El eterno retorno de Quetzalcoatl 8

CAPÍTULO 6

LA SOCIEDAD EN LA HISTORIA

En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella?

Octavio Paz, El laberinto de la soledad, pág. 30.

La razón humana se ha hecho razón política.

Teología de la liberación, Gutiérrez Alea, pág. 97.

 

6.1 La conciencia crítica

La idea del nacimiento de la conciencia, primero individual y luego colectiva, es central en todo el discurso revolucionario. Estos elementos no son nuevos para la tradición marxista —la conciencia de clase y la falsa conciencia— ni para el humanismo en general, pero tampoco lo eran para la tradición amerindia. Laurete Séroujé nos dice que la imagen de Quetzalcóatl como Dios de los Vientos, con una serpiente atravesada por una flecha (el códice Borgia) “simboliza el hombre atravesado por la flecha luminosa de la conciencia” (156). Pero si Saint Simon afirmaba que antes del cambio de la sociedad era necesario un cambio interior del individuo, el paradigma de los revolucionarios y de los intelectuales comprometidos de América Latina no puede sino entender lo contrario: el hombre nuevo (veremos con más detalles en el Cuadrante IV) debe nacer en una nueva sociedad —la sociedad justa e igualitaria—, libre de la moral enferma de sus predecesores, sean éstos revolucionarios o no. El revolucionario, el individuo o la elite de vanguardia, se representa a sí mismo como alguien que no puede deshacerse del peso de su tradición moral, pero ha alcanzado esa conciencia de sus defectos y de los defectos de la sociedad que debe cambiar: la moral que reproduce la relación de opresor-oprimido, la moral del hombre lobo del hombre, propia de un mundo materialista, la moral del hombre del Renacimiento, del conquistador movido por la codicia y la deshumanización del capitalismo legitimada por la nueva tradición cristiana del calvinismo. Para la cosmovisión amerindia, el problema central en este cuadrante es la desacralización del Cosmos por la caída del espíritu en el mundo material, y su causa histórica será la ambición del oro. El desprecio a este tipo de riqueza que impactó en los europeos lectores de Américo Vespucio y dio nuevo impulso al sueño utópico de los humanistas: una sociedad no organizada por la codicia de los bienes materiales, por los conflictos de intereses —la lucha de clases— sino por la igualdad de sus integrantes y por la equitativa/justa distribución de los bienes comunitarios. Al decir del mismo Vespucio, un mundo epicúreo, no estoico (183). Para la cosmovisión humanista del siglo XX, y particularmente para la tradición marxista, el problema será la alienación del individuo, apartado del propósito de su acción social por el imperio del capital y las leyes del mercado.

La crítica al presente es una tradición que ya se encontraba en su plenitud con los filósofos ilustrados de la Era Moderna, pero era una crítica optimista que, con el positivismo del siglo XIX pasó a ser sólo optimista y con el arte y la filosofía del siglo XX terminó siendo sólo crítica. En Ariel (1900) J. E. Rodó retomó parte de la crítica aristocrática de Ernest Renán: “ni [con] la acumulación de muchos espíritus vulgares se obtendrá jamás el equivalente del cerebro de un genio” (53). Aunque Rodó defenderá el sistema democrático tal como lo entendía y practicaba él mismo —será diputado del Partido Colorado de Uruguay—, reconoce la objeción a la cultura moderna de sufrir la “tiranía insoportable del número” (59). El número, la cuantificación, serán representantes del diabólico mundo material, centro de la crítica y la visión cosmológica de Ernesto Sábato, medio siglo más tarde. En Borges, será un ejercicio más de su elegante ironía y de su perspectiva de clase: “la democracia es el abuso de las estadísticas”. Pero la reacción contra la democratización como un mero proceso de vulgarización —de hecho lo es, porque procede del “vulgo”, del “pueblo”— era común en todo el siglo XIX. Probablemente sea desde esta perspectiva que se pasa a una crítica más general a la cultura occidental. Desde Karl Marx y Friederich Nietzsche hasta la reacción y continuidad del pensamiento aristocraticista de José Ortega y Gasset, las luminarias de la Era Moderna comenzaron a perder su brillo. Si para el marxismo era sólo parte de un proceso histórico de evolución, aplazable pero inevitable, para el otro era un proceso de decadencia y una advertencia catastrófica. Casi tres décadas después del éxito editorial e ideológico de Ariel, José Ortega y Gasset publica La rebelión de las masas (1928) donde plantea una crítica radical a la modernización. Ortega no ve este proceso como un tránsito a un estadio superior de la humanidad sino un error de la civilización occidental que dejó en manos del vulgo la producción de cultura y el ejercicio de la política, dos actividades para la cual el pueblo no es apto. Según Ortega, “es ilusorio pensar que el hombre medio vigente, por mucho que haya ascendido su nivel vital en comparación con el de otros tiempos, va a poder regir por sí mismo el proceso de la civilización” (Masas, 71). “¿No representa un progreso enorme que las masas tengan ‘ideas’, es decir, que sean cultas? En manera alguna. Las ‘ideas’ de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es cultura” (73). De forma tangencial, Ortega reconoce que la tradición del humanismo en algún momento deriva del individuo a la sociedad, cuando le reprocha a los filósofos de la Ilustración haber inventado esta falacia: “Esta costumbre de hablar de la humanidad, que es la forma más sublime y, por lo tanto, más despreciable de la democracia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites” (Masas, 11). La consecuencia de este supuesto error histórico, fue que “la muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad” (37). La cuantificación es la igualación que desconoce las cualidades. Antes, por el contrario, “ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos” eran ejercidos por las elites calificadas. Casualmente estas elites pertenecían siempre a una misma clase social y con frecuencia a una misma familia o clan. Antes la masa no pretendía intervenir en la vida política o en los placeres del lujo estético porque “se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social” (39).

