El puro fuego de las ideas
La rata pasa desafiante frente al fuego, a paso de cazador. Los movimientos de un felino, de un filósofo. No de una rata. Me sorprende que no me tenga miedo. Me despertó el ruido que hacía al roer uno de los libros que olvidé en el suelo antes de quedarme dormido. O tal vez se me cayó de las manos y fue a dar unos centímetros antes del fuego que arde como si el tiempo se repitiese en su infierno. Las nueve y media.
Confundí el ruido de sus dientes en la tapa del libro con la destrucción de la leña. De niño confundía el viento de la noche entre las ramas de los árboles con las olas del mar entre las rocas. Luego comprendí que comprender era devalar la metáfora. Develar la metáfora con palabras que, a su vez, cada una era una antigua metáfora escondida, con una larga historia de olas y de vientos procurando explicar lo invisible. O peor: lo que se ve.
Por suerte me despertó. La rata. Esta noche tuve un sueño espantoso. No tengo supersticiones; sólo sospecho del subconsciente. Mis ideas están cambiando. Mi lenguaje. Para mal, ahora entiendo. He dejado de creer en el valor de la inconsecuencia. ¿Hasta cuándo, señor Unamuno? Sus odas a la contradicción, sus elogios a la duda retórica y su abuso de las metáforas: si el dinero es bueno para el cuerpo, las ideas son buenas para el espíritu, ya que las ideas son como el dinero. Pero ¿quién dijo que las ideas son como el dinero? Él, claro, el señor Unamuno. Pero vaya usted a decirle algo; tendrá que escucharlo por una hora antes que lo despida amablemente a patadas. Preferirá esto último, se lo aseguro.
Antes o después de sentarme frente al fuego había estado leyendo, con fastidio, un ataque a La ideocracia, publicado en 1944. Sin duda, ésta es la parte central de mi pesadilla. Una carta dirigida a mi amigo Ramiro de Maeztu. Antes o después me quedé dormido frente al fuego y soñé que me ardía un pié. Literalmente, se me hacía llama un pié y no podía moverlo. Estaba Ulises allí, mi gato, entre el fuego y yo, probablemente fuera del sueño. Ulises desapareció en un cerrar y abrir de ojos; quizás fue persiguiendo un llanto de mujer que llegaba desde la calle. Yo también quise ir a ver y no pude. Un cansancio infinito me lo impidió. Pensé que alguien vendría en mi ayuda pero solo pude contemplar las llamas subiéndome por la tela del pantalón. Al principio sentí un poco de dolor y luego casi nada. Una puerta que se golpeó violentamente con el viento y poca cosa más. Me tranquilizó la idea de que ya no podía volver a golpearse, que la corriente de aire no me amenazaría más con una de esas horribles pestes que tiene a la gente incómoda, y que no tendría que levantarme ya.
Ahora volvamos a lo que interesa. No recuerdo haber escrito alguna vez esa carta, ese ensayito incendiario, según la nota al pie, hace 36 años. Luego —¿o fue antes?— soñé que leía un ensayo escrito por mí mismo en el que defendía públicamente el valor del dinero como conciencia colectiva y el valor de las ideas puras como guías del espíritu, que no son vida y forma sino esencia. Fue un sueño, una advertencia de un subconsciente que se está volviendo más sabio que mi propia conciencia, que mi verdadero yo. Fue un sueño y algo más. Debió ser un sueño porque no estaba Ulises y la mujer lloraba sin parar. Pero hubiese sido un sueño más, absurdo como casi todos, si no me hubiese despertado agitado, al borde de un ataque, sudando y abrazado por las llamas del infierno. La mujer, la rata, el fuego, La ideocracia. Hubiese sido un sueño más si hubiese sido sólo el sueño de esta madrugada y no el mismo sueño que tuve hace siete días y que todavía me perturba la razón. Hubiese sido sólo un sueño más si en lugar de defender la idea del dinero como conciencia colectiva la hubiese atacado y si en lugar de mi firma y una fecha futura al pie —diciembre, 1944—, dijese 1907 o 1920.
