CAPÍTULO 3
LAS FUENTES DEL PASADO
3.1El nacimiento del humanismo moderno
Paul Oskar Kristeller nos recuerda que el término moderno de humanismo deriva del nombre dado a los humanistas en el Renacimiento. A su vez, este nombre proviene de humanities, también llamado studia humanitatis, que incluye el campo de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral (Kristeller, 515). Sin embargo, puede resultar extraño que no se considere habitualmente la cultura cosmopolita del sur de España que, mucho antes que los humanistas italianos, practicaron el mismo hábito de la erudición sobre textos antiguos —griegos, hebreos, árabes y latinos— además del cultivo de las ciencias exactas y de facto. Charles Lohr observa que la especulación filosófica del medioevo estuvo dominada por el neoplatonismo islámico, especialmente por Averroes.[1] En el siglo que sigue a la caída de Constantinopla en 1453, momento de inicio de una importante emigración de los eruditos griegos a Italia, casi todo el corpus de comentarios griegos a Aristóteles estaba disponible ya en ediciones griegas y en traducciones al latín (25).
La definición programática de la educación humanista, según Pier Paolo Vergerio en el siglo XV, consistía en una reelaboración del antiguo concepto de las siete artes liberales; las verbales, reunidas en el trivium, y las técnicas, en el quadriviudm (Kohl, 12). Al mismo tiempo, los humanistas solían estar vinculados a la docencia. El 31 por ciento de los humanistas italianos en el siglo XV habían sido profesores en algún momento de sus carreras (8). Es probable que Vergerio haya sido uno de los primeros modernos en considerar la historia como fuente de conocimiento —además de la lógica— y a la filosofía moral como guía de conducta (12). Según Vergerio, la historia provee de la luz de la experiencia, un conocimiento acumulativo que nos sirve para complementar la fuerza de la razón y la retórica. Benjamín Kohl entiende que fue Vergerio quien separó, por primera vez, el estudio de los clásicos de la tradicional visión cristiana del Medioevo (13).
La dicotomía humanismo-religión es una de las más comunes para definir cada uno de los pares que se oponen. Luego de recordar la diferencia entre el pecado original de los semitas y el robo del fuego a los dioses por parte de Prometeo, en beneficio de la humanidad, Nietzsche concluye: “Y de ese modo el primer problema filosófico establece inmediatamente una contradicción penosa e insoluble entre hombre y dios, y coloca esa contradicción como un peñasco a la puerta de toda cultura” (Nietzsche, 96). Sin embargo, en muchos momentos de la evolución o transformación de esta concepción cosmogónica, el humanismo estuvo asociado y sostenido por religiosos desde las mismas iglesias tradicionales de Europa. Por otra parte, según John D’Amico, al mismo tiempo que los humanistas entraban en el terreno teológico, tuvieron que compatibilizar la literatura y la filosofía con la teología en curso. Ese “puente” fue la filosofía moral (D’Amico, 349). Más aún: los padres de la iglesia, griegos y latinos, recurrieron a los humanistas porque ellos encarnaban aquellos valores que los escolásticos habían rechazado, como lo era la retórica y la elocuencia. Los padres eran parte de la literatura antigua y los humanistas estaban en el proceso reescribirlo. Incluso el papa Nicolás V creía que la gran diseminación de los textos griegos repercutiría en un rejuvenecimiento del clérigo y de la Iglesia en general (D’Amico, 356).
Sin embargo el redescubrimiento de la literatura clásica en Italia se remonta aún antes. La enseñanza de gramática y literatura griega es introducida a la península por el diplomático Manuel Chrysoloras, quien enseñó en Florencia desde 1397 hasta 1400 (Kohl, 15). Tanto el conocimiento como la fuerza de expresión se constituyeron en las dos aristas principales de la educación. La nueva educación en universidades como Padua, continuó siendo un reducto predominantemente masculino y restringido a la aristocracia (19).
A diferencia de la filosofía griega de la antigüedad, de otras disciplinas medievales como la escolástica, o de los primeros filósofos modernos, los humanistas comienzan a pensar en términos individuales y según la experiencia; no sobre mentes incorpóreas ni sobre la razón pura. Según Kristeller, Montaigne es un ejemplo de esta reflexión individual por la cual podríamos entender la existencia de una conexión entre el humanismo renacentista y el existencialismo moderno (522). Podemos agregar a su antecesor, Antonio de Guevara, quizás menos conocido por los lectores contemporáneos pero bien conocido por el mismo ensayista francés. Les epistres —Epístolas familiares (1539-43)— había sido lectura predilecta del padre de Montaigne, aunque éste no las apreció de la misma forma. En España, aparte de Antonio de Guevara, muchos humanistas como Alfonso de Valdés y su hermano Juan participaron de esta corriente de pensamiento que, además, se expresó como una corriente estética. El estilo del diálogo y la epístola eran propios de un género literario fronterizo entre la narrativa y el ensayo. Dice Luca Bianchini que la preferencia de los humanistas por el género del diálogo reflejaba sus propias ideas acerca de la conquista compartida de la verdad, su confianza en el poder de la palabra (“their confidence in the persuasive power of the word”), la relación necesaria entre dialéctica y retórica (¿entre socratismo y sofismo?), entre la confianza del aprendizaje como un intercambio de ideas entre hombres libres y, finalmente, el deseo de imitar a los antiguos (Bianchini, 41). En los hechos, como en Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, el diálogo es una suerte de monólogo a dos voces donde uno de los personajes, el alter ego del autor, lleva siempre la razón, mientras que el otro sirve de motivador y es, generalmente, un débil contendiente dialéctico. Brian Vickers, por su parte, citando a Anthony Grafton, recuerda una conocida objeción a la filología humanista de la época: la obsesión de las citas.[2] No debemos olvidar otro rasgo de los humanistas: su interés por la cultura popular. De ahí el estudio de los refranes o de la lengua vulgar. En Diálogo de la lengua (1535), de Juan Valdés, se aprecia la exposición de temas gramaticales sobre castellano oral y escrito, en forma de diálogo. Esta mirada hacia lo popular como fuente de conocimiento permanecerá en la cultura posterior, pero progresivamente el pueblo pasará de ser considerado objeto de estudio a convertirse en sujeto. Al menos en la teoría revolucionaria de los dos últimos siglos.
Es probable que esta nueva dimensión de lo particular y transitorio, de lo individual y lo colectivo, del cuestionamiento a la inmutabilidad y universalidad de la experiencia particular, tenga una relación cercana con la conciencia de la política en la escritura de la historia. También es probable que este rasgo, que también distinguió el idealismo del arte heleno del realismo del arte romano, proceda de la antigua Roma. Donald Kelley recuerda una frase de Cicerón: “sin la historia uno permanecería siempre como un niño” (Kelley, 242). Un poco antes, el mismo Kelley, citando la reconocida retórica de Petrarca —“¿Qué otra cosa es la historia sino una alabanza de Roma?”— había referido la herencia intelectual del poeta italiano. Para los intereses de este estudio, distinguimos aquí la aparición de la dimensión política en la lectura de la historia (en la escritura asumimos que siempre existió), lo que llamaremos política mayor, para diferenciarla de política menor, que se refiere a la actividad político partidaria. Kelley observa que Petrarca no solo creó una tradición académica sino además una leyenda sobre cómo interpretar la historia. De forma más explícita, el petrarquista Coluccio Salutati continuó el énfasis sobre el rol central que jugaba la historia tanto en la política como en la ética. —“to open the way to a true understanding of history” (Kelley, 238).
3.2 Humanismo, América y las Utopías
Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.
Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. Veremos que también es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material, es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado (More, 80).[3] Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished” (113). En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth” (132). El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando llega a Utopia un embajador cargado de joyas, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos” (142).
Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y vaticana aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505.[4]
Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba más preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor” (111). Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas” (183). Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas” (113). En una ocasión, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas” (115). Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes” (115). Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne, acusaría a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia (Reyes, 422).
Pero Vespucio ve en el Nuevo Mundo la ausencia de los elementos negativos de la civilización Europea, de la corrupción, y las bondades geográficas de la que carece la tórrida África. Como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe” (147), mientras que sus habitantes
no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas. (147)
Sus habitantes se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años (149); “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar” (153). Le llama la atención que guerreen unas tribus con otras y ni ellos lo saben, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado” (151). En otro momento asume que hacen la guerra por pasión, no por ambición (167). “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas” (153), pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta” (153).
Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas” (165). “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna” (183). En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre” (211). Más adelante: “las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna” (215).
Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista (además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia. Vespucio, 211) que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana (Moro, 144). Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida (145), razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales (152).
Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. En Utopia explicita la idea de que existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible” (190).[5] El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también (191). En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.
Como veremos más adelante, para los revolucionarios y los escritores de la Literatura del compromiso, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía.[6] Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano (eutopia).
Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo (Obra, 143).
Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.
La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo. Por otra parte, todavía queda pendiente aclarar qué rol jugó la presencia de América en las utopías europeas, como las de Tomás Moro, y qué parte procedió de la cosmología amerindia, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y del nacimiento de la Era Moderna.
3.3 La crítica del humanismo revolucionario
Margaret Knight, en Humanist Anthology (1961), anota que en nuestra era el humanismo ya no se subscribe al estudio de las litterae humaniores, como vimos más arriba. Más bien significa la ausencia de una razón para creer en una fuerza sobrenatural como Dios o en una vida del más allá. Un humanista, dice Knight, para enfrentar cada problema lo hará con los únicos recursos de su propio intelecto, sin invocar una ayuda sobrenatural, y rechazará cualqueir tipo de autoridad como un factor positivo (19). Esta definición de humanismo o de un humanista suele ser sobreentendida, pero resulta demasiado simple para una realidad que es más compleja y, en ocasiones, contradictoria. La teología de la liberación, por ejemplo, no renuncia a la religión ni a sus principales preceptos teológicos, pero gran parte de su crítica y práctica coinciden con preceptos humanistas como el de igualdad, la confirmación de la existencia del pecado social además del pecado individual, la idea de un posible progreso social a través de la razón crítica y, en casos, de la revolución política, etc. En América Latina ejemplos son el poeta Ernesto Cardenal y el teólogo-ensayista Leonardo Boff.
Por otro lado, el humanismo asume que la historia es un producto humano y, al mismo tiempo, productora de lo humano. El antihumanismo del siglo XX no sólo radicalizó la importancia de la historia, descubierta por los humanistas en el siglo XIV y puesta en el centro del pensamiento a partir de la Ilustración y el hegelismo, sino que la transformó en un instrumento de una negación de uno de los valores principales del humanismo, la libertad de pensamiento. A través de un fuerte determinismo ideológico y económico, la historia asumió un rol anthihumanista (Foucault, Derrida, Althusser) que antes había ostentado el mito en las religiones: el hombre no es producto de su libertad; una fuerza superior lo ha creado y decide por él.
Los elementos constitutivos del humanismo —los resumiremos más adelante— con frecuencia también han sido usados en beneficio de una práctica antihumanística. Por lo menos así lo han percibido gran parte de la crítica hacia el poder político del momento. El marxismo ha sido entendido como un humanismo (Sartre); su crítica, análisis y propuesta ideológica comparte el sentido de la historia como dimensión de acción y conocimiento, de progreso de ésta, de igualdad radical entre los seres humanos y de liberación de las condiciones materiales y simbólicas entre los individuos considerados en una sociedad como unidad. Pero también ha sido entendido como antihumanismo, por su rasgo fatalista de la historia, por considerar al individuo como producto histórico más que como productor de historia. Como su adversario ideológico, el liberalismo económico, es una consecuencia del humanismo. De forma radical, Enrique Tierno Galván, en Humanismo y sociedad (1964) resume: “El liberalismo no es un humanismo. El liberalismo es el humanismo” (51). Para Galván, el marxismo no puede ser un humanismo porque es radical, “porque ‘humano’ en cuanto comprensión y tolerancia niega la radicalidad” (14). Luego repetirá una objeción conocida entre varios intelectuales radicales o revolucionarios del siglo XX: el humanismo, en su pretensión de igualdad y unidad de la humanidad —preceptos básicos de esta misma crítica—, iguala lo que es diferente: el opresor y el oprimido, el colono y el colonizado, etc. Aquí radicará la principal diferencia entre aquel humanismo que entiende la igualdad como radicalización de la libertad individual, y aquel otro que entiende la libertad como radicalización de su igualdad original. Uno podrá su acento en el individuo; el otro en la sociedad. Para el humanismo de derecha, cada individuo es el que cambia la sociedad; para el humanismo de izquierda, es la sociedad la que cambia al individuo. Según Louis Altusser, el humanismo revolucionario significaba un “humanismo de clase”, es decir el “humanismo proletario”. El fin de la explotación del hombre era el fin de la explotación de clase. “Liberación del hombre quería decir liberación de la clase obrera a través de la dictadura del proletariado” (Althusser, 4). Sin embargo, en una etapa posterior —etapa que Althusser veía en la Unión Soviética— este humanismo de clase es reemplazado, en la ideología, por un humanismo socialista de la persona” (4). Es decir, el humanismo dejaría en este momento de ser aquel “igualador” de lo que en realidad es diferente, para legitimarlo, como acusaba Galván, y pasaría, ahora sí, a considerar la problemática del individuo en sociedad. En el caso del humanismo revolucionario, en América Latina, la nueva sociedad crearía al nuevo individuo, pero para ello antes era necesario que algunos individuos —Prometeo, Quetzalcóatl— cambiasen la sociedad.
