Por qué el actual ataque contra el humanismo es una catástrofe global

Más allá de las variaciones, de las ambigüedades y contradicciones que podemos observar en lo que llamamos “humanismo”, como en cualquier fenómeno histórico y, sobre todo, humano, creo que también podemos entender con una relativa claridad el Humanismo, básicamente desde dos puntos de vista, uno diacrónico y otro sincrónico.

El primero, por referirse a la historia, es más “objetivo”, es decir, es más fácilmente contrastable con la literatura y el mar de documentos que nos han llegado. El segundo, se refiere más a una concepción filosófica de lo que es.

Empecemos por el segundo:

Sincrónico

Cada vez que en alguna clase menciono algún fenómeno social o algunos valores individuales como relativos al humanismo, mis estudiantes casi automáticamente piensan que estoy recurriendo a una explicación atea. Para algunos, humanismo y marxismo serían casi la misma cosa. Este error conceptual no es casualidad, ya que es el mismo que se asume en los medios y en muchos libros, incluso en algunos libros académicos de las últimas décadas. Para mí decir que el humanismo es una concepción atea es tan erróneo como decir que Dios y religión son la misma cosa. Hoy en día, sobre todo entre los grupos más conservadores, la sola idea de que alguien pueda prescindir de una religión para tener alguna idea o creencia de Dios es por lo menos inconcebible. El rechazo espontáneo es similar al que debió experimentar D. F. Sarmiento al anarquismo de los gauchos. Al mismo tiempo que estos grupos insisten en definirse como apolíticos, en negar que la muerte de Jesús fue (además) un hecho radicalmente político, se empeñan en mezclar política con religión.

Si tuviese que destilar o abstraer al máximo el primer rasgo “necesario” que define el pensamiento humanista diría que radica en la libertad del individuo. No me refiero a ese fetiche político del cual se ha abusado en los dos últimos siglos y, sobre todo, en las últimas décadas. Me refiero a un grado relativo, probablemente mínimo, de libertad concreta en un individuo concreto. Libertad de pensamiento y libertad de acción.

El marxismo más radical (a juzgar por los artículos que publicó durante diez años en The New York Daily Tribune, Karl Marx no era un típico marxista) no podía ser un humanismo porque consideraba que las ideas (y todo aquello perteneciente a la superestructura) era una consecuencia directa de la base, de las condiciones económicas, productivas, etc. Este aporte intelectual del marxismo es de una importancia histórica inconmensurable (de hecho explica el largo fracaso de algunos humanistas, laicos y religiosos, que por siglos lucharon contra la esclavitud y debieron esperar hasta la Revolución industrial, a las nuevas condiciones de producción y explotación para que sus valores morales se impusieran). Pero la verdad, como siempre, no se termina allí y, con frecuencia, resiste y destruye cualquier confortable convicción. En este sentido el marxismo más radical y panfletario era (o es) “anti-humanista” por lo que tenía de determinista. En oposición (no sin cierto grado de paradoja) estaría el intento de Jean Paul Sarte de reconciliar el existencialismo con el marxismo. Las corrientes existencialistas han sido básicamente corrientes humanistas, desde el existencialismo religioso de Soren Kierkegaard hasta el existencialismo ateo de Jean Paul Sartre, por el rol decisivo, central, que tenía el concepto de libertad individual (con sus implicaciones emocionales, antes que racionales).

Lo mismo podemos observar en ciertas corrientes religiosas, protestantes o islámicas, que tienen una concepción fatalista del destino del individuo y de la humanidad: el destino está escrito, decidido de antemano; no hay nada que un individuo pueda hacer para salvarse o perderse, etc. Todas estas son concepciones anti-humanistas porque no reconocen la libertad, el libre albedrío, como facultades definitorias del ser humano.

Lo mismo el capitalismo: cada vez que, como ideología, la libertad se reduce a una libertad de mercado pero en su extremo todo se reduce a la ley de oferta y demanda, a “la mano invisible del mercado”, entonces el destino humano estaría regido por una fatalidad meta-humana, divina o material, y, por lo tanto, no es un humanismo.

Ahora, ¿dónde radica a capacidad de libertad de un individuo? Por supuesto que lo primero que uno piensa es en la libertad física y los ejemplos de personas encarceladas o esclavizadas por sus problemas económicos surgen casi de forma automática. Esto es una parte importante del problema, pero no es toda, ya que es parte de la condición humana estar limitados por barreras materiales, unas que permiten mucho espacio y otras que son capaces de aplastar a un ser humano, como lo es la tortura física y psicológica, la violencia física y moral.

Pero creo que en su sentido más profundo la libertad se basa y se define en la capacidad creadora del individuo, más allá de las condiciones favorables o desfavorables en las que se encuentra.

Es decir, si bien es cierto que casi todas nuestras ideas proceden de algún lado, son heredadas o producto de unas condiciones económicas, sociales y culturales dadas, también es cierto que hay un espacio, aunque sea mínimo, para la creatividad, para lograr que la combinación de dos elementos genere un tercer elemento nuevo, diferente. De otra forma, la historia siempre se repetiría mecánicamente, y si bien creo que en lo más profundo nuestra condición humana no ha cambiado mucho en los últimos milenios, que repetimos de forma inadvertida historias similares a la de nuestros abuelos y antepasados, también entiendo que la libertad está en cada variación y en cada decisión de ser o de hacer algo diferente a lo que podría indicar la rutina y el sentido común.

Cada vez que elegimos no seguir al primer instinto, el primer impulso, la mecanicidad de un acto rutinario, cada vez que elegimos cambiar con algún propósito y no sólo somos concientes de nuestras condiciones dadas sino que además dirigimos nuestras acciones por caminos nuevos, estamos ejercitando cierto grado de creatividad, es decir, cierto grado de libertad. Es decir, es en ese preciso memento en que estamos siendo humanos. Y cuando lo reconocemos y lo revindicamos, además de humanos somos humanistas.

 

Ahora veamos el problema según su maduración histórica.

Diacrónico

El humanismo moderno fue uno de los principales motores de la dramática revolución que marcó el fin de la Edad Media y el surgimiento del Renacimiento, dos nombres discutibles, ya que reflejan un punto de vista particular, que es el del Iluminismo y la Ilustración. De hecho, el Iluminismo del siglo XVIII es hijo del humanismo, como lo es el Renacimiento de los siglos XV y XVI.

Si tuviese que hacer un breve resumen, muy sintético, de los cientos de volúmenes que he ido estudiando sobre el tema a lo largo de los años, creo que podríamos hacer una lista de esos valores que desde el siglo de Dante, Petrarca y Averroes, sino antes, significaron una lentísima, casi imperceptible pero radical revolución que se prolonga hasta nuestros días:

1) El humanismo puso el acento en la libertad del individuo. Por definición y concepción, toda doctrina fatalista o filosofía determinista es anti-humanista.

2) Consideró que el arte y la literatura enseñan a ser seres humanos. Este es un descubrimiento de la antigua Grecia.

3) Consideró que la historia no es necesariamente un proceso de corrupción y degradación, como durante milenios lo ilustró la metáfora de las edades según los metales, que comenzaba en la Edad de Oro (el Edén) y terminaban en la Edad de Hierro. Esta concepción del tiempo y de la historia fue dominante en muchas culturas de la Antigüedad y, sobre todo, en la tradición judeocristiana.

4) Si la historia puede progresar, entonces los valores morales (por lo menos algunos) pueden cambiar según los contextos; no son inamovibles ni han sido definidos para siempre por una sola Revelación.

5) Leer es interpretar. Como consecuencia, es posible que aquí se haya comenzado a destruir la idea de que el autor es la autoridad. Esta concepción (derivada de la idea de que el Autor de la Biblia y del Corán es Dios, que leer es tratar de descubrir la intención del autor, y que por tratarse de Dios sólo podría haber una verdad única) progresivamente se fue degradando, sobre todo referido a textos no religiosos.

6) Por lo tanto, si es posible que un signo irradie varios significados posibles (no cualquier significado, de lo contrario dejaría de ser un signo), la diversidad no es un atributo del demonio sino algo meramente humano.

7) La popularización de la cultura a través de la imprenta, que los mismos humanistas provocaron, es una “vulgarización” (el conocimiento al vulgo) positiva desde un punto de vista democrático.

8) Consecuentemente, surge un interés por las culturas populares, los romances, los refranes, y las lenguas vernáculas.

9) Surge la extraña idea de que a través de la educación de los niños se podría definir un cambio social.

10) En literatura, se produce un redescubrimiento de los géneros del diálogo y la epístola.

11) El comercio no es algo maldito. Es sólo otra actividad típicamente humana que beneficia el bienestar material y la expansión de la cultura.

12) Se reconoce el valor de la multiplicidad de puntos de vista y, en consecuencia, el eclecticismo y la tolerancia.

13) El Estado y las religiones deben estar separados. El primero debe garantizar la libertad de cultos. (Siglo XIV).

Muchos humanistas, generalmente académicos, profesores de letras procedentes de Grecia y Turquía no eran religiosos. Sin embargo, los siglos XIV, XV y XVI abundarán en humanistas religiosos, como los poetas italianos, los ensayistas españoles o la gran figura holandesa, Erasmo de Róterdam. En este sentido, es probable que la crítica de los católicos humanistas a la autoridad excesiva de la iglesia (aparte de sus críticas a la corrupción eclesiástica de la época) y su concepción del valor de la lectura y la relectura des-institucionalizada, hayan preparado el camino al protestantismo. Lo cual será una nueva paradoja histórica, porque de aquí surgirán las doctrinas más fatalistas y anti-humanistas de la Era Moderna.

También podríamos considerar a Miguel de Cervantes y un siglo antes a Bartolomé de las Casas como otro humanista católico, probablemente converso, quien en las primeras décadas de la conquista española de América se opuso a la esclavitud de los indígenas por motivos humanitarios (por entonces, una elite de intelectuales apoyaba la idea de un “derecho natural” universal, algo muy parecido a lo que hoy son los “derechos humanos”), resistiendo a teólogos como Ginés de Sepúlveda que intentó justificar la esclavitud de las razas inferiores usando la Biblia. Fue necesario que pasaran cuatro siglos para que su prédica se materializara, fundamentalmente gracias a las nuevas condiciones de producción creadas por la Revolución Industrial.

Nuestro tiempo sería imposible de concebir sin la revolución humanista. Valores como la libertad, la diversidad, la igualdad, la democracia, los derechos humanos y la conciencia humana como motor de progreso moral, ahora son casi paradigmas. Hoy casi todas las religiones aceptan estos valores como fundamentales. Sin embargo, creo que es necesario observar que ninguno de esos valores fue resultado de la lucha de ninguna religión dominante sino todo lo contrario: esos nuevos valores encontraron enardecidas y brutales resistencias de las fuerzas más conservadoras, generalmente apoyadas por las iglesias oficiales de turno. La libertad fue maldecida por religiosos como Santa Teresa, quien consideraba que la obediencia y el reconocimiento de la jerarquía masculina era decisión de Dios. Hasta en el siglo XX, la democracia fue maldita en algunos países y en para algunas tradiciones religiosas era obra del Demonio que buscaba destruir las sanas jerarquías del mundo predicando desobediencia y libertad. La diversidad, hasta no hace mucho, fue vista siempre como una inmoralidad. La posibilidad de que diferentes religiones puedan tener partes de verdad, fue siempre motivo de persecuciones, torturas y guerras sangrientas. Incluso en la Europa renacentista, el antisemitismo y cualquier otro tipo de discriminación y persecución racial era considerado una obligación ética, cuando no las guerras santas, que hasta hoy sufrimos.

Es, en este sentido, que alguna vez he dicho que el humanismo es la última gran utopía de Occidente. Porque es en sus principios, como el valor de la humanidad como una totalidad y de los individuos como una diversidad positiva, donde radica la esperanza de un mundo que todavía sufre de canibalismo. Dudo que haya alguna religión particular que pueda unir a la Humanidad y mitigar así sus trágicos conflictos. No dudo tanto de que son los valores humanistas los únicos capaces de unir la enorme heterogeneidad de la humanidad que, como una orquesta sinfónica, sea capaz de tocar una misma sinfonía, armónica, gracias a la diversidad de sus instrumentos.

 

 

 

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La silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

 

 La silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

Reflexiones complementarias para la presenteción “Humanist Voice in an Often Inhumane World: The Essay Writing of Jorge Majfud”, de Dr. J. Goldstein. Georgia Southern University, Jueves 29 de marzo de 2012.

 

 El humanismo: la silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

Ahora veamos el problema según su maduración histórica.

Diacrónico

El humanismo moderno fue uno de los principales motores de la dramática revolución que marcó el fin de la Edad Media y el surgimiento del Renacimiento, dos nombres discutibles, ya que reflejan un punto de vista particular, que es el del Iluminismo y la Ilustración. De hecho, el Iluminismo del siglo XVIII es hijo del humanismo, como lo es el Renacimiento de los siglos XV y XVI.

Si tuviese que hacer un breve resumen, muy sintético, de los cientos de volúmenes que he ido estudiando sobre el tema a lo largo de los años, creo que podríamos hacer una lista de esos valores que desde el siglo de Dante, Petrarca y Averroes, sino antes, significaron una lentísima, casi imperceptible pero radical revolución que se prolonga hasta nuestros días:

1) El humanismo puso el acento en la libertad del individuo. Por definición y concepción, toda doctrina fatalista o filosofía determinista es anti-humanista.

2) Consideró que el arte y la literatura enseñan a ser seres humanos. Este es un descubrimiento de la antigua Grecia.

3) Consideró que la historia no es necesariamente un proceso de corrupción y degradación, como durante milenios lo ilustró la metáfora de las edades según los metales, que comenzaba en la Edad de Oro (el Edén) y terminaban en la Edad de Hierro. Esta concepción del tiempo y de la historia fue dominante en muchas culturas de la Antigüedad y, sobre todo, en la tradición judeocristiana.

4) Si la historia puede progresar, entonces los valores morales (por lo menos algunos) pueden cambiar según los contextos; no son inamovibles ni han sido definidos para siempre por una sola Revelación.

5) Leer es interpretar. Como consecuencia, es posible que aquí se haya comenzado a destruir la idea de que el autor es la autoridad. Esta concepción (derivada de la idea de que el Autor de la Biblia y del Corán es Dios, que leer es tratar de descubrir la intención del autor, y que por tratarse de Dios sólo podría haber una verdad única) progresivamente se fue degradando, sobre todo referido a textos no religiosos.

6) Por lo tanto, si es posible que un signo irradie varios significados posibles (no cualquier significado, de lo contrario dejaría de ser un signo), la diversidad no es un atributo del demonio sino algo meramente humano.

7) La popularización de la cultura a través de la imprenta, que los mismos humanistas provocaron, es una “vulgarización” (el conocimiento al vulgo) positiva desde un punto de vista democrático.

8) Consecuentemente, surge un interés por las culturas populares, los romances, los refranes, y las lenguas vernáculas.

9) Surge la extraña idea de que a través de la educación de los niños se podría definir un cambio social.

10) En literatura, se produce un redescubrimiento de los géneros del diálogo y la epístola.

11) El comercio no es algo maldito. Es sólo otra actividad típicamente humana que beneficia el bienestar material y la expansión de la cultura.

12) Se reconoce el valor de la multiplicidad de puntos de vista y, en consecuencia, el eclecticismo y la tolerancia.

13) El Estado y las religiones deben estar separados. El primero debe garantizar la libertad de cultos. (Siglo XIV).

Muchos humanistas, generalmente académicos, profesores de letras procedentes de Grecia y Turquía no eran religiosos. Sin embargo, los siglos XIV, XV y XVI abundarán en humanistas religiosos, como los poetas italianos, los ensayistas españoles o la gran figura holandesa, Erasmo de Róterdam. En este sentido, es probable que la crítica de los católicos humanistas a la autoridad excesiva de la iglesia (aparte de sus críticas a la corrupción eclesiástica de la época) y su concepción del valor de la lectura y la relectura des-institucionalizada, hayan preparado el camino al protestantismo. Lo cual será una nueva paradoja histórica, porque de aquí surgirán las doctrinas más fatalistas y anti-humanistas de la Era Moderna.

También podríamos considerar a Miguel de Cervantes y un siglo antes a Bartolomé de las Casas como otro humanista católico, probablemente converso, quien en las primeras décadas de la conquista española de América se opuso a la esclavitud de los indígenas por motivos humanitarios (por entonces, una elite de intelectuales apoyaba la idea de un “derecho natural” universal, algo muy parecido a lo que hoy son los “derechos humanos”), resistiendo a teólogos como Ginés de Sepúlveda que intentó justificar la esclavitud de las razas inferiores usando la Biblia. Fue necesario que pasaran cuatro siglos para que su prédica se materializara, fundamentalmente gracias a las nuevas condiciones de producción creadas por la Revolución Industrial.

Nuestro tiempo sería imposible de concebir sin la revolución humanista. Valores como la libertad, la diversidad, la igualdad, la democracia, los derechos humanos y la conciencia humana como motor de progreso moral, ahora son casi paradigmas. Hoy casi todas las religiones aceptan estos valores como fundamentales. Sin embargo, creo que es necesario observar que ninguno de esos valores fue resultado de la lucha de ninguna religión dominante sino todo lo contrario: esos nuevos valores encontraron enardecidas y brutales resistencias de las fuerzas más conservadoras, generalmente apoyadas por las iglesias oficiales de turno. La libertad fue maldecida por religiosos como Santa Teresa, quien consideraba que la obediencia y el reconocimiento de la jerarquía masculina era decisión de Dios. Hasta en el siglo XX, la democracia fue maldita en algunos países y en para algunas tradiciones religiosas era obra del Demonio que buscaba destruir las sanas jerarquías del mundo predicando desobediencia y libertad. La diversidad, hasta no hace mucho, fue vista siempre como una inmoralidad. La posibilidad de que diferentes religiones puedan tener partes de verdad, fue siempre motivo de persecuciones, torturas y guerras sangrientas. Incluso en la Europa renacentista, el antisemitismo y cualquier otro tipo de discriminación y persecución racial era considerado una obligación ética, cuando no las guerras santas, que hasta hoy sufrimos.

