Contarlo para vivirlo

A esta altura de mi vida ya no me importa demasiado si mis novelas se publican, se leen o no. He vivido tantas otras vidas escribiéndolas, que ya no puedo pedir más. ¿A dónde se fueron todos esos momentos, todas esas otras vidas? Bueno, algo quedó en las novelas. Algo.

 

 

 

 

 

 

Anuncio publicitario

El mar estaba sereno (Julio Castro)

El mar estaba sereno, de Jorge Majfud

Nuestro pasado es la historia que enlaza vidas

 

Julio Castro – La República Cultural

 

Elige un punto en común en el que los avatares de todos los personajes habrán de sujetar el ancla que los comunique y, a partir de ahí, Jorge Majfud comienza a desenvolver los fragmentos de vida que ha capturado, donde cada uno de aquellos jugará su papel. Sus protagonistas son siempre gente sencilla, podría ser cualquiera del barrio, de cualquier barrio, no busca una élite especial, ni siquiera entre aquellos que destacarán más socialmente, porque cuando alguno integra ese personaje algo destacado, achata el comportamiento hasta vulgarizar su realidad: nos habla desde una mediocre burguesía, un proletariado poco avezado y unos entornos de cualquier tiempo.

Un texto construido con su andamiaje

Me interesan mucho las construcciones de personajes, de realidades, de historias, que hace el autor pero, además, me encuentro con espacios muy interesantes que le comunican con la escritura oculta de otros autores latinoamericanos hoy reconocidos, a partir de cuyo análisis parece haber comprendido el trasfondo en el que residían sus narrativas. Soy capaz de encontrar las pinceladas humildes (que no simples) de Galeano; los trazos amables y brutales de los duros relatos de Benedetti (y también de sus desgarrados amores); los mundos circunstanciales del Macondo de García Márquez (los mágicos y los terrenales). Todos ellos puestos al servicio de un estilo diferente e integrador, que no me atrevo a tildar de nuevo, porque parece querer afirmarse precisamente en algo contemporáneamente clásico.

Quiero denominarla novela, pero veo mayor interés en encuadrarla en un nudo transitorio de relatos humanos, porque la integridad del conjunto se la dan las circunstancias de sus personajes, o más bien lo que se deriva de la comprensión de aquello que les une, que de un argumento común al uso. Se da la circunstancia de que he podido acceder antes a los relatos de Majfud, donde juega con elementos comunes entre aquellos y que agrupa dentro de cada volumen, pero soy plenamente consciente de la manera en que casi cada relato recogido en otros libros es precursor de posibles sucesivas novelas. Así puede ocurrir en algún caso, pero en esta ocasión el autor hace un camino inverso: arrancar del núcleo novelístico para desarrollar el encuentro de relatos divergentes, o que pasan por un mismo lugar.

Contenidos e implicaciones

Las acciones principales se vinculan a Uruguay, al del propio autor, pero las necesidades nacen de fuera. En el trayecto encontramos a un exiliado descendiente de un español republicano, al hijo secuestrado por los militares uruguayos y entregado a otra familia en la infancia, a un huido de Argentina que trata de reencontrar el pasado de su abuelo ruso y, quizá el más conciso, un puertorriqueño metido a militar yanqui en la guerra de Irak. En el centro, un barco en medio de la calma chicha, como en tierra de nadie, donde las hormigas sirven de experimento al ojo mayor que las dirige, condiciona o estudia.

Es preciso recordar que el propio autor vivió la guerra sucia de la dictadura de su país, el encarcelamiento de familiares por su ideología y, creo, la implicación que en la infancia marcaría una parte de su manera de observar el destino de América. Desde ahí, en los diferentes textos que he podido leer del autor, hace su análisis del mundo a través del individuo, integrado en cualquier medio, pero siempre condicionado por él. En su presentación en Madrid de esta última novela publicada en España, rechaza la idea de la ficción en sus contenidos, al menos, no más allá de lo que supone recrear relatos y situaciones, porque dice nutrirse de las realidades que conoce directamente o a través de quienes le narran su historia.

Así pues, tampoco es ajeno al compromiso, sino que se zambulle en la necesidad de ofrecer al público lector la opción de descubrir los trazos de esos mundos que cita. En este sentido, podemos ignorar desde nuestro lado la dictadura de Uruguay, o la idea de las raíces argentinas y sus inmigrantes, como también desde otras geografías o generaciones, se puede hacer caso omiso de la represión fascista al final de la guerra civil española, o de las consecuencias de recientes guerras como la de Irak. Ello no impedirá la lectura de estos mundos como la traslación de distopías recogidas en cruces de caminos narrativos. Sin embargo, la intención del autor queda impresa de forma patente en las líneas y en la elección de las historias.

El pasado y la necesidad de la historia

La guerra y la tragedia parece encontrarse al final de cualquier línea de investigación de nuestros antecedentes o nuestros predecesores, y es por eso que Majfud aplica la necesidad de conocer el pasado a los textos que nos presenta. Sabedor de que la propia historia conduce a la necesidad de conocer el entorno en el que se desarrolla, provoca a sus lectores para que no permanezcan ajenos al pasado, a sus orígenes, a los errores o a los aciertos. En un momento dado evita activamente la aplicación de la venganza, una venganza totalmente comprensible, pero seguramente poco ética frente al opresor, en la que convertiría a uno de sus personajes en el mismo fascista que le oprime, pero le condena a vivir sabiendo que él también sabe, que ya no hay historias ocultas, que tampoco hay perdón, sólo conmutación de pena.

Me parece especialmente interesante ese personaje, el de Santiago, no solamente porque en su diseño seguramente está tratando mucho de lo personal del propio autor, sino porque se vuelca en la realidad de su proximidad histórica sin disimulos, porque habla de la represión en Uruguay, y porque probablemente ofrece un espacio para cierta paz al resto de personajes y narraciones de la novela. Pero no deja de ser interesante el contrapunto que ofrece a la joven Lucía Caballero, para mostrar un muro escalable, aunque sólo desde la convicción de quien accede a él. Lucía es un desafío a su contraparte, no sólo en el deseo de conquista, sino en la mirada hacia la vida. Probablemente es el detonante de las decisiones.

El autor y la creación de personajes

El autor genera a los personajes en acción, no los extenúa en su descriptiva, sino que propone a quien lee la posibilidad o la necesidad de interpretarlos y desarrollarlos a partir de sus diálogos. Así que, aunque más breves los diálogos que la narrativa, es en ellos en los que se conocerá el carácter de cada integrante de la novela. Este es un juego al que siempre somete a su público en los textos, dejando retazos inacabados en las “presentaciones” de sus entradas, para crear una lectura esforzada. Como ya decía hace unos años en una entrevista que tuve ocasión de hacerle, no es un autor conforme con la realidad social, y no se detiene a ver lo que ocurre, sino que interviene y da su opinión, estableciendo marcos ideológicos amplios, donde hacer reflexionar sobre la evidencia de las cosas, y su narrativa también es una duda, también deja un gran espacio para que cada lector lo rellene con sus propias realidades y se enriquezca en la experiencia.

Han pasado ya unos años desde que leí otros textos suyos como Perdona nuestros pecados (2008), La ciudad de la Luna (2009), Crisis (2012) o Algo salió mal (2015), y sigue siendo un escritor que se me debate entre la profundidad de su intención y la incógnita del alcance de su pensamiento. Además de sus textos narrativos recomiendo encarecidamente sus artículos de opinión y ensayos políticos (con los que también colabora a veces en nuestra revista), porque no es habitual encontrar la claridad de ideas, análisis y propuestas con las que sintetiza sus contenidos. Y si alguien tiene la ocasión de mantener una charla de profundidad, verá claramente que sus textos nunca son espacios vacíos, sino que con una breve sentencia es capaz de abrir ideas nuevas.

28 de agosto de 2017

 

DATOS RELACIONADOS

Título: El mar estaba sereno

Autor: Jorge Majfud

Formato: encuadernación rústica, 430 pág.

Editorial: Izana editores (2017)

ISBN: 9788494456787

Amazon.es

Cadena SER

 

Revista Mito/Conversaciones sobre ficciones y otras realidades

Mito | Revista Cultural

 

El dia que mai va existir

Joseph Hanlon (l’autor de Who calls the shots i Peace without profit) havia anat a Pemba per un reportatge per a la BBC a Nteuane Samora Machel. El fill del cèlebre revolucionari mozambiqueny es trobava fent exercicis militars al nord; Graça, la seva mare, estava a Londres rebent un nou premi i encara no era l’esposa de Nelson Mandela.
L’endemà, Joe i la seva esposa Teresa varen programar una recorreguda per les illes i ens van convidar a Nadia i a mi perquè els acompanyéssim, no sé si per compromís o perquè els vam caure bé al sopar amb Nteuane. Sortim un divendres o un dissabte des Quizanga, en un vaixell de pescadors i arribem a Ibo gairebé al vespre.Recordo, com aquesta nit, que ens instal·lem en un casalot antic, propietat d’un amic de S.M. les habitacions sobraven i jo vaig imaginar que Nadia agafaria la que donava al mar. Perquè allí hi havien màscares i unes enormes pintures d’algun artista desconegut; i perquè Nadia evitava sempre quedar-se a la mateixa habitació que jo. Però després que vaig llançar la meva maleta sobre un dels llits de l’habitació del darrere, va aparèixer ella i va fer el mateix. Sense consultar si més no, va dir que anava a quedar-se aquí, amb mi, perquè l’espantaven les màscares que no poden parlar.

-Prometo que no diré ni «a» en tota la nit -vaig dir jo, fingint suficiència- i que no intentaré espiar-nua.

-Més Et val- va respondre, buscant-me els ulls. Vaig sentir a la meva boca aquests ulls, profundament blaus com els de la seva mare.

-¿Has fer el teu informe diari? – Vaig preguntar a l’estona, referint-me a les llargues cartes que li escrivia a Damián. Ella li detallava tots els paisatges que havia vist durant el dia, evitant (ho se) esmentar la meva desinteressada companyia. Potser gaudia més escrivint a Damián, mirant les coses per ell que per ella mateixa; perquè l’amor és un d’aquests pocs estats en què un és feliç però a més està obligat a reconèixer-ho. Crec que jo també l’estimava d’alguna manera.

-Avui No -va dir mentre obria el llit- No tinc llum i estic cansada. A més avui és un dia que mai va existir. Demà seguirà al que va ser ahir, ja que no sabem si va ser divendres o si va ser dissabte … No et molesta, no?

-És Clar que no -vaig dir sense haver-la comprès clarament-. Se’t nota cansada i una mica nerviosa.

Després de dubtar un instant, va reconèixer: -Sí, és veritat. Fa massa temps que no sé res de Damián. Jo sé que ell també estarà preocupat.

-I Amb més raons -vaig agregar-. Jo que ell no t’hagués deixat venir sola.

-Però Si no estic sola! – Gairebé va cridar, incorporant-se de cop. No obstant això, com era el seu costum, poc després em va convidar a retirar-me perquè volia descansar.

Amb el sol encara il·luminant, vaig sortir amb un dels guàrdies a la recerca de sucre per al te i vaig aprofitar el moment per aconseguir la zuruma. El guàrdia va fingir no comprendre el meu portuguès però, poc després, em va prometre unes fulletes per al vespre.

Quan vam tornar a aquesta hora, els anglesos i Nadia estaven prenent el te al pati, amb prou feines enllumenats per una espelma. Joe i Teresa festejaven una història de Nadia. Va haver explicar alhora que un ministre de la dictadura uruguaiana va riure davant el ministre de la marina de Bolívia, perquè li vaig sentir traduir el que el bolivià li havia respost al seu col·lega:

– At what do you laugh? Do not you have a Ministry of Justice?

Al costat de la porta que donava al carrer vaig trobar l’ombra del guàrdia (crec que es deia Babà o Dadà, el que podia ser un nom brasiler o africà); somrient, em va dir que amb allò em sentiria molt bé i que si volia podia aconseguir-ne més. Després em va parlar de Pangane i d’altres illes més al sud; va confondre Amèrica amb la amèrica més pobra, va adular la claredat del meu portuguès i no va saber dir-me si era cinquena o sisena-feira.

Quan vaig tornar al pati (estava tan fosc que ni tan sols van notar els meus moviments) Joe em va parlar sobre un ball que hi hauria a l’illa. Em va suggerir que hi anéssim, Nadia i jo, pel que vaig endevinar volia quedar-se sol amb la seva dona aquella nit. Després em va sorprendre que Nadia acceptés anar-hi; perquè tot a l’Àfrica li molestava: l’olor dels quimoanes, els mosquits dels macondes, el masclisme dels macúas que imposava a les dones el transport de l’aigua diària. Jo li vaig recordar que encara més odiós era el masclisme del nostre orgullós món desenvolupat, que prohibia a una dona mirar una obra en construcció o caminar sola una nit d’estiu. D’aquell diàleg descobrir que sempre havia viscut cuidant d’algun tipus de vexació; i que darrere dels seus llavis nus i la seva mirada clara portava incorporat, des de molt jove, un vel tan hermètic com aquest altre visible que porten algunes dones musulmanes. O pitjor, perquè ni així podia estar un dia segura entre els nostres latin lovers. I que si hi havia una raça odiosa al món era, precisament, aquests representants del sexe superior. Quan a l’Índia, a Egipte o a Moçambic s’havia sentit tan amenaçada com a Montevideo o com a Chicago?

Reconec que, malgrat la repetida foscor d’aquesta nit, Nadia cridava l’atenció de qualsevol; més que de costum. Crec que s’havia arreglat amb cura; per impressionar, com en la festa del Buckingham Palace. El sol d’Àfrica no havia fet molt sobre la seva pell; perquè no era possible arrencar un altre color que no fos el rosat vergonyós de les seves galtes quan algú li elogiava la tranquil·litat dels seus ulls o el traç lleuger del seu perfil; i perquè li tenia tanta por a la intempèrie estrangera que mai sortia sense una quantitat excessiva d’escut solar o de repel·lent per a mosquits. N’hi havia prou amb que la calor li baixés una mica la pressió per imaginar-la insolada o malalta de malària, envoltada de dos mil quilòmetres de camins intransitables.

Esperàvem tambors i negres saltant al voltant d’una foguera i el que vam trobar va ser gairebé el mateix però amb música de Madona. Mentre hi va haver combustible per el prehistòric generador, els quimoanes i Nadia van ballar com animals.

Però la llum i la música no van arribar fins a mitjanit. Poc abans, es van extingir en un rugit gairebé africà. Fins que tot va quedar com en una cambra fosca. De poc van començar a distingir algunes coses, sobretot quan la lluna sortia darrere dels núvols: la mar, un enorme Cajueiro que limitava per dalt el pati, el mur de bambú, alguns rostres foscos i amb enormes rialles blanques, gairebé sempre de dones amb ganes de provar.

Vaig sortir al carrer i vaig seguir per la principal, que era com una avinguda ampla i sorrenca, limitada d’un costat i de l’altre per espessos arbres negres i ruïnes de dos pisos, gairebé totes abandonades. No vaig trobar a Nadia i ni la vaig buscar. Tenia jo que tenir cura d’ella? Crec que vaig sentir ràbia i alliberament al mateix temps. Vaig armar el «cigar de Mueda» i el vaig fumar mentre caminava cap a la plaça. Vaig entrar a la plaça i vaig recórrer totes les ombres i vaig verificar que tampoc hi havia ningú, com si la població tota preferís les palhotas a la selva als antics palaus portuguesos. Després vaig prendre per un dels carrers secundaris i vaig caminar fins a una altra ombra sobre la sorra. Tot d’una vaig advertir gent com fantasmes. Algunes persones envoltaven alguna cosa i murmuraven quimoane en silenci. Llavors em vaig acostar per veure que envoltaven Nadia, ajaguda a la sorra blanca i fosca mentre un home muntava sobre el seu sexe. Estic segur que ella em veia i veia als altres que la miraven. I estic gairebé segur que somreia o feia un gest que no era de dolor. L’home era un dels guàrdies de la casa, el mateix que ens havia acompanyat al ball i el mateix que ella va matar. Perquè va ser ella que el va matar amb una rostida i no jo, com em va voler fer creure a l’altre dia. Però això de res importa; perquè aquest dia va ser el dia que mai va existir i mai ningú ho sabrà. D’altra banda, el que m’havia venut el guàrdia no era zuruma sinó fulles d’una altra planta que ja no recordo el nom. També en això s’equivoca meva estimada Nadia.

Jorge Majfud – 1997

Sabía que no iba a funcionar

No iba a funcionar

de la novela Crisis

Lupita fue siempre una niña obligada a madurar a los golpes. Pero ni así maduró nunca ni yo quería que madurara. Estaba tan linda y tan cariñosa así. Toda su infancia de hambre y su adolescencia de gritos y humillaciones no la habían hecho más dura, más resistente a la suerte que le tocó en vida sino todo lo contrario. Para mí que el viejo la trataba tan mal porque la madre de Lupita había muerto en el parto y él no le perdonaba esto.

Quién sabe si hubiese sobrevivido a las calles de la villa donde la llevé para salvarla del alcoholismo del viejo. Quién sabe si hubiese tenido mejor vida entre los metros de Nueva York. Quién sabe si se hubiese venido de no ser porque yo mismo le pinté el oro y el moro del otro lado. No sufras más, Lupita, no se puede vivir así entre medias lágrimas. Yo me largo para yanquilandia y que sea lo que Dios quiera. Total, quién va a saber que tenemos una foto del Che en la cocina? La sacamos mañana mismo y a poner la mejor sonrisa en la embajada.

—No le van a dar una visa a dos pobretones como nosotros, Nacho. No tenemos ni qué comer.

—Eso no lo sabe nadie, ni tu padre ni tu hermana. Menos mi pobre vieja, que está medio ciega. Después me seguís vos.

No voy a aguantar que te vayas, me decía, y yo que no íbamos a estar separados por mucho tiempo.

—Cuánto tiempo no es mucho tiempo? Un año? Dos años?

—No, ni tanto. Serán unos meses. Apenas pueda juntar para tu pasaje de avión te venís.

Por entonces no te negaban la visa como ahora. Además Lupita tenía título de traductora, aunque en los dos años que vivimos juntos en la villa hizo dos y sólo le pagaron una porque tuve que ir yo en persona a meter la pesada. Y después que nos robaron la tele y las ollas teflón que nos había regalado la hermana de Lupita, y que por suerte no estábamos en la casucha ese sábado, le dije que en febrero yo me iba.

Nos quedamos todo el domingo mirando el techo, mirando cómo sudaba la chapa de zinc, de puro calor húmedo que había y no nos dejaba dormir. Pero no era el calor, era esta vida que nos había tocado y que no había macho que la torciera, que de haberlo sabido no venía a este mundo en estas condiciones.

Y cuándo vamos a tener un hijo así? empezaba ella, y yo nada, nada que nada porque no tenía qué decirle. Pensaba que de no haber sido más infeliz con su padre nunca la hubiese sacado de su casa. Por lo menos allí tenían cielorraso y el perro del vecino que le ladraba desde la azotea, y no se sudaba el techo en verano ni faltaba el pan y la pasta los domingos y los cuentos tristes del tano viejo antes de que el calor del tuco y el vapor del vino tinto se le subieran al marote. Claro, aunque sobraban las peleas y los gritos, qué lo parió aquella gente. Papá, tomate un café, un café por favor papá que hoy vino Nacho. Qué Nacho ni ocho cuartos, me van a decir lo que tengo que hacer en mi propia casa, háyase visto. Hacele café a tu macho a ver si no se te escapa y tengo que aguantarme otro más vago que este. Otro qué, papá, si sólo tuve dos novios. Mirá, no me hagas hablar. Por qué don Paolo? Qué tiene para decir que yo no sepa? Dos que yo sepa, decía el viejo y empezaba a entrar en calor. Y yo, por complejo de macho, quería saber cuántos novios había tenido Lupita. Lupita no es una santita. Como diez, o como once, el equipo de fútbol del barrio. No diga eso padre, que usted sabe que no es verdad, no sea malo. Malo no, que no conté los suplentes. Y luego yo que le daba a Lupita con eso del novio reconocido que había tenido y ella se defendía diciendo que yo sabía que ella era virgen cuando me conoció y no sé qué otras cosas que ni vale la pena traerlas ahora.