Estas diferencias entre los dos humanismos se expresó en una radicalización política entre derecha e izquierda, y en ambos casos fueron usadas por prácticas antihumanistas: por el imperialismo y las dictaduras militares en América Latina y, por el otro lado, por el omnipresente estatismo comunista. Desde otro punto de vista humanista, se puede entender que no hay contradicción entre los dos principios humanísticos básicos —libertad e igualdad— si son considerados como igual-libertad, es decir, como la universalización de la libertad en su distribución equitativa del poder social.[7] Lo contrario es entendido como “libertad para oprimir” y ésta se asienta en supuestas “diferencias naturales” que, en teoría o en su ideología implícita, se traducirían en clases sociales, en estamentos, en una determinada jerarquía social o en divisiones de trabajo y derechos basados en géneros, razas o religiones.
El humanismo radical de la era industrial continuó promoviendo su antigua aspiración desde los tiempos del Renacimiento: la libertad del individuo a través del reconocimiento y la práctica de una igualdad original basada en una diversidad natural, es decir, un nuevo orden social liberado de las jerarquías tradicionales. Pero para alcanzar estos objetivos, la crítica radicaliza su visión del presente como una realidad opuesta y señala sus aspectos antihumanisticos. En principio, “ogni filosofo è [e?] non può non essere convinto di esprimere l’unità dello spirito umano, ciò è la unita della storia e della natura” (Gramsci, 471). Pero la realidad —corrompida por la persistencia de los órdenes creados por el poder sectario— es otra. En este contexto histórico, el humanista, según Tierno Galván en su crítica al humanismo como cómplice de una unidad ficticia, “necesita dejar la visión totalizadora y ser teórico del fraccionamiento” (Galván, 67). Desde una narrativa crítica de su realidad colonial, Frantz Fanon hablaba de un mundo compartimentado, partido en dos y habitado por especies diferentes de hombres (“ce monde compartimenté, ce monde coupé en deux est habité par des espèces différentes”), un orden legitimado por una naturaleza o por un derecho divino, ambas categorías ahistóricas y antihumanistas. “On est riche parce que blanc, on est blanc parce que riche. […] Le serf est d’une essence autre que le chevalier, mais une référence au droit divin est nécessaire pou légitimer cette différence statutaire” (9). Y más tarde: “…la décolonisation et très simplement le remplacement d’une ‘espèce’ d’hommes par une autre ‘espèce’ d’hommes. […] Mais nous avons précisément choisi de parler de cette sorte de table rase qui définit au départ toute décolonisation” (Fanon, Damnés, 5).
Esta idea de una diferencia categórica entre hombres no significa la legitimación de la misma sino su crítica. En la novela latinoamericana quedó formulada con metáforas como la de Andrés Rivera en La revolución es un eterno sueño (1987): “Una misma ley para el león y para el buey es opresión, escribió Hill Blake” (72). Más adelante, aludiendo sin nombrar al proyecto del humanismo liberal del siglo XIX, el mismo personaje, Juan José Castells, reprocha a otro “que creyó en eso de que un hombre libre es igual a otro hombre libre. Y que así llenó su alma, si es que el Señor dio alma a los negros” (111). En el ensayo, fue formulada por imágenes semejantes, como la lograda por Eduardo Galeano refiriéndose al liberalismo del dictador argentino Juan Carlos Onganía: “las gallinas otorgan al zorro la igualdad de oportunidades” (Venas, 360). En la poesía, por las figuras de Juan Gelman: “¿quién ha visto a la paloma casándose con el gavilán / al recelo con el cariño al explotado con el explotador? […] ¿quién ha visto al carnicero casándose / con la ternera a la ternura con el capitalismo?” (Sur, 36). Tanto la crítica revolucionaria como la conservadora no aceptarían estas metáforas que asumen que la humanidad está compuesta de especies de animales diferentes. Pero al ponerlo en estas condiciones, se plantea una clara crítica humanista a sus propias máscaras. Para la máscara del status quo —según la crítica revolucionaria—, la igualación superficial es una paradójica confirmación de una desigualdad ilegítima entre el opresor y el oprimido. Los grupos conservadores acusarán a los revolucionarios de promover el odio de clases, pero éstos entenderán que la violencia no está en combatir la división de clase sino en la división misma. “La sociedad de clases divide al hombre en / grupos que se combaten entre sí” (Gelman, Sur, 34). La violencia social precede y justifica la violencia revolucionaria. No hay verdadera igualación sin un cambio radical de condición humana —económica, social, moral y cultural—; no la hay sin el hombre nuevo. A diferencia de Ernesto Sábato, aquí “condición humana” no es una cualidad eterna, casi biológica, sino una categoría histórica, es decir, implicada con la política menor y la política mayor, la política de la contingencia y la política de la historia.
Por otro lado, tal vez Antonio Gramsci haya sido consciente de la paradoja que se deriva de la crítica —humanista y marxista— a estas pretensiones de inmanencia, cuando observó que el materialismo histórico revelaba que cada “verdad” entendida como eterna y absoluta sólo representaba un valor provisorio. El problema, anotó Gramsci en Quaderni de carcere (1929-33), surge cuando aplicamos esta idea al mismo materialismo histórico. “Questa interpretazione è adombrata da Engels dove parla di passaggio dal regno della necessità al regno della libertà” (Gramsci, 465). Este pasaje crítico al “reino de la libertad” puede entenderse como utopía social y también referir a los principios de la crítica humanista. El mismo Galván, en su rechazo al humanismo como ilusión igualadora de lo que es desigual e injusto —ética humanista— reconoce que el humanismo contiene la dinámica de su propia superación: “conviene recordar que el humanismo es crítica, y que la crítica rompe las concepciones monistas” (Galván, 50).
En el mismo sentido, y analizando el sujeto de la Modernidad, Anthony Cascardi ha señalado (1992) que el cambio paradigmático radica en la sustitución de esa sociedad jerárquica cuya legitimación se sustenta en un supuesto “orden natural” por otra compuesta de individuos “iguales”, es decir, individuos en principio libres de relacionarse y representarse a sí mismos políticamente y participar en un sistema de mercado libre de intercambios[8]. Nunca queda probado o acordado que la libertad del mercado sea sinónimo de la libertad de los hombres o su antónimo. Por el contrario, es el motivo de las mayores radicalizaciones políticas e ideológicas del siglo XX. Para los liberalistas es un principio positivo; para el marxismo y otras corrientes de izquierda significa lo contrario. En El Capital, Karl Marx lo formuló con una dicotomía con rasgos de crítica humanista: el progreso material ha sustituido cualquier otro objetivo humano. “To-day, industrial supremacy implies commercial supremacy. […] It proclaimed surplus-value making as the sole end and aim of humanity” (Capital, 481). La idea contraria del liberalismo —el progreso material y social es consecuencia de la búsqueda individual y egoísta de hombres libres—, se parece a la prescripción de un humanista escindido del comunismo asiático: para M. N. Roy, el mundo debería ser como un “commonwealth and fraternity of free men, by the collective endeavor of spiritually emancipated moral men” (194).
La crítica antihumanista tradicionalmente se ha sostenido en principios éticos propios del humanismo. Pero la acusación ha sido, en realidad, al uso con que el poder de explotación —elemento antihumanista— ha usado la bandera del humanismo para llevar adelante sus empresas prácticas o para legitimizar su dominio y opresión. En su célebre disputa con Bartolomé de las Casas, el teólogo Ginés de Sepúlveda invocó la Biblia y la “humanización” de los salvajes como razones suficientes para mantener el dominio político del imperio español sobre los nativos americanos (Menéndez, 207-212). Otra acusación común de los intelectuales humanistas, sobre todo de los humanistas de izquierda, ha sido que sobre la ideología del liberalismo económico —otra forma de humanismo— muchos países occidentales han practicado en los últimos siglos formas opuestas del humanismo radical, como el colonialismo, el imperialismo y el militarismo[9]. A mediados del siglo XIX, en un artículo publicado en Viena (1862), Karl Marx, ironizaba sobre los ideoléxicos humanidad y libertad, convertidos en artículos de exportación por Inglaterra y Francia[10]. Es la misma percepción la del peruano José Mariátegui: “La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en Europa el imperialismo ni ha bonificado sus métodos” (Mariátegui, 41). La aspiración humanista de igualdad y progreso (aunque sea un progreso a la “condición original” del hombre) es vista en la historia inicial de las nuevas repúblicas latinoamericanas por sus falsificaciones. “Aquí, en esta ciudad y en este país, el contrato social que filosofó un licencioso ginebrino, ha sido subscrito por asesinos. Aquí el gusto por el poder es un gusto de muerte” (Rivera, Revolución, 97). En Subdesarrollo y letras de osadía (1987) Mario Benedetti acusaba que “el presidente norteamericano se regodea de la palabra libertad, pero en cambio el concepto de liberación (que no es una estatua con antorcha) lo saca de quicio” (237). El crítico humanista —en este caso un humanista de izquierda— reclama por el secuestro de un principio propio del humanismo convertido en ideoléxico al servicio de una fuerza antihumanista, como lo es el imperialismo o el sentido religioso de la política conservadora de Ronald Reagan.[11] En Peau noire, masques blancs (1952), Fanon —quizás uno de los filósofos contemporáneos que más influyó en Ernesto Che Guevara— planteaba su crítica desde este humanismo, aunque para hacerla efectiva al mismo tiempo es necesario señalar sus contradicciones que, en el terreno moral, se convierte en hipocresía de aquellos que sostentan el poder y ejercen la violencia para resolver las contradicciones entre el discurso dominante y la práctica común de la opresión: “si c’est au nom de l’intelligence et de la philosophie que l’on proclame l’égalité de homes [retórica humanista], c’est en leur nom aussi qu’on décide leur extermination [práctica antihumanista]” (Peau, 42). Pero Fanon siempre vuelve al principio humanista de la liberación en la igualdad. En este caso igualdad en (o por) la diversidad racial: “Le racisme colonial ne diffère pas des autres racismes. L’antisémitisme me touche en plaine chair, je m’émeus, une contestation effroyable m’anémie, on me refuse la possibilité d’être un home. Je ne puis me désolidariser du sort réservé à mon frère. Chacun de mes actes engage l’home” (91). Más adelante repetirá de diferentes maneras aquellos preceptos del humanismo tradicional, como el proceso histórico a través de los mismos conflictos y tensiones en procura de la libertad: “C’est par un effort de reprise sur soi et de dépouillement, c’est par une tension permanente de leur liberté que les hommes peuvent créer les conditions d’existence idéales d’un monde humain” (208). En su segunda gran obra, Les damnés de la terre (1961), Frantz Fanon ya había observado que cuando la burguesía colonialista se da cuenta de los inconvenientes de sostener su dominación por la fuerza, decide mantener un combate sobre el terreno de la cultura. Y lo hace construyendo ilusiones, usurpando —colonizando— los valores del mismo humanismo al cual se opone: “La fameux principe qui veut que tous les hommes soient égaux trouvera son illusion aux colonies dès lors que le colonisé posera qu’il est l’égal du colon” (Damnés, 13). Para ello, observa Fanon —al igual que Gramsci— los intelectuales juegan un rol fundamental. El intelectual “suivi le colonialiste sur le plan de l’universel abstrait” (13), por lo tanto es posible una convivencia pacífica entre el colonizador y el colonizado, aunque no sea, precisamente, éste —la convivencia— el verdadero interés del opresor[12]. Esta problemática llevó a Tierno Galván a rechazar, tres años más tarde, las pretensiones de igualación del humanismo. “Los pobres han vivido en el fraccionamiento sometidos a una especie de animalización, los ricos no han tolerado el mundo esquizoico, que, responde en el fondo al sentido común, y han pedido a los humanistas una explicación o manifestación satisfactoria de la unidad” (Galván, 77). El resultado de esta tarea intelectual sería “una teoría de la continuidad, o herencia utilizable [por la cual] la experiencia de un pasado que sea negativa o positiva se aprovecha para el presente” (44). La tesis central de Tierno Galván consiste en que “hay humanismo siempre que se sostiene que la moral y las instituciones de los ricos son perfectamente válidas para los pobres, en cuanto pobres. En este sentido, el cristianismo es un humanismo, el humanismo más perfecto” (38). Sobre esta base ideológica, el artista —el humanista— surge al expresar este “principio de la compatibilidad […] según criterios estéticos definidos por la libertad” (38). Luego la crítica al intelectual humanista, otra vez en un sentido gramsciano, como un intelectual funcional a un orden heredado: “Los humanistas incluso llegaron a elogiar la pobreza y acusar a los ricos. […] pero eran acusaciones morales con un valor sobreentendido, quejas retóricas para reconstruir la unidad del mundo” (48).
