El eterno retorno de Quetzalcoatl 9

 

 

CAPÍTULO 7

LA SOCIEDAD MÍTICO-UTÓPICA

Aprendimos a quererte
desde la histórica altura
donde el sol de tu bravura
le puso cerco a la muerte.
[…]

Vienes quemando la brisa
con soles de primavera
para plantar la bandera
con la luz de tu sonrisa.

Carlos Puebla, Hasta siempre comandante (1965)

 

7.1 El nacimiento de la alegría

Fue una tradición de la cultura ilustrada criolla asumir que el carácter del indio era incapaz de las emociones, de alguna sensibilidad estética y de cualquier hábito racional para las ciencias o para el trabajo. Alcides Arguedas en 1909 repetía que en Bolivia la característica del hombre del altiplano era “la dureza de carácter, la aridez de sentimientos, la absoluta ausencia de afecciones estéticas” (Pueblo, 38). Si en los comienzos del Renacimiento europeo Américo Vespucio y Tomás Moro pudieron sospechar con admiración el desinterés de los nativos del Nuevo Mundo por las riquezas materiales, la ausencia de la codicia europea por tener y por reinar como un atributo de virtud, ya en el apogeo de la Era Moderna, de la América independiente pero aún sin descolonizar esas carencias significaban defectos, pecados contra el progreso. Entre los aymará, escribía Arguedas, existía una “ausencia completa de aspiraciones. Nada se desea, nada se aspira […] El lenguaje afectivo es parco, pobre y frío” (39). Excepto en los valles, su carácter es duro, su rostro es “poco atrayente y no acusa ni inteligencia ni bondad” (39). “Al indio no se le ve reír nunca sino cuando está ebrio” (59). En La Paz no hay crímenes pasionales porque “la hembra, siempre codiciada, seduce pero no apasiona” (73). El hombre boliviano “tiene toda la violencia de carácter de los hispanos y la mansedumbre triste de los esclavos indios” (73). Estas observaciones, como muchas otras, no sólo revelan la perspectiva europea de un americano sino también la acción de la historia, de la colonización y el clasismo criollo.

La tristeza del indio, la melancolía del gaucho, el carácter sufriente del hombre y la mujer de las clases media y baja en América Latina coincidía con el precepto tradicional del cristiano sufriente que Nietzsche criticó en Europa[1]. No coincide con el carácter epicúreo atribuido por Américo Vespucio a los pueblos que encontró en sus cuatro viajes (1500-1504) antes de la colonización. En el arte y la literatura el dolor y la tristeza continúan gozando por mucho tiempo de más prestigio que la alegría: tragedia y comedia, espíritu y cuerpo, profundidad y superficialidad, virtud y pecado. Pero el yo existencialista del siglo XX es el yo romántico del siglo XIX que ya no encuentra ni en la muerte ni en el amor la comunión posible. Por el contrario, busca desesperadamente la comunicación. Mata o se suicida, pero no encuentra el amor ni la muerte sino el sexo y la nada. En la cultura popular del Río de la Plata, la clausura existencial está definida por el tango. No es un problema político sino existencial: “el mundo fue y será una porquería,/ ya lo sé/ en el quinientos seis / y en el dos mil también” (Evaristo, 27). Su icono principal, Carlos Gardel, fue definido por el mismo Urondo —quien procede de esta tradición— como “loco de la noche, despreocupado amigo del alba, señor de los tristes[2] (Poética, 252). Casi el mismo año que Jean-Paul Sartre publica La Nausée (1938) en Francia, el alter ego de Juan Carlos Onetti, en su célebre novela El pozo (1939), reconoce su incapacidad para la fe en el pueblo, su alienación y soledad existencialista: “Me acuerdo que sentí una tristeza cómica por mi falta de ‘espíritu popular’. No poder divertirme con las leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de alegría, y saberlo, nada más” (Pozo, 17). Eladio Linacero sospecha, no obstante, de un valor perdido por su escepticismo y deliberado desinterés de intelectual pequeñoburgués: “la gente del pueblo […] tienen siempre algo esencial, incontaminado, algo hecho de pureza, infantil, candoroso, recio, leal, con lo que siempre es posible contar en las circunstancias graves de la vida. Es cierto que nunca tuve fe; pero hubiera seguido contento con ellos, beneficiándome de la inocencia que llevaban sin darme cuenta” (30). Luego reconoce la diferencia entre su compañero de habitación y él mismo (semejante a la diferencia entre Antoine Roquentin y el Autodidacto): “es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo ama la vida y sólo así es posible ser un poeta” (35).

En la Literatura del compromiso, poco a poco la cosmovisión de Lázaro reemplazará a la de Eladio Linacero y a partir de los ’50 dejará de mirar el pasado con nostalgia y se concentrará en el futuro y en un nuevo epicureísmo. Octavio Paz, refiriéndose a las revueltas de 1968 y, por extensión a la década de los ’60, había observado que “la irrupción del ahora significa la aparición, en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: el placer” (Laberinto, 258). La alegría se convierte en el gesto revolucionario. Si hiciéramos una exposición fotográfica de los años de la Guerra fría en América Latina, veríamos la insistencia de la risa joven en sus revolucionarios contrastando con los rostros adustos y envejecidos de las fuerzas conservadoras de la reacción. Así tendríamos, de un lado, colecciones de retratos sonrientes de Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Roque Dalton, Francisco Urondo, entre otros, y del otro, las mandíbulas erguidas y los labios apretados de Augusto Pinochet, Rafael Videla, Emilio Masera, etc. Mario Benedetti reconoce haber visto en la Revolución cubana un “estilo joven”, lo que también recuerda al “espíritu joven” de Grecia, según F. Nietzsche.[3] No obstante, como veremos más adelante, este epicureismo revolucionario se opondrá al hedonismo, que será identificado con el vacío del mundo materialista, el imperio del oro, de la risa artificial de Hollywood.