Ahora lo sé. Es una advertencia. ¿Cómo no me di cuenta antes? Mis ideas están cambiando peligrosamente. Mis adversarios que han luchado siempre por la República o por la Monarquía siempre han corrido todos los riesgos, como el cobarde y miserable riesgo de morir. Pero nunca pasaron por esto, estoy seguro. Nunca tuvieron miedo de cambiar algún día alguna de esas ideas que servían para poner en riesgo sus propias vidas. ¡Fortuna de los necios, pero fortuna al fin! Los necios comparten símbolos como el de “la patria”, “la libertad”, “los ideales” y el “honor”, pero se matan por sus significados. Y yo, vaya el diablo a saber, he vivido durante mucho tiempo orgulloso de mi principio filosófico de impune contradicción. La heroica coherencia de ser contradictorio toda la vida, porque los hombres son contradictorios, porque la vida lo es. Porque las razones del coeur no son las del air, sino las razones del cul… Pero, quizás ahora lo advierto, todo puede ser contradictorio, menos un filósofo.
Debería tomar nota de esto antes que me olvide. Luego ando todo el día tratando de recordar una idea que había concebido en sueños o poco antes de dormir, y que por alguna razón consideraba clave para develar un misterio que nunca se resuelve. Pero cuando estoy cayendo en sueño, no tengo fuerzas para reponerme y tomar lápiz y papel. Conozco mis debilidades de gusano problemático, y por eso siempre tengo una pluma al lado de la cama, en la mesa de noche o en el suelo, en el bolsillo de un pantalón o en la camisa. También es cierto que cuando más la necesito no la encuentro o no puedo llegar hasta ella. Cuando no tengo papel escribo en la mano izquierda, en un brazo o en el ombligo. Cuando no tengo pluma desordeno la mesa de noche para recordarme al despertar que algo debo recordar. Con frecuencia lo logro. Es como si hablase directamente con un viejo conocido, con el que seré mañana o algún día. Como en este preciso momento. Debería tomar nota de todo esto, pero ¿cómo debo escribirlo para ponerme a salvo del terrorista dialéctico que dentro de nueve años levantará su espada contra éstas, que serán sus viejas ideas? Recurriré a la ficción. Un cuento, por ejemplo, que describa fielmente este preciso momento. Algo que por incomprensible sea irrefutable. Recordaré este momento, aunque mis críticos de siempre dirán que es una sucia ficción recargada de ideas. No me importará; siempre han dicho lo mismo y lo mismo he seguido haciendo yo. Que mi estilo es torpe, que no tengo estilo o que repito los mismos recursos, que me contradigo o que no sé definir lo que pienso. Pero si todo eso es verdad no menos cierto es que pocos como yo han dejado la sangre sobre el papel. Yo soy más importante que mis escritos, que mis ideas y mis críticos no hacen más que confirmarlo insulto tras insulto. Pero al final, ellos siempre son ellos, en plural para la Historia, y Unamuno soy yo. Es decir, el único adversario que puedo temer soy yo mismo, ese que seré dentro de nueve años.
Las nueve treinta y tres. Ya he despertado, estoy sentado pero no puedo moverme para tomar la pluma. Es como si tampoco quisiera hacerlo. Me dura la angustia, la ansiedad de la pesadilla con forma de texto. Pero no lloro; la mujer llora por mí. Mi rostro debe ser la misma piedra de siempre, inexpresiva, tallada como una locura de Gaudí. Me limito a mirar mi pie derecho que ha comenzado a arder. Es una llamita muy pequeña, pero así comienzan todos los grandes incendios. Como… Y, sin embargo, no me preocupa. Hasta diría que en su feroz belleza encierra una pequeña esperanza. ¿Por qué habría de preocuparme si ni siquiera me duele? En otro momento hubiese pateado con fuerza o me hubiese arrancado el zapato. Como si fuese algo verdaderamente urgente. No lo es, claro. Lo urgente debe ser siempre lo más importante, y lo más importante es resolver cómo evitar ser aquel que seré en 1944, cómo evitar perderme en el infierno equívoco de la historia, donde cabalgan el Gengis Khan, el falso Alfonso III y el verdadero Ortega y Gasset.
Ulises no está. Simplemente se ha marchado, por ilógico que parezca. Ese es su lugar, lo he visto defenderlo con uñas y dientes. Odia el frío de esta época, pero más odia que usurpen su territorio. Su alfombra. Confundí su ausencia con un sueño, pero debo pensar que simplemente se ha marchado en búsqueda de la mujer. Los gatos son habitantes de la noche, de los sueños. Es decir, no puedo estar soñando con su ausencia. Pero su alfombra está desprotegida y una rata le ha pasado por encima.