En un escrito periodístico, el mismo Marx titubea entre un humanismo crítico y un antihumanismo representado en la maquinaria de la historia. No cualquier progreso, no cualquier evolución o revolución será la concreción de valores humanistas por medios humanistas. La concepción de la historia como una fatalidad —material o metafísica— es una concepción antihumanista, aunque los fines sean consistentes con los preceptos humanistas. La crueldad de Inglaterra, anotaba Marx, puede causar, con su estúpida forma de llevarlos a cabo (“stupid in her manner of enforcing them”), una revolución en Asia, aunque sólo sea motivada por los intereses más viles. Pero la pregunta central para Marx era: ¿puede la humanidad alcanzar su destino sin un cambio radical en el sistema social asiático? En caso contrario, cualquiera que hayan sido los crímenes de Inglaterra, han sido el instrumento inconsciente de la historia para alcanzar su objetivo (“…whatever may have been the crimes of England she was the unconscious tool of history in bringing about that revolution” (Marx, Journalism, 100).
Para un humanista radical esta última opción no es aceptable, ya que carece de la dimensión ética, es decir, de una nueva conciencia que no sea sólo producto de la maquinaria de una historia independiente, productora de hombres, sino productora o integrante del devenir histórico. En este sentido, la recurrencia a la dimensión moral como producto de una conciencia de revolucionarios como M. N. Roy o Ernesto Guevara puede ser considerada humanista. Este punto de vista opuesto ya fue alcanzado con el racionalismo moderno. Según Cascardi, la concepción de la libertad del hombre moderno del mundo natural y del orden social —de la historia, en nuestro caso— se debe a la representación del individuo como espectador ideal, fuera del mundo[13]. La identidad personal que se genera en el humanismo, según Cascardi, tiende a considerar a la sociedad como una asociación atomista de individuos (“an atomistic association of individuals”) cuyo esfuerzo de lograr un objetivo colectivo resulta en un conflicto[14]. La tesis humanista de la igualdad de todos los hombres y mujeres es el fundamento de un concepto de “ley natural” que sirve para legitimar el traspaso de la autoridad al Estado (214).
Estos conflictos planteados dentro mismo del humanismo —individuo o colectividad, fatalidad de la historia o progreso por la conciencia moral— estaba resuelto en 1854 para el revolucionario, político e intelectual español Francisco Pi i Margall. “Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas” (121). “Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo […] Admitida la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva?” (252). Por otro lado, Pi asume una especie de hipótesis de los paradigmas, que madurará con T. S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962): “Hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre” (120). Opuesto a la idea radical del hombre nuevo que será central entre los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Pi entiende que no hay progreso en el individuo sino en la historia; lo único que puede hacer el individuo es no frustrar este movimiento. La fórmula consiste en una correcta interpretación de la historia “cuando, adquirida ya por nuestra razón la completa conciencia de sus propias leyes [y] verificada la grande ecuación entre la libertad individual y la fatalidad de las cosas sociales, la humanidad puede dirigirse sin vacilar al cumplimiento de su objetivo” (127). Como para los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX hasta los ‘70, la revolución no es entendida en el siglo XIX como “re-vuelta-atrás” sino como aceleración del camino hacia delante. Por el contrario, una acción de “re-vuelta” es atribuida a la reacción que se opone a esa marcha, aplazable pero inevitable. Por otro lado, los revolucionarios desde el siglo XIX también pueden ser considerados humanistas en su concepción de la humanidad como unidad en la diversidad individual. La revolución “ama la unidad y hasta aspira a ver realizada la de la gran familia humana; mas quiere la unidad en la variedad, rechaza esa uniformidad […] Nuestra especie es una y mil las razas a que pertenecemos; una la verdad y la belleza, y mil las formas bajo que se presentan a la inteligencia y a los sentidos” (267). Por el contrario, la unidad impuesta por los imperios ha tenido el efecto contrario: ha matado la diversidad y el progreso que seguiría si las colonias fuesen liberadas[15]. Esta idea persiste en otro revolucionario del siglo, José Martí: las diferencias de razas no valen como fundamentos de una sociedad; las únicas diferencias aceptadas son las de caracteres y de habilidades (Ripoll, 251). Es decir, la diversidad humana en la igualdad fundamental. En el mismo sentido y desde otro contexto, Frantz Fanon confirma estos mismos preceptos humanistas de unidad y diversidad de todo tipo como forma de liberación revolucionaria: “La décolonisation unifie ce monde en lui enlevant par une décision radicale son hétérogénéité, en l’unifiant sur la base de la nation, quelquefois de la race” (Damnés, 13)
La idea de una práctica antihumanista basada en un discurso humanista consolidado, es también el fundamento crítico de intelectuales poscolonialistas como Edward Said. Un siglo después de la observación de Marx sobre la manipulación imperialista de determinados principios humanistas, Said recuerda (1978) el punto de vista europeo —cuna del humanismo moderno— referido a la conquista de Oriente: las Cruzadas no consistieron sólo en la liberación del Santo Sepulcro, sino en la confirmación de quién iba a ganar; un culto ignorante, esclavista, enemigo de la civilización o un culto que había redescubierto el genio de la antigüedad y había abolido la servidumbre[16]. La conquista de Oriente por Occidente y, por consiguiente, su opresión, se convierte en una empresa anunciada en nombre de la libertad. “Already in 1810 we have an European talking like Cromer in 1910, arguing that Orientals require conquest, and finding it no paradox that a Western conquest of Orient was not conquest after all, but liberty” (Orientalism, 172).
Es en esta práctica anthihumanista —el imperialismo— en nombre de valores humanistas —la libertad— que produce o justifica otra aparente contradicción: los valores humanistas, como el de igualdad y universalidad, son defendidos con medios antihumanistas, como la defensa de fronteras nacionales. La igualación de lo que es desigual será entendida como un error en la aspiración de lo verdaderamente universal. De ahí surge la aparente contradicción del nacionalismo de las naciones marginales por parte de la clase intelectual latinoamericana formada en el humanismo. Ya en La raza cósmica (1925), José de Vasconcelos entendía que, aunque lo ideal es el internacionalismo, en las circunstancias políticas del siglo, éste “solo serviría para acabar de consumar el triunfo de las naciones más fuertes […] El estado actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de los intereses materiales y morales” (8). Ernesto Che Guevara y la mayoría de los revolucionarios latinoamericanos hablarán insistentemente de “patria”. El lema “Patria o muerte venceremos” no sólo es usado por la Revolución cubana en espacios públicos; Ernesto Guevara cerraba sus cartas personales con el mismo lema. Mario Benedetti, en dos versos insiste: “en devoto las puertas rechinan / los calabozos retumban a vacío / y en las paredes dice patria o muerte” (Aquí, 49). Paradógicamente, para los marxistas latinoamericanos el internacionalismo tenía connotaciones imperialistas, mientras la idea de patria significaba una resistencia. En “Mafia, literatura y nacionalismo” (1972), el mismo Benedetti escribe que “crear una literatura internacional era poco menos que una motivación ideológica de la mafia[17] (Revolución, 137). Tanto en Ernesto Guevara, como en Fanon o Galeano “patria” no resulta opuesto a “internacionalismo”, sino que es entendido como “resistencia” al colonialismo, a la desigualdad fundamental de los pueblos: la afirmación del individuo dominado para responder al opresor y en nombre del universalismo humanista. Esto se confirma con dos versos que el mismo Benedetti escribe parafraseando a José Martí: “el imán es una patria / patria es humanidad” (Canciones, 106). También Frantz Fanon insistirá en la necesidad de un nacionalismo que se oponga al colonialismo. Criticará la idea de que el nacionalismo era una etapa terminada para la humanidad. “Nous pensons au contraire que l’erreur, lourde de conséquences, consisterait à vouloir sauter l’étape nationale” (Damnés, 174). Según Fanon, el nacimiento de la conciencia nacional en África es parte de su responsabilidad por la cultura africana, la “culture négro-africaine” (174). Por lo tanto, la mayor urgencia del intelectual africano es la construcción de su nación. Si esta construcción es verdadera, es decir, si traduce el sentimiento manifiesto de su pueblo, entonces “alors la construction nationale s’accompagne nécessairement de la découverte et de la promotion de valeurs universalisnates. […] c’est la libération nationale qui rend la nation présente sur la scène de l’historie. C’est au cœur de la conscience nationale que s’élève et se vivifie la conscience internationale” (175, énfasis agregado). Edward Said también observó que grandes intelectuales como Tagore en India y José Martí en Cuba nunca renunciaron a la crítica por su nacionalismo, más bien por ello permanecieron nacionalistas, “never abating their criticism because of nationalism, even though they remaining nationalist themselves” (Representations, 41).
De forma casi simultánea a Fanon, Leopoldo Zea en el México de 1953 revindica lo universal desde una filosofía particular[18], una “filosofía americana”, en contraposición de lo universal reducido a una filosofía particular de una determinada región del mundo, como ha sido el prejuicio europeo y europeísta en el que “lo accidental es elevado a categoría de substancia” (86).[19] Esta descolonización cultural se asienta en la conciencia de que “el universalismo de que siempre hace gala Europa, no es sino una forma de justificación localista con exclusión de otras corrientes culturales que no se adaptan al punto de vista europeo” (Zea, 20). La crítica de Zea madura y se vuelve propia del poscolonialismo —Zea habla de “coloniaje cultural” (87)— que seguirá décadas después:
Pueblos que así mismos se llaman representantes de la Humanidad, donadores de toda posible cultura, representantes de la civilización. En nombre de la misma imponen, por todos los medios, su dominio a pueblos que no pueden justificarse de forma semejante. Pueblos que se erigen en cultivadores y civilizadores de otros pueblos. Estos últimos pueblos para salvarse, esto es, para que puedan ser considerados dentro de la órbita de los pueblos civilizados o cultos, tendrán que someterse a la acción de estos con negación absoluta de lo que les es propio. (Zea, 86).
Zea atribuye esta característica colonial e imperialista a Occidente en particular. “Pocas culturas como la Occidental poseen este grado de negación de la existencia de otros pueblos […] Toda cultura y, con ello, todo hombre, tendrán que justificarse ante el mundo occidental para poder tener derecho a ser considerados como tales” (87).
De esta forma, lo que podría parecer como una contradicción de los valores del humanismo tradicional, se revela consistente con él mismo: como hemos visto antes, la reivindicación de lo individual, de lo particular, no es un obstáculo para la igualdad, la universalidad y la unidad —vuelta al origen—, sino un requisito previo: la igualdad-diversa de la igual-libertad. Si en la imperialista Europa la universalidad era imposición de su propia particularidad, en la América oprimida debía significar lo contrario. Alfonso Reyes, en “Pueblo Americano” (1959) lo expresa en este tono prometeico: “Pueblo me soy: y como buen americano, a falta de líneas patrimoniales me siento heredero universal […] Mi arraigo es arraigo en movimiento […] no deseo el peso de ninguna tradición limitada” (Reyes, 448).
Así, tomar conciencia de la diversidad y de la circunstancia de cada ser humano y de cada cultura es una nueva forma de ser universal (Zea, 89). La libertad no acentúa las diferencias sino que las mengua; igual, la diversidad acentúa la igualdad original de los seres humanos. La relación opresor-oprimido, colono-colonizado no potencian ni la diversidad ni la igualdad ni la libertad. Pero antes es necesario el camino de la liberación. Según Alfonso Reyes, “nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras como ya lo he dicho, es naturalmente internacionalista” (418). Esto sería así no sólo porque en nuestra tierra están dada las condiciones para la futura “raza cósmica” de Vasconcelos, sino porque nos hemos acostumbrado a tomar y manejar conceptos ajenos, europeos (Reyes, 418). “Nuestra América debe vivir como si se preparase siempre a realizar el sueño que su descubrimiento provocó entre los pensadores de Europa: el sueño de la utopía, de la república feliz” (419). Una vez más se repite el sueño humanista, “el derecho a la ciudadanía universal” (420). El antiguo margen procura revindicarse aún proponiéndose superior: “la cultura americana es la única que podría ignorar, en principio, las murallas nacionales y étnicas” (424).
3.4 La ciudad letrada y los ríos profundos
¿Cómo presentar, simultáneamente, la historia como círculo repetido de opresión, y la historia como espiral liberadora?
Ariel Dorfman, Hacia la liberación del lector latinoamericano, pág. 136.