El corazón es ciego, le decía a Lupita. De otra forma los ojos no estarían en la cabeza; estarían en el pecho. Si no me hubiese enamorado tampoco me hubiera ido yo de la casa de la vieja. Pero hay cosas que uno no puede elegir. Me enamoré y nunca pude dejar de querer a la Lupita, como un enfermo no pude.

Pensaba en todo eso mirando el techo todo sudado y no iba a ninguna parte. Entonces ella se ponía más triste porque yo no quería hablar. Pero yo no dejaba nunca de pensar y pensar. Eso es lo que más recuerdo de esa época. Me la pasaba pensando, calculando, imaginando, fantaseando al cuete.

Hasta que en febrero del año pasado la quinta juvenil del club hizo la tan esperada gira por Los Angeles y una noche allá después del partido que empatamos dos a dos y con una pésima actuación por mi punta izquierda, me hice humo. Dejé el pozo, como decían los chicos del cole. Dicen que el técnico me anduvo buscando pero que ni se calentó conmigo. Además sabía que yo era un patadura y no tenía futuro en el club. Ni en ese ni en cualquier otro. Y como tampoco era cubano, nadie se enteró. Después me quedé manso cuando un mexicano me dio una changa en su restaurante de Santa Mónica.

Dos días me llevó conseguir trabajo y Lupita me escribía diciendo qué maravilla, qué maravilla Nacho ahí sí que vamos a poder hacer nuestras vidas en paz.

Para mí al principio eso fue el paraíso. Leer los emailes de Lupita tan contenta a pesar de que no dormía de noche por el miedo de la villa. Pero ella tenía tantas esperanzas y le daba con eso del hijo que por el momento no había que ponerse negativos, así las cosas funcionaban mejor. Entonces yo exageraba todo lo bueno de aquí o no contaba que un día me había cruzado con una mara, una patota como le dicen allá, y había tenido que entregar toda la plata de la semana. No abras la boca, me decía un panameño amigo. Te confunden con un americano por el pelo y los ojos, pero apenas dices algo y ya te adivinan que eres ilegal y que cobras cash y te siguen y te dejan sin un dólar, en el mejor de los casos.

Pero de a poco todo fue cambiando. En dos meses había juntado para el pasaje de Lupita, pero luego vino la crisis y el primero en volar antes de que el restaurante cerrara fui yo, porque era el nuevo, me decían. Igual mandé la plata para Lupita para que se viniera, porque ya no aguantábamos más. No pensé que después iba a ser tan difícil conseguir chamba.

Con Lupita anduvimos buscando en Los Angeles y después en Las Vegas y después en toda Arizona hasta que terminamos en San Antonio, con la promesa de un boricua que tenía una empresa de limpieza. La verdad que no era tan fácil limpiar hoteles y oficinas como parecía al principio. El patrón siempre estaba desconforme con nuestro trabajo. Cuando no era muy lento era muy descuidado. Llegué a pensar que nos tomaba el pelo, o nosotros no entendíamos qué era lo que quería, y dos semanas después quedamos en la calle de nuevo.

En la calle literalmente, porque teníamos que esperar en una esquina de madrugada porque allí levantaban trabajadores sin papeles. Y yo y la Lupita allí en medio de puros hombres que por suerte no se portaban mal con nosotros, sino todo lo contrario, pero la verdad que yo siempre andaba con el Jesús en la boca y mirando para todos lados a ver quién iba a meterse con la Lupita. Tanto que en este trabajo no ponía atención en las camionetas que pasaban y levantaban trabajadores. Los mexicanos eran los más hábiles en esto y tuve que mirar y aprender de ellos. A veces Lupita me decía por qué no me había acercado al de la camioneta blanca, al del auto negro, que parecía con buen trabajo, pero la verdad es que no quería dejarla allí sola, esperando, antes que amaneciera del todo y entonces me hacía el distraído o que no nos convenía ese por esto o por aquello.

Hasta que pasó una SUV negra y le hizo seña a uno y éste me vino a decir que quería a la muchacha. Yo me fui hasta la camioneta y el tipo de lentes oscuros a esa hora del día no me inspiró mucha confianza. Tenía chamba para domésticas en casa de familia con plata, decía, pero atrás yo no veía a ninguna otra mujer. Lupita, más pálida que de costumbre y con los labios temblando me dijo que no podíamos dejar escapar otra porque no íbamos a tener para comer.

Yo no dije nada pero ella terminó subiendo atrás seguro que contra su propia voluntad. Y cuando arrancó la camioneta ella me hizo así con su manito y me tiró un beso triste. Yo sabía que iba llorando porque la conozco. Yo sabía que eso no iba a funcionar ni esta puta vida iba a funcionar. 

 

Jorge Majfud

 

Cyborgs (ensayos)

 

 

Shefi

Shefi

majfud-la-ciudad-de-la-luna

POSTED IN PROZË

Kur ishte nevrik, kryetari i bashkisë numëronte gishtat e dorës. Por të premten në darkë, ndërsa mundohej të lexonte disa revista të shpëtuara nga zjarri i Matricës, vuri re diçka të çuditshme: paskësh nëntë gishta. I numëroi përsëri: prapë, nëntë. Atëherë e përsëriti këtë veprim derisa, i tronditur nga ky zbulim, e hodhi vështrimin mbi një pikturë të Gojas dhe po mendohej. Gjithnjë kishte pasur bindjen se kishte dhjetë gishta. Nga mund t’i vinte kjo bindje? E kishte parë tek të tjerët. Inxhinieri kishte dhjetë, megjithëse nuk ishte plotësisht i sigurt, sepse nuk ia kishte numëruar. Por gjithnjë fliste për sistemin dhjetor, apo diçka të tillë. Inxhinieri numëronte shumë mirë dhe i kishte thënë që gjithçka përsëritet nga dhjeta në dhjetë, sepse kishim dhjetë gishta. Çfarë, të gjithë paskemi dhjetë gishta? – tha me vete kryetari i bashkisë, tani pak nervoz. Ai paskësh nëntë dhe askush nuk ia kishte thënë. Mbase ia mbanin të fshehur, ngaqë nuk donin ta mërzitnin. “Në fund të fundit, ma kanë frikën”, tha me vete dhe buzëqeshi me krenari. Megjithatë, edhe kur kishte qenë një banakier i thjeshtë te klubi Liria, askush nuk i kishte thënë se paskësh nëntë gishta. Kushedi, edhe atëherë mbase njerëzit ia kishin frikën. Ose ndoshta mund ta kishte humbur një gisht pasi e zgjodhën kryetar bashkie. Dreqi e merr vesh, gjithë ata njerëz që e rrethojnë, prek andej e prek këtej, kanë dashur të kenë një kujtim prej tij. Por kur, pikërisht, ta ketë humbur një gisht? Pastaj kjo gjë të dhëmb shumë, ose duhet të të dhëmbë, pastaj, është një gjë që vështirë të kalonte pa u vënë re, edhe për atë që e humbi, por edhe për të tjerët përqark tij. Ose dhimbja ka qenë aq e madhe sa duhet t’i ketë shkaktuar amnezi, si atëherë kur dikush shikon diçka që e ka tmerr ta shikojë dhe i bie të fikët ose zgjohet nga një ëndërr e keqe. Apo mos po i humbiste gishtat e dorës ashtu siç i humbasin diabetikët gishtat e këmbës, pa dhimbje?! Ç’do të kishte mbetur nga gishti i humbur? Cila nga xhungat që kishte në dorë do të kishte qenë ndonjëherë rrënja e gishtit të zhdukur? Shikoi rreth e rrotull. Shikoi pikturën: një grua që mbante arkëmortin me sardelen dhe buzëqeshte kishte pesë gishta në një dorë. Dora tjetër nuk i dukej, por merrej me mend që edhe ajo kishte pesë gishta, sepse natyra shtazore zakonisht është simetrike, në mos në përmasat e saj, të paktën në sasinë e elementëve që e përbëjnë. Megjithëse zemra ishte një e vetme dhe nuk qenkësh as në mes, siç është hunda apo palloshi. Ajo qenkësh e shmangur ca në një anë, ndoshta një provë kjo e papërsosmërisë së saj dhe e pështjellimit të gjithë ndjenjave që dalin apo kalojnë përmes valvulave të saj: dashuritë, gëzimet, trishtimet… Një kaos i vërtetë. Ama, përveç kësaj, gjithçka tjetër në natyrë është simetrike: burrat, gratë, trenat dhe gjethet e pemëve. Sa mbaroi këtë arsyetim, kryetari u ndie i lumtur: në të vërtetë dukej shumë inteligjent. Jo më kot e kishin zgjedhur të qeveriste tërë qytetin, dmth, të gjithë njerëzit që e rrethonin. Nëse qyteti nuk do të ishte i rrethuar me shkretëtirë, do të ishte guvernator edhe për fshatrat fqinje. Do të qeveriste një perandori të tërë. Po ashtu edhe zëvendës kryetari, i cili gjithnjë ngarkohej për gjithçka dhe i cili e nxiti që t’i futej politikës, thoshte të njëjtën gjë. Kishte arritur të bëhej kryetar bashkie falë inteligjencës së tij të mrekullueshme dhe aftësive të mëdha oratorike. Këtë ia thoshte përherë zëvendësi i tij.

Një, dy, tre… nëntë. Hoqi këpucët dhe ia filloi numërimit të gishtave të këmbëve: i dolën dhjetë. Tani, jo i lehtësuar, por me një mospërfillje shqetësimi, kuptoi se gishti që i mungonte ishte në njërën nga duart. Dhe filloi t’i numëronte mbrapsht duke u munduar të përcaktonte se në cilën dorë i mungonte gishti në fjalë. Nëntë, tetë, shtatë… një. Ishin të gjithë. Jo, kishte numëruar keq. Duhej filluar nga dhjeta dhe, nëse përfundonte te dyshi, do të thoshte që i mungonte vërtet një gisht dhe, në vazhdim, do ta merrte vesh se ç’dore i përkiste. I numëroi përsëri dhe e zbuloi i mungonte një gisht në dorën e majtë. Megjithëse e tërë kjo ishte e diskutueshme, njësoj si të përcaktosh se kur fillonte mijëvjeçari i ri: në vitin dy mijë, apo në vitin dy mijë e një. E gjitha varet nëse konsiderojmë se ekziston një vit zero, që nuk ekziston, ashtu si nuk ekziston një gisht zero, por që fillon nga njëshi… A thua vërtet i mungonte një gisht? Sigurisht nuk e kishte vënë re, ngaqë gjithnjë, kur firmoste, e mbante penën me gishtat e dorës së djathtë. I shtriu të dy duart përpara, sa mundi, duke i parë mirë e duke i krahasuar me njëra-tjetrën: i mungonte gishti tregues i dorës së majtë, gjë që tregonte kufijtë e logjikës matematike. Aty ku mungonte gishti dukej një lloj gunge. Dora i ngjante më shumë një mjellme. E dinte nga fotot e librave se ato ndodheshin në bodrumet e bashkisë. U mërzit: nëse do të kishte zbuluar se kishte një gisht më shumë, puna ndryshonte. Mbase do të ishte ndier krenar. Ama, një gisht më pak e shqetësonte, veç nuk e dinte pse. Për një çast i vetëtiti ideja që t’i detyronte edhe vartësit e tij të mos kishin më shumë se nëntë gishta në të dy duart së bashku, por, aty për aty, e prapsi atë mendim, duke i thënë vetes me zë të ulët se ai ishte një qeveritar demokrat dhe tolerant. Të urdhëroje të tjerët të prisnin gishtat pa kurrfarë përligjie ishte një praktikë e egër e të zotëve të deveve që flisnin arabisht. Kështu që duhej gjetur një arsye për këtë. Gjithnjë ka një arsye, për çdo gjë. Për shembull, ata që u shmangen tatimeve apo, siç i thonë ndryshe, që bëjnë evazion fiskal, e meritonin një ndëshkim të drejtë dhe shembullor. Mjaftonte me një dekret që asambleja ta diskutonte fuqimisht dy-tre muaj për të arritur në një masë shumë të nevojshme. Më mirë është të humbasësh një gisht e jo një dorë, një dhëmballë dhe jo kokën… Por gjysma do të ishte më pak krenare dhe ai i përkiste këtij grupi të fatkeqësh të mallkuar. Kështu që, më mirë le të procedohej mbrapsht. Mund t’i ngrinte në detyrë të gjithë ata të cilëve u mungonte, të paktën, një gisht. Kështu po. Kjo do të ishte diçka pozitive, sepse do t’i mësonte të tjerët që, në jetë, e rëndësishme është epërsia personale nisur nga një mangësi. Dhe së shpejti kjo mangësi do të përfundonte duke u kthyer në një virtyt, në një shenjë dalluese. Unë e dija se gjithmonë ai që përpiqet të dallohet nga të varfërit, nga të metët, gjithnjë do të përfundojë duke imituar zakonet e fisnikëve. Kështu që, në pak vite, të gjithë do të përfundonin duke e prerë një gisht. Në djall, tha duke goditur tryezën me dorën me pesë gishta.

Jorge Majfud
Përktheu nga spanjishtja Bajram Karabolli

http://www.mnvr.org/shefi/

El jefe

Cuando estaba nervioso, el alcalde se contaba los dedos de la mano. Pero el viernes de noche, mientras intentaba leer algunas revistas salvadas del fuego de la Matriz, notó algo extraño: tenía nueve. Volvió a contar: nueve, otra vez. Entonces, repitió esta operación hasta que, abrumado por la evidencia, levantó la mirada hacia un cuadro de Goya y se quedó pensando. Siempre había creído que tenía diez dedos. ¿De dónde podía venirle esta convicción? Lo había visto en la demás gente. El ingeniero tenía diez, aunque no estaba del todo seguro, porque nunca se los había contado. Pero siempre hablaba del sistema decimal, o algo así. El ingeniero contaba muy bien y le había dicho que todo se repite de diez en diez porque teníamos diez dedos. Pero, ¿todos tenemos diez dedos?—se preguntó el alcalde, ahora algo nervioso. Él tenía nueve, y nunca nadie se lo había dicho. Tal vez lo habían disimulado, porque la gente siempre temía molestarlo. “En el fondo me tienen miedo” se dijo y sonrió orgulloso. Sin embargo, tampoco nadie le había dicho que tenía nueve dedos cuando era un simple cantinero, en el club Libertad.  Tal vez la gente ya le tenía miedo. O tal vez perdió un dedo después de que lo eligieron para alcalde. Toda esa gente alrededor, manoseándolo, queriendo llevarse un recuerdo de él. ¿Pero cuándo, exactamente, pudo haber perdido un dedo? Eso duele mucho, o debe doler, por lo que difícilmente pueda pasar inadvertido, ni por el que lo pierde ni por la demás gente que está alrededor. O el dolor había sido tan intenso que le había provocado amnesia, como cuando uno ve algo que no quiere ver y se desmaya o despierta de la pesadilla. ¿O estaba perdiendo los dedos de la mano como los diabéticos pierden los dedos del pie, sin dolor? ¿Qué habría sido del dedo perdido? ¿Cuál de las protuberancias que tenía en las manos había sido alguna vez la raíz del dedo desaparecido? Miró a su alrededor. Miró el cuadro: una mujer que sostenía el ataúd con la sardina sonreía, mostraba cinco dedos en una mano. La otra mano no se veía, pero es de suponer que también tenía cinco dedos, ya que la naturaleza animal suele ser simétrica, sino en sus proporciones por lo menos en la cantidad de sus elementos que la componen. Aunque el corazón era uno solo y no estaba al medio, como la nariz o el pene. Estaba desviado, un poco inclinado, prueba quizás de su imperfección y del desorden de todos los sentimientos que salían o pasaban por sus válvulas: amores, odios, alegrías, tristezas… Un verdadero caos. Pero salvo este detalle, el resto de la naturaleza es simétrica: los hombres, las mujeres, los trenes y las hojas de los árboles. Apenas terminó este razonamiento se sintió feliz: en realidad parecía muy inteligente. Por algo lo habían elegido gobernador de toda la ciudad, es decir, de todo ser humano conocido a la redonda. Si no fuese por el desierto que los rodea, sería gobernador también de las aldeas vecinas. Tendría un imperio. También el vicealcalde, quien siempre se encargaba de todo y quien lo impulsó a meterse en política, decía lo mismo. Había llegado a alcalde por su portentosa inteligencia y por sus habilidades oratorias. Se lo decía siempre el vicealcalde.

Uno, dos, tres… nueve. Se quitó los zapatos y volvió a contar: esta vez llegó hasta diez, no con alivio sino con un dejo de preocupación, porque la cifra alcanzada confirmaba que le faltaba un dedo en una de las manos. Volvió a sus manos y contó al revés, procurando determinar en qué mano faltaba el dedo en cuestión. Nueve, ocho, siete… uno. Estaban todos. No, había procedido mal. Debía comenzar por diez y si llegaba a dos, era porque realmente le faltaba un dedo y, de paso, sabría a qué mano había pertenecido. Volvió a contar y descubrió que le faltaba uno en la mano izquierda. Aunque todo eso era discutible, como decidir cuándo empezará el nuevo milenio, si en el dos mil o en el dos mil uno. Todo depende si consideramos que existe un año cero, que no existe, como no existe un dedo cero, sino que se empieza por el uno… ¿Y si realmente le faltaba un dedo? Claro, no lo había notado antes porque siempre firmaba con el pulgar de la derecha. Miró las dos manos a la mayor distancia que le permitían los brazos y comparó una con otra: le faltaba el índice izquierdo, lo que demostraba las limitaciones de la lógica matemática. Donde faltaba había quedado una especie de joroba. La mano se parecía más bien a una especie de cisne. Lo sabía por las fotos de los libros que estaban en los sótanos de la comuna. Se sintió molesto: si hubiese descubierto un dedo de más, sería otra cosa. Tal vez se hubiese sentido orgulloso. Pero un dedo de menos lo inquietaba, y no sabía por qué. Por un momento, se le cruzó la idea de obligar a sus funcionarios a tener no más de nueve dedos, sumados en ambas manos, pero la desechó enseguida, diciéndose a sí mismo y en voz baja, que él era un gobernante democrático y tolerante. Mandar cortar dedos sin una justificación era una práctica salvaje de los camelleros que hablaban algarabía. Claro, podría encontrar una razón. Siempre hay una razón para todo. Los evasores de alcabales, por ejemplo, merecían un castigo justo y ejemplar. Bastaba con un decreto que la asamblea discutiría acaloradamente dos o tres meses para finalmente confirmar una medida tan necesaria. Es mejor perder un dedo y no la mano, una muela y no la cabeza. Así la mitad de la población carecería de un dedo… Pero sería la mitad menos orgullosa y él pertenecería a ese ingrato grupo de malditos. Por lo tanto, mejor proceder al revés. Podría ascender de rango a todos aquellos que carecieran de un dedo, al menos. Eso sí. Eso sería algo positivo, porque enseñaría a los demás que lo importante en la vida es la superación personal a partir de alguna carencia. Y pronto esa carencia terminaría por convertirse en una virtud, en un signo de distinción. Sí, ya sabía, como siempre uno trataba de distinguirse de los pobres, de los infradotados, pero ellos siempre terminaban por imitar las costumbres de los nobles. Seguramente en pocos años todo el mundo terminará por cortarse un dedo. Maldición, dijo golpeando la mesa con su mano de cinco dedos.

Quiso pensar en otra cosa. De debajo de una pila de papeles viejos, tomó un La Aldaba de 1974. En la página de atrás el loco de la corneta había puesto una larga cita de Martin Heidegger. Leyó con la desconfianza habitual en esos casos: Fenomenología del espíritu de Hegel. Estaba en alemán. O en un español antiguo, de ahí su dificultad, con esas horribles lo, las, les, los que sólo servían para confundir.