Ortega y Gasset representa una reacción al humanismo prometeico y, también, los indicios de una conciencia creciente de esta nueva realidad. Como lo muestra José Luis Gómez-Martínez en Pensamiento de la liberación (1995), Ortega significó una influencia importante en el pensamiento latinoamericano.[1] Por otra parte, su relación con el grupo Sur se trasluce en coincidencias de perspectivas con un intelectual de derecha, como Jorge Luis Borges y otro procedente del partido comunista, Ernesto Sábato. Ambos fueron miembros activos de la revista Sur, en la cual Victoria Ocampo aglutinó intelectuales y logró, por décadas, imprimir una valoración particular del canon literario en el Cono Sur.

La primera parte de esta crítica, la crítica a los paradigmas fundamentales de la Era Moderna, de la cultura occidental, será retomada por Ernesto Sábato principalmente en Hombres y engranajes (1951). Aquí se verá el proceso inverso al que hemos planteado en este trabajo referido a la cosmovisión del humanismo revolucionario. Coincidente con las observaciones de Nicolai Berdiaeff, Sábato entiende que el Renacimiento produjo en el siglo XX tres paradojas fundamentales: “[1] Fue un movimiento individualista que terminó en la masificación. [2] Fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina. [3] Fue un movimiento humanista que terminó en la deshumanización” (19). Estas tres paradojas, en realidad, se derivan de “una sola y gigantesca paradoja: La deshumanización de la humanidad” (19). El origen del mal: el dinero y la razón. El hombre concreto ha dejado lugar al hombre-masa, “ese extraño ser todavía con aspecto humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima” (19). En concordancia con el espíritu del Ariel de Rodó, Sábato veía este tipo de sociedad, cuyo modelo era Estados Unidos, como el resultado de la desacralización de la existencia por una mentalidad utilitaria que todo lo cuantifica. “En una sociedad en que el simple transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que ‘el tiempo es oro’, es natural que se lo mida, y que se lo mida minuciosamente” (27). La sangre se ha convertido en mercancía: “En ese país no sólo se ha llegado a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones. Y esas medidas, convenientemente tabuladas, han sido puestas al servicio de las empresas mercantiles” (54). Esta cultura de la cuantificación produjo una “sociedad fantasmal, compuesta de hombres-cosas, despojados de sus elementos concretos, de todos los atributos individuales que puedan perjudicar el funcionamiento de la Gran Maquinaria” (59).[2] Sábato atribuye a los mass media la tarea de completar la creación de este tipo deshumanizado, quien “al huir de las fábricas en que son esclavos de la máquina, entrarán en el reino ilusorio creado por otras máquinas: por rotativas, radios y proyectores” (61).

Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera con ansiedad, porque imagina la gran liberación de la rutina. Pero una vez más serán juguetes de una horrenda paradoja, porque la guerra moderna es otra empresa mecanizada. […] Y cuando muere por obra de una bala anónima es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre todos es llevado a una tumba simbólica que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido. Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa. (62)

El aforismo sobre el tiempo mecánico criticado por Sábato como prueba de nuestro tiempo de la barbarie — “antes, cuando se sentía hambre se echaba una mirada al reloj para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si tenemos hambre” (Engranajes, 55) — es el inverso del observado por Américo Vespucio en 1504 cuando anotó que los habitantes del Nuevo Mundo eran bárbaros porque comían cuando tenían gana y no cuando era la hora de comer (Lettera, 211).

Ya vimos que éste será también un elemento constante en la crítica de los escritores de la Literatura del compromiso: la desacralización del mundo, la pérdida del espíritu, la muerte de la materia, las emociones calculadas para el mercado pero muertas en el individuo alienado, la risa artificial, el placer hedonista —no epicúreo— que termina en el suicidio intrascendente. No obstante, en gran medida, tanto el pensamiento de Ortega y Gasset como el de Ernesto Sábato oponen a esta percepción catastrófica del presente, no el futuro de los revolucionarios ni el pasado amerindio de la resistencia intelectual sino un pasado feudal o aristocrático europeo, el tiempo de un locus amoenus pastoril contra las Babilonias de Occidente donde ya no impera el orden vertical ni seguridad de ningún tipo. Según Cascardi, en The Subject of Modernity (1992), mientras analizaban el proceso de secularización de la cultura, muchos críticos modernos se inclinaron a considerar la dimensión religiosa de épocas anteriores a la Modernidad como un espacio nostálgico, ideal, a la espera de que una reposición del espíritu religioso fuese capaz de revertir el proceso de “desencantamiento” (disenchantment and world-loss), mientras que por otro lado esos mismos críticos no podían renunciar a una visión progresista y racional de una necesaria desmitificación del mundo basada en la razón, para ser considerados como válidos (Subject, 146).[3]