Eduardo Galeano recuerda una experiencia personal que es la encarnación de este problema histórico. Había bajado a unas tumbas etruscas sobre cuyas paredes no había representaciones de dolor y sufrimiento sino de placer y alegría. “Varios siglos antes de Cristo, los etruscos enterraban a sus muertos entre paredes que cantaban al júbilo de vivir” (Días, 49). Entonces, Galeano redescubre el antagónico cristiano, que es permanentemente identificado con la rebeldía ante la opresión de la cultura católica primero y protestante después, la cultura del conquistador: “yo había sido amaestrado católicamente para el dolor y me quedé bizco ante ese cementerio que era un placer” (49). No por casualidad titula esta experiencia como “En el fondo todo es cuestión de historia”. Es la historia, sus creencias y prejuicios, sus paradigmas y tabúes, la que ha modelado la emoción, el dolor y la alegría en el individuo. Es decir, la clausura no es inmanente a la existencia humana. Es una clausura política —cultural, religiosa— y se puede ver una fisura en ella usando el lente de la historia.

Refiriéndose al contexto latinoamericano, el peruano Manuel Burga observa que “la risa, la fiesta popular, la alegría profana, como lo ha demostrado Bakhtin para la Europa renacentista, también tuvieron en los Andes un valor semejante para enfrentar la cultura impuesta por el sistema colonial” (Burga, vi). Años después, Mario Benedetti, analizando Memoria del fuego (1982-86) de Eduardo Galeano, insiste en el valor revolucionario de la alegría, atribuido ahora a la metafísica amerindia, significativamente integrada y opuesta a la tradición cristiana: “cuando lejos de Cuzco, la tristeza de Jesús preocupa a los indios tepehuas, y entonces inventan la danza de los viejos, y cuando Jesús vio a la Vieja y al Viejo ‘haciendo el amor, levantó la frente y rió por primera vez’” (Cómplice, 61). Por la misma época, Umberto Eco recordaba la tradición del sufrimiento como valor superior. En Il nome della rosa (1980) creó un monje malhumorado que insiste que Jesús nunca se rió, de donde se deduce la naturaleza diabólica de la risa. Ocho años más tarde, adentrado en el género de la novela histórica, Tomás de Mattos, desde su mirada revisionista de un período que se cerraba en el Río de la Plata, expone el drama del genocidio de los indios charrúas en un país que históricamente se había considerado blanco, europeísta y civilizado. La narradora principal, Josefina Péguy, analiza en una de sus cartas la etimología del nombre del último cacique sobreviviente: “Sepé quiere decir, en charrúa, ‘sabio’. Me parece que fue un nombre bien escogido —o adoptado— porque el cacique era dueño de una risa verdadera, de la que nace del jubiloso goce de las cosas cotidianas” (Mattos, 108). Josefina Péguy agregaba que ello se debía a que el cacique Sepé no estaba contaminado con el mito del progreso, pero bien se podía entender, según nuestro análisis, que tampoco estaba marcado por la tradición del cristianismo que en su versión católica condenó el oro mientras toleraba su extracción americana y en su versión calvinista simplemente lo legitimizó, al tiempo que condenaba todo epicureismo y sensualidad.

A la clausura existencial, marcada por la angustia, el dolor y el pesimismo del individuo perdido en su propio yo, súbitamente le surge un temeroso rival: la alegría de la revolución, la comunión del yo con el pueblo. Paso a paso se irá confirmando la voluntad del antivalor, que es el instrumento ideológico de la reivindicación. En 1973 Benedetti alude directamente a Jorge Luis Borges: “por eso en este jardín no hay senderos que se bifurquen […] adiós al laberinto adiós al dédalo / adiós al relajo de antiguas lenguas germánicas / este camino es recto / el pueblo avanza puteando alegremente / y las puteadas tampoco se bifurcan / dan en el blanco…”[4] (Aquí, 48). La misma reacción es la de Francisco Urondo, una especie de deliberado antivalor nietzscheano que no se corresponde con el canon tradicional del poeta ensimismado sino precisamente lo contrario: “No tengo / vida interior: afuera / está todo lo que amo y todo / lo que acobarda” (Poética 383).

El tradicional dolor del pueblo bajo la opresión es repetidas veces revertido en alegría vinculada a una posible liberación, nunca desprendida de la imagen fuerte y redentora de un individuo, casi siempre de un antagónico. De ese mismo año, 1973, es el recuerdo de Eduardo Galeano para los momentos previos al regreso de Juan D. Perón a Argentina. Antes de la tragedia, Galeano recuerda en Días y noches de amor y de guerra (1978) que “había un clima de fiesta. La alegría popular, hermosura contagiosa, me abrazaba, me levantaba, me regalaba fe” (22). Pero el mismo Galeano recuerda otra anécdota que revela la contracara artificial y demagógica de este gesto: “Una mañana, en los primeros tiempos del exilio, el caudillo [Perón] había explicado a su anfitrión, en Asunción, del Paraguay, la importancia política de la sonrisa” y para mostrársela “le puso la dentadura postiza en la palma de la mano” (23).

