s World” Christie’s World is a depiction of a single mother in a big city. Although surrounded by the hard, fast paced society of New York, she never looses the quality of being a gracious woman. Even though life in the Big Apple can become disheartening at times, Christy remains alive. (Photo/ Courtesy Majfud with artist permission)

Crisis cover

http://voxxi.com/jorge-majfud-applies-his-fractal-vision-to-latino-immigrants/