Para aquellos que negaron la politización de la crítica, la corrupción es producto de una progresiva pérdida de referencias —míticas, religiosas o jerárquicas— que comienza con el Renacimiento, que es casi decir desde el Humanismo. Como el individuo, también la sociedad —la masa— ha perdido su rumbo o se resiste a despertar a su propia conciencia. Refiriéndose al proyecto de educación universal del siglo XIX de “educar al soberano” y a la estatización del siglo XX —una liberal y la otra comunista— Sábato observaba que en ambas alternativas “la Opinión Pública sigue siendo quien impone gobiernos, pero resulta que estos gobiernos son los que crean la Opinión Pública” (Engranajes, 59). En este punto, de una forma o de otra, muchos estarían de acuerdo con Ortega y Gasset: “la masa es lo que no actúa por sí misma” (Masas, 101). Esa “opinión pública” también será atacada por los intelectuales de izquierda, como Antonio Gramsci y muchos otros en América Latina. El “hombre común” no es producto de la naturaleza ni sus acciones son espontáneas sino producidas, deformadas por su alienación. De la misma forma, su conciencia no es suya sino una poderosa “falsa conciencia” que impide su liberación. Para el cubano Nicolás Guillén, por ejemplo, el hombre común es una abstracción, producto de la deformación de los mass media (Tengo, 14). También Mario Benedetti insistirá en la artificialidad de esta espontaneidad, de los gustos populares, como creaciones de la maquinaria publicitaria del imperialismo (Revolución, 97) y aplicará este descubrimiento gramsciano a la tradicional elite intelectual. En el terreno estricto de la literatura, acusará a la “crítica comprometida” de estar compuesta por “ideólogos que promocionan la soledad como el hábitat del escritor” (100). La complicidad del lector con el autor, repetidas veces elogiada como virtud literaria, se transforma, desde este punto de vista, en mortal defecto de sofisticación y celebración de la alienación: “El cómplice verifica y consolida la alianza de un reducido clan, contra una mayoría […] Simplemente significa que la soledad del escritor es cómplice de la soledad del lector; cómplice, no solidaria” (103).

Es decir, para los escritores del compromiso el individuo se encuentra alienado por una cultura y una estructura productiva basada en el capital y el beneficio, por la explotación del hombre por el hombre. Esta percepción del individuo alienado como fuente de la corrupción moral e ideológica, había sido percibida de otra forma por Ernesto Guevara en Chile, durante su primer gran viaje por el continente. En el momento de asistir a una anciana asmática, reconoce que la medicina no podía hacer gran cosa para salvarla. El problema no radica, entonces, en la enfermedad del individuo sino en una enfermedad social. “En estos casos es cuando el médico consciente de su total inferioridad frente al medio, desea un cambio de cosas, algo que suprima la injusticia que supone que la pobre vieja hubiera estado sirviendo hasta hacía un mes para ganarse el sustento, hipando y penando” (Diario, 103). Así, el miembro enfermo de la familia “deja de ser padre, madre o hermano para convertirse en un factor negativo en la lucha por la vida y como tal, objeto de rencor de la comunidad sana que le echará su enfermedad como si fuera un insulto personal a los que deben mantenerlo” (103).[4]

Desde una posición ideológica opuesta pero coincidente con el pensamiento del compromiso y con la ideología revolucionaria, Octavio Paz formuló en su crítica la alternativa al pensamiento reflexivo: la acción. “En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella?” (Laberinto, 30). Esta idea, que recuerda las teorías sobre la psicología de los pueblos,[5] es coincidente a la vez con el precepto marxista —el filósofo ya no se limita a contemplar la realidad sino a cambiarla— y con la característica norteamericana, según el mismo Paz: “los norteamericanos no desean conocer la realidad sino utilizarla” (44). Pero Paz también señala un elemento de cambio que es radical y significativo: con la introducción del catolicismo en Amerindia, “el sacrificio y la idea de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza” (77). Aunque aquí la idea de humanización está arbitrariamente referida al individuo aislado, al precepto primitivo del Humanismo (debió decir, la libertad se individualiza, se aliena), el autor sintetiza dos actitudes opuestas que han sido confirmadas por la teología católica y la historia Moderna, especialmente la historia del humanismo liberal y del antihumanismo capitalista: la virtud y el pecado son responsabilidades individuales. “La redención es obra personal” (78). Habrá que esperar al surgimiento de la Teología de la liberación, un movimiento propiamente latinoamericano, para problematizar la idea de “pecado social” y, de forma menos explícita, la idea de “liberación colectiva”.

El mundo de la clausura política se representa por la idea de alienación del individuo y en la literatura se encarna en su radicalización, la clausura existencial. De ahí la subjetividad del yo, náufrago en un mundo absurdo, el protagonista del siglo XX que, en palabras de Nietzsche podríamos llamar el “héroe dialéctico”, el individuo escéptico que construye su crítica desde la impotencia y el rechazo a su propia sociedad. Según Cascardi, el héroe épico de la novela debe ser instruido en el arte de lo posible dentro de los límites de un mundo desencantado. Al mismo tiempo, el héroe novelístico permanece en la convicción de los valores de sus propios actos que resisten el acomodo a una realidad que es percibida como corrupta o decadente (Subject, 74).

