Cuando la verdad de la guerra se filtra en nuestro mundo de ilusiones

Umberto Eco, en alguna página de La definizione dell’arte (1968), decía que un objeto cualquiera que encontramos en la calle se resignifica al ser puesto en un museo. Su valor, artístico y semiótico, radica en la descontextualización. Algo similar habían entendido los formalistas rusos cuando a principios del siglo pasado analizaron la importancia de la (¿cómo decirlo?) agramaticalidad de un verso para arrastrar la atención del lector en la palabra imprevista, inusual. De esa forma, un engranaje, un sustantivo, cobraban un nuevo significado, más potente, más autónomo (los modernistas hispanoamericanos ya habían experimentado con esto en el siglo XIX).

Esta dinámica semiótica se confirma en los fenómenos de la globalización digital, donde interviene la fría indiferencia del fenómeno y la insoportable tragedia del dolor moral.

El reciente video donde se muestra la reacción sin llanto ni lágrimas de un niño víctima de los bombardeos aéreos en Alepo, Siria, se convirtió en eso que tan dudosamente se llama viral. Cada tanto el mundo se conmueve con estos rostros de víctimas inocentes. Un caso similar fue el de Aylan Kurdi, otro niño sirio ahogado en el intento de sus padres de llegar a las costas de Europa.

Ambas tragedias tienen, obviamente, muchos elementos en común. Pero ambas reacciones mediáticas  también. Tanto en el caso del niño muerto en la playa turca como en el de Alepo, el elemento común que los convierte en “virales” es la descontextualización, no en el descubrimiento de ninguna verdad sobre las guerras en curso y los abusos ya tradicionales de la fuerza.

Desde la invasión de Irak y desde mucho antes (Vietnam, Líbano, Guatemala, Palestina, Sahara Occidental, Sierra Leona, Nigeria… por nombrar sólo unos pocos, los más olvidados de los últimos años) hemos visto niños cubiertos de polvo, despedazados y masacrados en números escandalosos. Ninguna de esas imágenes produjo las reacciones en masa que hemos visto en los últimos casos mencionados. 

¿Por qué?

Bueno, creo que no hace falta ser un genio para darse cuenta que la explicación, más allá de moral, es psicológica. En ambos casos, los niños extrapolaban sus dramas (lejanos para Occidente y para el Oriente y el Medio Oriente rico) a un contexto familiar, propio de países desarrollados o, al menos, no en guerra. La playa de Kos era una playa europea, alejada del conflicto; el guardia turco que lo recogió con sus guantes de látex, podía ser alguien que conocemos de nuestras playas occidentales.

Aún más evidente es el reciente caso de Omran, en Alepo.

El primer elemento remarcable es la ausencia de llanto de Omran, la constatación de estar herido al tocar su cara y ver su mano ensangrentada. El gesto dolorosamente humilde de ese pequeño inocente que, casi como si no debiera, se limpia la sangre de su mano en el impecable sillón naranja y mira tímidamente a su alrededor. Su gesto significa, aunque sea por aturdimiento o confusión, todo lo que no esperaríamos de un niño de cinco años: la ausencia de llanto en medio de una tragedia que nuestros hijos nunca han vivido. Nuestros hijos saben llorar, y en un mundo consumista prácticamente lloran por todo. Omran ni siquiera puede darse el lujo de llorar.

Pero vayamos a un elemento menos evidente, aunque es lo primero que vemos: la composición de la imagen. El niño desdibujado por las heridas de los escombros y el polvo del ataque aéreo (cuyo objetivo era protegerlo; no vamos a poner en tela de juicio el buen corazón de las potencias mundiales) es sentado en un impecable sillón naranja, al lado de otros equipos impecablemente naranjas de los socorristas.

De por sí se establece un brutal contraste visual. Pero aún más marcado es el contraste simbólico: la fragilidad, la inocencia, extrapolada a nuestro mundo, el mundo moderno, impecable, funcional –civilizado.

Por transferencia simbólica, el niño pasa a ser uno de nuestros vecinos o uno de nuestros propios familiares viviendo una tragedia que no podemos contemplar sin conmovernos, sin movernos a contribuir en algo para aliviar esa tragedia, casi como alguien que le ofrece una aspirina a un enfermo de cáncer. Con todo, quizás, éste es el lado más positivo de toda la sensibilidad de aquellos que no viven en guerra.

