Sobre Juan Carlos Onetti

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Las transparencias de un texto

 

«Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar»  (El astillero, 1961)

 

De la primera  a  la tercera persona

 

¿En qué consiste el relato en tercera persona? Podríamos decir que la narración en tercera persona no es otra cosa que la crónica y el comentario cuando el narrador es dios. Un dios que inventa pero ha asumido–o hemos asumido los lectores–que sólo relata lo que observa–un dios pasivo o el Dios de Spinosa. En una obra de ficción, el observador omnipresente es igual al creador (entendiendo por “creador” tanto al escritor como al lector). Pero el escritor/lector crea cada paso que narra y, por un mecanismo que se llama literatura o ficción es convertido en observador pasivo. Paradójicamente, se convierte en un observador que nada puede hacer para alterar el destino de los personajes, el transcurso de los acontecimientos (es el Dios de G.W. Leibniz, de Spinoza, de John Stuart Mill[1]). Si así lo hiciera, perdería inmediatamente su condición de dios omnipresente para convertirse en un dios personal, en el narrador en primera persona. Éste, bien pudiese ser el tipo de narración que se lee en breves pasajes de algunos textos sagrados, como el Antiguo Testamento. Pero nunca aparece con la misma categorización narrativa desde el principio hasta el final de una obra dada, sea de ficción literaria o de ficción/crónica religiosa. Al menos que–ahora de forma consciente–un día alguien se tome el trabajo de escribir una novela bajo estos preceptos–la tercera persona que modifica los acontecimientos e influye sobre sus propios personajes y no se convierte, en ningún momento, en primera persona.

 

Tradicionalmente–dice Franz K. Stanzel–la oposición entre “perspectiva interna y externa incluye la distinción tradicional entre punto de vista omnisciente y limitado. Hay una gran afinidad entre perspectiva externa y omnisciencia, y una incluso mayor entre perspectiva interna y punto de vista limitado. Hay también una gran afinidad entre perspectiva interna y visión interior, pero como conceptos teóricos deben ser separados. Las visiones interiores, que son los pensamientos de los personajes, también pueden presentarse desde la perspectiva externa de un narrador autoral” (Stanzel, 260).

 

Ahora, sólo con la observación absoluta no basta. También es necesario conocer lo invisible: los pensamientos y las emociones de cada personaje. Para ello hay dos caminos: el narrador en tercera persona simplemente puede apropiarse del interior de los personajes, hablar de los otros como si hablara de sí mismo; hablar de si mismo como si fuese otros; o, en su defecto, adivinar esa interioridad basándose en los reflejos humanos de los pensamientos y de las emociones, esto es, los gestos y las palabras–“un leve balanceo de la cabeza denotaba confusión…”

 

Éste es el caso de Los Adioses. El narrador está humanizado en uno de los personajes. Dios se ha hecho hombre para convivir con los misteriosos mortales. Y–al igual que en la tradición teológica cristiana–el narrador omnisciente no pierde al “rebajarse” a la condición de ser humano, sino todo lo contrario: su ganancia es doble: por un lado adquiere los defectos de sus destinatarios –los lectores; por otro, se hace comprensible para los mismos, habla su mismo idioma, el idioma de los defectos, las mezquindades, las imperfecciones. El narrador pasa a ser dato del problema.

 

Fernando Ainsa, en Las trampas de Onetti [2], dice: “La contemplación de lo que hacen los demás es la condición ideal del testigo y forma inequívocamente el punto de vista desde el cual una historia es narrada. En esa misma medida, las novelas y cuentos son relativizados en la formulación de sus posibles verdades y convertios en una hipótesis agresiva de arbitrariedad cierta”. Y más adelante, refiriéndose a Los adioses: Esa relativización por la marginalidad y el aparente desinterés del protagonista en contarla, hace que “una historia sea conocida, sin entenderla bien”. […] “El procedimiento de contar la historia a través de la versión de terceros, pasivos y espectadores de las acciones de los protagonistas principales, permite a Onetti amortiguar la explicación de toda emoción y, fundamentalmente, de toda certeza”.

 

Fenomenología general  de la forma narrtiva

 

El pozo refleja el punto de vista existencialista que se haría célebre por causa de otra novela francesa, La náusea, publicada el mismo año, en 1939. El uso del relato en primera persona no responde sólo a una razón de estilo. Rara vez sólo el estilo, la técnica o la mera invención logran sostener una propuesta literaria más allá de la anécdota. “Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía todo por primera vez. Hay dos carteles, sillas […] Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente una de las axilas […] Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sensilla: Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo…” En este caso–como en La náusea–el mundo está visto a través del protagonista-narrador-lector. El lector debe perder su yo e incorporarse a la experiencia angustiante de ser uno-solo-en-el-mundo hasta los límites del solipsismo, donde la existencia del mundo queda reducida a su sospechosa percepción.

 

Aquí el relato se encuentra cerrado y abierto al mismo tiempo: sólo tenemos la perspectiva de una persona que se confunde con el autor-narrador. Por otro lado, si el lector se desprende de la subjetividad del protagonista-narrador quedará más libre de conjeturar: el protagonista-narrador irradia su subjetividad, es posible que se equivoque en sus percepciones, como un demente nos narra un hecho y nosotros, los lectores-intérpretes nos consideramos capaces de separar los hechos de la subjetividad del protagonista-narrador. Diferente, el dios-narrador nos limita esta posibilidad: no podemos saber más que él. De hecho, es probable que el dios-narrador nos esté ocultando datos, hechos, causas, futuras consecuencias. Nos lo oculta para engañarnos, entretenernos o entretenerse él con nosotros. Lo asumimos. El protagonista-narrador puede ser genial, pero en todo momento es un par nuestro, posee nuestra misma condición ontológica. Incluso puede ubicarse debajo del lector, escondido en la forma de un idiota, de un niño, de un déspota o de un inmoral. El lector, entonces, es capaz de ver a través de su protagonista-narrador; ver hechos, verdades y mentiras. El relato ocurre en un nivel próximo al lector, pero el texto se desarrolla, con todas sus lecturas, más allá de esa transparencia, semi-transparencia u opacidad. Ver más y mejor de lo que puede hacerlo el protagonista hundido en su contexto ficticio, alucinante. Sin embargo, lo mismo no es posible–o casi no lo es–cuando nos enfrentamos al dios-narrador. Sólo una lectura meta-texutal podría ir más allá de la narración del dios: es decir, el lector podría advertir posibilidades éticas, ideológicas del texto. Pero si nos remitimos al campo específico de la ficción, la verdad de los hechos estaría controlada y decretada por el dios-narrador. Toda hermenéutica se reduciría a su interior, a su texto: como si una catástrofe mundial hubiese dejado solamente ese texto para que los nuevos hombres y mujeres recuperasen la memoria, una memoria parcial, dirigida por el dios-narrador, incompleta, cierto, pero sería lo única referencia textual de un universo que dejó de existir o existe sólo dentro de los márgenes de ese texto. Ejercicio que no se diferencia mucho del que ejercen algunas sextas fanáticas y religiosas: se cuentan las palabras heredadas, se las congela y toda nueva verdad deberá remitirse a ellas. Lo que el dios-narrador omita no existe; lo que él dice no se contradice.

 

En el primer caso el autor–el escritor–queda absuelto de sus ideas, de sus juicios y prejuicios–: todos recaen en la naturaleza independiente de su creación, de su personaje. Es probable que los méritos del personaje recaigan sobre su creador; no así sus defectos que, paradójicamente, podrían constituirse en las virtudes de la creación. En el segundo caso, una lectura metatextual lo responsabilizará por sus errores.

 

Dentro del texto–Los adioses–existen otros textos, una sociedad de textos a través de cuyas sucias transparencias el lector y los protagonistas deberán ver. Son los diálogos, las cartas que llegan de lejos, los fragmentos “materiales” que también engañan.

 

La transparencia permite ver otras realidades, pero esas realidades están deformadas por su propio cuerpo, por la heterogeneidad de su transparencia, por la suciedad que la oscurece y la confunde: prejuicios, imposibilidad de confirmaciones, creaciones equívocas que no poseen una categoría epistemológica diferente al resto de las confirmaciones verdaderas.

 

En Los adioses el uso de tercera persona no alcanza la categoría del dios-narrador. No ha habido un momento de revelación negativa; desde el comienzo sabemos que el que narra los hechos es uno de los personajes y, por lo tanto, la narración procede desde dentro del mismo texto. Es el texto–a través de una de sus partes–que se construye a sí mismo, como un gusano de ceda entreteje su propio capullo. “[Yo] Quisiera no haber visto del hombre…”  Así comienza Los adioses, ubicando al lector en el lugar que el texto quiere ubicarlo, evitando otro posible juego, otro posible desengaño que bien hubiese sido parte del mismo autor de otros textos. Desde entonces sabremos que es un observador privilegiado, tendrá gran parte de nuestro crédito, pero será víctima también de nuestra crítica y discrepancia. Su categoría ontológica lo permitirá. También permitirá igualarnos con él y, de alguna forma, participar en la narración, introducirnos como lectores-personajes en el texto para participar de la vergüenza de sus errores, de sus prejuicios, que son los nuestros y de nadie más. En ningún momento el autor es responsable de la trampa literaria: no tenemos excusa, el autor está ausente y somos nosotros quienes reconstruimos la conducta histórica y colectiva de enjuiciar hechos y personas por sus apariencias. Esta reconstrucción que hace el protagonista-narrador–y es fuertemente confirmada por el lector–se debe a la misma necesidad humana de unir hechos inconexos, de obtener una estructura coherente en un conjunto caótico, lo cual no es otra cosa que la mismo fenómeno narrativo: dados ciertos acontecimientos, párrafos, capítulos, siempre–o casi siempre–se obtendrá una historia, una conexión muchas veces cautiva de la concatenación de causas-efectos, ya sean físicos, psicológicos o sociales. La reconstrucción nos pertenece a los lectores-observadores, en una novela, en un cuadro o en la realidad fragmentada de una ventana. Los hechos pueden ser dados–si suscribimos cierta idea de realidad exterior–, pero la narración nos pertenece y está construida con los únicos materiales que conocemos: aquellos que aprendimos a manejar en nuestra sociedad, juicios y prejuicios, razones y absurdos que han modelado nuestra identidad y nuestra visión de las cosas y de los otros.

 

Desde el momento en que no somos dioses, todo es objeto de lectura y de interpretación: la mirada de una mujer, la curiosidad de un perro, el movimiento de las nubes. Esa interpretación única es libre: está dirigida por las ideologías y los paradigmas–éticos y cosmogónicos–que forman parte de nuestra existencia individual y social. Lo único absoluto son las diferencias: la lectura de un texto–de una realidad–puede estar condicionada por el propio texto, por la propia realidad o no. En el texto pueden estar incluidas las leyes que regirán la conducta del lector y éstas pueden ser leyes liberales o autoritarias.

 

En el caso de la narración en primera persona estamos ante leyes liberales o democráticas–si se me permite la metáfora–ya que el lector se encuentra más libre de recurrir a un conjunto más amplios de prejuicios–los de su propia realidad, los del resto del Universo humano. Generalmente la narración en tercera persona incluye dentro de su cuerpo la imposición de una visión privilegiada. Si logramos cuestionarla corremos el riesgo de salirnos del texto. Es una herejía y, por lo tanto, seremos expulsados de la sexta. No se puede cuestionar una sola palabra del dios-narrador sin dejar de creer en él, en todo su texto. La narración en tercera persona nos requiera fidelidad ortodoxa.

 

En cambio, al cuestionar al personaje-narrador no nos estamos saliendo del texto: lo estamos reconstruyendo desde dentro del mismo, usando o modificando sus leyes humana de reracionamiento que existe entre cualquiera de los personajes, del personaje-narrador y del lector-personaje.

 

Sobre la independencia de un texto

 

Es verdad que se puede considerar al texto como un universo propio, “independiente” de su autor y del resto del universo. Esta consideración es un ejercicio intelectual totalmente válido, gracias al cual se pueden obtener una riqueza significativa que no se obtendría si nos dejásemos engañar por la idea de que el autor es la palabra autorizada para interpretar su propia obra.

 

Sin embargo, ésta no es más que una formulación ficticia. Sería una falsedad absoluta declarar que un texto puede tener una vida independiente, ya que cada palabra está impregnada de intertextualidades: de historias, sociales y personales. De hecho, eso es lo que se pretende delos Libros Sagrados: la interpretación al pie de la letra pretende que el mensaje dependa del significado de cada palabra, de cada frase, de cada párrafo y de cada metáfora. Sin embargo, como esto es imposible–la independencia metatextual–, toda interpretación se la asienta en el contexto social, político, económico y cultural del lector ya que éste es transparente, es decir, no es percibido por el lector con la intencsidad que podría percibir un cambio semiótico, como ser la interpretación “aparentemente” contradictoria de una orden o prescripción atendiendo “rigurosamene” al contexto socio-cultural original. Lo cual es un error flagrante cuando se busca la intención original del texto y no el mero proselitismo o la justificación teológica de una determinada sexta.

 

Es, en este sentido, que me animaría a firmar que para una exhaustiva revisión e interpretación de una novela–o cualquier otra obra de ficción–más importante que la consideración del autor lo es la consideración del contexto socio-cultural en la cual se concibe la obra. Desde este punto de vista–el más interesante, creo yo–el autor es casi un detalle prescindible, una anécdota a veces molesta para la literatura y algo interesante para el oficio de vender libros.

 

La tercera persona en Los adioses

 

En La vida breve la conciencia–del texto, del autor–acerca de este juego de transparencias, de puntos de vistas narrativos, nos hace un guiño que es resumido por Rodríguez Monegal[3]: “Y si Onetti crea a Brausen, por un acto de imaginación (…) Brausen crea a Juan María Arce y, luego, a Díaz Grey por un expediente similar” Y, más adelante: “[En Los adiosesintenta una nueva forma de narración: el relato en tercera persona que, sin embargo, asume un único y exclusivo punto de vista. […] Aquí la perspectiva desde la que se ve toda la novela, está fijada por un personaje secundario, que equivale a un testigo y es, realmente, un ‘narrador’. La distinción entre autor y narrador es mucho más clara en esta novela que en La vida breve. Por eso, Los adioses, si bien es inferior a otras novelas de Onetti, es un relato de gran importancia para comprender su visión narrativa” (Monegal, 40)

 

Ahora, entremos directamente a la espesura del texto y cortemos un ejemplo directamente de allí: “El doctor Gunz le había prohibido las caminatas; pero solamente usaba el ómnibus para volver al hotel cuando llevaba en el bolsillo uno de los sobres escritos a máquina. Y no por la urgencia de leer la carta, sino por la necesidad de encerrarse en su habitación, tirado en la cama con los ojos enceguecidos en el techo, o yendo y viniendo de la ventana a la puerta, a solas con su vehemencia, con su obsesión, con su miedo a la esperanza, con la carta aún en el bolsillo…”[4]

 

En este párrafo podemos ver una técnica característica no sólo de Los Adioses, sino de otras novelas de Onetti: El relato en primera persona desde el punto de vista del dios-narrador, es decir, de la tercera persona. De esta forma, el protagonista-narrador no pierde su condición humana, conjetural, pero asume uno de sus defectos como virtud divina: la imposible capacidad de penetrar en la subjetividad ajena, en su intimidad, se convierte en fuente de conocimiento. Este conocimiento será, un nuevo filtro o transparencia. El lector, al despegarse del narrador, deberá decidir la construcción del relato: la información que recibe es sobre el personaje aludido, sobre el narrador o sobre ambos, aunque deformada. De nada–o con efecto inverso–servirá la aclaración que hace una página más tarde: “estaba solo, y cuando la soledad nos importa somos capaces de cumplir todas las vilezas adecuadas para asegurarnos compañía, oídos, ojos que nos atiendan. Hablo de ellos, de los demás, no de mí”

 

Finalmente, las cartas que lee el protagonista-narrador es capital para la “resolución” de la trama. O, mejor dicho, sólo para “completarla”. Las cartas poseen una categoría material superior a las conjeturas del narrador. Su lectura es la misma que hubiese hecho un dios-narrador mientras la mujer la estaba escribiendo o mientras permanecía oculta en la oscuridad de un cajón. La revelación por parte de uno de los protagonistas posee un efecto doble: no sólo actúa sobre el lector, sino sobre otro protagonista, en este caso, el narrador.

 

Sin embargo, si bien aceptamos que la carta–el fragmento–es una revelación, el texto incuestionable, al hacerlo no estamos haciendo otra cosa distinta a lo que ya habíamos hecho junto con el narrador: conjeturar. Deducimos o abducimos según relaciones no probadas: la carta debió ser escrita por la mujer imaginada, debió estar dirigida al enfermo, aludía a quien suponemos era su hija, a una relación diferente a la supuesta anteriormente. Adivinamos que hasta el autor–Onetti–asumía los mismos hechos. Pero, en cambio, no lo hace el texto: él nos ha enseñado a desconfiar. No podemos fiarnos de una conjetura ajena donde no hay dios-narrador. Todo son presunciones y prejuicios que el lector–como el narrador–une, construye, arma como un mosaico, inventando las partes que faltan.

 

Onetti: técnica y autor

 

Dijimos que la cosmovisión del autor se refleja en el uso de sus técnicas de escritura. Brevemente, podemos decir que en Onetti el escepticismo y la desconfianza forman un par dinámico que se retroalimenta y genera su mundo propio, que no es más ni menos ficticio que el realismo de los grandes empresarios, de ministros y lustrabotas.

 

En el caso de Onetti, si no fue totalmente consciente de ellos, por lo menos lo dejó expresó con lucidez: “Para Dorotea Muhr, que me ha estado queriendo por más tiempo que ninguna otra, y me ha mentido menos que las demás, y mejor[5] Claro, no es posible ser un sobreviviente escéptico y al mismo tiempo carecer de ironía.

 

José Donoso dice, en el prólogo a El Astillero su mundo abierto pero sofocante nos convence de la existencia de su tiempo y de sus fluctuaciones […[ nos agudiza la emoción al no darnos soluciones, sino proponernos una encadenación de preguntas. ¿Quién las contestará? Nadie, es evidente.”

 

Ahora, el mundo onettiano es abierto y cerrado al mismo tiempo. Desde un punto de vista semiótico, la apertura está dada en la lectura ambigua, plurisignificante. En cierta forma el lector no encontrará interpretaciones amuralladas, nunca será pasivo: deberá interpretar, su trabajo será el de un monje que ejercita la hermenéutica, el de un cabalista que explora otras posibilidades textuales.

 

Sin embargo, desde un punto de vista existencial, se podría decir que el mundo onettiano está cerrado. Lo han cerrado la falta de esperanzas, de redención, el escepticismo. ¿Es contradictoria la técnica con la visión cosmogónica del autor? No, en absoluto. ¿Qué infierno más temido puede haber que la duda y la infinita ambigüedad, la indefinición? ¿Qué universo más cerrado puede haber que el laberinto, por más amplio que sea–por su misma amplitud?

Jorge Majfud

 

Bibliografía

 

  • Ainsa, Fernando. Las trampas de Onetti, University of Yale, 1970
  • Onetti, Juan Carlos. El astillero. Seix Barral, 1978.
  • Onetti, Juan Carlos. El pozo, para una tumba sin nombre. Ed. Seix Barral, 1979
  • Onetti, Juan Carlos. La vida breve. Sudamericana.
  • Onetti, Juan Carlos. Los adioses. Ed. Grijalbo Mondadori. S.A. Barcelona 1995
  • Rodríguez Monegal, Emir. Prólogo de Obras completas de Juan Carlos Onetti. Ed. Aguilar, Madrid 1979.
  • Saer, Juan José. Más allá de las modas. Phcuentos Nro. 1
  • Stancel, Franz K. Towards a Gramar of fiction, 1978.

 

 


 

[1] Guillermo de Conches decía que Dios podía hacer un ternero del tronco de un árbol, pero jamás lo había hecho.

 

[2] Ainsa, Fernando. Las trampas de Onetti, University of Yale, 1970.

 

[3] Rodríguez Monegal, Emir. Prólogo de Obras completas de Juan Carlos Onetti. Ed. Aguilar, Madrid 1979.

 

[4] Onetti, Juan Carlos. Los adioses. Ed. Grijalbo Mondadori. S.A. Barcelona 1995. Pág. 40.

 

[5] Saer, Juan José. Más allá de las modas. Phcuentos Nro. 1

 

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La clausura existencial y la clausura política en la literatura latinoamericana

(Texto completo con notas al pié)

Bibliografía IV 

La clausura existencialista

El tono existencialista dominante en la literatura del Cono Sur de mediados de siglo XX coincide con una estética sin fe, escéptica o nihilista. Esta no es sólo la influencia europea del existencialismo y el surrealismo sino una síntesis que, como el tango rioplatense, tiene características propias. “Si el hombre europeo tiene motivos de angustia [ante la crisis de la Modernidad], los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (Sábato, Apologías, 110). Este escepticismo, diferente al de Jorge Luis Borges, no se resuelve en un juego esteticista o en la especulación nihilista.[1] Más bien se aproxima a la reflexión filosófica, pero no tiene fe en una verdad transformadora a través de la inmersión social. Por el contrario, se burla de la vulgarización del vulgo desde un plano superior, aunque pesimista. Mario Benedetti, desde una ideología y una conciencia de clase diferente, comenzará percibiendo la clausura existencial antes de cualquier intento por romperla. En Poemas de la oficina (1953-1956) describe este mundo exterior que no se diferencia de su mundo interior. Reflexionando sobre sus sueños y su sueldo en sus manos, poetiza: “aquella esperanza que cabía en un dedal, / evidentemente no cabe en este sobre […] que me pagan, es lógico, [por] dejar que la vida transcurra” (Invetnario, 217). En otro poema, “Hermano”, repite esta idea del transcurrir rutinario hacia ninguna parte: “siempre en el mismo cargo / siembre en el mismo sueldo” (Invetnario, 228). Eduardo Nogareda, en el prólogo a La tregua (1960) cita a Josefina Ludmer[2] según la cual “el rasgo esencial en las novelas de Benedetti es la no existencia de procesos de transformación (del héroe ni del relato): las escenas de apertura (del relato, del estado del héroe) y de desenlace son las mismas, narran el mismo estado; en el medio se encuentra la esperanza de rescate y de salvación pero fracasa [,] es negada” (Tregua, 55). Nogareda complementa esta idea: “el hecho —profusamente comentado por la crítica— de que La tregua carezca de una verdadera progresión en las acciones, es otro aspecto relacionado con el tema de la fatalidad y, consecuentemente del pesimismo, ya que éstas son dos ramas del mismo árbol” (56).

Lo mismo podríamos observar de las novelas de Juan Carlos Onetti, El Pozo (1939), El astillero (1960), por poner sólo dos ejemplos. Como dijimos antes, ni Juan Carlos Onetti ni su obra pueden enmarcarse dentro de la Literatura del compromiso ni junto a los escritores comprometidos, aunque la vida pública de Onetti haya estado cruzada de referencias políticas. El autor y su obra —sus personajes, sus tramas— están clausurados por el escepticismo. No hay salida en El pozo (1939), ni en El Astillero (1963) ni en Los adioses (1954), ni en Juntacadáveres (1964) sino la resignación en la distopía. El tono precozmente existencialista de El pozo, tan semejante a La náusea (1938) de Jean Paul Sartre o El túnel (1948) de Ernesto Sábato se corresponden con las metáforas cerradas de sus títulos. El astillero es otra gran metáfora pero esta vez paradójica: no se construyen barcos ahí, se los destruye lentamente, como la llovizna va borrando el contorno de los rostros. No se parte hacia ninguna parte sino hacia la nada, como en Los adioses.