En el otro extremo estético-ideológico, la misma reacción crítica se articulará según la oposición oro/espíritu, materialismo/moral, calvinismo/epicureismo, opresión/liberación. No hay clausura existencial —su leitmotiv no es la angustia sino la alegría— y la clausura política es sólo esporádica, cíclica, vulnerable. Tanto desde la primera tradición cristiana —el Jesús expulsando a los mercaderes del templo o cuestionando al joven rico por no desprenderse de sus bienes— como la concepción amerindia de un Cosmos vivo pero en peligro de ser vaciado en su espíritu, son constantes en este pensamiento que, no sin paradoja, basaba su ideología en el materialismo dialéctico. La visión materialista, desacralizada del Cosmos es compartida por el comunismo soviético tanto como el capitalismo euroamericano. Los paradigmas culturales que establecen categorías como Primer, Segundo y Tercer mundo son cuestionados después de la Segunda Guerra y rápidamente toman lugar en el pensamiento latinoamericano. Gustavo Gutiérrez dice, en Teología de la liberación (1973) que el signo de los tiempos, “sobre todo en los países subdesarrollados y oprimidos, es la lucha por construir una sociedad justa y fraterna, donde todos puedan vivir con dignidad y ser agentes de su propio destino. Consideramos que el término ‘desarrollo’ no expresa bien esas aspiraciones profundas; ‘liberación’ parece, en cambio, significarlas mejor” (14).

6.2 El nuevo Sol. La Historia en movimiento.

Con el significativo título de “Poesía desde el cráter” (1967), Mario Benedetti establecía una diferencia temática en la evolución histórica de la producción literaria del poeta y ensayista cubano Fernández Retamar: hasta la revolución cubana, su poesía había demostrado “una desalentada necesidad de fe; hasta ese advenimiento removedor, el amor es el único sucedáneo” (Cómplice, 210). Antes señalamos este tránsito común en la poesía latinoamericana del siglo XX, desde Pablo Neruda hasta Juan Gelman, que va de lo individual a lo colectivo, del romanticismo y el existencialismo europeo a la Literatura del compromiso. El amor romántico se convierte en poesía política o poesía social. El pesimismo existencialista, la angustia del yo aislado, dominante hasta pasada la mitad del siglo, se convierte ahora en centro de la crítica revolucionaria. En “El intelectual en la transformación” (1972) Benedetti acusa a sus pares intelectuales de ser “ideólogos de la soledad”, cuyo aporte es, “su pesimismo angustiado, con su clásica ‘desgarradura’, con su vocación derrotista” (Revolución, 118). En una sola frase Benedetti utiliza tres de las cuatro palabras más recurrentes en Ernesto Sábato: soledad, angustia, desgarramiento (faltó resistencia). La estética de la derrota, de la clausura existencial es, en sí misma, un instrumento de la clausura política. “No es infrecuente que un escritor saque excelente partido artístico de una etapa de frustración sentimental, política o religiosa” (120).

El dolor, la angustia, la tristeza no son ya inmanentes a la condición humana sino el resultado de la opresión política. El centro que irradia la violencia es el imperio de la desacralización, Estados Unidos. En “Little Rock”, Nicolás Guillén denuncia en versos las práctica socales del Sur de Estados Unidos, donde “van los niños / negros entre fusiles pedagógicos / a su escuela de miedo” (Popular, 33). Luego plantea un escenario posible, de materializarse la irradiación absoluta de esa cultura: “pensad lo que sería / el mundo todo Sur / el mundo todo sangre y látigo / el mundo todo escuela de blancos para blancos / el mundo todo Rock y todo Little, / el mundo todo yanqui, todo Faubus” (34).

El pesimismo es, así, sólo una falta de conciencia, una concesión, o una estrategia de la opresión social. El pesimismo es paralizante, “es, en cierta manera, una actitud conservadora, autodefensiva, destinada a resguardar lo que ya se tiene; mientras que el optimismo es el gesto primario destinado a alcanzar aquello de que se carece” (Benedetti, Subdesarrollo, 245). Con la conciencia de un estado dominante en la cultura, en la literatura, la grieta en la clausura política se convierte en una puerta de clausura existencial. Si el intelectual gramsciano era responsable de mantener hermética la clausura política, ahora el intelectual recuperaba la fe en la acción a través de la palabra y era consciente de su rol en la apertura.

El intelectual, diestro y consagrador de la palabra, puede ayudar a construir (no a digitar) la opinión pública. Tal vez sea esta una buena razón para un modesto optimismo, nada embriagador por cierto, pero al menos no disociado de lo posible. Entre la tanatología y el eudemonismo, entre el culto de los muertos y el de la felicidad […] existe todavía una calle del medio por la que puede transitar, con los pies en la tierra, el hombre. (Subdesarrollo, 247)

La salida del yo atrapado, alienado, está en el otro o en nos-otros, no está en el pesimismo sino en el optimismo, no está en la angustia sino en la alegría. No estamos ante la tradición sufriente del mártir cristiano (“siempre con sangre en las manos / siempre por desenclavar”) sino en la alegría vital de Nietzsche y del Jesús de Antonio Machado (el Jesús de la alegría, el “que anduvo en el mar”). No está en el gesto adusto del militar que ha vencido en su golpe de Estado sino en “la luz de tu sonrisa” del revolucionario que sonríe y exacerba de la juventud que se ofrece por igual a la vida y a la muerte, a la muerte del individuo y a la vida colectiva. En 1972 el mismo Benedetti había señalado la alternativa a la doble clausura político-existencial: cuando la conciencia del intelectual “se ensanche tanto que pueda convertirse en conciencia colectiva; cuando se sienta más y mejor aludido si oye decir pueblo que cuando lo mencionan por su nombre, entonces sabrá que está metido hasta el pescuezo en la transformación” (Revolución, 121). Es decir, comprometido con la historia, con una revolución posible: “sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido / y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia” (Urondo, Poética, 296). Pero antes del salto, poetiza Urondo, era necesaria la nueva conciencia, el compromiso y la acción:

Ya es hora de perder

la inocencia, ese

estupor de las creaturas que todavía

no pudieron hacerse cargo

de la memoria

del mundo al que recién nacieron.