Es, en este sentido, que alguna vez he dicho que el humanismo es la última gran utopía de occidente. Porque es en sus principios, como el valor de la humanidad como una totalidad y de los individuos como una diversidad positiva, donde radica la esperanza de un mundo que todavía sufre de canibalismo. Dudo que haya alguna religión particular que pueda unir a la Humanidad y mitigar así sus trágicos conflictos. No dudo tanto de que son los valores humanistas los únicos capaces de unir la enorme heterogeneidad de la humanidad que, como una orquesta sinfónica, sea capaz de tocar una misma sinfonía, armónica, gracias a la diversidad de sus instrumentos.

 

 

Jorge Majfud

Jacksonville University. Abril, 2012.

majfud.org

Milenio (Mexico)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

Reflexiones complementarias para la presenteción “Humanist Voice in an Often Inhumane World: The Essay Writing of Jorge Majfud”, de Dr. J. Goldstein. Georgia Southern University, Jueves 29 de marzo de 2012.

 

El humanismo: la silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

 

Más allá de las variaciones, de las ambigüedades y contradicciones que podemos observar en lo que llamamos “humanismo”, como en cualquier fenómeno histórico y, sobre todo, humano, creo que también podemos entender con una relativa claridad el Humanismo, básicamente desde dos puntos de vista, uno diacrónico y otro sincrónico.

Montaigne Essais Manuscript

El primero, por referirse a la historia, es más “objetivo”, es decir, es más fácilmente contrastable con la literatura y el mar de documentos que nos han llegado. El segundo, se refiere más a una concepción filosófica de lo que es.

Empecemos por el segundo:

Sincrónico

Cada vez que en alguna clase menciono algún fenómeno social o algunos valores individuales como relativos al humanismo, mis estudiantes casi automáticamente piensan que estoy recurriendo a una explicación atea. Para algunos, humanismo y marxismo serían casi la misma cosa. Este error conceptual no es casualidad, ya que es el mismo que se asume en los medios y en muchos libros, incluso en algunos libros académicos de las últimas décadas.Para mí decir que el humanismo es una concepción atea es tan erróneo como decir que Dios y religión son la misma cosa. Hoy en día, sobre todo entre los grupos más conservadores, la sola idea de que alguien pueda prescindir de una religión para tener alguna idea o creencia de Dios es por lo menos inconcebible. El rechazo espontáneo es similar al que debió experimentar D. F. Sarmiento al anarquismo de los gauchos. Al mismo tiempo que estos grupos insisten en definirse como apolíticos, en negar que la muerte de Jesús fue (además) un hecho radicalmente político, se empeñan en mezclar política con religión.

Si tuviese que destilar o abstraer al máximo el primer rasgo “necesario” que define el pensamiento humanista diría que radica en la libertad del individuo. No me refiero a ese fetiche político del cual se ha abusado en los dos últimos siglos y, sobre todo, en las últimas décadas. Me refiero a un grado relativo, probablemente mínimo, de libertad concreta en un individuo concreto. Libertad de pensamiento y libertad de acción.

El marxismo más radical (a juzgar por los artículos que publicó durante diez años en The New York Daily Tribune, Karl Marx no era un típico marxista) no podía ser un humanismo porque consideraba que las ideas (y todo aquello perteneciente a la superestructura) era una consecuencia directa de la base, de las condiciones económicas, productivas, etc. Este aporte intelectual del marxismo es de una importancia histórica inconmensurable (de hecho explica el largo fracaso de algunos humanistas, laicos y religiosos, que por siglos lucharon contra la esclavitud y debieron esperar hasta la Revolución industrial, a las nuevas condiciones de producción y explotación para que sus valores morales se impusieran). Pero la verdad, como siempre, no se termina allí y, con frecuencia, resiste y destruye cualquier confortable convicción. En este sentido el marxismo más radical y panfletario era (o es) “anti-humanista” por lo que tenía de determinista. En oposición (no sin cierto grado de paradoja) estaría el intento de Jean Paul Sarte de reconciliar el existencialismo con el marxismo. Las corrientes existencialistas han sido básicamente corrientes humanistas, desde el existencialismo religioso de Soren Kierkegaard hasta el existencialismo ateo de Jean Paul Sartre, por el rol decisivo, central, que tenía el concepto de libertad individual (con sus implicaciones emocionales, antes que racionales).

Lo mismo podemos observar en ciertas corrientes religiosas, protestantes o islámicas, que tienen una concepción fatalista del destino del individuo y de la humanidad: el destino está escrito, decidido de antemano; no hay nada que un individuo pueda hacer para salvarse o perderse, etc. Todas estas son concepciones anti-humanistas porque no reconocen la libertad, el libre albedrío, como facultades definitorias del ser humano.

Lo mismo el capitalismo: cada vez que, como ideología, la libertad se reduce a una libertad de mercado pero en su extremo todo se reduce a la ley de oferta y demanda, a “la mano invisible del mercado”, entonces el destino humano estaría regido por una fatalidad meta-humana, divina o material, y, por lo tanto, no es un humanismo.

Ahora, ¿dónde radica a capacidad de libertad de un individuo? Por supuesto que lo primero que uno piensa es en la libertad física y los ejemplos de personas encarceladas o esclavizadas por sus problemas económicos surgen casi de forma automática. Esto es una parte importante del problema, pero no es toda, ya que es parte de la condición humana estar limitados por barreras materiales, unas que permiten mucho espacio y otras que son capaces de aplastar a un ser humano, como lo es la tortura física y psicológica, la violencia física y moral.

Pero creo que en su sentido más profundo la libertad se basa y se define en la capacidad creadora del individuo, más allá de las condiciones favorables o desfavorables en las que se encuentra.

Es decir, si bien es cierto que casi todas nuestras ideas proceden de algún lado, son heredadas o producto de unas condiciones económicas, sociales y culturales dadas, también es cierto que hay un espacio, aunque sea mínimo, para la creatividad, para lograr que la combinación de dos elementos genere un tercer elemento nuevo, diferente. De otra forma, la historia siempre se repetiría mecánicamente, y si bien creo que en lo más profundo nuestra condición humana no ha cambiado mucho en los últimos milenios, que repetimos de forma inadvertida historias similares a la de nuestros abuelos y antepasados, también entiendo que la libertad está en cada variación y en cada decisión de ser o de hacer algo diferente a lo que podría indicar la rutina y el sentido común.

Cada vez que elegimos no seguir al primer instinto, el primer impulso, la mecanicidad de un acto rutinario, cada vez que elegimos cambiar con algún propósito y no sólo somos concientes de nuestras condiciones dadas sino que además dirigimos nuestras acciones por caminos nuevos, estamos ejercitando cierto grado de creatividad, es decir, cierto grado de libertad. Es decir, es en ese preciso memento en que estamos siendo humanos. Y cuando lo reconocemos y lo revindicamos, además de humanos somos humanistas.

(continúa)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

 

Jorge Majfud

Jacksonville University, marzo 2012.

majfud.org 

Milenio , II (Mexico)

creer y pensar

Si los profesores corrompen o adoctrinan adultos, con una conciencia previamente formada, las iglesias siempre llevan la ventaja de hacer lo mismo pero con menores y por mucho más tiempo.

Inquisition torture chamber

Inquisition torture chamber (Photo credit: Wikipedia)

 

Corruptores

 

Así como una democracia nunca se ha definido ni se ha probado ni ha avanzado por el nacionalismo de un pueblo sino por sus críticos, de igual forma todo lo que hoy llamamos “progreso de la historia” (con todo lo relativo que tiene esa expresión), como los múltiples derechos de las minorías, como la superación de muchas formas de explotación y esclavitud, nunca han sido producto de mentalidades conservadoras sino de aquella otra tradición que redescubrieron los humanistas al final del Edad Media y que incluyó a seculares y religiosos de extensa cultura.

Ese movimiento de una larga y lenta revolución en defensa de las libertades colectivas e individuales tuvo su raíz principalmente en aquellos profesores que huyeron de Grecia a la caída de Constantinopla y en aquellos otros (menos reconocidos) que en Córdoba y otras ciudades del sur de lo que hoy es España traducían textos científicos mientras discutían filosofía y religión en latín, hebreo, árabe y otras lenguas parecidas al castellano.

Como bien criticó el gran Ernesto Sábato a mediados del siglo pasado, el movimiento liberador del Renacimiento condujo a varias paradojas, como la de haber sido un movimiento humanista que en el siglo XX acabó en la deshumanización, un movimiento que se preocupó por la naturaleza y terminó en la máquina, un movimiento secular que terminó en una nueva religión: el fetichismo de la razón y las ciencias, donde sus paradójicos sacerdotes no eran los grandes científicos sino los cientificistas y sus rebaños estaban compuestos de tecnólatras.

Ahora, superado los paradigmas de la Era Moderna, y como bien lo había adelantado Umberto Eco hace varias décadas, volvemos a la Edad Media. Si en la Era Moderna convivían los racionalistas con los románticos, en nuestra nueva Edad Media conviven los fanáticos religiosos con el barroquismo de la publicidad, del consumismo y la hiperfragmentación del Homo Digital.

En Estados Unidos, como en muchos otros países, uno de los blancos preferidos de los neo inquisidores son los profesores y, por extensión, todos aquellos que se dedican a alguna disciplina humanística o, como se conoce en Estados Unidos, a alguna “liberal arts”. A los conservadores más radicales no sólo los irrita el adjetivo, “liberal” (que convierten en sustantivo para lanzarlo como una piedra), y la posibilidad de que exista la duda como recurso, sino los mismos fundamentos declarados de las “liberal arts”, entre los cuales está la promoción del pensamiento crítico antes que el pensamiento profesional. (Recientemente, participamos de un largo y duro debate en las asambleas de profesores que gobierna mi universidad, entre Economía y Negocios; la primera, una clásica “liberal art”; la segunda, una disciplina profesional que, por ende, se restringe mucho más a los cómo que a los por qué de la primera).

Desde los candidatos presidenciales que apelan a sus religiones como armas políticas (cada vez se parecen más a sus enemigos, los islamistas; no a aquellos medievales que apreciaban la diversidad sino a los fanáticos más contemporáneos) hasta los arengadores de los medios audiovisuales, el rebaño ha ido creciendo no sólo en número sino en su agresividad proselitista y moralizadora. No se conforman con ser los elegidos de Dios y sus voceros oficiales; además necesitan mandar al infierno al resto de infieles.

Como hiciera Anito y sus demagogos que en la democrática Atenas lograron la condena del viejo Sócrates, la fobia antiintelectual acusa a los profesores de hoy de las mismas dos cosas que hace dos mil quinientos años: (1) son demasiado incrédulos y (2) corrompen a la juventud haciéndoles demasiadas preguntas y sugiriéndoles que tal vez hay otras formas de ver un mismo problema.

Los líderes de esos poderosos grupos, orgullosamente definidos como religiosos y conservadores, en su mayoría ha realizado un pasaje fugaz por alguna universidad, más bien como ese necesario trámite administrativo que exige una sociedad contradictoria. Probablemente habrá sido para ellos una pérdida de tiempo, si no se dedicaron a algo práctico como los negocios. Junto con los lobbies secretos, estos grupos poseen una reserva incalculable de poder político y social.

Por norma y por lógica se definen como conservadores, aunque todas sus religiones y sus tradiciones han sido fundadas por revolucionarios que sucesivamente fueron torturados, crucificados o condenados de diversas formas y por diversos grupos conservadores de su tiempo.

Por supuesto que entre los malos profesores el proselitismo (típica tradición cristiano-musulmana que heredó el pensamiento ideológico en la Era Moderna, como cierto marxismo panfletario) tampoco es raro. No obstante, por definición, el pensamiento crítico no promueve la creencia ni la sumisión intelectual a la autoridad sino todo lo contrario. Los profesores no son predicadores, ni pastores ni políticos, y nada ganan con fastidiar las conciencias jóvenes.  La mejor tradición académica sigue basándose en el ejercicio de la duda y el escepticismo sobre las obviedades. En la academia también hay trabajo clerical (como en una iglesia pueden haber grandes espíritus críticos), ya que un investigador suele ser un intelectual profesional, con todos los riesgos y ventajas que esto implica, pero el clericalismo no es el ideal por el cual se define la profesión académica.

Es comprensible que en las universidades, donde normalmente se investiga, también se ejercite la duda y el cuestionamiento con alguna frecuencia. Tan comprensible como que en las iglesias de todo tipo estén casi monopolizadas por personas que en su vida nunca se les ocurriría cuestionar algo de sus propias convicciones sin considerarlo inmoral o diabólico.

Sin embargo, el caso sobre corrupción de la sociedad que llevó a Sócrates a la muerte y a Jesús al martirio, no es tan grave como se declara. Si bien es cierto que un porcentaje de estudiantes que entran a una universidad salen con ideas diferentes, con habilidades y traumas diferentes, no es menos cierto que de igual forma se podría acusar a las iglesias. Con el agravante de que si los profesores corrompen o adoctrinan adultos, con una conciencia previamente formada, las iglesias siempre llevan la ventaja de hacer lo mismo pero con menores y por mucho más tiempo. Ese es su trabajo: convencer o adoctrinar niños inocentes, incapaces de responder y sin siquiera recibir una buena nota por dudar de la verdad revelada, como suele ocurrir en las universidades. Las iglesias inyectan sus verdades (verdaderas o no, eso es materia de discusión, como los religiosos bien saben cuando se refieren a religiones ajenas, las falsas) en la más temprana edad y continúan haciéndolo por el resto de la vida de los feligreses. La mayoría de los universitarios pasa en un campus académico apenas cuatro o seis años. Cuatro o seis años felices, dicen luego, pero un tiempo casi insignificante desde el punto de vista de la adoctrinación de un individuo, que ya venía formado desde la cuna.

Entonces, señores elegidos de Dios, portavoces del Señor, miembros permanentes del Paraíso, sería bueno que, antes de criminalizar a los “liberal professors” de este país y de muchos otros, procedieran con las mismas reglas y las mismas oportunidades. Dejen de adoctrinar, dejen de lavar el cerebro de los niños y nosotros dejaremos de enseñar a los jóvenes que dudar es bueno. Aunque a partir de entonces ustedes dejarán de beneficiarse de todos los inventos que los investigadores y los espíritus críticos producen y nosotros no podamos beneficiarnos de la salvación de ustedes, sino lo contrario, como hasta ahora.

 

Jorge Majfud

Jacksonville University

majfud.org

Marzo 2012.

Milenio (Mexico)

Milenio II (Mexico)

Diario Dominicano (RD)

La Republica (Uruguay)

 

Juan de Valdés: observaciones lingüísticas de un humanista renacentista

Juan de Valdés

Juan de Valdés

Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua. [1535] Edición de Cristina Barbolani. Madrid: Cátedra, 1982.

Juan de Valdés: observaciones lingüísticas de un humanista renacentista.

 

Juan de Valdés, hermano de Alfonso de Valdés (autor de Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, 1527) fue uno de los tantos humanistas de la escuela de Erasmo de Roterdam. Los humanistas no abundaban mucho en España (como no abundarán los ilustrados), pero tampoco eran raros en la iglesia católica del siglo XVI, el siglo de las reformas y contrarreformas.  Juan escribió algunos o quizás muchos libros religiosos que no firmó con su verdadero nombre por temor a la policía teológica de la época. A estas malas costumbres sumaba el frecuente pecado de ser un cristiano de sangre impura, lo que en la época significaba tener algún abuelo o abuela judía, musulmana o conversa. También los Valdés tenían algún tío incinerado por la Inquisición. También, como todos los humanistas de la época, consideraban que la tolerancia y la libertad no eran atributos del demonio, como lo afirmarían otros intelectuales de la iglesia, como Santa Teresa y la mayoía de los políticos españoles hasta el siglo XX, para los cuales la democracia era una ofensa al orden vertical establecido por Dios. Muchos otros continuaron ese desprecio, desde los carlistas hasta Ortega y Gasset, el filósofo más celebrado de España en el siglo XX y autor del reaccionario La rebelión de las masas en 1930.  

Debido a este ambiente progresivamente irrespirable, Juan de Valdés fue procesado por la Inquisición; la última vez huyó de España.

Esta idea de fundar una verdad en la razón y no en la autoridad, importada del mundo islámico a Europa, entre otros, por el inglés Adelardo de Bath, tuvo una traducción bastante directa en humanistas como Juan de Valdés: “entender es mejor que creer”. En algún momento se debió descubrir que para esto no sólo la razón y la lógica eran medios legítimos sino también la observación.

Pero Valdés también fue un primitivo e interesante observador de la lengua castellana. Este interés lingüístico y sobre todo la observación del idioma popular era propio de los humanistas y, además, por entonces las questione della lingua estaban en pleno apogeo en Italia. Por supuesto que Juan de Valdés está más en la línea de los lingüistas actuales que básicamente observan y procuran explicar un fenómeno y muy lejos de su compatriota Antonio de Nebrija (autor de la primera gramática europea en lengua vulgar) y el inquebrantable espíritu conservador de la Real Academia. El relativismo de Valdés está en consonancia con la tolerancia de los humanistas y en cortocircuito con los puristas prescriptivistas más contemporaneos: “yo uso así para distinguir esto de aquello […] pero si me entiende tanto escribiendo “megior” como “mejor” no me parece que es sacar de quicios mi lengua, antes adornarla con la agena” (162).

Sabemos que los dos géneros literarios de los humanistas eran, no por casualidad, la epístola y el diálogo (veremos la obra de su hermano Alfonso y de un contemporáneo de ambos, Fray Antonio de Guevara, el autor de Epístolas familiares, 1539, que leería el francés Montagne décadas más tarde). Erasmo no sólo era un obsesivo escritor de cartas, sino que esta práctica y este género continúan la línea de Platón, Cicerón y Petrarca.

