Milenio (Mexico)
América y la utopía que descubrió el capitalismo
(Parte I)
Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.
Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. En palabras de Gramsci “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia” (Quaderni del Carcere, 1933). Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. También es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en lo que sería después América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado. Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, entendida como inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished”. En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth”. El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando un embajador cargado de joyas llega a Utopia, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos”.
Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y cristiano-renacentista aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505. Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor”. Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas”. Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas”. En una oración, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas”. Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes”. Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne acusaría en 1589 a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia. Shakespeare, poco después razonará que no era posible calificar de bárbaros y salvajes a los pueblos de la periferia; “lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”. (Continúa)
Jorge Majfud
The University of Georgia
febrero 2008
América y la utopía que descubrió el capitalismo
(Parte II)
Al volver del Nuevo Mundo, Américo Vespucio refirió a sus europeos las extrañas virtudes que había encontrado del otro lado del océano. Los bárbaros carecían de la codicia y vivían en una región del mundo bendecida por el clima. Esa América poseía las bondades geográficas de la que carecía la tórrida África por lo que, como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe”, mientras que sus habitantes “no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas” (Cartas, 1502).
Sus habitantes, insistía Vespucio, se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años; “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar”. Le llamó la atención que guerreen unas tribus con otras sin saber ellos mismos por qué lo hacían, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado”. En otro momento asume que hace la guerra por pasión, no por ambición. “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas”, pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta”.
Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas”. “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna”. En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre”. “Las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna”.
Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista —además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia— que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana. Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida, razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales.
Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. Para Moro existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible”. El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también. En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.
Como vimos en otros ensayos, para los revolucionarios y los escritores de la “Literatura del compromiso”, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía. Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del estado (“Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state”) Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano. “Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo”. (Obra, 1967).
Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.
La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas aunque muchas veces usadas como instrumentos ideológicos en colaboración. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo.
Por otra parte —en un trabajo más extenso desarrollamos este punto—, todavía queda pendiente aclarar el rol que jugó la presencia de América en las utopías europeas y viceversa, más allá de vincularlo a la mitología clásica europea, y qué parte procedió de la propia cosmología indoamericana, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y desde el nacimiento de la Era Moderna. Una hipótesis que debería ser problematizada radica en cuestionar la sobrevaloración de la herencia griega y europea en la formación de la cosmología americana y volver la mirada a esa “masa muda”, más bien enmudecida por la violencia de la Conquista primero y por las culturas hegemónicas de Europa y Estados Unidos después. Desde un punto de vista ilustrado, la presencia de la cosmovisión amerindia y de los pueblos colonizados en general ha sido casi inexistente hasta el siglo XX. Pero ha estado ahí, latente y determinante. Porque reprimido no significa muerto sino todo lo contrario.
Jorge Majfud
The University of Georgia
febrero 2008
El humanismo, la última gran utopía de Occidente
Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.
Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.
Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.
El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.
Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.
Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?
Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.
La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.
El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.
Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.
El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.
Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.
Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.
Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.
Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.
Jorge Majfud
2 de febrero de 2007
L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.
L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.
Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.
Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.
Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.
La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.
Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.
En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?
Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.
L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».
La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.
Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.
L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.
Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :
1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et
2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.
Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.
Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.
Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.
Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.
* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».
Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi
Note :
[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington
Humanism, the West’s Last Great Utopia
One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments. In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones. In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc. These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.
Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.
These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience. The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States. Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.” Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.
Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others. This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best. Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price. We know it because our leaders receive in their dreams the divine word. Others, when they dream, are delirious.
Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war. The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other. There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental. It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation. Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest. According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.
At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds. What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?
For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.” For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.
Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant. And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on. With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence. Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”
Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution. If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.
For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals. A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man. Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.
Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences. The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.
Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.
I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society. If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain. Unless it is the happiness of the indifferent. But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world. Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners. The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man. We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products. Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets. If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.
According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual. The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses. For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward. It is not a matter of choosing between religion or secularism. It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.
Thisis the root of the modern and postmodern conflict. Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.
Dr. Jorge Majfud
Translated by Dr. Bruce Campbell
Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program. He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics. He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.