Pero nosotros, hombres

grandes ya, podemos olvidar, sabemos

perfectamente qué tendríamos

que hacer para dañar

el presente, para romperlo” (328).

La utopía parece inevitable pero postergable. El Segundo cuadrante, es quizás el más heroico. Es el cuadrante de la toma de conciencia de la voluntad de la historia que conduce a la justicia y a la alegría. La idea de “toma de conciencia” o concientização se convierte entonces en la puerta de salida de la opresión construida por la tradición del Primer cuadrante. En Pedagogía del oprimido (1971) de Paulo Freire y Teología de la liberación (1973) de Gustavo Gutiérrez, ya ha madurado la idea de que la liberación no será posible sin este despertar individual a través de la praxis colectiva, de la acción política. Pero ya no es suficiente ni necesaria una revolución armada que destruya las estructuras económicas sino un progresivo cambio interior, el reemplazo de la moral de los opresores por una conciencia de clase o una conciencia humanista.

La Revolución, armada y moral, individual y colectiva, es el motor de la historia y, al igual que lo entendía la cosmología prehispánica, el sacrificio individual es la fuerza que mantiene vivo y en movimiento al mundo. No es una fruta que ha de caer sola sino que se la debe hacer caer. Si la historia es inevitable, el revolucionario debe evitar que el aplazamiento sea indefinido para imperio de la injusticia y la muerte del status quo, de la inmovilidad. La historia humanista coincide con la cosmología amerindia: es un orden vivo y, por lo tanto, puede perder su energía y su dinamismo. Mantenerlo en movimiento dependía de la conducta humana, los seres que estaban compuestos de espíritu y materia, es decir, de sol y de piedra. Como dice Laurete Séroujé, “el signo movimiento, propio del Quinto Sol, se refiere a la operación que salva la materia de la inercia. El vocablo ollin indica el sentido del temblor de la tierra y Ollin Tonatiuh, nombre del Quinto Sol, significa Sol de temblor de tierra” (174). Fuertes temblores debían sacudir el mundo, la materia, lo que significaba que “al fin de la Quinta Edad, la tierra, invadida por la nostalgia de la unión, alumbraría seres luminosos e inmortales” (174).

La aspiración de la unión o reunión, la idea de un hombre nuevo que superase la alienación del espíritu de la desacralización del oro, de la explotación del mundo material, serán los dos elementos centrales en el impulso revolucionario latinoamericano. El carácter cíclico, el presente perpetuo, son características del tiempo mítico y quizás una característica fundamental del tiempo amerindio. En esto se diferencia del tiempo del humanismo, un tiempo marcado por la tradición judeocristiana que ha encontrado en la historia la explicación de cada estado y en la razón humana su instrumento exterior. Por el otro lado, la cosmología del materialismo dialéctico, la idea del progreso de la historia adoptada por estos mismos revolucionarios, no integra el elemento metafísico pero su concepción dinámica es semejante a la amerindia: la historia debe mantenerse en movimiento. En ocasiones, si no media un sacrificio puede caer en la inercia de la materia, en la inmovilidad de un estado artificialmente prolongado por las fuerzas reaccionarias cuyas consecuencias son graves para el equilibrio humano.

6.3 El llamado del deber

La torre de marfil fue estética y epistemológica. Cuando no buscaba el juego y la belleza sin más, su visión social seguía siendo una visión elitista de una clase fuera de la sociedad, capaz de un distanciamiento que le permitía una perspectiva pretendidamente objetiva de la realidad ajena. Así lo entendieron luego los intelectuales del compromiso. Mario Benedetti reprochó la idea de Octavio Paz, según la cual el deber de un escritor era preservar su “marginalidad frente al estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma” (Revolución, 139). La misma idea de marginalidad, sostenida por Tomás Segovia, es desafiada por Mario Benedetti: “¿por qué el escritor y no el empleado bancario o el obrero? Si todos los gremios decidieran por su cuenta [marginarse de la sociedad] ¿quiénes, según este planteo, estarían obligados a permanecer dentro del área social a fin de llevar adelante la lucha de clases?” (139). Y más adelante: “es curioso, además, que con semejante derrotismo, Segovia se autopostule como escritor de izquierda” (140). La idea de que “el escritor no puede ver el cambio social, la revolución y lo que ocurre a su alrededor sino desde la perspectiva de su soledad” es entendida como una construcción ideológica con el objetivo de mantener un no-compromiso del escritor en la transformación de la sociedad. “La soledad se convierte así en una fabulosa trinchera, y el escritor que allí se parapeta parece a veces más interesado en defender esa soledad propia que en bregar por los vitales intereses de su pueblo” (Subdesarrollo, 60).