Valdés descubre el “uso” de la lengua (la lengua hablada, el castellano) y lo contrapone al “arte” lingüístico (la gramática, la lengua estudiada, el latín). En la lengua hablada predomina la forma en que es usada. Las normas guían, pero no son suficientes para hablar una lengua. Valdés no sólo usa los ejemplos literarios sino también los refranes populares, coplas, villancicos y romances populares haciendo referencia al mismo Erasmo, quien escribió un libro de refranes en latín (126). Luego usa él mismo varios de su tierra como: “las letras no embotan las lanzas” (127), lo que en Cervantes dejará de ser una aclaración para convertirse en un canon: el hombre de “armas y letras” (un clásico, también, de la realidad latinoamericana del siglo XX.). Entre este cúmulo de curiosidades encontramos uno de los refranes más universales: “Cargado de hierro, cargado de miedo” (176). El editor de 1982 nos recuerda que el mismo refrán se encuentra en la Celestina (XII, pág. 143, Clásicos Castellanos). Otros refranes bosquejan el espíritu de la época tanto como la inherente condición humana: “A quien mucho mal es ducho, poco bien se le hace mucho” (198);  Y en la página 257: “Malo es errar y peor es perseverar” (también en la Celestina, del latin “Malum est errare et peius perseverare”).

Por supuesto, en Diálogos (escrito en 1533, publicado en 1737) tampoco faltan los chistes anticlericales, de estilo erasmista: “Vedme aquí, ‘más obediente que un fraile descalço cuando es combidado para algún vanquete’” (131).

Con frecuencia el autor usa estos refranes para ejemplificar sus reglas gramaticales, porque entiende que son la autoridad del uso (151). Otros refranes populares de la época revelan el etnicismo ignorado en siglos posteriores y sus prejuicios: “fue la negra al baño y truxo que contar un año” (158).

Valdés reconoce que el castellano es una síntesis de lenguas, como la original de España, la de los godos, la del los romanos, el latín, y la de los moros, el árabe (132). Creía que la lengua original de España era la griega o la de los vizcaínos, porque (como pensaban otros) así como los romanos no pudieron someter por las armas a Vizacya tampoco pudieron imponerle su idioma (132).

Valdés era de la idea de que los vocablos envejecen. Como todo humanista de su época conocía Arte Poética de Horacio (194). Pero unas sesenta páginas más adelante demuestra que aun un humanista de la época estaba atrapado en la idea de pureza y concluye con una afirmación inaceptable para los lingüistas modernos: cree que el castellano, al ser mezcla de tantas lenguas, no se puede reducir a reglas (153).

No obstante, más allá de estos detalles gramaticales, creo que hay otras observaciones mucho más relevadoras, como lo es cierta distinción social entre las formas del “vos” y de la más moderna “tú”.

Según Juan de Valdés, “también escribimos ya y yo porque la y es consonante” (163), lo que quizás para un lingüista pueda ser prueba de la “y”  fricativa postalveolar sonora (la ʒ del “sheismo”). Para mí es otro indicio (no me animo a afirmar que es una prueba) de que el acento de la época, además de la gramática, se debía parecer más al acento rioplatense que al mexicano o, incluso, al castellano hablado en el centro y norte de España.

A la pregunta de ¿por qué se escribe (en el siglo XVI) unas veces omitiendo la “d” en vocablos como tomá, otras tomad, unas comprá, otras comprad, unas comé, otras comed”, la respuesta de Valdés es harto significativa, casi un tesoro histórico:

“Póngola por dos respetos: el uno para henchir más el vocablo, y el otro por que haya diferencia entre el toma con el acento en la o, que es cuando hablo con un muy inferior, a quien digo , y tomá, con el acento en la a, que es para cuando hablo con un casi igual, a quien digo vos”  (171).

Esta observación me recuerda mucho a lo que años atrás observé en el portugués de Mozambique. Alguien de una clase superior podía llamar “você” a un inferior, pero no viceversa (“o senhor João X”). Subvertir este orden clasista, racista y rígidamente colonialista era una ofensa contra el honor de quien estaba un poco más arriba; es decir, era un ataque contra el establishment.

Indicios como el que apunta Valdez a principios del siglo XVI, el siglo de la conquista, parte del Siglo de Oro de las letras y del oro americano, siempre me han conducido a pensar que el cambio de la forma “vos” en España por el “tú” se debió a las mismas razones clasistas y colonialistas. Como había intuido Nebrija en 1492, la lengua es era “compañera del Imperio”.

Tal vez esta distinción lingüística pudo haberse acentuado en Cuba y México durante la colonia, lo que no en el Río de la Plata, dado el carácter distinto de los indígenas del sur y del gaucho, que en el siglo XIX sorprendió a Charles Darwin por su incomprensible autoestima a pesar de su pobreza. También Simón Bolívar advirtió esta diferencia que luego fue detestada en el resto de América latina como simple vanagloria argentina: “El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad. […] El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del Rey […] El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas” (“Carta de Jamaica”, 1815). Está de más aclarar que todas estas observaciones se refieren al siglo XIX.

En su Dialogo, Valdés se extiende en otros detalles menos cruciales para la vida de los pueblos. Por ejemplo, atribuye el cambio de la “f” latina por la castellana “h” a la influencia árabe (171), cambio frecuente si comparamos el castellano con el portugués o gallego, aunque probablemente el silencio de la ache provenga del vasco. Luego reconoce que evita “güerta”, “güevo” y prefiere escribir “huerta”, “huevo” porque encuentra feo el sonido “gu” (176). No explica el por qué de la “fealdad” aunque también aquí sospecho que hay otra razón de clase social: como lo demuestran las revistas y los programas de moda, los pobres y todos aquellos que necesitan trabajar para vivir han sido siempre feos, villanos.

Para terminar dejemos una observación a manera de hipótesis para lingüistas: según Valdés, la palabra latina “ignorantia” en castellano se escribía o se debía escribir “iñorancia” para que se pronunciara igual. Como en toscano “signor” y en castellano “señor” (187). Sin embargo hoy en día no se pronuncia como “ñ” castellana ni como “gn” toscana. Lo cual podría ser un indicio (como cuando observamos los cambios de pronunciación del inglés británico al inglés americano) de que la grafía haya modificado la fonética, es decir, es posible que la cultura escrita, ilustrada, haya sido políticamente tan fuerte como para modificar en algún grado el uso de las mayorías analfabetas, así como anteriormente la escritura debió seguir la oralidad de un idioma consolidado (aunque tal vez Jacques Derrida no estaría de acuerdo).

Jorge Majfud

majfud.org

Jacksonville University

Neotraba (mexico)

Milenio (Mexico)

Milenio (Mexico)

Lecturas: 1486. Fernando de Pulgar, cronista de los reyes

Wedding portrait of King Ferdinand II of Aragó...

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Pulgar, Fernando del. Claros varones de Castilla. [1486] Madrid: Espasa-Calpe, 1942.

Fernando de Pulgar, cronista de los reyes

Fernando de Pulgar fue “cronista oficial” del rey castellano Juan II y de su hijo, Enrique IV, antes de servir como embajador en Roma de los reyes católicos de España, Fernando e Isabel; los reyes más importantes en la península Ibérica. Probablemente este hombre, que para nosotros es apenas un nombre, nació en Toledo, en 1430, en una familia judía y murió o desapareció en 1493, mucho después de convertirse al cristianismo. Como todos saben, 1492 fue el año del descubrimiento de América, de la expulsión de moros y judíos de España y el año de la primera publicación de la Gramática de la lengua castellana de Antonio Nebrija, primera gramática europea sobre una lengua vulgar. Algunos críticos y biógrafos lo han definido como humanista.

Este libro se compone de una serie de biografías minúsculas sobre personajes de su siglo, aparentemente poco objetivas y muy probablemente con el objetivo de adular a algún hombre poderoso de la época, además de la no menos poderosa Isabel.

Sobre el almirante Don Fadrique.

El almirante don Fadrique era abuelo de Fernando de Aragón. A las pocas líneas de recorrido ya apreciamos un rasgo común en la literatura y en la cultura hispánica de siglos posteriores: aparecen las figuras “intermedias” del poder. Los malos y excesivos son los “condestables”, como el de Castilla. El rey, en cabio, es incuestionable. El héroe (víctima) que estaba por debajo de los estamentos del poder, también.

Otra particularidad del relato, sobre todo considerando la época y su condición de converso, es la narración en primera persona. El narrador se convierte en autor: opina. Fernando Pulgar se entretiene analizando la conducta de un lejano romano que se suicidó, a diferencia del almirante Fadrique que vivió hasta viejo: “Si hay razones para alabar su vida no la hay para alabar su muerte”, ya que fue suicidio. Luego siguen largos discursos moralizantes.

El marqués de Santillana

Ya leímos con algún cuidado la Carta del Marqués de Santillana. Como era común e importante por demás en su época, Pulgar se detiene en las virtudes físicas de esta alma extraordinaria. Era “hermoso en las faciones de su rostro, de linaje noble castellano e muy antiguo” y admirador de los “ommes de ciencia” (36).

Huérfano de madre y padre perdió sus tierras y luego las recuperó. Pulgar refiere que el famoso poeta era alabado como hombre de ciencias y de armas y no escatima elogios por su valor ante el combate. Fue capitán en batallas contra cristianos y moros, donde fue vencedor y vencido. (39). Cuando el rey don Juan lo elige para luchar contra los moros, recibió la noticia “con alegre cara” (40).

Otra vez, como volverá a hacerlo cuando se describa a don Narváez (104) Pulgar hace referencia a los romanos como contraejemplo moral. Menciona a un capitán que debía degollar (hasta su propio “fijo”) para ser obedecido (42). El marqués de Santillana “en corte era grand Febo, por su clara gouernación, e en campo era Anibal, por su grand esfuerço” (43).

Un dicho de la época (podemos sospechar que no era de origen cristiano) aseguraba que las virtudes traen alegría y los vicios tristeza. Y como el marqués la mayor parte del tiempo estaba alegre, entonces debía ser virtuoso (46).

Feneció sus días a la edad de 65 años.

El conde Don Rodrigo de Villandrando

Para resaltar las virtudes de su biografiado, el autor, a pesar de ser un converso, se esmera en presentar a su personaje con orígenes “fijodalgo” aunque sea hijo de un escudero. El otro recurso es la descripción física: buen estado, fuerte, etc.

Por supuesto, también aquí se alaba el “estrago” y matanzas que hace el héroe al enemigo en la guerra. La guerra era la principal fuente de honor de la nobleza, y el honor el principal código moral. Así, don Rodrigo guerra en Francia y contra los ingleses. Rechaza la oferta de un capitán inglés para compartir el pan y el vino, porque después no le tendría tanta “ira” y no podría hacer tanto daño como debiera.

De grandes virtudes físicas y morales, murió muy anciano, a los 70.

El conde Cifuentes

Más descripciones físicas. Tenía la lengua çeçeosa. “Era ijodalgo [sin ache] de limpia sangre” (72). Es decir, no tenía una gota de sangre judía o sangre mora.

En uso de algunos valores o poses posmodernas, este autor del siglo XV destaca en el conde Cifuentes la franqueza, porque decía lo que le parecía con elegancia cuando otros callaban por no molestar. Alaba el hecho de que cuando recibió riquezas y el título de conde de la villa de Cifuentes [sic] por parte del rey Enrrique [sic], no cambió su persona ni hizo extravagancias, como si siempre hubiese sido noble y rico (77).

Murió muy anciano, a los 65 años, “al fin, entrado ya en los días de la vejez, en los cuales suele más reinar en los ommes la auaricia” (77).

El maestre Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes

Actuó en tierras de moros eventualmente. Batallas con moros e con cristianos (igual que los otros). Entra en Granada y asalta los muros. Lucha contra los moros pero no recibe la ayuda que esperaba de los cristianos. Se elogia el arrojo y la disposición para la guerra. Muere a los 70 años.

Don Rodríguez de Narváez

Peleó contra los moros, los cuales, según Pulgar, eran mañosos en este arte, los sometió y los obligó a someterse como vasallos y a pagar impuestos al rey (104).

Si los romanos eran crueles, los castellanos eran muy apreciados por su valor. Eso quedó demostrado cuando hubo guerra en otros países cristianos. “sope que ouo guerra en Francia, e en Nápoles, e en otras partes, donde concurrieron gentes de muchas naciones, e fui informado que el capitán francés o italiano tenía entonces por muy bien fornecida la escuadra de su gente, cuando podía aver en ella algunos caballeros castellanos, porque conoscía dellos tener esfuerzo e constancia de los peligros más que los de otras naciones” (106).

Sin embargo, cuando hubo guerras en Castilla no llegaron guerreros de otras partes. La explicación del autor es que así como no se lleva hierro a Vizcaya, donde abunda, los guerreros extranjeros no iban a Castilla porque allí había muchos caballeros valerosos y así su valor sería poco estimado (106).

Del cardenal de San Sixto

Después de Narváez, Pulgar deja los guerreros y se ocupa de la otra clase honorable, los religiosos profesionales.

También en estos casos abundará en descripciones físicas (otro hombre alto) y en aclaraciones étnicas: el santo era de linaje de judíos, pero convertidos a “nuestra sancta fe Católica” (108). Seguidamente, alaba sus conocimientos en la ciencia de la teología.

Del cardenal San Ángelo

El cardenal era un hombre alto, “hermoso” y de linaje de fijosdalgo. Se resalta la falta cobdicia y la permanente alegría como virtudes. También algunas virtudes pr’acticas, lo cual es una rareza, tal vez porque recordaba a los crueles romanos, aficionados a las obras civiles: el cardenal también promovió la construcción de un puente.

Murió en Roma, a los 80 años.

El arzobispo de Sevilla

Tomó el apellido de su madre. De linaje de fijosdalgo de Galicia, tenía el sentido de la vista desarrollado y por eso gustaba de las perlas y las joyas. Procuraba la honra y la cercanía del rey Juan y luego de Enrique. Por ello cosechó celos y enemistades hasta que murió a los 55 años.

El arzobispo de Burgos

Hijo de Pablo, obispo de Burgos, lo tuvo legítimo antes de entrar en religión. También de linaje de judíos, como era común. Hablaba muy bien, aunque como otros ilustres de la ‘epoca ten’ia el defecto que “çeçeaua un poco”. El rey Juan le mandó tornar de lengua latina a lengua vulgar obras de Séneca. Se fue a los 60 años.

Semblanza de los reyes católicos

Rey Don Fernando el católico de cabellos prietos. Un siglo más tarde, en 1575, el médico Juan Huarte descubriría que el cabello rubio era consecuencia de los vapores que despedía la inteligencia de algunos españoles, sobre todo los hombres rubios que estaban en la corte y en el trono.

Moderado en sus gestos, el rey montaba a caballo en silla de la guisa e a la jineta, como hacían entonces los árabes y hacen hoy los jockeys. Escuchaba consejos, especialmente de su mujer, la reina Isabel. Había sido criado en la guerra. Gastaba demasiado tiempo en juegos de pelota y de ajedrez. Como buen marido, amaba a su esposa pero se daba a otras mujeres (148).

Cierre

Todas estas semblanzas de varones terminan con una mujer. La reina Doña Isabel la Católica. Rubia de ojos verde-azules. No bebía vino pero hablaba latín. Cuando asumió encontró una gran corrupción y diversos crímenes. Era una mujer derecha, recta al juzgar, pero no compasiva. Acabó con la herejía del reino de Aragón, realizada por los cristianos judíos, como el autor, que judaizaban, contaminaban, la religión católica.

Jorge Majfud

El eterno retorno de Quetzalcóatl (II)

A 16th century manuscript illustrating La Mali...

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El eterno retorno de Quetzalcóatl (II)

Cuando finalmente Quetzalcóatl logra la hazaña de crear una Nueva humanidad (“el Hombre Nuevo”), ésta también resulta imperfecta. La idea de “las cosas resultaron bastante mal”, según David Carrasco, es algo común en la cultura religiosa mesoamericana anterior a la colonización europea. Pero Quetzalcóatl de Tula, otra variación más humana del mismo mito, es sobre todo un organizador social; suprime la institución del sacrificio a las deidades anteriores e inaugura un tiempo de equilibrio material y espiritual.

Por esta razón, para el paradigma preeuropeo Quetzalcóatl es el símbolo de la autoridad legítima que es capaz de un orden creador en un mundo inestable y amenazado por la inercia de la materia. El rechazo a la codicia europea del oro, real o simbólica, es un principio que pasa por Tupac Amaru y llega hasta Ernesto Che Guevara. La colonización europea confirmará la percepción del poder político como una fuerza injusta y usurpadora,  hasta convertir a toda forma de autoridad, como en el humanismo más radical, en ilegítimo. Pero esta idea ya angustiaba al mismo poder de Moctezuma en México tanto como al de Atahualpa en Perú. Y a todo usurpador de Quetzalcóatl/Viracocha, el justiciero.

Ya en la época de Chololan, Quetzalcóatl es reconocido como el dios de las masas, el que es capaz de integrar la gran estructura social. Sólo más tarde, en la imperial Tenotchitlán azteca —como Jesús en la imperial Roma de Constantino— es posible que se haya convertido en el dios de la clase alta. El retorno de Quetzalcóatl descubre la atmósfera de inestabilidad cósmica y de inferioridad cultural que marcaron la capital azteca, Tenotchitlán, desde su fundación.

La repetida idea de un imperio ostentando un poder ilegítimo surge, de forma muy particular, del poder mismo. Para revertirla, los aztecas recurren a la conmoción psicológica. En una ocasión invitan a representantes de pueblos vecinos a presenciar masacres rituales, como forma de sostener su poder mediante el terror de la fuerza. Esta política contuvo pero también potenció las energías de una rebelión que fue aprovechada por los españoles. Moctezuma, consciente de la ilegitimidad histórica de su imperio, ante la ilusoria llegada de Quetzalcóatl (Hernán Cortés), abandona el gran palacio y ocupa uno menor, en espera de la verdadera autoridad, la subyugada Tula. Con Moctezuma se da un hecho incomprensible para la historia de Occidente pero que nos revela un rasgo interior de la cultura mesoamericana: un gobernante que ostenta el poder absoluto y renuncia a él por una conciencia moral de ilegitimidad, por su propia mala conciencia. Lo que nos da una idea del significado prioritario del terror sagrado que unía al mesoamericano con el cosmos.