Casi lo mismo podemos observar en las tres novelas de Sábato, El túnel (1949), Sobre héroes y tumbas (1960) y Abaddón, el exterminador (1974). La primera, con un desarrollo de novela policial y una poética existencialista, está explícitamente clausurada. La desesperación kafkiana y la nada de Jean Paul Sartre no derivan en la libertad creadora sino en la angustia, en le néant y en la nausée: “hubo un único túnel, oscuro y solitario, el mío” (Túnel, 4). El pintor Juan Pablo Castel se obsesiona con una mujer que parece comprender su obra y termina matándola. No es casualidad que la idea de salida y de ventana —es decir, ansiadas grietas de la clausura—, que de hecho articula la conexión entre los dos protagonistas, es central en la narración al mismo tiempo que imposible o frustrada. Aparte del rasgo fuertemente narcisista del personaje, importa recordar que éste desarrolla la metáfora del túnel mencionando que por momentos sus paredes eran de un grueso cristal por donde podía verse aquella mujer. La concepción del individuo aislado, alienado, es exaltada por la estética existencialista, más que por su propia filosofía. Desde el punto de vista de la Literatura del compromiso, podemos juzgar esta novela como el ejemplo radical de la alienación que, al haberse desgarrado el individuo de los otros, de su sociedad, busca la utopía de una comunicación con otro. Ese otro es, naturalmente, implicado en cuerpo y alma, en su sexo y en su “compresión” hasta que se confunda consigo mismo. La fusión de los amantes, que el en Romanticismo decimonónico era igualmente tormentoso e imposible, pero cuyas muertes significaban la salida y la unión definitiva, en El túnel no es más que la integración del elemento femenino al ego del protagonista, al alter ego de Sábato.

En sus otras novelas, este problema es advertido pero nunca solucionado. El mismo Ernesto Sábato reconoce que el pesimismo de la tercera parte de Sobre héroes y tumbas (1961), el “Informe sobre ciegos”, lo había preocupado. Le preocupaba la imagen que tendrían los lectores si él se moría antes de terminar la novela. Razón por la cual se apresura a escribir la cuarta y última parte con un tono esperanzador. De forma contradictoria, luego afirma que había decidido llevar a Martín[3] al suicidio, pero que éste decide salvarse. Quizás sea una forma de poner en términos congruentes lo que no lo es: Sábato afirma que sus personajes están vivos, y aunque él racionalmente es pesimista, la esperanza “que nace del pesimismo” es propia de una de sus verdaderas partes (un personaje, entiende el autor, es como en los sueños, una verdad incuestionable). Martín, el personaje que representa la pureza aún sin corromper de la adolescencia, es “pesimista en cierne como corresponde a todo ser purísimo y preparado a esperar Grandes Cosas de los hombres en particular y de la Humanidad en general, ¿no había intentado ya suicidarse a causa de esa especie de albañal que era su madre?” (Héroes, 26).

Sábato es consciente de esta clausura y procura crear en Martín una puerta de salida formulada en la nunca precisada idea de esperanza. Con su típico tono ensayístico, el alter ego de Sábato en Sobre héroes y tumbas reflexiona sin muchas esperanzas sobre la esperanza: “La ‘esperanza’ de volver a verla (reflexionó Bruno con melancólica ironía). Y también se dijo: ¿no serán todas las esperanzas de los hombres tan grotescas como estas? Ya que, dada la índole del mundo, tenemos esperanzas en acontecimientos que, de producirse, sólo nos proporcionarían frustración y amargura” (Héroes, 26). Alejandra —Argentina— le dice a Martín: “Vos sabés que antes se estilaba tener a algún loco encerrado en alguna pieza del fondo” (43). Pero la novela total, con su contrapunto de paralelos entre el pasado (la marcha de Lavalle) y el presente indican que ese “antes” significa “siempre”, pero de formas diferentes.[4] La loca, la Escolástica, vive recluida en una habitación guardando la cabeza de su padre. Toda la casa de Alejandra participa de la historia argentina y, al mismo tiempo, representa la historia congelada, un museo vivo de la locura y la decadencia. De forma repetida, a Martín, el observador inocente, “aquella casa le parecía ahora, a la luz del día, como un sueño” (90). La inversión de los elementos es un rasgo del surrealismo de entreguerras, como la cabeza del comandante Acevedo “metida en una caja de sombreros” (90). Martín se siente fascinado por esta realidad pero escapa hacia el sur cuando Alejandra se incinera, en un acto simbólico de purificación, en el mismo mirador. Como la ventana de El túnel donde se podía ver una misteriosa mujer, ese mirador se abre hacia la nada, hacia el absurdo trágico del pasado, de un presente sin futuro.[5] No hay nada más allá sino “una esperanza” verbalizada. Es paradójico y significativo que el capítulo paradigmático es el famoso “Informe sobre ciegos” cuando uno de los elementos arquitectónicos principales de la casa de Alejandra es el mirador. Este elemento es típico del pasado, pero además representa la visión, la observación y el aislamiento de quienes lo habitan, como una torre medieval. Es decir, como en Borges, se concibe el acto intelectual como un ejercicio de observación, una intervención intelectual para ver lo que los ojos no pueden ver (los ojos de los ciegos).[6] Si no se trata de la torre de marfil del modernismo y del art pour l’art, es la torre de hierro que representa el sentido trágico de la fatalidad del héroe en un mundo imposible de cambiar. Lo cual significa una diferencia radical con el paradigma de la Literatura del compromiso, más propensa a considerar la intelectualidad del mundo como la caverna de Platón o como la torre de Segismundo, de La vida es sueño (1635): la realidad existe, pero ha sido alienada por una cultura enceguecedora, por la ilusión, por le sueño que reproduce la explotación y retarda la toma de conciencia. Sobre todo, la Literatura del compromiso mantendrá su fe en intervenir y cambiar la realidad a través de la literatura y la toma de conciencia.

Desde las primeras páginas, el protagonista adolescente de Sobre héroes y tumbas, Martín, añora huir al Sur, hacia la pureza del “frío, limpieza, nieve, soledad, Patagonia” (Sábato, Héroes, 31). Es la misma fuga que realiza cien años antes otro Martín, el gaucho Martín Fierro, el personaje mítico de la literatura y la tradición popular del Cono Sur. Fierro huye de la civilización junto con su amigo Cruz, para convivir con los indios. La amistad entre dos hombres es exaltada como antídoto contra la decepción del mundo, representada en la corrupción de la civilización y la pérdida de la mujer. El viaje final de Martín al Sur, en compañía del humilde camionero Busich, es parte de una idea repetida en Sábato: la sociedad, la civilización, la cultura se ha corrompido. Pero ya no hay indios sino soledad patagónica. Queda la amistad, la única forma de redención, a falta de la solidaridad colectiva. Martín, desposeído de todo, busca trabajo y es humillado por el gran empresario que le descarga un largo discurso sobre el progreso y la patria. Martín (Nacho, en Abaddón, el Exterminador) baja de la alta oficina y, simbólicamente, vomita en la calle. Será, por el contrario, la calle, el espacio de los desheredados, con su filosofía tanguera, de bares y esquinas rotas donde encontrará la solidaridad de otro personaje que representa la derrota, la humildad y la solidaridad. Humberto J, D’Arcángelo represetna el tipo de ética opuesta a los empresarios Molinari de Sobre héroes y tumbas (1961) y a Rubén Pérez Nassif de Abaddón el exterminador (1974). El semi-analfabeto D’Arcángelo es el otro gran amigo y protector de Martín —después de Bruno, significativamente el intelectual—, cuya filosofía coincide con la de Discépolo. D’Arcángelo: “Aquí, a este paí hay que avivarse. O te avivá o te jodé para todo el partido” (95).

Para adelante no hay salida, por lo que es necesario volver hacia atrás y de ahí sus repetidos elogios a la autenticidad del “hombre común” (representado aquí por el camionero Busich y por D’Arcángelo), dos personajes semianalfabetos que no han sido corrompidos por el pensamiento y la civilización. No han sido corrompidos por el éxito sino purificados por la pobreza y el fracaso. Algo así como una variación urbna del “buen salvaje”.

En el caso del hiperintelectualismo de Abaddón, el exterminador, su carácter de novela-ensayo alcanza un valor estético semejante a Rayuela. Pero si para Cortázar la literatura era un ejercicio lúdico, para Sábato tiene un carácter sagrado que hay que salvar de la prostitución (es decir, de la desacralización del dinero). No obstante, persiste el carácter clausurado, hermético de misteriosas sociedades, casi medievales, potencias del mal y la oscuridad que buscan destruir el mundo. Lo político es secundario a un orden metafísico, cósmico que, como en el antiguo mundo azteca, debe ser salvado por la fuerza de sacrificios individuales. Este mártir suele ser el artista-vidente (Sábato, que es autor y personaje desdoblado en Sabato) y toda figura excepcional, capaz de subir a las cumbres de la filosofía occidental y luego bajar a los reinos del mundo demoníaco para volver a ascender en un proceso de purificación del héroe campbelliano (en sus novelas, los personajes principales siempre descienden a lugares cerrados como sótanos, cloacas y surrealistas bajomundos). El mundo de las novelas de Sábato está signado por el simbolismo de los ciegos. Si en “Nuestro pobre individualismo” (1946) Jorge Luis Borges dice que para el carácter argentino, la idea de los Lamed Wufniks —según la cual el mundo sobrevive por la intervención de 36 sabios que se desconocen entre sí—, es incomprensible para un argentino que descree del bien oculto, lo mismo podemos entender en la novelística de Sábato: el Mal —como el demiurgo de los gnósticos cristianos del siglo III— es quien gobierna el mundo y no busca su cambio, la destrucción, sino la perpetuación del orden, porque es un orden infernal basado en el dolor, la injusticia y la angustia. Contra eso nada se puede hacer, porque también representa la condición inmanente del inconsciente humano, lo opuesto a la utopía racional del futuro consciente: la moral del Hombre nuevo. Cuando Bruno regresa a Capitán Olmos es un regreso al pasado y al fracaso. El alter ego del autor, Bruno, después de un largo periplo por el mundo, vuelve a su pueblo de provincia, Capitán Olmos (Rojas, para el autor) y encuentra que los sagrados espacios de la infancia son “ridículamente pequeños”. Los sueños se han perdido junto con la inocencia. Visita el cementerio de su pueblo y reconoce a familias enteras. Al salir, con melancolía, poetiza su concepción existencial de una clausura incontestable: la lápidas son “piedras ensimismadas […] testigos de la nada / certificados del destino final / de una raza ansiosa y descontenta / abandonadas minas / donde en otro tiempo / hubo explosiones / ahora telarañas” (Abaddón, 471). El paradigma de la novela —y de su autor— se resume en el último párrafo: “Pero también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo) que todo un día será pasado y olvidado borrado: hasta los formidables muros y el gran foso que rodeaba la inexpugnable fortaleza”.[7]

Ante la realidad que rodea al autor, esgrime repetidas veces el mismo lema: “resistir”. Pero tampoco aquí hay salida. La condición humana no se puede cambiar; la condición política y cultural no depende de una revolución social sino de una resistencia individual. Como ese “¿Y entonces qué?” de Hombres y engranajes (1951), que no alcanza a responder en el capítulo final. Como en la obra de teatro La isla desierta (1938) de Roberto Arlt, no hay salida, pero en ésta no hay tenues sustitutos de la esperanza sino una frontal crítica social y cultural al racionalismo de la Modernidad. No obstante, la condición humana (lo inmanente) y su razón histórica (supongamos que pueden ser considerados dos cosas diferentes, como lo hace Sábato), están presentes en esta doble clausura político-existencial. “Un terremoto universal sacude los cimientos de la civilización, esa civilización que fue edificada sobre los principios de los llamados Tiempos Modernos” (Apologías, 109). La crisis del hombre no radica sólo en la eterna angustia del yo aislado sino en los errores del nosotros que acentuó la alienación. La crisis es universal y es particular, porque “si el hombre europeo tiene motivos de angustia, los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (110).

La clausura política

La Literatura del compromiso, en gran parte desde una crítica marxista, descartará tanto la idea metafísica de una lucha del Bien contara el Mal como la idea de “hombre común” como sinónimo de autenticidad. El hombre común es parte de la corrupción de la cultura materialista (para el cosmos amerindio) o de la cultura capitalista (para el humanismo marxista). Es un hombre alienado por el sistema de producción y por la cultura masiva que lo adapta para la reproducción del mismo sistema. Sólo la crítica es capaz de romper el círculo en el cual está encerrado el hombre común, yendo más allá de las ideas prefabricadas para su opresión.

Alrededor de la jaula (1966) de Haroldo Conti, comparte los dos tipos de clausuras, la existencial y la política. “Debe ser aburrido estar adentro”, le dice Milo a Ajeno, el perro enjaulado. “Bueno, no te creas que se está mejor aquí afuera” (Jaula, 65). La fórmula del existencialismo rioplatense es la de El pozo (1939) de Onetti. Pero aquí la trampa natural de una cavidad en la tierra, una depresión, se traduce en una metáfora similar y diferente: “Allí estaba la jaula. El tiempo y la tristeza” (Jaula, 197). El tiempo y la tristeza son los mismos, pero ahora la visualización de ambos, la jaula, es una evidente obra humana con el único propósito de oprimir seres vivos. La clausura existencial, quizás como en el mismo Jean-Paul Sartre, busca una salida a la fatalidad del ser, de la nada, y encuentra un pasaje comunicante en la clausura política. “Aquello no era otra cosa que un vulgar calabozo y el conjunto una cárcel bien disimulada en ese viejo y simpático jardín” (40). Es decir, la condición humana puede estar definida de antemano, pero parte de esa condición es su libertad, aunque sea una libertad frustrada. La libertad implica primero una toma conciencia de su estado y luego una toma de acción. La primera es expresada con una clausura política, la crítica a un estado dado por otros hombres y mujeres. No es naturaleza sino historia. Por lo tanto, la angustia existencialista se convierte en esperanza política y en esta transición se produce el compromiso que, en nuestro diagrama, marca el pasaje del primer cuadrante al segundo.

—¿No te parece chica esta jaula, pa? [dice el Joven]

—Claro que sí. [dice el viejo]

—¿No podemos hacer algo?

—¿Qué, por ejemplo?

—Hablar con el director.

—No creo que resulte.

El chico lo miraba firme a los ojos.

—Como quieras, pero no cero que resulte. (33)

Haroldo Conti nos da un indicio, planteando primero la clausura existencial como una jaula y luego el recuerdo de un origen corrompido por la civilización (por la historia): “Al caer la tarde los barrotes se desvanecían y si los pájaros seguían allí era porque les daba lo mismo estar en una que otra parte. Un buen día, cuando recordaran, iban a remontar el vuelo y desaparecerían para siempre hacia aquellas regiones cuyo camino habían extraviado entre la gente” (Jaula, 29). Las verdaderas rejas que encierran los pájaros —hombres y mujeres— son mentales, culturales, y sólo pueden desaparecer con una conciencia nueva de los mismos. Al mismo tiempo, la metáfora alude a un origen perdido, corrompido; no a la progresión.

Finalmente el muchacho rompe las reglas y roba al perro para liberarlo de la jaula y planea su fuga (su propia liberación). Al igual que Martín Fierro (1875), al igual que Martín, el joven protagonista de Sobre héroes y tumbas (1960), —quizás, al igual que Ernesto Guevara— Milo intenta huir por los caminos laberínticos hacia aquellas regiones fronterizas donde la opresiva racionalidad del civilización no deja salidas a la jaula. Es una fuga hacia el origen y la regeneración. El éxito de la rebelión, como en los otros casos, es momentáneo. No logra superar la realidad opresiva y es atrapado por la policía. Su situación es peor que al comienzo, pero ahora su conciencia está marcada por la experiencia de la liberación.

Otra gran novela de los sesenta, Rayuela (1963) de Julio Cortázar comparte el paradigma de clausura de la literatura anterior. Horacio Oliveira, luego de divagar por el mudo, por el arte y por una maraña diletante de ideas filosóficas, termina sus días en un manicomio de Buenos Aires, perdido en un laberinto de hilos que teje en su cuarto para protegerse, lo que puede entenderse como materialización psicológica o metafórica de sus interminable hilado físico e intelectual en París, como ilusoria protección de una realidad amenazante, que ha perdido su norte y su oriente.[8] Aquí la jaula, la clausura, es una ilusoria protección del individuo irreversiblemente alienado. Es el individuo corrompido por la civilización quien ha terminado por cerrar las últimas puertas. No hay regreso al origen ni salida hacia la utopía del futuro.

Recurriendo a metáforas de signo inverso, Cristina Peri Rossi expresará la misma clausura. Sólo la recurrencia al tema político, a la historia, sugieren todavía una puerta entreabierta, un hilo de luz, una fisura en la sólida clausura existencial. Al igual que Julio Cortázar, Peri Rossi es frecuentemente asociada como intelectual comprometida. Su historia personal, el exilio de ambos en Europa, su crítica abierta a las dictaduras de América Latina o sus esporádicos apoyos a las izquierdas del continente justifican esta identificación. Pero en la mayor parte de sus obras el paradigma difiere de aquel que hemos identificado como propio o común de los escritores comprometidos más radicales. En La nave de los locos (1984), la puerta ya está cerrada. La temática política es fácilmente reconocible, sobre todo por sus paralelos con la historia reciente del Cono Sur, y se encuentra enlazada con un surrealismo que se encarga de convertir en pesadilla cualquier opción. Ni siquiera el exilio —esa fuga tan recurrente entre nosotros, los latinoamericanos, que inició el hombre-dios Quetzalcóatl mil años atrás— es una salida sino un nuevo camino a la pesadilla. Uno de los personajes principales, Equis, consigue trabajo controlando la lista de mujeres que son conducidas en un ómnibus para abortar. La idea de matadero, de desacralización de la carne y la imposibilidad de escapar a un sistema, son llevados al extremo ético y estético. Al igual que en El hombre que se convirtió en perro (1965) de Marco Denevi, o de los nuevos cadetes que en La ciudad y los perros (1966) de Vargas Llosa son obligados a caminar en cuatro patas, a ladrar y morderse entre sí, los protagonistas de La nave de los locos deben aceptar con naturalidad su propia deshumanización —su metamorfosis psíquica y social— a cambio de la sobrevivencia. Pero la distopía nunca será un estado de madurez sino de la arbitrariedad del poder o de la ignorancia. No hay hombre nuevo sino hombre viejo, decrépito y caduco. “Ninguna comprobación puede asegurar que la persistencia en una creencia, mito o idea guarde relación alguna con la madurez, pero los viejos están convencidos de ello” (Peri, Nave, 88). La literatura, la poesía, en el mejor caso, ahora es un débil instrumento de denuncia y testimonio de la derrota. La ironía y la parodia prevalecen. La fe se ha perdido. La distopía ha vencido y la literatura se ha prostituido al enemigo. Ya no es un instrumento de lucha, de resistencia y cambio, sino de legitimación.

Vercingetróix observó que los oficiales y soldados tenían no sólo predisposición a la violencia, sino también a la poesía y al relato; muchas veces los sobrevivientes recibían la orden de reunirse en el patio, y el comandante —con la voz turbada por la emoción y los ojos centellantes— les leía sus poemas, escritos en la soledad del campo cubierto de polvo de cemento. El aplauso era obligatorio y había sanciones y castigos para aquellos que aplaudieran sin entusiasmo suficiente o de manera poco sincera. Los poemas versaban sobre el amor a la patria, la belleza de la bandera, el honor de las Fuerzas Armadas, la encarnizada lucha contra los oscuros enemigos, el sol, el apostolado militar, las buenas costumbres y el espíritu cristiano. (Nave, 62)

La metáfora del mar, persistente en la obra de Cristina Peri Rossi, deja de representar la aventura de la navegación colectiva hacia un puerto futuro y se transforma en un permanente naufragio, donde cada individuo se aferra a los escombros más próximos que encuentra.[9] En el poemario Descripción de un naufragio (1975) es la historia la que naufraga. “Y en biquini vimos pasar / en síntesis la historia, / era una puta rubia. (185) […] Ella se entregaba a los banqueros en Londres / y entrenaba a los agentes de la CIA en California (Poesía, 187).

Así, la apertura del horizonte marino es, definitivamente, una nueva clausura: el náufrago está atrapado en la inmensidad, que es lo mismo, aunque la metáfora sea una perfecta inversión, que estar atrapado en una celda de dos por uno, como en el caso de Mauricio Rosencof. En Jorge Guillén, la clausura expresada por la cárcel es una forma de apertura, ya que la puerta es imponente pero no infranqueable; si está cerrada para el frágil individuo, no lo está para el pueblo:

Paloma, dile a mi novia

que cuando venga a mi entierro,

toque bien duro la puerta,

porque la puerta es de hierro. (Popular, 83)

Pero en Rosencof, aunque la clausura sigue siendo política, la derrota histórica le ha devuelto sus rasgos existenciales que la aproximan a la fatalidad y la desesperanza. Tanto en Las cartas que no llegaron (2002) como en El bataraz (1995) de Mauricio Rosencof, la narración se proyecta desde la celda de una prisión. Al mismo tiempo que testimonio y ficción, las dos obras recogen la experiencia del autor como preso político en Uruguay, durante la dictadura militar (1973-1984). En Las cartas que no llegaron, relato autobiográfico, hay un recurrente paralelismo del fracaso del padre judío, que escapa del holocausto de la soñadora Europa y el fracaso del hijo en los ’70, a través del fracaso de la utopía del compromiso. En los ’90 se cierra el optimismo utópico de los ’60. La risa del revolucionario se ha convertido en mueca de dolor. La progresión en repetición. La utopía en distopía. La combatida concepción de Hesíodo y de las religiones tradicionales, según la cual todo pasado fue mejor, es ahora un amargo reconocimiento. “Todo tiempo pasado fue mejor, Tito. Está escrito y en coplas. De donde se deduce que nuestro futuro es fulero, por cuanto un día añoraremos este hoy” (Bataraz, 131). La liberación se ha rendido ante la clausura política, primero y existencial, después. El círculo se cierra con la percepción de que el Hombre nuevo ha dejado lugar al primitivo Hombre lobo.

—Eso. Ese es el tema, Tito. El Hombre es lobo del Hombre.