Pero el intelectual comprometido no podrá ver la realidad sino por dentro y así se planteará un problema ético. “Nous verons, que, pour l’homme engagé, il y a urgence à décider des moyens, de la technique, c’est-a-dire de la conduite et de l’organisation” (Fanon, Damnés, 23). El intelectual comprometido baja de las torres de marfil del esteticismo y escapa de la torre de hierro del existencialismo. La clausura existencial ha dejado paso a la clausura política y ésta ha revelado una grieta por donde escaparán los intelectuales comprometidos hacia una comunión ética y estética con el pueblo. Esta comunión no puede ser sólo de palabra, una especie de compromiso inmune, marginal, objetivo con el pueblo sino un compromiso total, de palabra y de acción, de cuerpo y alma. La esperanza no es una contemplación pasiva; “no me sirve tan mansa / la esperanza” (Benedetti, Canciones, 57). La consecuencia estrictamente literaria será “una de las etapas más vitales y creadoras de su historia”, el surgimiento de un grupo amplio de nuevos escritores, ya no solo meros nombres aislados, “sino de una primera línea de escritores capaces de asumir su realidad, su contorno” (Revolución, 28).

Cuando Alberto Granados y Ernesto Guevara en su viaje por América Latina se comparten una noche con el matrimonio de mineros, les dan una de sus mantas y se arreglan los dos con la otra. Guevara escribe en su diario: “Fue esa una de las veces que he pasado más frío, pero también en la que me sentí un poco más hermanado con ésta, para mí, extraña especie humana…” (Diario, 114). El mártir revolucionario no es el individuo cristiano que se salva individualmente. Aún en una muerte que no lleva al paraíso, la muerte hermana los individuos y confirma la trascendencia del pueblo: “Aquí todos somos hermanos’, decía Umanzor. / Y todos estuvieron unidos hasta que los mataron a todos” (Cardenal, Antología, 65). El amor de un apareja no se completa cerrándose en el acto amoroso sino con su conciencia de pueblo: “en la calle codo a codo / somos mucho más que dos […] y tu llanto por el mundo / porque sos pueblo te quiero […] y porque somos pareja / que sabe que no está sola” (Benedetti, Aquí, 58). “Por eso nuestros muertos, desde Líber hasta Ibero, son nuestra vanguardia, porque ellos, desde su holocausto, desde su ejemplo sin fisuras, nos proponen una unidad simple, sencilla y franca, sin complicaciones: la unidad de los que son capaces de ofrecer la vida por sus convicciones, la unidad de los que son capaces de ofrecer la vida por su pueblo” (40). También Francisco Urondo lo formuló de esta otra forma: “supe que el precio de / todo amor, de toda compañía, de toda liberación / de toda esperanza, era la propia vida, que tampoco dispone.” (Poética 363).

A principio de los setenta, el teólogo Gustavo Gutiérrez llevaba al pensamiento teológico este pensamiento de liberación popular o colectiva. El hombre actual, escribió, es “cada vez más consciente de ser sujeto activo de la historia, cada vez más lúcido frente a la injusticia social y a todo elemento represivo que le impida realizarse” (97).

6.4 Revolución: muerte del individuo, resurrección del pueblo.

La tradición filosófica que se inicia a mediados del siglo XIX con Juan Bautista Alberdi en Argentina y se continúa en el siglo XX con Leopoldo Zea en México —la filosofía de la circunstancia, atribuida a Ortega y Gasset— se consolida en el pensamiento político latinoamericanista. La literatura posterior a la Segunda Guerra mundial incorporó a América Latina como tema y como problema. En Paloma del vuelo popular (1958) el escenario épico es definido con los nombres de los países del continente, asimilándolos a una misma historia y a un mismo destino. En Panamá, Paraguay, Chile, Brasil y Guatemala “hay un sol que amanece en cada herida” (57). La herida, la sangre y el sol naciente vuelven a ser los elementos dinámicos del cosmos amerindio. Una solidaridad se establece por debajo de la violencia de la historia. Estados Unidos es la nueva fuerza imperial que, como la brutal fuerza del imperio Azteca y del imperio español, se alimentará de la sangre de sus oprimidos. “Afuera está el vecino […] tiene una montaña de oro / y un mirador y un coro / de águilas y una nube de soldados / ciegos, sordos, armados / por el miedo y el odio. (Sus banderas / empastadas en sangre, un fisiológico / hedor esparcen que demora el vuelo / de las moscas)” (111).

El uso de la palabra acusadora es revindicado como el primer acto de desobediencia al que seguirá el de la militancia. En 1961, Juan Gelman su “Arte poética” afirmaba que “a este oficio me obligan los dolores ajenos” (Sur, 11). Ernesto Sábato, en el mismo año, no era de una opinión muy diferente a los escritores comprometidos de su época.

¿Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar el mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar las masas con alpargatas. ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano. (Siglo, 57).

Refiriéndose a la novela Mascaró (1975) de Haroldo Conti, Mario Benedetti señala el valor engañoso de la libertad abstracta, propia de “la oratoria de los serviles, los hipócritas, los opresores y los verdugos”. Al final el Circo desaparece, “pero la voluntad de cambio permanece y termina en la última página; cuando Oreste da simbólicamente por terminada la función, es probable que otra función empiece en el territorio del lector” (Rivero, 140). La apertura aquí está dada no sólo por el optimismo de la trama sino por la trascendencia metaliteraria de la narración o de la interpretación de la crítica.