«Si sólo al final el saber absoluto es de una forma total él mismo, saber que sabe, y si es esto al devenir tal, en tanto llega a sí mismo, pero sólo lo llega a sí mismo en tanto el saber se deviene otro, entonces en el inicio de su andadura hacia sí mismo aún no debe estarlo en y consigo mismo. Todavía debe ser otro y, es más, incluso sin todavía haber devenido otro. El saber absoluto debe ser otro al inicio de la experiencia que la conciencia hace consigo misma, experiencia que, más aún, no es otra que el movimiento, la historia donde acontece el llegar-a-sí-mismo en el devenir-se-otro».

Limpió los lentes y tomó un lápiz para corregir los errores gramaticales:

«Así pues, si en su fenomenología el saber debe hacer consigo la experiencia en la que experimenta lo que no es y lo E que justamente en ello es con él, entonces ello sólo puede ser así si el saber mismo que hace (cumple) la experiencia, de alguna manera ya es saber absoluto. Martín Heidegger…»

Miró el dedo que no estaba. No podía olvidarse de él tan fácilmente, como alguien que despierta de una pesadilla y se da cuenta que es real. Decidió cerrar La Aldaba cuatro o cinco años atrás por esos excesivos errores gramaticales, previa votación de la Asamblea. Luego, revisó los programas de educación para recuperar los valores perdidos, el espíritu original de Calataid, reserva moral del mundo en los oscuros tiempos que han de venir, anunciados largamente por el doctor Uriburu, quien se pegó un tiro en la boca para acallar su propia voz. Eliminé la falsa educación reproductiva, la blasfema teoría de la evolución e todas las demás teorías, e mudé éllas por la enseñanza de los fechos. «Factos e no teorías» fue la lema de esa campaña, inspiración de nuestro pastor George Ruth Guerrero. E si bien la Asamblea se resistió, como siempre, finalmente comprendió la sabia medida e fasta los más progresistas prefirieron perder un ojo a quedarse ciegos. Mas tanto esfuerzo no fue suficiente, e agora la ciudad paga las consecuencias por su falta de fe.

Una mujer que lloraba o se reía lo sacó de sus cavilaciones. Era un llanto breve y ahogado que venía del otro lado de la puerta del corredor; un gemido que se repitió como en un eco reprimido. Abrió e hizo silencio, pero no escuchó más nada. Volvió a cerrar la puerta, dejando del otro lado un suspiro discreto.

Por la ventana vio varias columnas de humo negro que apresuraban el atardecer. Los vecinos habían decidido quemar colchones y cualquier elemento usado para descanso o placer. La quema colectiva provocó algunos incendios mayores que destruyeron pocas casas en Santiago y algunas más en San Patricio. De esta forma se completó la primera profecía de Aquines Moria.

Jorge Majfud

2004

Capítulo de la novela La ciudad de la Luna (2009)

La representación del mundo

 

La representación del mundo

 

Toda verdad, incluso las verdades científicas, son representaciones de algo más que asumimos es real. El espacio de 11 dimensiones o un simple dibujo de un árbol no son ni los espacios ni son el árbol. Los cambios de paradigmas científicos nos han demostrado a lo largo de la historia que las ciencias aumentan el poder humano sobre el mundo material pero sus verdades han sido una serie de modelos destruidos desde su raíz por las sucesivas revoluciones paradigmáticas. El hecho de que 2 + 2 sea siempre igual a 4 no nos dice nada de la realidad material sino de la forma en que el intelecto humano entiende las cantidades, las que necesariamente se aplican al mundo material («This is an example of the application of what is known as the anthropic principle, which can be paraphrased as ‘We see the universe the way it is because we exist'». Stephen W. Hawking, A Brief History of Time.)

Usando las matemáticas aplicadas al paradigma de Ptolomeo se pudo predecir eclipses, pero este mundo resultó una fantasía para los renacentistas neoplatónicos como Copérnico, Kepler y Galileo. Lo mismo se puede decir del mundo de newton luego de la destrucción paradigmática de Einstein.

En el mundo humano, que es el que en última instancia el más importa, la relación realidad-verdad y sus representaciones son harto más complejas. Un sueño puede ser una representación para el psicoanálisis pero es una experiencia hiperreal, una verdad en sí misma para quien lo experimenta. Ni que hablar que la vida es, básicamente, emociones, no ideas, sustitutos o representaciones de algo más. De la misma forma, la emoción que deriva de una obra de arte no es una representación sino una experiencia existencial en sí misma: podemos dudar de una teoría científica, de una afirmación filosófica, pero nadie puede decir que las pasiones que derivan de una novela de Kafka, por ambiguas e indefinibles que sean (o por eso mismo) son irreales.

Hay un espacio epistemológico intermedio, que es el del ensayo, quizás el género literario más popular del mundo hoy en día. Este pensamiento —la construcción de la verdad—, funciona de la siguiente manera: el escritor narra una realidad hermenéutica que está observando o que ha observado haciendo uso no de sus sentidos sino de su intuición. Cada declaración es el relato de esa observación. Al  mismo tiempo, esa realidad metafísica debe tener un orden mínimo de coherencia porque debe compartir con el espacio físico leyes semejantes, como por ejemplo la posibilidad de ser narrada como un hecho físico y temporal observable, la necesidad de alguna coherencia, inteligibilidad o percepción sensible. Este espacio metafísico, donde existen la ética y la especulación intelectual, siempre existe. Es una construcción paralela y simbiótica al mundo que llamamos “físico”. Ambos, el mundo físico y el metafísico configuran en su integridad lo que podemos llamar, ahora sí, realidad. Ambos surgen simultáneamente desde la primera escisión entre lo real y lo irreal. El mundo físico surge cuando los dioses suben a los cielos. No podemos negarle existencia al mundo físico o al mundo metafísico; sólo podemos cuestionar sus naturalezas, cuál predomina sobre cuál. ¿Vemos la realidad física según nuestros prejuicios y convicciones? ¿O nuestros juicios, prejuicios, ideas y convicciones son deudores del mundo físico? Las interrogantes no se excluyen, no son alternativas. Según mi observación metafísica de la realidad deben ser aceptadas ambas posibilidades en una relación simbiótica. Tanto un espacio intelectual condiciona e influye sobre el otro como viceversa.

Desde un punto de vista contemporáneo, podemos decir que el lenguaje surge del espacio físico y sólo a través de metáforas y transferencias sígnicas puede alcanzar a describir el espacio metafísico. No obstante, de forma recíproca y simbiótica, el espacio metafísico actuará sobre el espacio físico en forma de mitos, de ideologías, de paradigmas culturales, etc.

Esto último expresa una idea clara, pero debemos hacer una precisión. No hay indicios para pensar que en tiempos pasados, prehistóricos, los hombres y mujeres distinguían entre el mundo físico y el mundo de sus creencias, de sus ideas y supersticiones, sino todo lo contrario. O por lo menos esa distinción entre espíritu y cuerpo, entre magia —arte— y ley física no era tan clara como lo es hoy. No obstante, podemos reconocer la dualidad ontológica. Podemos distinguir fácilmente un mundo físico —su idea—, con existencia propia, y otro espacio donde se desarrollan nuestras ideas sobre ese espacio (que asumimos) preexistente a nosotros. Porque el mundo físico puede ser preexistente pero nunca podemos tener alguna mínima noticia de él sino es a través de nosotros mismos, de nuestra facultad comprensiva, de nuestra conciencia. Estamos condenados a vivir con la paradoja que los radicales eliminaron: nuestra conciencia es posterior al mundo físico, pero el mundo físico no existiría sin nuestra conciencia que le confiere el atributo preexistente. Los radicales, como George Berkeley, resolvieron esta paradoja simplemente negando el mundo físico. Lo que prueba que, si bien el mundo físico parece ser el soporte de la conciencia —para una concepción materialista del Universo— es totalmente posible negar su existencia antes que negar la existencia de quien lo percibe. El cogito ergo sum, de Descartes, puede ser entendido en el más amplio sentido: si pienso es porque existo, pero mi existencia no prueba la existencia del mundo físico, de lo percibido. También en sueños pienso y percibo; lo que sueño y lo que imagino es una realidad sin soporte físico, aparentemente, pero es existencia innegable.

Desde los griegos, y desde antes, la verdad es aquello que los ojos carnales no pueden ver. “La verdad gusta de ocultarse”, decía Heráclito, y Platón entendía que un hombre que sólo puede ver caballos y no la forma, la idea esencial del caballo, tenía ojos pero no inteligencia. El mundo funciona según un logos o nouns oculto, y la misión del pensamiento es poder verlo detrás de lo aparente. También el psicoanálisis, el marxismo y el estructuralismo parecen decirnos que comprender es ver lo que no se ve, descubrir el orden oculto detrás de la apariencia, la ley invisible que relaciona un conjunto de números primos por una particularidad en su divisibilidad, etc.

Pero, como un mismo fenómeno o una serie de fenómenos pueden ser explicados según distintos logos, resulta que el poder-ver de unos consiste en el no-ver de otros. Como un lazarillo, el que cree ver guía al presunto ciego, mientras le describe lo que el otro no ve pero puede tocar.

 

Jorge Majfud

 

Milenio (Mexico)

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

 

Realidad y ficción

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

La locura de la realidad

 Hermeneutica>>

Las cruzadas

Los catálogos de libros, la crítica literaria y los anaqueles de las bibliotecas se ordenan principalmente según la clasificación antagónica de “ficción” y “no-ficción”. La costumbre es tan útil como engañosa. Lo que llamamos ficción —cuentos, novelas, y a veces poesía— fácilmente puede reclamar el mismo derecho que los sueños a considerarse la expresión cultural de una verdad, de la realidad más profunda de un ser humano o de una sociedad.

Cuando estudiamos la literatura del medioevo o del siglo XVI español, observamos la “idealización” de ciertos tipos psicológicos y morales que casi siempre nos parecen improbables por su excesiva virtud o por sus inaceptables prejuicios morales. Sin embargo, esa idea de idealización, de exageración o de improbabilidad —referida a las virtudes morales, como en El Abencerraje, de 1561— antes que nada está determinada por nuestra propia sensibilidad; es decir, es el juicio de unos lectores de principios del siglo XXI.

Ahora, si prestamos atención, la mayor parte del “arte popular”, como pueden ser las telenovelas y las novelas rosa, son idealizaciones o improbabilidades en el sentido de que difícilmente encontraremos entre nosotros una realidad que coincida con dichos estereotipos. Pero aquí lo importante no es lo que podemos llamar “realidad” en un pretendido sentido científico u objetivo. Si existe una ley que traspasa la historia de la literatura —especialmente de la ficción— es la que se refiere a la necesidad de verosimilitud. Las ficciones, desde las llamadas mitológicas y fantásticas hasta las más realistas, comparten un grado mínimo de verosimilitud. Las improbabilidades de la literatura medieval y las no menos improbables historias de las telenovelas modernas, han sido y son populares por lo que tienen de verosímil. Más allá de que un análisis ponga en evidencia su valor ideológico y su “irrealismo”, es importante notar aquí que estas historias son lo que son porque han sido reconocidas como “verosímiles” por una determinada sensibilidad en un determinado momento histórico y en un determinado lugar. ¿Qué es el “realismo” sino una realidad verosímil? Lo que hoy consideramos inverosímil fue verosímil en su tiempo, y es a partir de este reconocimiento que comenzamos a tener una idea de los hombres y mujeres que las leían con entusiasmo y pasión. Es aquí, entonces, donde la ficción “absurda”, “inverosímil” o “arbitraria” se convierte en un elemento valiosísimo de conocimiento y, por lo tanto, en “objeto real”. Lo verosímil ya no es un sustituto de la realidad sino el más fuerte indicio de una realidad sensible, ética y espiritual de un pueblo. Y es en este sentido en que el estudio de la sensibilidad —ética y estética— de un pueblo, a través de su ficción, cobra un valor harto más significativo e insustituible que un pretendido estudio histórico a través de los “hechos”, ya que éstos, los “hechos” no son juzgados a través de dicha sensibilidad sino a través de la nuestra. Todo lo cual no significa que uno sea excluyente del otro sino todo lo contrario: nos advierte de la parcialidad de cada uno de ellos y la necesidad de complementación de ambos géneros en cada estudio.

Por otra parte, lo que está clasificado como no-ficción —libros de historias, ensayos, crónicas, reflexiones— difícilmente sería capaz de prescindir de la imaginación de su autor o de los prejuicios y mitos de la sociedad de la cual surgió. Si los matemáticos ptolemaicos fueron capaces de demostrar la “realidad” de un universo con la Tierra en el centro, y que la modernidad rechazó —radicalmente, hasta hace pocos años; relativamente, hoy en día—, ¿cómo no dudar de la ausencia de ficción en cada uno de esos milimétricos relatos sobre las Cruzadas de la Edad Media[1]?

Podemos tratar de definir un punto de apoyo para evitar una relatividad estéril, sin salida. Ante la amplitud y la virtual imposibilidad de definir una “realidad” en términos absolutos, podemos definir qué entendemos nosotros por “realidad”, integrando el entendido de que la categoría ontológica del mundo físico no es suficiente para limitar este concepto —a la larga, metafísico—. Podemos comenzar por decir que “realidad” es todo punto de partida desde el cual construimos una narración, un discurso, una representación del mundo. Mas’ud Zavarzadeh, por ejemplo, en cierto momento escribió: “Implicit in my approach, of course, is the assumption that culture (that is, the ‘real’) at any given historical moment, consist of an ensemble of contesting subjectivities” (5). Desde su punto de vista de crítico y teórico analizando el fenómeno cinematográfico, “cultura” es su punto de partida, la “realidad” a la cual está referida una película como reflejo y como formadora o reproductora de su propio origen cultural. Desde otro punto de vista, por ejemplo desde un punto de vista psicológico, podemos ver la cultura como punto de partida o punto de llegada. En el primer caso la cultura es lo “real”; en el segundo, es la “construcción” o el producto de otra realidad: la mente humana. Para un médico de finales del siglo XIX, por ejemplo, los sueños eran producto de una determinada condición fisiológica (como una indigestión) y, por lo tanto, eran el reflejo ficticio de la realidad biológica. Este último caso, claro, se refiere a una lectura reduccionista o materialista, para la cual lo real es el mundo físico, biológico, económico y así sucesivamente. La realidad de una lectura descendente podrá contradecir esta afirmación partiendo de un fenómeno cultural, intelectual o psicológico: aún una enfermedad física puede ser causada por una actitud mental, y la causa no es menos real que la consecuencia.

En resumen, podemos decir que la diferencia (pseudo-ontológica) entre realidad y ficción es una confirmación ideológica, la legitimación epistemológica de un paradigma y de una cosmovisión determinada.

Creo que uno de mis personajes en la novela La ciudad de la Luna expresó esta misma dinámica de una forma bastante sitética:

 

Llamamos realidad a la locura

que permanece

y locura a la realidad

que se desvanece.

 


[1] Ver, por ejemplo, Runciman, Steven . A History of the Crusades. The Kingdom of Acre and the Later Crusades. Cambridge: Cambridge University Press, 1987

La Gaceta (Argentina)

Milenio II, III, (Mexico)

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

Pobre suerte la del pobre

Quién sabe si hubiese sobrevivido a las calles de la villa donde la llevé para salvarla del alcoholismo del viejo. Quién sabe si hubiese tenido mejor vida entre los metros de Nueva York. Quién sabe si se hubiese venido de no ser porque yo mismo le pinté el oro y el moro del otro lado. No sufras más, Lupita, no se puede vivir así entre medias lágrimas. Yo me largo para yanquilandia y que sea lo que Dios quiera. Total, ¿quién va a saber que tenemos una foto del Che en la cocina? La sacamos mañana mismo y a poner la mejor sonrisa en la embajada.

–No le van a dar una visa a dos pobretones como nosotros, Nacho. No tenemos ni qué comer.

–Eso no lo sabe nadie, ni tu padre ni tu hermana. Menos mi pobre vieja, que está medio ciega.

–No voy a aguantar que te vayas–, me decía, y yo que no íbamos a estar separados por mucho tiempo.

–Cuánto tiempo no es mucho tiempo? ¿Un año? ¿Dos años?

–No, ni tanto. Serán unos meses. Apenas pueda juntar para tu pasaje te vienes.

¿Cómo se vino a enganchar conmigo, la pobre? El corazón es ciego, me decía ella. De otra forma los ojos no estarían en la cabeza; estarían en el pecho.

Pero al amor de amor se muere. Hay que alimentarlo con otras cosas. Yo lo sabía muy bien y por eso me la pasaba pensando, calculando, imaginando, fantaseando al cuete.

Hasta que en febrero del año pasado la quinta juvenil del club hizo la tan esperada gira por Los Ángeles y una noche allá después del partido que empatamos dos a dos y con una pésima actuación por mi punta izquierda me hice humo. Dejé el pozo, como decían los chicos del cole. Dicen que el técnico me anduvo buscando pero que ni se calentó conmigo. Además sabía que yo era un patadura y no tenía futuro en el club. Ni en ese ni en cualquier otro. Y como tampoco era cubano nadie se enteró. Después me quedé manso cuando un mexicano me dio una changa en su restaurante de Santa Mónica.

Dos días me llevó conseguir trabajo y Lupita me escribía diciendo qué maravilla, qué maravilla Nacho ahí sí que vamos a poder hacer nuestras vidas en paz.

Para mí al principio eso fue el paraíso. Leer los e-mail de Lupita tan contenta a pesar de que no dormía de noche por el miedo de la villa. Pero ella tenía tantas esperanzas y le daba con eso del hijo que por el momento no había que ponerse negativos, así las cosas funcionaban mejor. Entonces yo exageraba todo lo bueno de aquí o no contaba que un día me había cruzado con una mara, una patota como le dicen allá, y había tenido que entregar toda la plata de la semana. No abras la boca, me decía un panameño amigo. Te confunden con un americano por el pelo y los ojos, pero apenas dices algo y ya te adivinan que eres ilegal y que cobras cash y te siguen y te dejan sin un dólar, en el mejor de los casos.

Pero de a poco todo fue cambiando. En dos meses había juntado para el pasaje de Lupita, pero luego vino la crisis y el primero en volar antes de que el restaurante cerrara fui yo, porque era el nuevo, me decían. Igual mandé la plata para Lupita para que se viniera, porque ya no aguantábamos más. No pensé que después iba a ser tan difícil conseguir chamba.

Con Lupita anduvimos buscando en Los Ángeles y después en Las Vegas y después en toda Arizona hasta que terminamos en San Antonio, con la promesa de un boricua que tenía una empresa de limpieza. La verdad que no era tan fácil limpiar hoteles y oficinas como parecía al principio. El patrón siempre estaba desconforme con nuestro trabajo. Cuando no era muy lento era muy descuidado. Llegué a pensar que nos tomaba el pelo, o nosotros no entendíamos qué era lo que quería, y dos semanas después quedamos en la calle de nuevo.

En la calle literalmente, porque teníamos que esperar en una esquina de madrugada porque allí levantaban trabajadores sin papeles. Y yo y la Lupita allí en medio de puros hombres que por suerte no se portaban mal con nosotros, sino todo lo contrario, pero la verdad que yo siempre andaba con el Jesús en la boca y mirando para todos lados a ver quién iba a meterse con la Lupita. Tanto que en este trabajo no ponía atención en las camionetas que pasaban y levantaban trabajadores. Los mexicanos eran los más hábiles en esto y tuve que mirar y aprender de ellos. A veces Lupita me decía por qué no me había acercado al de la camioneta blanca, al del auto negro, que parecía con buen trabajo, pero la verdad es que no quería dejarla allí sola, esperando, antes que amaneciera del todo y entonces me hacía el distraído o que no nos convenía ese por esto o por aquello.

Hasta que pasó una SUV negra y le hizo seña a uno y éste me vino a decir que quería a la muchacha. Yo me fui hasta la camioneta y el tipo de lentes oscuros a esa hora del día no me inspiró mucha confianza. Tenía chamba para domésticas en casa de familia con plata, decía, pero atrás yo no veía a ninguna otra mujer. Lupita, más pálida que de costumbre y con los labios temblando me dijo que no podíamos dejar escapar otra porque no íbamos a tener para comer.