—Hombre del Hombre, che. ¿Dónde viste a un lobo hacerte fumar por el culo, vuelta y vuelta? (165)

El Testimonio es un reconto de la distopía, de la muerte de la esperanza. En El bataraz, el prisionero es sistemáticamente torturado, lo que produce una ruptura con el mundo humano, con la fe del compromiso y es sustituido por un lazo afectivo con un gallo, el Tito. “El Ser Humano, Tito, está muy por debajo de la escala zoológica. Pero como la historia la escribe el ganador, los tigres no pueden revindicar su mejor condición muscular, el águila su vuelo, los delfines su gracia natatoria” (108). También el Hombre lobo es moralmente inferior: “aun las que llamamos bestias no atormentan al prójimo” (109). Aparte del claustrofóbico espacio físico, la clausura se refiere a la historia como distopía y a la misma psicología, entre lúcida y delirante del narrador. La aparente liberación se produce por la puerta de la locura. Las dos últimas líneas de El Bataraz no dejan dudas: “y ahora qué chau, entro en órbita, total infinita para y jamás ya está. / Y ahora, que hagan lo que quieran” (190). Lo diferencia de la locura de Horacio Oliveira, de Rayuela, que mientras que la locura de este es un caer hacia adentro de la espiral, la locura de El Bataraz es una especie de liberación budista. Uno se encierra para escapar del mundo mientras que el otro escapa de su encierro. Esta evasión por la muerte no es una aspiración al utópico Paraíso de las religiones tradicionales ni es la fusión mística del revolucionario con el pueblo futuro, sino la mera forma de acabar con el dolor de una clausura sin otras salidas.

El mismo paradigma —la violencia de la clausura política— enmarca el cosmos de Ana Terra (1949), de Érico Veríssimo, una saga que recuerda a Cien años de soledad (1966) pero sin el elemento fantástico y con referencias históricas precisas (1777-1811). Cuando la madre de la protagonista muere asesinada por un asalto de los temidos castellanos que disputaban la frontera con los portugueses, Ana no llora. Por el contrario, “seus olhos ficaram secos e ela estava até alegre, porque sabia que a mãe finalmente tinha deixado de ser escrava” (Terra, 82). Esta novela, como Incidente em Antares (1971), ambientada en la historia del naciente Brasil, está cruzada de referencias políticas propias de la época de su autor. Cuando el hijo de Maneco Terra, el padre de Ana, quiso acompañar al guerrillero Bandeira que luchaba contra los castellanos, el padre responde que mejor que andar tirando tiros es agarrar una azada y ponerse a trabajar la tierra. “Isso é que é trabalho de homem”. El hijo repite el discurso que elogia las virtudes de un patriota a lo que el padre contesta: “Patriota? Ele está mas é defendendo as estâncias que tem. O que quer é retomar suas terras que os castelhanos invadiram. Pátria é a casa da gente” (18). Esta idea del guerrero patriota que no lucha por un beneficio colectivo sino por el suyo propio pero con un discurso inverso, se repetirá otras veces a lo largo de la novela. Al final, es explícito. Cuando Ana Terra emigra a otras regiones fronterizas de Brasil y se instala en tierras de un hacendado llamado Ricardo Amaral, un breve período de paz es interrumpido nuevamente por una nueva guerra entre España y Portugal. Su hijo debe partir. Ana interviene para excusar a su hijo del servicio militar pero el hacendado no le concede este beneficio. Otra vez las mujeres quedan solas y Ana reflexiona: “Guerra era bom para homens como o Cel. Amaral e outro figurões que ganhavam como recompensa de seus serviços medalhas e terras, ao passo que os pobres soldados às vezes nem o soldo receberiam” (133). Cuando uno de los jefes regresa diciendo “agora todos esses campos até o rio Uruguai são nossos”, Ana vuelve a sacudir la cabeza, resignada y vuelve a preguntarse: “para que tanto campo? Para que tanta guerra? Os homens se matavam e os campos ficavam desertos. Os meninos cresciam, faziam-se homens e iam para outras guerras. Os estancieiros aumentavam as suas estâncias. As mulheres continuavam esperando. Os soldados morriam ou ficavam aleijados” (137).

Tanto por la corriente humanista como por la amerindia, expresado en la literatura por la reivindicación de la cultura y la raza oprimida, la desobediencia se traducirá en rebeldía y política revolucionaria. En Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, podemos ver una postura de la narración a favor del indio. El alzamiento de las mujeres cholas se expresa en el robo de la sal de los sacerdotes, mientras el cura dice hablar por Dios repitiendo una conducta tradicional Ernesto dice que las indias robaron la sal para los pobres pero el cura moraliza contra el pecado del robo. Doña Felipa es la chola guerrillera mientras el padre Linares y el Viejo representan las dos figuras autoritarias que Ernesto enfrenta: el clero y el poder social. Según Conejo Polar, en esta novela se advierte la superación de la obediencia de la palabra divina (Arguedas, Ríos, 273).

Hay una gran semejanza entre Los ríos profundos (1958) de María José Aguedas y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y Un oscuro día de justicia (1970) de Rodolfo Walsh. El internado, la violencia machista, el racismo. Los tres se desarrollan en instituciones tradicionales de enseñanza, lugares herméticos y violentos. Esta violencia es administrada siempre por una estructura opresiva. Cuando no es militar pertenece a la iglesia católica. Es decir, instituciones verticales. Cualquier forma de desobediencia será una reacción contra la legitimidad moral de la autoridad institucional y, sobre todo, ideológica.

En la lectura de Un oscuro día… la referencia a la coyuntura política puede perderse completamente en otro contexto, pero es concreta e ineludible en su escritura. Uno de los mandos medios de este colegio de irlandeses en Argentina, el celador Gieltry, promueve peleas de boxeo entre sus pupilos. La opresión de la violencia, la clausura espacial y moral, se resuelve con la tradicional contradicción de la práctica opresiva y el discurso moralizador. “El celador Gieltry había subido apenas un minuto para verlos arrodillarse en sus camisones y recitar la oración nocturna que imploraba a Dios la paz y el sueño o al menos, la merced de no morir en pecado mortal” (Walsh, Oscuro, 24). Incluso, la contradicción se resuelve con una dialéctica darviniana, con una racionalización de la distopía:

El celador Gieltry estaba preocupado. Sabía naturalmente que el Ejercicio era cruel y casi intolerable para Collins, pero había visto la crueldad inscripta en cada callejón de lo creado como la rúbrica personal de Dios: la araña matando la mosca, la avispa matando la araña, el hombre matando todo lo que se le ponía a su alcance, el mundo un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza, generaciones encumbrándose y cayendo sin utilidad, sin propósito, sin vestigio de inmortalidad surgiendo en parte alguna, ni una sola justificación del sangriento simulacro. (40)

Hasta que uno de los pupilos, Collins, golpeado varias veces por el Gato, se revela y decide llamar a su tío Malcom. Éste promete darle una paliza al Celador, la que se cumple un domingo. Sin embargo, por saludar a su “pueblo” cuando ya había vencido, recibe un golpe a traición del celador y es finalmente derrotado. La metáfora se vincula con el Che Guevara y el pueblo que espera un héroe, de forma errónea. Según Rodolfo Walsh, en la entrevista que le hizo Ricardo Piglia en 1970, este cuento comenzó a ser escrito antes y se terminó un mes después de la muerte de Guevara. En esta historia aparece “una nota política, la primera más expresamente política” (56). El párrafo políticamente más explícito de Un oscuro día es casi una moraleja medieval: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los miedos, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcom al otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino” (52).

Esta derrota final deja estratégicamente inconforme al lector que esperaba su happy ending. La función del final donde el lector es derrotado, consiste en derivarlo fuera del mundo literario, hacia una toma de conciencia sobre la otra realidad que lo afecta: la verdadera realidad, para el escritor comprometido. Esta derrota se diferencia del hermetismo de clausura existencial al convertirse en clausura política.

Mario Benedetti, refiriéndose a La ciudad y los perros (1966) de Mario Vargas Llosa, observa que “hay en los cadetes del Colegio Leoncio Prado una actitud gregaria que sin embargo tiene poco que ver con la camarería o la fraternidad; más bien se trata de una promiscuidad de soledades” (Cómplice, 228). En la gran metáfora realista de la clausura social que construye Vargas Llosa, hay apenas una fisura. Los individuos han sido corrompidos por las instituciones, las han corrompido o el proceso es recíproco. Sin embargo, escribe Benedetti en su crítica de 1967, “después de toda una historia en que lo inhumano aparece a cada vuelta de hoja”, la recuperación del Jaguar, el más violento de los cadetes, “es uno de los pocos rasgos esperanzados de la novela. En cierto modo, resulta esclarecedor que Vargas Llosa, frente a la posibilidad de rescatar a uno de sus personajes, se haya decidido por el Jaguar, alguien que no proviene de Miraflores sino de la delincuencia, de un pobre sedimento social” (230).

Por su parte, Hombres de maíz (1949), novela de un maduro estilo que después se conocerá como “realismo mágico”, ya había realizado el ejercicio artístico de integrar la imaginación con una fuerte implicación política que será propia de los escritores comprometidos: la ubicación del mundo marginal, especialmente el mundo indígena en el centro ético de la obra. Sin embargo —o por ello mismo— esta centralidad ética se realiza desde una periferia del poder, que representa el progreso material de aquellos hacendados que sustituyen la cultura del cultivo de sobrevivencia (representados por el cacique Gaspar Ilom) por la explotación de la tierra en pos de una siempre creciente plusvalía (representados por Coronel Chalo Godoy). Según el Popol Vuh, el hombre está hecho de maíz, y enriquecerse con su explotación extensiva es una forma de sacrilegio. El cacique Ilom es sacrificado pero su cuerpo o su espíritu —para la cultura mesoamericana eran uno en el hombre— se esparce como el fuego.

La clausura de la distopía es histórica en la Literatura del compromiso —producto de la derrota— y es constitucional en las instituciones vencedoras. En los ’70 vence el paradigma antihumanista del militarismo sintetizado en las palabras de un sargento, según La granada (1965) de Rodolfo Walsh: “yo no podría vivir fuera de un cartel. Cuando me pongo ropa civil, me parece que soy una mujer” (Granada, 12). En esta obra, se registra la oposición de la moral del soldado y la del revolucionario, según era entendido por Ernesto Che Guevara. Uno, parte de un engranaje, matador a sueldo; el otro, investido por la fuerza moral de sus ideales. En La granada se parodia la preocupación militar por las técnicas de la muerte, no por las razones de la guerra. Se elogia las virtudes de un nuevo explosivo como si se tratase de un descubrimiento científico, despojado de cualquier vínculo ideológico. En Los oficios terrestres, en cambio, no es posible descubrir una postura marcadamente político-ideológica en ninguno de los relatos sino un estado de violencia general y permanente, propia de la clausura distópica.

Otra obra de teatro argentina, La mueca (1970) de Eduardo Pavlovsky, plantea la dualidad de la crítica social al tiempo que mantiene su clausura. El experimento consiste en lo que hoy podaría definirse como un contemporáneo reality show dentro de la obra. Un director de cine, el Sueco, se propone registrar la espontaneidad de un matrimonio burgués. Su propósito manifiesto es la exploración estética, pero todo el fondo de la obra alude a la ética y a una forma social que parece estar cuestionada por la hipocresía del matrimonio. El mundo se ha desacralizado:

SUECO: […] Aníbal, escribí esto. Nuestros pequeños egoísmos y apetencias diarias los que nos han desviado del camino. El hombre ha perdido su posibilidad de trascender. Tenemos que llevar nuestra realidad cotidiana a un estado de absoluta pureza. (Mueca, 25)

La historia ha decaído en la corrupción, la humanidad ha descendido a un estadio inferior de la cual es necesario rescatarla. No se trata de proyectar sociedades perfectas, como lo hicieron los socialistas utópicos del siglo XIX sino de rescatarla de la catástrofe.

FLACO: Pintura del Renacimiento. No te cansás de mirarla… arte sin violencia.

SUECO: Otra época, Flaco, otros mundos, otros hombres. Yo preferiría no ser violento, pero estamos hecho añicos y tenemos que reconstruirnos, pedazo a pedazo. (26)

Sin embargo, este proyecto fracasa cuando se pretende aplicar a un hombre definitivamente corrompido por su cultura. Luego de desenmascarada la moral burguesa de la pareja, éstos se conforman fingiendo una sonrisa final, lo que significa una continuidad de la hipocresía expuesta uno al otro.[10] Nada ha cambiado en la escena, aunque ese pesimismo tenga por objetivo reforzar la crítica en los espectadores, es decir, en los actores reales. Esta idea aparece al final de La muerte y la doncella (1992) de Ariel Dorfman, cuando la obra no es cerrada con un telón sino con un espejo que baja. Los actores —la mujer violada por el régimen dictatorial y el médico torturador— se han sentado entre el público. Público y actores ahora se contemplan, porque son la misma cosa: ellos son la víctima y el torturador, la mala conciencia de una obra que no ha tenido un happy ending.

La idea de restauración del orden anterior, presente desde La vida es Sueño (1635) es común en la literatura crítica latinoamericana. El sad ending puede entenderse como una provocación crítica a algo que no podía ser resuelto ni modificado por la obra de arte sino por la nueva conciencia del espectador-lector de un problema expuesto. Un prototipo de este modelo de obra crítica es La isla desierta (1939) de Roberto Arlt. La obra de arte es la salida de la rutina a un estado excepcional, que puede ser una acción o una conciencia. Pero este desvío es corregido por la realidad, porque la realidad no es la obra de arte sino su materia prima. Esto le da un carácter circular a cada obra. La diferencia puede radicar en si ese círculo está cerrado o abierto. En el primer caso estamos en la clausura existencial y en el segundo en la clausura política.

La rebelión de los muertos de la novela de Érico Veríssimo, Incidente em Antares (1971), culmina con la prohibición por ley de las huelgas por parte del nuevo gobierno. Un artículo en el diario dice que a partir de entonces la relación entre obreros y patrones son armónicas y no están contaminadas de política partidaria. La policía cerró algunos bares por ser lugares de reuniones de comunistas (481). Luego un padre censura a su hijo, que estaba aprendiendo a leer, por leer un graffiti que decía “li-ber…” El niño, la utopia castrada por el padre, es “puxando com força, a mão do filho, levou-o quase quase de arresto, rua abaixo”. La referencia política es central.

Sin embargo, esta idea de la clausura política es, al mismo tiempo, una negación de la clausura existencial. El orden antiguo se reinstala pero queda claro que se trata de una obra humana, que además es injusta.


[1] Borges es la nostalgia del pasado inquieto en un presente inmóvil y un futuro inexistente, tal vez diluido en el olvido —en la memoria extinguida— de un poeta muerto. En Borges la justicia es una cuestión de honor y la infamia sólo fama burlada. La justicia no tiene nada que ver con los derechos humanos o los problemas del humanismo sino con el éxito y la derrota de la nobleza. Es el código medieval que enmarca su universo; no los códigos plebeyos ni siquiera de la inquieta burguesía.

[2] Los nombres femeninos: asientos del trabajo ideológico, en Recopilación de textos sobre Mario Benedetti, Serie Valoración Múltiple, Casa de las Américas, La Habana 1976, pág. 168)

[3] La literatura “problemática” del Río de la Plata abunda en protagonistas con nombre Martín (Martín Fierro, Martín de Sobre héroes y tumbas, Martín de La tregua, Martín de Alrededor de la jaula). En todos, el rasgo dramático de cada uno parecería sugerir una referencia insospechada con el mártir existencialista, aquel que busca la liberación por medio de una fuga individual.

[4] “Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera” (Sábato, Héroes, 74); “(esa marcha desesperada, esa miseria, esa desesperanza, esa derrota total)” (77).

[5] Con frecuencia Sábato menciona la inestabilidad de esa “zona de fractura” que es el Río de la Plata, una región sin pasado, sin las sólidas piedras de México y Perú: “hablo de la literatura del Río de la Plata, no de la argentina en general. Yo considero que esta zona del mundo es una zona de fractura. Hay aquí una doble fractura en el espacio y en el tiempo. En el tiempo, como integrantes de la cultura occidental que hoy hace crisis, estamos sufriendo un cataclismo [Pero además] aquí, en Buenos Aires, no somos ni propiamente europeos ni propiamente americanos” (Sábato, Siglo, 74). Originalmente en El escarabajo de Oro, 1962). De forma coincidente, dos años más tarde el mexicano Leopoldo Zea, en América como conciencia (1953) observa que la crisis latinoamericana coincide con la crisis de legitimidad de Europa: “El hombre de América que había confiadamente vivido, durante varios siglos, apoyado en las ideas y creencias del hombre de Europa, se encuentra de golpe frente a un abismo: la cultura occidental que tan segura parecía, se conmueve y agita, amenazando desplomarse” (Zea, 30). El alter ego de Juan Carlos Onetti reflexiona, en El pozo (1939) que “si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzo por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” (Pozo, 31) Si Argentina y Uruguay quisieron negar a sus indígenas por un prejuicio racial europeísta, luego se lamentan de no poseer pirámides mayas o aztecas o el alto Machu Pichu. Por otra parte, que estas construcciones, que estas culturas no hayan tenido su centro en el Río de la Plata no sgnifica que el Río de la Plata carezca de esta historia. Ni el Coliseo de roma ni la torre Eiffel ni la batalla de Waterloo tuvieron lugar sobre toda Europa. La creencia común entre los intelectuales del Cono Sur, sobre una supuesto vacío histórico de su región geográfica, los lleva a la acentuación de la angustia existencial, producto de una creación como cualquiera otra.

[6] Según una anécdota histórica, cuando un desconocido le dijo a Platón que podía ver caballos pero no algo así como una “caballosidad” o escencia del caballo, el filósofo le contestó: “eso es porque usted tiene ojos pero no inteligencia”. No importa si la historia es real o no. Vale como metáfora del proceso intelectual en búsqueda de la verdad o de los secretos del Cosmos. Esta metáfora es común de la actividad intelectual, desde los antiguos griegos hasta las ciencias modernas. La inteligencia es aquello que permite ver lo que está más allá de lo visible: el noun o logos. Es “la verdad gusta de ocultarse” de Heráclito; las formas de Platón, etc.

[7] “Est ubi gloria nunc Babylonia? nunc ubi dirus / Nabugodonosor, et Darii vigor, illeque Cyrus… / Nunc ubi Regulus? aut ubi Romulus, aut ubi Remus? / Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos” (Bernardo Morliacense, De comtemptu mundi, Poema del siglo XII). Ernesto Cardenal plantea esta misma poética de “ubi est”, pero, a diferencia del final absoluto en Sábato, de la decepción por la Roma perdida (“sólo palabras tenemos”), Cardenal mantiene su fe en la sobrevivencia de la palabra “De estos cines, Claudia, de estas fiestas, / de estas carreras de caballos, / no quedará nada para la posteridad, / sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia” (Antología, 45). En otro momento confirma la misma idea para otra mujer: “Cuando no haya más amor ni rosas de Costa Rica / recordarás, Myriam, esta triste canción” (47).

[8] El uso estético de las ideas de la historia de la filosofía, aumentado por las especulaciones propias de la ficción, es semejante al de Jorge Luis Borges. Pero éste lo ejerció sobre el cuento y la poesía, dos géneros que en su brevedad interrumpen una implicancia existencial que puede ser más propio de la novela. En Rayuela, los personajes van cobrando vida y, más allá de ser una mera construcción intelectual, a pesar o por su mismo intelectualismo, se invisten de carne y huesos. Sus peripecias termina por ser vividas por el lector que se familiariza con sus personajes. Razón por la cual el trágico final de sus personajes no es una simple conclusión borgeana sino producto de una experiencia empática.

[9] Cabrera Infante ensaya en Vista del amanecer en el trópico (1974) un recorrido por la explotación del continente, en una línea que va desde Bartolomé de las Casas y Huamán Poma de Ayala hasta Eduardo Galeano. Pero la clausura aquí se manifiesta en la percepción poética de una naturaleza que recuerda la miserable escala de las pasiones humanas: “Y ahí estará. Como dijo alguien, esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y después del último español y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna” (Amanecer, 233).

[10] Con el recurso relajante del humor, Jacobo Langsner expone un concierto de pequeñas hipocresías en la comedia Esperando la carroza (1962). Nadie quiere hacerse cargo de la abuela, mama Cora, y cada familia hace lo posible por pasársela a la otra. En un momento Susana observa que Emilia no puede hacerse cargo, porque “es viuda y sé que no tiene para comer”, a lo que Antonio, el hermano, responde: “Por eso no voy a verla. No puedo soportar que pase hambre (Langsner, Carroza, 39).Cuando suponen muerta a la abuela, se disputan el cadáver.

La clausura existencialista en la literatura del Cono sur

onetti

Juan Carlos Onetti

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La clausura existencialista I

Bibliografía IV 

 

El tono existencialista dominante en la literatura del Cono Sur de mediados de siglo XX coincide con una estética sin fe, escéptica o nihilista. Esta no es sólo la influencia europea del existencialismo y el surrealismo sino una síntesis que, como el tango rioplatense, tiene características propias. “Si el hombre europeo tiene motivos de angustia [ante la crisis de la Modernidad], los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (Sábato, Apologías, 110).

Este escepticismo, diferente al de Jorge Luis Borges, no se resuelve en un juego esteticista o en la especulación nihilista. Más bien se aproxima a la reflexión filosófica, pero no tiene fe en una verdad transformadora a través de la inmersión social. Por el contrario, se burla de la vulgarización del vulgo desde un plano superior, aunque pesimista.

Mario Benedetti, desde una ideología y una conciencia de clase diferente, comenzará percibiendo la clausura existencial antes de cualquier intento por romperla. En Poemas de la oficina (1953-1956) describe este mundo exterior que no se diferencia de su mundo interior. Reflexionando sobre sus sueños y su sueldo en sus manos, poetiza: “aquella esperanza que cabía en un dedal, / evidentemente no cabe en este sobre […] que me pagan, es lógico, [por] dejar que la vida transcurra” (Invetnario, 217). En otro poema, “Hermano”, repite esta idea del transcurrir rutinario hacia ninguna parte: “siempre en el mismo cargo / siembre en el mismo sueldo” (Invetnario, 228).

Eduardo Nogareda, en el prólogo a La tregua (1960) cita a Josefina Ludmer según la cual “el rasgo esencial en las novelas de Benedetti es la no existencia de procesos de transformación (del héroe ni del relato): las escenas de apertura (del relato, del estado del héroe) y de desenlace son las mismas, narran el mismo estado; en el medio se encuentra la esperanza de rescate y de salvación pero fracasa [,] es negada” (Tregua, 55). Nogareda complementa esta idea: “el hecho —profusamente comentado por la crítica— de que La tregua carezca de una verdadera progresión en las acciones, es otro aspecto relacionado con el tema de la fatalidad y, consecuentemente del pesimismo, ya que éstas son dos ramas del mismo árbol” (56).

Lo mismo podríamos observar de las novelas de Juan Carlos Onetti, El Pozo (1939), El astillero (1960), por poner sólo dos ejemplos. Como dijimos antes, ni Juan Carlos Onetti ni su obra pueden enmarcarse dentro de la Literatura del compromiso ni junto a los escritores comprometidos, aunque la vida pública de Onetti haya estado cruzada de referencias políticas. El autor y su obra —sus personajes, sus tramas— están clausurados por el escepticismo. No hay salida en El pozo (1939), ni en El Astillero (1963) ni en Los adioses (1954), ni en Juntacadáveres (1964) sino la resignación en la distopía. El tono precozmente existencialista de El pozo, tan semejante a La náusea (1938) de Jean Paul Sartre o El túnel (1948) de Ernesto Sábato se corresponden con las metáforas cerradas de sus títulos. El astillero es otra gran metáfora pero esta vez paradójica: no se construyen barcos ahí, se los destruye lentamente, como la llovizna va borrando el contorno de los rostros. No se parte hacia ninguna parte sino hacia la nada, como en Los adioses.