Desde los orígenes del Humanismo, han ido quedando cada vez menos dudas de que el hombre es un animal histórico. Karl Jaspers, en Origen y sentido de la historia (1949) lo definió como un ser inacabado y Ernesto Guevara lo entendió igual: “Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de producto no acabado” (Obra, II, 11). Poco después Paulo Freire lo confirmará de otra forma: “los hombres, diferentes de los otros animales, que son sólo inacabados mas no históricos, se saben inacabados. Tienen conciencia de su inconclusión” (92). El problema surge cuando debemos determinar la importancia de un tipo de historia sobre las otras. Cuando se entiende la historia del arte y la filosofía como una sucesión de ideas y formas de pensamiento creadas por individuos, resulta raro establecer, como lo observó Edward Said, alguna conexión del pretendido pensamiento puro con los intereses políticos, con un contexto imperial o con el poder que articuló las sociedades donde surgió tal o cual corriente de pensamiento. Aquí podríamos ver la política como un factor teleológico concreto: la universalidad de un pensamiento puro, tanto por los valores del pensamiento como por su pretensión de universalidad pueden servir y ser explicados por un propósito colonialista, por ejemplo (una crítica similar es la formulada por Leopoldo Zea). Podríamos conjeturar que así como cada idea está, inevitablemente, en el contexto de una determinada corriente de pensamiento, así también cada forma de pensamiento —ilustrado o popular— está dentro de un determinado paradigma dominante de una sociedad en un momento histórico dado. Lo cual no significa que un filósofo sea prisionero del paradigma de su tiempo sino que, por acción o por reacción, se debe él y éste a una historia.
Pero vayamos al centro de este capítulo. De forma insistente, la ensayística del siglo XX ha intentado explicar cada presente de América Latina recurriendo a la historia. ¿Pero cuál historia? La historia ilustrada de Europa. Desde Ariel (1900) de J. E. Rodó, La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos, Siete ensayos de interpretación (1928) de José C. Mariátegui hasta El espejo enterrado (1992) de Carlos Fuentes o Las raíces torcidas de América Latina (2000) de Carlos Alberto Montaner, los escritores del continente apenas sí se han detenido en las raíces precolombinas como traza paradigmática. Más bien el entendido es que se tratan de culturas muertas por la Conquista y su valor es más simbólico que real. Quizás El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz —como versión mejorada de la obra de Samuel Ramos—, sea un ejemplo contrario. En los demás, la herencia indígena sobrevive cuando coincide con los defectos de España. Las sociedades verticales de Mesoamérica fueron reemplazadas por la sociedad vertical de España, razón por la cual América Latina ha encontrado siempre dificultades en madurar una cultura democrática, etcétera.
Las instituciones de la Corona y de la Iglesia, del absolutismo real y de la fe católica, derrotaron tanto al conquistador como al conquistado, y establecieron, en lugar de las estructuras de poder verticales de los aztecas, las estructuras de poder, igualmente verticales, de los Austrias. Somos los descendientes de ambas verticalidades, y nuestras tenaces luchas a favor de la democracia son por ello más difíciles y, acaso, más admirables. Pero debemos comprender que la conquista del Nuevo Mundo fue parte de la dinámica de la Reconquista de España. (Fuentes, Espejo, 138)
Lo cual podemos aceptar pero resulta insuficiente. No se explica cómo es posible anular complejas culturas, algunas milenarias, sostenidas por la práctica y el pensamiento de millones de habitantes que desde la colonia hasta mucho después de las independencias no habló el idioma del conquistador ni mucho menos pudo leerlo, estudiarlo y entenderlo sino que más bien lo resistió o lo sufrió de forma pasiva.[20] Sería como afirmar que la cultura y la mentalidad del pueblo español del siglo XVI se debía al pensamiento de los autores clásicos, porque los intelectuales y la elite gobernante leían y escribían en latín. En algunos casos se reconoce un sincretismo en las artes plásticas y en la religión, pero las peripecias de los Habsburgo o los Austrias en España ocupan capítulos enteros con la convicción implícita de que allí radica la razón de nuestros presentes. Montaner va más lejos aún y encuentra en Platón y en Aristóteles a los representantes del estatismo y del libre comercio, porque “hay ideas centenarias, a veces milenarias, que quedan enquistadas en la memoria intelectual de los pueblos” (100). De ahí se entiende que, aunque “un sindicalista rural boliviano o un pequeño empresario paraguayo jamás hayan leído una letra de Aristóteles […] esa ignorancia no los salva de sufrir las consecuencias de estos y otros poderosos pensadores de nuestra tradición” (100). El autor no considera que Grecia también forma parte de la tradición intelectual anglosajona, su modelo antagónico de la atrasada España. Pero lo que nos interesa ahora es observar la importancia que tradicionalmente se les atribuye a esos “poderosos pensadores” —que pocos han leído— y la negligencia absoluta de la cultura popular —en la que muchos han vivido—, para explicar no el pensamiento de Nietzsche o de Derrida sino la mentalidad de todo el pueblo latinoamericano.[21] Por el contrario, es posible que el quiebre de la continuidad histórica del mundo prehispánico no haya sido tan radical como lo presenta la historia escrita. Se entiende que aquellos aztecas que sacrificaban víctimas a sus dioses nada tienen en común con los apacibles mexicanos de hoy, pero la continuidad de la Europa donde se torturaban y quemaban víctimas en las plazas públicas, ante la excitación del pueblo y en nombre de un dios misericordioso, es resuelta por la idea de una evolución natural. Esta misma idea es discutida en un pueblo que se reconoce o quiere reconocerse como indígena sólo porque sus prácticas han cambiado significativamente. Así, el cambio, la evolución dentro de una misma tradición, la conservación de una identidad contra todos los vientos de la historia son virtudes exclusivas de los países desarrollados. A los pueblos colonizados sólo les queda la opción de asimilarse, de realizar una transfusión de sangre, como lo quería D. F. Sarmiento o, al decir irónico de Leopoldo Zea, “para salvarse, esto es, para que puedan ser considerados dentro de la órbita de los pueblos civilizados o cultos, tendrán que someterse a la acción de estos con negación absoluta de lo que les es propio” (86). Incluso cuando un conservador religioso del mundo anglosajón habla de “volver a los valores originales” nunca se entiende que está proponiendo abandonar todos los beneficios ideológicos y materiales del presente, pero si un amerindio propone lo mismo se le exige que abandone los beneficios del mundo contemporáneo y regrese al uso de taparrabos y a la economía de subsistencia. Este tipo de acusaciones es propio de libros como El regreso del Idiota latinoamericano (2007) de Mendoza, Montaner y Vargas Llosa.[22]
Dentro del grupo de escritores comprometidos, encontraremos posiciones ideológicas opuestas a las mencionadas anteriormente pero que todavía consideran la tradición del pensamiento europeo como abrumador protagonista. Las venas abiertas de América Latina (1971) de Eduardo Galeano, es un ejemplo. En su obra posterior, como en la trilogía Memoria del fuego (1982-86), la voluntad de reivindicación del oprimido es la misma, pero la perspectiva del análisis ya no es tan próxima al materialismo dialéctico. Aunque paradójicamente basado en una rigurosa documentación textual escrita, Memoria del fuego se estructura por micronarraciones con rasgos orales. Pero no estamos ante el escepticismo posmoderno, porque el factor ético-político estructura toda la obra, además de asumir la existencia de una verdad posible —la historia reprimida por la violencia política— que confiere sentido al resto de la Historia. Pero sobre todo se aproxima al paradigma amerindio de la recuperación de un orden justo, la reivindicación del fuego regenerador de la sangre desacralizada por el oro.
No obstante, falta en nuestra tradición intelectual un reconocimiento más explícito y una mayor concentración de la investigación latinoamericanista en una herencia popular que ha sido oscurecida por la cultura ilustrada de los intelectuales que inventaron las repúblicas iberoamericanas en el siglo XIX y que en el siglo XX proyectaron infructuosamente una segunda independencia llamada liberación nacional. Esa herencia cultural, ese texto oral, gestual y práctico, permea una masa poblacional que durante siglos fue mayoría en el continente y que, al convertirse en paradigma de los intelectuales comprometidos, llegados de los barcos del humanismo europeo, dejan su marca en la nueva literatura latinoamericana. Si esos rasgos han beneficiado o perjudicado el destino de nuestros pueblos es algo que no juzgaremos aquí. Sí podemos entender que, en cualquier caso, cualquier toma de conciencia comienza con el reconocimiento de una situación, de sus orígenes y de sus implicaciones. Es ese momento en que podemos pensar en que la libertad existe para salir de un círculo que puede tener una apariencia determinista o, por el contrario, optar por permanecer en él. Pero entonces ya no sería producto de la fatalidad sino de la libertad.
Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1992) repite —como todos nosotros— varios lugares comunes de la crítica contemporánea. Uno de éstos, quizás fundamento de la visión histórica de nuestro continente, afirma que “cuando Moctezuma y su imperio se hundieron en las aguas sangrientas de la laguna, el tiempo original del mundo indígena desapareció para siempre, sus ídolos rotos y sus tesoros olvidados, enterrados todos, al cabo, bajo las iglesias barrocas cristianas y los palacios virreinales” (124). Enseguida relativiza esa desaparición definitiva de todo un mundo sugiriendo, de forma poética, que “por encima de este drama siempre se puede escuchar, como un murmullo en la historia, las voces de los conquistados y los conquistadores” (124).
En nuestro trabajo no asumimos que este carácter fantasmagórico y anecdótico de un “murmullo” apenas, de una lucha romántica entre caballeros incompatibles —más propio de las aventuras literarias del Cid campeador harto celebradas por una cultura medieval que celebraba la limpieza étnica y la pureza cultural— revele toda la realidad histórica y literaria. Apenas sí muestra la apariencia de un proceso y confirma una representación creada previamente por la crítica y la historiografía como si fuesen hechos. Por el contrario, de nuestro estudio inducimos una influencia de los elementos reprimidos de una cultura que el conquistador quiso, de forma fantástica, borrar del mapa y de forma no menos fantástica fue asumido por gran parte de la crítica y la ensayística. Se confinó el factor amerindio a un período anterior a la Conquista. Sus restos remanentes fueron acomodados en la superficie de la anécdota folclórica, como las vestimentas, la comida, los bailes y alguna que otra inocente leyenda, mientras se asumía que lo más profundo y vertebral era el componente hispánico, la cultura del conquistador. Es común asumir, por ejemplo, que en América Latina “el derecho romano es la fuente misma de todas las tradiciones. Y es la fuente también de otra tradición hispánica, la idea, formada mediante el lenguaje y la ley, el Estado como coautor del desarrollo y la idea de justicia” (Fuentes, 44). Lo que confirma como idea central otro libro semejante y muy promocionado de Alberto Montaner (Las raíces torcidas de América latina, 2000): “Si las premisas de este libro es que las instituciones y el comportamiento de los latinoamericanos hay que rastrearlos en la tradición occidental, el obligado punto de partida es Grecia” (77). De hecho, así lo hace, atribuyendo a “poderosos pensadores” como Aristóteles y Platón ideas “enquistadas en la memoria intelectual de los pueblos” (100), aunque quien las sufre “un sindicalista rural boliviano o un pequeño empresario paraguayo” jamás haya oído hablar de sus autores (100). O pretende explicar el supuesto sexismo y el racismo latinoamericano recurriendo a la historia sexual y racial de Grecia y Roma.[23]
Vamos a trabajar sobre la hipótesis contraria. Para ello, identificamos dos formas principales de praxis cultural: la cultura ilustrada y la cultura popular, la literatura escrita y la literatura oral, la historia oficial y la memoria de los pueblos oprimidos, la representación explícita y la cosmovisión implícita, la cultura políticamente correcta y aquella otra cultura que para sobrevivir debió trasvestirse y, al hacerse invisible, se infiltró en cada intersticio de la cultura ilustrada, especialmente en el siglo XX con los escritores políticos o comprometidos. Incluso en estos últimos, el factor consciente que respondió a la tradición del colonizador —el factor ideológico, como el marxismo en casos— encubrió una visión particular, amerindia, que lo motivaba aún en contradicción con la tradición progresista y moderna del humanismo europeo al que se subscribía. Razón por la cual esa búsqueda del paradigma se debe realizar identificando aquellos momentos, a veces escasos, donde la cosmogonía del autor surge o se refleja en las palabras más profundas o más cotidianas. Esta visión, casi siempre es una condición implícita, pocas veces evidente en el detalle por sí solo.