Yo no dije nada pero ella terminó subiendo atrás seguro que contra su propia voluntad. Y cuando arrancó la camioneta ella me hizo así con su manito y me tiró un beso triste. Yo sabía que iba llorando porque la conozco. Yo sabía que eso no iba a funcionar ni esta puta vida iba a funcionar.

Jorge Majfud

Milenio (Nac.), II (Mexico)

La ciudad de los muertos

Andy Warhol, Marilyn Diptych (1962)

de la novela Crisis (2012)

 

Viernes 6 de marzo. Dow Jones: 6.626

Colma, California. 6:15 PM

El señor Fernando Villa llegó esta tarde, como había prometido. Vino sólo; no quiso que la opinión de su esposa y de sus hijos fuera a precipitarlo en una mala decisión. Le marqué en el mapa donde estaban los Villa y los Fernández Soto y sin decir mucho se fue para allá con su chofer.

La esposa del señor Villa estuvo la semana pasada. Vino con sus lentes negros y su sonrisa tan bonita. Hizo unas preguntas raras, estuvo una hora dando vueltas en su auto y se fue. Se lamentaba que los muertos no podían mudar de residencia cuando el barrio se ponía feo. Quería saber si se podía y le dije que no, que me parecía que no se podía pero eso tenía que consultarlo con un abogado. O consultó o se olvidó, pero no volvió con la historia de mover a su familia del Camino Real, que más que Camino Real, decía, era una autopista como cualquier otra y llena de muertos desconocidos.

No se puede uno andar mudando finados, por algo estos barrios se llaman Eternal Home Cementery, porque son para siempre, le dije, muy respetuosamente. Pero ella me dijo que nada es para siempre y tal vez tenía razón, porque gran parte de la población de Colma vino desplazada por decreto de los cementerios de San Francisco, hace como un siglo, cuando la tierra se puso cara.

Y vaya a saber Dios si un día no se abre la gran falla que está aquí no más a la vuelta y todos estos huesitos terminan desparramados por el mar. En todo caso se joden los habitantes de Pacífica, me dice mi hijo, porque son los que están del otro lado de la falla. Pero yo no me fío que se vaya a hundir sólo la franja de la costa. Si viene el gran temblor vamos a saltar todos.

Mi hijo, que es economista, siempre se ríe de mis temores sobre la falla. Él tiene una visión diferente. Me dice que tal vez no sería tan trágico. Así como se hunden las tierras así también surgen por otro lado. Así que si perdemos Pacífica y una buena rebanada de la península, bien podríamos ganar alguna que otra isla, cuyo valor inmobiliario sería incalculable.

El señor Villa debe ser de la misma opinión. Debería presentarle a mi hijo que siempre soñó con trabajar en Google. Pasa que el señor Villa ahora está para otra cosa. Desde hace meses viene y da vueltas por Colma buscando el lugar ideal. Qué más ideal que estar con sus viejos, le digo a Eusebio, pero pasa que el señor Villa no le gusta el lugar, o no está seguro de la opción, porque siempre hay una mejor opción, y menos después que los Ayala construyeron ese horrible panteón para su hija Lucy con un ángel llorando encima del coffin. Es kitsch, dice. Les faltó pintarlo de dorado, dice. Además la chica aquella tenía unas costumbres que lo espantan al señor Villa. No sé, Eusebio tampoco sabe qué costumbres pero creo que tenía tatuajes hasta en lo que no se nombra y se rapaba para que se le vieran los tatuajes que tenía en la cabeza. Otra loquita de esas que andan por el downtown, pero por ahí no era mala del todo.

En Colma hicimos lo que pudimos por presentarle al señor Villa todas las opciones habidas y por haber y todavía no se decide. Su único consuelo, dice, es que como las opciones son inacabables, siempre va a tener la libertad de elegir algo mejor. El problema es que en ese proceso de elegir la muerte le puede tomar de sorpresa. No digo porque el señor Villa sea viejo, no. No debe pasar de los sesenta. Pasa que cuando uno cumple esa edad, lo digo por experiencia, uno empieza a pensar en la parca, como dice la canción del Serrat. Debe ser lo que le anda pasando al señor Villa y por eso anda buscando un lugar con buena vista.

Cuando supe que la tumba al lado del nicho de la Marilyn Monroe en Los Angeles había sido vendida en más de cuatro millones de dólares enseguida me dije, ese es el señor Villa. Los de Colma sabemos que la tumba de Marilyn es una de las más populares de su cementerio, por lo que tener un nombre y un lugar a su lado tiraría para arriba las ventas de cualquier empresa. El Westwood es chiquito al lado de Colma, una poquita nada, pero hay que reconocer que tiene su plantel de famosos. Además de la Monroe están Dean Martin, Truman Capote y Farrah Fawcett, el ángel que se mudó para allí hace poquito. Dicen que justo arriba de la Monroe, boca abajo, estaba un tal Richard Poncher con una lápida que decía “Al hombre que nos lo dio todo y más”. Pero su viuda decidió sacarlo de allí, no por celos sino porque necesitaba pagar un millón de dólares por la hipoteca de su casa de Beverly Hills. Lo puso a la venta por eBay en medio millón de dólares y zás, bingo. Pero luego resultó que el japonés que la compró se dio cuenta que no tenía el dinero suficiente y la viuda se lo ofreció a los ofertantes que no habían llegado a la desesperación del japonés.

Yo sé que el señor Villa y su esposa son pesos pesados en eBay. Él porque tiene acciones ahí y ella porque es adicta a las compras. Eso me lo dijo Eusebio. Pero al otro día vi llegar al señor Villa y me dije que no. Pero quién sabe, digo yo. Quién sabe si el señor Villa no compró ese nicho al lado de la Monroe y todavía sigue indeciso, buscando algo en Colma, que en realidad es el mejor lugar, a juzgar por el paisaje. Quién sabe si no estará buscando una segunda opción para luego vender la primera. Quién sabe si lo del nicho al lado de la Marilyn no fue más que una inversión.

Quién sabe si en realidad no se trata de un regalo del señor Villa para su esposa. O aquel encima de Marilyn o éste de Colma. Al fin y al cabo a la señora le gustan mucho las señoras. Como tiene tiempo siempre puede pensar en otras opciones. Y el señor Villa prefiere verla junto a otra mujer por toda la eternidad a soportar una aventura más con alguno de sus maestros de gimnasia.

 

Jorge Majfud

De la novela Crisis (2012)

Milenio (Mexico)

Milenio II (Mexico)

 

 

Entrevista de Carlos Parodiz

Ideas y apuntes básicos de Carlos Parodiz para La Unión de Argentina. «Un cronista de los tiempos oscuros« (2/04/2012)

 

 

Carlos Parodiz: Me gustaría comenzar con tus orígenes, sobre todo por tus primeros recuerdos. ¿Recuerdas algún momento en particular de esa época?

JM: Muchos. Uno de los peores, quizás, cuando estaba en el patio de una casa de campo, en 1973, jugando cerca de una vieja carreta. Sentimos un ruido muy fuerte y fuimos a ver qué pasaba. Encontramos a una tía tendida sobre la cama, con un agujero en el pecho. Se había suicidado luego que los militares le dijeran que iban a castrar a su esposo, detenido y torturado en un arrollo de la zona. Creo que una persona es siempre la primera y la última responsable de ese tipo horrible de decisiones, pero no cabe dudas que el contexto era todo lo deleznable como para llevar a cualquier persona al infierno.

CP: ¿Esa experiencia concreta está en tu literatura aparte de algún artículo que anda por ahí?

JM: No de forma literal. El ambiente, casi surrealista, aunque no nocturno sino más bien insolado, está en las alucinaciones que sufre el protagonista de Memorias de un desaparecido (1996) que finalmente huye hacia el norte, por los campos fronterizos y desolados entre Brasil y Uruguay.

CP: ¿Cual fue tu primer contacto con la literatura?

JM: Probablemente fueron las historias fantásticas que suelen contar las personas de campo. Yo nací y crecí en la ciudad, en una ciudad chica, pero mi padre tenía un campo con algunos ranchos viejos y para mí ir allá los fines de semana era una excursión a un mundo fantástico, lleno de misterios. Algo así como las excursiones que luego de joven hacia a la selva mozambicana. Por entonces, todos eran caminos de tierra y la vieja Dodge Power Wagon del 50, creo, aunque era un pequeño monstruo para la época, con frecuencia se empantanaba en los accidentes del terreno. Pero como literatura escrita en sí mismo, recuerdo la lecturas de libros y, sobre todo, del diario que siempre recibía mi padre. Aprendí a leer al revés, antes de ir a la escuela, hasta que el médico recomendó que me sacaran los diarios para controlar mi hiperactividad. Luego, en secreto, disfruté algunos libros de la pequeña biblioteca de mis padres. Mi madre tenía algunos libros de arte que atesoraba con mucho cariño y mi padre, que más bien era un lector de diarios, solía cambiar algunos trabajos de carpintería por libros que casi nunca leía. Según recuerdo, decía que los libros no hacían mal, y si estaban ahí alguien iba a darles un buen uso.

CP: ¿empezaste a escribir por esa época?

JM: Casi. En mi dormitorio siempre había una máquina de escribir que mi padre usaba de vez en cuando. Siempre estaba cerrada con una caja, hasta que en algún momento nos dio autorización de usarla y ya no paré de “tipear”. En aquella vieja Olivetti escribía pequeñas obras de teatro, muy llenas de humor, para mis abuelos que vivían en una granja de Colonia y al que visitábamos todos los veranos, dos o tres meses. Luego pequeños cuentos que invariablemente tiraba a la basura porque me daban mucha vergüenza. No por su contenido sino por el solo acto de escribir ficción, lo cual consideraba una especie de magia que sólo podían atreverse gente muy especial como Jorge Luis Borges, al cual admiraba desde chico por las revistas argentinas que nos llegaban de segunda mano a la granja de Colonia, siempre con expresiones llenas de sarcasmo, ese humor tan típico del rio de la Plata. Pensaba que intentar imitarlo era por lo menos ridículo y, por lo tanto, sólo escribía cuando sabía que en la casa no había nadie. Por entonces aquellas máquinas hacían ruido. Cada letra era un martillazo.

CP: Pero te decidiste por la arquitectura.

JM: Sí, de algo había que vivir. Arquitectura parecía una profesión muy seria. Además en mi adolescencia me atraía por igual la escultura, la pintura como las matemáticas y la teoría de la Relatividad. Pero podría decir que la arquitectura fue para mí un accidente y una invaluable experiencia de vida. Trabajé un tiempo en Uruguay y en el exterior haciendo cálculos y proyectos muy menores, dirigiendo algunas obras sin trascendencia mientras dedicaba casi todo el tiempo a leer, escribir y sobrevivir.

CP: ¿Cómo llegas a Estados Unidos?

JM: Siempre pensé que me iba a radicar en alguna región próxima al rio de la Plata. En el año 1999 una universidad de Nueva Zelanda me otorgó una beca para haer una maestría en arquitectura, pero decidí finalmente renunciar para invertir todo el dinero que tenía en la cuota inicial de un minúsculo apartamento en Montevideo para dedicarme de lleno a diferentes proyectos de construcción de viviendas en sociedad con otros colegas. Pero poco después llegó la gran crisis en Argentina y Uruguay y todo fue de mal en peor. Daba clases en distintas instituciones públicas y con frecuencia no cobraba. Una vez estuve siete meses sin cobrar y cuando pasaba por la capital a preguntar por mi sueldo me decían de muy mala manera que era un pesado, que no entendía que el Estado no tenía los fondos suficientes. Me comí otras humillaciones, que me las reservo. No vale la pena volver sobre eso. Lo cierto es que decidí finalmente aceptar la invitación de un profesor de la Universidad de Georgia para hacer una maestría en literatura allí. Él era un experto en ensayo latinoamericano, había leído mis libros, por lo cual manteníamos contacto y discusiones desde años antes. Sólo tuve que dar los exámenes internacionales de ingreso, en Buenos Aires. Recuerdo que para ahorrar en el pasaje tomé una lancha en Nueva Palmira, creo, y quedamos atracados en varios bancos de arena, porque el rio estaba bajo. Luego, con lo que había ahorrado en Europa, pagué las cuentas que me quedaban en Uruguay y me fui a estudiar otra vez, que era como empezar de nuevo, con la ventaja de que era lo que realmente me interesaba y a mi esposa no le desagradaba la aventura. La primera semana que llegamos, como lo había previsto, nos quedaban apenas cincuenta dólares para resistir hasta mi primer sueldo, que prácticamente me pagaron por adelantado. Al final seguí hasta completar un doctorado y por el momento seguimos por aquí.

CP: ¿Qué grado de libertad tienes en tu trabajo como escritor?

JM: Tal vez más de la que tenía cuando alguna vez en mi propio país, en medio de la necesidad económica, me propusieron un interesante puesto en la administración pública previo a una invitación a una reunión de políticos importantes y, como no fui, luego me retiraron la oferta. Por otro lado, siempre he sido muy crítico de muchos aspectos de la cultura y, sobre todo, de las políticas internacionales de Estados Unidos, con frecuencia brutales. Pero es un error simplificar un país con una etiqueta, como comúnmente se hace desde afuera. Es como decir que los chilenos son Pinochet, los argentinos o Menem o Kirchner, y los uruguayos tupamaros, colaboracionistas del pasado régimen militar, o simplemente acomodados, etc. Estas serían simplificaciones inaceptables o meros insultos. Es más atractivo pensar que todo funciona por orden y agrado del Poder, con mayúscula, pero esto es una percepción simplista y metafísica. En lo personal he escrito innumerables ensayos sobre cómo el poder se filtra en el lenguaje, en las actitudes individuales, históricas, en la cultura popular. Me han dicho que exagero, pero creo que es necesario ser radical cada vez que se hace una crítica o un análisis. Es decir, radical de “ir a la raíz”. Pero por otra parte no podemos simplificar como los políticos que adoran plantear falsas dicotomías: “estás con nosotros o estás contra nosotros”. Luego, súmale los eternos chauvinismos, de acá y de allá. No pocos se jactan de tener las mentes muy abiertas, y se los exigen a los demás, pero el órgano pensante se les cierra como una reacción epidérmica apenas la crítica atraviesa las fronteras nacionales. Eso es universal y trágico. El poder está en todas partes pero no lo puede todo y podemos ver ejemplo de sobra por doquier. No puedo negar que las universidades norteamericanas (creo que las europeas también) son de los pocos lugares donde se puede hacer investigación. Por muchos motivos: porque hay recursos y hay tiempo (¿cuánta investigación puede hacer un profesor que está corriendo de una clase a otra, enseñado treinta horas como a veces ocurre en América Latina? Estoy confiado que esta realidad tenderá a cambiar). Tampoco hay, o no abundan en la academia americana, esos fantasmas de ciertas condicionantes políticas como con cierta frecuencia se ve desde afuera o en algunas películas de Hollywood, que también necesitan emocionar y vender. Como profesor integro el gobierno de mi actual universidad y sé por experiencia propia que si un país poderoso como Estados Unidos es el escenario de choque de diferentes grupos de intereses heterogéneos, las universidades tienen un grado de libertad e independencia que no se encuentra en la mayoría de otros ámbitos laborales.

 CP: ¿Has tenido mentores que influyeran en tu literatura?

JM: Muchos. Ernesto Sábato, Jean Paul Sartre, José Saramago y un largo etcétera.

CP: Cuales creés son los intereses que no deben perderse de vista (como se lee en algún comentario tuyo) y cuán oscuro seguís viendo el tiempo inmediato?

JM: Los primeros intereses que no se deben perder de vistas son los del bien común de un grupo, de una sociedad y, en su máximo ideal, los intereses comunes de la Humanidad. Esta es, además de previsible, una respuesta políticamente correcta. No se desmerece por esto sino, a veces, por otra razón. El problema de una respuesta tan arraigada en la cultura popular es que se subestima otro valor importante, más existencialista: una libertad que para el individuo no sea una libertad concreta es una libertad ficticia. Cuando en nombre de un mecanismo o de un sistema, sea comunista o capitalista, sistemáticamente se frustran los intereses individuales en beneficio de los intereses de un grupo, ese grupo o ese sistema pierde toda su razón humana de ser. Uno se sacrifica por alguien más, sobre todo por la familia, por los hijos. Pero si la lógica es que uno debe renunciar a sus derechos individuales y al goce de un minino de libertad y ello se traducirá en lo mismo en los hijos y los nietos, entonces todas las obligaciones y los intereses del grupo se convierten en un gran absurdo. En un picadero de carne. En esto no soy ni optimista ni pesimista. La humanidad tiene nuevas herramientas de liberación, herramientas que las pueden conducir a una anarquía saludable, pero por el momento se encuentra distraída con sus nuevos juguetes.

CP: ¿Tiene chances de vivir mejor una sociedad virtual?

JM: Las chances que tiene una sociedad virtual de vivir mejor son virtuales. El mundo virtual, el mundo de las comunicaciones interactivas, como lo dijimos hasta el cansancio en el siglo pasado, son la necesaria herramienta para moverse de una democracia representativa a una democracia directa. No solo por las posibilidades de opinar y de votar innumerables veces, sino porque los medios de producción se deberían descentralizar, en el proceso inverso que produjo las viejas ciudades industrializadas, llenas de instituciones semi-fascistas, centralizadas. Internet debería ser la metáfora, aparte de de uno de sus instrumentos, pero, repito, por ahora es más un juguete que una herramienta. La Sociedad Desobediente madurará algún día, No sé cuando, exactamente. En 2002 y 2003 advertimos sobre la debacle económica de Estados Unidos como consecuencia de la guerra en Irak y la gran crisis económica y social que seguiría. Concretamente mencioné un movimiento global sin líderes, como lo son hoy los indignados y los occupy. Pero tampoco creo hoy que este sea exactamente el momento de madurez de ninguno de ellos. Habrá una restauración y otra vez un movimiento hacia la democracia directa. Pero ya no sabría decir cuando podría ocurrir.

 CP: ¿Qué juicio te merece tu obra en tiempos donde la información parece marchar en sentido contrario a la posibilidad de leer?

JM: Mi obra (si se pudiera llamar así) no me merece ningún juicio. He hecho lo que quería hacer. Tal vez me quedé con las ganas de escribir más, no importa. Mientras pueda seguir escribiendo lo haré. Si no pudiese hacerlo, tal vez dormiría más y comería mejor. En cuanto a la segunda parte de tu pregunta, no creo que hoy la gente tenga menos tiempo para leer. Seguramente tiene más tiempo que un obrero de la era industrial. También tiene más acceso a la literatura que antes. El problema que le veo es el mismo problema del pensamiento publicitario: es una lectura hiperfragmentada, un permanente coitus interruptus. Las nuevas generaciones son incapaces de leer un libro entero. No digo con eso que no haya descubierto algunas otras formas ventajosas, pero entiendo que simultáneamente a lo que se puede defender como un simple “cambio generacional” se está perdiendo un ejercicio intelectual nada despreciable, como lo era poder resistir una maratón de decientas paginas y ser capaces de entender lo que se ha leído. Ahora, cuanto más se sabe menos se comprende. Algunos estudiantes que han acudido a mi oficina en busca de ayuda se defienden con la excusa que pertenecen a una generación “múltiple tarea”, que pueden hablar, textear, escuchar música y reflexionar, conducir y hacer el amor todo al mismo tiempo. Esto sería fantástico si al menos pudieran hacer una de esas cosas mínimamente bien.

CP: ahora parce que no es necesario estudiar porque todo está en Google.

JM: claro, Google y Wikipedia son instrumentos fantásticos. Pero observemos que cualquiera tiene todos esos millones de artículos y datos al alcance de la mano y sólo unos pocos que tienen algunos de esos datos en su cabeza son capaces de inventar teorías nuevas, de crear e innovar en las practicas del mundo de hoy, lo que me hace pensar que la memoria humana no es sólo un banco de datos como una simple computadora. El resto se dedica a cumplir su antiguo rol de consumidores de novedades y baratijas modernas. Es decir, las cosas no han cambiado tanto.

CP:  ¿Cómo se ve el horizonte literario desde tu lugar y porqué?