Casi lo mismo podemos observar en las tres novelas de Sábato, El túnel (1949), Sobre héroes y tumbas (1960) y Abaddón, el exterminador (1974). La primera, con un desarrollo de novela policial y una poética existencialista, está explícitamente clausurada. La desesperación kafkiana y la nada de Jean Paul Sartre no derivan en la libertad creadora sino en la angustia, en le néant y en la nausée: “hubo un único túnel, oscuro y solitario, el mío” (Túnel, 4). El pintor Juan Pablo Castel se obsesiona con una mujer que parece comprender su obra y termina matándola. No es casualidad que la idea de salida y de ventana —es decir, ansiadas grietas de la clausura—, que de hecho articula la conexión entre los dos protagonistas, es central en la narración al mismo tiempo que imposible o frustrada. Aparte del rasgo fuertemente narcisista del personaje, importa recordar que éste desarrolla la metáfora del túnel mencionando que por momentos sus paredes eran de un grueso cristal por donde podía verse aquella mujer. La concepción del individuo aislado, alienado, es exaltada por la estética existencialista, más que por su propia filosofía. Desde el punto de vista de la Literatura del compromiso, podemos juzgar esta novela como el ejemplo radical de la alienación que, al haberse desgarrado el individuo de los otros, de su sociedad, busca la utopía de una comunicación con otro. Ese otro es, naturalmente, implicado en cuerpo y alma, en su sexo y en su “compresión” hasta que se confunda consigo mismo. La fusión de los amantes, que en Romanticismo decimonónico era igualmente tormentoso e imposible, pero cuyas muertes significaban la salida y la unión definitiva, en El túnel no es más que la integración del elemento femenino al ego del protagonista, al alter ego de Sábato.

(Continua)

La clausura existencialista II

En sus otras novelas, este problema es advertido pero nunca solucionado. El mismo Ernesto Sábato reconoce que el pesimismo de la tercera parte de Sobre héroes y tumbas (1961), el “Informe sobre ciegos”, lo había preocupado. Le preocupaba la imagen que tendrían los lectores si él se moría antes de terminar la novela. Razón por la cual se apresura a escribir la cuarta y última parte con un tono esperanzador. De forma contradictoria, luego afirma que había decidido llevar a Martín al suicidio, pero que éste decide salvarse. Quizás sea una forma de poner en términos congruentes lo que no lo es: Sábato afirma que sus personajes están vivos, y aunque él racionalmente es pesimista, la esperanza “que nace del pesimismo” es propia de una de sus verdaderas partes (un personaje, entiende el autor, es como en los sueños, una verdad incuestionable). Martín, el personaje que representa la pureza aún sin corromper de la adolescencia, es “pesimista en cierne como corresponde a todo ser purísimo y preparado a esperar Grandes Cosas de los hombres en particular y de la Humanidad en general, ¿no había intentado ya suicidarse a causa de esa especie de albañal que era su madre?” (Héroes, 26).

Sábato es consciente de esta clausura y procura crear en Martín una puerta de salida formulada en la nunca precisada idea de esperanza. Con su típico tono ensayístico, el alter ego de Sábato en Sobre héroes y tumbas reflexiona sin muchas esperanzas sobre la esperanza: “La ‘esperanza’ de volver a verla (reflexionó Bruno con melancólica ironía). Y también se dijo: ¿no serán todas las esperanzas de los hombres tan grotescas como estas? Ya que, dada la índole del mundo, tenemos esperanzas en acontecimientos que, de producirse, sólo nos proporcionarían frustración y amargura” (Héroes, 26). Alejandra —Argentina— le dice a Martín: “Vos sabés que antes se estilaba tener a algún loco encerrado en alguna pieza del fondo” (43). Pero la novela total, con su contrapunto de paralelos entre el pasado (la marcha de Lavalle) y el presente indican que ese “antes” significa “siempre”, pero de formas diferentes. La loca, la Escolástica, vive recluida en una habitación guardando la cabeza de su padre. Toda la casa de Alejandra participa de la historia argentina y, al mismo tiempo, representa la historia congelada, un museo vivo de la locura y la decadencia. De forma repetida, a Martín, el observador inocente, “aquella casa le parecía ahora, a la luz del día, como un sueño” (90). La inversión de los elementos es un rasgo del surrealismo de entreguerras, como la cabeza del comandante Acevedo “metida en una caja de sombreros” (90). Martín se siente fascinado por esta realidad pero escapa hacia el sur cuando Alejandra se incinera, en un acto simbólico de purificación, en el mismo mirador. Como la ventana de El túnel donde se podía ver una misteriosa mujer, ese mirador se abre hacia la nada, hacia el absurdo trágico del pasado, de un presente sin futuro. No hay nada más allá sino “una esperanza” verbalizada. Es paradójico y significativo que el capítulo paradigmático es el famoso “Informe sobre ciegos” cuando uno de los elementos arquitectónicos principales de la casa de Alejandra es el mirador. Este elemento es típico del pasado, pero además representa la visión, la observación y el aislamiento de quienes lo habitan, como una torre medieval. Es decir, como en Borges, se concibe el acto intelectual como un ejercicio de observación, una intervención intelectual para ver lo que los ojos no pueden ver (los ojos de los ciegos). Si no se trata de la torre de marfil del modernismo y del art pour l’art, es la torre de hierro que representa el sentido trágico de la fatalidad del héroe en un mundo imposible de cambiar. Lo cual significa una diferencia radical con el paradigma de la Literatura del compromiso, más propensa a considerar la intelectualidad del mundo como la caverna de Platón o como la torre de Segismundo, de La vida es sueño (1635): la realidad existe, pero ha sido alienada por una cultura enceguecedora, por la ilusión, por le sueño que reproduce la explotación y retarda la toma de conciencia. Sobre todo, la Literatura del compromiso mantendrá su fe en intervenir y cambiar la realidad a través de la literatura y la toma de conciencia.

Desde las primeras páginas, el protagonista adolescente de Sobre héroes y tumbas, Martín, añora huir al Sur, hacia la pureza del “frío, limpieza, nieve, soledad, Patagonia” (Sábato, Héroes, 31). Es la misma fuga que realiza cien años antes otro Martín, el gaucho Martín Fierro, el personaje mítico de la literatura y la tradición popular del Cono Sur. Fierro huye de la civilización junto con su amigo Cruz, para convivir con los indios. La amistad entre dos hombres es exaltada como antídoto contra la decepción del mundo, representada en la corrupción de la civilización y la pérdida de la mujer. El viaje final de Martín al Sur, en compañía del humilde camionero Busich, es parte de una idea repetida en Sábato: la sociedad, la civilización, la cultura se ha corrompido. Pero ya no hay indios sino soledad patagónica. Queda la amistad, la única forma de redención, a falta de la solidaridad colectiva. Martín, desposeído de todo, busca trabajo y es humillado por el gran empresario que le descarga un largo discurso sobre el progreso y la patria. Martín (Nacho, en Abaddón, el Exterminador) baja de la alta oficina y, simbólicamente, vomita en la calle. Será, por el contrario, la calle, el espacio de los desheredados, con su filosofía tanguera, de bares y esquinas rotas donde encontrará la solidaridad de otro personaje que representa la derrota, la humildad y la solidaridad. Humberto J, D’Arcángelo represetna el tipo de ética opuesta a los empresarios Molinari de Sobre héroes y tumbas (1961) y a Rubén Pérez Nassif de Abaddón el exterminador (1974). El semi-analfabeto D’Arcángelo es el otro gran amigo y protector de Martín —después de Bruno, significativamente el intelectual—, cuya filosofía coincide con la de Discépolo. D’Arcángelo: “Aquí, a este paí hay que avivarse. O te avivá o te jodé para todo el partido” (95).

Para adelante no hay salida, por lo que es necesario volver hacia atrás y de ahí sus repetidos elogios a la autenticidad del “hombre común” (representado aquí por el camionero Busich y por D’Arcángelo), dos personajes semianalfabetos que no han sido corrompidos por el pensamiento y la civilización. No han sido corrompidos por el éxito sino purificados por la pobreza y el fracaso. Algo así como una variación urbna del “buen salvaje”.

(Continúa)

La clausura existencialista III

En el caso del hiperintelectualismo de Abaddón, el exterminador, su carácter de novela-ensayo alcanza un valor estético semejante a Rayuela. Pero si para Cortázar la literatura era un ejercicio lúdico, para Sábato tiene un carácter sagrado que hay que salvar de la prostitución (es decir, de la desacralización del dinero).

No obstante, persiste el carácter clausurado, hermético de misteriosas sociedades, casi medievales, potencias del mal y la oscuridad que buscan destruir el mundo. Lo político es secundario a un orden metafísico, cósmico que, como en el antiguo mundo azteca, debe ser salvado por la fuerza de sacrificios individuales. Este mártir suele ser el artista-vidente (Sábato, que es autor y personaje desdoblado en Sabato) y toda figura excepcional, capaz de subir a las cumbres de la filosofía occidental y luego bajar a los reinos del mundo demoníaco para volver a ascender en un proceso de purificación del héroe campbelliano (en sus novelas, los personajes principales siempre descienden a lugares cerrados como sótanos, cloacas y surrealistas bajomundos).

El mundo de las novelas de Sábato está signado por el simbolismo de los ciegos. Si en “Nuestro pobre individualismo” (1946) Jorge Luis Borges dice que para el carácter argentino, la idea de los Lamed Wufniks —según la cual el mundo sobrevive por la intervención de 36 sabios que se desconocen entre sí—, es incomprensible para un argentino que descree del bien oculto, lo mismo podemos entender en la novelística de Sábato: el Mal —como el demiurgo de los gnósticos cristianos del siglo III— es quien gobierna el mundo y no busca su cambio, la destrucción, sino la perpetuación del orden, porque es un orden infernal basado en el dolor, la injusticia y la angustia. Contra eso nada se puede hacer, porque también representa la condición inmanente del inconsciente humano, lo opuesto a la utopía racional del futuro consciente: la moral del Hombre nuevo.

Cuando en Abaddon el Exterminador (1974) Bruno, unos de los personajes centrales de Sobre héroes y tumbas (1961), regresa a Capitán Olmos, es un regreso al pasado y al fracaso. El alter ego del autor después de un largo periplo por el mundo, vuelve a su pueblo de provincia, Capitán Olmos (Rojas, para el autor) y encuentra que los sagrados espacios de la infancia son “ridículamente pequeños”. Los sueños se han perdido junto con la inocencia. Visita el cementerio de su pueblo y reconoce a familias enteras. Al salir, con melancolía, poetiza su concepción existencial de una clausura incontestable: la lápidas son “piedras ensimismadas […] testigos de la nada / certificados del destino final / de una raza ansiosa y descontenta / abandonadas minas / donde en otro tiempo / hubo explosiones / ahora telarañas” (Abaddón, 471). El paradigma de la novela —y de su autor— se resume en el último párrafo: “Pero también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo?) que todo un día será pasado y olvidado borrado: hasta los formidables muros y el gran foso que rodeaba la inexpugnable fortaleza”.

Durante los ochenta y noventa, y ante la realidad que lo rodea, el autor esgrime repetidas veces el mismo lema: “resistir”, lo que se oficializa en el titulo y tema central de su último libro, publicado con casi noventa años, La resistencia (2000), bastante inferior a todo lo escrito anteriormente. Tampoco aquí hay una salida clara o próxima, más allá de la esperanza del condenado.

La condición humana no se puede cambiar; la condición política y cultural no depende de una revolución social sino de una resistencia individual. Como ese “¿Y entonces qué?” de Hombres y engranajes (1951), que no alcanza a responder completamente en el capítulo final y que aparece casi como un apéndice obligatorio de alguien que alguna vez abrazó las utopías políticas y sociales propias de la Modernidad. También en Sábato, ese posmoderno precoz, sintetiza las contradicciones centrales de esta Era moderna: el pesimismo del artista creador y el optimismo del revolucionario racionalista.

Como en la obra de teatro La isla desierta (1938) de Roberto Arlt, tampoco hay salida en la literatura de Sábato sino un túnel, un camino oscuro de concientización y al mismo tiempo de pesimismo: el final luminoso del túnel oscuro, del laberinto borgeano, es una utopía necesaria o llegará cuando ya no importe. Que es como decir que no hay salida. Por momentos, no hay tenues sustitutos de la esperanza sino una frontal crítica social y cultural al racionalismo de la Modernidad.

No obstante, la condición humana (lo inmanente) y su razón histórica (supongamos que pueden ser considerados dos cosas diferentes), están presentes en esta doble clausura político-existencial. Si hay salida es a través de una destrucción apocalíptica, una visión cristiana sin paraíso en el cielo o sin un cielo claro y despejado. Como el fuego de Alejandra Vidal Olmos que limpia y purifica sin saber qué orden o qué nuevo mundo aguarda más allá. “Un terremoto universal sacude los cimientos de la civilización, esa civilización que fue edificada sobre los principios de los llamados Tiempos Modernos” (Apologías, 109).

Así, la crisis del hombre no radica sólo en la eterna angustia existencialista del yo aislado sino en los errores del nosotros que acentuó la alienación. La crisis es universal y es particular, porque “si el hombre europeo tiene motivos de angustia, los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (110).

Bibliografía IV 

Jorge Majfud

majfud.org

Milenio , B, (Mexico)

Milenio II (Mexico)

Milenio III ,  B (Mexico)



Libros y autores clásicos de la literatura uruguaya (según encuesta)

Jueves 26.05.2011

Eligen libro de Galeano como mejor espejo de la sociedad

Los universitarios uruguayos consideran que «Las venas abiertas de América Latina», de Eduardo Galeano, es el libro que mejor representa a la sociedad. Y es también su libro preferido.

Así lo reveló una encuesta realizada por la red de universidades «Universia» entre 601 estudiantes, que buscó saber cuál era el libro que mejor explica a una sociedad que este año cumple 200 años.

La obra de Galeano superó a «La Tregua», de Mario Benedetti; «Las cartas que no llegaron», de Mauricio Roseconf y «¡Bernabé, Bernabé!» de Tomás de Mattos, que quedaron en segundo, tercer y cuarto lugar respectivamente.

Sin embargo, pese a que un libro de Galeano fue el más votado en cuanto a mejor espejo de lo que somos, es la obra de Mario Benedetti la elegida para ser recomendada a un extranjero que desee entender a los uruguayos.

Los diez libros que mejor nos representan

1. Las venas abiertas de América Latina – Eduardo Galeano

2. La tregua – Mario Benedetti

3. Las cartas que no llegaron – Mauricio Rosencof

4. ¡Bernabé, Bernabé! – Tomás de Mattos

5. Ariel – José Enrique Rodó

6. La vida breve – Juan Carlos Onetti

7. Las lenguas de diamante – Juana de Ibarbourou

8. Nocturnos – Idea Vilariño

9. Montevideanos – Mario Benedetti

10. El pozo – Juan Carlos Onetti.

El mejor autor para que un extranjero nos entienda

1. Mario Benedetti

2. Eduardo Galeano

3. Horacio Quiroga

4. Roy Berocay

5. Juan José Morosoli

6. Florencio Sánchez

7. Juan Carlos Onetti

8. Mauricio Rosencof

9. Juana de Ibarbourou

10. Carlos Vaz Ferreira

Los 10 libros preferidos por los uruguayos

1 Las venas abiertas de América Latina – Eduardo Galeano

2 La tregua – Mario Benedetti

3 Cuentos de amor, de locura y de muerte – Horacio Quiroga

4 Montevideanos – Mario Benedetti

5 Las cartas que no llegaron – Mauricio Rosencof

6 El libro de los abrazos – Eduardo Galeano

7 Gracias por el fuego – Mario Benedetti

8 ¡Bernabé, Bernabé! – Tomás de Mattos

9 Pateando lunas – Roy Berocay

10 Ariel – José Enrique Rodó

fuente>>

Washington Benavides

Larbanois (standing left), along with Edward D...

Washington Benavides y Eduardo Darnauchans entre otros

Reflexiones con motivo del nuevo libro de Washington Benavides.

El frasco azul y otros frascos, Washington Benavides; poemario, 40 páginas, Ediciones Abrelabios

Cuando yo era niño, Washington Benavides y Circe Maia eran dos sinónimos de poeta. Si mal no recuerdo, mi hermano, que es carpintero, le arregló algunas veces la guitarra a su sobrino, Carlos. Para mí, solo ese acto era una forma de participar en algo que estaba más allá de los estrechos límites de la realidad material. Mi padre, también carpintero, hombre práctico y sin mucho oído para la música, compraba sus cassettes porque, decía, los cantores también comen. Washington y Carlos dieron a su tierra “El país de la cina cinas” y otros himnos que no necesitan ninguna consagración oficial.

Con el tiempo, entre las estrellas y el barro político de la dictadura militar, ese grupo de escritores y artistas que integraban Tomás de Mattos, Eduardo Larbanois, el genio inclasificable de Eduardo Darnauchans (alumno de Washington, un poco Onetti, un poco Leonard Cohen) y Héctor Numa Moraes, entre otros, realizaron una mezcla exótica y obviamente imposible: unieron el canto y la cultura popular al arte de culto.

Así, en una especie de pueblo de provincia que era y es Tacuarembó, Uruguay (no por su tamaño sino por su aislación geográfica y por la particularidad de estar rodeada de estancias y de una fuerte cultura ganadera y conservadora que no puede verse al espejo sin montar en cólera), surgió una generación de intelectuales que no despreciaron la alegría ni le temieron al vértigo de emociones más oscuras y profundas.

Todo parece tan lejano. No por el tiempo. No porque esos artistas hayan dejado de producir. No porque la seriedad o el vigor de los grandes haya declinado, sino por el culto a la frivolidad y a la intrascendencia que caracteriza nuestra época y a veces se ensaña especialmente con las provincias culturales más débiles que siempre copian los defectos ajenos, que es otra forma de conservar los defectos propios.

Lamentablemente, el Rio de la Plata, la región geográfica y espiritual que hizo nacer uno de los géneros populares con mayor vigor espiritual y riqueza intelectual, el tango, y no fue avaro con el mundo dando escritores como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti y Eduardo Galeano, se ha especializado en el arte de la frivolidad y la intrascendencia. Lo que demuestra otra de las características rioplatense: la creación y la autodestrucción.

Pero la tontería y la frivolidad si bien aturden, tampoco sobreviven a sus promotores. La ventaja de los grandes artistas como Washington Benavidez es que se pueden morir y seguir trabajando.

La historia demuestra, de forma abrumadora, que los pueblos no sólo se equivocan, sino que sus consensos han gozado, casi por norma, de buenos equívocos e inconmensurables supersticiones. Pero la historia también demuestra que el juicio del tiempo es implacable y muchas veces inapelable.  A este juicio sobreviven los grandes; o los grandes se definen por este juicio.

No sé si poetas como Benavides lo saben; no sé si le importan. Si sé que le importará a las generaciones que sobrevivan a esta catástrofe, ruidosa pero imperceptible, dentro de la cual vivimos.

Entonces, los sobrevivientes deberán recurrir a las obras de los grandes artistas para recuperar su propia condición humana, para explorar toda esa existencia que está más allá de los estrechos límites individuales. Esas vidas ajenas de las cuales estamos hechos todos y que es la condición de cada ser humano que ha sido elevado, en alguna medida, por encima de su condición de ser animal, por encima de su condición de simple pieza de una gran máquina de picar carne.

Jorge Majfud

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

The Colonization of Patriotisms

Juan Carlos Onetti

Image via Wikipedia

La colonización intra-nacional de los patriotismos (Spanish)

The Intra-national Colonization of Patriotisms

 

Jorge Majfud

 

Once, in a high school class, we asked the teacher why she never talked about Juan Carlos Onetti.  The answer was blunt: that gentleman had received everything from Uruguay (education, fame) and “he had left” for Spain to speak ill of his own country.  That is, an entire country was identified with a government and an ideology, excluding and demoralizing everything else.

Implicitly, it is assumed that there exists a unique – true, honorable – form for the nation and of being Uruguayan (Chinese, Argentine, North American, French).  If one is against that particular idea of country, of fatherland (patria), then one is anti-patriotic, one is a traitor.

A fundamental requirement for the construction of a tradition is memory.  But never all memory, because there is no tradition without forgetting.  Forgetting – always more vast – is indispensable for the adequation of a determined memory to the present-day powers that need to legitimate themselves through a tradition.  If we assume that national symbols and myths are not imposed by God, we are left with no other remedy than to suspect earthly powers.  Which is to say, a tradition is not simple and innocent memory but convenient memory.  The latter tends to be crystalized in symbols and sacred cows, and there is nothing less objective than symbols and cows.

In the Spain of Isabel and Fernando, exclusion was the basis for a previously non-existent fatherland.  The Iberian peninsula was, at the time, the most culturally diverse corner of Europe and comprised of as many countries as the rest of Europe.  Being Spanish became for many, after the Reconquest, an exercise in purification:  one sole language, one sole religion, one sole race.  Almost five hundred years later, Francisco Franco imposed the same idea of nation based at least on the first two categories of purity.  Camilo José Cela recognized it thusly: “Not one single Spaniard is free to see Jewish or Moorish blood run through his veins” (A vueltas con España, 1973); like they say, “nobody is perfect.”  For centuries the intellectuals sought out, obsessively, the “Spanish character,” as if the absence of a concrete character ran the risk of losing the country.  Américo Castro in Los españoles…(1959) observed: “one will not find anything similar to the Spanish fantasy of imagining Spaniards before they existed.”  He then criticized the patriotic writings that praised what was Spanish about Luis Vives, who, even abroad “never forgot Valencia”: he could not forget Valencia because his family, of Jewish origin, had been persecuted and both his parents burned by the Inquisition.  The celebrated priest Manuel García Morente believed that “for the Spanish there is no difference, there is no duality between fatherland and religion” (Idea de la hispanidad, 1947); “there exists no dualism between Caesar and God.”  “Spain is made of Christian faith and Iberian blood.”  “In Spain, Catholic religion constitutes the purpose of a nationality…”  The ultraconservative taste for essences led him to repeated tautologies of this kind: “the patriotic duty” is to be “faithful to the essence of the fatherland.”  Another Spaniard, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), questioned these functional ideas of power: “I consider that everything that speaks of “national character” is a mystical activity.”  “National characters are meant to be established as collective and hereditary.  Thus, at times, one recurs to expressions like ‘bad Spaniard,’ ‘renegade son,’ traitor to the ‘legacy of the fathers’ in order to attack an enemy.”

This strategy of forgetting and exclusion is universal.  We Chileans, Argentines and Uruguayans constructed a tradition to the measure of our own euro-centric and not infrequently racist and genocidal prejudices.  The authors of various ethnic cleansings (Roca, Rivera) are honored even today in the schools and in the names of streets and cities.  Indigenous people were not only expoliated and exterminated; we also ended up whitewashing the memory of the indomitable savages.  Another Spaniard, Américo Castro, reminds us: “When the people are more believers than thinkers […] it becomes unpleasant to doubt.”