No quiero ver esto como otra premonición, como un símbolo o una metáfora que sólo ven los místicos en estados muy agudos del espíritu. Sólo me hace pensar muchas cosas. Pienso, por ejemplo, en mi propia ausencia. No debería preocuparle esto a alguien que se ha ganado el Paraíso o el Infierno hace mucho tiempo. No pienso en mi muerte, sino en mi ausencia. En 1944 seguiré escribiendo, pero estaré ausente. Y mis enemigos pisarán impunemente mi alfombra. Esto último no podría publicarlo nunca; las ratas me acusarían de soberbia, y nada más difícil de refutar que el quejido de una horda de ratas cuando las arrastra la corriente.
Debo evitar disolverme en el caos, y para ello me encuentro en la difícil situación ya no de refutar o contradecir lo que he afirmado en otro lugar y en otro tiempo, cuando se supone que era más ignorante que hoy y menos sabio, sino que debo refutar algo que diré con furor y convencimiento dentro de diez años más.
Es una tarea totalmente nueva. Me he pasado lo mejor de mi vida refutando al que fui años atrás, con la autoridad de la madurez. Nunca, he de creer, me sentí en el compromiso de combatir a quien seré dentro de un tiempo desconocido e inimaginable. Deberé hacerlo ahora, también desde la superioridad de la madurez, pero con la atroz desventaja de la incomprensión ajena: pocos o nadie aceptará que quien seré será inferior a quien soy, que quien seré dentro de ocho años será un filósofo en decadencia, un hombre repentinamente senil, con la siempre engañosa pretensión de una mayor experiencia, con el abuso religioso que confieren unas barbas más blancas y una mirada más perdida, una voz incomprensible. Porque nuestra Europa sigue confiando más en la vejez que en la juventud. De España ni que hablar; no es confianza lo que tenemos por los viejos sino miedo, miedo profundo a los jóvenes. Yo mismo quería ser viejo a los veinte. Imitaba el cansancio de los viejos mientras esperaba con paciencia los primeros trazos blancos en mi barba. Pero en el fondo, mi espíritu fue siempre joven. Ligero, eufórico, contradictorio. Claro, es fácil decirlo ahora que soy irremediablemente un anciano. Ya no puedo esperar cambios alentadores en mi cuerpo. Mucho menos en mi mente, en esta mente fatigada que amenaza con perder el control. Fatigada y, lo que es peor, desilusionada.
Las nueve treinta y tres. No hace tanto, entonces, que llora la mujer; no hace tanto que se fue Ulises y detrás vino la rata para rescatarme de esa pesadilla.
Si sólo creyera que fue un sueño y nada más… Pero debería darme cuenta de que no sólo voy camino a destruir todas mis actuales convicciones, sino que además el riesgo corro de pasarme al bando enemigo, al bando de aquellos políticos y pensadores que, de este lado y del otro del Atlántico, defienden la idea de la naturaleza divina del dinero, de las ciencias y de las ideas puras, de la lucha armada y de la lucha de clases. El fuego podría destruir a quien no soy todavía, a quien seré después de hoy, pero el que seré mañana puede destruir todo lo que fui hasta hoy y no estaré presente para defenderme. Así ha sido siempre sin que nadie lo advierta. Por esta razón, nadie puede afirmar que con el tiempo los hombres se vuelven más lúcidos, pero es seguro que se hacen más cobardes… Quizás por eso me angustia tanto este sueño, esta misteriosa revelación.
Todos saben que odio las ideas puras, las ideas que nos gobiernan. Ya lo dije. Lo digo una vez más sólo para no olvidarlo, antes de hundirme en lo aparente, en la inconciencia de quien seré. Pero de nada sirve que lo escriba. He escrito demasiado, en vano. Luego me ha servido para derramar fuego de tinta fresca sobre la tinta apagada en el papel. ¿Qué dirán mis amigos, mis discípulos, mis seguidores, cuando me vean (otra vez) cambiar sin pudor? Si hubiese perdido la fe en Dios podría seguir predicando, en el convencimiento de que la creencia, verdadera o engañosa, es buena para la gente. Pero cuando uno deja de creer en las ideas que hasta ayer creyó, que hasta ayer eran útiles y beneficiosas, deja de tener razones para seguir defendiéndolas.