JM: Desde aquí quizás lo más novedoso es el crecimiento de una identidad literaria hispana dentro de Estados Unidos, como consecuencia no sólo del crecimiento de la población de hispanos que suma más de cincuenta millones, sino por el mayor acceso a la educación que cada vez mas tienen los descendientes de los primeros inmigrantes. Como a lo largo de toda la historia, los ricos no emigran, y estos inmigrantes eran, en su mayoría, pobres y en casos casi analfabetos. Ese fenómeno histórico y cultural necesariamente tenía que tener una traducción en un movimiento cultural progresivamente más fuerte. La cultura hispana y el idioma español han estado en este país desde mucho antes que el inglés y la cultura anglosajona. Eso no es nuevo. Lo nuevo quizás sea la conjunción de todos los factores anteriores en un movimiento histórico que hará propicio una mayor y mejor producción literaria propia de lo que imprecisamente se llama “hispano”.

CP: ¿Lees mucha literatura uruguaya?

JM: Debo reconocer que tengo esa materia pendiente. Mis lecturas uruguayas se han quedado un poco en los ochenta. De etapas más recientes sigo leyendo la producción más reciente de Eduardo Galeano y otros pocos autores como Tomás de Mattos o Gustavo Esmoris. Se que hay muchos otros autores reconocidos como Claudia Amengual, Andrea Blanqué y Mercedes Vigil, pero todavía no alcanzo a leerlos. No es posible abarcarlo todo. De ahí la importancia del trabajo de los buenos críticos.

 CP: ¿Cuales son, hoy, tus dos orillas?

JM: Una es mi memoria, mi identidad, que ha quedado anclada en el Rio de la Plata, llena de buenos recuerdos y de tristes desencuentros. La otra es el futuro de mi esposa y de mi hijo, que han reemplazado casi totalmente mis preocupaciones por mi propio futuro.

El ayudante II

El Burro 

 

En cuanto al burro, diré que con mi gestión salió perdiendo ampliamente. Como si fuese el responsable de los reclamos del Basilisco, lo olvidaron atado en el poste de luz, día y noche, con un balde de agua diez centímetros por fuera del círculo que describía la cuerda. Dos noches seguidas tuve que filtrarme por entre las chatarras para acercarle el agua, pero el burro no salía de su posición de estatua triste. Se quedaba mirándolo, reposando sobre sus patas chuecas, como si en lugar de patas estuviese apoyado sobre cuatro muletas, con sus enormes orejas caídas y sus ojeras blancas, con la barriga cayéndole, más por debilidad del espinazo que por exceso de alimentación, negándose tozudamente a probar el agua que aquel intruso bondadoso le ofrecía, como si ya no le quedase posibilidades de confiar en ser humano alguno y prefiriese seguir sufriendo de sed a morir envenenado.

La última noche, Ramabad le dejó el balde contra el poste, a riesgo de que se dieran cuanta de su incursión, y al día siguiente se olvidó del asunto. Luego supo, por el comentario divertido del verdulero, que el mecánico había puesto al burro en penitencia de trabajo, ya que, como todos saben, estas pequeñas bestias son muy tercas y rezongonas, y con frecuencia se niegan a obedecer. Junto con el tarado del pueblo, lo hicieron trabajar a jornada doble, llevando y trayendo carcazas de carrozas sin ruedas, sangrando a veces por los costados, por donde se iban a incrustar los ejes y las chapas herrumbradas cuando la pequeña bestia no podía avanzar y, tras el tirón, la cuerda le respondía trayéndolo de nuevo hacia atrás con mayor violencia. El burro dividió al pueblo en dos: los menos, que veían con malos ojos el maltrato que recibía día tras día, y los más, que se divertían con sus patas chuecas, torcidas por el esfuerzo, y se morían de risa a causa de los rebuznidos que cada tanto daba cuando el General del Casco Dorado levantaba su vara como si fuese una espada. Especial éxito tuvo la idea anónima de colocarle al burro un viejo sombrero de fino paño escocés, con dos agujeros para que salieran por allí sus enormes orejas, el que fue quitado por el mecánico, apenas lo vio de lejos, furioso porque aquello que tiraba de un chasis era un burro, no un hombre. Y como el mecánico no estaba dispuesto a perder su tiempo buscando al culpable de semejante burla, descargó toda su rabia en las ya maltrechas costillas del animal, que tuvo que sufrir patada tras patada por haber prestado su imagen para semejante ofensa a la especie humana.

—No pegue a él, patrón —decía el General—. Mire cómo llora.

A lo que el patrón respondía, en alarido: No seas tarado, ¿no sabes que los burros siempre facen ansí? Cada bicho tiene un ruido e eso no quiere decir que sea llorando. Las hienas dicen ja-ja cuando pelean e eso no quiere decir que se rían por algo. Vas a ver que si doy éle con esto cada vez que rebuzna, va a perder la costumbre.

¿Por qué una persona puede odiar tanto a un animal inocente? No es posible saberlo a ciencia cierta. También los críos de Calataid tenían la afición a torturar y matar gatos, casi siempre ahogados en aquello que aparentemente más los atemoriza: el agua. Con todo, los gatos se resistían al sacrificio y solían clavar las uñas y los dientes en las manos de sus torturadores, dando de ésta forma más y mejores argumentos a estos últimos. Pero en el caso del burro no era así. Aquella pequeña bestia era incapaz de devolverle una patada a nadie. Su cara de tristeza y sus condiciones de bicho pacífico daban lástima y rabia al mismo tiempo, porque uno no se explicaba cómo era capaz de soportar día tras día, palo tras palo sin tomar medidas en el asunto, como cualquier ser humano normal.

Con el tiempo se impuso la idea de que el burro traía defectos de nacimiento y, probablemente, de raza. Muchos eran de la idea de que Lucifer montaba sobre su lomo desde al atardecer hasta el alba. Sólo así podía explicarse una inteligencia sobreanimal que no podía serle propia sino prestada. Se lo comparó con los demás animales y se notó que, a diferencia de cada uno de los perros, de los alazanes y hasta de los gatos, era él el único que se resistía a obedecer al mecánico. Por lo tanto, mal no estaba que éste quisiera imponerse, como un dueño de casa se impone a la ferocidad de su perro, al atropello de su caballo, a la rebelión de los gatos o a los caprichos de su mujer. Claro, «imponerse» no significaba estar todo el día dándole palos, sino todo lo contrario: un hombre que debe recurrir a la violencia para hacerse respetar está siendo, de alguna forma, resistido. La violencia sólo podía ser un recurso temporal. Sin embargo, lo temporal pareció en algún momento no tener fin, y esto comenzó a preocupar al pueblo, que llegó a sospechar que el burro era incapaz de comprender el mensaje y, de a poco, se pasó de las risas al mal humor. Más de un exaltado anunció en rueda de amigos que, la próxima vez que escuchara los rebuznidos del burro, él mismo iría con un palo y le molería las costillas. Tal vez ansí le faga caso a otro, ya que no a su propio dueño. Pero si bien el burro era un servidor de Lucifer, matarlo hubiese significado entregarlo en ofrenda. Lo que correspondía era exorcizarle el demonio a palos.

Después de la muerte de don Luzardo, el burro pasó días enteros moviendo toneladas de fierros, tirando y soportando los latigazos del mecánico, sin rebuznar al final. Hasta que fue visto un mediodía, a la hora de la siesta, con una soga al cuello y arrastrando un pedazo de carroza por el camino de las locas. Más de uno se levantó de la siesta, intrigado por el misterioso ruido que hacía la carcaza sobre el empedrado y vio al burro andando, despacio y sin tregua.

—Finalmente aprendió a tirar de los fierros sin rebuznar. Mas miren que dio trabajo, el fijo de puta!

Al principio, algunos se rieron y se volvieron a sus casas para comentar lo que habían visto: ese burro era como una persona, dijeron años después. Con el tiempo, no sólo se recordaban sus ocurrencias, sino que se le atribuían actos humanos, casi todos cómicos, porque pocas cosas causan más gracia a una persona que la conducta humana de un animal, así como lo inverso asusta y produce asco. El burro del mecánico prefería los bombones de chocolate a las galletas, decían algunos; el burro del mecánico se rascaba una oreja con la pezuña de su mano derecha; el burro lloraba cuando le gritaban; no, en verdad no lloraba, protestaba como tu abuelo; ¿alguna vez vieron al burro escondiéndose detrás de un árbol para orinar? Pero mientras vivía, llegó a enfurecer hasta el padre D’Ángelo cuando el General se apareció en la puerta de la iglesia montando en él.

—¿Puedes mí decir adónde vas, fijo? —fue la pregunta del cura, que le salió al cruce antes de que el tarado se metiera con bestia y todo a la casa de Dios.

—¿Io, padre?

—¿A quién más crees que estyo fablándole?

—Sí, es cierto —decía el General, mostrando sus hermosos dientes y moviendo la cabeza como si estuviese confirmando algo todo el tiempo.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué, padre?

—Repito la pregunta, más despacio, a ver si puedes responder: ¿qué sos  faciendo arriba de ese burro, con las dos patas en los escalones de mi iglesia?

—No sé, padrecito.

—¡Cómo es posible que fagas las cosas sin saber! Cuando uno no sabe qué hace, queda se quieto, ¿entiendes fijo?

—Como cuando pienso en la patrona e toco aquí abajo, padre, e no sé por qué fago eso, sí.

―Bueno, bueno, bueno, llega. Ya dije a vos que eso queda entre nos dos. ¡No tienes por qué repetir élo! Eso no es nada bueno, cuántas veces voy a decir a vos? Memoriza quello qué digo e no repitas élo. ¿Acaso quieres que todo el pueblo entere de quello que faces? ¿Sabes qué dirán?

—No sé, padrecito.

—¡Dirán que cada día semejas más al burro!

—Sí, es cierto… Siempre pasa eso mismo, padrecito. Soy el más olvidadizo…

—Por favor fijo, marcha de aquí, mas antes quita de tu cabeza esa corona de espinas, antes que vea a vos más gente.

—Sí, padre. Soy el más distraído. Eso es, distraído. Subí al burro para facer una vueltita e él solito trajo a mí fasta aquí. Si no detiene élo vos, padre, mete nos al templo conmigo e todo.

De esta anécdota, que pronto se conoció en todo el pueblo, se extrajeron muchas conclusiones. Sobre el burro, el turco de la tienda de la Estación dijo que pertenecía a la línea familiar de aquel otro que introdujo a Jesu en Jerusalén, y al día siguiente le hizo una oferta al mecánico para quedarse con la pequeña bestia. Pero se consideró sacrilegio y el negocio no se cerró. No era una suposición descabellada —repetía el viejo de la nariz grande, cristiano emigrado de algún lugar de Egipto, pero conocido amante de las historias fantásticas— ya que el primer burro había sido traído por los mercachifles bereberes, es decir, seguramente procedentes de Medio Oriente. Sin embargo, ninguna de estas conclusiones ayudó a mejorar la suerte del burro del mecánico. Por otra parte, la anécdota era del todo inconveniente: relacionar al burro queriendo entrar a la iglesia con el tarado encima, con el burro de Jesu entrando en Jerusalén, era acercar peligrosamente al Maestro con el ayudante del mecánico, lo que desde todo punto de vista resultaba ofensivo para la sensibilidad de Calataid. ¿Y quién era el culpable de esta vergonzosa anécdota?: el burro, ya que no el tarado, que no sabía lo que hacía, decía el pájaro.

Otras historias sobre el burro iban mejor adornadas con atributos humanos, que seguramente él desconocía o despreciaba. Lo cierto es que, la vez que se lo vio subiendo por el camino de las locas, iba solo y con rumbo fijo, al decir de la madre de la gitana, como si fuese para algún lado preciso donde pensaba dejar el último chasis. Solo y probablemente por su propia voluntad, arrastró ese chasis de camión hasta que murió ahorcado en el último repecho que separaba el pueblo del camposanto. Nunca se supo si aquello fue un suicidio impulsado por el Dictador, o un intento frustrado de libertad o ambas cosas, pero nadie volvió a compararlo con una persona, porque en el pueblo nunca nadie había querido quitarse la vida así porque sí. En todo caso lo que hizo lo hizo por burro.

 

La única que lloró al burro fue la mujer del mecánico. Ella y el ayudante arrastramos a la pequeña bestia e la enterramos sin discursos a la salida del pueblo. Ramabad los recordaba —entre triste y melancólico— caminado muy lejos en una calle más bien desierta, cuando la larga noche de Calataid aún no se iba y una nube oscura de polvo cubría lo más alto del cielo, dejando un crepúsculo todavía claro en el horizonte. Parecían tres bultos vivos —decía—, moviéndose en medio de una hoguera cósmica, pero uno de ellos iba muerto e yo llevaba élo de una pata. ¿Por qué es tan injusto el señor?, dicen que se lamentaba la mujer, pero nunca nadie supo a ciencia cierta si se refería a Dios o a su marido. La mujer lloraba como una Magdalena y el tarado la acompañaba, llorando más fuerte aún, como si no pudiese hacer nada sin discreción.

Al burro lo enterramos en campo no santo, pero bajo una cruz de palo, la que, tiempo después, fue quitada del lugar por el espíritu del señor mecánico. El dolor excesivo de la mujer del burro produjo la solidaridad de algunos, al principio, y todo tipo de comentarios después, cuando ella comenzó a volver periódicamente a dejar trozos de chocolate amargo esparcidos sobre el pequeño bulto de tierra. Lo que, a la larga, trajo una nueva tragedia, porque el mismo chocolate que no podía comer el espíritu del burro terminó atrayendo a los chanchos salvajes que, no satisfechos con el postre, dieron vuelta la mesa y desenterraron lo que quedaba del finado. Y se lo comieron también.

Los chanchos no sólo comían burros cuando andaban sueltos y con hambre, sino que había que cuidarlos en los cementerios, cada vez que moría un cristiano. Tenían la costumbre de desenterrar cualquier cosa que oliera mal, y un cajón de madera no era suficiente obstáculo para sus poderosos hocicos. Chancho que se escapaba a su dueño y se unía al grupo de los salvajes no volvía más. Enseguida le tomaban el gustito, si se me permite. Y como corría la creencia de que las balas no hacían daño en sus carnes insensibles de los cadáveres, se procuraba siempre tenerlos lo más alejados posible, sin intentar acercárseles nunca. Mejor era que anduviesen corriendo por las dunas más lejanas, con los hocicos manchados siempre de sangre, que tener que resolver qué hacer si alguno llegaba a morir cerca del pueblo.

 

Jorge Majfud

 

El ayudante

El tarado

 

El ayudante del mecánico era otro, aunque nunca nadie lo mencionó en sus especulaciones. El alcuazil habló con él dos o tres veces, sin hacer comentario alguno. Era un gallo grande y caminaba lento, algo encorvado y con la cabeza adelantada, como si quisiera disimular su enorme altura. Tenía un cabello rubio y lacio que le caía sobre los ojos, como un bellísimo casco de oro que le cubría una mirada perdida, probablemente la única mirada que tenía, la misma que un día había conservado al levantarse sin haber despertado del todo y que demostraba lo poco que comprendía del mundo que lo rodeaba, como alguien que en medio de un sueño pesado no alcanza nunca a comprender por qué los girasoles tienen ojos y los granjeros semillas ciegas en la cara. Hijo legítimo de los Pessoa, dueños de los carros de taxi y los talleres de lana sobre la Empedrada este, fue un niño rico y un adulto pobre, aunque nunca apreció la diferencia, lo cual lo hacía una especie de sabio idiota. Al igual que todos los hijos ilegítimos o adoptados por abandono, el niño de los Pessoa pensaba con la mitad del cerebro. Su padre, don Vero, lo había cambiado por un amiguito de juegos, por un crío callejero llamado el Trueque, que cuando jugaba con él siempre se quedaba con su comida o lo convencía para cambiar la ropa que llevaban puesta. El almacenero le había visto condiciones al otro y lo llamó a su lado. Hasta que terminó poniéndolo al frente del negocio para que perpetuara su nombre y su obra. Al poco tiempo, el Trueque Pessoa cumplió con las expectativas del viejo, y con creces. Como todo empresario exitoso, no despreció la política e invirtió tanto dinero en las elecciones municipales como en la compra de tintas rojas de Malí, que reemplazaron silenciosamente el antiguo azul índigo de Libia.  Casi no recibió votos, pero este detalle no le impidió obtener un cargo de confianza en la administración y la amistad de don Josef María de Rodrigo, lo que, como todo lo demás, también estaba dentro de sus cálculos.

Después de la muerte de su madre, doña Carmen Pessoa, y de la repentina demencia senil de don Vero, Eugenio lo perdió todo sin darse cuenta; lo cual no dejó de ser un alivio a la injusticia. Sin rencores, continuó sonriéndole a las moscas y coleccionando escarabajos, porque tenía terror de quedarse solo. Cuando este momento llegaba —porque es inevitable, como la muerte, decía el pájaro— se sentía incómodo consigo mismo y movía la cabeza hacia delante, como alguien que está escuchando una música de baile sin bailar. Permanentemente tenía uno o dos escarabajos en alguna de sus manos. Cuando nadie miraba a mí, abría los puños e los escarabajos trepaban del dedo más bajo al dedo más alto, como si fuesen acorazados alpinistas que no alcanzaban a percibir que subían del dedo primero al segundo y del segundo al primero, sin fatigarse jamás, hasta que por allí pasaba alguien y le gritaba tarado. Entonces el dios de los ciclos cerraba los puños y escondía los insectos, asustado, como si supiese que hacer girar escarabajos era algo sucio, indecente. Porque también circulaba —sólo entre los varones del pueblo— la versión de que el tarado manipulaba escarabajos por consejo o por imposición del cura, que de esta forma pretendía impedir que se masturbara en las orillas de los caminos, por donde podían pasar mujeres y hasta doncellas inocentes. Y como el tarado había sido muy bien equipado por la naturaleza, podría ceder a la tentación de cometer alguna desgracia. A la tentación propia o a la de alguna de las doncellas inocentes que solían salir al atardecer a pasearse por las plazas y por los caminos que entraban al pueblo, soñando con el repentino arribo de un actor de fotonovela. Sobre los resultados había discusiones: era probable que el cura haya tenido éxito, pero en todo caso un éxito parcial, porque si para un hombre inteligente siempre fue difícil dominar su propia naturaleza, era probable que más difícil le resultara al tarado.  Así que marear y aplastar escarabajos para después conseguir otros nuevos, sólo podía significar —por lo menos para un médico del siglo pasado— ceder a la tentación, rompiendo con los negros y minúsculos tabúes, para luego proteger otros en muestra de arrepentimiento. Pero ¿qué pasaría cuando ya no quedasen más escarabajos en la zona?

Eugenio Pessoa bien pudo haber sido hermano mío. Todos le tiraban alguna piedra cuando podían, como las gallinas picotean sin motivos a los pollos que caminan rengos o sufren de alguna deformación visible. Pero yo nunca fago caso, son mucho graciosos, si yo me enojo aplasto éllos, como a Romerito que se me quería volar de la mano e cacé élo en el aire e ya no se pudo mover más. Romerito, tenía la espalda roja e puntitos negros sobre quello rojo e fablaba español, decía sí, sí, era malo, pero quellos graciosos que tiran piedras e salen corriendo no, no son buenos, dice el padrecito. Para peor, nunca nadie supo de dónde sacaba los escarabajos, búsqueda que hubiese complicado a más de un genio en el pueblo; y nunca nadie supo, a ciencia cierta, qué hacía con ellos después de marearlos, lo que siempre incomodó a más de uno, ya que si bien la primera cuestión era misteriosa, la segunda era por lo menos para sospechar. Me gustaban los amarillo, con puntito rojos. Se decía que los mataba, apretándolos con los puños hasta que la cavidad de sus enormes manos quedaba anulada por la presión sobrenatural de su idiotez, lo que sin duda justificaba las piedras que le arrojaban los más chicos. E de noche cazaba la luciérnagas en camposanto, la lucecita verde, la amarilla, la roja no gustaba mí, igual las cazaba una por una fasta que no quedaban más e se facía todo oscuro. La última lucecita amarilla siempre me cuesta más, porque tiene más espacio e vuela más rápido que yo. E como es todo oscuro, mí tropiezo e catapúmbate para el suelo. Incluso se le conocían algunos gatos ahogados, con lo difícil que es ahogar gatos en el agua. Sobre esto nunca hubo pruebas, ni siquiera la falta de algún comeratones conocido, pero todos decían lo mismo y es posible que él se enorgulleciera de esas mentiras. El tarado debía percibir que la gente lo respetaba —lo poco que podían respetarlo— por lo mismo que le tiraban piedras. La gente respetaba al mecánico cuando le rompía las costillas al burro, entonces ¿por qué se molestarían con alguien aficionado a marear escarabajos? ¿O era que a la gente le molestaba que el tarado hiciera algo por decisión propia? ¿O simplemente molestaba como molesta un pollo rengo entre los pollos sanos? Vaya uno a saber. Pero también hay que decir que tuvo defensores; claro, nunca faltan los malos defensores. Algunos llegaron a decir que el tarado era más bien inocente, inofensivo la mayor parte del tiempo, aunque nadie garantizaba nada cuando estallaba en furia y, por eso, lo habían puesto con el mecánico para que gastara energías arrastrando fierros de un lado para el otro y sin ningún motivo. Más vale tarado cansado que cien imaginando cosas. Por otra parte, el mecánico necesitaba un ayudante que no fuese tan inteligente como él, dado que era un hombre casado; y el que consiguió no podía cobrar mucho, dado que era tarado.