Thus, The fatherland is turned into an idea of nation that tends to exclude all other ideas of nation.  For this reason it usually becomes a weapon of negative domination based on the positive sentiments of belonging and familiarity.  In order to consolidate that arbitrariness of traditional power, other semantic instruments are made use of.  Like honor, for example.

Honor is the symbolic tribute that a society imposes, by way of ideological and moral violence, on those individuals who must exercise physical violence in order to defend the sectarian interests of those others who will never risk their own life to do so.  For this reason, a composite and contradictory ideolexicon like “the honor of weapons” has survived for centuries.  There exists no other way to predispose an individual to death for reasons he is in no position to understand or, if he understands them, he is in no position to accept them as his own reasons.  If it is a matter of a soldier (the most common case) the salary will never be sufficient reason to die.  It is necessary to cultivate a motivation beyond death.  In the case of the religious martyr, this function is fulfilled by Paradise; in the case of a secular society that organizes an army through a secular State, there is no alternative but the retribution of an exemplary death: honor, fulfillment of one’s duty, love of country, etc.  All ideolexicons based on positive, unquestionable meanings.

One honors individuals (paradoxically anonymously) because one cannot honor the war that produces seas of nameless dead, nor can one honor the financial and political reasons, the sectarian interests in power.  This is demonstrated when, each day that fallen soldiers are remembered, the motives that led the now heroes to die are never remembered.  One abstracts and decontexualizes in order to consolidate the symbol and confer upon it an absolutely natural character.  It may be that just wars exist (like an action of defense or of liberation), but even so it remains impossible to think that all wars are just or holy.  Then, why is this perturbing element abstracted from the collective conscience?  Any questioning is (must be) interpreted as an affront to the “fallen heroes.”  In this way, the benefit is quadruple: 1) society washes its sins and its bad conscience; 2) the victims of the absurd receive a moral gratification and meaning for their own disgrace; 3) any radical questioning of the sense of past wars is prevented; and 4) a loan is secured against stock for wars yet to come – for a few but in the name of all.

 

Translated by Bruce Campbell

 

El ombligo del mundo, 2055

El ombligo del mundo, 2055

Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.

Juan Carlos Onetti, El astillero, 1961.

A la hora en que el día aún no ha perdido el calor exiguo de los últimos días del verano, cuando la gente termina de salir por fin de sus oficinas y los embotellamientos en las afueras de Manhattan comienzan a disolverse lentamente, a esa hora en que los comercios del downtown cierran sus puertas y bajan sus cortinas de acero hasta las casas de mascotas, adelantándose, con precaución y estrépito, a la oscuridad precoz de los atardeceres de un invierno que todavía no llega, un hombre ligero y sin prisa camina hacia el sur, escondido detrás de una barba blanca, casi amarilla por un misterioso efecto del atardecer, con la mirada fija en sus próximos dos pasos, tal vez pensativo o simplemente cansado, con una bolsa de tela gris en la espalda que deja adivinar el cuerpo ahora frío y tímido de un saxo. Luego se detiene. Deja de murmurar pensamientos largos e indescifrables, pensamientos que arrastran reflexiones poco claras sobre los efectos del atardecer en el ánimo melancólico de alguien que se narra a sí mismo su propia vida, y entra en un viejo edificio del Midtown, reciclado y extremadamente pulcro en su interior, alfombrado contra los pasos indiscretos, iluminado estratégicamente para que sus salas y pasillos dejen ver los pies y los cuerpos que entran y salen, disimulando con imprecisión los rostros que los acompañan. Un olor agradable de velas frutales llena cada recinto, mientras diferentes pantallas informan al cliente sobre los servicios accesibles esa noche.

El hombre de la barba blanca, ahora azul, se acerca a una de las máquinas y lee con cuidado. Con un dedo, también azul, elige una opción en la pantalla y la máquina le extiende un ticket que dice F. y, sin querer o sin pensarlo, como un hombre cansado que se sumerge distraídamente en un sueño profundo, continúa reflexionando sobre las cosas que lo envuelven y se introducen en esa repentina nostalgia, como un huracán mudo e invisible se introduce en una casa y extrae de ella los muebles, los pedazos de puertas, los cuadros que colgaron allí por años y los va desparramando por la ciudad. Diferentes pasillos lo conducen, como en un aeropuerto, a una pequeña puerta que vuelve a repetir F. Entra y deja el bulto en una pequeña mesita. Se sienta al lado y espera. Mira: la cámara F es pequeña y familiar, apenas más grande que un cuarto de baño y desprovista de los aparatos que se pueden encontrar en uno de esos.

Una de las paredes mayores es de vidrio y comunica visualmente con la otra cámara gemela, tan parecida a la anterior que cualquiera confundiría el cristal transparente con un espejo, si no fuera por el detalle de que del otro lado no se encuentra el que mira.

Espera que se encienda la luz violeta. Generalmente no demora más de tres o cuatro minutos, pero hay que considerar que a esta altura del año la gente está más concentrada en su trabajo. No tardará; de todas formas, no tardará en encenderse la luz y el tiempo sólo comenzará a correr desde entonces: cinco minutos. Y mientras repite “no tardará”, saca el saxo de la bolsa y comienza a tocar algunas notas sin demasiado orden. Sospecha del correcto funcionamiento de uno de los botones. El temor de que el instrumento se descomponga le recuerda los días de su juventud. Hasta que por fin se enciende la luz y aparece alguien.

Alguien. Como era de esperar, es una mujer. Más precisamente, una mujer joven, con uniforme de colegio, aunque nunca es posible determinar si lo que la persona lleva se corresponde realmente con alguna de sus actividades diarias o ha sido elegida para la ocasión. Casi siempre es así. Como la máscara de calavera que lleva puesta. Mucha gente opta por las máscaras, porque si bien Nueva York es infinita, siempre queda la posibilidad de que uno reconozca en la calle a alguien que pudo haber visto en un Confesionario, deformado por la luz azul pero en ocasiones reconocible por la fuerza de sus ojos.

[Por otra parte, todavía hay gente que siente timidez al desnudarse, ya sea en un lugar público o en su propia casa. Todos saben que en cada momento están siendo filmados o escuchados (por el gobierno o por uno de esos imperios privados que se han arrogado el derecho de decidir por los demás), aunque nadie advierta la presencia de alguna cámara o de algún micrófono oculto. Sin embargo, no todos se han acostumbrado a ese conocimiento con la suficiente naturalidad. Podría ocurrir que el funcionario de turno reconociera a la persona que, en su propia casa, se desnuda o se apresta a defecar en ese momento; o que no resistiera la tentación de publicar esas imágenes en la Red Global. Y si bien esto último es delito federal, nada garantiza que mañana o pasado aparezca el video de un cura católico masturbándose en algún rincón de Nueva Guinea o de la hija de un pobre profesor explorando su cuerpo virgen en su cuarto de San Pablo. Al fin y al cabo, el crimen también es delito federal y no por ello ni por todas estas medidas de seguridad ha disminuido. Tal vez ahora se pueda prevenirlo. Poco tiempo atrás, estudios neurológicos de laboratorio descubrieron que no sólo los sueños producen ondas energéticas en el cerebro sino también el pensamiento hablado. A partir de entonces resultó relativamente sencillo darse cuenta que cada palabra posee un nivel de energía y una frecuencia de onda particular, dependiendo de las lógicas variaciones de los dialectos y de la emotividad diferente que cada palabra tiene en distintas regiones de un mismo país. Y así como en la antigua informática una letra o un número eran la combinación de dos impulsos diferentes, lo que luego se transforma en palabras, en sonidos y en imágenes, se terminó por inventar un sistema decodificador del pensamiento hablado. Como en el pasado, esto tuvo importantes aplicaciones militares, casi exclusivamente. De la red de espionaje Echelon se pasó a espiar el pensamiento de cada individuo. Con el nuevo sistema, se procesaron nueve millones de pensamientos por segundo en todo el mundo. Dependiendo de determinados parámetros de pensamiento, el sistema seleccionaba aquellos que pudieran ser de interés del Gobierno, de la empresa financiadora de la Red o de algún funcionario de turno, motivado más por el azar y el aburrimiento que por intereses de Seguridad Nacional. Así que no sólo se espió a terroristas, a artistas, a posibles filósofos y a inventores de nuevas estrategias comerciales, sino también a conocidas estrellas del cine y de la vida diaria, creándose de esa forma un verdadero tráfico ilegal de fantasías eróticas, casi siempre producidas por mujeres, como solía ocurrir en el pasado con las imágenes de Internet. Sólo unos pocos advirtieron esta actividad secreta y omnipresente de la Inteligencia Militar—que terminaba por cumplir la profecía bíblica del Génesis—y la denunciaron diez minutos antes de ser detenidos por las Fuerzas del Orden. Los que la recibieron por la Red Global de Resistencia la callaron mientras pudieron. De este grupo, una minoría no fue enviada a manicomios, porque tuvieron la rara habilidad—esa habilidad tan particular de los seres humanos y que consiste en romper todas las reglas previsibles a fuerza de genialidad—de crear nuevas formas de pensamiento codificado. Como se comprenderá, no es posible describir qué tipo de forma pudieron ser esas, ya que ningún sistema de lectura pudo compararla con parámetros de pensamiento conocidos hasta el momento de la programación de dicho Dios-máquina. Pero todo ha sido advertido por los resultados: muchas personas en el mundo dejaron de pensar, por lo menos eso registran los sistemas de lectura de pensamientos más avanzados. O de hecho nunca pudieron hacerlo. Y es por esa misma falta de acostumbramiento al progreso de la Sociedad Global, que muchas personas pasaron de los lentes oscuros al uso de máscaras, del pensamiento libre a la distracción y el divertimento. Como el velo trae malos recuerdos a algunas personas, han proliferado otras formas de ocultamiento: hay máscaras para ir al baño, máscaras para dormir en días de calor o para hacer el amor de forma ilícita. Hay una máscara para cada cosa y ninguna deja traslucir algún aspecto de la personalidad de quién la lleva, lo que ha llevado a una perfección en el arte de borrar lo distinto. Porque si no es posible ocultarse del Gran Dios-máquina, por lo menos es posible que nuestros semejantes no nos reconozcan con facilidad, en caso de producirse el milagro de la fama. Sin embargo, en este proceso de abstracción del ser humano, siempre queda algún detalle insignificante que, a la larga, termina por convertirse en un elemento de máxima significación. A veces es un lunar en una nalga, otras veces cierto perfil de un muslo o de los hombros. Todo esto provocaba en la gente un sentimiento de tristeza e insatisfacción que se confundía con la felicidad. Sin embargo, nada de esto era inevitable. Como solía ocurrir antiguamente, tal vez se hubiese sido suficiente el sólo cuestionamiento del actual estado de cosas, de no ser porque Alguien lo había previsto transformándolo en una empresa por lo menos improbable, ya que los críticos y los filósofos habían sido exterminados, condenados al olvido o enterrados bajo una lápida con la misma e irrefutable inscripción: IDIOTA. Por el contrario, es posible que se continúe perfeccionando la solución inicial: no pasará mucho tiempo para que se vean por las calles personas ataviadas de pies a cabeza, sino por un denso paño negro como en Oriente, tal vez por sucesivas manipulaciones de la apariencia personal.]

Por un momento, el músico abandona sus pensamientos melancólicos y vuelve a la salita del confesionario. Mira a la joven con cuidado. A juzgar por sus piernas, se podría decir que aún no ha terminado la secundaria. Hay otros detalles que lo confirman: su timidez, por ejemplo. Ha pasado un minuto y aún se mantiene de pie, explorando con su máscara de muerte la cámara, como si fuese la primera vez que entra a una, mirando a través del cristal como si quisiera reconocer al hombre de barba blanca, sentado en una silla, contra la otra pared, con un saxo sobre las rodillas y con la mirada triste, fija en ninguna parte.  Por un instante piensa que el hombre es ciego, pero es sólo una impresión pasajera. Sería absurdo y, además, acaba de mover los ojos hacia sus pies. Es decir, la está mirando. Eso le recuerda que el tiempo se va y hay que comenzar. Entonces tantea con una mano la solidez del cristal, como un movimiento instintivo y que sólo sirve para perder más tiempo. Sabe que tiene tres centímetros de espesor y que es antibalas, pero igual tantea con disimulada fuerza. Hubiese preferido que en su primera vez hubiese un hombre joven, aunque tiene sus ventajas: le da más asco y menos miedo. Luego verifica que ha cerrado la puerta con llave y comienza a desnudarse. Sin duda, es una joven vergonzosa. Sus caderas aún no se han destacado del resto del cuerpo: predomina su altura, cierto parecido con algún personaje de El Greco que ha visto la semana anterior en el MOMA, acentuado por esa luz fría del confesionario, a un paso de ser confirmada o descartada por un sentimiento trágico que amenaza con instalarse del otro lado del cristal. Podría ser su padre, su abuelo. Pero así es esto. “Deseas lo que condenas”, le había dicho la amiga. “Necesitas abrir una válvula de escape, y el sexo es la válvula de la moral” Pero la moral estaba ahí, para aumentar la tensión y el deseo, como ese vidrio que la protegía. La máscara no es lo más apropiado, piensa el músico. Una vez un hombre se suicidó en un confesionario. Pero es preferible no recordar esas cosas ahora; bastante tiempo le ha llevado limar las aristas filosas de algunos recuerdos. De acuerdo, el olvido es un arte de moda, aunque es mal practicado: los médicos nos obligan a recordar lo más desagradable de nuestra existencia, aquello que la sensibilidad echó a los sótanos de la memoria, al tiempo que la estupidez mediática se divierte destruyendo lo que queda en el salón principal.

Bien, no ha terminado de desnudarse completamente, pero se detiene. Observa otra vez a través del cristal. El viejo que le ha tocado en la gemela no se ha movido desde que ella entró. No está ciego. Tampoco está muerto. Podrían haberla engañado poniendo un maniquí, uno de esos hologramas animados que alguna vez estuvieron de moda, antes que volvieran los hombres de carne y hueso. Pero no; está tan vivo como triste. Su tristeza se contagia a través del vidrio. Es como la pobreza: salpica. Una amiga le había contado que los hombres, apenas las ven entrar, se pegan contra el cristal, casi siempre exponiendo lo suyo, y tarde o temprano terminaban por ensuciarlo. Incluso, una vez le había tocado una mujer que mordía el cristal como si estuviese rabiosa, allí mismo donde otros hombres habían hecho sus necesidades esparciendo su semen idiota. De esta historia le había quedado en la retina la imagen casi imposible de una mujer mordiendo un vidrio por el lado plano, hasta que en la casa de otra amiga descubrió a una perra haciendo lo mismo para pedirle a su dueña que le abriese la puerta del fondo.

Eso le habían contado de los hombres. No era el caso de este viejo. Así que se sintió segura del todo, y terminó por desnudarse. Se paró cerca del cristal y dio media vuelta, con la punta de los pies resistiéndose al giro. Luego se quedó mirándolo un instante. No había de qué temer, porque así como la seguridad de aquellos recintos era rigurosa, también lo era la higiene: un minuto después de desocupada la sala, se llenaba automáticamente con radiación desinfectante, por lo cual no había posibilidades de contagio alguno. De hecho, no se conocía ningún caso de contagio, por lo cual el Ministerio de Salud certificaba cada año la seguridad de los Confesionarios. Por otro o por el mismo lado, el Gobierno Central invirtió casi la mitad de su presupuesto anual en una campaña moralizadora que ya se ha integrado al consciente colectivo, y que consistió en promover la práctica de la masturbación. Sin duda, todos los estudios científicos habían demostrado las ventajas higiénicas de esta costumbre, a lo que hubo que agregar los beneficios de la clonación y de la reproducción asistida, más tarde llamada “reproducción controlada”. Una vez removida la vergüenza de ser filmado en un acto masturbatorio, gracias a la campaña remoralizadora del gobierno y de las instituciones privadas sobre Relaciones Sexuales, la pornografía adquirió un lugar predominante es la sociedad y en la psicología del ciudadano medio. Todo lo que significó un avance en la natural necesidad de libertad que existe en cada ser humano. No disminuyó el interés por el sexo sino todo lo contrario; sólo se produjo una verdadera revolución en la práctica sexual, con la curiosa eliminación del coito en la clase educada.

Él también la miraba, aunque ahora sus ojos demostraban sorpresa, más sorpresa que desinterés. Ella insistió y fue mucho más allá: con el corazón agitado, se sacó la máscara y lo miró a los ojos. Una sonrisa viva ocurrió en él, un segundo antes que sonara la chicharra. Excederse un minuto del tiempo límite significaría el pago de un ticket nuevo, por lo que la joven tomó apresuradamente la ropa que estaba en el suelo, se vistió y salió sin volver a mirar hacia atrás.

El músico salió sin la misma prisa, notando que la joven había olvidado su máscara en el piso. Imaginó que en ese preciso instante ella estaría saliendo por la Quinta, mientras su camino lo conducía lentamente a la Sexta. En la Quinta tal vez tomaría un taxi y se perdería entre los diez millones de anónimos que habitan la ciudad. No volvería a ver esa sonrisa que había esperado ver (eso lo pensaba ahora) durante años, desde que se inventaron los confesionarios. Durante años había visto mujeres de todo tipo, hombres a veces, ensayando y repitiendo esas poses que debían ser consideradas obscenas, esperando furiosas que él reaccionara intentando romper el cristal irrompible, o algo así, como si les hiciera falta algo del peligro que se evitaban en los confesionarios.

Para ser más exactos, había estado esperando esa sonrisa desde que llegó a Nueva York, cuarenta y tantos años atrás. Era la sonrisa, incluso diría que era la mirada, el gesto, la presencia fantasmal de aquella joven que amó cuarenta y tantos años atrás. Es decir que tal vez nunca había entrado nadie a la cámara gemela del confesionario, la última vez, sino su atormentada imaginación, afiebrada por el primer resfrío del invierno del año 2055, que casi lo mató, impidiéndole trabajar en el Central Park y, lo que era peor, sumergiéndolo en una profunda y comprensible nostalgia de viejo.

Jorge Majfud

2000

La rebelión de la alegría

Ernesto Che Guevara

Ernesto Che Guevara

La rebelión de la alegría

(Parte 1)

Si hiciéramos una exposición fotográfica de los años de la Guerra caliente en América Latina, veríamos la insistencia de la risa joven en sus revolucionarios contrastando con los rostros adustos y envejecidos de las fuerzas conservadoras de la reacción.

Fue una tradición de la cultura ilustrada criolla asumir que el carácter del indio era incapaz de las emociones, de alguna sensibilidad estética y de cualquier hábito racional para las ciencias o para el trabajo. Si en los comienzos del Renacimiento europeo Américo Vespucio y Tomás Moro pudieron sospechar con admiración el desinterés de los nativos del Nuevo Mundo por las riquezas materiales, la ausencia de la codicia europea por tener y por reinar como un atributo de virtud, en el apogeo de la Era Moderna esas carencias pasaron a significar defectos, pecados contra el progreso. La tristeza del indio, la melancolía del gaucho, el carácter sufriente del hombre y la mujer de las clases media y baja en América Latina coincidía con el precepto tradicional del cristiano sufriente que Nietzsche y Antonio Machado criticaron en Europa. No coincide con el carácter epicúreo atribuido por Américo Vespucio a los pueblos que encontró en sus cuatro viajes (1500-1504) antes de la colonización.

En la cultura popular del Río de la Plata, la clausura existencial está definida por el tango. No es un problema político sino existencial: “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé en el quinientos seis y en el dos mil también” (Discépolo). Su icono principal, Carlos Gardel, fue definido por el poeta militante Francisco Urondo como “loco de la noche, despreocupado amigo del alba, señor de los tristes”. Casi el mismo año que Jean-Paul Sartre publica La Nausée (1938) en Francia, el alter ego de Juan Carlos Onetti, en su célebre novela El pozo (1939), reconoce su incapacidad para la fe en el pueblo, su alienación y soledad existencialista: “Me acuerdo que sentí una tristeza cómica por mi falta de ‘espíritu popular’. No poder divertirme con las leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de alegría, y saberlo, nada más”. Luego reconoce la diferencia entre su compañero de habitación y él mismo —semejante a la diferencia entre Antoine Roquentin y el Autodidacto—: “es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo ama la vida y sólo así es posible ser un poeta”. En el arte y la literatura el dolor y la tristeza continúan gozando de más prestigio que la alegría. Pero el yo existencialista del siglo XX era el yo romántico del siglo XIX que ya no encontraba ni en la muerte ni en el amor la comunión posible. Por el contrario, buscaba desesperadamente la comunicación. Mataba o se suicidaba, pero no encontraba el amor ni la muerte sino el sexo y la nada.

Pero hubo un tiempo en que todo cambió. Octavio Paz, refiriéndose a las revueltas de 1968 y, por extensión a la década de los ’60, había observado que “la irrupción del ahora significa la aparición, en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: el placer” (Posdata, 1969). Mucho antes la alegría se había convertido en el gesto revolucionario. Si hiciéramos una exposición fotográfica de los años de la Guerra caliente en América Latina, veríamos la insistencia de la risa joven en sus revolucionarios contrastando con los rostros adustos y envejecidos de las fuerzas conservadoras de la reacción. Así tendríamos, de un lado, colecciones de retratos sonrientes de Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Roque Dalton, Francisco Urondo, entre otros, y del otro, las mandíbulas erguidas y los labios apretados de Augusto Pinochet, Rafael Videla, Emilio Masera, Gregorio Álvarez, etc.

Por aquellos años, Mario Benedetti decía ver en la Revolución cubana un “estilo joven”, lo que también recuerda al “espíritu joven” de Grecia, según F. Nietzsche. No obstante, como veremos más adelante, este epicureismo revolucionario se opondrá al hedonismo, que será identificado insistentemente con el vacío del mundo materialista, el imperio del oro, de la risa artificial de Hollywood. Por ejemplo, Eduardo Galeano recuerda una experiencia personal que es la encarnación de este problema histórico. Había bajado a unas tumbas etruscas sobre cuyas paredes no había representaciones de dolor y sufrimiento sino de placer y alegría. “Varios siglos antes de Cristo, los etruscos enterraban a sus muertos entre paredes que cantaban al júbilo de vivir”. Entonces, Galeano redescubre el antagónico cristiano, que es permanentemente identificado con la rebeldía ante la opresión de la cultura católica primero y protestante después, la cultura del conquistador: “yo había sido amaestrado católicamente para el dolor y me quedé bizco ante ese cementerio que era un placer”. Es la historia, sus creencias y prejuicios, sus paradigmas y tabúes, la que ha modelado la emoción, el dolor y la alegría en el individuo. Es decir, la clausura no es inmanente a la existencia humana. Es una clausura política —cultural, religiosa— y se puede ver una fisura en ella usando el lente de la historia.