Otras veces, la alegría se convierte en una profesión de fe, aún cuando el individuo ha dejado por momentos de creer. Bajo el título de “Introducción a la literatura”, el autor y el narrador se desdoblan en “yo” y “Eduardo [Galeano]”. El primero estuvo unos días escribiendo “tristezas” que una noche Eduardo rechaza con una mueca: “No tenés derecho”, le dice Eduardo a la voz narrativa y le cuenta que días atrás bajó a comprar fiambres y la mujer que atendía tenía debajo del mostrador uno de sus libros, que lee todos los días. “Ya lo leí varias veces —dijo la fiambrera—. Lo leo porque me hace bien. Yo soy uruguaya, ¿sabe?”. Por lo que Eduardo insiste: “no tenés derecho’, mientras hace a un lado las cositas lastimeras, quizás mariconas, que yo escribí en esos días” (100). Como el cura de San Manuel Bueno mártir (1930) de Unamuno, quien predicaba ya sin fe en Dios pero por fe en el pueblo que necesita creer. La diferencia radica, tal vez, en que aquí es la fiambrera, el pueblo, quien devuelve la fe al escritor comprometido, renovándole los votos del compromiso. Más tarde, luego de la derrota, el exilio y el regreso de la clausura política, Galeano escapa a la clausura existencial radicalizando su regreso al origen amerindio o a una de sus representaciones. Casi como un creyente, recoge la mitología dispersa y desestimada y le da nueva vida. En el principio de Memoria del fuego (1982) el mito de la creación de los maquiritari es fundamental. No sólo recuerda que “la muerte es mentira” sino que la alegría original vence al dolor cristiano occidental. “Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento” (3). La primer mujer y el primer hombre “soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio” (3). Y al soñar con la alegría —Dios o la humanidad, es lo mismo—, la alegría era realizada. Tiempo después, debido a la muerte de un hombre de la tribu kayapó que se rió por la caricia de un murciélago y murió, “los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños” (41). Así la risa y la alegría vuelven a ser secuestradas por el poder y pierden su valor original.[5]

Roque Dalton, desafiante, en “Los escandalizados” acusaba: “yo sé que odiáis la risa”, pero “bajo las sábanas me río” (Poesía, 100). En “La verdadera cárcel” confiesa su lucha “para tener fe tan sólo en el deseo / y en el amor de quienes no olvidaron / el amor y la risa” (Taberna, 89). Pero Dalton también es consciente del doble sentido de este gesto que es un arma de doble filo, un signo secuestrado. “Desde la conquista española mi pueblo ríe idiotamente por una gran herida. Casi siempre es de noche y por eso no se mira sangrar” (Taberna, 75). No es esa la risa, la risa del desangrado, sino la risa de la alegría, porque “la alegría es también revolucionaria, camaradas, / como el trabajo y la paz” (116). Este estímulo se convierte en una razón de la literatura. En “Por qué escribimos”, reconoce que “uno hace versos y ama / la extraña risa de los niños / el subsuelo del hombre / que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda, / la instauración de la alegría / que profetiza el humo de las fábricas (Poesía, 22).

En “La Batalla de los Colores” de Ariel Dorfman, el protagonista José es un dibujante perseguido por un régimen militar. Se refugia en un edificio que llena de dibujos. Cuando los militares van a buscarlo, se pierden en un laberinto de imágenes y papeles. De forma surrealista, los dibujos infantiles se reproducen como una selva. Los dibujos son una especie de poesía de protesta, una fuerte conexión política

en que se celebra la nacionalización del cobre [alusión a Chile], el día de la dignidad, los nuevos hospitales que se construían con el esfuerzo de todos, ganarse el derecho a cosechar brisa después de haber sembrado la tormenta, banderas desplegadas más grande que la calle misma, y una mano más chiquita en tu mano que ya se sabía obligación de puño. (Militares, 134)

Dorfman usa los dibujos porque son mensajes más directos y optimistas —representado por la espontaneidad y la persistencia de los colores—, pero los hace hablar como si fuesen libros. La alegría es el elemento central de la resistencia a la violencia de la opresión, ambos expresados en el exabrupto de uno de los militares: “hasta cuándo joden los cristianos con sus citas bíblicas, a sacerdote dibujado y sonriente que encontraban, pa’dentro” (147). En la tradición pictórica de Europa, no existen “sacerdotes sonrientes”, al menos que se aluda a los teólogos de la liberación, que es la teología casi oficial de la Literatura del compromiso.

Alegría y liberación conforman una alianza recurrente. Según Mario Benedetti en “Haroldo Conti: un militante de la vida” (1976), la novela Mascaró en lo más hondo “es una metáfora de la liberación, pero expresada sin retórica, narrada con fruición, atravesada de humor” (Cómplice, 146). “En la parábola de Mascaró campea un gusto por la vida, una espléndida gana de reír, como si quisiera indicarnos que las instancias liberadoras no son palabras ni posturas resecas sino actitudes naturales, flexibles, creadoras; y son ese dinamismo y esa alegre voluntad de participación lo que casi inadvertidamente posibilitan la integración de Mascaró” (147). La misma cita es repetida por Néstor Rivero en Haroldo Conti, con vida (1986, 138).

El carácter alegre de la revolución latinoamericana se expresa como voluntad en la Literatura del compromiso pero también en el mismo carácter de sus autores, que se convierten en personajes de sus propias literaturas. Sobre todo, es rescatado de forma insistente por biógrafos, amigos y por los textos de otros escritores que los sobrevivieron. Muerte y alegría alcanzan aquí una conjugación particular. Como hiciera Eduardo Galeano en Días y noches de amor y de guerra (1978), Mario Benedetti recuerda en “El humor poético de Roque Dalton” (1981) que Dalton, “en el trato personal era un fabuloso narrador de chistes (los coleccionaba, casi como un filatélico), nunca llevó a su poesía la broma en bruto, sino la metáfora humorística” (Cómplice, 221).[6] Si bien es cierto que “la filosofía tanguera, con su pesimismo y su ritual melancolía, es a menudo un telón de fondo en esos poemas” de Francisco Urondo (199), no lo es, en cambio, en el primer plano de su poesía y de su personaje militante. “Su optimismo era incurable, pues: ‘Nada hay más hermoso que vivir, aunque sea perdiendo’. Y tenía razón” (199).[7] Luego, con un guiño que es difícil separar de Ernesto Sábato, Benedetti continúa: “quede el pesimismo para los esclavos de su propia pesadilla, para los que sobrevuelan como buitres su catástrofe privada. Sólo quien alcance un colmo de optimismo tendrá fuerzas para ofrendar la vida” (203). Más tarde en “Paco Urondo, constructor de optimismos” (1977), el mismo Benedetti completa el retrato y la valoración de este motor anímico:

Bajo aquel nuevo lúcido y responsable dirigente político, volví a encontrar el muchacho de siempre, alegre y cálido, ocurrente y vital. En él la risa era algo así como su identidad. Siempre pensé que Paco [Urondo], cuando debía llevar una vida ilegal, no tenía más remedio que ponerse serio, ya que en él reírse era como decir su nombre. / Creo que en ninguno de nuestros encuentros hablamos de poesía, aunque cada uno sabía lo que estaba haciendo el otro y éramos conscientes de más de una afinidad; pero cuando conversábamos los temas eran la política, Cuba, el Che…” (Cómplice, 193)

Francisco Urondo había revelado ese vínculo de la alegría y el compromiso, incluso cuando había perdido la energía anímica por ambos: “por qué / no hablo de la revolución social o del sufrimiento / anegado en alguna mujer / de quien su hijo está enfermo; del desarme de la ternura […] ¿por qué hoy no puedo estar alegre?” (Poética, 225). Uno de sus biógrafos, Pablo Montanaro, recordaba al Francisco Urondo “que hacía chistes y se reía todo el tiempo” (67). Rodolfo Walsh, con motivo de la muerte de Urondo, escribió en su obituario: “Mi querido Paco: […] lo primero que me acude a la memoria es la frase del poeta guerrillero checo, al que mataron los nazis, que dejó escrito: ‘recuérdenme siempre en nombre de la alegría’” (Montanaro, 160). Juan Gelman recuerda a su amigo poeta años después en Hechos y relaciones (1980): “andás / en la sonrisa estruendo pólvora / que atacan cada día al enemigo? / ¿Volvieron / feroz a la alegría que caía de vos? ¿corajes nacen de esa alegría?” (83). También Rodolfo Walsh, un día después de la muerte de Ernesto Che Guevara, bajó a comprar el diario y lo primero que vio y recordó luego fueron “esos ojos abiertos, rompiendo el porvenir y esa especie de sonrisa con la boca fuerte, pero muerta” (75). Aunque otras fotografías no dejan ver con la misma claridad esta expresión viva pero ambigua del muerto, es la sonrisa lo que ven los escritores del compromiso. El nicaragüense Ernesto Cardenal poetizaba que “el Che después de muerto sonreía como recién salido del hades” (Canto, 21). Tampoco Eduardo Galeano puede dejar de observar lo mismo: “le miré largamente la sonrisa, a la vez irónica y tierna […] Pensé: ‘Ha fracasado. Está muerto’. Y pensé: ‘No fracasará nunca. No morirá jamás’, y con los ojos fijos en esa cara de Jesucristo rioplatense me vinieron ganas de felicitarlo” (Días, 63). Pero Jesús nunca es representado con una sonrisa sino, por el contrario, la tradición cristiana ha consagrado todas las variaciones del dolor en sus retratos imaginarios. Esa tradición sufriente que en Europa sólo titubea entre el pueblo andaluz de España, que anda buscando escaleras para bajar de la cruz a Jesús, según los versos de Antonio Machado, uno de los poetas españoles con más alta estima entre los escritores comprometidos de América Latina.[8]

Pablo Neruda, otro ejemplo del poeta celebrado por su compromiso político, poetizó el problema ideológico de la alegría en su propia obra. “Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban / todas partes, y me moría de tristeza” todos me aplaudían. Hasta que “me fui por los callejones de las minas / a ver cómo vivían otros hombres”, y por eso cambiaron los aplausos por la policía, “porque no seguía preocupado exclusivamente / de asuntos metafísicos / pero yo había conquistado la alegría” (Antología, 126). La política militante aparece junto con este factor de la alegría, que se expresa por la vitalidad de la sonrisa o del cuerpo. La reivindicación del oprimido o del marginado, es motivo de esta celebración: “me voy a bailar por los caminos / con mis hermanos negros de la Habana” (215).

En un discurso en el acto de entrega de Certificados de Trabajo Comunista en el Ministerio de industria, el 15 de agosto de 1964, Guevara recita un poema del republicano español León Felipe, exiliado en México. Este instante, captado en una breve película, insiste en la necesidad de un cambio de actitud ante el trabajo, el valor nuevo de la alegría despojada del interés material y lo hace recurriendo a un pasado mítico, a la corrupción de la historia por ese interés material: “Pero el hombre es un niño laborioso y estúpido que ha convertido el trabajo en una sudorosa jornada, convirtió el palo del tambor en una azada y en vez de tocar sobre la tierra una canción de júbilo, se puso a cavar” (Obras, 235). En un segundo plano se puede observar los rostros extrañados de otros dirigentes, como quien escucha incrédulo a un poeta respetado pero alucinado: “quiero decir —continúa Guevara— que nadie ha podido cavar al ritmo del sol, y que nadie todavía ha cortado una espiga con amor y con gracia. / Es precisamente la actitud de los derrotados, dentro de otro mundo, de otro mundo que nosotros ya hemos dejado afuera frente al trabajo; en todo caso, la aspiración de volver a la naturaleza, de convertir en un juego el vivir cotidiano” (Obras, 235).