No obstante, aún antes de esta clase intelectual del siglo XX, podemos preguntarnos qué ocurrió con los intelectuales anteriores, con los escritores que se hicieron y se representaron entre los libros y bajo el prestigio de la cultura española del siglo XVII. Se podría considerar, por ejemplo, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz como un trasplante occidental y casi indiferente de la poesía española del siglo XVII al otro lado del Atlántico. También sus ensayos están plagados del estilo erudito y a veces pedantesco del Siglo de Oro. Sus referencias son bíblicas o de la literatura clásica, Grecia y Roma. Sin embargo, su interés, la novedad o el desafío de su literatura radica principalmente en lo que dice, no en cómo lo dice. Quizás, como en los demás casos, otro interés debería estar en lo que no dice y por qué no lo dice.[24] Sabemos que muchas cosas no las dijo por censura eclesiástica. El clero de la época demostró que se podía censurar a alguen publicándolo, y la intelectual mexicana era consciente de este panóptico eclesiástico. ¿Pero qué otro tipo de censura operó para que su conocimiento y la educación popular que recibió de sus criadas indias no se transparente de forma explícita en su obra? ¿No será que lo está de forma reprimida, ya que represión es lo que operó sobre esta región de su educación temprana, es decir, de su cultura, su intelecto y su psiquis profunda?[25]
Ángel Rama nos recordó algo que es básico en cualquier antropología: las represiones son componentes obligados en cualquier cultura (Transculturación, 92). En el caso latinoamericano, por razones históricas, éste factor ha sido fundamental y quizás definitorio. La Conquista, con su violencia bélica y su violencia moral asentada en el complejo de superioridad de la cultura europea se perpetuó en el rechazo público y sistemático de la clase criolla dominante en las nuevas repúblicas del siglo XIX hacia todo lo amerindio. En literatura, el romanticismo que sirvió como forma de legitimación intelectual del nuevo proceso de consolidación de las nuevas repúblicas con su desesperada búsqueda de identidades definidas, fue otro trasplante de la cultura ilustrada de Europa. Desde el romanticismo de la primera mitad del siglo XIX en el Río de la Plata hasta el de la segunda mitad en la región andina, se trató de una nueva superposición cultural, más que una transculturación o, menos, una recuperación de la cultura vernácula, popular. Ángel Rama recuerda que, “sea cual fuere la valoración que se asigne a la obra de Ricardo Palma, cuya rehabilitación fue abierta por el propio Mariátegui haciendo de él un intérprete del demos limeño, no hay duda de que en 1872, la ‘tradición peruana’ es una solución estética epigonal que todavía se abastece de la literatura española romántica cuando no de los maestros del Siglo de Oro” (134). Una y otra vez estamos ante el divorcio y la represión de una de las partes sobre la otra: la “ciudad letrada”, la clase alta y su cultura ilustrada, sobre la mayoritaria sociedad oral de una cultura popular que no podía estar muerta sino ignorada o despreciada por aquella. No será hasta mediado del siglo XX que este signo se revertirá. Las culturas y las razas antes despreciadas se volverán centro de reivindicación. Hernán Cortés, Domingo F. Sarmiento y el indigenismo del siglo XX podrían considerarse representantes de esos tres momentos. El mismo Ángel Rama define cuatro apariciones del indio como tema en la literatura latinoamericana: (1) en la literatura misionera de la Conquista; (2) en la literatura crítica de la burguesía mercantil del período revolucionario; (3) en el romanticismo como lamentación por su destrucción; y (4) “en pleno siglo XX, bajo la forma de una demanda que presentaba un nuevo sector social, procedente de los bajos estratos de la clase media, blanca o mestiza. Inútil subrayar que en ninguna de esas oportunidades habló el indio, sino que hablaron en su nombre” (139). Tampoco el público consumidor de esta literatura fue el pueblo iletrado, lo cual no sólo establece una barrera que separaba un estamento cultural del otro, sino que, por otra parte, debió “preservar” por largos siglos las características y valores de la forma más radical posible. La literatura, aún cuando tenía al indio como tema de reivindicación, era un producto de consumo de las clases ilustradas. Esto había pasado, según Rama, con el Memorial de Las Casas, Siripo de Albarden, Tabaré de Zorrilla de San Martín y Huasipungo de Jorge Icaza (143). Pero el hecho de que el estamento ilustrado ignorase doblemente (como productor y como consumidor) al estamento popular, no significaba que estuviese muerto.
Lo que ignoraron mayoritariamente fue la cultura indígena del presente, viva y auténtica bajo los harapos materiales o la injusticia opresora. Y por la más simple de las razones porque le parecía inexistente o inferior (y de ahí el vertiginoso remontar del tiempo para mitificar el pasado, el Inkario, recuperándolo sólo a él, o sea las leyendas en la cultura presente) en lo cual no hacían sino probar en cuáles fuentes culturales se abastecían, que no eran otras que las de la cultura de la dominación, cuyo signo habían invertido. (144)
El mismo Mariátegui entendía que lo único que sobrevivía del Tawantinsuyu era el indio como cuerpo biológico, ya que la civilización había perecido. Pero al no distinguirse civilización de cultura y ésta de paradigma existencial, podemos entender que incluía estas últimas en la primera (Rama, 149).
Por otro lado, como síntoma y fenómeno nuevo del siglo XX, la reivindicación junto con el ascenso de las clases pertenecientes al estamento no ilustrado, encontró formulaciones que al invertir los valores dominantes se encontraron en un extremo igualmente inverosímil de interpretación. Según Rama, las nuevas reinterpretaciones del pasado incluía la imposición de “un nuevo mito que quedó definido en el título de un libro famoso, El imperio socialista de los incas, pero que fue un lugar común del pensamiento político socialista, que vio en la supervivencia del ‘ayllu’ la llave para conectar las estructuras económicas arcaicas con las más modernas en un abrir y cerrar de ojos transitando milenios” (147).
Podemos pensar que el mismo proceso del humanismo europeo —que revalorizó la cultura popular en Europa y reivindicó la universalidad del individuo como igual y libre aunque deformado por las sociedades verticales compuestas por castas o estamentos y regidas por el prestigio de la autoridad— provocó en la América Latina del siglo XX una reacción contra las clases dominantes, visualizada principalmente por la ideología contestataria del socialismo. El liberalismo del siglo XIX se continuó “naturalmente” en un pensamiento más radical que luego fue identificado con su contrario: el marxismo. Esta nueva filosofía europea, aunque de una formulación compleja y sólo accesible en su plenitud a los nuevos intelectuales, se acercó a las masas no-letradas del continente y de allí recibió la influencia de una tradición que nunca había muerto sino sólo se había transformado bajo las sombras eternas que proyectaba la cultura ilustrada, principalmente europeísta. Así, al mismo tiempo que los intelectuales se acercaban a un grupo (las emergentes clases bajas) y rechazaban otro (las tradicionales clases oligárquicas), también la cultura popular, oral e iconolástica, disputó a la antigua cultura ilustrada el prestigio del libro. El intelectual se popularizó y el pueblo se intelectualizó. Así se llega a un fenómeno aparentemente contradictorio en América Latina: los intelectuales comprometidos, los escritores de izquierda, articularon un discurso racional, el marxismo, al tiempo que se sumergían en un paradigma que lo contradecía: la reivindicación de un mundo mítico, de un regreso al origen, a la sabiduría de la naturaleza antes que al de la industria, de la emoción antes que de la racionalidad, de la estética y la espiritualización del Cosmos antes que del progreso moderno.
Este proceso, como forma de resistencia a la aculturación, es una nueva transculturación. El mismo Rama resume que el conflicto colono/colonizado y luego oligarquía urbana de la república/pueblo “es un conflicto resuelto de distinta manera, donde no se produce una dominación arrasadora y donde las regiones se expresan y afirman, a pesar del avance unificador” (71). Por el contrario, en muchas regiones, sobre todo en las interiores del continente, aquellas alejadas de los puertos donde radicó siempre el poder político y económico, se produce “un fortalecimiento de lo que podemos llamar culturas interiores del continente, no en la medida en que se atrincheran rígidamente en sus tradiciones, sino en la medida en que se transculturan sin renunciar al alma, como habría dicho Arguedas. Al hacerlo robustecen las culturas nacionales (y por ende el proyecto de una cultura latinoamericana), prestándoles materiales y energías para no ceder simplemente al impacto modernizador externo” (71). La literatura latinoamericana recibió el influjo de la literatura europea desde las crónicas hasta la literatura religiosa y liberal. Pero también “recibió el discurso religioso, ritual e historiográfico indígena (Popol Vuh, Chilam Balam, etc.) y muy tempranamente lo incorporó a la literatura debido a su prestigio fundacional” (89). Sin embargo, aún queda por señalar que, en un caso o en el otro nos estamos refiriendo a un medio y a un prestigio legitimador heredado del antiguo continente, el libro. Sin la palabra escrita, como en el caso de Bernardino Sagún, y en un contexto dominado por la literatura y las armas europeas, se podía haber perdido gran parte de las leyendas originales. Aún ante esta adversidad política y cultural, podemos pensar que los paradigmas cosmológicos amerindios como sus tradiciones más visibles, sobrevivieron en su soporte original: la oralidad, la iconografía y una praxis o modus operandi. Periódicamente, por razones religiosas (la evangelización), políticas (la conquista) o filosóficas (el humanismo), estas tradiciones migraron de la palabra oral a la escrita y viceversa. “La década de los cincuenta marca el triunfo del movimiento indigenista, lo que quiere decir que ha logrado su propósito primordial: corroer los valores de la cultura dominante, precipitarlos en una crisis de descrédito, obligar a la nacionalidad a aceptar nuevas proposiciones” (Rama, Tranculturación, 158).
Sobre todo a mediados del siglo XX, la reivindicación indigenista permeó la cultura ilustrada y gradualmente impregnó lo que llamamos Literatura del compromiso. Ángel Rama reconoce implícitamente la posibilidad esta hipótesis por su negación ilustrada:
El monumental corpus de mitos y leyendas recogido por los antropólogos prácticamente no ha rozado a la literatura, ni ha provocado el interés de los estudiosos contemporáneos, ni aún de aquellos que vienen proponiendo una renovación del concepto de literatura pero siguen estudiando las que tradicionalmente se han llamado obras literarias, según la pauta cultista de esta indesarraigable ‘ciudad letrada’ que rige el continente desde los albores de la colonización hasta hoy. (89)
Luego, refiréndose al libro Antes o mundo não existia, que publicaron padre e hijo indígenas de Brasil, observa la diferencia insalvable —sino por una transculturación— entre el soporte oral y el escrito. La obra original, en lengua india, había sido transmitida de forma oral y controlada a través del tiempo por la censura comunitaria, al mismo tiempo que formaba una especia de opera integrando palabras, ritmos, creencias, danzas, dibujos, olores, sexo y piel. Todo con el propósito de regular la vida de la comunidad. No obstante, el paso al soporte del libro resultó en “un texto con autores individuales, en lengua portuguesa, del género relato mítico, que ha adquirido marcados rasgos de la definición corriente (occidental) de literatura” (90).
Estas observaciones que son ciertas para la tradición literaria de una clase ilustrada (la “ciudad letrada”) puede ser cuestionada para el período de la Literatura del compromiso por otra razón que el mismo Rama anota: “…la mayoría de quienes abandonan sus regiones de la juventud y se integran a centros urbanos o capitalinos, no pierden la marca profunda con que los ha modelado su cultura regional” (95). Lo que significa que hubo una transculturación inversa, de la literatura ilustrada por la fuerza de una cultura no literaria, invisible a los medios técnicos de difusión, pero abrumadoramente mayoritaria —en términos de población— desde la Conquista hasta entrado el siglo XX.
Este proceso se revela de forma clara en la biografía intelectual de Ernesto Che Guevara, desde el momento en que deja la facultad de medicina para recorrer una América Latina que le era ajena y desconocida a un burgués de la clase media argentina. No por casualidad su paso por Perú fue significativo en su primer viaje como lo fue Centroamérica más tarde. Por otra parte, la nueva literatura latinoamericana, en parte identificada con el “boom” de los ’60, no es un acto de creación ex nihilo, como no lo es ningún producto cultural. En este caso, el camino estaba trazado por las “contravalorizaciones” ideológicas del continente, además de la influencia de las entonces moribundas vanguardias europeas. Ángel Rama reconoció en este conjunto de obras valores paradigmáticos procedentes de una tradición popular, es decir no ilustrada:
Al vigor y fijeza de estos componentes culturales tradicionales, puede atribuirse la atención que los novelistas de la transculturación otorgan a los arquetipos del poder de la sociedad regional, y la muchas veces subrepticia y no querida atracción por las permanencias aristocráticas. Hay una visión patricia que subyace en las invenciones de José María Arguedas, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, la que funciona sobre una oposición dilemática entre pasado y presente, donde los reclamos justos de la actualidad no logran empañar la admiración por los rezagos de una concepción aristocrática del mundo que está siendo objeto de idealización. (Rama, Transculturación, 98)
Rama identificó estos nuevos movimientos, como el nativismo, el indigenismo y el negrismo como propios de clases medias emergentes cuyos investigadores y teorizadores buscaron una “intrahistoria latinoamericana conservada viva en los estratos inferiores de la sociedad” (161). Sin embargo, esto es percibido por la crítica más como un proyecto ideológico que como una realidad existente o en construcción. En su análisis, Rama se extiende sobre las influencias que la cultura moderna ha ejercido sobre los inmigrantes serranos a Lima y, sobre todo, sobre las sierras y las aldeas a través de la construcción de caminos y nuevas formas de comunicaciones. Pero no se refiere de la misma forma a la influencia inversa, la que ejerció la cultura india sobre la ilustrada, la influencia del conquistado, a pesar de hablarse de transculturación. Fueron las
comunidades originarias donde mezcladamente se registran influencias positivas y negativas: mejoras materiales junto a desequilibrios abismales, pero sobre todo la pérdida de sus raíces, la destrucción de un equilibrio cultural que no es reemplazado por ningún otro equivalente, el arrasamiento de una cosmovisión comunitaria reemplazada por el ‘individualismo escéptico’ de la sociedad burguesa contemporánea. (169)
Aquella supuesta intrahistoria, que recuerda algunas ideas de la España desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo siguiente, no es sólo una forma de interpretar la realidad sino un instrumento legitimador de lo propio ante el otro amenazante. A mediados del siglo XX, “en el pensamiento crítico de la época, ese papel de redentor que el marxismo atribuyó al proletariado, fue trasladado al indio puro, al integrante de los ayllus de la serranía del sur y en el mismo sentido, idealizando más si cabe y dotándolo de la función de ‘cordero pascual’” (185). No obstante, no por ello es una mera invención ideológica sino que, más bien, podemos verlo como el descubrimiento de una realidad que, en América Latina, estuvo oprimida y reprimida pero no extirpada ni desaparecida. Su influencia, como la influencia de la cultura ilustrada, formará parte de esa misma trancultruración que analizaba Ángel Rama, pero con una fuerza no vista antes del siglo XX. El factor principal, según nuestra hipótesis, consiste en la transferencia de un paradigma —una forma de pensar y de sentir— que va del grupo mayoritario de no ilustrados a los intelectuales ilustrados que luchaban por la reivindicación de aquel grupo emergente, apoyados por los valores del humanismo y, más concretamente, por diversas ideologías socialistas.