Quetzalcóatl no es el dios creador del Universo, sino un donador de la humanidad, como Prometeo, que da a los hombres y mujeres las artes, el conocimiento y los alimentos. Es decir, un reparador del caos o un servidor ante la necesidad natural del mundo. No es un dios que castiga a su creación, sino un dios limitado y frágil que lucha ante la adversidad en beneficio de una humanidad que ha sido castigada de antemano por fuerzas superiores. Pero es también un hombre concreto, la autoridad legítima, una autoridad máxima capaz de ordenar, regular y dar prosperidad a un pueblo permanentemente amenazado por el cosmos y por la violencia imperial de los dioses guerreros.

Si el mito o la voluntad de Prometeo es una herencia de la cultura ilustrada de Europa que se opuso o criticó la empresa Europea de conquista y colonización, el mito o la voluntad de Quetzalcóatl-Viracocha es la herencia de las masas populares que resistieron, se impusieron y dieron forma a la mentalidad de un continente que comparte más que un idioma. Según Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1992), Quetzalcóatl se convirtió en un héroe moral, como Prometeo; ambos se sacrificaron por la humanidad, les dieron a los mortales las artes y la educación. Ambos representaron la liberación, aún cuando ésta fue pagada con el sacrificio del héroe. El mismo Carlos Fuentes advierte este equivalente en dos pinturas del muralista mexicano José Clemente Orozco, una en Pomona Collage en Claremont, California y la otra en Baker Library en Dartmouth Collage, en Hanover. En la primera Prometeo simboliza el trágico destino de la humanidad y en la segunda Quetzalcóatl, el inventor de la humanidad que es exiliado al descubrir su rostro y deducir de él su destino humano, es decir, de alegría y dolor. Orozco sintetiza las dos figuras en un solo hombre pereciendo en la hoguera de su propia creación, en el Hospital Cabañas de Guadalajara.

También Jesús, como muchos otros, es dios-hecho-hombre. Pero a diferencia de Prometeo y Quetzalcóatl, Jesús es el único sobreviviente como protagonista de una religión viva. Los otros dos —ésta es una de las tesis centrales que ya desarrollamos en el espacio de libro— permanecerán en el inconsciente o en la cultura con la misma actitud, encarnada en los escritores comprometidos de la Guerra Fría o las revoluciones poscolonialistas, desde Ernesto Che Guevara hasta los teólogos de la liberación. Para estos últimos, fundadores de un movimiento teológico profundamente latinoamericano, el Jesús reivindicado no es el institucionalizado por la tradición imperial sino el Jesús ejecutado por el poder político, el (hijo de) Dios que se hizo hombre para ayudar a la humanidad oprimida por la religión y el imperio de la época, el Dios-hecho-hombre que desciende a la humanidad para impregnarla del conocimiento que la rescatará de la esclavitud. Según el códice Vaticano, “y así Tonacatecutli —o Citinatonali— envió a su hijo para salvar al mundo…” Esta salvación es una penitencia y un autosacrificio. También para la tradición cristiana, Jesús es el único gobernante legítimo que, como Prometeo y Quetzalcóatl, es cruelmente derrotado como individuo y como circunstancia, pero esta derrota significa la promesa de un regreso y el establecimiento de una nueva era de justicia, precedida por el caos final, por la distopía.

Si en el ciclo de la liberación humanista la conciencia precede al compromiso (I) y ésta a la acción (II), en Quetzalcóatl la conciencia es posterior a la creación de la nueva sociedad (III) y del Hombre nuevo (IV). Tanto Prometeo como Quetzalcóatl son hombres-dioses derrotados, porque su rasgo humano impone un grado de imperfección y de injusticia por parte de los dioses superiores (Zeus, Mictlantecuhtli, Tezcatlipoca). En ambos, como en Jesús, el simbolismo de la sangre es central, porque es el elemento más humano entre los elementos del universo —como el oro lo es del mundo material, desacralizado— contra los cuales debe luchar permanentemente para sobrevivir, para ascender a un orden superior o para evitar el caos, la destrucción final.

Pero si los humanismos de Prometeo y de Quetzalcóatl tienen elementos en común, también se oponen, reproduciendo la cosmología mesoamericana de los opuestos en lucha que crean y destruyen: Prometeo desafía la máxima autoridad para beneficiar a la humanidad. La historia del humanismo, como vimos, a partir del siglo XIII europeo integra una conciencia histórica de progresión, igualdad y libertad en el individuo-sociedad que se opondrá de forma radical al tradicional paradigma religioso basado en la autoridad y la decadencia de la historia según los cinco metales. El humanismo de Quetzalcóatl, si bien significa un desafío a los dioses superiores e inferiores en beneficio de la humanidad, su destino está marcado por la fatalidad de los ciclos y por su propia dualidad, por la acción heroica y la renuncia del exilio. Las autoridades destructivas son reemplazadas por otra autoridad, el hombre-dios que periódicamente es derrotado y sacrificado por fuerzas superiores. Como Ernesto Che Guevara. (Continúa)

Jorge Majfud

Lincoln University, noviembre 2008.

La Republica (Uruguay)

La Republica (II) (Uruguay)

  1. El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)
  2. El eterno retorno de Quetzalcoatl (II)
  3. El eterno retorno de Quetzalcóatl (III)
  4. El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

El continente mestizo:

Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

Tanto la interpretación marxista de la historia como la más reciente de Alvin Toffler asumen que las condiciones materiales de producción en primer grado —y de relación y reproducción en segundo—, explican el resto de la cultura y, en un extremo, definen o inducen una forma general de ética y de pensamiento de una sociedad dada en un momento dado. La visión opuesta sobrevalora el poder de una determinada tradición de pensamiento. Para algunos, esta tradición está construida por “poderosos pensadores”, como Platón, Marx o Fanon, como si un individuo pudiese tener la facultad de observar y actuar sobre la historia desde fuera de la misma. Para otros, éstos son sólo productos sofisticados de una forma preexistente de pensamiento en proceso de maduración en una clase dominante.

Sin embargo, nada nos impide asumir (y muchos indicios nos indican) que la realidad es construida de forma simultánea por estas fuerzas múltiples, con frecuencia opuestas. Una ambigüedad tan fecunda como contradictoria podemos observar en la historia de lo que hoy llamamos América Latina, especialmente en la corriente de los intelectuales de izquierda y probablemente en el sector más popular de esta región cultural y espiritual. En una investigación más amplia, distinguimos y rastreamos dos influencias fundamentales en este paradigma continental, definido en el Diagrama de los cuadrantes: una procede de la tradición del Humanismo europeo y la otra de la tradición popular amerindia, ilustrada por el arquetipo mítico de Quetzalcóatl.

Los estudios y debates sobre qué es el humanismo y dónde comienza son casi infinitos. No obstante, podemos identificar algunos rasgos comunes desde su nacimiento en el siglo XIV como el cuestionamiento de la razón a la autoridad y la introducción de la historia, dimensión fundamental en el ser humano como un “estar siendo”. De ahí se derivan otras consecuencias, como la reversión del paradigma dedecadencia de los tiempos por su opuesto: la historia progresa y puede ser medida por la “igual libertad” de los individuos, nacidos iguales. Estos elementos serán básicos en las ideologías y en gran parte del paradigma de la Literatura del compromiso: la tradición de Hegel y Marx, de Gramsci y Fanon, etc.

Por otro lado, el recurrente concepto de liberación que se desprende del desafío de la razón y la igualdad como inherentes a cualquier ser humano, se radicalizará desde el Renacimiento. De la liberación individual, propia del misticismo asiático y europeo, del concepto del pecado individual como única forma de pecado concebible por la tradición de claustros y monasterios de sociedades estamentales, se pasará a una concepción social del pecado y de la liberación. De aquí procede la idea común de que la liberación ya no es un ejercicio de implosión sino de explosión. El individuo sólo se libera a través de la sociedad. Es una liberación moral que entiende que el individuo es el resultado de una historia y de una sociedad y que, por lo tanto, está comprometido y debe actuar en esa historia y en esa sociedad para obtener un mejor resultado. Esta mejora colectiva se asume como progresiva y también como revolucionaria, no en su sentido reaccionario de re-volver sino todo lo contrario: significa una obligación de avanzar más rapadamente en la eliminación de la opresión de clase, de nacionalidades, de raza, de género, de unos grupos sobre otros hacia la “liberación de la humanidad” sin exclusiones. De aquí surge el concepto moderno de revolución y sus falsos sustitutos, según esta concepción: la revuelta y la rebelión.

El objetivo sigue siendo el individuo, pero como este es un proceso histórico ningún individuo concreto puede completarlo. El individuo que encabeza este proceso —el héroe revolucionario— es un avanzado que ha tomado conciencia de este amplio contexto y pretende acelerarlo. No obstante nunca alcanzará su objetivo, lo que significa que, a afectos simbólicos y por medios reales, deberá ser sacrificado. No sólo el héroe revolucionario muere en la lucha que pone en movimiento este proceso, sino que cada individuo debe morir para fructificar en las generaciones posteriores, nacidas en sociedades nuevas, sociedades revolucionarias. El Hombre nuevo será aquel individuo que logre completar el proceso histórico en base a sus antecesores. El Hombre nuevo —Quetzalcóatl, Ernesto Che Guevara— es un renacido de las cenizas del héroe revolucionario en la sociedad nueva. Es un producto del progreso la historia que lucha por pasar del reino de la necesidad —y de la opresión— al reino de la libertad.

Al mismo tiempo, si el tiempo judeo-cristiano-musulmán y luego humanista es una línea con un principio y un final, el paradigma del compromiso también adquiere la naturaleza mítica del círculo. Más concretamente de los ciclos —conciencia, sacrificio, renacimiento, libración— que nunca se cierran y deben reiniciarse, aunque nunca en el mismo punto y estado. En el mismo sentido, el héroe se define como revolucionario pero es reconocido como rebelde.

A diferencia del estudio que podemos hacer sobre la tradición del humanismo, cualquier investigación sobre la tradición amerindia carece del mismo volumen y precisión de los documentos literarios, críticos y analíticos. Por un lado estos documentos eran pocos en comparación. Por el otro, fueron destruidos en gran parte de dos formas: por el fuego concreto de los conquistadores y por el fuego ideológico de la colonización. Sin embargo, no pudo haber sustitución ni eliminación de toda una civilización expresada en diferentes culturas prehispánicas sino, simplemente, represión. Esta represión por la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XVIII. Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas hasta el siglo XX pero debieron adoptar una ideología que servía a su propia explotación. Parte de esta ideología era, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente. Esa clase minoritaria que fundó las “repúblicas de papel” lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa. Una población mayoritaria que en países como Perú, Centro América o México hasta el siglo XX ni siquiera hablaba el español como primera lengua, no carecía de cultura.

A esta cultura la llamamos de forma simplificada “cultura popular”, con el objetivo de distinguirla de la políticamente dominante cultura ilustrada. Esta cultura popular, menos basada en el texto escrito que en prácticas, mitos, canciones, danzas y creencias propias fue despreciada por propios y ajenos hasta bien entrado el siglo XX. Hemos rastreado algunos elementos “míticos” de esta cultura en un corpus aparentemente ajeno o distante en el tiempo y en casos como el Cono Sur, distante en el espacio, como lo es la producción de la Literatura del compromiso. Aparte del reconocimiento de estos elementos comunes y coincidentes, entendemos que la razón de ese fenómeno radica en la inversión ideológica que se produce en el siglo XX y que forma parte del mismo proceso del humanismo, en este caso del humanismo de izquierda. Desde fines del siglo XIX podemos observar inversiones ideológicas como la “americanista” de José Martí, con respecto a la “europeísta” de Domingo Sarmiento, y más tarde la crítica más claramente marxista de González Prada y José Mariátegui. El proceso que lleva a una crítica abierta y radical a las oligarquías y los grupos en el poder político e ideológico que se expresaban desde la cultura ilustrada, procede desde esa misma cultura ilustrada. Pero su objetivo de reivindicación no es esa misma tradición sino el sujeto de opresión: el indio, el negro, el gaucho, el campesino en general y, en menor medida, el obrero urbano. Es decir, al igual que el humanismo del Renacimiento se acerca la “sabiduría popular” como objeto de estudio y conocimiento, descarándose de la tradición del latín y la elite eclesiástica y monárquica, los nuevos intelectuales latinoamericanos se acercan a esa “masa muda” para escuchar su voz y traducirla desde la cultura ilustrada, que sigue siendo el espacio privilegiado del poder ideológico.

Es en este proceso, entendemos, que confluyen dos paradigmas aparentemente contradictorios —el lineal del humanismo y el cíclico amerindio— para definir los rasgos más comunes de la Literatura del compromiso. De una forma simple lo podemos resumir en el Diagrama de los cuadrantes (fig. 1).

Aunque un estado presente de la sociedad nunca está rígidamente determinado por el pasado como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Podemos asumir que cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. En el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad participan las fuerzas materiales —nuevas tecnologías de producción y comunicación— y la maduración de una historia que es producto y es productora de esos cambios. El arte, la literatura y la cultura en general no pueden constituir reinos independientes de ese proceso material y espiritual, y por ello su análisis debe revelarnos algo más que sus propios objetivos manifiestos.

Jorge Majfud, Lincoln University

Mayo 2008

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

© Jorge Majfud, The University of Georgia, febrero de 2007

Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

El continente mestizo:

Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

Tanto la interpretación marxista de la historia como la más reciente de Alvin Toffler asumen que las condiciones materiales de producción en primer grado —y de relación y reproducción en segundo—, explican el resto de la cultura y, en un extremo, definen o inducen una forma general de ética y de pensamiento de una sociedad dada en un momento dado. La visión opuesta sobrevalora el poder de una determinada tradición de pensamiento. Para algunos, esta tradición está construida por “poderosos pensadores”, como Platón, Marx o Fanon, como si un individuo pudiese tener la facultad de observar y actuar sobre la historia desde fuera de la misma. Para otros, éstos son sólo productos sofisticados de una forma preexistente de pensamiento en proceso de maduración en una clase dominante.

Sin embargo, nada nos impide asumir (y muchos indicios nos indican) que la realidad es construida de forma simultánea por estas fuerzas múltiples, con frecuencia opuestas. Una ambigüedad tan fecunda como contradictoria podemos observar en la historia de lo que hoy llamamos América Latina, especialmente en la corriente de los intelectuales de izquierda y probablemente en el sector más popular de esta región cultural y espiritual. En una investigación más amplia, distinguimos y rastreamos dos influencias fundamentales en este paradigma continental, definido en el Diagrama de los cuadrantes: una procede de la tradición del Humanismo europeo y la otra de la tradición popular amerindia, ilustrada por el arquetipo mítico de Quetzalcóatl.

Los estudios y debates sobre qué es el humanismo y dónde comienza son casi infinitos. No obstante, podemos identificar algunos rasgos comunes desde su nacimiento en el siglo XIV como el cuestionamiento de la razón a la autoridad y la introducción de la historia, dimensión fundamental en el ser humano como un “estar siendo”. De ahí se derivan otras consecuencias, como la reversión del paradigma dedecadencia de los tiempos por su opuesto: la historia progresa y puede ser medida por la “igual libertad” de los individuos, nacidos iguales. Estos elementos serán básicos en las ideologías y en gran parte del paradigma de la Literatura del compromiso: la tradición de Hegel y Marx, de Gramsci y Fanon, etc.

Por otro lado, el recurrente concepto de liberación que se desprende del desafío de la razón y la igualdad como inherentes a cualquier ser humano, se radicalizará desde el Renacimiento. De la liberación individual, propia del misticismo asiático y europeo, del concepto del pecado individual como única forma de pecado concebible por la tradición de claustros y monasterios de sociedades estamentales, se pasará a una concepción social del pecado y de la liberación. De aquí procede la idea común de que la liberación ya no es un ejercicio de implosión sino de explosión. El individuo sólo se libera a través de la sociedad. Es una liberación moral que entiende que el individuo es el resultado de una historia y de una sociedad y que, por lo tanto, está comprometido y debe actuar en esa historia y en esa sociedad para obtener un mejor resultado. Esta mejora colectiva se asume como progresiva y también como revolucionaria, no en su sentido reaccionario de re-volver sino todo lo contrario: significa una obligación de avanzar más rapadamente en la eliminación de la opresión de clase, de nacionalidades, de raza, de género, de unos grupos sobre otros hacia la “liberación de la humanidad” sin exclusiones. De aquí surge el concepto moderno de revolución y sus falsos sustitutos, según esta concepción: la revuelta y la rebelión.

El objetivo sigue siendo el individuo, pero como este es un proceso histórico ningún individuo concreto puede completarlo. El individuo que encabeza este proceso —el héroe revolucionario— es un avanzado que ha tomado conciencia de este amplio contexto y pretende acelerarlo. No obstante nunca alcanzará su objetivo, lo que significa que, a afectos simbólicos y por medios reales, deberá ser sacrificado. No sólo el héroe revolucionario muere en la lucha que pone en movimiento este proceso, sino que cada individuo debe morir para fructificar en las generaciones posteriores, nacidas en sociedades nuevas, sociedades revolucionarias. El Hombre nuevo será aquel individuo que logre completar el proceso histórico en base a sus antecesores. El Hombre nuevo —Quetzalcóatl, Ernesto Che Guevara— es un renacido de las cenizas del héroe revolucionario en la sociedad nueva. Es un producto del progreso la historia que lucha por pasar del reino de la necesidad —y de la opresión— al reino de la libertad.

Al mismo tiempo, si el tiempo judeo-cristiano-musulmán y luego humanista es una línea con un principio y un final, el paradigma del compromiso también adquiere la naturaleza mítica del círculo. Más concretamente de los ciclos —conciencia, sacrificio, renacimiento, libración— que nunca se cierran y deben reiniciarse, aunque nunca en el mismo punto y estado. En el mismo sentido, el héroe se define como revolucionario pero es reconocido como rebelde.

A diferencia del estudio que podemos hacer sobre la tradición del humanismo, cualquier investigación sobre la tradición amerindia carece del mismo volumen y precisión de los documentos literarios, críticos y analíticos. Por un lado estos documentos eran pocos en comparación. Por el otro, fueron destruidos en gran parte de dos formas: por el fuego concreto de los conquistadores y por el fuego ideológico de la colonización. Sin embargo, no pudo haber sustitución ni eliminación de toda una civilización expresada en diferentes culturas prehispánicas sino, simplemente, represión. Esta represión por la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XVIII. Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas hasta el siglo XX pero debieron adoptar una ideología que servía a su propia explotación. Parte de esta ideología era, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente. Esa clase minoritaria que fundó las “repúblicas de papel” lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa. Una población mayoritaria que en países como Perú, Centro América o México hasta el siglo XX ni siquiera hablaba el español como primera lengua, no carecía de cultura.