El lector es el escritor trascendido. Como el agave, el escritor muere en la escritura y renace multiplicado en los lectores, pero esta muerte simbólica no se realiza si el escritor no se funde primero en el pueblo muriendo en su rol tradicional. Así también es percibido el individuo: la muerte no existe, el revolucionario muere para nacer multiplicado en los otros. León Rozitchner, recordando a Francisco Urondo, da un testimonio claro de esta visión existencial (énfasis agregado):

Paco me dijo que después de haber estado en la Cárcel de Devoto había aprendido que la muerte individual no tenía sentido. […] Por así decirlo, podría integrarse a un colectivo viviente, estaba más allá del propio término de la propia vida individual y por lo tanto la idea de sacrificio estaba muy presente en ese pensamiento. Paco era un tipo lleno de vida. No me sorprendió su muerte porque, de alguna forma, corresponde a una concepción épica. (Montanaro, 171)

Ernesto Guevara no consideraba alguna diferencia cultural o histórica en este proceso humanista. Observa o proyecta esta misma visión cuando homenajea a los mártires de Chicago: “Los mártires de Chicago, cada uno de ellos, al morir sentía y lo proclamaba, que estaban muriendo por la construcción de una sociedad nueva, sentía y proclamaba que su sacrificio no era en vano, que esa bandera de lucha sería recogida por los trabajadores de su país” (Obra, IV, 147).

Esta idea de la valoración social —y más allá, de la historia humana— sobre la realidad del individuo concreto, se encarna dramáticamente en casos como el de la muerte de la hija de Rodolfo Walsh. En “Carta a mis amigos” (1976) el escritor recuerda el sacrificio de su hija militante, Vicky, como un sacrificio justificado. “Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. […] Llevaba siempre encima la pastilla de cianuro —la misma con la que se mató nuestro amigo Paco Urondo—, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie” (Fernández, 54). Walsh imagina la versión de uno de los soldados que la sitiaban:

‘La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. —Ustedes no nos matan —dijo—, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros’ […] Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella. (54)

Una vez asumida la violencia del presente como la imposición de los valores del pasado, la violencia del futuro está justificada. Así como Juan Montalvo entendía en el siglo XIX que la paz abstracta era el orden conveniente del opresor y el martirio del oprimido, así se entenderá un siglo después. Y un siglo después las instituciones que representan el poder social de las clases altas, como el Estado, el ejército y la iglesia católica, responderán según su propia definición de paz y orden.

Desde la tradición opuesta, desde la religión institucionalizada de la iglesia, Ernesto Cardenal coincide en esta perspectiva central. Sus libros son la Biblia y el corpus de la teología cristina. Pero Cardenal toma y pone en primer plano aquellos elementos del cristianismo que la iglesia católica ha relegado históricamente y, por el contrario, coinciden con la tradición crítica del humanismo. Si el protestantismo ha corregido la sugerencia de Jesús sobre las probabilidades de un rico de entrar al Reino de los Cielos, los católicos han legitimado y consolidado en América Latina la autoridad del César, renunciando así a la sangre del mártir como valor redentor. Los teólogos de la liberación, los teóricos de la pedagogía de la liberación y de muchos otros movimientos de liberación en América Latina tomaron elementos diferentes del mismo cristianismo. Los identifica el nombre y cierta tradición literaria —Huamán Poma de Ayala—, pero los opone sus propósitos y la concepción del cosmos social. Este es un aspecto común en la cosmología latinoamericana: la cultura ilustrada procede de la filosofía europea; la cultura teológica, su formulación religiosa, procede del cristianismo.[6] Pero ni de toda la filosofía europea ni de todo el cristianismo sino, particularmente, de aquellos elementos que coinciden con la cosmología amerindia.

decías que el revolucionario ‘es un santo militante’ […]

Llamaste a la clandestinidad, cuando entraste, catacumbas.

el que conserve su vida la perderá. (Cardenal, Oráculo, 33)

Y luego, refiriendo la Revolución Cubana, lo confirma: “la revolución es nuestra MUERTE pero con ella damos VIDA” (34). En otro momento: “para resucitar hay que morir / amaste el porvenir y moriste por él…” (69). Es el individuo, el hombre-dios, el mártir que muere para que el pueblo, el cosmos, continúe, porque “el pueblo nunca muere” (68). El parecido con las exclamaciones de Santa Teresa, “Morir y padecer han de ser nuestros deseos” (Obras, 929), “¿Oh muerte, muerte, ¡no sé quién te teme, pues está en ti la vida” (688), poseen un significado radicalmente diferente. Si en la santa de la iglesia la empresa de martirio y sacrificio es una empresa radicalmente individual —aún cuando sus Fundaciones consistan en obras de caridad— y están orientadas a un objetivo metafísico, en el caso de Ernesto Cardenal y los intelectuales comprometidos es un sacrificio individual en beneficio de un objetivo colectivo que no busca ganarse el cielo haciendo el bien a los demás sino un nuevo orden (político, histórico, moral) que se refiere al mundo terrenal. Es decir, el Paraíso no es el fin moral del religioso humanista ni la lucha por la justicia social es el instrumento de acceso a los cielos, sino una consecuencia que no decide la primera motivación moral, que es el altruismo humanista. De lo contrario, el sacrifico es entendido como egoísmo o autismo teológico.