Luego de exponer esta problemática general debemos enfocarnos en un punto periférico de la rueda epistemológica. En el análisis de diferentes textos de lo que definimos como Literatura del compromiso, rastrearemos las trazas para definir, de una forma hermenéutica, el esquema general del paradigma dominante de los distintos autores. Según nuestra visión del problema, podemos distinguir la presencia de cuatro estadios principales. El paradigma histórico de los escritores comprometidos consiste en la forma implícita en que el escritor concibe el orden general que lo rodea: el significado de su labor estética, su función en la sociedad, el sentido del proceso histórico, etc. No obstante, no se trata aquí de disecar un modelo abstracto de tipo estructuralista sino de develar un paradigma que es siempre flexible y está cruzado por otros paradigmas que la historia ha articulado según las necesidades de su momento. Entiendo aquí que el estructuralismo, a medida que radicalizaba su búsqueda del arquetipo, eliminaba o trivializaba el significado del fenómeno particular. Sin embargo, podemos entender que dos cosas significan por sus diferencias. Jesús y Buda pueden compartir un mismo esqueleto arquetípico —al fin y al cabo Jesús se reencarnó en la naturaleza humana—, pero cada uno comienza a significar lo que es cuando se apartan del arquetipo. Al mismo tiempo, el reconocimiento de aquello que tienen en común fenómenos diferentes (“una piedra que cae y la Luna que no cae”[26]) es una de las reglas básicas de la inteligibilidad. A partir de allí las diferencias cobran un sentido.
En nuestro caso, la dinámica de los dos pares de hemisferios que se intersectan para definir cuatro cuadrantes, son definidos por las dos tradiciones principales que identificamos en este capítulo, con frecuencia contradictorias: la tradición europea del humanismo —a través de la cultura ilustrada— y la tradición del Cosmos amerindio —a través de la cultura popular tradicional.
3.5Rupturas y continuidades, muerte o represión
El mismo monopolio de la cultura ilustrada impuso a los intelectuales criollos las formas de verse así mismos y a la realidad americana a través de mitos fantásticos generados en Europa. Desde Ernesto Renán en la Francia del siglo XIX, el mito más recurrente quizás fue el mito de Calibán. Tomado de La tempestad de W. Shakespeare, Calibán representaba al caníbal terrible del que hablaba Américo Vespucio. No obstante, algunos europeos como Bartolomé de las Casas, Michel de Montaigne, René Descartes y el mismo Shakespeare alcanzaron a ver que esta representación del bárbaro como ser inferior, semejante a las bestias, era resultado de una visión ególatra de Europa. Al igual que Tomás Moro en Utopia (1516), no pocos humanistas propusieron una valoración autocrítica de signo inverso. Fernández Retamar recuerda que en 1589 Montaigne escribió un ensayo titulado “De los caníbales” donde aparece la idea de virtud del salvaje (17). Shakespeare leyó la traducción y fue de la opinión de que “nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones […] lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres’” (18). Pero en el siglo XIX, una vez más el hombre de la periferia vuelve a ser representado según las necesidades de un nuevo siglo marcado por empresas colonialistas. En Calibán, continuación de La tempestad (1878) de Ernesto Renán, el salvaje triunfa sobre Próspero e impone un gobierno caótico y corrupto. Esta metáfora podría entenderse como una respuesta a los acontecimientos de la Comuna de París, ya que Renán era partidario de una elite inteligente en el poder, pero también es leída por críticos como Fernandez Retamar como una alusión hacia las nuevas repúblicas hispanoamericanas que, por entonces, soñaban con el proyecto modernizador de Estados Unidos mientras sufrían luchas intestinas y repetidos fracasos económicos. Según Fernández Retamar, Renan era la expresión del imperialismo de su época, despreciaba las masas populares tanto como los demás pueblos del planeta (20). Edward Said también observó una operación de construcción del ser no-europeo por parte de la empresa imperial de la que formaba parte el mismo Renán. “Indeed, it is not too much to say that Renan’s philological laboratory is the actual locale of his European ethnocentrism” (Orientalism, 146).
De esta influencia intelectual, con algunas variaciones ideológicas, surgió Ariel (1900), donde J. E. Rodó sugiere la identificación de Iberoamérica con el númen alado y a Calibán con la democracia utilitarista (50), lo que puede entenderse en referencia a Estados Unidos. La vieja “madre patria” de donde procedían aquellos dioses que “comían de oro y plata” (Ayala, 266), aquellos hombres que según Huamán Poma de Ayala eran “como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juicio con la codicia del oro y la plata” (Burga, 82), por efecto de la decadencia geopolítica y la derrota final en la Guerra hispano-estadounidense (1898) se convierte en representante del espíritu alado de Ariel, facultado para la contemplación estética en oposición a la vencedora pero bárbara América sajona, de donde salen los nuevos dioses que comen cobre y estaño. Más tarde, Fernández Retamar y Benedetti rectificarán el paralelo erróneo de Calibán-USA sugerida por Groussac y difundida por Rodó (Fernández, 24). “Nuestro símbolo no es Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán” (30). Ariel, dice Fernández Retamar, es el intelectual de la misma isla que Calibán que puede optar por servir al invasor o unirse a Calibán en su lucha antiimprial (82). Aunque válido como instrumento de interpretación de una realidad infinitamente compleja, el mismo Fernández Retamar sospecha que esta nueva interpretación inversa del mismo mito sigue siendo un préstamo cultural de los vencedores (34), pero aún así confirma su utilidad: “asumir nuestra condición de Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista” (35).
De cualquier forma, queda explícito que el mismo Calibán no deja de ser otra invención europea, una interpretación desde la visión de los vencedores. Los otros, los vencidos, no sin rencor se ven a sí mismos desde los ojos de sus vencedores. Por otra parte, no hay razón suficiente para asumir que la continuidad del vencedor es la única continuidad posible en el espacio del vencido. Octavio Paz, por ejemplo, ya había observado en “Posdata al Laberinto” (1968) que si bien la Conquista había destrozado el mundo indígena y sobre sus ruinas había levantados el suyo propio, “entre la antigua sociedad y el nuevo orden hispánico se tendió un hilo invisible de continuidad: el hilo de la dominación. Ese hilo no se ha roto: los virreyes españoles y los presidentes mexicanos son los sucesores de los tlatoanis aztecas” (Laberinto, 282). Luego, además de una continuidad política —ideológica y estructural— señala un hecho que generalmente se desconsidera en los estudios sobre el presente de América Latina a través de su historia:
Es evidente que los reyes españoles eran ajenos a la mitología de los mexicanos, pero no lo eran sus súbditos, fuesen indios, mestizos o criollos […] Del mismo modo que la Roma cristiana prolongaba, rectificándola, a la Roma pagana, la nueva ciudad de México era la continuación, la rectificación y, finalmente, la afirmación de la metrópoli azteca. (283)
Para Paz, el catolicismo mexicano se concentra en el culto de la Virgen de Guadalupe, una figura femenina que es parte de una tradición mítica prehispánica. Precisamente, la aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego ocurre en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas (108). El hecho de que la conquista coincida con la derrota de Quetzalcóatl —dios del autosacrificio creador del mundo en la hoguera de Teotihuacan— y Huitxilopotchli —el joven dios guerrero que se sacrifica— representa la derrota de estos dos dioses en la Conquista y el regreso a las divinidades femeninas (108).
Las religiones monoteístas o las monolatrías derivadas de la tradición hebrea repudian y castigan la formación de imágenes humanas y mucho más su adoración. Similar ha sido el Islam y en menor medida el protestantismo. No así el catolicismo. Las antiguas religiones romanas dejaron su herencia en la nueva religión del imperio.
No obstante, en el catolicismo europeo la valoración de imágenes de la Sagrada familia, de una vasta colección de santos y de partes de santos es aún un fenómeno secundario en comparación a la liturgia. Diferente, en el protestantismo el espectáculo del rito ha sido sustituido por el trance proselitista y el orgullo público de ser un elegido de Dios.[27] En el mundo católico, este trance colectivo de la oratoria está casi todo exorcizado en la política. En particular en el continente de los pájaros, en el mundo latinoamericano donde la política, la cosmología y la literatura son la misma cosa con profesionales diferentes.
Pero la percepción literaria del mundo en el mundo amerindio es, ante todo, visual. Es propio de un mundo vivo donde la tierra no es un reino maldecido por una abstracción celeste sino parte del cosmos, parte de la unión entre la serpiente y el ave.
El rasgo que mejor distingue la religiosidad del continente es la veneración de la virgen María, en particular en su versión guadalupana. Dentro de esta experiencia religiosa, un aspecto destacable son los avistamientos de la virgen. Si bien son conocidas las apariciones de vírgenes en otras partes del mundo, como la virgen de Fátima en Portugal, en América Latina la importancia de estas apariciones es mucho mayor y diferente en su naturaleza. El fenómeno no consiste en la aparición de la virgen sino en una imagen física de la virgen y a veces de Jesús. El milagro es siempre material y simbólico, como una huella es a un pie.
De hecho las apariciones de la virgen son prácticamente mínimas y resultan una anécdota que justifica la imagen que se venera. Se venera la representación en nombre de lo representado. Así se produce el milagro: se une el agua con el aceite, se compatibiliza la sensualidad amerindia con la abstracción judeocristiana.
Según la tradición, la virgen de Guadalupe sólo se apareció al indio Juan Diego hace más de cuatro siglos. Pero las apariciones de las imágenes de la virgen han sido innumerables. Aún cuando la tradición teológica y popular alega que no se venera una imagen sino lo que representa, lo cierto es que lo representado no puede ser fácilmente sustituido por una copia cualquiera, como una Biblia y su copia tienen el mismo valor semántico y religioso. Los estudios y las leyendas que se tejen entorno a la pintura de la virgen de Guadalupe en México están rodeados de misterios visuales. En uno de ellos se ha llegado a mostrar o demostrar que en la iris del ojo izquierdo de la pintura de la virgen están representados una serie de personajes históricos que van desde el indio Juan Diego arrodillado hasta el obispo Zumárraga.
Los misterios ópticos son de tal grado de importancia que quienes creen descubrirlas no se preocupan por el mensaje o la interpretación que el milagro puede portar sino por el milagro mismo de la imagen que luego atribuyen poderes chamánicos de sanación. Esto se resuelve con un mismo mensaje repetido y siempre intrascendente, como la alegación de que una aparición significa que tiempos terribles están por venir.
Lo que queda claro es la importancia visual de la experiencia religiosa, es decir, la conexión entre espíritu y materia, entre la divinidad y la sensualidad de la imagen que representa el extremo opuesto de la abstracción hebrea o islámica.
Esta es la misma conexión cosmogónica que tenían los pueblos amerindios antes de la llegada del colonizador europeo. Muchos especialistas han observado que la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro de Tepeyec, el mismo lugar donde los indígenas adoraban a Tonantzin, demuestra o sugiere la sustitución de la Diosa Madre amerindia por la Madre del hijo de Dios —Madre de Dios, según tradicional equívoco—. No obstante podemos alegar que si en la liturgia consiente hubo una sustitución, también podemos considerar que la imposición teológica y moral del colonizador sólo confirmó los valores y las percepciones anteriores que sobrevivieron reprimidas en un pueblo numeroso.