A esta cultura la llamamos de forma simplificada “cultura popular”, con el objetivo de distinguirla de la políticamente dominante cultura ilustrada. Esta cultura popular, menos basada en el texto escrito que en prácticas, mitos, canciones, danzas y creencias propias fue despreciada por propios y ajenos hasta bien entrado el siglo XX. Hemos rastreado algunos elementos “míticos” de esta cultura en un corpus aparentemente ajeno o distante en el tiempo y en casos como el Cono Sur, distante en el espacio, como lo es la producción de la Literatura del compromiso. Aparte del reconocimiento de estos elementos comunes y coincidentes, entendemos que la razón de ese fenómeno radica en la inversión ideológica que se produce en el siglo XX y que forma parte del mismo proceso del humanismo, en este caso del humanismo de izquierda. Desde fines del siglo XIX podemos observar inversiones ideológicas como la “americanista” de José Martí, con respecto a la “europeísta” de Domingo Sarmiento, y más tarde la crítica más claramente marxista de González Prada y José Mariátegui. El proceso que lleva a una crítica abierta y radical a las oligarquías y los grupos en el poder político e ideológico que se expresaban desde la cultura ilustrada, procede desde esa misma cultura ilustrada. Pero su objetivo de reivindicación no es esa misma tradición sino el sujeto de opresión: el indio, el negro, el gaucho, el campesino en general y, en menor medida, el obrero urbano. Es decir, al igual que el humanismo del Renacimiento se acerca la “sabiduría popular” como objeto de estudio y conocimiento, descarándose de la tradición del latín y la elite eclesiástica y monárquica, los nuevos intelectuales latinoamericanos se acercan a esa “masa muda” para escuchar su voz y traducirla desde la cultura ilustrada, que sigue siendo el espacio privilegiado del poder ideológico.

Es en este proceso, entendemos, que confluyen dos paradigmas aparentemente contradictorios —el lineal del humanismo y el cíclico amerindio— para definir los rasgos más comunes de la Literatura del compromiso. De una forma simple lo podemos resumir en el Diagrama de los cuadrantes (fig. 1).

Aunque un estado presente de la sociedad nunca está rígidamente determinado por el pasado como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Podemos asumir que cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. En el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad participan las fuerzas materiales —nuevas tecnologías de producción y comunicación— y la maduración de una historia que es producto y es productora de esos cambios. El arte, la literatura y la cultura en general no pueden constituir reinos independientes de ese proceso material y espiritual, y por ello su análisis debe revelarnos algo más que sus propios objetivos manifiestos.

Jorge Majfud, Lincoln University

Mayo 2008

Milenio (Mexico)

 

 

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

© Jorge Majfud, The University of Georgia, febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

Par Jorge Majfud *

Paris, 2 février 2007.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

Humanism, the West’s Last Great Utopia

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

Thisis the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

Jorge Majfud, february 2007.

Translated by Bruce Campbell

América y la utopía que descubrió el capitalismo I

Milenio (Mexico)

Panamá América

 

América y la utopía que descubrió el capitalismo

(Parte I)

Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.

Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. En palabras de Gramsci “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia” (Quaderni del Carcere, 1933). Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. También es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en lo que sería después América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado. Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, entendida como inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished”. En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth”. El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando un embajador cargado de joyas llega a Utopia, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos”.

Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y cristiano-renacentista aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505. Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor”. Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas”. Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas”. En una oración, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas”. Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes”. Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne acusaría en 1589 a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia. Shakespeare, poco después razonará que no era posible calificar de bárbaros y salvajes a los pueblos de la periferia; “lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”. (Continúa)

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

América y la utopía que descubrió el capitalismo

(Parte II)

Al volver del Nuevo Mundo, Américo Vespucio refirió a sus europeos las extrañas virtudes que había encontrado del otro lado del océano. Los bárbaros carecían de la codicia y vivían en una región del mundo bendecida por el clima. Esa América poseía las bondades geográficas de la que carecía la tórrida África por lo que, como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe”, mientras que sus habitantes “no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas” (Cartas, 1502).

Sus habitantes, insistía Vespucio, se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años; “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar”. Le llamó la atención que guerreen unas tribus con otras sin saber ellos mismos por qué lo hacían, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado”. En otro momento asume que hace la guerra por pasión, no por ambición. “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas”, pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta”.

Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas”. “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna”. En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre”. “Las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna”.

Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista —además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia— que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana. Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida, razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales.

Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. Para Moro existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible”.  El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también. En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.

Como vimos en otros ensayos, para los revolucionarios y los escritores de la “Literatura del compromiso”, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía. Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del estado (“Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state”) Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano. “Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo”. (Obra, 1967).

Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.

La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas aunque muchas veces usadas como instrumentos ideológicos en colaboración. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo.

Por otra parte —en un trabajo más extenso desarrollamos este punto—, todavía queda pendiente aclarar el rol que jugó la presencia de América en las utopías europeas y viceversa, más allá de vincularlo a la mitología clásica europea, y qué parte procedió de la propia cosmología indoamericana, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y desde el nacimiento de la Era Moderna. Una hipótesis que debería ser problematizada radica en cuestionar la sobrevaloración de la herencia griega y europea en la formación de la cosmología americana y volver la mirada a esa “masa muda”, más bien enmudecida por la violencia de la Conquista primero y por las culturas hegemónicas de Europa y Estados Unidos después. Desde un punto de vista ilustrado, la presencia de la cosmovisión amerindia y de los pueblos colonizados en general ha sido casi inexistente hasta el siglo XX. Pero ha estado ahí, latente y determinante. Porque reprimido no significa muerto sino todo lo contrario.

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

Jorge Majfud

2 de febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

Humanism, the West’s Last Great Utopia

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

Thisis the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

Diez azotes contra humanismo

Onganía rezando

Image via Wikipedia

Ο δεκάλογος κατά του ανθρωπισμού (Greek)

Ten Lashes Against Humanism (English)

 

Diez azotes contra humanismo

Una tradición menor del pensamiento conservador es la definición del adversario dialéctico por su falta de moral y por sus deficiencias mentales. Como esto nunca llega a ser un argumento, se encubre el exabrupto con algún razonamiento fragmentado y repetido, propio del pensamiento posmoderno de la propaganda política. No es casualidad que en América Latina otros escritores repitieran la experiencia norteamericana con libros como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996) o confeccionando listas sobre Los diez estúpidos más estúpidos de América Latina. Lista que solía encabezar, con elegante indiferencia, el fénix Eduardo Galeano. Tantas veces lo mataron que se acostumbró a nacer.

Por regla general, las listas de los diez más estúpidos de Estados Unidos las suelen encabezar intelectuales. La razón de esta particularidad la dio hace tiempo un militar de la última dictadura argentina (1976-1983) que se quejaba ante las cámaras de televisión de las marchas de manifestantes por las calles de Buenos Aires: “no sospecho tanto de los trabajadores, porque éstos siempre están ocupados en trabajar; sospecho de los estudiantes, porque al tener demasiado tiempo libre lo dedican a pensar. Y usted sabe, señor periodista, que el exceso de pensamiento es peligroso”. Lo cual era consecuente con el anterior proyecto del general Onganía (1966-1970) de expulsar a todos los intelectuales para arreglar los problemas de la Argentina.

No hace mucho, Doug Hagin, a imagen y semejanza del famoso programa de televisión Dave’s Top Ten, confeccionó su propia lista de Las diez estúpidas ideas más estúpidas de los ideales izquierdistas (The top ten list of stupid leftist ideals). Si tratamos de desimplificar el problema quitándole la etiqueta política, veremos que cada acusación contra los llamados izquierdistas norteamericanos es, en realidad, ataques a varios de los principios humanistas:

10: Ambientalismo. Según el autor, los izquierdistas no se detienen en un punto razonable de conservación.

Claro que la definición de qué es razonable o no, depende de los intereses económicos del momento. Como todo conservador, se aferra a que la teoría del Calentamiento global es sólo una teoría, como la teoría de la evolución: no hay pruebas de que Dios no ha creado los esqueletos de dinosaurios y demás especies y las ha desparramado por ahí, sólo para despistar a los científicos y probar así su fe. La mentalidad conservadora, heroicamente inalterable, nunca pudo concebir que los mares pudiesen tener una conducta progresista, más allá de un nivel razonable.

9: Se necesita un pueblo para criar a un niño. El autor lo niega: el problema es que los izquierdistas siempre han pensado de forma colectiva. Como ellos no creen en el individualismo, confían que la educación de los niños deba ser hecha en sociedad.

En cambio, el pensamiento reaccionario confía más en las islas, en el autismo social, que en la sospechosa humanidad. Según este razonamiento de noble medieval, un hombre rico puede ser rico rodeado de miseria, un niño puede convertirse en un hombre moral y ascender al cielo sin contaminarse con el pecado de su sociedad. La sociedad, el vulgo, sólo sirve para que el hombre moral demuestre su compasión donando a los necesitados aquello que le sobra —y descontándolo de los impuestos.

8: Los niños son incapaces de soportar el estrés. Razón por la cual no pueden ser corregidos por los maestros con tinta roja o no pueden enfrentarse con las partes crueles de la historia.

El autor acierta al observar que ver lo desagradable en la infancia prepara a los niños para un mundo que no es placentero. No obstante, algunos compasivos conservadores exageran un poco al vestir a sus niños con uniformes militares y regalarles juguetes que, aunque sólo disparan luces láser, se parecen mucho a las armas de luces láser que disparan otra cosa a blancos (y negros) semejantes.

7: La competencia es mala. Para el autor, no: el que unos ganen significa que otros pierden, pero esta dinámica nos conduce a la grandeza.

No explica si existe aquí el “límite razonable” del que hablaba antes o si se está refiriendo a la odiada teoría de la evolución, que establece la sobrevivencia del más fuerte en el mundo salvaje. Tampoco aclara a qué grandeza se refiere, si a la del esclavo de una próspera plantación de algodón o al tamaño de la plantación. No tiene en cuenta, claro, ningún tipo sociedad solidaria liberada de la neurosis de la competencia.

6: La salud es un derecho civil. No para el autor: la salud es parte de la responsabilidad personal.

Este argumento es repetido por quienes niegan la necesidad de un sistema de salud universal y, al mismo tiempo, no proponen privatizar la policía y mucho menos el ejército. Nadie le paga a la policía después de llamar al 911, lo cual es razonable. Si un asaltante nos pega un tiro en la cabeza, no pagaremos nada por su captura, pero si somos pobres quedaremos en banca rota para que un equipo de médicos nos salve la vida. Somos individuos responsables sólo por lo segundo. Se deduce que, según esta lógica, un ladrón que roba una casa significa una enfermedad social, pero una peste es apenas el cúmulo de algunos individuos irresponsables que no afecta al resto. Nunca se tiene en cuenta que la solidaridad colectiva es una de las formas más altas de la responsabilidad individual.

5: La riqueza es mala. Según el autor, los izquierdistas quieren penalizar el éxito de los ricos con impuestos para dársela al gobierno federal para que gaste irresponsablemente ayudando a aquellos que no son tan exitosos.

Es decir, los trabajadores les deben el pan a los ricos. Ganarse el pan con el sudor de la frente es un castigo que administran aquellos exitosos que no necesitan trabajar. Por algo la belleza física ha estado históricamente asociada a los hábitos cambiantes pero siempre ociosos de la aristocracia. Por algo en el mundo feliz de Walt Disney no existen los trabajadores; la felicidad está enterrada en algún tesoro lleno de monedas de oro. Por la misma razón, es necesario no dilapidar los impuestos en educación y en salud. Los millonarios gastos de los ejércitos alrededor del mundo no se cuentan, porque son parte de la inversión que hacen los Estados responsablemente para mantener el éxito de los ricos y el sueño de gloria de los pobres.

4: Existe un racismo desenfrenado que sólo será resuelto con la tolerancia. No: los izquierdistas ven las relaciones raciales desde el prisma del pesimismo. Pero la raza no es importante para la mayoría de nosotros, excepto para ellos.

Es decir, como en la ficción del calentamiento global, si un conservador no piensa en algo o en alguien, algo o alguien no existen. De las Casas, Lincoln y Martin Luther King lucharon contra el racismo ignorándolo. Si los humanistas dejaran de pensar en el mundo, seríamos más felices porque no existiría el dolor ajeno ni los impiadosos ladrones que roban a los ricos compasivos.

3: Aborto. Para evitar la responsabilidad personal, los izquierdistas apoyan la idea de asesinar a un no nacido.

El asesinato en masa de los ya nacidos es también parte de la responsabilidad individual, según el pensamiento televisivo de derecha, aunque a veces se llama heroísmo y patriotismo. Sólo cuando beneficia nuestra isla. Si nos equivocamos suprimiendo un pueblo, evitamos la responsabilidad hablando del aborto. Un negocio moral doble de una doble moral.

2: Las armas son malas. Los izquierdistas odian las armas y odian a quienes se quieren defender. Los izquierdistas, en cambio, piensan que esta defensa debe ser hecha por el Estado. Una vez más no quieren asumir sus responsabilidades.

Es decir, los asaltantes, pandilleros menores, estudiantes que ametrallan en las escuelas secundarias, narcotraficantes y demás miembros del sindicato ejercen un derecho al defender sus propios intereses como individuos y como corporaciones. Nadie más que éstos desconfían del Estado y confían en su propia responsabilidad. Huelga recordar que los ejércitos, según este tipo de razonamiento, son parte principal de esa responsable defensa hecha por el irresponsable Estado.

1: Apaciguar el mal asegura la Paz. Los izquierdistas a lo largo de la historia han querido calmar a los nazis, a los dictadores y a los terroristas.

La sabiduría del articulista no alcanza a considerar que muchos izquierdistas han estado conscientemente a favor de la violencia, y como ejemplo bastaría con recordar a Ernesto Che Guevara. Aunque tal vez se trataba de la violencia del esclavo, no la violencia del amo. Es cierto, los conservadores no han calmado a los dictadores: por lo menos en América Latina, los han alimentado. Al fin y al cabo, también éstos han sido siempre miembros del Club de las Armas, y de paso eran sujetos de muy buenos negocios en nombre de la seguridad. Los nazis, dictadores y terroristas de todo tipo, con esa tendencia a la simplificación ideológica, también estarían de acuerdo con el último razonamiento de la lista: “los izquierdistas no comprenden que a veces la violencia es la única solución. El Mal existe y debe ser erradicado”. Y, finalmente: “We will kill it [the Evil], or it will kill us, it is that simple. Mataremos el Mal, o el Mal nos matará a nosotros; lo único más simple que esto es el pensamiento de izquierda”.

Palabra del Poder.

© Jorge Majfud

The University of Georgia, febrero de 2007

Milenio (Maxico)

 

 


Dix fléaux contre l’Humanisme

Une tradition mineure de la pensée conservatrice revient à la définition de l’adversaire dialectique par son manque de morale et par ses insuffisances mentales. Comme ceci n’arrive jamais à être un argument, on cache la riposte avec un certain raisonnement fragmenté et répété, propre de la pensée postmoderne de la propagande politique. Ce n’est pas un hasard qu’en Amérique Latine, les autres auteurs répétaient l’expérience étasunienne avec des livres comme « Manual del perfecto idiota latinoamericano » (1996) (Manuel de l’idiot latino-américain parfait) ou en confectionnant des listes sur les dix stupides les plus stupides d’Amérique Latine. Liste à la tête de laquelle se trouve généralement, avec une élégante indifférence, le phoénix Eduardo Galeano. Ils l’ont tué tant de fois qu’il s’est habitué à renaître.

En règle générale, les listes des dix plus stupides des Etats-Unis on trouve en tête généralement des intellectuels. La raison de cette particularité fut donnée il y a quelques temps par un militaire de la dernière dictature argentine (1976-1983) qui se plaignait devant les cameras de télévision des marches de manifestants dans les rues de Buenos Aires : “je ne soupçonne pas tant les travailleurs, parce qu’ils sont toujours occupés à travailler ; je soupçonne les étudiants, parce qu’ayant trop de temps libre ils le consacrent à penser. Et vous savez, Monsieur le journaliste, que l’excès de pensée est dangereux”. Ce qui était conséquent avec le précédent projet du général Onganía (1966-1970) d’expulser tous les intellectuels pour stopper les problèmes de l’Argentine.

Il n’y a pas longtemps, Doug Hagin, à l’image et en copiant le célèbre programme de télévision « Dave’s Top Ten », a confectionné sa liste propre des dix idées les plus stupides des idéaux de gauche (The top ten list of stupid leftist idéals). Si nous essayons de dé-simplifier le problème en lui enlevant l’étiquette politique, nous verrons que chaque accusation contre la gauche étasunienne est, en réalité, une série d’attaques contre principes humanistes :

10 : Environement. Selon l’auteur, la gauche ne s’arrête pas à un point raisonnable de conservation.

Il est évident que la définition de ce qu’est raisonnable ou non, dépend des intérêts économiques du moment. Comme tout conservateur, il s’accroche à ce que la théorie du réchauffement global est seulement une théorie, comme la théorie de l’évolution : il n’y a pas de preuves que Dieu n’ait pas créé les squelettes de dinosaures et d’autres espèces et les ait pas dispersées par là, seulement pour dérouter les scientifiques et mettre à l’épreuve ainsi leur foi. La mentalité conservatrice, héroïquement invariable, n’a jamais pu concevoir que les mers puissent avoir leur « propre progression », au-delà d’un niveau raisonnable.

9 : On a besoin d’un peuple pour élever un enfant. L’auteur le nie : le problème est que la gauche a pensé toujours de manière collective. Comme ils ne croient pas dans l’individualisme, ils confient que l’éducation des enfants doit être faite en société.