Refiriéndose al contexto latinoamericano, el peruano Manuel Burga observa que “la risa, la fiesta popular, la alegría profana, como lo ha demostrado Bakhtin para la Europa renacentista, también tuvieron en los Andes un valor semejante para enfrentar la cultura impuesta por el sistema colonial”. Años después, Mario Benedetti, analizando Memoria del fuego (1982-86) de Eduardo Galeano, insiste en el valor revolucionario de la alegría, atribuido ahora a la metafísica amerindia, significativamente integrada y opuesta a la tradición cristiana: “cuando lejos de Cuzco, la tristeza de Jesús preocupa a los indios tepehuas, y entonces inventan la danza de los viejos, y cuando Jesús vio a la Vieja y al Viejo ‘haciendo el amor, levantó la frente y rió por primera vez’”. Por la misma época, Umberto Eco recordaba la tradición del sufrimiento como valor superior. En Il nome della rosa (1980) creó un monje malhumorado que insiste que Jesús nunca se rió, de donde se deduce la naturaleza diabólica de la risa. Ocho años más tarde, adentrado en el género de la novela histórica, Tomás de Mattos, desde su mirada revisionista de un período que se cerraba en el Río de la Plata, expone en Bernabé, Bernabé! (1988) el drama del genocidio de los indios charrúas en un país que históricamente se había considerado blanco, europeísta y civilizado. La narradora principal, Josefina Péguy, analiza en una de sus cartas la etimología del nombre del último cacique sobreviviente: “Sepé quiere decir, en charrúa, ‘sabio’. Me parece que fue un nombre bien escogido —o adoptado— porque el cacique era dueño de una risa verdadera, de la que nace del jubiloso goce de las cosas cotidianas”. Josefina Péguy agregaba que ello se debía a que el cacique Sepé no estaba contaminado con el mito del progreso, pero bien se podía entender, según nuestro análisis, que tampoco estaba marcado por la tradición del cristianismo que en su versión católica condenó el oro mientras toleraba su extracción americana y en su versión calvinista simplemente lo legitimizó, al tiempo que condenaba todo epicureismo y sensualidad.

(Parte 2)

A la clausura existencial, marcada por la angustia, el dolor y el pesimismo del individuo perdido en su propio yo, súbitamente le surge en los ’60 un temeroso rival: la alegría de la revolución, la comunión del yo con el pueblo. Paso a paso se irá confirmando la voluntad de revisión moral. En 1973 Benedetti alude directamente a Jorge Luis Borges: “por eso en este jardín no hay senderos que se bifurquen […] adiós al laberinto adiós al dédalo / adiós al relajo de antiguas lenguas germánicas / este camino es recto / el pueblo avanza puteando alegremente / y las puteadas tampoco se bifurcan / dan en el blanco…”. La misma reacción es la de Francisco Urondo, una especie de deliberado antivalor nietzscheano que no se corresponde con el canon tradicional del poeta ensimismado sino precisamente lo contrario: “No tengo / vida interior: afuera / está todo lo que amo y todo / lo que acobarda”.

El tradicional dolor del pueblo bajo la opresión es repetidas veces revertido en alegría vinculada a una posible liberación, nunca desprendida de la imagen fuerte y redentora de un individuo, casi siempre de un antagónico. De ese mismo año, 1973, es el recuerdo de Eduardo Galeano para los momentos previos al regreso de Juan D. Perón a Argentina. Antes de la tragedia, Galeano recuerda en Días y noches de amor y de guerra (1978) que “había un clima de fiesta. La alegría popular, hermosura contagiosa, me abrazaba, me levantaba, me regalaba fe”. Pero el mismo Galeano recuerda otra anécdota que revela la contracara artificial y demagógica de este gesto: “Una mañana, en los primeros tiempos del exilio, el caudillo [Perón] había explicado a su anfitrión, en Asunción, del Paraguay, la importancia política de la sonrisa” y para mostrársela “le puso la dentadura postiza en la palma de la mano”.

Otras veces, la alegría se convierte en una profesión de fe, aún cuando el individuo ha dejado por momentos de creer (la fe humanística y el carácter sagrado del texto son los dos pilares centrales de la literatura del compromiso). Bajo el título de “Introducción a la literatura”, Galeano se desdobla en yo y en Eduardo; el primero estuvo unos días escribiendo “tristezas” que una noche Eduardo rechaza con una mueca: “No tenés derecho”, le dice Eduardo a la voz narrativa y le cuenta que días atrás bajó a comprar fiambres y la mujer que atendía tenía debajo del mostrador uno de sus libros, que lee todos los días. “Ya lo leí varias veces —dijo la fiambrera—. Lo leo porque me hace bien. Yo soy uruguaya, ¿sabe?”. Por lo que Eduardo insiste: “no tenés derecho’, mientras hace a un lado las cositas lastimeras, quizás mariconas, que yo escribí en esos días”. La opción recuerda al cura de San Manuel Bueno mártir (1930) de Unamuno, quien predicaba ya sin fe en Dios pero por fe en el pueblo que necesita creer. La diferencia radica, tal vez, en que aquí es la vendedora, el pueblo, quien devuelve la fe al escritor comprometido, renovándole los votos del compromiso.

Más tarde, luego de la derrota, el exilio y el regreso de la clausura política, Galeano escapa a la clausura existencial radicalizando su regreso al origen amerindio o a una de sus representaciones. Casi como un creyente, recoge la mitología dispersa y desestimada y le da nueva vida. En el principio de Memoria del fuego (1982) el mito de la creación de los maquiritari es fundamental. No sólo recuerda que “la muerte es mentira” sino que la alegría original vence al dolor occidental. “Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento”. La primer mujer y el primer hombre “soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio”. Y al soñar con la alegría —Dios o la humanidad, es lo mismo—, la alegría era realizada. Tiempo después, debido a la muerte de un hombre de la tribu kayapó que se rió por la caricia de un murciélago y murió, “los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños”. Así la risa y la alegría vuelven a ser secuestradas por el poder y pierden su valor original.

En Centroamérica, un Roque Dalton desafiante acusaba: “yo sé que odiáis la risa”, pero “bajo las sábanas me río”. En Taberna (1966) confiesa su lucha “para tener fe tan sólo en el deseo / y en el amor de quienes no olvidaron / el amor y la risa”. Pero Dalton también es consciente del doble filo de este gesto, un signo secuestrado. “Desde la conquista española mi pueblo ríe idiotamente por una gran herida. Casi siempre es de noche y por eso no se mira sangrar”. En la tradición, la mera risa no es subversiva sino un narcótico que impide la toma de conciencia. Sólo “la alegría es revolucionaria, camaradas, / como el trabajo y la paz”. Este estímulo se convierte en una razón de la literatura. En “Por qué escribimos”, reconoce que “uno hace versos y ama / la extraña risa de los niños / el subsuelo del hombre / que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda, / la instauración de la alegría / que profetiza el humo de las fábricas”. Alegría y liberación conforman una alianza recurrente. Según Benedetti en “Haroldo Conti: un militante de la vida” (1976), la novela Mascaró en lo más hondo “es una metáfora de la liberación, pero expresada sin retórica, narrada con fruición, atravesada de humor” (Crítica cómplice, 1988). “En la parábola de Mascaró campea un gusto por la vida, una espléndida gana de reír, como si quisiera indicarnos que las instancias liberadoras no son palabras ni posturas resecas sino actitudes naturales, flexibles, creadoras”.

El carácter de la alegría no es revindicado sólo en la literatura comprometida sino también en sus propios autores. Muerte y alegría alcanzan aquí una conjugación particular. Como hiciera Eduardo Galeano en 1978, Mario Benedetti recuerda en “El humor poético de Roque Dalton” (1981) que el salvadoreño “en el trato personal era un fabuloso narrador de chistes (los coleccionaba, casi como un filatélico), nunca llevó a su poesía la broma en bruto, sino la metáfora humorística. Refiriéndose a Urondo, el mismo Benedetti señalaba “su optimismo era incurable, pues: ‘Nada hay más hermoso que vivir, aunque sea perdiendo’. Y tenía razón”. Luego, con un guiño que es difícil separar de Ernesto Sábato, continúa: “quede el pesimismo para los esclavos de su propia pesadilla, para los que sobrevuelan como buitres su catástrofe privada. Sólo quien alcance un colmo de optimismo tendrá fuerzas para ofrendar la vida”. Más tarde en “Paco Urondo, constructor de optimismos” (1977), el mismo Benedetti completa el retrato y la valoración de este motor anímico: “en él la risa era algo así como su identidad. Siempre pensé que Paco [Urondo], cuando debía llevar una vida ilegal, no tenía más remedio que ponerse serio, ya que en él reírse era como decir su nombre”. También Juan Gelman recordará a su amigo poeta años después en Hechos y relaciones (1980) por el mismo rasgo: “andás / en la sonrisa estruendo pólvora / que atacan cada día al enemigo? / ¿Volvieron / feroz a la alegría que caía de vos?”.

El sacrificio y la muerte son entendidos, como en la tradición cristiana, como requisitos de renacimiento. Pero el Hombre nuevo que pregonaron los intelectuales comprometidos no renace en la utopía del Paraíso celestial sino en la utopía de la humanidad futura. Su martirio no pretende ser asumido con el verdadero dolor de la tortura y la crucifixión sino con la alegría de quien no teme ningún infierno eterno.

(Parte 3)

Rodolfo Walsh, con motivo de la muerte de Francisco Urondo, escribió en su obituario: “Mi querido Paco: […] lo primero que me acude a la memoria es la frase del poeta guerrillero checo, al que mataron los nazis, que dejó escrito: ‘recuérdenme siempre en nombre de la alegría’”. El mismo Walsh, un día después de la muerte de Ernesto Che Guevara, bajó a comprar el diario y lo primero que vio y recordó luego fueron “esos ojos abiertos, rompiendo el porvenir y esa especie de sonrisa con la boca fuerte, pero muerta”. Aunque otras fotografías no dejan ver con la misma claridad esta expresión viva pero ambigua del muerto, es la sonrisa lo que ven los escritores del compromiso. El nicaragüense Ernesto Cardenal en Canto nacional (1973) poetizaba que “el Che después de muerto sonreía como recién salido del hades”. Tampoco Eduardo Galeano puede dejar de observar lo mismo: “le miré largamente la sonrisa, a la vez irónica y tierna […] Pensé: ‘Ha fracasado. Está muerto’. Y pensé: ‘No fracasará nunca. No morirá jamás’, y con los ojos fijos en esa cara de Jesucristo rioplatense me vinieron ganas de felicitarlo”. Pero Jesús nunca es representado con una sonrisa sino, por el contrario, la tradición cristiana ha consagrado todas las variaciones del dolor en sus retratos imaginados por Europa.

Pablo Neruda, otro ejemplo del poeta celebrado por su compromiso político, poetizó el problema ideológico de la alegría de una forma que resume su tiempo: “Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban / todas partes, y me moría de tristeza” todos me aplaudían. Hasta que “me fui por los callejones de las minas / a ver cómo vivían otros hombres”, y por eso cambiaron los aplausos por la policía, “porque no seguía preocupado exclusivamente / de asuntos metafísicos / pero yo había conquistado la alegría”. La política militante aparece junto con este factor de la alegría, que se expresa por la vitalidad de la sonrisa o del cuerpo. La reivindicación del oprimido o del marginado, es motivo de esta celebración: “me voy a bailar por los caminos / con mis hermanos negros de la Habana”.

En la misma dirección apunta un discurso de otro intelectual militante, Ernesto Guevara, en el acto de entrega de Certificados de Trabajo, el 15 de agosto de 1964. Guevara recita un poema del republicano español León Felipe, exiliado en México. Este instante, captado en una breve película, insiste en la necesidad de un cambio de actitud ante el trabajo, el valor nuevo de la alegría despojada del interés material, y lo hace recurriendo a un pasado mítico, a la corrupción de la historia por ese interés material, denunciado en la ficción de Tomás Moro: “Pero el hombre es un niño laborioso y estúpido que ha convertido el trabajo en una sudorosa jornada, convirtió el palo del tambor en una azada y en vez de tocar sobre la tierra una canción de júbilo, se puso a cavar” […] quiero decir que nadie ha podido cavar al ritmo del sol, y que nadie todavía ha cortado una espiga con amor y con gracia. / Es precisamente la actitud de los derrotados, dentro de otro mundo, de otro mundo que nosotros ya hemos dejado afuera frente al trabajo; en todo caso, la aspiración de volver a la naturaleza, de convertir en un juego el vivir cotidiano”.

Jorge Edwards, reconocido crítico de la Revolución cubana, reconoce de su experiencia como embajador en La Habana a finales de los ’60 que a pesar de las frustraciones, “había en ciertos sectores de la Revolución, también, una alegría, una especie de gratitud que sobrepasaba los esquemas” (Persona non grata, 1973). La idea del héroe, de la vanguardia, es la misma para el militante, el guerrillero o el poeta: “el poeta es un optimista, pero no un iluso. […] Paso a paso, poema a poema, riesgo a riesgo, ese poeta construye su optimismo” (Benedetti, Crítica cómplice, 1988).

Pero la alegría no sólo tiene por enemigo a la tristeza y la tradición del martirio sino, también, sus falsos sustitutos: Benedetti y Viglietti entendían la necesidad de “defender la alegría como destino / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres” (A dos voces, 1994). Pero es Eduardo Galeano quien más claramente sintetiza, en un relato de El libro de los abrazos (1989), el valor de la risa y la alegría y la desacralización del oro capitalista, el cadáver, la máscara vacía de la emoción. Con el título de “El vendedor de risas” anota su paso por la playa de Malibú, frente a la casa donde “vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood”. Este mercader de la alegría se había vuelto rico grabando y vendiendo risas de todo tipo y género para el cine y la televisión, “pero él era un hombre más bien melancólico, y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír”. Es la misma observación que Cardenal y Nicolás Guillén hacen de la sonriente Marilyn Monroe, suicidándose en un mundo perfecto. Al igual que Benedetti ve en 1959 en los negros de Estados Unidos “las tres clases de seres más vivos de este Norte / quiero decir los negros / las negras / los negritos” (Hasta aquí, 1974), Galeano anota la diferencia entre la risa artificial, hecha para el beneficio capitalista, y la risa espontánea, verdadera, producto de la alegría de lo vital del latino: “Ella y él se fueron de su casa de la playa de Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas” (Libro d e los abrazos, 1989).

Se entiende que con la alegría ha nacido la rebelión y con ella nacerá la nueva sociedad en sus orígenes heroicos. La “palabra revolución”, dice Benedetti, no es sólo alude a un concepto abstracto de la historia, sino que se encuentra encarnada: “además tiene músculos y brazos y piernas y pulmones y corazón y ojos que esperan y confían”. Es el rostro de un pueblo que “sufre y aprende, que traga amargura y sin embargo propone una alegría tangible”. Este reconocimiento del escritor, la alegría, se produce “cuando el político o el intelectual ‘descienden’ al pueblo para transmitirle su ‘fórmula infalible’, entonces sí la vanidad puede significar un seguro de incomunicación que a algunos escritores les resulta por cierto muy confortable, quizás porque no tienen nada que comunicar”.

Todavía a fines de los ’70, con las renovadas esperanzas revolucionarias provenientes de la Revolución sandinista, Benedetti insistía con el valor de la alegría: “después vino el futuro y vendrán otros / pero no volverá el pasado inmundo / nicaragua ha sido esta vez invadida / por su rotunda gana de ser pueblo”. Lo que significa, que “en algunas diáfanas temporadas”, la realidad se convierte en “alegría de un hombre / y de una suma de hombres” (Vientos del exilio, 1981). Junto con Viglietti identificó, otra vez, los dos elementos de la ecuación de la psicología militante: “defender la alegría como una trinchera”.

Pero el destino de la historia, la liberación del pueblo oprimido, debe frustrarse: “Canté como si supiera, / con el aire de mi pueblo / y al borde de la alegría / la muerte nos quitó el sueño” (A dos voces, 1994).

En los ’80 y ’90 la clausura política se convierte otra vez en clausura existencial. La posmodernidad impone un nihilismo hedonista que revive la risa de plástico de la cultura del consumo durante un par de décadas. Se promueve el deseo y se castiga el placer para que la ansiedad lubrique la gran maquinaria. Hasta que el humanismo moderno reaparece en el nuevo siglo, con su paso lento y casi siempre imperceptible desde el siglo XIV. Entonces, la alegría epicúrea vuelve a disputarle un espacio a los paraísos alucinógenos del consumismo suicida.

Jorge Majfud

Abril 2008

La colonización de los patriotismos

1963 Spanish peseta coin with the image of Fra...

Image via Wikipedia

The Colonization of Patriotisms (Spanish)

 

La colonización intra-nacional de los patriotismos

Cierta vez, en una clase de secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Juan Carlos Onetti. La respuesta fue contundente: ese señor había recibido todo de Uruguay (educación, fama) y “se había ido” a España a hablar mal de su propio país. Es decir, se identificaba un país entero con un gobierno y una ideología, excluyendo y desmoralizando todo lo demás.

De forma implícita, se asume que existe una forma única —verdadera, honorable— de país y de ser uruguayo (chino, argentino, norteamericano, francés). Si uno está en contra de esa idea particular de país, de patria, entonces es antipatriota, es un traidor.

Un requisito fundamental para la construcción de una tradición es la memoria. Pero nunca toda la memoria, porque no hay tradición sin olvidos. El olvido —siempre más vasto— es indispensable para la adecuación de una determinada memoria a los poderes presentes que necesitan legitimarse a través de una tradición. Si asumimos que los símbolos y los mitos nacionales no son imposiciones de Dios, no nos queda más remedio que sospechar de los poderes terrenales. Es decir, una tradición no es simple e inocente memoria sino memoria conveniente. Ésta suele cristalizarse en símbolos y vacas sagradas, y nada menos objetivo que los símbolos y las vacas.

En la España de Isabel y Fernando, la exclusión fue la base de una patria previamente inexistente. La península Ibérica era, por entonces, el rincón con mayor diversidad cultural de Europa y conformada por tantos países como ésta. Ser español pasó a ser para muchos, después de la Reconquista, un ejercicio de purificación: un solo idioma, una sola religión, una sola raza. Casi quinientos años después, Francisco Franco impuso la misma idea de nación basada por lo menos en las dos primeras categorías de pureza. Camilo José Cela lo reconoció así: “Ni un solo español está libre de ver correr por sus venas sangre mora o judía” (A vueltas con España, 1973); como quien dice “nadie es perfecto”. Durante siglos los intelectuales buscaron, con obsesión, el “carácter español”, como si en la ausencia de una característica concreta se corriese el riesgo de perder la patria. Américo Castro en Los españoles… (1959) observó: “no se encontrará nada semejante a la fantasía española de imaginar españoles antes de que existiesen”. Luego criticó los escritos patrióticos que alababan lo español de Luis Vives que, aún en el extranjero “nunca olvidó Valencia”: no podría olvidar Valencia porque su familia, de origen judío, había sido perseguida y sus dos padres quemados por la inquisición. El célebre presbítero Manuel García Morente entendía que “para los españoles no hay diferencia, no hay dualidad entre la patria y la religión” (Idea de la hispanidad, 1947); “no existe el dualismo entre el César y Dios”. “España está hecha de fe cristiana y de sangre ibérica”. “En España, la religión católica constituye la razón de ser de una nacionalidad…” El gusto ultraconservador por las esencias, lo lleva a repetidas tautologías de este tipo: “el deber patriótico” es ser “fiel a la esencia de la patria”. Otro español, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), cuestionó estas ideas funcionales del poder: “Considero que todo lo que se habla de ‘carácter nacional’ es una actividad mística”. “Los caracteres nacionales se quisieron fijar como colectivos y hereditarios. Así, a veces, se recurrió a expresiones como las de ‘mal español’, ‘hijo renegado’, traidor a la ‘herencia de los padres’ para atacar a un enemigo”.

Esta estrategia del olvido y la exclusión es universal. Los chilenos, argentinos y uruguayos construimos una tradición a la medida de nuestros propios prejuicios europeístas y no en pocos momentos racistas y genocidas. Los autores de diversas limpiezas étnicas (Roca, Rivera) son honrados aún hoy en las escuelas y en los nombres de calles y ciudades. Los indígenas no sólo fueron expoliados y exterminados; también terminamos por blanquear la memoria de los salvajes indómitos. Otro español, Américo Castro, nos recuerda: “Cuando los pueblos son más creyentes que pensantes […] se hace antipático el dudar”.

Así, La patria se convierte en una idea de nación que tiende a excluir todas las demás ideas sobre la misma. Por esta razón suele convertirse en un arma de dominación negativa basada en los sentimientos positivos de pertenencia y familiaridad. Para consolidar esa arbitrariedad del poder tradicional, se recurren a otros instrumentos semánticos. Como el honor, por ejemplo.

El honor es el tributo simbólico que una sociedad impone, por medio de la violencia ideológica y moral, a aquellos individuos que deben ejercer la violencia física para defender los intereses sectarios de aquellos otros que nunca arriesgarán su propia vida en hacerlo. Por esta razón, un ideoléxico compuesto y contradictorio como “el honor de las armas” ha sobrevivido por siglos. No existe otra forma de predisponer a la muerte a un individuo por razones que no está en condiciones de comprender o, si las comprende, no está en condiciones de aceptarlas como sus propias razones. Si se trata de un soldado (el caso más común) el sueldo nunca será razón suficiente para morir. Es necesario cultivar una motivación más allá de la muerte. En el caso del mártir religioso, esta función la cumple el Paraíso; en el caso de una sociedad laica que organiza un ejército a través de un Estado secular, no queda alternativa que la retribución de una muerte ejemplar: el honor, el cumplimiento con el deber, el amor por la patria, etc. Todos ideoléxicos basados en acepciones positivas, incuestionables.

Se honra individuos (paradójicamente anónimos) porque no se puede honrar la guerra que produce esos mares de muertos sin nombres ni se puede honrar las razones financieras, políticas, los intereses de las sectas en el poder. Esto se demuestra cuando, cada día en que se recuerdan a los soldados caídos, nunca se recuerdan los motivos que llevaron a los ahora héroes a morir. Se abstrae y se descontextualiza para consolidar el símbolo y conferirle naturaleza absoluta. Podría ocurrir que existan guerras justas (como una acción de defensa o de liberación), pero aún así resulta imposible pensar que todas las guerras son justas o santas. Entonces, ¿por qué se abstrae este elemento perturbador de la conciencia colectiva? Un solo cuestionamiento es (debe ser) interpretado como una afrenta a los “héroes caídos”. De esa forma, la ganancia es cuádruple: (1) la sociedad lava sus pecados y su mala conciencia; (2) las víctimas del absurdo reciben una gratificación moral y un sentido a sus propias desgracias; (3) se previene de cualquier cuestionamiento radical sobre el sentido de las guerras pasadas; y (4) se asegura el crédito de acción para las guerras que están por venir —por unos pocos pero en nombre de todos.

Jorge Majfud

The University of Georgia

The Intra-national Colonization of Patriotisms

Once, in a high school class, we asked the teacher why she never talked about Juan Carlos Onetti.  The answer was blunt: that gentleman had received everything from Uruguay (education, fame) and “he had left” for Spain to speak ill of his own country.  That is, an entire country was identified with a government and an ideology, excluding and demoralizing everything else.

Implicitly, it is assumed that there exists a unique – true, honorable – form for the nation and of being Uruguayan (Chinese, Argentine, North American, French).  If one is against that particular idea of country, of fatherland (patria), then one is anti-patriotic, one is a traitor.