Es cierto que uno cambia con los años, cambia de ideas como cambia de ropa. Cambia uno mismo, cambia Unamuno. Vaya novedad. Acerca de los cambios físicos prefiero no hablar. Para eso están los médicos y las viejas quejumbrosas. Pero algo permanece igual y ha de ser el espíritu. Por verdad o por ilusión, uno espera de él lo opuesto al vergonzoso espectáculo del cuerpo, y quizás por eso uno se hace filósofo. Para vencer a la muerte, para distraer o para despreciar el dolor. Son verdaderos los hombres que pasan por la entrada de la cueva, pero las sombras no lo son menos. Ni más ni menos. (No olvidar subrayar ese ni más ni menos; ahora está tan de moda atribuirle más realidad a las sombras que a los cuerpos que las proyectan.) Pero los hombres no podemos con nuestras manías de antiguos guerreros y hacemos de cada nueva idea una nueva arma de combate, y de nuestra identidad una trinchera. Entonces ya no basta con afirmar algo nuevo; también es necesario negar algo viejo. O todo lo demás.
Si al menos la rata que seré tuviese esta lucidez y dejara en pie esto último que estoy diciendo y que no dije hasta hoy. Pero no. Aseguro que no lo hará. Yo me negaré otra vez, me destruiré, me hundiré en la vergüenza y en el ridículo ajeno. La rata roerá lo mejor que fui, lo mejor que dejé a la humanidad. No estaré presente para defenderme de mí mismo
Por eso es hora de actuar. Ya tengo una estrategia precisa. Desde hoy en delante, y hasta que la lucidez me lo permita, articularé un pensamiento que justifique todas las locuras por venir. Es más, todo lo que diga en el futuro, procurando negar mis ideas de hoy, deberán ser confirmaciones, no de las ideas que tendré sino de las ideas que defiendo hoy, confirmaciones de las ideas que pretenderé negar. Podría comenzar diciendo, “para demostrar esta hipótesis, yo mismo la atacaré dentro de diez años, yo mismo afirmaré lo contrario”.
Dejaré de atacar al pobre pensador que fui hace diez años y comenzaré a atacar al perverso pensador que seré de aquí a tantos más. Claro, algún necio pensará, ¿cómo saber si el pensador lúcido es el que soy hoy? Simplemente, mi querido lector, porque uno debe actuar conforme a sus convicciones. Y si fui capaz de advertir este problema hoy y no ayer ni mañana, ha de ser porque hoy soy el mejor de los tres que fui y seré. Hoy soy el mejor de los tres Unamunos y, por lo tanto, ganará el que hoy soy. Si mañana no soy capaz de desarticular el plan que concibo hoy, no mereceré la pena. Yo, el verdadero Yo, el mejor de los Yo, el más lúcido, vencerá. La verdad está en el éxito, el triunfo es la verdad. Por esta lógica razón, no estoy dispuesto a escuchar a nadie más que a mí mismo. Ni siquiera a los otros que no soy ahora mismo, aquí y ahora.
Comenzaré esta misma noche. O tal vez mañana, cuando esté más repuesto. Estoy muy cansado, como un escultor que ha debido luchar por mucho tiempo con un gran bloque de piedra para rescatar de sus entrañas una delicada imagen de mujer, de la virgen con su hijo caído en brazos. He estado intentando despertar desde hace tres minutos. O más, porque es probable que el reloj se haya descompuesto. Se quedó en las nueve treinta y tres. No quiero especular sobre este hecho, pero comienzo a hacer cosas de forma inevitable. A los treinta y tres años tuve mi crisis espiritual. A la misma edad Jesús y todos los demás líderes espirituales que han sobrevivido a la muerte.
Bueno, basta, pongamos manos a la obra. Apenas pueda moverme me moveré. Apenas pueda salir de este infierno, saldré. Al menos que el fuego haga innecesaria la realización de tan genial tarea, al menos que…
He visto a la rata volver sobre sus pasos y pasar entre mis pies. Tenía manchas de sangre en el hocico, aunque no podría decirlo con certeza. Mi profundo cansancio, la luz infernal del fuego deforma los colores y la rata ha desaparecido debajo de mi sillón donde arde la pequeña llamita de mi pié derecho. Sólo siento el ruido que hacen sus dientes en las tapas del libro, en sus páginas, como si fuese carne o papel que se quema en la cocina a leña. Es probable que ni siquiera sea necesario el fuego.
Jorge Majfud
2005
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