Sin embargo, ese origen perdido se ha recuperado en algún momento. El pasado mítico y el futuro utópico convergen:

los extremos se tocan, y por eso quería decirles esas palabras, porque nosotros podíamos decirle hoy a ese gran poeta desesperado que vineira a Cuba, que viera cómo el hombre, después de pasar todas las etapas de la enajenación capitalista, y después de considerarse una bestia de carga uncida al yugo explotador, ha reencontrado su ruta y ha reencontrado el camino del fuego. Hoy en nuestra Cuba el trabajo adquiere cada vez más una significación nueva, se hace con una alegría nueva” (Obras 236 y Rothschuh, 19).

Jorge Edwards, crítico de la Revolución cubana, reconoce de su experiencia como embajador en La Habana a finales de los ’60 que a pesar de las frustraciones, “había en ciertos sectores de la Revolución, también, una alegría, una especie de gratitud que sobrepasaba los esquemas” (Persona, 59). La idea del héroe, de la vanguardia es la misma para el militante, el guerrillero o el poeta: “el poeta es un optimista, pero no un iluso. […] Paso a paso, poema a poema, riesgo a riesgo, ese poeta construye su optimismo” (Benedetti, Cómplice, 194). “Si perdemos una chispa tras otra no podremos inventar el fuego ni la revolución” (195).

Pero la alegría no sólo tiene por enemigo a la tristeza y la tradición del martirio sino, también, sus falsos sustitutos: Benedetti y Viglietti entendían la necesidad de “defender la alegría como destino / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres” (Dos, 27). Nicolás Guillén formula la desacralización de la libertad y la alegría por un acto de comercialización: “a Miami te fuiste un día / vendiste tu libertad, / tu vergüenza y tu alegría” (Tengo, 152). Pero es Eduardo Galeano quien más claramente sintetiza, en un relato de El libro de los abrazos (1989), el valor de la risa y la alegría y la desacralización del oro capitalista, el cadáver, la máscara vacía de la emoción. Con el título de “El vendedor de risas” anota su paso por la playa de Malibú, frente a la casa donde “vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood”. Este mercader de la alegría se había vuelto rico grabando y vendiendo risas de todo tipo y género para el cine y la televisión, “pero él era un hombre más bien melancólico, y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír” (207). Es la misma observación que Cardenal y Guillén hacen de la sonriente Marilyn Monroe, suicidándose en un mundo perfecto. Al igual que Benedetti ve en los negros de Estados Unidos “las tres clases de seres más vivos de este Norte / quiero decir los negros / las negras / los negritos” (Aquí, 14), Galeano anota la diferencia entre la risa artificial, hecha para el beneficio capitalista, y la risa espontánea, verdadera, producto de la alegría de lo vital del latino: “Ella y él se fueron de su casa de la playa de Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas” (Abrazos, 207).

Con la alegría ha nacido la rebelión y con ella nacerá la nueva sociedad en sus orígenes heroicos. La palabra “revolución”, dice Benedetti, no es sólo alude a un concepto abstracto de la historia, sino que se encuentra encarnada: “además tiene músculos y brazos y piernas y pulmones y corazón y ojos que esperan y confían”. Es el rostro de un pueblo que “sufre y aprende, que traga amargura y sin embargo propone una alegría tangible”. Este reconocimiento del escritor, la alegría, se produce “cuando el político o el intelectual ‘descienden’ al pueblo para transmitirle su ‘fórmula infalible’, entonces sí la vanidad puede significar un seguro de incomunicación que a algunos escritores les resulta por cierto muy confortable, quizás porque no tienen nada que comunicar” (Aquí, 56).

Todavía a fines de los ’70, con las renovadas esperanzas revolucionarias provenientes de la Revolución sandinista, Benedetti insistía con el valor de la alegría: “después vino el futuro y vendrán otros / pero no volverá el pasado inmundo / nicaragua ha sido esta vez invadida / por su rotunda gana de ser pueblo”. Lo que significa, que “en algunas diáfanas temporadas”, la realidad se convierte en “alegría de un hombre / y de una suma de hombres” (Exilio, 76). Junto con Daniel Viglietti, compuso el poema-canción “Defensa de la alegría/Identidad” intercalando estrofas de uno y otro:

Defender la alegría como una trinchera

defenderla del escándalo y la rutina

de la miseria y los miserables

de las ausencias transitorias

y las definitivas /

defender la alegría como un principio

defenderla del espasmo y la pesadilla

de los neutrales y los neutrones

de las dulce infamias

y los graves diagnósticos” (Dos, 26).

Pero el destino de la historia, la liberación del pueblo oprimido, debe frustrarse: “Canté como si supiera, / con el aire de mi pueblo / y al borde de la alegría / la muerte nos quitó el sueño” (Dos, 19).

 

7.2 La sociedad nueva

Hubo un momento en que esta idea de la comunión en la igualdad de los hombres y mujeres alcanzó el reconocimiento de realidad. En el período más optimista de la Revolución cubana, Haroldo Conti escribió que “al salir de Cuba uno siente el cambio de aire como una patada en el estómago. Allá todos los compañeros arrimando el hombro en una tarea común, sintiéndose dueños del país, hermanados en la Revolución, que no es mera palabra sino una comunión constante” (Rivero, 174). Si en su discurso en la ONU Ernesto Guevara había comparado este movimiento de rebeldía y liberación como una ola imparable, Conti la identifica con el fuego: “esa llama es imparable y que tarde o temprano alumbrará a todos” (175). Por su parte, Mario Benedetti daba testimonio de su experiencia cubana, “no en una semana de esquemático deslumbramiento, sino en dos años y medio de inserción cotidiana” (Aquí, 53) la realización de los postulados teóricos que habían defendido hasta entonces los postulados teóricos a los que uno ha apostado su confianza, “con su incesante desvelo por la justicia social y su espléndida eclosión de la dignidad del hombre, es algo removedor y estimulante, que lo vacuna a uno para siempre contra todo pesimismo y toda frustración doméstica” (53).