 

Jorge Majfud

 

La elección

«Papá, tu esposa y yo nos vamos a separar»

Papá, tenemos que hablar. Sé que te resultará difícil lo que tengo que decirte pero también sé que aprenderás a aceptarlo con el tiempo…

Tu esposa y yo nos vamos a separar. Ambas vamos a formar nuevas familias. Tú vendrás conmigo y vivirás con Amalia. Amalia es la mamá que conocí en la guardería. ¿Recuerdas aquella señora de pelo negro que siempre iba con un niño rubio que usaba lentes? Bueno, es ella. No fue un amor a primera vista. Fue algo que se fue dando con el tiempo. No se cómo explicártelo. Sé que en este momento estarás pensando, “¿cómo es posible que una hija deje de querer a una madre para querer a otra?”. Pero hay cosas, sentimientos que tenemos los niños que un adulto no podría comprender jamás. Seguramente cuando seas un anciano logres comprenderlo. Los ancianos recuerdan mejor la infancia que el resto de sus vidas marcadas por la confusión y las fantasías propias de los adultos. Es por eso que te pido que no pretendas entenderlo todo. Solo acéptalo como es, ya que es una decisión tomada. Cuanto mas tardes, mas sufrirás.

Amalia tiene un hijo de cinco años, casi la misma edad que yo, por lo que estoy seguro que aprenderás a quererlo como mamá aprenderá a querer a la chica de Ignacio como si fuese yo misma.

Ya lo hemos hablado con tu esposa. A veces la relación de un hijo con alguno de sus padres no funciona y lo mejor, para evitar conflictos que hacen mal a los dos, es la separación.

Sabes que las cosas entre mamá y yo no iban bien desde hace un buen tiempo. Alguna vez, incluso, llegó a pegarme en las nalgas porque le eche el café en su computadora. Esa maldita computadora que destruyó nuestra relación de madre e hija. No la denuncié a la maestra de la escuela para no llevar las cosas a un extremo que podrían perjudicarla aun mas. Las nalgadas, esa reacción primitiva, propia de padres cavernícolas, sólo fueron la gota que colmaron el vaso. Resolvimos separarnos en bueno términos. Si, se que amas a tuesposa pero aprenderás a vivir sin ella y a querer a Amalia como quieres a mama. Podrás visitarla los fines de semana. ¿Qué pretendes? No hay una solución intermedia. Ni yo puedo vivir ya con tu esposa ni tú puedes vivir con ella y conmigo bajo el mismo techo. Imagina que ella deba cruzarse cada mañana con mi nueva madre y yo tenga ver a sus nuevos hijos abrazados a ella y llenándola de besos y ella felizmente realizada como madre. En el fondo, tampoco yo lo soportaría, por mas justo que sea.

No, tampoco es posible una tercer casa donde puedas vivir vos y mamá solos. Yo necesito a un padre y tú me necesitas también. Cuando yo cumpla dieciocho entonces sí, serás libre y podrás volver con mamá si quieres. Soy una niña todavía y tengo derecho a rehacer mi vida. Tu eres adulto, ya has vivido gran parte de tu vida, tienes experiencia y no te traumarás por este cambio. Aprenderás a aceptarlo con el tiempo.

También deberás a ser un padre comprensivo y juicioso. Amalia tiene sus defectos y virtudes, pero es una Buena mujer y una Buena madre. No es Buena en la cocina así que espero que aprendas a cocinar para los cuatro y cuando ella cocina tengas la delicadeza de elogiar su esfuerzo.

Yo sé que esto te toma un poco por sorpresa, aunque lo habrás adivinado desde hace algún tiempo. Sé que no es fácil tener que vivir y querer a otra madre como querías a tu esposa. No se trata de reemplazar tus sentimientos. Seguirás queriendo a tu esposa como siempre, solo que además deberás aprender a vivir con otra esposa y hacer tu mejor esfuerzo por quererla como yo la quiero.

Imagina que absurdo si hubiese sido tú, el padre, el que resolviera irse con otra mujer y yo, la niña, la que tuviese que enfrentar y adaptarme a un problema semejante, un problema de adultos, a un capricho de adultos? Yo tendría que querer a una nueva mamá que tú eligieras. Tal vez no lo soportaría, porque soy una niña muy pequeña. Pero tú eres un adulto y sabrás adaptarte. Obvio, eso pasaba en las sociedades salvajes de tus tatarabuelos, pero afortunadamente hoy los niños tenemos nuestros derechos conquistados. Ya no somos pequeños saquitos de lana dónde los adultos descargan todos sus caprichos y frustraciones. Ya me tocará a mí cuando sea adulta, proteger a mis niños de mis amores y desamores.

Yo sé que duele, que a tu corazón viejo le costará aceptarlo, pero no hay vuelta atrás. Tendrás que aprender a querer a Amalia como yo aprenderé a querer a Pablito como si fuese mi hermano. De hecho, va a ser mi hermano a partir de hoy. Ya verás que Amalia es una esposa encantadora…

Qué le vas a hacer, papá. No llores. La vida es así.

Jorge Majfud

Milenio , II (Mexico)

La misión

Red sky at night, sailor's/shepherd's delight.

Image via Wikipedia

 

 

La misión

Cuando supo que había sido uno de los elegidos para ir a la guerra, el corazón se le saltó por la garganta.

Pronto cumpliría diecinueve años. Se había preparado toda la vida, toda su corta vida para ese momento. Alguna vez temió que la guerra lo alcanzara demasiado viejo, pero las noticias y los movimientos de los últimos meses le habían ido dejado poco a poco la certeza de que su hora había llegado.

No fue una sorpresa, pero no pudo evitar las emociones que lo dejaron de rodillas, inclinado sobre el suelo y llorando de alegría. Pasó su mano por el pecho, donde años atrás se había tatuado el nombre de Dios y sintió que estaba vivo. La hora, su hora más gloriosa había llegado. Sabía que podía a morir pronto, pero lo haría por su pueblo y por su fe.

Su madre lloró después de él, cuando estuvo sola en la cocina, pero la consoló el orgullo de un hijo valeroso y sin vanas rebeldías, propias de otros jóvenes ajenos a sus valores. Recordó los juguetes que más le gustaban, las palabras que más repetía de niño, sus sueños infantiles de volar hasta la luna en una bola de fuego, sus preguntas imposibles de responder: “¿por qué llueve? ¿ por qué sale el sol?”, y otras más fáciles: “¿dónde va la gente cuando muere?, ¿por qué nacemos si luego tenemos que morir?”. Nada de su rutina cambió. La cocina, fingir alegría y disimular las verdaderas emociones eran su misión en la tierra. Pensar otra cosa era aumentar el dolor de todo lo inevitable.

El joven soldado recordó a su primer guía espiritual revelándole la pasión y las mieles de la verdad eterna que tantas veces lo puso a resguardo de la locura. Por el contrario, había aprendido que el temor era, en el fondo, la fuente de todas las fortalezas y el camino más profundo de la verdadera fe. Quien no teme no cree.

Había aprendido que la muerte no existe para quien ha tenido una vida fructífera. La muerte no existe para quien ha servido a su nación y ha caído como un héroe luchando por los valores de sus antepasados. El infierno, el olvido, la nada estaban reservados para aquellos que no creían en nada. En cierta medida y por la misma razón, respetaba y valoraba a todos los enemigos que morirían en el campo de batalla. No los esperaba el cielo, pero sin dudas se librarían del infierno que aguarda a los cínicos y a los incrédulos. Porque también los enemigos eran necesarios para cumplir un destino y nada ocurría sin la aprobación de Dios.

En el combate, suprimió un centenar de enemigos. No recordaba ningún rostro en particular. Casi no había podido ver alguno con claridad. Pero sí recordaba el sabor del miedo en la saliva y el olor a sangre y polvo que una noche lo rodeó a él y a sus compañeros, muchos de los cuales no regresaron. Sí recordaba que ante el vértigo del miedo le bastaba con repetir tres veces las plegarias que había aprendido de su primer pastor para recuperar el valor y levantarse con una furia que alcanzaba para destrozar a diez con un solo fuego.

Dios le dio la fuerza al guerrero y el triunfo a su pueblo. El peligro de los falsos ídolos y de las costumbres bárbaras había pasado, al menos hasta la próxima prueba. Por años, los niños escucharon al héroe con infinita admiración. El pueblo lo homenajeó hasta que llegó un moderado período de paz y el héroe cayó en el olvido y la pobreza.

Sin embargo, sabía que el mundo no era un lugar seguro y pronto la nación de Dios volvería a estar amenazada, porque así había sido por siempre y por siempre, no sin sangre y dolor, había prevalecido la verdad.

La insólita tregua duró veinte largos años. Veinte años de paz y casi veinte de irresponsable alegría. Hasta que los cielos volvieron a agitarse con terribles explosiones y otra vez se llenaron de fuego.

El viejo héroe marchó a la guerra con casi cuarenta años, sabiendo que esta vez no volvería. Esta vez no recibiría la gloria efímera de sus compatriotas, las frutas de corta vida que daba la tierra, sino la gloria eterna de Huitzilopochtli, el más poderoso de todos los dioses, el eterno que había demostrado por miles de años que todo lo demás es falso y perecedero. Todo cambia y se destruye cada cincuenta y dos años. Menos Huitzilopochtli y los dioses eternos del eterno imperio azteca.

Jorge Majfud

Agosto, 2011

Milenio (Mexico)

 

Crisis (IV)

 Jorge Majfud’s books at Amazon>>

 

Crisis IV (Spanish)

Crisis (IV)

 

 

 

Saturday September 20.  Dow Jones: 11,388

San Francisco, California. 5:30 AM

 

We were feeling really laid back at Lilian’s party when he arrived with his usual two little friends, Patrick and the other guy whose name I don’t remember.  I asked Lilian if she had invited them and she just laughed, which in this case meant no, or that she had no choice but to invite them.  I had never had problems with Nacho before so don’t come at me with that stuff about animosity or predisposition, much less premeditation.

It wasn’t premeditated.  Nacho Washington Sánchez had come to the party with a gift for the young girl who was turning fifteen two days later.  Her parents had moved the celebration up so that it would fall on Saturday the 14th, and as a reward for her good grades.

Nacho Sánchez, Santa Clara, 19, had gone back to school at the age of almost twenty, after spending a time in a Georgia chicken factory.  And this time he had come back with enough maturity and motivation to carry him to the second best grades in his class.

According to his friends’ statements to the police, Nacho didn’t go to the party because of Lilian but because of Claudia Knickerbacker, the Chilean friend of the birthday girl.  And if he said goodbye to miss Wright with a hug and a kiss on the cheek, that didn’t mean anything.  Or it didn’t mean, like George Ramírez yelled at him, sexual harassment.

—The thing is that George speaks less and less Spanish all the time and he forgot or acts like he forgets that we Latinos hug and kiss more often than Yankees do.  The other stuff is inside the head of one of those repressed people who see sex everywhere and try to surgically remove it with a pair of hot tongs.  It’s true that before heading for the bus stop Nacho turned around and told him that George wasn’t a Mexican-American anymore because in Calabazas North the “Mexican” part had fallen off of him.  It wasn’t necessary, but it was after tolerating like a prince the insults that George had thrown at him since he left the Wrights’ house.

—What insults?  Do you remember any of them?

—He said to him that Nacho was a child abuser, that Lilian was still only fourteen years old and that he was going to report him to the police and he followed him around threatening him with the telephone in his hand.  Without turning around Nacho told him, sure, call 911.  The others were coming up behind.

—How many were they?

—Five or six, I don’t remember exactly.  It was dark and I was really scared that there would be a fight and we would all get pulled in.  We were about a hundred yeards from the bus stop and the bus was waiting for the light to change a block away and George decided to yell at him that he wasn’t going to call 911, but the Migra instead.  Everybody knew that Nacho’s parents were illegals and hadn’t gotten papers for as long as Nacho could remember, which was why, even though he was a citizen, he always avoided run-ins with the police, as if they would deport him or put him in jail for being the child of illegals, which he knew perfectly well was absurd but was something that was stronger than him. When his wallet got stolen in the metro to the airport he didn’t report it and chose to go back home and he missed his flight to Atlanta.  And that’s why you could say the worst to him and Nacho always kept his cool, biting back his anger but never lifting a hand, and he was strong enough to knock out a mule if he wanted to.  Not him, of course, he wasn’t illegal and the others must have known it.  But the ones coming from farther back, including John, Lilian’s older brother, who heard the part about “the Migra” and the part about “sexual harassment,” and he caught up with George who stood out because of his size and his white shirt…

—Do you want them to bring you some water?

—I started walking faster, saying that the bus was going to leave without us and I got on it.  After that I don’t know what happened.  I just saw through the window, from a distance, that they had rushed at Nacho and Barrett was trying hopelessly to rescue him from the mob.  But Barrett is smaller than me.  Then all I saw were the streetlights on Guerrero and Cesar Chavez, and I sat in the last seat with my cell phone in my hand until I got home.  But Nacho never answered any of the messages I left him asking him to call me back.  Nacho said good-bye the way he did because he was happy.  She had invited him so he would have a chance to ask the Knickerbacker girl out, and in the kitchen while they were cutting the tres leches cake Knickerbacker hadn’t told him no.  She told him that  they could go out next Saturday and that left Nacho feeling really happy.  He had such a complex because of his prematurely thinning hair at 19 years old, which he thought was sufficient reason for any pretty girl to reject him.  It’s not like the Chilean girl was a model or anything, but Nacho was blindly in love since starting back to school.

—And you?

—I don’t think that such a warm good-bye was because he was happy.  They always come across that way, they don’t respect your personal space.  They say Latinos are like that, but if they come to this country they should behave according to the rules of this country.  Here we just shake hands.  We’re not in Russia where men go around kissing each other. Much less kiss a child like that in front of her parents and all of her friends.  You’re right, her parents didn’t complain, but they also didn’t say anything when George and his friends decided to go out and teach those intruders a lesson. The Wrights are polite and when they saw that Nacho left without causing trouble they decided not to intervene.  But I’m sure they spoke with Lilian afterward, because they looked worn out.  It was because of a moral issue. A matter of principles, of values.  We couldn’t allow some nobody to come and upset the peace at the party and abuse one of the little girls. No, I don’t regret it.  I did what I had to do to defend the morality of the family.  No, it wasn’t my home, but it sort of was.  I’ve been Johnny’s friend since middle school.  No, we didn’t want to kill him, but he was asking for it.  What worse crime is there than abusing a little girl?  He didn’t fondle her, but that’s how they all start.  Them, you know who I’m talking about.  Them!  Don’t coerce my statement, I know my rights.  They don’t know how to respect personal distance and then they lose control.  No, my partents were Mexicans but they entered the country legally and they graduated from the University of San Diego. No, no, no… I’m an American, sir, make no mistake.

(from the novel Crisis)

Jorge Majfud

Translated by Bruce Campbell

 

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

El puro fuego de las ideas

El puro fuego de las ideas


La rata pasa desafiante frente al fuego, a paso de cazador. Los movimientos de un felino, de un filósofo. No de una rata. Me sorprende que no me tenga miedo. Me despertó el ruido que hacía al roer uno de los libros que olvidé en el suelo antes de quedarme dormido. O tal vez se me cayó de las manos y fue a dar unos centímetros antes del fuego que arde como si el tiempo se repitiese en su infierno. Las nueve y media.

Confundí el ruido de sus dientes en la tapa del libro con la destrucción de la leña. De niño confundía el viento de la noche entre las ramas de los árboles con las olas del mar entre las rocas. Luego comprendí que comprender era devalar la metáfora. Develar la metáfora con palabras que, a su vez, cada una era una antigua metáfora escondida, con una larga historia de olas y de vientos procurando explicar lo invisible. O peor: lo que se ve.

Por suerte me despertó. La rata. Esta noche tuve un sueño espantoso. No tengo supersticiones; sólo sospecho del subconsciente. Mis ideas están cambiando. Mi lenguaje. Para mal, ahora entiendo. He dejado de creer en el valor de la inconsecuencia. ¿Hasta cuándo, señor Unamuno? Sus odas a la contradicción, sus elogios a la duda retórica y su abuso de las metáforas: si el dinero es bueno para el cuerpo, las ideas son buenas para el espíritu, ya que las ideas son como el dinero. Pero ¿quién dijo que las ideas son como el dinero? Él, claro, el señor Unamuno. Pero vaya usted a decirle algo; tendrá que escucharlo por una hora antes que lo despida amablemente a patadas. Preferirá esto último, se lo aseguro.

Antes o después de sentarme frente al fuego había estado leyendo, con fastidio, un ataque a La ideocracia, publicado en 1944. Sin duda, ésta es la parte central de mi pesadilla. Una carta dirigida a mi amigo Ramiro de Maeztu. Antes o después me quedé dormido frente al fuego y soñé que me ardía un pié. Literalmente, se me hacía llama un pié y no podía moverlo. Estaba Ulises allí, mi gato, entre el fuego y yo, probablemente fuera del sueño. Ulises desapareció en un cerrar y abrir de ojos; quizás fue persiguiendo un llanto de mujer que llegaba desde la calle. Yo también quise ir a ver y no pude. Un cansancio infinito me lo impidió. Pensé que alguien vendría en mi ayuda pero solo pude contemplar las llamas subiéndome por la tela del pantalón. Al principio sentí un poco de dolor y luego casi nada. Una puerta que se golpeó violentamente con el viento y poca cosa más. Me tranquilizó la idea de que ya no podía volver a golpearse, que la corriente de aire no me amenazaría más con una de esas horribles pestes que tiene a la gente incómoda, y que no tendría que levantarme ya.

Ahora volvamos a lo que interesa. No recuerdo haber escrito alguna vez esa carta, ese ensayito incendiario, según la nota al pie, hace 36 años. Luego —¿o fue antes?— soñé que leía un ensayo escrito por mí mismo en el que defendía públicamente el valor del dinero como conciencia colectiva y el valor de las ideas puras como guías del espíritu, que no son vida y forma sino esencia. Fue un sueño, una advertencia de un subconsciente que se está volviendo más sabio que mi propia conciencia, que mi verdadero yo. Fue un sueño y algo más. Debió ser un sueño porque no estaba Ulises y la mujer lloraba sin parar. Pero hubiese sido un sueño más, absurdo como casi todos, si no me hubiese despertado agitado, al borde de un ataque, sudando y abrazado por las llamas del infierno. La mujer, la rata, el fuego, La ideocracia. Hubiese sido un sueño más si hubiese sido sólo el sueño de esta madrugada y no el mismo sueño que tuve hace siete días y que todavía me perturba la razón. Hubiese sido sólo un sueño más si en lugar de defender la idea del dinero como conciencia colectiva la hubiese atacado y si en lugar de mi firma y una fecha futura al pie —diciembre, 1944—, dijese 1907 o  1920.