La (original) virgen de Guadalupe está rodeada de símbolos que podemos rastrear entre los aztecas y hasta la mítica Tula, como el Quinto Sol y la Luna. Podemos agregar otros detalles. El color verde que rodea a la virgen de Guadalupe, presente en la bandera de México, probablemente se refiere al verde del quetzal. La misma forma de la capa de la virgen se asemeja a las alas del ave sagrada cuando posa en una rama. El verde fue un color divino y real en el cosmos amerindio y tal vez también representó la libertad, debido a que el quetzal no se reproduce en cautiverio. También verde era el color brillante del colibrí (Huitzilopochtli, el “Colibrí izquierdo”) y del agave (maguey) que florece después de cinco años para morir y reproducirse.
América es el continente de las aves y sin duda éstas representaron en un tiempo mucho más que simples adornos en un mundo material sino el espíritu mismo del Cosmos en movimiento, la unión del cielo y la tierra como el águila devorando la serpiente según la leyenda azteca.
Leopoldo Zea y otros latinoamericanistas han observado que en ningún otro continente como en América latina la colonización europea sustituyó las culturas originales. Creo que esta idea sólo se puede aplicar a los afros en Estados Unidos donde, más allá del pretendido nombre étnico y el color de piel, difícilmente se pueda encontrar algo de África que haya sobrevivido a la violencia del colono, como sí podemos encontrar en los afros de Brasil o del Caribe.
La civilización prehispánica no sólo sobrevivió en forma de influencias a escalas artesanales sino que la misma represión del colonizador minoritario provocó su travestismo y consecuente consolidación en lo más profundo del alma del futuro continente. Las diferencias culturales que identifican al pueblo latinoamericano proceden del vencido y del vencedor. Son los rasgos del vencedor, la civilización hispánica, los visibles, los únicos conservados en la letra escrita y en el poder de las instituciones. Pero son los rasgos del vencido los que han moldeado las formas de sentir y de ver el mundo, transmitidos en una forma de ser y de hacer, en las tradiciones orales y en las actitudes humanas ante los problemas, ante la vida y apenas visibles en sus detalles. La narración de sus héroes y obsesiones, la tradición de sus fracasos y renacimientos, lo revelan.
El travestismo de una cultura en otra, entonces, no significa la muerte de una o su total anulación cosmológica. Una divinidad católica toma el lugar, la vestimenta de una divinidad prehispánica pero su ser no desaparece. Ni la muerte de una diosa significa la muerte de una tradición milenaria ni la mentalidad de una elite minoritaria ha reemplazado la mentalidad de pueblos enteros. De la misma forma, resulta aventurado afirmar que la desoficialización de dioses como Quetzalcoatl representa la desaparición automática de toda una ontología, más allá del corpus mitológico que tampoco pudo ser borraodo.
Otro mexicano, Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1991) hace una larga historización del pasado europeo para explicar la mentalidad del continente americano. Sólo se detiene en aquellos aspectos prehispánicos que han sobrevivido porque coincidían con las características y los intereses españoles. Por ejemplo, dice, “el derecho romano es la fuente misma de todas las tradiciones. Y es la fuente también de otra tradición hispánica, la idea, formada mediante el lenguaje y la ley, el Estado como coautor del desarrollo y la idea de justicia” (énfasis agregado, Espejo, 44). La relación de los pueblos latinoamericanos con el Estado y su representación de la justicia es visto como una herencia romano-hispánica. De forma casi convincente, recuerda una expresión cultural que parece confirmarlo:
Estado representante del desarrollo y la justicia podía convertirse en un Estado visto, o que se ve a sí mismo, como superior a los gobernados y fuera del dominio de éstos. En este sentido, y desde el principio, España crearía una constante más. Podemos llamarla la dramatización poética de la injusticia y del derecho a la rebelión. Una obra de teatro como Fuenteovejuna, de Lope de Vega, en el siglo XVII, dramatiza de manera explícita el enfrentamiento del poder político y la ciudadanía. Fuenteovejuna describe la rebelión colectiva de una ciudad contra la injusticia. La ciudad asume la responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos, y cuando se les pregunta quién es el responsable por la muerte del comendador, todo el pueblo contesta como un solo hombre “Fuenteovejuna lo hizo”. El teatro de Lope de Vega y Calderón del Siglo de Oro demostraría que, finalmente, mediante la fusión y el desarrollo del gobierno romano y del estoicismo, la rebeldía y el individualismo españoles habían encontrado la manera de actuar colectivamente. (45)
Para Carlos Fuentes, con la muerte de Moctezuma “el tiempo original del mundo indígena desapareció para siempre, sus ídolos rotos y sus tesoros olvidados, enterrados todos, al cabo, bajo las iglesias barrocas cristianas y los palacios virreinales” (Espejo, 124). Apenas reconoce la sobrevivencia de “un murmullo en la historia, las voces de los conquistados y los conquistadores” (124). Esta hipótesis de una radical ruptura histórica es una declaración, pero no está probada sino por la fe de los lectores en la letra impresa por nombres reconocidos de la cultura continental. Es más fácil de inducirlo del material literario, ilustrado, que siguió después y, sobre todo, el los últimos siglos de la Conquista (XVII-XVIII) y en el primer siglo de las independencias (XIX) por una simple falta o carencia de registro de la cultura popular. No obstante esta violencia ilustrada, ejercida desde las elites intelectuales y desde el poder político-religioso, el siglo XX, desde la política, el arte y la antropología redescubrirán una presencia todavía viva de esa cultura históricamente negada o desprestigiada.
Asumimos en nuestro análisis que una de las claves de la realidad subterránea del continente latinoamericano —además de la problemática geopolítica y de su propia teleología— debe estar en una historia íntima que vaya más allá de la supuesta fractura del siglo XVI, de la misma forma que las claves de las formulaciones intelectuales de la elite criolla están en la antigua Europa. No tan sólo la historia oficial, es decir la historia que ha vencido en la lucha ilustrada del texto impreso —europeo—, la historia del vencedor que inaugura la dominante literatura en español —aún en países como Perú que en el siglo XIX todavía no tenían el idioma de los vencedores como idioma mayoritario—, sino la historia popular que los precede y sobrevive. Laurete Séroujé nos recuerda que tribus como los huicholes, tribu actual del noroeste de México, la religión náhuatl parece sobrevivir en múltiples creencias y ceremonias” (Séroujé, 168). Quizás en un tono más anecdótico, Eduardo Galeano recuerda de su paso por Quito, en 1976, que “los indios todavía visten de negro por el crimen de Atahualpa (Días, 107). El historiador y antropólogo Manuel Burga interpreta las fiestas y bailes y representaciones en Bolivia y Perú como una prueba de la permanencia de una identidad indígena y “una utopía andina” (26). Más aún, “los estudios sobre esta misma representación en América Central y México son también abundantes; toda las descripciones parecen coincidir en presentarlas como diversas variantes de una danza única” (27). Durante siglos, las autoridades europeas hicieron una minuciosa tarea de extirpación cultural. La respuesta de la memoria indígena consistió en una adaptación para la sobrevivencia. Los sacerdotes católicos fueron conscientes de este hecho desde el siglo XVI, razón por la cual llegaron a cambiar los calendarios, “aunque esto implicara un cambio en los santos patrones de cada pueblo” (Burga, 44). Lo mismo podemos pensar de la tradición africana. Aunque quizás menor en número y, sobre todo, desgarrada de su propio continente cultural, no por eso podemos imaginar una desaparición o una influencia despreciable. Aunque movido por una reivindicación, no deja de tener validez la síntesis poética de Nicolás Guillén: “Hay mi pequeño nombre / con sus catorce letras blancas” (Popular, 119) que, sin embargo, no pueden ocultar “esos tambores en mis ojos [porque] soy también el nieto, / biznieto, / tataranieto de un esclavo” (117).
Los dioses no mueren, se trasforman en esclavos de los dioses vencedores o en demonios de la nueva liturgia. No se trató de la sola sustitución de una cultura por otra ni de una mentalidad por otra. Cuando en el siglo XVI Pedro Cieza de León narra el proceso de exorcismo de un cacique indígena, Tamaracunga, y su posterior conversión al cristianismo (Imbert, 40-42), está demostrando en su práctica literaria una conversión al “realismo mágico”. Las crónicas de vasos de vino elevándose por el aire y hombres flotando cabeza abajo no son una particularidad del realismo español. No hay razones para asumir que la “superposición” de cultos significó el reemplazo absoluto de un paradigma mítico por otro. El mismo culto mexicano de la virgen de Guadalupe, es la adopción de la virgen morena que procede de un mestizaje anterior en el sur de España. En el continuo mestizaje no se produce la eliminación de una influencia por el predominio de la otra. Por el contrario, en la violenta historia del continente americano podemos asumir la sobrevivencia de un paradigma mítico tras la represión de otro dominante y, por una razón psicoanalítica, el periódico regreso del paradigma reprimido con diferentes máscaras. Es decir, reprimir significa una confirmación, no la supresión del recuerdo indeseado; es memoria que descansa, no es olvido. Es memoria del fuego, la que persiste más allá de las hogueras de textos mayas realizada por Diego de Landa Calderón en 1562.
El historiador peruano Manuel Burga, observa en Nacimiento de una utopía (1988) que “todos los pueblos sin escritura recurren a los rituales para recordar a sus ancestros míticos” (390). Las sociedades de la colonia eran sociedades rituales, “el pasado era más importante que el futuro para ellos. La angustia que les produjo la conquista, y luego la violencia colonial, los lanzaron hacia el pasado” (390). Huamán Poma de Ayala retrató varios de estos rituales y danzas donde se pueden ver españoles reproduciendo rituales indígenas en una ceremonia católica. Para Burga, son indios disfrazados de españoles representando un ritual disfrazado de símbolos católicos. La memoria maldita sobrevive a pesar de los extirpadores de idolatrías, de una forma aún más profunda que la ceremonia formal. Es memoria reprimida, grabada por el fuego de los extirpadores. Aún hoy, demuestra Burga, persiste esa narración muda en las fiestas locales de lo que fuese el imperio inca.
El nacimiento de las repúblicas iberoamericanas en el siglo XIX tuvo una razón económica más que ideológica. Por entonces, Juan B. Alberdi y otros ya lo entendían así, en oposición al idealismo romántico de D. F. Sarmiento.[28] Octavio Paz recuerda que no tuvo el mismo origen las revueltas en México, que luego llevaron a la independencia, que en América del Sur. En México se trataba de una reivindicación de la tierra, como aún hoy, mientras que en el Sur procedía más de una elite criolla. No obstante, podemos ver la creación de la identidad de estas repúblicas en su clase intelectual, ilustrada, humanista. Tanto el clasicismo como el romanticismo del siglo XIX latinoamericano son los dos rostros del humanismo que sirvieron a la ideología de la independencia y luego a la creación de las nuevas identidades. Pero esta realidad de papel —las constituciones y los ideales ilustrados— entró en permanente conflicto con aquella “realidad social”, varias veces denunciada, porque una procedía del humanismo europeo y la otra de la cosmología amerindia en lucha con la cosmología imperial europea. El siglo XX integrará en una síntesis particular estas dos fuerzas, la amerindia y la humanista.
La memoria mítico-poética es reformulada en la trilogía Memoria del fuego (1982-1986) de Eduardo Galeano. El fuego, que en la cultura Occidental, destruye herejes y textos demoníacos, es creador en la cultura amerindia que se impone, aún en un representante del rincón con menos tradición indígena del continente, como lo es el Uruguay. El fuego de Landa Calderón destruye el papel pero graba con su fuerza la memoria del pueblo vencido, la transforma en memoria oral, en inconsciente colectivo. Es el fuego con el que Quetzalcóatl recreó el mundo. El obispo de Yucatán escribió la historia de los mayas después de haber quemado sus documentos. Pero no fue aquella versión, la suya, sino la desaparecida, la que sobrevivió grabada en la memoria colectiva.