A fundamental requirement for the construction of a tradition is memory.  But never all memory, because there is no tradition without forgetting.  Forgetting – always more vast – is indispensable for the adequation of a determined memory to the present-day powers that need to legitimate themselves through a tradition.  If we assume that national symbols and myths are not imposed by God, we are left with no other remedy than to suspect earthly powers.  Which is to say, a tradition is not simple and innocent memory but convenient memory.  The latter tends to be crystalized in symbols and sacred cows, and there is nothing less objective than symbols and cows.

In the Spain of Isabel and Fernando, exclusion was the basis for a previously non-existent fatherland.  The Iberian peninsula was, at the time, the most culturally diverse corner of Europe and comprised of as many countries as the rest of Europe .  Being Spanish became for many, after the Reconquest, an exercise in purification:  one sole language, one sole religion, one sole race.  Almost five hundred years later, Francisco Franco imposed the same idea of nation based at least on the first two categories of purity.  Camilo José Cela recognized it thusly: “Not one single Spaniard is free to see Jewish or Moorish blood run through his veins” (A vueltas con España, 1973); like they say, “nobody is perfect.”  For centuries the intellectuals sought out, obsessively, the “Spanish character,” as if the absence of a concrete character ran the risk of losing the country.  Américo Castro in Los españoles…(1959) observed: “one will not find anything similar to the Spanish fantasy of imagining Spaniards before they existed.”  He then criticized the patriotic writings that praised what was Spanish about Luis Vives, who, even abroad “never forgot Valencia ”: he could not forget Valencia because his family, of Jewish origin, had been persecuted and both his parents burned by the Inquisition.  The celebrated priest Manuel García Morente believed that “for the Spanish there is no difference, there is no duality between fatherland and religion” (Idea de la hispanidad, 1947); “there exists no dualism between Caesar and God.”  “ Spain is made of Christian faith and Iberian blood.”  “In Spain , Catholic religion constitutes the purpose of a nationality…”  The ultraconservative taste for essences led him to repeated tautologies of this kind: “the patriotic duty” is to be “faithful to the essence of the fatherland.”  Another Spaniard, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), questioned these functional ideas of power: “I consider that everything that speaks of “national character” is a mystical activity.”  “National characters are meant to be established as collective and hereditary.  Thus, at times, one recurs to expressions like ‘bad Spaniard,’ ‘renegade son,’ traitor to the ‘legacy of the fathers’ in order to attack an enemy.”

This strategy of forgetting and exclusion is universal.  We Chileans, Argentines and Uruguayans constructed a tradition to the measure of our own euro-centric and not infrequently racist and genocidal prejudices.  The authors of various ethnic cleansings ( Roca , Rivera) are honored even today in the schools and in the names of streets and cities.  Indigenous people were not only expoliated and exterminated; we also ended up whitewashing the memory of the indomitable savages.  Another Spaniard, Américo Castro, reminds us: “When the people are more believers than thinkers […] it becomes unpleasant to doubt.”

Thus, The fatherland is turned into an idea of nation that tends to exclude all other ideas of nation.  For this reason it usually becomes a weapon of negative domination based on the positive sentiments of belonging and familiarity.  In order to consolidate that arbitrariness of traditional power, other semantic instruments are made use of.  Like honor, for example.

Honor is the symbolic tribute that a society imposes, by way of ideological and moral violence, on those individuals who must exercise physical violence in order to defend the sectarian interests of those others who will never risk their own life to do so.  For this reason, a composite and contradictory ideolexicon like “the honor of weapons” has survived for centuries.  There exists no other way to predispose an individual to death for reasons he is in no position to understand or, if he understands them, he is in no position to accept them as his own reasons.  If it is a matter of a soldier (the most common case) the salary will never be sufficient reason to die.  It is necessary to cultivate a motivation beyond death.  In the case of the religious martyr, this function is fulfilled by Paradise ; in the case of a secular society that organizes an army through a secular State, there is no alternative but the retribution of an exemplary death: honor, fulfillment of one’s duty, love of country, etc.  All ideolexicons based on positive, unquestionable meanings.

One honors individuals (paradoxically anonymously) because one cannot honor the war that produces seas of nameless dead, nor can one honor the financial and political reasons, the sectarian interests in power.  This is demonstrated when, each day that fallen soldiers are remembered, the motives that led the now heroes to die are never remembered.  One abstracts and decontexualizes in order to consolidate the symbol and confer upon it an absolutely natural character.  It may be that just wars exist (like an action of defense or of liberation), but even so it remains impossible to think that all wars are just or holy.  Then, why is this perturbing element abstracted from the collective conscience?  Any questioning is (must be) interpreted as an affront to the “fallen heroes.”  In this way, the benefit is quadruple: 1) society washes its sins and its bad conscience; 2) the victims of the absurd receive a moral gratification and meaning for their own disgrace; 3) any radical questioning of the sense of past wars is prevented; and 4) a loan is secured against stock for wars yet to come – for a few but in the name of all.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La enfermedad moral del patriotismo

Natural es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña. Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el patriotismo.

Por todos lados vemos inflamados discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el concepto de “interés”. Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La división interna —de clases, de intereses— no desaparece, pero se vuelve invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus “intereses”. Así, morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una virtual trascendencia del individuo en la “salvación” de su patria.

No voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con anotar que sólo la idea de “patriotismo” es insostenible, desde un punto de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad que busca, desesperadamente, su conciencia universal.

El sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del dominio de una tribu sobre las otras.

Ahora bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o menos definida —y siempre imprecisa—; que la idea de país tiene ventajas en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas (mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado de acrítica —a veces mínimo, a veces obsceno, pero ese grado, por mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda sentir “amor” por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este “entregar la vida por amor” no significa que la motivación de los hechos no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, pero lo que hace el amor puede ser deleznable. Y para que ese amor se identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del patriotismo consiste en identificarse —entre otras cosas— con el amor, es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la unión, la discriminación.

No podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio, arbitrario.

La reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la cárcel, y la lapidaria deshonra de “traidor a la patria”. Lo que demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo —con intereses y con poder— puede administrar el significado de lo que es y no es “patriota”. Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El patriota ideal no piensa.

Yo me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota como me niego a responder a una raza —otra histórica arbitrariedad de la ignorancia humana—. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el momento de jurar “dar la vida por su bandera” en su tierna infancia, gritó “no juro”, alegando que ese juramento era inválido e inútil, que  gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc. Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que cualquier otro.

Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad —así, sin discriminaciones.

Jorge Majfud

The University of Georgia

8 de junio de, 2004

La maladie morale du patriotisme

Tout ce qu’inventèrent les hommes et les femmes avant que nous naissions est naturel; tout mensonge qui ne nous questionne pas est nécessairement une vérité. Un mensonge utile ne sert jamais celui qui est trompé mais celui qui trompe. Un mensonge utile, un instrument de la perversion inhumaine, est le patriotisme.

De tout côté, nous voyons des discours patriotiques enflammés, des actes publics, des guerres et des tueries, des offenses et des contre offenses, des cérémonies d’honneur et des rites solomnels issus de cette orgueilleuse et arbitraire discrimination que l’on nomme patriotisme. Bien sûr, on ne peut bâtir des discours au nom des intérêts d’une classe sociale, déjà que la tradition n’est pas suffisante pour soutenir un concept moralement insignifiant et généralement négatif comme l’est le concept « d’intérêt ». Pour le moment, on fait appel à un concept de durée et bien construit par la tradition positive : le patriotisme. Par cela, on nie la division interne de la société mettant en valeur la division externe. La division interne – de classes, d’intérêts – ne disparaît pas, mais devient invisible et, à la longue, se consolide avec le sang du patriote qui n’appartient pas au cercle réduit des intérêts qui la promeuvent. Le patriote meurt religieusement pour sa patrie. Sa patrie accorde des médailles à ses parents, à ses enfants, et toute la sécurité à leurs « intérêts ». Ainsi, mourir est un honneur. L’honneur ne procède pas d’une réflexion morale mais du discours patriotique, du rite, des symboles nationaux, d’une transcendance virtuelle de l’individu dans le « salut » de sa patrie.

Je ne vais pas maintenant entrer dans l’analyse de la signification de la tragique substitution d’intérêt réel par patriotisme intéressé. Simplement, il me suffira de noter que seule l’idée de «patriotisme» est insoutenable, à partir d’un point de vue humain, depuis la conscience de l’espèce à laquelle nous appartenons. Bien plus, non seulement le patriotisme est insoutenable pour quelconque humanisme, mais on l’utilise afin de détruire une humanité qui cherche désespérément sa conscience universelle.

Le sentiment patriotique est passif et actif, est impulsé par les rites, par les discours et les cérémonies. Mais aussi, il est le moteur de ces derniers. Le patriotisme est la conscience égoïste de la tribu qui lui empêche l’évolution à un état de conscience universelle : la conscience humaine. Le patriotisme est un des mythes les plus consolidés depuis les derniers siècles. Par nature, le patriotisme n’est seulement que la confirmation quasi innocente de la perte de l’individualité au bénéfice d’un symbole artificiel créé par la tendance humaine millénaire de la domination d’une tribu sur les autres.

Maintenant, nous pouvons dire qu’un pays peut-être une région culturelle plus ou moins définie – et toujours imprécise -, que l’idée d’un pays possède des avantages dans l’organisation administrative de la vie publique. D’accord. Mais le revendiqué sentiment patriotique, mélange de fanatisme religieux et d’utilité séculaire, avant tout, est la négation de tous les peuples qui n’adhèrent pas à ce patriotisme. Si je suis nationaliste, si je suis patriotique, je donne une priorité morale à un ensemble d’hommes et de femmes inconnus (mes compatriotes) sur un ensemble plus ample d’inconnus (l’humanité). Je peux faire bénéficier ma famille, ma ville, mon pays dans quelque décision personnelle. De fait, toujours nous aurons tendance à faire bénéficier notre famille avant celle du voisin. Mais, je peux le faire de façon consciente, et non me servir d’un mensonge afin de justifier quelque acte délictueux de certains des intégrants de mon cercle affectif rapproché. Et le patriotisme est précisément cela : une condition d’irréflectivité. Pour être patriote je dois accepter un certain degré d’acritique – souvent minime – souvent licencieux; mais ce degré, si petit soit-il, est tout ce que possède de patriote un individu. Tout le reste est ce qu’il possède d’individualité. Cela ne nie pas que quelqu’un puisse ressentir de « l’amour » pour un lieu concret, pour un pays, et qu’il puisse donner sa vie pour sa défense. Un sentiment d’amour est irréfutable. Mais ce « donner sa vie par amour » ne signifie pas que la motivation des faits ne soit pas soutenue par une erreur, une duperie. L’amour est irréfutable, mais ce que fait l’amour, oui, peut l’être. Et pour que cet amour nous porte à la mort sans le passage obligé d’une profonde réflexion morale, un code inquestionnable est nécessaire, une condition de fanatisme, l’anesthésie d’un rite religieux : le patriotisme. De cette façon, la stratégie la plus effective du patriotisme consiste à s’identifier – entre autres choses – avec l’amour, c’est-à-dire, avec l’altruisme, quoique son objectif soit, paradoxalement, égoïste. C’est dire, au nom de l’altruisme, l’égoïsme; au nom de l’union, la discrimination.

Nous ne pouvons le nier. Tout patriotisme signifie une discrimination, un crédit que nous étendons à ceux qui partagent notre nationalité , et nous le nions à ceux qui ne la partagent pas. Maintenant, pourquoi ce crédit? Ce crédit moral seul peut avoir une fonction prophylactique, prétend éviter la critique et le questionnement envers ceux qui possèdent le bénéfice, l’alliance intérieure. Mais, c’est un crédit injuste, inhumain, discriminatoire, arbitraire.

La réflexion est questionnement, le questionnement est doute, et le doute est toujours un obstacle aux intérêts d’autrui. Un soldat qui pense gaspille inutilement ses énergies mentales. Si peut-être il refuse d’aller à une guerre qu’il considère injuste, il recevra tout le poids de la loi, la prison, et la honte lapidaire de « traître à la patrie ». Ce qui signifie, une fois de plus, que seul un groupe réduit – ayant des intérêts et du pouvoir – peut administrer le signifiant de ce qu’est ou non un « patriote ». C’est-à-dire, qu’un patriote est quelqu’un qui ne questionne pas, qui ne critique pas. Le patriote idéal ne pense pas.

Je me reconnais comme uruguayen. Je reconnais une vague région culturelle appelée Uruguay. Mais d’aucune façon je suis patriote. Je me refuse à être patriote comme je me refuse à répondre à une race – autre arbitraire historique de l’ignorance humaine -. Je me refuse à m’injecter ce sentiment militariste. Être patriote est confirmer l’arbitraire d’être né dans un lieu quelconque de ce monde, niant le même droit à un africain ou un asiatique de mériter mon plus profond respect, ma plus ferme défense comme être humain. Depuis l’enfance, les institutions sociales nous imposent ce sentiment. Il y a plusieurs années, un de mes personnages, au moment de jurer de « donner sa vie pour son drapeau », dans sa tendre

enfance, cria ‘’ je ne jure pas ‘’, alléguant que ce serment était invalide et inutile, que grâce à ce serment les assassins et les corrompus pouvaient recevoir leur crédibilité de bons citoyens, à l’égal de tout honnête travailleur. Je suis d’accord avec mon personnage. Pourquoi devrais-je aimer plus un compatriote inconnu qu’un australien inconnu, ou plus qu’un inconnu portugais? Pourquoi me faudrait-il donner ma vie pour une région du monde au détriment d’une autre? Pourquoi l’Uruguay devrait être plus sacré que le Congo ou Singapour? Pourquoi devrais-je considérer mes compatriotes plus frères qu’un algérien ou un mexicain? Oui, je me sens culturellement plus près d’un autre uruguayen, nous partageons une histoire, une façon de sentir le monde, de parler, de manger. Mais cela ne donne pas priorité à aucun de mes compatriotes afin d’être considéré être plus humain que quelconque autre individu.

Pour tout cela, et pour beaucoup plus, je ne suis pas patriote. Je serai patriote le jour où l’on reconnaîtra l’humanité comme unique patrie. Ainsi, sans discriminations.

Dr. Jorge Majfud

Traduit de l’espagnol par Pierre Trottier, juillet 2004

Trois-Rivières, Québec, Canada

Memoria dulce de la barbarie

 

Bitacora (La Republica)

Memoria dulce de la barbarie

“La cárcel de Libertad”

Mis viejos amigos siempre se han reído de mi memoria aunque, con los años, han ganado en prudencia y mantenido en amistad. El mejor sentimiento que agradezco a mi memoria es la nostalgia. Una profunda nostalgia. Entre lo peor está el inútil arrepentimiento.

Las paradojas del destino han hecho que yo tuviera que añorar los años de la dictadura militar en mi país; tuve en mala suerte crecer y abandonar mi infancia en esa época. No es a la barbarie a quien debo estar agradecido y parecería estar demás aclararlo, si no fuera por la ilimitada necedad humana que nunca descansa. Una vez, en una clase de literatura de la secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Onetti, siendo que dos años antes había recibido el Premio Cervantes en España y que, se decía (alguien dijo), era uno de los clásicos vivos de nuestro país. La respuesta, contundente, fue que Juan Carlos Onetti había recibido todo de Uruguay —educación, fama, etc.— y luego se había ido al exilio a hablar mal de su país. No es necesario comentar semejante exabrupto. Sólo que uno espera de alguien que se ha dedicado a la literatura una visión menos estrecha de la existencia. Se supone que alguien con ese extraño oficio ha vivido varias vidas y ha tenido que sentir y pensar el mundo desde otras cárceles. Sin embargo no es así; la necedad no es la simple carencia de algo sino el resultado de un largo aprendizaje, casi siempre basado en la práctica. Si este recuerdo ocupa todavía en su memoria algún lugar, tal vez forme parte de su cuota de arrepentimientos. Agregaré que aquella profesora, hasta donde alcanza mi juicio, no era una mala persona. Quizás era más feliz que las otras profesoras de literatura que tuve años después. Lo único que tenían todas en común era cierta sensualidad, insospechable por su forma de vestir o de hablar.

A lo que voy es que no sería raro que alguien piense, mientras menciono que crecí en tiempos de dictadura, que me debo a ella, que le debo mi educación y poco menos que la vida y que, por lo tanto, debería tenerle algún agradecimiento. Claro que la respuesta es no. Como decía Borges —el tantas veces ciego, pero no menos veces brillante—, uno nace donde puede. A mí me tocó nacer en un momento histórico donde la política —o, mejor dicho, su antítesis: la barbarie— se filtraba por las rendijas de las puertas y las ventanas, hasta destruir a familias enteras. Una de esas fue, entiendo, mi familia. O parte de mi familia. Pero no voy a entrar en eso ahora.

No puedo evitar recordar esta trasnochada la cárcel de Libertad, allá en Uruguay. Antes, yo había conocido depósitos menores, con motivo de las visitas que mi familia le hacía a mi abuelo, Ursino Albernaz, el viejo rebelde, el revolucionario, la oveja negra de una familia de campesinos conservadores. Mi abuelo había sido negado por su primera familia; le quedaba la que él mismo había construido y, sin querer, destruido también. Fue torturado por varios “soldaditos de la patria”. Omitiré nombres de vecinos, ya que aún viven y no tengo más prueba que la confesión de mis seres queridos, ya todos muertos; sólo diré que el célebre “Nino” Gavazzo estuvo entre sus cobardes inquisidores. Aunque el adjetivo “cobarde” es una redundancia histórica, ya que las dictaduras no recuerdan ningún acto heroico, ni de sus soldados ni mucho menos de sus generales. Ni siquiera pudieron inventarlos; no sólo porque carecían de imaginación sino porque ni ellos mismos se creían cuando se colgaban estrellas y medallas en sus uniformes, una tras otra hasta cubrirles todo el pecho de chatarra que portaban orgullosos en las fiestas de sociedad. Sólo queda el recuerdo de la permanente y obsesiva propaganda detallando los horrores ajenos. O las demostraciones de amor de los religiosos seguidores de Pinochet que en los años noventa desfilaban con retratos de los desaparecidos por el régimen y con una leyenda que decía: “Gracias a Dios están muertos”. (Recientemente estuvo aquí en la Universidad de Georgia el célebre Frederic Jameson donde, con su habitual guiño provocador, recordó las costumbres narrativas de los imperios, el placer del éxito y la tortura: la épica pertenece a los ganadores, mientras el romanticismo es propio de los perdedores. No obstante, es ésta la que permanece. En América Latina ni siquiera hubo una épica de los vencedores. ¿Quién se puede imaginar a un escritor, por enano que sea, rescatando alguna de los miserables éxitos de nuestros atilas?)

De esos cursos en el infierno, mi abuelo salió con una rodilla reventada y algunos golpes que no fueron tan demoledores como los que debió sufrir su hijo menor, Caíto, muerto antes de ver el final de lo que él llamaba “tiempos oscuros”. A principio de los ‘70 ascendieron a ambos al mayor espacio simbólico de la dictadura: los enviaron a la cárcel de Libertad.

Recuerdo la cárcel de Libertad desde infinitos puntos de vista. Para los niños que íbamos allí, el largo viaje era un paseo, aunque siempre debíamos madrugar para luego esperar a un costado de la ruta en noches frías y lluviosas. Esperar, siempre esperar en la ruta, en las terminales de ómnibus, en los interminables puestos de seguridad, en pasillos y salas de manoseo. Cuando niños no podíamos imaginar que todo ese proceso, además de agotador, era humillante. Nos salvaba la inocencia, o la casi inocencia, porque siempre supe qué significaba aquello: era algo de lo que no se podía hablar. Años más tarde, uno de mis personajes llamó a esa generación, “la generación del silencio” y creo que dio sus razones, aparte de ésta. Ese “silencio” significaba, para mí, que existía una contradicción trágica entre el discurso oficial y mi propia vida. En la humilde escuela de Tacuarembó a la que yo asistía, aquella escuela que goteaba sobre nuestros cuadernos los días de lluvia, se nos hablaba de la justicia y el orden pacífico que reinaba en el país, gracias a los Soldados de la Patria. Años después, en la secundaria, todavía se repetía que vivíamos en democracia. Mientras debíamos escuchar y repetir todo esto en el ámbito público, en los veranos, en una cocina rural de Colonia, escasamente iluminada por un farol de mantilla, escuchaba las historias de personas desconocidas acerca de hombres y mujeres lanzados desde aviones al Río de la Plata, por arte de la dictadura argentina. Quince años más tarde serían éstas mismas confesiones, por parte del ex capitán de navíos Adolfo Scilingo, que escandalizarían al mundo. Eso fue en 1995, según recuerdo; leí esta noticia en algún país de Europa —por la arquitectura podría ser Praga—, lo que me dio una idea de la sospechosa inocencia del mundo y de buena parte de nuestra sociedad. Luego Scilingo o Tilingo se desdijo argumentando que todo había sido una “novela”.

Si libero mi memoria a partir del primer “check point” que precedía la entrada a la monstruosa cárcel de Libertad, enseguida me vienen a la conciencia militares con botas negras por todas partes, mujeres cargando bolsas, niños quejándose por el paso rápido de sus madres, maldiciones en secreto, invocaciones a Dios. Luego un salón como una estación de trenes, gris por todas partes. El cielo también gris y el piso húmedo, marcado por las botas que iban y venían. Un militar de bigotes recortado, llenando formularios y autorizando a pasar a la gente. No sé por qué, se parece a un Videla de ojos claros, labios apretados y voz de mando. Luego una salita pequeña donde otros uniformados palpaban a los visitantes. Luego otro camino de asfalto que conducía a otro edificio. Una sala sin ventanas. Un retrato de José Artigas vestido de militar blandengue. Más esperas, más ganas de ir al baño y no poder. Una niña hermosa que me sonríe entre tanto fastidio. El pelo rubio le brillaba entre las penumbras de la pequeña sala. Pero a mí me había impresionado su mirada, inocente (se me ocurre ahora), llena de ternura, algo improbable en ese infierno.

En algún momento mi abuela se levantó y pasó para hablar con su hijo, por teléfono. Los separaba un vidrio espeso. Esa misma tarde u otra parecida le confesó que había sido allí, en la cárcel, donde se había convertido en aquello por lo cual estaba preso. Tiempo después me repitió a mí también la misma convicción: si había caído injustamente, ahora por lo menos tenía una justificación que le haría todos aquellos años de su juventud más soportables. Ahora tenía una causa, una razón, algo por lo cual sentirse orgulloso y redimido.

Luego los niños seguíamos por otra puerta y salíamos a un patio tiernamente equipado con juegos infantiles. Allí estaba el tío, con su bigote grueso y su eterna sonrisa. Su incipiente calvicie y sus preguntas infantiles. “¿Cómo te va en la escuela?” A mi lado recuerdo a mi hermano, mirando ensimismado a mi tío, y mi primo más chico M., arrojándose de un tobogán. Caíto lo agarraba, lo subía de nuevo y entre los gritos de alegría de M., volvía a preguntar: “¿Y cómo están los papis?” “¿Ya tienes novia?”.

Pero nosotros no estábamos para eso. Me acerqué al tío y le dije, en voz muy baja para que no me escuchara el guardia que caminaba por allí, el mensaje que tenía para él. Se quedó serio.