Ahora lo sé. Es una advertencia. ¿Cómo no me di cuenta antes? Mis ideas están cambiando peligrosamente. Mis adversarios que han luchado siempre por la República o por la Monarquía siempre han corrido todos los riesgos, como el cobarde y miserable riesgo de morir. Pero nunca pasaron por esto, estoy seguro. Nunca tuvieron miedo de cambiar algún día alguna de esas ideas que servían para poner en riesgo sus propias vidas. ¡Fortuna de los necios, pero fortuna al fin! Los necios comparten símbolos como el de “la patria”, “la libertad”, “los ideales” y el “honor”, pero se matan por sus significados. Y yo, vaya el diablo a saber, he vivido durante mucho tiempo orgulloso de mi principio filosófico de impune contradicción. La heroica coherencia de ser contradictorio toda la vida, porque los hombres son contradictorios, porque la vida lo es. Porque las razones del coeur no son las del air, sino las razones del cul… Pero, quizás ahora lo advierto, todo puede ser contradictorio, menos un filósofo.

Debería tomar nota de esto antes que me olvide. Luego ando todo el día tratando de recordar una idea que había concebido en sueños o poco antes de dormir, y que por alguna razón consideraba clave para develar un misterio que nunca se resuelve. Pero cuando estoy cayendo en sueño, no tengo fuerzas para reponerme y tomar lápiz y papel. Conozco mis debilidades de gusano problemático, y por eso siempre tengo una pluma al lado de la cama, en la mesa de noche o en el suelo, en el bolsillo de un pantalón o en la camisa. También es cierto que cuando más la necesito no la encuentro o no puedo llegar hasta ella. Cuando no tengo papel escribo en la mano izquierda, en un brazo o en el ombligo. Cuando no tengo pluma desordeno la mesa de noche para recordarme al despertar que algo debo recordar. Con frecuencia lo logro. Es como si hablase directamente con un viejo conocido, con el que seré mañana o algún día. Como en este preciso momento. Debería tomar nota de todo esto, pero ¿cómo debo escribirlo para ponerme a salvo del terrorista dialéctico que dentro de nueve años levantará su espada contra éstas, que serán sus viejas ideas? Recurriré a la ficción. Un cuento, por ejemplo, que describa fielmente este preciso momento. Algo que por incomprensible sea irrefutable. Recordaré este momento, aunque mis críticos de siempre dirán que es una sucia ficción recargada de ideas. No me importará; siempre han dicho lo mismo y lo mismo he seguido haciendo yo. Que mi estilo es torpe, que no tengo estilo o que repito los mismos recursos, que me contradigo o que no sé definir lo que pienso. Pero si todo eso es verdad no menos cierto es que pocos como yo han dejado la sangre sobre el papel. Yo soy más importante que mis escritos, que mis ideas y mis críticos no hacen más que confirmarlo insulto tras insulto. Pero al final, ellos siempre son ellos, en plural para la Historia, y Unamuno soy yo. Es decir, el único adversario que puedo temer soy yo mismo, ese que seré dentro de nueve años.

Las nueve treinta y tres. Ya he despertado, estoy sentado pero no puedo moverme para tomar la pluma. Es como si tampoco quisiera hacerlo. Me dura la angustia, la ansiedad de la pesadilla con forma de texto. Pero no lloro; la mujer llora por mí. Mi rostro debe ser la misma piedra de siempre, inexpresiva, tallada como una locura de Gaudí. Me limito a mirar mi pie derecho que ha comenzado a arder. Es una llamita muy pequeña, pero así comienzan todos los grandes incendios. Como… Y, sin embargo, no me preocupa. Hasta diría que en su feroz belleza encierra una pequeña esperanza. ¿Por qué habría de preocuparme si ni siquiera me duele? En otro momento hubiese pateado con fuerza o me hubiese arrancado el zapato. Como si fuese algo verdaderamente urgente. No lo es, claro. Lo urgente debe ser siempre lo más importante, y lo más importante es resolver cómo evitar ser aquel que seré en 1944, cómo evitar perderme en el infierno equívoco de la historia, donde cabalgan el Gengis Khan, el falso Alfonso III y el verdadero Ortega y Gasset.

Ulises no está. Simplemente se ha marchado, por ilógico que parezca. Ese es su lugar, lo he visto defenderlo con uñas y dientes. Odia el frío de esta época, pero más odia que usurpen su territorio. Su alfombra. Confundí su ausencia con un sueño, pero debo pensar que simplemente se ha marchado en búsqueda de la mujer. Los gatos son habitantes de la noche, de los sueños. Es decir, no puedo estar soñando con su ausencia. Pero su alfombra está desprotegida y una rata le ha pasado por encima.

No quiero ver esto como otra premonición, como un símbolo o una metáfora que sólo ven los místicos en estados muy agudos del espíritu. Sólo me hace pensar muchas cosas. Pienso, por ejemplo, en mi propia ausencia. No debería preocuparle esto a alguien que se ha ganado el Paraíso o el Infierno hace mucho tiempo. No pienso en mi muerte, sino en mi ausencia. En 1944 seguiré escribiendo, pero estaré ausente. Y mis enemigos pisarán impunemente mi alfombra. Esto último no podría publicarlo nunca; las ratas me acusarían de soberbia, y nada más difícil de refutar que el quejido de una horda de ratas cuando las arrastra la corriente.

Debo evitar disolverme en el caos, y para ello me encuentro en la difícil situación ya no de refutar o contradecir lo que he afirmado en otro lugar y en otro tiempo, cuando se supone que era más ignorante que hoy y menos sabio, sino que debo refutar algo que diré con furor y convencimiento dentro de diez años más.

Es una tarea totalmente nueva. Me he pasado lo mejor de mi vida refutando al que fui años atrás, con la autoridad de la madurez. Nunca, he de creer, me sentí en el compromiso de combatir a quien seré dentro de un tiempo desconocido e inimaginable. Deberé hacerlo ahora, también desde la superioridad de la madurez, pero con la atroz desventaja de la incomprensión ajena: pocos o nadie aceptará que quien seré será inferior a quien soy, que quien seré dentro de ocho años será un filósofo en decadencia, un hombre repentinamente senil, con la siempre engañosa pretensión de una mayor experiencia, con el abuso religioso que confieren unas barbas más blancas y una mirada más perdida, una voz incomprensible. Porque nuestra Europa sigue confiando más en la vejez que en la juventud. De España ni que hablar; no es confianza lo que tenemos por los viejos sino miedo, miedo profundo a los jóvenes. Yo mismo quería ser viejo a los veinte. Imitaba el cansancio de los viejos mientras esperaba con paciencia los primeros trazos blancos en mi barba. Pero en el fondo, mi espíritu fue siempre joven. Ligero, eufórico, contradictorio. Claro, es fácil decirlo ahora que soy irremediablemente un anciano. Ya no puedo esperar cambios alentadores en mi cuerpo. Mucho menos en mi mente, en esta mente fatigada que amenaza con perder el control. Fatigada y, lo que es peor, desilusionada.

Las nueve treinta y tres. No hace tanto, entonces, que llora la mujer; no hace tanto que se fue Ulises y detrás vino la rata para rescatarme de esa pesadilla.

Si sólo creyera que fue un sueño y nada más… Pero debería darme cuenta de que no sólo voy camino a destruir todas mis actuales convicciones, sino que además el riesgo corro de pasarme al bando enemigo, al bando de aquellos políticos y pensadores que, de este lado y del otro del Atlántico, defienden la idea de la naturaleza divina del dinero, de las ciencias y de las ideas puras, de la lucha armada y de la lucha de clases. El fuego podría destruir a quien no soy todavía, a quien seré después de hoy, pero el que seré mañana puede destruir todo lo que fui hasta hoy y no estaré presente para defenderme. Así ha sido siempre sin que nadie lo advierta. Por esta razón, nadie puede afirmar que con el tiempo los hombres se vuelven más lúcidos, pero es seguro que se hacen más cobardes… Quizás por eso me angustia tanto este sueño, esta misteriosa revelación.

Todos saben que odio las ideas puras, las ideas que nos gobiernan. Ya lo dije. Lo digo una vez más sólo para no olvidarlo, antes de hundirme en lo aparente, en la inconciencia de quien seré. Pero de nada sirve que lo escriba. He escrito demasiado, en vano. Luego me ha servido para derramar fuego de tinta fresca sobre la tinta apagada en el papel. ¿Qué dirán mis amigos, mis discípulos, mis seguidores, cuando me vean (otra vez) cambiar sin pudor? Si hubiese perdido la fe en Dios podría seguir predicando, en el convencimiento de que la creencia, verdadera o engañosa, es buena para la gente. Pero cuando uno deja de creer en las ideas que hasta ayer creyó, que hasta ayer eran útiles y beneficiosas, deja de tener razones para seguir defendiéndolas.

Es cierto que uno cambia con los años, cambia de ideas como cambia de ropa. Cambia uno mismo, cambia Unamuno. Vaya novedad. Acerca de los cambios físicos prefiero no hablar. Para eso están los médicos y las viejas quejumbrosas. Pero algo permanece igual y ha de ser el espíritu. Por verdad o por ilusión, uno espera de él lo opuesto al vergonzoso espectáculo del cuerpo, y quizás por eso uno se hace filósofo. Para vencer a la muerte, para distraer o para despreciar el dolor. Son verdaderos los hombres que pasan por la entrada de la cueva, pero las sombras no lo son menos. Ni más ni menos. (No olvidar subrayar ese ni más ni menos; ahora está tan de moda atribuirle más realidad a las sombras que a los cuerpos que las proyectan.) Pero los hombres no podemos con nuestras manías de antiguos guerreros y hacemos de cada nueva idea una nueva arma de combate, y de nuestra identidad una trinchera. Entonces ya no basta con afirmar algo nuevo; también es necesario negar algo viejo. O todo lo demás.

Si al menos la rata que seré tuviese esta lucidez y dejara en pie esto último que estoy diciendo y que no dije hasta hoy. Pero no. Aseguro que no lo hará. Yo me negaré otra vez, me destruiré, me hundiré en la vergüenza y en el ridículo ajeno. La rata roerá lo mejor que fui, lo mejor que dejé a la humanidad. No estaré presente para defenderme de mí mismo

Por eso es hora de actuar. Ya tengo una estrategia precisa. Desde hoy en delante, y hasta que la lucidez me lo permita, articularé un pensamiento que justifique todas las locuras por venir. Es más, todo lo que diga en el futuro, procurando negar mis ideas de hoy, deberán ser confirmaciones, no de las ideas que tendré sino de las ideas que defiendo hoy, confirmaciones de las ideas que pretenderé negar. Podría comenzar diciendo, “para demostrar esta hipótesis, yo mismo la atacaré dentro de diez años, yo mismo afirmaré lo contrario”.

Dejaré de atacar al pobre pensador que fui hace diez años y comenzaré a atacar al perverso pensador que seré de aquí a tantos más. Claro, algún necio pensará, ¿cómo saber si el pensador lúcido es el que soy hoy? Simplemente, mi querido lector, porque uno debe actuar conforme a sus convicciones. Y si fui capaz de advertir este problema hoy y no ayer ni mañana, ha de ser porque hoy soy el mejor de los tres que fui y seré. Hoy soy el mejor de los tres Unamunos y, por lo tanto, ganará el que hoy soy. Si mañana no soy capaz de desarticular el plan que concibo hoy, no mereceré la pena. Yo, el verdadero Yo, el mejor de los Yo, el más lúcido, vencerá. La verdad está en el éxito, el triunfo es la verdad. Por esta lógica razón, no estoy dispuesto a escuchar a nadie más que a mí mismo. Ni siquiera a los otros que no soy ahora mismo, aquí y ahora.

Comenzaré esta misma noche. O tal vez mañana, cuando esté más repuesto. Estoy muy cansado, como un escultor que ha debido luchar por mucho tiempo con un gran bloque de piedra para rescatar de sus entrañas una delicada imagen de mujer, de la virgen con su hijo caído en brazos. He estado intentando despertar desde hace tres minutos. O más, porque es probable que el reloj se haya descompuesto. Se quedó en las nueve treinta y tres. No quiero especular sobre este hecho, pero comienzo a hacer cosas de forma inevitable. A los treinta y tres años tuve mi crisis espiritual. A la misma edad Jesús y todos los demás líderes espirituales que han sobrevivido a la muerte.

Bueno, basta, pongamos manos a la obra. Apenas pueda moverme me moveré. Apenas pueda salir de este infierno, saldré. Al menos que el fuego haga innecesaria la realización de tan genial tarea, al menos que…

He visto a la rata volver sobre sus pasos y pasar entre mis pies. Tenía manchas de sangre en el hocico, aunque no podría decirlo con certeza. Mi profundo cansancio, la luz infernal del fuego deforma los colores y la rata ha desaparecido debajo de mi sillón donde arde la pequeña llamita de mi pié derecho. Sólo siento el ruido que hacen sus dientes en las tapas del libro, en sus páginas, como si fuese carne o papel que se quema en la cocina a leña. Es probable que ni siquiera sea necesario el fuego.

 

Jorge Majfud

2005

 

El jefe

El jefe


Cuando estaba nervioso, el alcalde se contaba los dedos de la mano. Pero el viernes de noche, mientras intentaba leer algunas revistas salvadas del fuego de la Matriz, notó algo extraño: tenía nueve. Volvió a contar: nueve, otra vez. Entonces, repitió esta operación hasta que, abrumado por la evidencia, levantó la mirada hacia un cuadro de Goya y se quedó pensando. Siempre había creído que tenía diez dedos. ¿De dónde podía venirle esta convicción? Lo había visto en la demás gente. El ingeniero tenía diez, aunque no estaba del todo seguro, porque nunca se los había contado. Pero siempre hablaba del sistema decimal, o algo así. El ingeniero contaba muy bien y le había dicho que todo se repite de diez en diez porque teníamos diez dedos. Pero, ¿todos tenemos diez dedos?—se preguntó el alcalde, ahora algo nervioso. Él tenía nueve, y nunca nadie se lo había dicho. Tal vez lo habían disimulado, porque la gente siempre temía molestarlo. “En el fondo me tienen miedo” se dijo y sonrió orgulloso. Sin embargo, tampoco nadie le había dicho que tenía nueve dedos cuando era un simple cantinero, en el club Libertad.  Tal vez la gente ya le tenía miedo. O tal vez perdió un dedo después de que lo eligieron para alcalde. Toda esa gente alrededor, manoseándolo, queriendo llevarse un recuerdo de él. ¿Pero cuándo, exactamente, pudo haber perdido un dedo? Eso duele mucho, o debe doler, por lo que difícilmente pueda pasar inadvertido, ni por el que lo pierde ni por la demás gente que está alrededor. O el dolor había sido tan intenso que le había provocado amnesia, como cuando uno ve algo que no quiere ver y se desmaya o despierta de la pesadilla. ¿O estaba perdiendo los dedos de la mano como los diabéticos pierden los dedos del pie, sin dolor? ¿Qué habría sido del dedo perdido? ¿Cuál de las protuberancias que tenía en las manos había sido alguna vez la raíz del dedo desaparecido? Miró a su alrededor. Miró el cuadro: una mujer que sostenía el ataúd con la sardina sonreía, mostraba cinco dedos en una mano. La otra mano no se veía, pero es de suponer que también tenía cinco dedos, ya que la naturaleza animal suele ser simétrica, sino en sus proporciones por lo menos en la cantidad de sus elementos que la componen. Aunque el corazón era uno solo y no estaba al medio, como la nariz o el pene. Estaba desviado, un poco inclinado, prueba quizás de su imperfección y del desorden de todos los sentimientos que salían o pasaban por sus válvulas: amores, odios, alegrías, tristezas… Un verdadero caos. Pero salvo este detalle, el resto de la naturaleza es simétrica: los hombres, las mujeres, los trenes y las hojas de los árboles. Apenas terminó este razonamiento se sintió feliz: en realidad parecía muy inteligente. Por algo lo habían elegido gobernador de toda la ciudad, es decir, de todo ser humano conocido a la redonda. Si no fuese por el desierto que los rodea, sería gobernador también de las aldeas vecinas. Tendría un imperio. También el vicealcalde, quien siempre se encargaba de todo y quien lo impulsó a meterse en política, decía lo mismo. Había llegado a alcalde por su portentosa inteligencia y por sus habilidades oratorias. Se lo decía siempre el vicealcalde.

Uno, dos, tres… nueve. Se quitó los zapatos y volvió a contar: esta vez llegó hasta diez, no con alivio sino con un dejo de preocupación, porque la cifra alcanzada confirmaba que le faltaba un dedo en una de las manos. Volvió a sus manos y contó al revés, procurando determinar en qué mano faltaba el dedo en cuestión. Nueve, ocho, siete… uno. Estaban todos. No, había procedido mal. Debía comenzar por diez y si llegaba a dos, era porque realmente le faltaba un dedo y, de paso, sabría a qué mano había pertenecido. Volvió a contar y descubrió que le faltaba uno en la mano izquierda. Aunque todo eso era discutible, como decidir cuándo empezará el nuevo milenio, si en el dos mil o en el dos mil uno. Todo depende si consideramos que existe un año cero, que no existe, como no existe un dedo cero, sino que se empieza por el uno… ¿Y si realmente le faltaba un dedo? Claro, no lo había notado antes porque siempre firmaba con el pulgar de la derecha. Miró las dos manos a la mayor distancia que le permitían los brazos y comparó una con otra: le faltaba el índice izquierdo, lo que demostraba las limitaciones de la lógica matemática. Donde faltaba había quedado una especie de joroba. La mano se parecía más bien a una especie de cisne. Lo sabía por las fotos de los libros que estaban en los sótanos de la comuna. Se sintió molesto: si hubiese descubierto un dedo de más, sería otra cosa. Tal vez se hubiese sentido orgulloso. Pero un dedo de menos lo inquietaba, y no sabía por qué. Por un momento, se le cruzó la idea de obligar a sus funcionarios a tener no más de nueve dedos, sumados en ambas manos, pero la desechó enseguida, diciéndose a sí mismo y en voz baja, que él era un gobernante democrático y tolerante. Mandar cortar dedos sin una justificación era una práctica salvaje de los camelleros que hablaban algarabía. Claro, podría encontrar una razón. Siempre hay una razón para todo. Los evasores de alcabales, por ejemplo, merecían un castigo justo y ejemplar. Bastaba con un decreto que la asamblea discutiría acaloradamente dos o tres meses para finalmente confirmar una medida tan necesaria. Es mejor perder un dedo y no la mano, una muela y no la cabeza. Así la mitad de la población carecería de un dedo… Pero sería la mitad menos orgullosa y él pertenecería a ese ingrato grupo de malditos. Por lo tanto, mejor proceder al revés. Podría ascender de rango a todos aquellos que carecieran de un dedo, al menos. Eso sí. Eso sería algo positivo, porque enseñaría a los demás que lo importante en la vida es la superación personal a partir de alguna carencia. Y pronto esa carencia terminaría por convertirse en una virtud, en un signo de distinción. Sí, ya sabía, como siempre uno trataba de distinguirse de los pobres, de los infradotados, pero ellos siempre terminaban por imitar las costumbres de los nobles. Seguramente en pocos años todo el mundo terminará por cortarse un dedo. Maldición, dijo golpeando la mesa con su mano de cinco dedos.

Quiso pensar en otra cosa. De debajo de una pila de papeles viejos, tomó un La Aldaba de 1974. En la página de atrás el loco de la corneta había puesto una larga cita de Martin Heidegger. Leyó con la desconfianza habitual en esos casos: Fenomenología del espíritu de Hegel. Estaba en alemán. O en un español antiguo, de ahí su dificultad, con esas horribles lo, las, les, los que sólo servían para confundir.

«Si sólo al final el saber absoluto es de una forma total él mismo, saber que sabe, y si es esto al devenir tal, en tanto llega a sí mismo, pero sólo lo llega a sí mismo en tanto el saber se deviene otro, entonces en el inicio de su andadura hacia sí mismo aún no debe estarlo en y consigo mismo. Todavía debe ser otro y, es más, incluso sin todavía haber devenido otro. El saber absoluto debe ser otro al inicio de la experiencia que la conciencia hace consigo misma, experiencia que, más aún, no es otra que el movimiento, la historia donde acontece el llegar-a-sí-mismo en el devenir-se-otro».