En nuestro análisis hemos identificado o sospechado una herencia popular, más fuerte y menos presente en la superficie visible de la cultura ilustrada que impregnará esta cultura con su impronta propia. Y así como las fuentes de la cultura ilustrada latinoamericana la vemos en el humanismo que llamaremos prometeico, las fuentes de la cultura popular está en la ontología y la mitología indígena, especialmente representada por el mito de Quetzalcóatl o Viracocha (veremos que las similitudes entre el destino de Moctezuma en México y Atahualpa en Perú revelan un origen mitológico común). Recordemos, además, que si bien en el Cono Sur hubo repetidas olas de inmigración europea y, en el caso de Sarmiento una deliberada voluntad de transfusión de sangre como forma de ruptura del cuerpo cultural americano, durante siglos el mismo monopolio impuesto por los españoles estableció un circuito comercial y, por ende, cultural que iba necesariamente de México y Perú hacia el Río de la Plata a lomo de burro. Esta influencia ha quedado solapada y se revela en ciertos vestigios verbales que proceden del quechua o en símbolos nacionales como el sol incaico (Inti) de las banderas de Argentina y Uruguay, a pesar de que el Río de la Plata es una de las regiones con menor influencia indígena del continente.[29] H. A. Murena, en El pecado original de América (1965), hace un compendio de arbitrariedades metafísicas. No obstante, expresa una idea que aún no ha sido rebatida: refiriéndose a la aparente singularidad europea de Argentina, recuerda que “el mestizaje americano —que en algunos países asume la forma racial— es de orden mental, espiritual” (Murena, 13).[30]
Una de las implicaciones históricas de este análisis podría resumirse en una frase quizás demasiado categórica: Amerindia se dejó conquistar. Abrió las puertas a los europeos y les entregó el poder de sus imperios. Fue sistemáticamente sacrificada, desde sus jefes hasta sus más humildes servidores. Tuvo con gran frecuencia caudillos rebeldes y casi por regla pueblos obedientes. No hay excusa para sufrir siglos de opresión por parte de una minoría tan incapaz de progreso como las masas indígenas que se contaban en millones y cuya fuerza no consistía tanto en las armas y en sus ejércitos (Burga observó que las armas de fuego no funcionaban en la humedad del Perú y eran más lentas que las flechas) sino en una fe que favorecía al opresor y otra que favorecía la opresión de la mayoría. Fue necesaria la soberbia del rioplatense para derrotar al imperio ingles y cruzar los Andes para expulsar al imperio español, mientras encontró su mayor resistencia en Lima, el bastión de la aristocracia criolla que aún en tiempos de González Prada o de Mariátegui continuaba explotando a millones de indígenas mediante la manipulación cultual e ideológica.
Para escritores como Mario Benedetti, el elemento homogeneizarte de ser latinoamericano provino en el sigo XIX de la oposición a España y en el XX a Estados Unidos, más que “la hipotética afinidad entre un maya de Yucatán y de un tehuelche de Patagonia” (Revolución, 30). Esto puede ser considerado de estricta precisión, pero desde un punto de vista ideológico. Ampliaremos, incluso, el protagonismo que tuvieron las fuerzas exteriores, siempre amenazantes, en la historia latinoamericana. Por otro lado podemos pensar que la vida de un pueblo no se construye ni se desarrolla sólo con ideas —en el sentido ilustrado—, aunque la mayoría de la literatura crítica y ensayística latinoamericanista se basa en esa hipótesis: se heredan las ideas y por esta razón, podemos explicar nuestro presente recurriendo a la historia de la Conquista e, incluso, de la antigua Roma y de la antigua Grecia.
Ahora, si planteamos la hipótesis de una herencia prehispánica que no se expresa en las ideas y muy poco en las imágenes sino en las emociones, en una cosmología radical y en una “ontología social”, podríamos dejar la impresión de que estamos planteando una especie de psicología natural del pueblo latinoamericano, con el agravante de que en un individuo es asumida como algo reversible y en un pueblo como una fatalidad. En nuestro análisis sostendremos la hipótesis de que ese pasado prehispánico sobrevive, junto con las ideas, las ideologías y la misma violencia, en gran parte heredadas de Europa. Como ejercicio, trataremos de exponer esas trazas en un espacio cultural limitado: la literatura del compromiso o la literatura política de la segunda mitad del siglo XX.
La corriente ilustrada se encuentra divorciada de la corriente amerindia durante todo el siglo XIX. Por lo menos podemos afirmar que la primera ignoró y despreció a la segunda, aunque este mismo desprecio, como el de F. D. Sarmiento, significa un irrefutable reconocimiento de su incómoda presencia. En el siglo XX la misma ficción histórica recuerda y exalta esta antigua particularidad. Andrés Rivera en la novela La revolución es un eterno sueño (1987) realiza el retrato de un caudillo argentino del siglo XIX, el doctor Juan José Castelli, una síntesis común del revolucionario ilustrado del humanismo y de la tradición del hombre de armas y letras de la vieja España. Como un don Quijote derrotado y vuelto a la cordura —es decir, a la locura común de su época—, comienza su testamento “aclarado que no soy dueño de moneda alguna […] detallo lo que circunstancialmente poseo” (167). La lista de sus posesiones comienza con tres libros y una espada: “Un ejemplar del Quijote, regalo de mi padre. Un libro, en inglés que me envió míster Abraham Hunguer […] Su título, Romeo y Julieta, me fue traducido por Ángelo. La traducción de Moreno, firmada por Moreno de El contrato social. La espada que cargué en Suipacha” (167). En los libros está representada toda su formación intelectual, europea, humanista y humanística. El cuarto elemento alude a una historia negada por la violencia, a la primera gran victoria de los ejércitos independentistas. La espada europea que combatió en una región indígena de Alto Perú llamada Suipacha. La arqueología del idioma, regada en los textos y en nombres de calles y ciudades, parecen revelar un tiempo terminado. Pero veremos que no es un pasado muerto sino, simplemente, reprimido que ha desarrollado sus técnicas de sobrevivencia y, por eso mismo, resistente.
Ambas fuentes, la europea y la americana, se unen en puntos comunes para formar el corazón de la cultura latinoamericana, en nuestro caso analizada en la literatura comprometida de la segunda mitad del siglo XX. Podemos conjeturar que la filosofía en Grecia pudo haber nacido de las religiones muertas o por la muerte de las religiones. Podría ser el caso de los filósofos presocráticos. Perdida la fe, sobreviene la duda y la crítica. De la misma forma, creemos inducir aquí que de la muerte de las religiones precolombinas sobrevino una forma de pensamiento poético propio de América Latina. Los intelectuales criollos no podrán escapar a la influencia de la filosofía Europea y, sin embargo, aún encandilados con esta luz como ningún otro pueblo, desde las sombras resurgirán los mitos y las extrañas figuras con un espíritu redentor incomprensible para la mentalidad occidental que, para su comodidad y consumo, lo identificará como realismo mágico. Esta combinación, de rebeldía y fe perdida, de materialismo dialéctico y pensamiento poético, parece esperarse especialmente en los escritores comprometidos.
Prometeo y Quetzalcóatl difieren en varios aspectos y tienen al menos dos puntos en común. El humanismo europeo introduce la historia a la problemática humana, mientras Quetzalcóatl mantiene su percepción mítica, es decir cíclica, del tiempo. Uno valida la autoridad y otro la niega. La serpiente, que en la tradición judeocristiana es símbolo del mal y de la tierra como mundo sublunar, en la tradición amerindia y asiática es símbolo del bien de la tierra. Pero ambos sacralizan la sangre humana como valor opuesto a la lógica mercantil de la conquista y del capitalismo. Para el humanismo tanto como para Quetzalcóatl, el Cosmos es una unidad que debe estar en armonía, aunque el primero no ha resuelto la separación cristiana del hombre y la naturaleza. Ángel Rama, analizando Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, señala que uno de los rasgos de la cultura india que persiste en esta novela “es el sentido integrador de la vida humana y el hábitat, de cultura y naturaleza, o sea la captación íntegra y armónica —musical— de un ambiente” (Transculturación, 164). No es la explotación de una parte por la otra, la profanación de la naturaleza por un beneficio material (el oro, el capital) ni es la residencia del demonio, opuesta a un cielo metafísico. Estas convergencias y divergencias se expresan en los escritores comprometidos que analizaremos aquí.
Según Carlos Fuentes una obra de arte revela una forma de ser y de pensar; es un producto cultural que simboliza toda una forma de existir (Espejo, 313), ya que la cultura es hecha por la misma gente, el mismo pueblo que practica una determinada política (316). Razón que aceptamos y por la cual podemos pensar que esa “forma de ser”, aunque nunca fija ni determinada, ha sido reformulada y expresada de forma más insistente en el arte y la literatura que en la filosofía pura. La razón puede radicar en que el arte no sólo es consumido en mayor medida por el pueblo sino que en cierta forma surge y es reconocido por él, mientras que en la filosofía analítica se ha producido una ruptura con las condiciones emocionales de los pueblos. De hecho, la razón objetiva pretende ser el ejercicio de un punto de vista exterior a un pueblo o a un individuo particular. Así como la memoria individual no es simple registro de recuerdos aislados sino un orden mínimo que le confiere significado a cada fragmento y a la totalidad, la historia es tal como narración continua. De hecho eso es lo que se asume en cualquier estudio: herencia y tradición aún en la voluntad de ruptura. Las siguientes preguntas serían: ¿cuándo y por qué surgen estas “formas de ser” capaces de sobrevivir tanto tiempo? Como lo demuestra la Conquista, la historia de un pueblo puede ser traumatizada de forma radical, pero aún así nunca es posible una ruptura absoluta, porque eso implicaría (1) una amnesia colectiva y (2) un comenzar a partir de cero, lo cual también es imposible para sociedades sofisticadas como las nuestras.
Tal vez este “comenzar de cero” haya sido el factor determinante para el nacimiento de una “forma de ser”. Un pueblo con una escasa memoria histórica rápidamente adoptaría determinados hechos “traumáticos” o simbólicos y los convertiría en una civilización, expresándolo en códigos, leyendas y textos sagrados. Desde este punto de vista, no habría una aceleración de la historia sino todo lo contrario, un enlentecimiento. Es decir, la misma aceleración de la sofisticación de una cultura, el aceleramiento o perfeccionamiento de la acumulación de memoria histórica, hace más difícil un cambio radical de paradigma interior, un cambio radical de mentalidades, un punto de partida fundacional, como el de Moisés o el de Quetzalcóatl, cuando los vínculos con el pasado eran menos numerosos y menos persistentes o simplemente no existía memoria histórica basada en documentos.
Desde un punto de vista estructuralista, todos los mitos son variaciones de un mismo tema. El estructuralismo comienza a ser significativo cuando el mito deja de serlo, es decir, cuando pierde su particularidad. Así, Buda, Cristo y Quetzalcóatl son la misma cosa. Lo mismo ha sucedido con diosas madres y madres vírgenes, desde la antigua Roma hasta la cultura mesoamericana. Uno de los estudios más conocidos del siglo XX al respecto es The Hero With a Thousand Faces (1949), de Joseph Campbell. En su perspectiva más radical, el estructuralismo como el psicoanálisis niega la historia y, por lo tanto, es una forma de antihumanismo. Una forma diferente de aproximarse al mismo problema consiste en considerar la historia interior de un determinado pueblo. Así, un mito deja de ser la mera expresión mecánica de una necesidad psíquica universal y atemporal y se convierte en el resultado de contingencias históricas, aunque no se refiera a la historia exterior de los hechos políticos o circunstanciales. Es decir, la vida psíquica —espiritual— puede ser reconocida con un carácter colectivo sin sufrir de un determinismo neuronal o biológico, sino que se transforma en un resultado de su propio proceso y evolución. Esta es la perspectiva fundamental de este estudio. Las ideas y las implicaciones en la literatura las analizaremos más adelante.
La psicología del siglo XX —especialmente el psicoanálisis de Freud, Jung, Campbell— entendía que estas estructuras están marcadas en la naturaleza psíquica de cualquier cerebro humano y los mitos sólo son expresiones de esas necesidades de representación y orden del caos del mundo. Pero aún así persiste la pregunta de por qué unos pueblos pueden estar marcados por una historia y por unos mitos diferentes a otros, como en el caso de América Latina y Estados Unidos. La respuesta estaría dada por una perspectiva historicista, según la cual se van formando determinadas “formas de ser”, o “mentalidades” en un devenir cronológico que toma y recicla herencias culturales para crear otras suevas. Así, el mito no sería única manifestación de una naturaleza psíquica sino el resultado de un devenir histórico que incluye esa naturaleza.
Estas teorías encontrarán opositores, especialmente en el siglo XX, desde el análisis político y materialista de la realidad: “la forma de ser” depende de las necesidades del poder no del pueblo o del individuo “que es”, no de una mentalidad que se superpone a cualquier infraestructura y a cualquier ideología o cultura hegemónica. Pero este principio, si lo consideramos único en el análisis, se convierte en otra forma de eterno “comenzar de cero”.
En este estudio asumimos ambas: (1) los escritores comprometidos serán una fuerza crítica en respuesta al poder mitificador, creador de naturalezas sociales, de valores metafísicos, esteticistas según una cultura hegemónica y (2) la literatura del compromiso posee una raíz europea (el humanismo) y una raíz americana (el panteón amerindio).
Una de las desventajas de un estudio analítico consiste en devaluar el misterio y, por consecuencia, la belleza de la vida. Otra, es la creencia de que el resultado de ese misterio expuesto, el ser actual, es ilegítimo. Pero si leemos este planteo como una forma de autoconocimiento, ello no debe implicar el reconocimiento de un defecto o de una virtud histórica. Para comenzar, sólo indicaría una forma de ser, de entender el mundo y, como consecuencia, una nueva forma de enfrentarse y actuar en él.