Luego lo recuerdo del otro lado de un tejido de alambre, caminando en fila india junto con los otros presos. Yo tenía ganas de llorar y me contuve. Mi primo gritó su nombre y él hizo como si se tocara la nuca y movió los dedos. Lo vi alejarse, con la cabeza inclinada hacia el suelo. El tío había sido torturado con diferentes técnicas: lo habían sumergido repetidas veces en un arrollo, lo habían arrastrado por un campo lleno de espinas. Más tarde supo que cuando se lo llevaron su esposa se pegó un tiro en el corazón. Mi hermano y yo estábamos ese día de 1973 o 1974 en aquella casa del campo, en Tacuarembó, jugando en el patio al lado de una carreta. Cuando oímos el disparo fuimos a ver qué ocurría. La tía Marta, que apenas conocí, estaba tendida en una cama y una mancha cubría su pecho. Luego entraron personas que no puedo identificar a tanta distancia y nos obligaron a salir de allí. Mi hermano mayor tenía seis años y comenzó a preguntarse: “¿Para qué nacemos si tenemos que morir?” La mama, la abuela Joaquina, que era una inquebrantable cristiana a la que nunca vi en iglesia alguna, dijo que la muerte no es algo definitivo, sino sólo un paso al cielo. Excepto para quienes se quitan la vida.

—¿Entonces la tía Marta no irá al cielo?

—Tal vez no —contestaba mi abuela—, aunque eso nadie lo sabe.

A uno de los empleados de mi padre le gustaba jugar con un verso que había que repetir cada vez usando una sola vocal:

Estaba la calavera

sentada en una butaca

y vino la muerte y le preguntó

por qué estaba tan flaca?

Astaba la calabara, santada an ana bataca, a vana la marta… Cuando llegaba aquí, su rostro deformado por tantas as en su boca me recordaba a la muerta. La tía Marta estaba fría y muerta. Tiempo después tuve un sueño que se repitió algunas veces. Yo yacía inmóvil pero consciente en un sótano, lleno de desperdicios. Alguien, con la voz de mi abuela, decía: “Déjenlo, está muerto”. Entonces era doblemente abandonado: por mí mismo y por los demás. Este sueño, como algunos otros —aunque a los críticos de letras les gusta repetir que los sueños no le importan a nadie más que a quien lo soñó— está trascripto, casi literalmente, en mi primera novela.

Mi hermano y yo supimos, por deducción secreta, por qué lo había hecho. Aunque ahora pienso que nadie puede culpar a nadie de un suicidio sino al que aprieta el gatillo o se cuelga de un árbol. Ni siquiera a un dictador. Dejar cartas responsabilizando por su propio suicidio a alguien que no se encuentra presente es completar la cobardía del acto supremo del escapista —y una prueba póstuma de la manipulación de las emociones ajenas que el muerto ejerció o quiso ejercer en vida. En el caso de la tía Marta no fue un acto político; sólo fue víctima de la política y de sus propias debilidades.

El tío Caíto murió poco después de salir libre, en 1983, casi diez años más tarde, cuando tenía 39. Estaba enfermo del corazón. Murió por esta razón o por un inexplicable accidente en su moto, una noche, en un solitario camino de tierra, en medio del campo.

© Jorge Majfud

Athens, febrero 2006.

Mémoire douce de la barbarie:

La prison de Liberté

Mes vieux amis ont toujours ri de ma mémoire quoique, avec les années, ils ont crû en prudence et m’ont gardé leur amitié. Le meilleur sentiment dont je suis redevable envers ma mémoire est la nostalgie. Une profonde nostalgie. D’entre le pire est l’inutile regret.

Les paradoxes du destin ont fait que j’eus à regretter les années de la dictature militaire dans mon pays; j’eus la malchance de croître et d’abandonner mon enfance à cette époque. Ce n’est pas à la barbarie que je dois être reconnaissant et qui paraît, du reste, l’éclairer, si ce n’était par l’illimitée nécessité humaine qui jamais ne se repose. Une fois, dans une classe de littérature au secondaire, nous demandions à la professeure pourquoi on ne parlait pas d’Onetti, étant donné qu’il avait reçu, deux années auparavant, le prix Cervantes d’Espagne, et que, il était un des classiques d’actualité de notre pays. La réponse, contondante, fut que Juan Carlos Onetti avait tout reçu de son pays – éducation, renommée, etc. –, et que par la suite il s’en était allé en exil parler en mal de son propre pays. Il n’est pas nécessaire de commenter de tels ex abrupto. Seulement on attend de quelqu’un qui s’est dédié à la littérature une vision moins étroite de l’existence. On suppose qu’une personne avec cet étrange métier a vécu plusieurs vies et a eu à sentir et à penser le monde à partir de d’autres prisons. Cependant, il n’en est pas ainsi; la nécessité n’est pas la simple carence de quelque chose, mais le résultat d’un long apprentissage, presque toujours basé sur la pratique. Si ce rappel occupe encore dans sa mémoire quelque espace, peut-être fait-il partie de son quota de regrets. J’ajouterai que cette professeure, selon mon jugement, n’était pas une mauvaise personne. Peut-être était-elle plus heureuse que les autres professeures de littérature que j’eus par la suite pendant des années. La seule chose qu’elles avaient en commun était une certaine sensualité, insoupçonnable, par la façon de se vêtir ou de parler.

A ce que je vois, c’est qu’il ne serait pas rare que quelqu’un pense, pendant que je signale que je grandis en des temps de dictature, que je lui suis reconnaissant, que je lui dois mon éducation et, peu s’en faut, la vie, et que par conséquent, je devrais lui témoigner quelque reconnaissance. Bien sûr que la réponse est non. Comme disait Borges – si souvent aveugle, mais non moins si souvent brillant – une personne naît où elle peut. A moi me revint de naître à un moment historique où la politique – ou, pour mieux dire, son antithèse: la barbarie – s’infiltrait par les fentes des portes et des fenêtres, jusqu’à détruire des familles entières. Une de celles-là fut, bien sûr, ma famille. Mais je ne vais pas entrer dans ceci maintenant.

Je ne peux éviter de rappeler cette nuit noire «la prison de Liberté», là en Uruguay. Avant, j’avais connu des dépôts moindres à l’occasion de visites que ma famille rendait à mon grand-père, Ursino Albernaz, le vieux rebelle, le révolutionnaire, le mouton noir d’une famille de paysans conservateurs. Mon grand-père avait été renié par sa première famille; il lui restait celle que lui-même avait construite et, sans le vouloir, détruite aussi. Il fut torturé par plusieurs «petits soldats de la patrie». Je passerai sous silence le nom de voisins, quoiqu’ils vivent encore et que je n’aie de preuves que la confession de mes êtres chéris, maintenant tous décédés; je dirai seulement que le célèbre “Nino” Govazzo fut d’entre ses lâches inquisiteurs. Quoique l’adjectif «lâche» est une redondance historique, car les dictatures ne soulignent aucun acte héroïque, ni de ses soldats et encore moins de ses généraux. Ni même ne purent en inventer; non seulement parce qu’elles manquaient d’imagination, mais parce que ni eux-mêmes ne se croyaient lorsqu’ils s’accrochaient des étoiles et des médailles à leurs uniformes, une après l’autre, jusqu’à se couvrir toute la poitrine de ferraille qu’ils portaient orgueilleusement dans les fêtes sociales. Il ne reste que le souvenir de la permanente et obsessive propagande détaillant les horreurs d’autrui. Ou les démonstrations d’amour des religieux partisans de Pinochet qui, dans les années 90’, défilaient avec les portraits des disparus sous le régime et montrant une légende qui disait : “Grâce à Dieu, ils sont morts”. (Récemment était ici à l’Université de Géorgie le célèbre Frederic Jameson qui, avec son habituel clin d’œil provocateur, rappela les coutumes narratives des empires, le plaisir du succès et de la torture : l’épique appartient aux vainqueurs pendant que le romantisme est le propre des perdants. Cependant, c’est ce dernier qui demeure. En Amérique Latine, il n’y eut même jamais une épique des vainqueurs. Qui peut imaginer un écrivain, si petit soit-il, repêchant quelque chose des misérables succès de nos Attila?)

De ces courses en enfer, mon grand-père en sortit avec une rotule claquée et quelques coups qui ne furent pas si démoralisateurs comme ceux dont dû souffrir son fils cadet, Caito, mort avant de voir la fin de ce qu’il appelait «les temps obscurs». Au début des années 70’, ils montèrent tous les deux au plus grand espace symbolique de la dictature : ils furent envoyés à la prison de Liberté.

Je me souviens de la prison de la Liberté à partir d’infinis points de vue. Pour nous les enfants qui allions là, le long voyage était une promenade, quoique nous devions toujours nous lever tôt pour ensuite attendre sur le côté d’une route, par nuits froides et pluvieuses. Attendre, toujours attendre sur la route, dans les terminaux d’omnibus, aux interminables postes de sécurité, dans les couloirs et les salles de tripotage. Enfants, nous ne pouvions imaginer que tout ce processus, en plus d’être épuisant, était humiliant. Cela nous sauvait l’innocence, ou la presque innocence, parce que je sus toujours ce que signifiait cela: c’était quelque chose dont nous ne pouvions parler. Des années plus tard, un de mes personnages nomma cette génération: “la génération du silence”, et je crois qu’il donna ses raisons, en plus de cela. Ce «silence» signifiait, pour moi, qu’il existait une contradiction tragique entre le discours officiel et ma propre vie. Dans l’humble école de Tacuarembó dans laquelle j’étais, cette école qui laissait dégoutter sur nos cahiers les jours de pluie, on nous parlait de la justice et de l’ordre pacifique qui régnaient sur le pays grâce aux Soldats de la Patrie. Des années plus tard, à l’école secondaire, on nous répétait encore que nous vivions en démocratie. Pendant que nous devions écouter et répéter tout cela sur la place publique, pendant les étés, dans une cuisine rurale de Colonie, rarement illuminée par une lanterne de mantille, j’écoutais les histoires de personnes inconnues au sujet d’hommes et de femmes jetés à partir d’avions dans le Rio de la Plata, un art de la dictature argentine. Quinze années plus tard, ce seraient ces mêmes confessions, de la part de l’ex-capitaine de navires Adolfo Scilingo, qui scandaliseraient le monde. Cela se passait en 1995, selon mes souvenirs; je lus cette nouvelle dans quelque pays d’Europe – par l’architecture ce pourrait être Prague -, ce qui me donna une idée de la suspecte innocence du monde et d’une bonne partie de notre société. Suite à Scilingo ou Tilingo (*), je me ravisai argumentant que tout cela avait été un «roman».

Si je libère ma mémoire à partir du premier «check point» qui a précédé l’entrée à la monstrueuse prison de Liberté, tout de suite me vient à la conscience des militaires de toutes parts portant des bottes noires, des femmes chargées de bourses, des enfants se plaignant du passage rapide de leurs mères, des malédictions en secret, des invocations à Dieu. Par la suite, un salon ressemblant à une station de train, gris, de tous côtés. Le ciel aussi gris et le plancher humide marqué par les bottes qui allaient et venaient. Un militaire à moustaches taillées et remplissant des formulaires et autorisant les gens à passer. Je ne sais pas pourquoi, il ressemblait à un Videla aux yeux clairs, aux lèvres serrées et à voix de commandement. Par la suite, une petite salle où d’autres militaires tâtaient les visiteurs. Puis, un chemin d’asphalte conduisant à un autre édifice. Une pièce sans fenêtre. Un portrait de José Artigas vêtu en lancier militaire. Plus tu attends, plus tu as envie d’aller aux toilettes et de ne pas pouvoir y aller. Une belle enfant qui me sourit parmi tout ce dégoût. Ses cheveux roux brillaient dans la pénombre de la petite salle. Mais, en ce qui me concerne, ce qui m’avait impressionné, c’était son regard, innocent (cela me revient maintenant), rempli de tendresse. Quelque chose d’improbable dans cet enfer.

A un certain moment, mon grand-père se leva et alla au téléphone parler à son fils. Une épaisse vitre les séparait. Ce même soir, ou bien un autre semblable, il lui avoua qu’il avait été là, en prison, où il s’était convertit en ce pour lequel il avait été emprisonné. Quelque temps plus tard, il me répéta aussi la même conviction : s’il était tombé injustement, maintenant, du moins, il avait une justification qui rendait toutes ses années de jeunesse plus supportables. Maintenant il avait une cause, une raison, quelque chose pour laquelle se sentir fier et racheté.

Par la suite les enfants continuèrent par une autre porte et sortirent dans une cour tendrement équipée de jeux d’enfants. L’oncle était là avec sa grosse moustache et son éternel sourire. Sa calvitie naissante et ses questions infantiles : “Comment ça va à l’école ?”. A mon côté, je me souviens de mon frère regardant d’une façon absorbée mon oncle et mon cousin plus âgé. M., s’éjectant d’un toboggan. Caíto l’attrapait, le remontait de nouveau et, à travers les cris de joie de M., en venait à lui demander : “Comment vont les papas?” “Alors, as-tu une fiancée?”

Mais nous, nous n’étions pas là pour cela. Je me rapprochai de l’oncle et lui dis, à voix très basse, afin que le gardien qui marchait par-là n’entende pas le message que j’avais pour lui. Il devint sérieux.

Par la suite, je me souviens de lui de l’autre côté d’une clôture barbelée, marchant en file indienne avec les autres prisonniers. J’avais envie de pleurer mais me contins. Mon cousin cria son nom et il fit comme s’il se touchait la nuque en bougeant les doigts. Je le vis s’éloigner, la tête inclinée vers le sol. L’oncle avait été torturé avec différentes techniques : ils l’avaient submergé plusieurs fois dans un ruisseau, traîné dans un champ couvert d’épines. Plus tard je sus que lorsqu’ils lui apportèrent son épouse elle se tira une balle dans le cœur. Mon frère et moi, ce jour de 1973 ou 1974, étions dans ce camp de Tacuarembó, jouant dans la cour près de la route. Lorsque nous entendîmes le coup de feu, nous allâmes voir ce qui arrivait. La tante Marta, que je connaissais à peine, était étendue sur un lit et une tache couvrait sa poitrine. Par la suite entrèrent des personnes que je ne pus reconnaître à une aussi grande distance et nous obligèrent à sortir. Mon frère aîné avait six ans et commença à se demander : “Pourquoi naissons-nous si nous devons mourir?” La maman, la grand-mère Joaquina, qui était une inébranlable chrétienne, celle que je ne vis jamais dans aucune église, dit que la mort n’est pas quelque chose de définitif mais seulement un passage pour le ciel. Excepté pour ceux qui s’enlèvent la vie

–Alors, la tante Marta n’ira pas au ciel?

–Peut-être que non – répondait ma grand-mère –, quoique cela personne ne le sait.

Il plaisait à un employé de mon père, de jouer avec les rimes, qu’il répétait chaque fois utilisant une seule voyelle :

Estaba la calavera

Sentada en un butaca

Y vino la muerte y le preguntó

Por qué estaba tan flaca? (**)

Lorsqu’elle arriva ici, son visage déformé par tant de «a» me rappelait la mort. La tante Marta était froide et morte. Plus tard j’eus un rêve qui se répéta souvent. Je gisais immobile mais conscient dans un sous-sol rempli de déchets. Quelqu’un, avec la voix de ma grand-mère disait : “Laisse-le, il est mort”. Alors, il était doublement abandonné : par moi-même et par les autres. Ce rêve, comme certains autres – quoique les critiques littéraires se plaisent à répéter que les rêves n’ont d’importance qu’à ceux qui les rêvent – sont transcrits, presque littéralement, dans mon premier roman. Mon frère et moi nous sûmes, par déduction secrète, pourquoi elle l’avait fait. Quoique maintenant je pense que personne ne peut culpabiliser personne d’un suicide sinon celui qui presse la gâchette ou qui se pend à un arbre. Ni même un dictateur. Laisser pour son propre suicide des lettres rendant responsable quelqu’un qui n’est pas présent à ce moment est de compléter la lâcheté de l’acte suprême d’évasion – et une preuve posthume de la manipulation des émotions d’autrui que la mort exerça ou voulut exercer de son vivant. Dans le cas de la tante Marta, ce ne fut pas un acte politique; elle fut seulement victime de la politique et de ses propres faiblesses.

L’oncle Caíto mourut peu de temps après être sortit de prison, en 1983, presque dix années plus tard, lorsqu’il avait 39 ans. Il était malade du cœur. Il mourut pour cette raison ou d’un inexplicable accident de moto, sur un chemin de terre, au milieu de la campagne.

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Février 2006

(*) “bête”

(**) Était la tête de mort

Assise sur un fauteuil

Et vint la mort et lui demanda

Pourquoi était-elle si maigre?

Traduit de l’Espagnol par : Pierre Trottier, mai 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

Pierre Trottier

Notice biographique

(Montréal, le 21 mars 1925) Poète et essayiste, Pierre Trottier fait des études classiques au Collège Sainte-Marie et Jean-de-Brébeuf où il obtient un baccalauréat en 1942. Il détient également une licence en droit de l’Université de Montréal. Il travaille ensuite comme chef de service à la Chambre de commerce du district de Montréal de 1946 à 1949, puis au ministère des Affaires extérieures du Canada. Il occupe divers postes diplomatiques à Moscou, à Djakarta, à Londres et à Paris, avant d’être nommé ambassadeur du Canada au Pérou de 1973 à 1976, puis ambassadeur auprès de l’Unesco en 1979. Il est également membre du Conseil de rédaction de la revue Liberté et il collabore à Cité libre. Pierre Trottier a reçu le Prix David pour Les Belles au bois dormant en 1960 et le Prix de la société des gens de lettres pour Le Retour d’Oedipe en 1964. Il est membre de la Société royale du Canada depuis 1978 et de l’Union des écrivaines et des écrivains québécois.

Pierre Trottier

Nota biográfica

Pierre Trottier nació en Montreal, el 21 de marzo de 1925. Poeta y ensayista, realizó estudios clásicos en el Collège Sainte-Marie et Jean-de-Brébeuf donde obtuvo su bachillerato en 1942. Licenciado en derecho por la Universidad de Montreal, trabajó más tarde como jefe de servicio en la Cámara de Comercio del distrito de Montreal desde 1946 hasta 1949 y en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Canadá. Ocupó diferentes cargos diplomáticos en Moscú, Yakarta, Londres y París, antes de ser designado embajador de Canadá en Perú desde 1973 hasta 1976. Fue embajador agregado en la UNESCO en 1979. Actualmente, es además miembro del Consejo de redacción de Liberté y colaborador habitual de Cité Libre.

The Technology of Barbarism by Jorge Majfud

Uncle Caíto was about thirty years old when they took him in 1972. They said that he had collaborated with some Tupamaro guerrillas who were running loose in the countryside where he worked.

I remember him as balding and with a big mustache. He still stuttered whenever he was nervous.

If he were still alive, we would probably fight a lot, due to political disagreements. Why did you get involved in that? How could you not realize that the Russians had their dictatorship too, their own crimes, their own injustices, their own excrement?

Of course, it’s easy to think that now. It’s easy to solve the problems of the past. If we had only seen where we were going with the same clarity with which we look behind us, where it is too late for us to do anything. But that’s the human condition: we learn at the same rate that we cease needing to learn. We learn to raise a child when that child has already grown or we truly understand a parent when he is already an old man or is no longer with us.

They took Uncle Caíto in a field in Tacuarembó, Uruguay, and they dragged him behind a horse as if his body was a plow. They tried to drown him several times in a creek. He was not able to confess anything because he knew less than the soldiers who wanted to know something, and to have a little fun as well; because the days were long and their salaries were meager.

Maybe Caíto made up a name or a place or some detail to make things easy on himself for a moment.

He had to spend some time in prison. One visiting day he confessed to his mother that he had become a Tupamaro there inside. At least from then on the military dictatorship had a reason for holding him.

Military justice must have had other reasons for using pleasure and entertainment through the suffering of others, the way respectable spectators receive pleasure from the torture of an animal in a bullfight.

The military personnel at that time were quite ingenious when they were bored. I have proposed several times the creation of a Museum of the Cold War, as a monument to the human condition. However, I have always been told that this would be somewhat inconvenient, something that would not promote understanding among all Uruguayans. Maybe that is why there are so many museums about the Charrúa indians where pottery and little arrows from those sympathetic savages is collected, but not a single one about the Charrúa holocaust carried out by some of those heroes who still gallop like multiplied ghosts on their bronze horses through the streets of many cities. I am certain that the material of such a museum would be diverse, with so many declassified documents here and there (those sterile psychoanalytical confessions that democracies make every thirty years to relieve their existential conflicts), with so many sexual toys and other curiosities so instructive for students and scholars.

For example. One day the soldiers punished a prisoner and pretended that they had castrated him. Then they came by Caíto’s cell and showed him a kidney-shaped surgical basin filled with blood.

“Today we castrated this guy”, said one of them. “Tomorrow it’s your turn.

The next day Caíto’s groin was monstously swollen. He had spent the entire night trying to hide his testicles.

I heard this story from some of those who had been imprisoned with him. That was when I remembered and understood why my grandmother Joaquina had told someone, secretly, that they had not been able to find her son’s testicles. When I was little I had imagined that my uncle suffered from a congenital defect and that was why he had never had children.

They told his wife, Marta, something similar:

“Today we castrated him. Tomorrow we shoot him.”

Of course, the soldiers of the fatherland did neither of these things. They didn’t go to such extremes because in Uruguay the disappearances were not as common as in Argentina or in Chile. We Uruguayans were always more moderate, more civilized. More subtle. We always felt so small between Brazil and Argentina, and always so relieved and so proud of not engaging in the barbarities practiced by our stepbrothers. At the end of the day, if one does not speak of such things, they do not exist, like in García Lorca’s The House of Bernarda Alba: “silence, silence, silence I said…”

In those days my brother and I were in our grandparents’ house in the countryside. I was three years old and my brother almost doubles that. We were playing on the patio, next to the wheels of a wagon, when we heard a very loud noise. I remember the patio, the wagon, the tree and almost everything else. We went running and were the first to arrive at Aunt Marta’s room. Our aunt was laying face up on the bed, with a hole in her chest.

An adult immediately dragged us outside to avoid the inevitable.

The assumption was we would be traumatized, turned into delinquents or something of the kind.

I don’t know about the trauma, but I can testify that the most outside the law I have been in my life was when I was five years old. I climbed the control tower of a prison and set off the alarms. After the commotion of security guards chasing after me, they brought me down hanging from one arm.

Caíto died not long after being set free. This is an ironic manner of speaking. He was held in the largest prison for political prisoners, in a town called Libertad

If he were alive today, we would be arguing all the time about politics. I would be throwing his mistakes in his face. He would be calling me “petty bourgeois” or something equally deserved. Or maybe I’m wrong and we would continue being the good friends we were until he died.

Because ultimately what matters most are not political arguments. The sadism they practiced on him has no ideology, although eventually it may serve left-wing or right-wing dictatorships, democracies of the North or those of the South.

The Caítos and the Martas of Uruguay are not considered very important. They weren’t disappeared, and they died of natural causes or committed suicide. On the other hand, those soldiers with a sense of humor who played at castrating prisoners today are probably poor little old men who make sure that their grandchildren don’t watch violence on television, while they explain to them that violence is a lack of morality in today’s society, and has resulted from a loss of fundamental family values.

http://www.thesquawkback.com/2011/06/technology-of-barbarism.html