En revanche, la pensée réactionnaire fait plus confiance dans « les îles », dans l’autisme social, que dans l’humanité suspecte. Selon ce raisonnement de noble médiéval, un homme riche peut être riche et entouré de misère, un enfant peut se transformer en un homme moral et monter au ciel sans être contaminé par le péché de sa société. La société, le peuple, sert seulement pour que l’homme moral démontre sa compassion en faisant don de ce dont il n’a pas besoin – et en le déduisant des impôts.

8 : Les enfants sont incapables de supporter l’effort. Raison pour laquelle ils ne peuvent pas être corrigés par les enseignants avec de l’encre rouge ou qu’ils ne peuvent pas faire face aux périodes cruelles de l’histoire.

L’auteur fait mouche en observant que voir ce qui est désagréable dans l’enfance prépare les enfants à un monde déplaisant. Cependant, quelques conservateurs miséricordieux exagèrent un peu en habillant leurs enfants avec des uniformes militaires et en leur donnant des jouets qui, bien qu’ils projettent seulement des lumières laser, ressemblent beaucoup aux armes à laser qui tirent autre choses à des blancs (et noirs).

7 : La concurrence est mauvaise. Pour l’auteur, non : le fait que les uns gagnent signifie que d’autres perdent, mais cette dynamique nous conduit à la grandeur.

Il n’explique pas s’il existe ici la “limite raisonnable” dont il parlait avant ou s’il se réfère à la théorie haïe de l’évolution, qui établit la survie du plus fort dans un monde sauvage. Il ne clarifie pas non plus à quelle grandeur il se réfère, si c’est à celle de l’esclave d’une prospère plantation de coton ou à la taille de la plantation. Il ne tient pas compte, clairement, d’aucune société type solidaire libérée de la névrose de la concurrence.

6 : La santé est un droit civil. Cela n’arrête pas l’auteur : la santé fait partie de la responsabilité personnelle.

Cet argument est répété par ceux qui nient la nécessité d’un système de santé universelle et, en même temps, ne proposent pas de privatiser la police et encore moins l’armée. Personne ne paye la police après avoir appelé le 911, ce qui est raisonnable. Si un assaillant nous colle une balle dans la tête, nous ne payerons rien pour sa capture, mais si nous sommes pauvres nous resterons en faillite pour qu’une équipe de médecins nous sauve la vie. Nous sommes des individus responsables seulement pour la seconde chose. On déduit que, selon cette logique, un voleur qui vole une maison traduit une maladie sociale, mais une telle peste est à peine l’accumulation de quelques individus irresponsables qui n’affectent pas le reste. On ne prend jamais en considération que la solidarité collective est une des plus hautes manières de la responsabilité individuelle.

5 : La richesse est mauvaise. Selon l’auteur, la gauche veut pénaliser le succès des riches avec des impôts pour les donner au gouvernement fédéral pour qu’il dépense de façon irresponsable en aidant ceux qui n’ont pas tellement réussis.

C’est-à-dire, les travailleurs doivent le pain aux riches. Gagner son pain avec la sueur de son front est une punition que distribuent ceux qui ont réussi qui n’ont pas besoin de travailler. C’est pour quelque chose que la beauté physique a été historiquement associée aux habitudes changeantes mais toujours superflues de l’aristocratie. C’est pour quelque chose que dans le monde heureux de Walt Disney il n’existe pas de travailleurs ; le bonheur est enterré dans un certain trésor plein de pièces d’or. Pour la même raison, il est nécessaire de ne pas dilapider les impôts en éducation et en santé. Les dépenses en millions des armées autour du monde ne comptent pas, parce qu’elles font partie de l’investissement que font les États responsables pour maintenir la réussite des riches et le rêve de gloire des pauvres.

4 : Il existe un racisme effréné qui sera seulement résolu par la tolérance. Non : la gauche voit les relations ethniques depuis le prisme du pessimisme. Mais la race n’est pas importante pour la majorité de d’entre nous, excepté pour eux.

C’est-à-dire, comme dans la fiction du réchauffement global, si un conservateur ne pense pas à quelque chose ou à quelqu’un, quelque chose ou quelqu’un n’existe pas. De las Casas, Lincoln et Martin Luther King ont combattu le racisme en l’ignorant. Si les humanistes cessaient de penser le monde, nous serions plus heureux parce que n’existerait pas la douleur étrangère, ni les voleurs impies qui volent les riches miséricordieux.

3 : Avortement. Pour éviter la responsabilité personnelle, la gauche soutient l’idée d’assassiner un non né.

Le meurtre en masse des déjà nés fait aussi partie de la responsabilité individuelle, selon la pensée télévisuelle de droite, qu’on appelle parfois héroïsme et patriotisme. Seulement quand elles profitera notre île. Si nous nous trompons en supprimant un peuple, nous évitons la responsabilité en parlant de l’avortement. Une affaire morale double, d’une double morale.

2 : Les armes sont mauvaises. La gauche haïe les armes et haïe qui veut se défendre. La gauche, en revanche, pensent que cette défense doit être faite par l’État. Une fois de plus elle ne veut pas assumer ses responsabilités.

C’est-à-dire, les braqueurs, mineurs délinquants, étudiants qui mitraillent dans les écoles secondaires, narcotrafiquants et autres membres du syndicat exercent un droit en défendant leurs intérêts propres comme individus et comme corporations. Personne plus que ceux-ci c’est en méfient de l’État et confient sa responsabilité propre. On doit s’en rappeler que les armées, selon ce type de raisonnement, font partie principale de cette défense responsable faite par l’État irresponsable.

1 : Calmer le mal assure La Paz. La gauche au fil de l’histoire a voulu calmer les nazis, les dictateurs et les terroristes.

La sagesse du chroniqueur ne parvient pas à considérer que beaucoup d’homme de gauche ont été consciemment pour la violence, et comme exemple, il suffirait de mentionner Ernesto Che Guevara. Bien qu’il s’agisse peut-être de la violence de l’esclave, non la violence du maître. Il est certain, les conservateurs n’ont pas calmé les dictateurs : au moins en Amérique latine, ils les ont nourris. À la fin et à l’extrémité, ceux-ci ont aussi toujours été membres du Club des Armées, et du coup faisaient de très bonnes affaires au nom de la sécurité. Les nazis, dictateurs et terroristes de tout type, avec cette tendance à la simplification idéologique, sont aussi d’accord avec le dernier raisonnement de la liste : “les gens de gauche ne comprennent pas que parfois la violence est la seule solution. Le Mal existe et doit être déraciné”. Et, finalement : “We will kill it (the Evil), or it will kill us, it is that simple. Nous tuerons le Mal, ou le Mal nous tuera ; Rien de plus simple que ceci est la pensée de gauche”.

Mot du Pouvoir.

Por Jorge Majfud, février 2007

* Professeur à l’ Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol pour Estelle et Carlos Debiasi.

Ten Lashes Against Humanism

A minor tradition in conservative thought is the definition of the dialectical adversary as mentally deficient and lacking in morality. As this never constitutes an argument, the outburst is covered up with some fragmented and repetitious reasoning, proper to the postmodern thought of political propaganda. It is no accident that in Latin America other writers repeat the US experience, with books like Manual del perfecto idiota latinoamericano (Manual for the Perfect Latin American Idiot, 1996) or making up lists about Los diez estúpidos más estúpidos de América Latina (The Top Ten Stupid People in Latin America). A list that is usually headed up, with elegant indifference, by our friend, the phoenix Eduardo Galeano. They have killed him off so many times he has grown accustomed to being reborn.

As a general rule, the lists of the ten stupidest people in the United States tend to be headed up by intellectuals. The reason for this particularity was offered some time ago by a military officer of the last Argentine dictatorship (1976-1983) who complained to the television cameras about the protesters marching through the streets of Buenos Aires: “I am not so suspicious of the workers, because they are always busy with work; I am suspicious of the students because with too much free time they spend it thinking. And you know, Mr. Journalist, that too much thinking is dangerous.” Which was consistent with the previous project of General Ongaría (1966-1970) of expelling all the intellectuals in order to fix Argentina’s problems.

Not long ago, Doug Hagin, in the image of the famous television program Dave’s Top Ten, concocted his own list of The Top Ten List of Stupid Leftist Ideals. If we attempt to de-simplify the problem by removing the political label, we will see that each accusation against the so-called US leftists is, in reality, an assault on various humanist principles.

10: Environmentalism. According to the author, leftists do not stop at a reasonable point of conservation.

Obviously the definition of what is reasonable or not, depends on the economic interests of the moment. Like any conservative, he holds fast to the idea that the theory of Global Warming is only a theory, like the theory of evolution: there are no proofs that God did not create the skeletons of dinosaurs and other species and strew them about, simply in order to confuse the scientists and thereby test their faith. The conservative mentality, heroically inalterable, could never imagine that the oceans might behave progressively, beyond a reasonable level.

9: It takes a village to raise a child. The author denies it: the problem is that leftists have always thought collectively. Since they don’t believe in individualism they trust that children’s education must be carried out in society.

In contrast, reactionary thought trusts more in islands, in social autism, than in suspect humanity. According to this reasoning of a medieval aristocrat, a rich man can be rich surrounded by misery, a child can become a moral man and ascend to heaven without contaminating himself with the sin of his society. Society, the masses, only serves to allow the moral man to demonstrate his compassion by donating to the needy what he has left over – and discounting it from his taxes.

8: Children are incapable of handling stress. For which reason they cannot be corrected by their teachers with red ink or cannot confront the cruel parts of history.

The author is correct in observing that seeing what is disagreeable as an infant prepares children for a world that is not pleasant. Nonetheless, some compassionate conservatives exaggerate a little by dressing their children in military uniforms and giving them toys that, even though they only shoot laser lights, look very much like weapons with laser lights that fire something else at similar targets (and at black people).

7: Competition is bad. For the author, no: the fact that some win means that others lose, but this dynamic leads us to greatness.

He does not explain whether there exists here the “reasonable limit” of which he spoke before or whether he is referring to the hated theory of evolution which establishes the survival of the strongest in the savage world. Nor does he clarify to which greatness he refers, whether it is that of the slave on the prosperous cotton plantation or the size of the plantation. He does not take into account, of course, any kind of society based on solidarity and liberated from the neurosis of competition.

6: Health is a civil right. Not for the author: health is part of personal responsibility.

This argument is repeated by those who deny the need for a universal health system and, at the same time, do not propose privatizing the police, and much less the army. Nobody pays the police after calling 911, which is reasonable. If an attacker shoots us in the head, we will not pay anything for his capture, but if we are poor we will end up in bankruptcy so that a team of doctors can save our life. One deduces that, according to this logic, a thief who robs a house represents a social illness, but an epidemic is nothing more than a bunch of irresponsible individuals who do not affect the rest of society. What is never taken into account is that collective solidarity is one of the highest forms of individual responsibility.

5: Wealth is bad. According to the author, leftists want to penalize the success of the wealthy with taxes in order to give their wealth to the federal government so that it can be spent irresponsibly helping out those who are not so successful.

That is to say, workers owe their daily bread to the rich. Earning a living with the sweat of one’s brow is a punishment handed down by those successful people who have no need to work. There is a reason why physical beauty has been historically associated with the changing but always leisurely habits of the aristocracy. There is a reason why in the happy world of Walt Disney there are no workers; happiness is buried in some treasure filled with gold coins. For the same reason, it is necessary to not squander tax monies on education and on health. The millions spent on armies around the world are not a concern, because they are part of the investment that States responsibly make in order to maintain the success of the wealthy and the dream of glory for the poor.

4: There is an unbridled racism that will only be resolved with tolerance. No: leftists see race relations through the prism of pessimism. But race is not important for most of us, just for them.

That is to say, like in the fiction of global warming, if a conservative does not think about something or someone, that something or someone does not exist. De las Casas, Lincoln and Martin Luther King fought against racism ignorantly. If the humanists would stop thinking about the world, we would be happier because others’ suffering would not exist, and there would be no heartless thieves who steal from the compassionate rich.

3: Abortion. In order to avoid personal responsibility, leftists support the idea of murdering the unborn.

The mass murder of the already born is also part of individual responsibility, according to televised right-wing thought, even though sometimes it is called heroism and patriotism. Only when it benefits our island. If we make a mistake when suppressing a people we avoid responsibility by talking about abortion. A double moral transaction based on a double standard morality.

2: Guns are bad. Leftists hate guns and hate those who want to defend themselves. Leftists, in contrast, think that this defense should be done by the State. Once again they do not want to take responsibility for themselves.

That is to say, attackers, underage gang members, students who shoot up high schools, drug traffickers and other members of the syndicate exercise their right to defend their own interests as individuals and as corporations. Nobody distrusts the State and trusts in their own responsibility more than they do. It goes without saying that armies, according to this kind of reasoning, are the main part of that responsible defense carried out by the irresponsible State.

1: Placating evil ensures Peace. Leftists throughout history have wanted to appease the Nazis, dictators and terrorists.

The wisdom of the author does not extend to considering that many leftists have been consciously in favor of violence, and as an example it would be sufficient to remember Ernesto Che Guevara. Even though it might represent the violence of the slave, not the violence of the master. It is true, conservatives have not appeased dictators: at least in Latin America, they have nurtured them. In the end, the latter also have always been members of the Gun Club, and in fact were subject to very good deals in the name of security. Nazis, dictators and terrorists of every kind, with that tendency toward ideological simplification, would also agree with the final bit of reasoning on the list: “leftists do not undertand that sometimes violence is the only solution. Evil exists and should be erradicated.” And, finally: “We will kill it [the Evil], or it will kill us, it is that simple. We will kill Evil, or Evil will kill us; the only thing simpler than this is left-wing thought.”

Word of Power.

© Jorge Majfud

Translated by Bruce Campbell

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

Ο δεκάλογος κατά του ανθρωπισμού

του ΧΟΡΧΕ ΜΑΧΦΟΥΝΤ*

Τεύχος Νο 30

Αρχική Δημοσίευση: MRZine, 6 Μαρτίου 2007

Μετάφραση: Νίκος Παπαπολύζος

Μια δευτερεύουσα παράδοση στη συντηρητική σκέψη είναι ο ορισμός του διαλεκτικού αντιπάλου ως πνευματικά ανεπαρκούς και ηθικά επιλήψιμου. Καθώς αυτό ποτέ δεν συγκροτεί επιχείρημα, το ξέσπασμα συγκαλύπτεται από κάποια ανακόλουθη και ταυτολογική συλλογιστική, ίδιον της μεταμοντέρνας σκέψης στην πολιτική προπαγάνδα. Δεν είναι τυχαίο που στη Λατινική Αμερική άλλοι συγγραφείς αναπαράγουν το παράδειγμα των ΗΠΑ με βιβλία όπως το Manual del perfecto idiota latinoamericano [Εγχειρίδιο για τον τέλειο Λατινοαμερικανό ηλίθιο] (1996) ή καταρτίζοντας λίστες σχετικά με τους «Los diez estúpidos más estúpidos de América Latina » [Οι δέκα πιο βλάκες από τους βλάκες της Λατινικής Αμερικής]. Λίστες που συνήθως έχουν στην κορυφή τον φίλο μας, τον φοίνικα Εντουάρδο Γκαλεάνο, ο οποίος απαντά με αβρή αδιαφορία· τον έχουν σκοτώσει τόσες πολλές φορές που έχει συνηθίσει να ξαναγεννιέται.

Κατά κανόνα, οι λίστες των δέκα βλακωδέστερων ανθρώπων στις Ηνωμένες Πολιτείες τείνουν να φιλοξενούν στην κορυφή διανοούμενους. Η εξήγηση για αυτή την ιδιοτυπία δόθηκε κάμποσο καιρό πριν από έναν αξιωματικό του στρατού της τελευταίας αργεντινής δικτατορίας (1976–1983), ο οποίος παραπονέθηκε στις τηλεοπτικές κάμερες για τους διαδηλωτές που έκαναν πορεία στους δρόμους του Μπουένος Άιρες: «Δεν υποπτεύομαι τους εργαζόμενους, γιατί είναι πάντα απασχολημένοι με τη δουλειά τους. Υποπτεύομαι τους φοιτητές γιατί, έχοντας τόσο πολύ ελεύθερο χρόνο, τον καταναλώνουν στη σκέψη. Και όπως γνωρίζετε, κε δημοσιογράφε, η υπερβολική σκέψη είναι επικίνδυνη». Κάτι που ήταν συνεπές προς το προηγούμενο εγχείρημα του στρατηγού Ονγκανία[1] (1966–1970): την εκδίωξη όλων των διανοουμένων ώστε να λυθούν τα προβλήματα της Αργεντινής.

Σχετικά πρόσφατα, ο Νταγκ Χάγκιν, στο διάσημο τηλεοπτικό πρόγραμμα Dave’s Top Ten, παρασκεύασε τη δική του λίστα των Δέκα Πιο Βλακωδών Αριστερών Ιδεωδών. Αν προσπαθήσουμε να δούμε το πρόβλημα χωρίς την απλούστευση που προσφέρει η πολιτική ετικέτα, θα αντιληφθούμε ότι κάθε κατηγορία ενάντια στους λεγόμενους αριστερούς των ΗΠΑ στην πραγματικότητα αποτελεί επίθεση σε διάφορες ανθρωπιστικές αρχές.

10. Περιβαλλοντισμός.

Σύμφωνα με τον συγγραφέα, οι αριστεροί δεν σταματούν σε ένα λογικό επίπεδο προστασίας του περιβάλλοντος.

Προφανώς ο ορισμός του τι είναι ή δεν είναι λογικό εξαρτάται από τα οικονομικά συμφέροντα της στιγμής. Όπως κάθε συντηρητικός, ασπάζεται την ιδέα ότι η θεωρία της παγκόσμιας υπερθέρμανσης είναι μόνο μια θεωρία, όπως η θεωρία της εξέλιξης: δεν υπάρχουν αποδείξεις ότι ο Θεός δεν δημιούργησε τους σκελετούς των δεινοσαύρων και των άλλων ειδών και μετά τους σκόρπισε τριγύρω, απλά για να συγχύσει τους επιστήμονες και να δοκιμάσει την πίστη τους. Η συντηρητική νοοτροπία, ηρωικά αμετακίνητη, αδυνατεί να φανταστεί ότι οι ωκεανοί μπορεί να υπόκεινται στην εξέλιξη, πέρα από ένα λογικό επίπεδο.