Limpió los lentes y tomó un lápiz para corregir los errores gramaticales:

«Así pues, si en su fenomenología el saber debe hacer consigo la experiencia en la que experimenta lo que no es y lo E que justamente en ello es con él, entonces ello sólo puede ser así si el saber mismo que hace (cumple) la experiencia, de alguna manera ya es saber absoluto. Martín Heidegger…»

Miró el dedo que no estaba. No podía olvidarse de él tan fácilmente, como alguien que despierta de una pesadilla y se da cuenta que es real. Decidió cerrar La Aldaba cuatro o cinco años atrás por esos excesivos errores gramaticales, previa votación de la Asamblea. Luego, revisó los programas de educación para recuperar los valores perdidos, el espíritu original de Calataid, reserva moral del mundo en los oscuros tiempos que han de venir, anunciados largamente por el doctor Uriburu, quien se pegó un tiro en la boca para acallar su propia voz. Eliminé la falsa educación reproductiva, la blasfema teoría de la evolución e todas las demás teorías, e mudé éllas por la enseñanza de los fechos. «Factos e no teorías» fue la lema de esa campaña, inspiración de nuestro pastor George Ruth Guerrero. E si bien la Asamblea se resistió, como siempre, finalmente comprendió la sabia medida e fasta los más progresistas prefirieron perder un ojo a quedarse ciegos. Mas tanto esfuerzo no fue suficiente, e agora la ciudad paga las consecuencias por su falta de fe.

Una mujer que lloraba o se reía lo sacó de sus cavilaciones. Era un llanto breve y ahogado que venía del otro lado de la puerta del corredor; un gemido que se repitió como en un eco reprimido. Abrió e hizo silencio, pero no escuchó más nada. Volvió a cerrar la puerta, dejando del otro lado un suspiro discreto.

Por la ventana vio varias columnas de humo negro que apresuraban el atardecer. Los vecinos habían decidido quemar colchones y cualquier elemento usado para descanso o placer. La quema colectiva provocó algunos incendios mayores que destruyeron pocas casas en Santiago y algunas más en San Patricio. De esta forma se completó la primera profecía de Aquines Moria.

Jorge Majfud

2004

Capítulo de la novela La ciudad de la Luna (2009)

 

 

Shefi

POSTED IN PROZË

Kur ishte nevrik, kryetari i bashkisë numëronte gishtat e dorës. Por të premten në darkë, ndërsa mundohej të lexonte disa revista të shpëtuara nga zjarri i Matricës, vuri re diçka të çuditshme: paskësh nëntë gishta. I numëroi përsëri: prapë, nëntë. Atëherë e përsëriti këtë veprim derisa, i tronditur nga ky zbulim, e hodhi vështrimin mbi një pikturë të Gojas dhe po mendohej. Gjithnjë kishte pasur bindjen se kishte dhjetë gishta. Nga mund t’i vinte kjo bindje? E kishte parë tek të tjerët. Inxhinieri kishte dhjetë, megjithëse nuk ishte plotësisht i sigurt, sepse nuk ia kishte numëruar. Por gjithnjë fliste për sistemin dhjetor, apo diçka të tillë. Inxhinieri numëronte shumë mirë dhe i kishte thënë që gjithçka përsëritet nga dhjeta në dhjetë, sepse kishim dhjetë gishta. Çfarë, të gjithë paskemi dhjetë gishta? – tha me vete kryetari i bashkisë, tani pak nervoz. Ai paskësh nëntë dhe askush nuk ia kishte thënë. Mbase ia mbanin të fshehur, ngaqë nuk donin ta mërzitnin. “Në fund të fundit, ma kanë frikën”, tha me vete dhe buzëqeshi me krenari. Megjithatë, edhe kur kishte qenë një banakier i thjeshtë te klubi Liria, askush nuk i kishte thënë se paskësh nëntë gishta. Kushedi, edhe atëherë mbase njerëzit ia kishin frikën. Ose ndoshta mund ta kishte humbur një gisht pasi e zgjodhën kryetar bashkie. Dreqi e merr vesh, gjithë ata njerëz që e rrethojnë, prek andej e prek këtej, kanë dashur të kenë një kujtim prej tij. Por kur, pikërisht, ta ketë humbur një gisht? Pastaj kjo gjë të dhëmb shumë, ose duhet të të dhëmbë, pastaj, është një gjë që vështirë të kalonte pa u vënë re, edhe për atë që e humbi, por edhe për të tjerët përqark tij. Ose dhimbja ka qenë aq e madhe sa duhet t’i ketë shkaktuar amnezi, si atëherë kur dikush shikon diçka që e ka tmerr ta shikojë dhe i bie të fikët ose zgjohet nga një ëndërr e keqe. Apo mos po i humbiste gishtat e dorës ashtu siç i humbasin diabetikët gishtat e këmbës, pa dhimbje?! Ç’do të kishte mbetur nga gishti i humbur? Cila nga xhungat që kishte në dorë do të kishte qenë ndonjëherë rrënja e gishtit të zhdukur? Shikoi rreth e rrotull. Shikoi pikturën: një grua që mbante arkëmortin me sardelen dhe buzëqeshte kishte pesë gishta në një dorë. Dora tjetër nuk i dukej, por merrej me mend që edhe ajo kishte pesë gishta, sepse natyra shtazore zakonisht është simetrike, në mos në përmasat e saj, të paktën në sasinë e elementëve që e përbëjnë. Megjithëse zemra ishte një e vetme dhe nuk qenkësh as në mes, siç është hunda apo palloshi. Ajo qenkësh e shmangur ca në një anë, ndoshta një provë kjo e papërsosmërisë së saj dhe e pështjellimit të gjithë ndjenjave që dalin apo kalojnë përmes valvulave të saj: dashuritë, gëzimet, trishtimet… Një kaos i vërtetë. Ama, përveç kësaj, gjithçka tjetër në natyrë është simetrike: burrat, gratë, trenat dhe gjethet e pemëve. Sa mbaroi këtë arsyetim, kryetari u ndie i lumtur: në të vërtetë dukej shumë inteligjent. Jo më kot e kishin zgjedhur të qeveriste tërë qytetin, dmth, të gjithë njerëzit që e rrethonin. Nëse qyteti nuk do të ishte i rrethuar me shkretëtirë, do të ishte guvernator edhe për fshatrat fqinje. Do të qeveriste një perandori të tërë. Po ashtu edhe zëvendës kryetari, i cili gjithnjë ngarkohej për gjithçka dhe i cili e nxiti që t’i futej politikës, thoshte të njëjtën gjë. Kishte arritur të bëhej kryetar bashkie falë inteligjencës së tij të mrekullueshme dhe aftësive të mëdha oratorike. Këtë ia thoshte përherë zëvendësi i tij.

Një, dy, tre… nëntë. Hoqi këpucët dhe ia filloi numërimit të gishtave të këmbëve: i dolën dhjetë. Tani, jo i lehtësuar, por me një mospërfillje shqetësimi, kuptoi se gishti që i mungonte ishte në njërën nga duart. Dhe filloi t’i numëronte mbrapsht duke u munduar të përcaktonte se në cilën dorë i mungonte gishti në fjalë. Nëntë, tetë, shtatë… një. Ishin të gjithë. Jo, kishte numëruar keq. Duhej filluar nga dhjeta dhe, nëse përfundonte te dyshi, do të thoshte që i mungonte vërtet një gisht dhe, në vazhdim, do ta merrte vesh se ç’dore i përkiste. I numëroi përsëri dhe e zbuloi i mungonte një gisht në dorën e majtë. Megjithëse e tërë kjo ishte e diskutueshme, njësoj si të përcaktosh se kur fillonte mijëvjeçari i ri: në vitin dy mijë, apo në vitin dy mijë e një. E gjitha varet nëse konsiderojmë se ekziston një vit zero, që nuk ekziston, ashtu si nuk ekziston një gisht zero, por që fillon nga njëshi… A thua vërtet i mungonte një gisht? Sigurisht nuk e kishte vënë re, ngaqë gjithnjë, kur firmoste, e mbante penën me gishtat e dorës së djathtë. I shtriu të dy duart përpara, sa mundi, duke i parë mirë e duke i krahasuar me njëra-tjetrën: i mungonte gishti tregues i dorës së majtë, gjë që tregonte kufijtë e logjikës matematike. Aty ku mungonte gishti dukej një lloj gunge. Dora i ngjante më shumë një mjellme. E dinte nga fotot e librave se ato ndodheshin në bodrumet e bashkisë. U mërzit: nëse do të kishte zbuluar se kishte një gisht më shumë, puna ndryshonte. Mbase do të ishte ndier krenar. Ama, një gisht më pak e shqetësonte, veç nuk e dinte pse. Për një çast i vetëtiti ideja që t’i detyronte edhe vartësit e tij të mos kishin më shumë se nëntë gishta në të dy duart së bashku, por, aty për aty, e prapsi atë mendim, duke i thënë vetes me zë të ulët se ai ishte një qeveritar demokrat dhe tolerant. Të urdhëroje të tjerët të prisnin gishtat pa kurrfarë përligjie ishte një praktikë e egër e të zotëve të deveve që flisnin arabisht. Kështu që duhej gjetur një arsye për këtë. Gjithnjë ka një arsye, për çdo gjë. Për shembull, ata që u shmangen tatimeve apo, siç i thonë ndryshe, që bëjnë evazion fiskal, e meritonin një ndëshkim të drejtë dhe shembullor. Mjaftonte me një dekret që asambleja ta diskutonte fuqimisht dy-tre muaj për të arritur në një masë shumë të nevojshme. Më mirë është të humbasësh një gisht e jo një dorë, një dhëmballë dhe jo kokën… Por gjysma do të ishte më pak krenare dhe ai i përkiste këtij grupi të fatkeqësh të mallkuar. Kështu që, më mirë le të procedohej mbrapsht. Mund t’i ngrinte në detyrë të gjithë ata të cilëve u mungonte, të paktën, një gisht. Kështu po. Kjo do të ishte diçka pozitive, sepse do t’i mësonte të tjerët që, në jetë, e rëndësishme është epërsia personale nisur nga një mangësi. Dhe së shpejti kjo mangësi do të përfundonte duke u kthyer në një virtyt, në një shenjë dalluese. Unë e dija se gjithmonë ai që përpiqet të dallohet nga të varfërit, nga të metët, gjithnjë do të përfundojë duke imituar zakonet e fisnikëve. Kështu që, në pak vite, të gjithë do të përfundonin duke e prerë një gisht. Në djall, tha duke goditur tryezën me dorën me pesë gishta.

Jorge Majfud
Përktheu nga spanjishtja Bajram Karabolli

http://www.mnvr.org/shefi/

La ciudad de la Luna (2009)

 

Obras públicas

Obras públicas


Apenas cinco años atrás, Basílides se atrevía a inventar burlas y absurdos como éstos en La Aldaba, hasta que llegó la orden de cerrar el semanario por un año. Esto impidió que saliera a la luz un descubrimiento que había hecho el mismo pseudoastrólogo en los archivos del Departamento de Obras de la alcaldía, lo cual hubiese, al menos, culminado la serie con broche de oro. Con fecha de agosto de 1945, se había olvidado el proyecto de un «paseo marítimo» que llegó a construirse en parte y que luego las arenas y la memoria de Calataid silenciaron. Los viejos planos, dibujados pacientemente y copiados con tinta azul, y las largas memorias descriptivas todavía revelaban un repentino entusiasmo progresista que de a poco se fue superando. “Tal vez el fracaso del proyecto se debió a la escasa originalidad de los santistas, a una repentina voluntad de copiar éxitos ajenos que llegaban a través de las películas americanas y de las revistas europeas” había escrito Basílides, en el artículo que no llegó a publicarse.

La historia del proyecto comenzó un día que el alcalde, don Juan Medina Medina (1859-1963), resolvió dinamizar la actividad de la ciudad con una gran obra pública que perpetuara su nombre. La idea que tuvo menos resistencia (y que terminó conquistando calurosos aplausos al final) fue la de construir un paseo marítimo que recorriese los límites extramuros de la ciudad. Sólo quedaba un detalle por resolver: ¿Cómo construir un paseo marítimo sin tener antes un mar, o por lo menos un río? La solución, según el ingeniero de la comuna, don Daniel Medina (1864-1963), era aprovechar las curvas de nivel para detectar un posible cause a llenar con agua. En la Asamblea de Ediles, explicó con detalles inconclusos, todo lo que había aprendido en la Universidad de Granada sobre cálculo de curvas de nivel, lo que no sirvió para aclarar mucho las posibilidades de tal proyecto pero en cambio duplicó el entusiasmo popular. Las curvas de niveles aparecieron, porque siempre hay un punto más bajo que  otro, sólo que no hubo forma de hacer pasar por allí ningún arroyo, por mínimo que fuese. Todo lo que no hizo cambiar de idea a las autoridades y de esa forma terminaron construyendo su ansiado Paseo Marítimo. Para llenar el cause del nuevo río se demolió parte de la antigua muralla norte y se desviaron los albañales hacia él, lo que resultaba una idea redonda: no sólo se creaba un paseo para la gente de intramuros, sino que además se solucionaban algunos problemas de saneamiento que habían complicado a sus ciudadanos durante muchos años. Se decía, por ejemplo —y, más tarde, el doctor Salvador Uriburu fue de la misma opinión— que casi todos los aljibes, los pozos de agua y la gran cisterna comunal estaban contaminadas por las aguas fecales que excretaba diariamente la ciudad. Pero esta afirmación, sobre todo luego del fracaso de las obras, fue considerada una ofensa a Calataid y ya nadie se atrevió a reconsiderarla. Según el proyecto de Daniel Medina, de cada lado del futuro Paseo-Marítimo-Albañal se plantarían árboles y flores para disimular el olor que produjo después la exposición de aguas servidas, acompañadas muchas veces por desechos humanos en su estado inicial, lo que no resultaba tan atractivo como se había pensado en el momento de la votación. Pero el pueblo demostró su buena disposición para el Progreso y no quiso hacer reparos a tan importante obra iniciada por las autoridades, lo que lo acercaba, aunque más no sea en una pequeña escala, a las maravillas acuáticas del Sena en París o del Tamesis en Londres. Con todo, ésta había sido una genialidad local, lo que ya tenía su mérito, según Basílides. Pero tan rápido como su proyecto y construcción, se organizó su abandono y olvido durante los inolvidables años sesenta. Después de la independencia de Argel, en 1962, y de los horrores causados por la guerra civil, se comprendió que la demolición del treinta y tres por ciento de la muralla de San Fernando, usada para las nuevas obras, había sido el peor pecado que se había cometido en Calataid en su larga existencia. La muralla permaneció con esa herida, como recordatorio de la barbaridad del progreso, hasta que todos olvidaron la causa que la había provocado y se comenzó su reconstrucción en el año 1963. Como fue imposible localizar las piedras originales, se decidió deconstruir dos torres para reparar el daño histórico de los Medina. Se eligieron las dos torres más altas donde, por algún tiempo y por obra de los nuevos inmigrantes, refugiados de la guerra, se habían instalado dos antenas de radio, por la cual una de ellas era conocida como la torre de Babel. Los oídos de Calataid fueron extirpados en un solo día, lo que fue recibido con alivio y algarabía por la mayoría de su población.

2004

 

 

Periodismo

Periodismo


Escribió un breve artículo justificando los hechos de la semana que comenzaba a quedar atrás y lo envió al director de La Santa Alfaguara. Años antes, cuando ingresó a la alcaldía, había comenzado colaborando en la diagramación y redacción de La Aldaba, hasta que el alcalde lo clausuró en 1977, para crear La Alfaguara de Calataid, inspirada en la fuente que había en el patio central de la alcaldía y en concordancia con el perfil más espiritual que pretendía imprimirle al nuevo periódico. La Aldaba, fundada por su propio padre en 1952, en tiempo de los Medina, salía una vez por semana, sin colores y casi sin fotos. Con la muerte del doctor y la renuncia de alguno de sus frecuentes colaboradores, La Aldaba comenzó a cambiar de estilo y, por momentos, aumentó sus lectores. La letra impresa impresionaba mucho a la gente que sólo conocía la letra manuscrita de sus vecinos, casi siempre dibujada en una libreta de almacén. Por aquel tiempo, Basílides logró convencer al anterior director de La Aldaba, un viejito ciego y casi sordo, de incluir una página de predicciones astrológicas, como las que todavía se veían en las revistas de moda que llegaron antes de 1962. ¿Y quién mejor que él mismo para ello, que tenía en casa un telescopio y sabía algo de cálculos astronómicos? Nunca nadie se preguntó de dónde salían tales predicciones, y el director olvidó pronto que el autor era el nuevo empleado de tesorería. Aunque, después de todo, su método era razonable, o por lo menos consecuente con la teoría de los cuatro elementos: si es cierto que los nacidos bajo un mismo signo heredan de los astros las mismas características psicológicas y hasta la misma suerte, entonces basta con estudiar a una sola persona por signo para saber cómo es el resto de la humanidad y qué posibilidades tiene cada uno en un futuro inmediato. Por ejemplo, Basílides sabía que la nana era de Virgo. Así que, cuando la veía deprimida o ansiosa, escribía, para esa semana: «Virgo, cuide su ansiedad.» Y luego agregaba algún acontecimiento concreto: «recibirá una buena noticia en el campo laboral,» porque sabía que determinado mes su madre le iba a aumentar el sueldo. También sabía que la mujer de don Ferrando era de Escorpio, y cuando la veía un poco más provocativa que de costumbre escribía en Escorpio: «En el amor, necesidad de cambio…» Por supuesto que nunca creyó en la astrología, pero al menos era honesto, aunque un honesto incrédulo: si todos los hombres y mujeres de Virgo no estuvieran deprimidos esa semana y por recibir un aumento de sueldo, si todos los hombres y mujeres de Escorpio no tuvieran la misma mala suerte en el amor, entonces el horóscopo no servía para lo que dice que servía. Y la culpa no era suya. Además, nunca cayó en la gracia de recomendar un número distinto de lotería para cada signo, ni en la costumbre de identificar a un signo con las habilidades artísticas y otro con las habilidades científicas, pues había notado ya, en las enciclopedias, que los nacimientos de artistas y de científicos estaban desparramados indiferentemente por todo el año. Lo cierto es que desde entonces se vendieron casi cien ejemplares más, y nunca nadie quedó desconforme con las predicciones de La Aldaba, incluso cuando leían un signo ajeno como propio o cuando Basílides se equivocaba en el orden. De paso, agregaba fragmentos imprescindibles de Heidegger que sacaba de la alacena de su padre, que asustaban tanto a la nana y le privaron del saludo de sus compañeros de trabajo.

«Al principio de su historia, el saber absoluto debe ser otro que al final. Ciertamente, pero esa alteridad no quiere decir que en el comienzo [era la luz y] el saber en modo alguno todavía no fuese saber absoluto. Bien al contrario, justamente en el inicio ya es saber absoluto, pero saber absoluto que aún no ha llegado a sí mismo, que todavía no ha devenido otro [o el mismo], sino que sólo es lo otro. Lo otro: él, el absoluto, es otro, es decir, es no absoluto, es relativo. El no-absoluto no es todavía absoluto. Pero este todavía-no es el todavía-no del absoluto, es decir, lo no-absoluto no es de alguna manera y a pesar de ello sino precisamente porque es absoluto, porque es[tá] no-absoluto: este no, en razón del cual lo absoluto puede ser relativo, pertenece al absoluto mismo, no es diferente de él, es decir, no se acuesta a su lado, extinto y muerto. La palabra “no” en “no-absoluto” en modo alguno expresa algo que siendo presente para sí yaciese al lado del absoluto, sino que el no alude a un modo del absoluto.

»(Martín Heidegger: Fenomenología del Espíritu. Curso del semestre de invierno, Friburgo, 1930-31. Edición de Der Mann ohne Eigenschaften, 1953. Traducción, introducción y notas: Heidi und seine brüder, Heide und Heger.)»