En el libro de poemas “El turno del ofendido”, Dalton incluye una dedicatoria al General Manuel Alemán Manzanares que “para conseguir fuertes sanciones en mi contra, hizo el mejor elogio de mi vida, muy exagerado, a decir verdad” (106). En parte, el informe del militar (de 10 de octubre de 1960) hacía referencia a un allanamiento en casa de un amigo de Dalton, donde capturaron al bachiller Dalton “varios libros de ideología puramente comunista, tales como ‘El Materialismo Histórico’, ‘El materialismo dialéctico’, ‘Sóngoro Cosongo’ de N. Guillén, y otro” (107). El informe acusador describe a Dalton como alguien que “constantemente vive agitando a la masa obrera, campesina y estudiantil”, incitando a los campesinos “para que protesten o empleen la violencia contra los terratenientes […] Es uno de los principales dirigentes intelectuales de todo este movimiento subversivo que ha alterado la paz y la tranquilidad de la nación”. Seguidamente, el mismo Dalton recuerda, considerando la intrascendencia de sus propias obras: “el general Manzanares actuaba de rectificación del verdadero vacío de mi vida. E hice un juramento solemne: a partir de entonces yo mismo me encargaría de proveer de materiales en mi contra al juez. Por eso escogí mi profesión actual” (Poesía, 108).

En estas palabras no sólo destaca la ironía sino la misma dinámica del compromiso revolucionario: el individuo es modificado por su espacio social, por los valores culturales y dialécticos que cuestiona. Al punto de agradecer al propio enemigo por el favor. La reacción (y la confirmación) es una respuesta al contexto, no un simple idealismo individual que no sufre alteraciones por la inmersión del individuo en la sociedad. La revolución tiene un doble significado: como radicalización de una evolución histórica es una idea que procede del humanismo europeo; y como rebelión del oprimido que reclama justicia al destronar el poder ilegítimo continúa una tradición amerindia. “En El Salvador la violencia no será tan solo / la partera de la Historia / será también la mamá del niño-pueblo / para decirlo con una figura / apartada por completo de todo paternalismo” (Dalton, Últimos, 59) “La evolución es por saltos dijo Mao / la evolución es la revolución” (Cardenal, Oráculo, 21). “Y ahora pretenden con bazukas / detener la historia” (17). “La revolución es cambiar la realidad […] hacer concreto el Reino de Dios. Es una ley establecida por la naturaleza / que ninguna molécula puede retener permanentemente / más energía que las otras” (20). El mundo que encontró Vespucio y destrozó la ambición europea, el mundo que soñaron europeos utópicos como Tomás Moro sobrevive en la reivindicación de la Literatura del compromiso: “En nombre de quienes lo único que tienen / es hambre explotación enfermedades / sed de justicia y de agua / persecuciones condenas / soledad abandono opresión muerte. / Yo acuso a la propiedad privada / de privarnos de todo” (Dalton, Últimos, 82).


[1] Ver también del mismo autor: “Ortega y Gasset en el desarrollo del pensamiento iberoamericano del siglo XX.” La Chispa ’89 (New Orleans: Tulane University, 1989), pp. 161-170 y “Presencia de América en las obras de Ortega y Gasset”. Quinto Centenario 6 (l983): l25-l57.

[2] Una crítica más contemporánea ha visto este proceso de uniformización y masificación como resultados directos de la cultura industrialista. La educación primaria, la uniformización de la vestimetna y el rigor de los horarios, son parte de la adecuación de los niños a la futura vida del obrero en las fábricas. La era posindustrial sería un proceso inverso: de lo uniforme a lo particular, de la concentración de las ciudades a la atomización de comunidades pequeñas cuando no desterritorializadas de la producción repetitiva y rutinaria a la creación flexible e irregular, etc. La crítica del “hombre-cosa, del individuo alienado por la cultura materialista o del consumo todavía no ha sido superada sino todo lo contrario.

[3] “In describing the process of secularization modern critics have on the one hand been inclined to regard the religious dimension of premodern culture as the locus of a nostalgic ideal, in the expectation that a reinstitution of religion might reverse the process of rationalization and save the secular subject from the effect of disenchantment and world-loss; while on the other hand critics have been drawn toward the rational and ‘progressive’ view that the demystifying secularization of the world is necessary in order for the subject’s claims to reason to be rendered valid and true” (Subject 146).

[4] Ernesto Guevara cerrará esta observación psicológica y social refiriéndolo a un marco existencial: “hay en esos ojos moribundos un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la magnitud del misterio que nos rodea” (Che, Diario 103).

[5] El historiador y diplomático español, Salvador de Madariaga, había definido las características de los pueblos español (espontáneo, apasionado e individualista), francés (intelectual, racional y legislativo) e inglés (pragmático, materialista y vital). Este extremo clasificatorio lo lleva a ignorar, pese a su profesión de diplomático, del factor de poder alrededor del cual gravitan las relaciones sociales e internacionales. La tesis central de su libro podría resumirse en la frase: “En la psicología internacional, el factor más importante es el carácter nacional” (Ingleses, 11). Salvador de Madariaga. Ingleses, franceses, españoles. Ensayo de psicología comparada. Buenos Aires: Losada, 1942

[6] No es suficiente con reconocer una tradición explícita cristiana para asumir que un grupo comparte una misma cosmogonía. Por lo general, cada tradición es disputada según sus intereses ideológicos. Osvaldo Bayer recordaba una nota en el diario La Nación, del 30 de abril de 1976, donde se anunciaba la quema de libros y revistas en Córdoba por perniciosas para la juventud, “documentación perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana” (Bayer, Exilio, 48).

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Un comentario en “El eterno retorno de Quetzalcoatl 8

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