9. Για να μεγαλώσεις ένα παιδί χρειάζεσαι μια κοινότητα.

Ο συγγραφέας το αρνείται: το πρόβλημα είναι ότι οι αριστεροί πάντοτε σκέφτονταν συλλογικά. Εφόσον δεν πιστεύουν στον ατομικισμό, θεωρούν ότι η εκπαίδευση των παιδιών πρέπει να λαμβάνει χώρα μέσα στην κοινωνία.

Αντιθέτως, η αντιδραστική σκέψη πιστεύει περισσότερο στη μονάδα, στον κοινωνικό αυτισμό, παρά στον ύποπτο ανθρωπισμό. Κατά το σκεπτικό μεσαιωνικού αριστοκράτη, ένας πλούσιος άνθρωπος μπορεί να είναι πλούσιος εν μέσω εξαθλίωσης, ένα παιδί μπορεί να γίνει ηθικός άνθρωπος και να εισέλθει στον παράδεισο χωρίς να μολυνθεί από τις αμαρτίες της κοινωνίας. Η κοινωνία, οι μάζες, χρησιμεύουν μόνο για να επιτρέψουν στον ηθικό άνθρωπο να επιδείξει τη συμπόνια του δωρίζοντας στους έχοντες ανάγκη αυτά που του περίσσεψαν – αφαιρώντας τα από τους φόρους του.

8. Τα παιδιά δεν μπορούν να χειριστούν το στρες. Εξού και δεν πρέπει να τα διορθώνουν οι δάσκαλοι με κόκκινο μελάνι, ή δεν πρέπει να έρχονται αντιμέτωπα με τις ωμότητες της ιστορίας.

Ο συγγραφέας σωστά παρατηρεί ότι το να δουν κάτι δυσάρεστο ως νήπια προετοιμάζει τα παιδιά για ένα κόσμο που δεν είναι ευχάριστος. Παρ’ όλα αυτά, κάποιοι συμπονετικοί συντηρητικοί υπερβάλλουν λίγο όταν ντύνουν τα παιδιά τους με στρατιωτικές στολές και τους δίνουν παιχνίδια που, αν και ρίχνουν μόνο ακτίνες λέιζερ, μοιάζουν πάρα πολύ με όπλα ακτίνων λέιζερ που ρίχνουν άλλου είδους βλήματα σε παρόμοιους στόχους (και σε μαύρους ανθρώπους).

7. Ο ανταγωνισμός είναι κακός.

Για τον συγγραφέα, όχι: το γεγονός ότι κάποιοι κερδίζουν σημαίνει ότι άλλοι χάνουν, όμως αυτή η δυναμική μάς οδηγεί στη μεγαλοσύνη.

Δεν εξηγεί κατά πόσο υφίσταται εδώ το «λογικό όριο» για το οποίο μίλησε πριν, ή κατά πόσο αναφέρεται στη μισητή ιστορία της εξέλιξης, που θέλει τον ισχυρότερο να επιβιώνει στον πρωτόγονο κόσμο. Ούτε και ξεκαθαρίζει σε ποια μεγαλοσύνη αναφέρεται – σε αυτή του σκλάβου στην ευημερούσα βαμβακοφυτεία ή στο μέγεθος της φυτείας; Δεν λαμβάνει υπόψη, φυσικά, κανένα είδος κοινωνίας που να βασίζεται στην αλληλεγγύη, να έχει απελευθερωθεί από τη νεύρωση του ανταγωνισμού.

6. Η υγεία είναι δικαίωμα του πολίτη.

Όχι για τον συγγραφέα: η υγεία αποτελεί προσωπική ευθύνη.

Σε αυτό το επιχείρημα αρέσκονται όσοι αρνούνται την ανάγκη για καθολικό σύστημα υγείας, αλλά την ίδια στιγμή δεν προτείνουν ιδιωτικοποίηση της αστυνομίας και ακόμη περισσότερο του στρατού. Κανείς δεν πληρώνει την αστυνομία μόλις καλέσει το 100, κάτι που είναι λογικό. Αν κάποιος μας επιτεθεί και μας πυροβολήσει στο κεφάλι, δεν θα πληρώσουμε τίποτα για τη σύλληψή του, όμως αν είμαστε φτωχοί, και θέλουμε οι γιατροί να μας σώσουν τη ζωή, θα καταλήξουμε χρεοκοπημένοι. Συμπεραίνει κανείς ότι, σύμφωνα με αυτή τη λογική, ένας κλέφτης που ληστεύει ένα σπίτι αντιπροσωπεύει μια κοινωνική ασθένεια, αλλά μια επιδημία δεν είναι τίποτα περισσότερο από ένα μάτσο ανεύθυνα άτομα που δεν επηρεάζουν την υπόλοιπη κοινωνία. Ποτέ βεβαίως δεν λαμβάνεται υπόψη ότι η συλλογική αλληλεγγύη είναι μια από τις υψηλότερες μορφές ατομικής ευθύνης.

5. Ο πλούτος είναι βδέλυγμα.

Σύμφωνα με τον συγγραφέα, οι αριστεροί θέλουν να ποινικοποιήσουν την επιτυχία των πλουσίων και να τους επιβάλουν φόρους, ούτως ώστε να δώσουν τον πλούτο τους στην ομοσπονδιακή κυβέρνηση για να τον χρησιμοποιήσει ανεύθυνα, βοηθώντας αυτούς που δεν είναι τόσο επιτυχημένοι.

Με άλλα λόγια, οι εργαζόμενοι οφείλουν το καθημερινό ψωμί τους στους πλούσιους. Το να κερδίζεις τα προς το ζην με τον ιδρώτα του προσώπου σου είναι η τιμωρία σου από αυτούς τους επιτυχημένους ανθρώπους που δεν έχουν ανάγκη να εργαστούν. Υπάρχει λόγος που η σωματική ομορφιά έχει ιστορικά συσχετιστεί με τις μεταβαλλόμενες, αλλά πάντοτε νωχελικές, συνήθειες της αριστοκρατίας. Υπάρχει λόγος που στον ευτυχισμένο κόσμο του Ουώλτ Ντίσνεϋ δεν υπάρχουν εργαζόμενοι. Η ευτυχία είναι κρυμμένη σε κάποιο σεντούκι με χρυσά νομίσματα. Για τον ίδιο λόγο, είναι αναγκαίο να μην χαραμίζονται λεφτά από φόρους στην εκπαίδευση και την υγεία. Τα εκατομμύρια που ξοδεύονται σε στρατούς ανά τον κόσμο δεν μας προβληματίζουν επειδή αποτελούν μέρος των επενδύσεων που τα κράτη κάνουν με υπευθυνότητα, για να διατηρήσουν την επιτυχία των πλουσίων και το όνειρο των φτωχών για δόξα.

4. Υπάρχει αχαλίνωτος ρατσισμός που θα διορθωθεί μόνο με την ανεκτικότητα.

Όχι: οι αριστεροί βλέπουν τις φυλετικές σχέσεις μέσα από το πρίσμα του πεσιμισμού. Όμως το θέμα της φυλής δεν απασχολεί τους περισσότερους από εμάς, απασχολεί μόνον εκείνους.

Σαν να λέμε δηλαδή, όπως με το εφεύρημα της παγκόσμιας υπερθέρμανσης, ότι αν ένας συντηρητικός δεν έχει στο μυαλό του κάτι ή κάποιον, αυτό το κάτι ή ο κάποιος δεν υπάρχουν. Οι Δε Λας Κάσας, Λίνκολν και Μάρτιν Λούθερ Κινγκ πολέμησαν ενάντια στο ρατσισμό γιατί ήταν αδαείς. Αν οι ανθρωπιστές σταματούσαν να σκέφτονται τον κόσμο θα ήμασταν ευτυχέστεροι, επειδή ο πόνος των άλλων δεν θα υπήρχε, ούτε θα υπήρχαν άκαρδοι ληστές που κλέβουν από τους συμπονετικούς πλούσιους.

3. Έκτρωση.

Για να αποφύγουν την προσωπική ευθύνη, οι αριστεροί υποστηρίζουν την ιδέα της φόνευσης του αγέννητου.

Ο μαζικός φόνος των ήδη γεννημένων αποτελεί επίσης μέρος της ατομικής ευθύνης, σύμφωνα με την τηλεοπτικά μεταδιδόμενη δεξιά σκέψη, αν και κάποιες φορές αποκαλείται ηρωισμός και πατριωτισμός. Μόνο όταν ωφελεί το σπίτι μας. Αν κάνουμε λάθος που καταπιέζουμε ένα λαό, αποφεύγουμε την ευθύνη μιλώντας για την έκτρωση. Ένα διπλό ηθικό παζάρι, βασισμένο σε ηθική δύο μέτρων και δύο σταθμών.

2. Τα όπλα είναι φαύλα.

Οι αριστεροί μισούν τα όπλα και μισούν όσους θέλουν να αυτοπροστατευθούν. Σε αντίθεση, οι αριστεροί πιστεύουν ότι αυτή την προστασία θα έπρεπε να την παρέχει το κράτος. Και πάλι, δεν θέλουν να αναλάβουν ευθύνη για τον εαυτό τους.

Σαν να λέμε, οι βιαιοπραγούντες, οι ανήλικοι συμμορίτες, οι μαθητές που πυροβολούν στα λύκεια, οι έμποροι ναρκωτικών και οι λοιποί γκάγκστερ ασκούν το δικαίωμά τους να υπερασπίζονται το συμφέρον τους, το ατομικό και επιχειρηματικό. Κανείς άλλωστε δεν αμφισβητεί το κράτος και δεν πιστεύει στη δική του ευθύνη περισσότερο από αυτούς. Εξυπακούεται λοιπόν ότι οι στρατοί, σύμφωνα με το παραπάνω σκεπτικό, αποτελούν το βασικό στοιχείο της υπεύθυνης άμυνας που διεξάγεται από το ανεύθυνο κράτος.

1. Ο κατευνασμός του κακού εξα σφαλίζει την ειρήνη.

Οι αριστεροί πάντοτε θέλησαν να κατευνάσουν τους Ναζί, τους δικτάτορες και τους τρομοκράτες.

Η σοφία του συγγραφέα δεν φτάνει στο σημείο να λάβει υπόψη ότι πολλοί αριστεροί ήταν συνειδητά υπέρ της βίας, και ως παράδειγμα θα αρκούσε να θυμηθούμε τον Ερνέστο Τσε Γκεβάρα – μολονότι αντιπροσωπεύει τη βία του σκλάβου μάλλον, παρά του αφέντη. Είναι αλήθεια, οι συντηρητικοί δεν έχουν κατευνάσει δικτάτορες: στη Λατινική Αμερική τουλάχιστον, τους εξέθρεψαν. Στην τελική, οι δικτάτορες υπήρξαν πάντοτε φίλοι των όπλων και μάλιστα έκλειναν πολύ καλές συμφωνίες στο όνομα της ασφάλειας. Οι Ναζί, οι δικτάτορες και οι τρομοκράτες κάθε είδους, έτσι όπως ρέπουν προς την ιδεολογική υπεραπλούστευση, θα συμφωνούσαν επίσης με το τελευταίο κομμάτι στη συλλογιστική της λίστας: «Οι αριστεροί δεν καταλαβαίνουν ότι κάποιες φορές η βία είναι η μόνη λύση. Το Κακό υπάρχει και πρέπει να εξαρθρωθεί». Και, τέλος: «Θα το σκοτώσουμε [το Κακό], ή αυτό θα σκοτώσει εμάς, είναι τόσο απλό. Θα σκοτώσουμε το Κακό, ή το Κακό θα σκοτώσει εμάς. Το μόνο πράγμα που είναι πιο απλουστευτικό από αυτό είναι η αριστερή σκέψη».

Άμπρα κατάμπρα!

[1] Στις 29 Ιουλίου 1966, κατόπιν διαταγών του δικτάτορα μόλις από την προηγουμένη Juan Carlos Onganía, η αστυνομία εισέβαλε στο Πανεπιστήμιο του Μπουένος Άιρες, ξυλοκόπησε και συνέλαβε τους ενάντιους στη δικτατορία φοιτητές και καθηγητές, και κατέστρεψε εργαστήρια και βιβλιοθήκες. Η πανεπιστημιακή αυτονομία καταλύθηκε και πάρα πολλοί καθηγητές απολύθηκαν ή αυτοεξορίστηκαν. Το περιστατικό είναι γνωστό ως «νύχτα των κλομπ» (La Noche de los Bastones Largos). (Σ.τ.Ε.)

The Slow Suicide of the West

The West appears, suddenly, devoid of its greatest virtues, constructed century after century, preoccupied now only with reproducing its own defects and with copying the defects of others, such as authoritarianism and the preemptive persecution of innocents.  Virtues like tolerance and self-criticism have never been a weakness, as some now pretend, but quite the opposite: it was because of themthat progress, both ethical and material, were possible.  Both the greatest hope and the greatest danger for the West can be found in its own heart.  Those of us who hold neither “Rage” nor “Pride” for any race or culture feel nostalgia for times gone by, times that were never especially good, but were not so bad either.

Currently, some celebrities from back in the 20th century, demonstrating an irreversible decline into senility, have taken to propagating the famous ideology of the “clash of civilizations” – which was already plenty vulgar all by itself – basing their reasoning on their own conclusions, in the best style of classical theology.  Such is the a priori and 19th century assertion that “Western culture is superior to all others.”  And, if that were not enough, that it is a moral obligation to repeat it.

From this perspective of Western Superiority, the very famous Italian journalist Oriana Fallacia wrote, recently, brilliant observations such as the following:  “If in some countries the women are so stupid as to accept the chador and even the veil, so much the worse for them. (…) And if their husbands are so idiotic as to not drink wine or beer, idem.”  Wow, that is what I call intellectual rigor.  “How disgusting!” – she continued writing, first in the Corriere della Sera and later in her best seller The Rage and the Pride (Rizzoli International, 2002), refering to the Africans who had urinated in a plaza in Italy – “They piss for a long time these sons of Allah!  A race of hypocrits.” “Even if they were absolutely innocent, even if there were not one among them who wished to destroy the Tower of Pisa or the Tower of Giotto, nobody who wished to make me wear the chador, nobody who wished to burn me on the bonfires of a new Inquisition, their presence alarms me.  It makes me uneasy.”  Summing up: even if these blacks were completely innocent, their presence makes her uneasy anyway.  For Fallaci, this is not racism, it is “cold, lucid, rational rage.”  And, if that were not enough, she offers another ingenious observation with reference to immigrants in general:  “And besides, there is something else I don’t understand.  If they are really so poor, who gives them the money for the trip on the planes or boats that bring them to Italy?  Might Osama bin Laden be paying their way, at least in part?” …Poor Galileo, poor Camus, poor Simone de Beauvoir, poor Michel Foucault.

Incidentally, we should remember that, even though the lady writes without understanding – she said it herself – these words ended up in a book that has sold a half million copies, a book with no shortage of reasoning and common sense, as when she asserts “I am an atheist, thank God.”  Nor does it lack in historical curiosities like the following: “How does one accept polygamy and the principle that women should not allow photographs to be taken of them?  Because this is also in the Q’uran,” which means that in the 7th century Arabs were extremely advanced in the area of optics.  Nor is the book lacking in repeated doses of humor, as with these weighty arguments:  “And, besides, let’s admit it: our cathedrals are more beautiful than the mosques and sinagogues, yes or no?  Protestant churches are also more beautiful.”  As Atilio says, she has the Shine of Brigitte Bardot.  As if what we really needed was to get wrapped up in a discussion of which is more beautiful, the Tower of Pisa or the Taj Mahal.  And once again that European tolerance:  “I am telling you that, precisely because it has been well defined for centuries, our cultural identity cannot support a wave of immigration composed of people who, in one form or another, want to change our way of life.  Our values.  I am telling you that among us there is no room for muezzins, for minarets, for false abstinence, for their screwed up medieval ways, for their damned chador.  And if there were, I would not give it to them.”  And finally, concluding with a warning to her editor: “I warn you: do not ask me for anything else ever again.  Least of all that I participate in vain polemics.  What I needed to say I have said.  My rage and pride have demanded it of me.”  Something which had already been clear to us from the beginning and, as it happens, denies us one of the basic elements of both democracy and tolerance, dating to ancient Greece: polemics and the right to respond – the competition of arguments instead of insults.

But I do not possess a name as famous as Fallaci – a fame well-deserved, we have no reason to doubt – and so I cannot settle for insults.  Since I am native to an under-developed country and am not even as famous as Maradona, I have no other choice than to take recourse to the ancient custom of using arguments.

Let’s see.  The very expression “Western culture” is just as mistaken as the terms “Eastern culture” or “Islamic culture,” because each one of them is made up of a diverse and often contradictory collection of other “cultures.”  One need only think of the fact that within “Western culture” one can fit not only countries as different as the United States and Cuba, but also irreconcilable historical periods within the same geographic region, such as tiny Europe and the even tinier Germany, where Goethe and Adolf Hitler, Bach and the skin-heads, have all walked the earth.  On the other hand, let’s not forget also that Hitler and the Ku Klux Klan (in the name of Christ and the White Race), Stalin (in the name of Reason and atheism), Pinochet (in the name of Democracy and Liberty), and Mussolini (in his own name), were typical recent products and representatives of the self-proclaimed “Western culture.”  What is more Western than democracy and concentration camps?  What could be more Western that the Universal Declaration of Human Rights and the dictatorships in Spain and Latin America, bloody and degenerate beyond the imagination?  What is more Western than Christianity, which cured, saved and assassinated thanks to the Holy Office?  What is more Western than the modern military academies or the ancient monasteries where the art of torture was taught, with the most refined sadism, and by the initiative of Pope Innocent IV and based on Roman Law?  Or did Marco Polo bring all of that back from the Middle East?  What could be more Western than the atomic bomb and the millions of dead and disappeared under the fascist, communist and, even, “democratic” regimes?  What more Western than the military invasions and suppression of entire peoples under the so-called “preemptive bombings”?

