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La misión
Cuando supo que había sido uno de los elegidos para ir a la guerra, el corazón se le saltó por la garganta.
Pronto cumpliría diecinueve años. Se había preparado toda la vida, toda su corta vida para ese momento. Alguna vez temió que la guerra lo alcanzara demasiado viejo, pero las noticias y los movimientos de los últimos meses le habían ido dejado poco a poco la certeza de que su hora había llegado.
No fue una sorpresa, pero no pudo evitar las emociones que lo dejaron de rodillas, inclinado sobre el suelo y llorando de alegría. Pasó su mano por el pecho, donde años atrás se había tatuado el nombre de Dios y sintió que estaba vivo. La hora, su hora más gloriosa había llegado. Sabía que podía a morir pronto, pero lo haría por su pueblo y por su fe.
Su madre lloró después de él, cuando estuvo sola en la cocina, pero la consoló el orgullo de un hijo valeroso y sin vanas rebeldías, propias de otros jóvenes ajenos a sus valores. Recordó los juguetes que más le gustaban, las palabras que más repetía de niño, sus sueños infantiles de volar hasta la luna en una bola de fuego, sus preguntas imposibles de responder: “¿por qué llueve? ¿ por qué sale el sol?”, y otras más fáciles: “¿dónde va la gente cuando muere?, ¿por qué nacemos si luego tenemos que morir?”. Nada de su rutina cambió. La cocina, fingir alegría y disimular las verdaderas emociones eran su misión en la tierra. Pensar otra cosa era aumentar el dolor de todo lo inevitable.
El joven soldado recordó a su primer guía espiritual revelándole la pasión y las mieles de la verdad eterna que tantas veces lo puso a resguardo de la locura. Por el contrario, había aprendido que el temor era, en el fondo, la fuente de todas las fortalezas y el camino más profundo de la verdadera fe. Quien no teme no cree.
Había aprendido que la muerte no existe para quien ha tenido una vida fructífera. La muerte no existe para quien ha servido a su nación y ha caído como un héroe luchando por los valores de sus antepasados. El infierno, el olvido, la nada estaban reservados para aquellos que no creían en nada. En cierta medida y por la misma razón, respetaba y valoraba a todos los enemigos que morirían en el campo de batalla. No los esperaba el cielo, pero sin dudas se librarían del infierno que aguarda a los cínicos y a los incrédulos. Porque también los enemigos eran necesarios para cumplir un destino y nada ocurría sin la aprobación de Dios.
En el combate, suprimió un centenar de enemigos. No recordaba ningún rostro en particular. Casi no había podido ver alguno con claridad. Pero sí recordaba el sabor del miedo en la saliva y el olor a sangre y polvo que una noche lo rodeó a él y a sus compañeros, muchos de los cuales no regresaron. Sí recordaba que ante el vértigo del miedo le bastaba con repetir tres veces las plegarias que había aprendido de su primer pastor para recuperar el valor y levantarse con una furia que alcanzaba para destrozar a diez con un solo fuego.
Dios le dio la fuerza al guerrero y el triunfo a su pueblo. El peligro de los falsos ídolos y de las costumbres bárbaras había pasado, al menos hasta la próxima prueba. Por años, los niños escucharon al héroe con infinita admiración. El pueblo lo homenajeó hasta que llegó un moderado período de paz y el héroe cayó en el olvido y la pobreza.
Sin embargo, sabía que el mundo no era un lugar seguro y pronto la nación de Dios volvería a estar amenazada, porque así había sido por siempre y por siempre, no sin sangre y dolor, había prevalecido la verdad.
La insólita tregua duró veinte largos años. Veinte años de paz y casi veinte de irresponsable alegría. Hasta que los cielos volvieron a agitarse con terribles explosiones y otra vez se llenaron de fuego.
El viejo héroe marchó a la guerra con casi cuarenta años, sabiendo que esta vez no volvería. Esta vez no recibiría la gloria efímera de sus compatriotas, las frutas de corta vida que daba la tierra, sino la gloria eterna de Huitzilopochtli, el más poderoso de todos los dioses, el eterno que había demostrado por miles de años que todo lo demás es falso y perecedero. Todo cambia y se destruye cada cincuenta y dos años. Menos Huitzilopochtli y los dioses eternos del eterno imperio azteca.
Jorge Majfud
Agosto, 2011
Milenio (Mexico)