Pero si el orden social era nuevo, si en algún momento se había logrado el objetivo de una sociedad que se fundaba en la idea de justa igualdad, donde la ley de la explotación del oro había cesado, no por ello el hombre iba a dejar de ser el “lobo del hombre”. Todavía era necesario un cambio moral, la llegada del Hombre nuevo. Esto se expresa en la idea de una transición política, social y existencial. Por entonces, Mario Benedetti, recordando los poetas cubanos José Z. Tallet y Fernández Retamar, entendía que eran recién

hombres de transición, lúcidos en cuanto al rumbo a seguir, pero todavía apegados a prejuicios, reticencias, aprensiones, rutinas, rencores, acrimonias, fanatismos, fobias, mitos y manías. Seamos conscientes, sin embargo, de que si después de cumplido todo un proceso de maduración social y de inserción en una lucha comunitaria, quedamos todavía melancólicamente esclavos de nuestra incomunicación y nuestra clausura, no es porque seamos superiores al medio, ni porque el medio no nos comprenda, sino porque probablemente tenemos más taras congénitas y padecemos más cavilaciones, y deformaciones de origen, que el ciudadano vulgar y silvestre. Pero aún el hombre-escritor de transición, por más que siga padeciendo incomunicación y soledad, sabe que no es lícito ver el cambio social, etc., ‘desde la perspectiva de su soledad’. (Subdesarrollo, 63)

El carácter de “juventud” de la revolución es confirmado por Ernesto Che Guevara en un discurso en el que apela al estímulo moral para superar la caída en la corrupción de la materia: “Había olvidado yo que hay algo más importante que la clase social a la que pertenece el individuo: la juventud, la frescura de ideales, la cultura que en el momento en que se sale de la adolescencia se pone al servicio de los ideales más puros” (Obras, 194).

La masa está por detrás de la vanguardia revolucionaria y a veces ésta se queda por detrás de las demandas de la masa. Por otro lado,

los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó. (Otra vez se plantea el tema de la relación entre forma y contenido.) La desorientación es grande y los problemas de la construcción material nos absorben. No hay artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria. Los hombres del Partido deben tomar esa tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo. (Obras, II, 20)

El mismo desprecio por el valor de las riquezas acumuladas que, según Vespucio, era común entre los nativos de América y según Tomás Moro lo era también de Utopia, es recuperado por algunos intelectuales revolucionarios como virtud. Pero su justificación debe radicar en valores consagrados por alguna tradición en curso. Harvé Le Corre, analizando el cristianismo y revolución en Eliseo Diego entiende que el autor insiste en el paralelismo del “ideal de pobreza” del cristianismo y del Che tanto como de la misma Revolución cubana. “no es de extrañar que la Revolución castrista desempeñe dentro de esta poesía la misma función ética que el movimiento de liberación nacional sesenta años antes, y que el neo-colonialismo norteamericano había comprometido: o sea, instalar en Cuba un orden basado en la pobreza, considerada por el poeta en la más alta expresión de la espiritualidad cristiana” (136). La escritura es, para el poeta “el lugar último hacia donde convergen, marcadas por la problemática central del sacrificio y de la redención, del renunciamiento y de la creación, así como de un ideal de pobreza, las figuras de Cristo y el Che, conciliación, en una misma experiencia poética eminentemente espiritual y ascética, de la religión y de la historia, del Cristianismo y la Revolución” (148).

Pero esta no es exactamente la idea del Che. No es la pobreza el objetivo sino su su ausencia, debido a una nueva forma de ver el mundo y de organizarlo. Para que esta virtud se haga realidad antes es necesaria una nueva sociedad donde, como en Utopia, la ausencia de las necesidades básicas insatisfechas no deviene por la acumulación de riquezas sino, por el contrario, por la ausencia de su causa: la codicia. El 15 de febrero de 1966, antes de partir a una nueva empresa revolucionaria, Ernesto Guevara le escribe una carta de despedida a su hija Hilda. Después de recomendaciones para ser una buena revolucionaria, dice: “Yo no era así cuando tenía tu edad, pero estaba en una sociedad distinta, donde el hombre era el enemigo del hombre. Ahora tú tienes el privilegio de vivir otra época y hay que ser digno de ella” (Epistolario, 33).

Mario Benedetti veía en su tiempo este terremoto político-existencial. Varias veces, a principios de los ’70, publicará la misma idea: “La revolución es siempre el acontecimiento cultural más importante al que una comunidad puede y debe asistir” (Revolución, 104). “Los profetas de este siglo, desde George Orwell hasta Nicholas Meyer, son augures de ignominia o de la catástrofe, y sus razones tendrán. Pero los profetas del mundo que era viejo antes de ser nuevo eran más optimistas” (Cómplice 62). Pero esta nueva conciencia, casi religiosa, es capaz de transmutar el dolor en felicidad. Muchos años después de la derrota política, en su poema “La alegría de la tristeza”, Benedetti continúa reconociendo este camino purificador del yo salido de su torre de marfil: “el dolor por el dolor ajeno / es una constancia de estar vivo” (Paréntesis, 140).

Pero la sociedad nueva no es sólo la consecuencia del progreso de la historia sino también producto de la recuperación de un pasado suprimido por la violencia de la corrupción de esa misma historia. De alguna forma, esta sociedad nueva ya existía antes de la historia (oficial). Eduardo Galeano, en El libro de los abrazos (1989) reúne pasado y futuro, mito americano y utopía europea en un locus (“nuestras tierras”) que sustenta el renacimiento de la nueva sociedad:

La comunidad, el modo comunitario de producción y de vida, es la más remota tradición de las Américas, la más americana de todas: pertenece a los primeros tiempos y a las primeras gentes, pero también pertenece a los tiempos que vienen y presiente un Nuevo Mundo. Porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas tierras nuestras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo: como la viruela, la gripe, vino de afuera. (121)

Y en Sur (1982), refiriéndose a Lautreamónt en el siglo XIX, Juan Gelman traduce esta idea social a la misma literatura: “solamente a un uruguayo se le puede ocurrir que la poesía / debe ser hecha por todos y no por uno / que es como decir que la tierra es de todos y no solamente de uno” (Sur, 67).