All of this is the dark side of the West and there is no guarantee that we have escaped any of it, simply because we haven’t been able to communicate with our neighbors, who have been there for more than 1400 years, with the only difference that now the world has been globalized (the West has globalized it) and the neighbors possess the main source of energy that moves the world’s economy – at least for the moment –  in addition to the same hatred and the same rencor as Oriana Fallaci.  Let’s not forget that the Spanish Inquisition, more of a state-run affair than the others, originated from a hostility to the moors and jews and did not end with the Progress and Salvation of Spain but with the burning of thousands of human beings.

Nevertheless, the West also represents Democracy, Freedom, Human Rights and the struggle for women’s rights.  At least the effort to attain them, and the most that humanity has achieved so far.  And what has always been the basis of those four pillars, if not tolerance?

Fallaci would have us believe that “Western culture” is a unique and pure product,  without the Other’s participation.  But if anything characterizes the West, it has been precisely the opposite: we are the result of countless cultures, beginning with the Hebrew culture (to say nothing of Amenophis IV) and continuing through almost all the rest: through the Caldeans, the Greeks, the Chinese, the Hindus, the southern Africans, the northern Africans and the rest of the cultures that today are uniformly described as “Islamic.”  Until recently, it would not have been necessary to remember that, while in Europe – in all of Europe – the Christian Church, in the name of Love, was persecuting, torturing and burning alive those who disagreed with the ecclesiastical authorities or committed the sin of engaging in some kind of research (or simply because they were single women, which is to say, witches), in the Islamic world the arts and sciences were being promoted, and not only those of the Islamic region but of the Chinese, Hindus, Jews and Greeks.  And nor does this mean that butterflies flew and violins played everywhere.  Between Baghdad and Córdoba the geographical distance was, at the time, almost astronomical.

But Oriana Fallacia not only denies the diverse and contradictory compositioon of any of the cultures in conflict, but also, in fact, refuses to acknowledge the Eastern counterpart as a culture at all.  “It bothers me even to speak of two cultures,” she writes.  And then she dispatches the matter with an incredible display of historical ignorance: “Placing them on the same level, as if they were parallel realities, of equal weight and equal measure.  Because behind our civilization are Homer, Socrates, Plato, Aristotle and Phidias, among many others.  There is ancient Greece with its Parthenon and its discovery of Democracy.  There is ancient Rome with its grandeur, its laws and its conception of the Law.  With its sculpture, its literature and its architecture.  Its palaces and its amphitheaters, its aqueducts, its bridges and its roads.”

Is it really necessary to remind Fallaci that among all of that and all of us one finds the ancient Islamic Empire, without which everything would have burned – I am talking about the books and the people, not the Colliseum – thanks to centuries of ecclesiastical terrorism, quite European and quite Western?  And with regard to the grandeur of Rome and “its conception of the Law” we will talk another day, because here there is indeed some black and white worth remembering.  Let’s also set aside for the moment Islamic literature and architecture, which have nothing to envy in Fallaci’s Rome, as any half-way educated person knows.

Let’s see, and lastly?  “Lastly – writes Fallaci – there is science.  A science that has discovered many illnesses and cures them.  I am alive today, for the time being, thanks to our science, not Mohammed’s. A science that has changed the face of this planet with electricity, the radio, the telephone, the television… Well then, let us ask now the fatal question: and behind the other culture, what is there?”

The fatal answer:  behind our science one finds the Egyptians, the Caldeans, the Hindus, the Greeks, the Chinese, the Arabs, the Jews and the Africans.  Or does Fallaci believe that everything arose through spontaneous generation in the last fifty years?  She needs to be reminded that Pythagoras took his philosophy from Egypt and Caldea (Iraq) – including his famous mathemetical formula, which we use not only in architecture but also in the proof of Einstein’s Special Theory of Relativity – as did that other wise man and mathematician Thales.  Both of them travelled through the Middle East with their minds more open than Fallaci’s when she made the trip.  The hypothetical-deductive method – the basis for scientific epistemology – originated among Egyptian priests (start with Klimovsky, please), zero and the extraction of square roots, as well as innumerable mathematical and astronomical discoveries, which we teach today in grade school, were born in India and Iraq; the alphabet was invented by the Phoenicians (ancient Lebanese), who were also responsible for the first form of globalization known to the world.  The zero was not an invention of the Arabs, but of the Hindus, but it was the former who brought it to the West.  By contrast, the advanced Roman Empire not only was unfamaliar with zero – without which it would be impossible to imagine modern mathematics and space travel – but in fact possessed an unwieldy systemof counting and calculation that endured until the late Middle Ages. Through to the early Renaissance there were still businessmen who used the Roman system, refusing to exchange it for Arabic numerals, due to racial and religious prejudices, resulting in all kinds of mathematical erros and social disputes.  Meanwhile, perhaps it is better to not even mention that the birth of the Modern Era began with European cultural contact – after long centuries of religious repression – first with Islamic culture and then with Greek culture.  Or did anyone think that the rationalism of the Scholastics was a consequence of the practice of torture in the holy dungeons?  In the early 12th century, the Englishman Adelard of Bath undertook an extensive voyage of study through the south of Europe, Syria and Palestine.  Upon returning from his trip, Adelard introduced into under-developed England a paradigm that even today is upheld by famous scientists like Stephen Hawking: God had created Nature in such a way that it could be studied and explained without His intervention.  (Behold the other pillar of the sciences, rejected historically by the Roman Church.)  Indeed, Adelard reproached the thinkers of his time for having allowed themselves to be enthralled by the prestige of the authorities – beginning with Aristotle, clearly.  Because of them he made use of the slogan “reason against authority,” and insisted he be called “modernus.”  “I have learned from my Arab teachers to take reason as a guide – he wrote – but you only adhere to what authority says.”  A compatriot of Fallaci, Gerardo de Cremona, introduced to Europe the writings of the “Iraqi” astronomer and mathematician Al-Jwarizmi, inventor of algebra, of algorithms, of Arabic and decimal calculus; translated Ptolemy from the Arabic – since even the astsronomical theory of an official Greek like Ptolemy could not be found in Christian Europe – as well as dozens of medical treatises, like those of Ibn Sina and Irani al-Razi, author of the first scientific treatise on smallpox and measles, for which today he might have been the object of some kind of persecution.

We could continue listing examples such as these, which the Italian journalist ignores, but that would require an entire book and is not the most important thing at the moment.

What is at stake today is not only protecting the West against the terrorists, home-grown and foreign, but – and perhaps above all – protecting the West from itself. The reproduction of any one of its most monstrous events would be enough to lose everything that has been attained to date with respect to Human Rights.  Beginning with respect for diversity.  And it is highly probable that such a thing could occur in the next ten years, if we do not react in time.

The seed is there and it only requires a little water.  I have heard dozens of times the following expression: “the only good thing that Hitler did was kill all those Jews.”  Nothing more and nothing less.  And I have not heard it from the mouth of any muslim – perhaps because I live in a country where they practically do not exist – nor even from anyone of Arab descent.  I have heard it from neutral creoles and from people of European descent.  Each time I hear it I need only respond in the following manner in order to silence my interlocutor:  “What is your last name?  Gutiérrez, Pauletti, Wilson, Marceau… Then, sir, you are not German, much less a pure Aryan.  Which means that long before Hitler would have finished off the Jews he would have started by killing your grandparents and everyone else with a profile and skin color like yours.”  We run the same risk today: if we set about persecuting Arabs or Muslims we will not only be proving that we have learned nothing, but we will also wind up persecuting those like them: Bedouins, North Africans, Gypsies, Southern Spaniards, Spanish Jews, Latin American Jews, Central Americans, Southern Mexicans, Northern Mormons, Hawaiians, Chinese, Hindus, and so on.

Not long ago another Italian, Umberto Eco, summed up a sage piece of advice thusly: “We are a plural civilization because we permit mosques to be built in our countries, and we cannot renounce them simply because in Kabul they throw Christian propagandists in jail (…)  We believe that our culture is mature because it knows how to tolerate diversity, and members of our culture who don’t tolerate it are barbarians.”

As Freud and Jung used to say, that act which nobody would desire to commit is never the object of a prohibition; and as Boudrillard said, rights are established when they have been lost.  The Islamic terrorists have achieved what they wanted, twice over. The West appears, suddenly, devoid of its greatest virtues, constructed century after century, preoccupied now only with reproducing its own defects and with copying the defects of others, such as authoritarianism and the preemptive persecution of innocents.  So much time imposing its culture on the other regions of the planet, to allow itself now to impose a morality that in its better moments was not even its own.  Viritues like tolerance and self-criticism never  represented its weakness, as some would now have it, but quite the opposite: only because of them was any kind of progress possible, whether ethical or material.  Democracy and Science never developed out of the narcissistic reverence for its own culture but from critical opposition within it.  And in this enterprise were engaged, until recently, not only the “damned intellectuals” but many activist and social resistance groups, like the bourgeoisie in the 18th century, the unions in the 20th century, investigative journalism until a short time ago, now replaced by propaganda in these miserable times of ours.  Even the rapid destruction of privacy is another symptom of that moral colonization.  Only instead of religious control we will be controlled by Military Security.  The Big Brother who hears all and sees all will end up forcing upon us masks similar to those we see in the East, with the sole objective of not being recognized when we walk down the street or when we make love.

The struggle is not – nor should it be – between Easterners and Westerners; the struggle is between tolerance and imposition, between diversity and homogenization, between respect for the other and scorn and his annihilation.  Writings like Fallaci’s The Rage and the Pride are not a defense of Western culture but a cunning attack, an insulting broadside against the best of what Western culture has to offer.  Proof of this is that it would be sufficient to swap the word Eastern for Western, and a geographical locale or two, in order to recognize the position of a Taliban fanatic.  Those of us who have neither Rage nor Pride for any particular race or culture are nostalgic for times gone by, which were never especially good or especially bad.

A few years ago I was in the United States and I saw there a beautiful mural in the United Nations building in New York, if I remember correctly,  where men and women from distinct races and religions were visually represented – I think the composition was based on a somewhat arbitrary pyramid, but that is neither here nor there.  Below, with gilded letters, one could read a commandment taught by Confucius in China and repeated for millenia by men and women throughout the East, until it came to constitute a Western principle: “Do unto others as you would have them do unto you.”  In English it sounds musical, and even those who do not know the language sense that it refers to a certain reciprocity between oneself and others.  I do not understand why we should scratch that commandment from our walls – founding principle for any democracy and for the rule of law, founding principle for the best dreams of the West – simply because others have suddenly forgotten it.  Or they have exchanged it for an ancient biblical principle that Christ took it upon himself to abolish: “an eye for an eye and a tooth for a tooth.”  Which at present translates as an inversion of the Confucian maxim, something like: do unto others everything that they have done to you – the well-known, endless story.

Jorge Majfud,

Originally publish in La República, Montevideo, January 8, 2003

Translated by Bruce Campbell

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

El humanismo, la última gran utopía de Occidente / L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident. / Humanism, the West’s Last Great Utopia

English: Cognatus & Ersmus Français : Cognatus...

Humanism, the West’s Last Great Utopia (English)

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

© Jorge Majfud, The University of Georgia, febrero de 2007

Milenio , II, III, IV,  (mexico)

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

Par Jorge Majfud *

Paris, 2 février 2007.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

Humanism, the West’s Last Great Utopia

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

Thisis the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

Jorge Majfud, february 2007.

Translated by Bruce Campbell

El nacimiento del humanismo moderno

Ibn Rushd of Córdoba, detail from the fresco &...

Image via Wikipedia

El nacimiento del humanismo moderno

El término moderno de humanismo deriva del nombre dado a los humanistas en el Renacimiento. A su vez, este nombre proviene de humanities, también llamado studia humanitatis, que incluye el campo de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral. Puede resultar extraño que no se considere habitualmente la cultura cosmopolita del sur de España que, mucho antes que los humanistas italianos, practicaron el mismo hábito de la erudición sobre textos antiguos —griegos, hebreos, árabes y latinos— además del cultivo de las ciencias exactas y de facto. Charles Lohr observa que la especulación filosófica del medioevo estuvo dominada por el neoplatonismo islámico, especialmente por Averroes. Siglos más tarde, tanto Copérnico como Galileo reconocieron de forma explícita la influencia de los griegos en sus visiones geométricas del Universo que los llevó a aceptar modelos más simples como el heliocéntrico y las fórmulas matemáticas que estaban detrás de sus movimientos. Gran parte de los textos griegos eran consultados por los mismos científicos y humanistas italianos en sus traducciones al árabe, disponibles en España.

En el siglo que sigue a la caída de Constantinopla en 1453, momento de inicio de una importante emigración de los eruditos griegos a Italia, casi todo el corpus de comentarios griegos a Aristóteles estaba disponible ya en ediciones griegas y en traducciones al latín. Los humanistas solían estar vinculados a la docencia. El 31 por ciento de los humanistas italianos en el siglo XV habían sido profesores en algún momento de sus carreras. Es probable que Vergerio haya sido uno de los primeros modernos en considerar la historia como fuente de conocimiento —además de la lógica— y a la filosofía moral como guía de conducta. Según Vergerio, la historia provee de la luz de la experiencia, un conocimiento acumulativo que nos sirve para complementar la fuerza de la razón y la retórica. Benjamín Kohl entiende que fue Vergerio quien separó, por primera vez, el estudio de los clásicos de la tradicional visión cristiana del Medioevo.

Más tarde, la dicotomía humanismo-religión se convirtió en una de las formas más comunes para definir cada uno de los pares que se oponen. Luego de recordar la diferencia entre el pecado original de los semitas y el robo del fuego a los dioses por parte de Prometeo en beneficio de la humanidad, Nietzsche concluye: “Y de ese modo el primer problema filosófico establece inmediatamente una contradicción penosa e insoluble entre hombre y dios, y coloca esa contradicción como un peñasco a la puerta de toda cultura”. Sin embargo, en muchos momentos de su evolución o transformación, el humanismo estuvo asociado y sostenido por religiosos desde las mismas iglesias tradicionales de Europa. Por otra parte, según John D’Amico, al mismo tiempo que los humanistas entraban en el terreno teológico, tuvieron que compatibilizar la literatura y la filosofía con la teología en curso. Ese “puente” fue la filosofía moral. Más aún: los padres de la iglesia, griegos y latinos, recurrieron a los humanistas porque ellos encarnaban aquellos valores que los escolásticos habían rechazado. Los padres eran parte de la literatura antigua y los humanistas estaban en el proceso reescribirlo. Incluso el papa Nicolás V creía que la gran diseminación de los textos griegos repercutiría en un rejuvenecimiento del clérigo y de la Iglesia en general.

Sin embargo el redescubrimiento de la literatura clásica en Italia se remonta aún antes. La enseñanza de gramática y literatura griega es introducida a la península por el diplomático Manuel Chrysoloras, quien enseñó en Florencia desde 1397 hasta 1400. Tanto el conocimiento como la fuerza de expresión se constituyeron en las dos aristas principales de la educación. La nueva educación en universidades como Padua, continuó siendo un reducto predominantemente masculino y restringido a la aristocracia.

A diferencia de la filosofía griega de la antigüedad, de otras disciplinas medievales como la escolástica, o de los primeros filósofos modernos, los humanistas comienzan a pensar en términos individuales y según la experiencia; no sobre mentes incorpóreas ni sobre la razón pura. Montaigne es un ejemplo de esta reflexión individual por la cual podríamos entender la existencia de una conexión entre el humanismo renacentista y el existencialismo moderno. Podemos agregar a su antecesor, Antonio de Guevara, quizás menos conocido por los lectores contemporáneos pero leído por el mismo ensayista francés. Les epistresEpístolas familiares (1539-43)— había sido lectura predilecta del padre de Montaigne, aunque éste no las apreció de la misma forma. En España, aparte de Antonio de Guevara, muchos humanistas como Alfonso de Valdés y su hermano Juan participaron de esta corriente de pensamiento que, además, se expresó como una corriente estética. El estilo del diálogo y la epístola eran propios de un género literario fronterizo entre la narrativa y el ensayo. Dice Luca Bianchini que la preferencia de los humanistas por el género del diálogo reflejaba sus propias ideas acerca de la conquista compartida de la verdad, su confianza en el poder de la palabra, la relación necesaria entre dialéctica y retórica (¿entre socratismo y sofismo?), la confianza del aprendizaje como un intercambio de ideas entre hombres libres y, finalmente, el deseo de imitar a los antiguos. En los hechos, como en Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, el diálogo es una suerte de monólogo a dos voces donde uno de los personajes, el alter ego del autor, lleva siempre la razón, mientras que el otro sirve de motivador y es, generalmente, un débil contendiente dialéctico.

No debemos olvidar otro rasgo de los humanistas: su interés por la cultura popular. De ahí el estudio de los refranes o de la lengua vulgar. En Diálogo de la lengua (1535), de Juan Valdés, se aprecia la exposición de temas gramaticales sobre castellano oral y escrito, en forma de diálogo. Esta mirada hacia lo popular como fuente de conocimiento permanecerá en la cultura posterior, pero progresivamente el pueblo pasará de ser considerado objeto de estudio a convertirse en sujeto. Al menos en la teoría revolucionaria de los dos últimos siglos.

Es probable que este rasgo, que también distinguió el idealismo del arte heleno del realismo del arte romano, proceda de la antigua Roma. Donald Kelley recuerda una frase de Cicerón: “sin la historia uno permanecería siempre como un niño”. Un poco antes, el mismo Kelley, citando la reconocida retórica de Petrarca —“¿Qué otra cosa es la historia sino una alabanza de Roma?”— había referido la herencia intelectual del poeta italiano.

Kelley observa que Petrarca no solo creó una tradición académica sino además una leyenda sobre cómo interpretar la historia. De forma más explícita, el petrarquista Coluccio Salutati continuó el énfasis sobre el rol central que jugaba la historia tanto en la política como en la ética.

Esta nueva dimensión de lo particular y transitorio, de lo individual y lo colectivo, del cuestionamiento a la inmutabilidad y universalidad de la experiencia particular, tenga una relación cercana con la conciencia de la política en la escritura de la historia. Lo cual no niega una condición humana que trasciende las edades. La confirma.

Jorge Majfud

Jacksonville University

majfud.org