 

7.3 El estímulo moral

La sociedad nueva cubana nace de una revolución sin ideología definida. Sus mismos integrantes reconocen que esa teoría se va haciendo en la práctica. La reivindicación de la tierra es un elemento que el mismo Guevara desconocía en toda su magnitud hasta que los años en Sierra Maestra de enseñan cuáles eran las preocupaciones reales de ese pueblo. La revolución proletaria no tiene nada de proletaria; su elemento principal es el campesinado. Por esta razón, en sus teorías sobre la guerrilla latinoamericana, Guevara insistirá años después en que los “focos” revolucionarios debían iniciarse en las zonas rurales.

Pero el contexto de la Guerra fría y la tradición del marxismo como alternativa teórica y práctica a la más larga tradición de la colonia y el dominio oligárquico en América Latina llevan a la Revolución cubana a definirse finalmente como comunista en un sentido europeo.

No obstante, la sociedad nueva cubana continúa siendo un proyecto que trasciende este modelo racional europeo. El rígido materialismo dialéctico o la planificación estricta del estado, como una maquinaria comunista que sustituye a la maquinaria capitalista, no es tal en el centro del paradigma de sus principales protagonistas. Ernesto Che Guevara insistirá en el “estímulo moral” como centro de su pensamiento y de su acción. Este estímulo moral como en la tradición de Quetzalcóatl o Viracocha, procede del líder justiciero, el revolucionario, aquel que ha visto la dirección de la historia, su fatalidad, y la ha precipitado. Pero su objetivo no es el mismo dios ni su reino celestial sino el pueblo mismo, el orden espiritual del Cosmos que florece de la materia muerta.

Una vez fundada la nueva sociedad, la realidad resistirá las aspiraciones del cambio radical. Guevara, en un discurso ante un público joven, observa que la valentía demostrada por la Juventud rebelde en Playa Girón no se reflejaba de la misma forma en el trabajo (Obras, 163). “La seriedad que debe tener la juventud de hoy para afrontar los grandes compromisos —y el compromiso mayor es la construcción de la sociedad socialista— no se refleja en el trabajo concreto” (163).

Ernesto Guevara considera que el estímulo moral de la utopía debe ser suficiente, tanto en la guerrilla de liberación como en la construcción de la nueva sociedad. Aquí la clausura política y existencial han desparecido por completo. La apertura política significa la posibilidad de una sociedad totalmente nueva, mientras la apertura existencial entiende que es posible el Hombre nuevo, una nueva forma de ser humano basada en una nueva moral, en una nueva forma de ver el mundo donde la opresión y la explotación —la injusticia social— no existan o sean consideradas como crímenes.

El trabajo debía dejar de ser un castigo bíblico para convertirse en parte de la alegría creadora, revolucionaria. “Ustedes que tienen que construir un futuro en el cual el trabajo será la dignidad máxima del hombre, el trabajo será un deber social, un gusto que se da el hombre, donde el trabajo será el creador máximo” (164). Cuando esto no ocurre se debe a una falla, “una falla de organización, de esclarecimiento, de trabajo. Una falla además, humana” (164). Más estimulante que la rutina son aquellos momentos en que se prueba el valor de cada uno “aquello que rompe la monotonía de la vida”, como ocurrió cuando la juventud defendió la Revolución contra los aviones yanquis “y de pronto a alguien le tocaba la suerte de ver que sus balas alcanzaban un avión enemigo. Evidentemente es el momento más feliz en la vida de un hombre. Eso nunca se olvida” (164). Pero el estímulo moral no debía agotarse en los momentos gloriosos de lucha sino que debía continuarse en el día a día de la construcción de la nueva sociedad. Cuando esto no ocurre, se debe a que esa generación “conserva todavía la mentalidad antigua, la mentalidad proveniente del mundo capitalista, o sea que el trabajo es, sí, un deber, es una necesidad, pero un deber y una necesidad tristes” (164). “Y si se nos dijera que somos casi unos románticos, que somos unos idealistas inveterados, que estamos pensando en cosas imposibles, y que no se puede lograr de la masa de un pueblo el que sea casi un arquetipo humano, nosotros tenemos que contestar, una y mil veces que sí, que sí se puede, que estamos en lo cierto, que todo el pueblo puede ir avanzando, ir liquidando las pequeñeces humanas” (169). “Será así, porque ustedes son jóvenes comunistas, creadores de la sociedad perfecta, seres humanos destinados a vivir en un mundo nuevo de donde habrá desaparecido definitivamente todo lo caduco, todo lo viejo, todo lo que represente la sociedad cuyas bases acaban de ser destruidas” (169). Guevara pone como ejemplo la renuncia de una funcionaria del Ministerio de Industria, porque su esposo no toleraba que ella saliera sola por las provincias a realizar su trabajo. “¿Qué indica esto? Pues, sencillamente, que el pasado sigue pesando en nosotros; que la liberación de la mujer no está completa. Y una de las tareas de nuestro Partido debe ser lograr su libertad total, su libertad interna, porque no se trata de una obligación física que se imponga a las mujeres para retrotraerse en determinadas acciones; es también el peso de una tradición anterior” (177).[9]

En una sociedad nueva, revolucionaria, el estímulo moral ya no está supeditado al estímulo material (propio de la Conquista y del imperialismo capitalista):

Y éstas son dos cosas que constantemente van chocando y van integrándose dialécticamente en el proceso de construcción del socialismo: por un lado los estímulos materiales necesarios, porque salimos de una sociedad que no pensaba nada más que en estímulos materiales y construimos una sociedad nueva sobre la base de aquella vieja sociedad, con toda una serie de traslados en la conciencia de la gente de aquella vieja sociedad, y porque no tenemos lo suficiente todavía para dar a cada cual según su necesidad. (179)

Lo material, lo opuesto al espíritu de nuevo hombre, de la nueva sociedad, es sólo un mal necesario: “el interés material estará presente durante un tiempo en el proceso de construcción del socialismo. Pero, precisamente, la acción del Partido de vanguardia es la de levantar al máximo la bandera opuesta, la del interés moral, la del estímulo moral, la de los hombres que luchan y se sacrifican y no esperan otra cosa que el reconocimiento de sus compañeros” (179). (Subrayado nuestro) Más importante que cualquier estado planificador, que la construcción o decontrucción de la infraestructura es “el estímulo moral, la creación de una nueva conciencia socialista” (179).

El estímulo material es el rezago del pasado, es aquello con lo que hay que contar, pero a lo que hay que ir quitándole preponderancia en la conciencia de la gente a medida que avance el proceso. […] El estímulo material no participará en la sociedad nueva que se crea, se extinguirá en el camino y hay que preparar las condiciones para que ese tipo de movilización que hoy es efectiva vaya perdiendo cada vez más su importancia y la vaya ocupando el estímulo moral, el sentido del deber, la nueva conciencia revolucionaria. (179)

En su ejercicio de reescritura de la historia acentuando los valores marginales y reprimidos por la cultura hegemónica, Eduardo Galeano resalta que en Vancouver “los indios celebran torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón; y desde un alto promontorio echaban al mar sus mantas y vasijas. Vencía el que se despojaba de todo” (Abrazos, 126). Lo que si bien alude y se opone a la ambición capitalista ya sugerida por Américo Vespucio y Tomás Moro, también significa una concepción opuesta a la soviética o a la socialista europea.

 


[1] La oposición alegría/tristeza había sido planteada por Nietzsche como el opuesto espíritu griego/espíritu cristiano, libertad/esclavitud. En El nombre de la rosa (1980) Umberto Eco, de forma insistente pone en boca de uno de los monjes la idea de que la risa es una forma de pecado, ya, aparentemente, que Jesús nunca se había reído.

[2] Las letras de tango convirtieron la clausura política en clausura existencial. Ernesto Sábato elogió repetidas veces la “profundidad metafísica” de este género musical, lo que significa que la lupa en este aspecto esté puesto en lo no político. Pero muchas veces lo político se convierte en apolítico, en metafísico, por una simple operación de despojo ideológico o histórico, como en “Siglo XX cambalache”, se Santos Discépolo.

[3] “El estilo joven de una revolución” en Cuadernos de Marcha, Número 3, Montevideo, Julio de 1967.

[4] Si Benedetti alude con desprecio a Borges, Neruda parece hacer lo mismo con Santa Teresa de Avila por representar esa tradición del martirio y el sufrimiento en desprecio de los valores epicúreos, más propios de los revolucionarios del siglo XX: “Si digo como la gallina / que muero porque no muero / denme un puntapié en el culo / como castigo a un mentiroso” (Neruda, Antología, 191).

[5] En este análisis he seguido el criterio de eludir las anécdotas personales, propias de un ensayo; en cualquier trabajo también sigo el critero de nunca exponer la correspondencia privada. En este breve espacio, creo de valor complementario recordar unas palabras recientes que me enviara Eduardo Galeano, los últimos días de 2007 mientras me encontraba atrapado en la nieve y la soledad de Chicago: “valga la ocasion para desearte lo mejor en el año naciente, con palabras de un amigo mío: que los dias sean alegres como los colores de una verdulería”.

[6] “En una ocasión (incluso en un largo reportaje que le hice en 1969). Roque ha reconocido sus lazos con el fútbol, el tango, el lunfardo y el humor rioplatenses. Fundamentalmente este último ha dejado indudable huella en sus poemas. El sesgo irónico de Taberna y los libros sucesivos no es por cierto demasiado centroamericano y más bien entronca con Macedonio Fernández y hasta Bustos Domeq; también, a través de ellos, con el sutil humor inglés, una de las pocas cosas buenas que nos dejó en la región el colonialismo británico” (Benedetti, Cómplice, 221)

[7] Lo que recuerda la euforia dionisíaca de F. Nietzsche en su introducción a Ecce Homo (1888). También la recurrencia al pesimismo de los esclavos que aparece Humano, demasiado humano (1878).

[8] “¡Cantar de la tierra mía / que echa flores / al jesús de la agonía, / y / es la fe de mis mayores! / ¡Oh, no eres tú mi cantar! / ¡No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero, / sino al que anduvo en el mar!” (Machado, Saeta, ….)

[9] “Y en esta nueva etapa que vivimos, en la etapa de construcción del socialismo, donde se barren todas las discriminaciones y sólo queda como única y determinante la dictadura, la dictadura de la clase obrera, como clase organizada sobre las demás clases que han sido derrotadas; y la preparación en un largo camino que estará lleno de muchas luchas, de muchos sinsabores todavía, de la sociedad perfecta que será la sociedad sin clases, la sociedad donde desaparezcan todas las diferencias, en este momento no se puede admitir otro tipo de dictadura que no sea la dictadura del proletariado como clase. Y el proletariado no tiene sexo; es el conjunto de todos los hombre y mujeres que, en todos los puestos de trabajo del país, luchan consecuentemente para obtener un fin común” (177).

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