Y, sin embargo, casi por norma, luego de la catarsis que nos demuestra todo lo bueno que somos, la mayoría siempre está dispuesta a olvidar o a hundirse en la inacción.

Me dirán que el juicio de “la mayoría siempre está dispuesta a olvidar” es injusto o arbitrario. Cierto, es muy difícil cuantificar este grupo; ni siquiera podría cometer la soberbia de excluirme. Sin embargo, a juzgar por la interminable tradición de guerras y contraguerras, de invasiones e intervenciones que normalmente preceden a las guerras civiles y a los grupos terroristas que en consecuencia florecen y se multiplican y luego justifican nuevas intervenciones y más bombas, parecería que, efectivamente, el poder siempre cuenta con una mayoría de indiferentes que cada tanto se conmueve hasta las lágrimas cuando descubre las consecuencias de sus malas elecciones de las que nunca llegan a aceptar ninguna responsabilidad.

Jorge majfud

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La sutil obscenidad de Mauricio Macri

Esta fotografía revela una sombra muy profunda en Mauricio Macri. Fue tomada luego del debate con Daniel Scioli (noviembre 2015). Sin entrar a juzgar cuál de los dos es mejor político o gobernante, [esta foto y muchas otras llevan un mensaje subliminal que (entiendo, puedo equivocarme) revelan un aspecto muy oscuro del ganador: “Miren, yo tengo dos brazos, mi adversario es manco”.

Esta misma sombra comenzará a revelarse en algún momento, pasada esa luna de miel que gozan todos los nuevos presidentes.

J.M.

Macri

 

Abstracción y transferencia de los significados

Bula julio2papa

Textos

 

Abstracción, transferencia y dinámica de los significados


El término “manzana” es identificado con una clase de elementos pero no con ninguno de ellos en particular. Es una abstracción que trasciende los límites de lo concreto —que debe hacerlo para convertirse en lenguaje. No podríamos imaginar un lenguaje compuesto por términos rígidos que indicasen sólo elementos concretos y únicos.

Luego tendremos un lenguaje, que se articula por la abstracción de sus elementos y por la concreción de su discurso. Sus elementos sígnicos —una señal, una palabra, un texto, una actitud, un “hecho”— son heredados de una cultura y resignificados por un contexto concreto y por un lector concreto. La expresión de una idea, de una emoción o de la percepción de un fenómeno físico hará uso de estas herramientas basadas en la abstracción para, en su combinación, definir un hecho o una experiencia concreta.

Podríamos pensar en la existencia de determinados símbolos que nazcan junto con el objeto significado. Pero ese símbolo no podría existir si no estuviese construido con significados del pasado. La palabra “Internet”, que es casi un nombre propio, nació para significar un fenómeno nuevo, pero veamos que tanto el fenómeno mismo era la combinación de fenómenos ya conocidos —el libro, la televisión, etc—, sino que la misma palabra Inter-net es la composición de dos palabras antiguas. Ahora, si por una catástrofe desapareciera el fenómeno de comunicación de la Red, el símbolo sobreviviría, aunque su significado continuaría variando. Esta variación del significado depende siempre de la experiencia, es decir, de la conjunción del fenómeno —físico o metafísico— y del lector. Éste, el lector, destinatario final y original del signo, es pasivo y activo al mismo tiempo. El significado que le atribuya al signo dependerá de él mismo y del contexto, al mismo tiempo que el contexto dependerá de todos los textos que él tenga conocimiento, de él como particularidad personal e intelectual y de los demás lectores.

El 15 de diciembre de 2004, el diario Clarín de Buenos Aires, en uno de sus títulos, anunció: un nuevo virus se esconde en tarjetas navideñas. Veinte años atrás no habría dudas: la información se refería a una peste transmitida a través de las postales navideñas de cartón. Hoy tampoco hay dudas, aunque el significado es otro: en el nuevo contexto, por “virus” ya no nos referimos a una infección biológica; por “tarjetas navideñas” no nos referimos a las clásicas postales que enviábamos y recibíamos por correo (tradicional). También el reflexivo “esconderse” es una metáfora aplicada a cualquier tipo de virus —biológico o informático—, pero notemos que ninguna de las palabras empleadas en el titular es nueva como signo. Ambas, “virus” y “tarjetas” se apoyan recíprocamente para conformar el significado de la frase entera y de cada una de sus partes —y viceversa. Las palabras, los signos, han sido resignificadas por una historia cambiante, por un nuevo contexto, por la estructura de la frase, del texto, por los nuevos lectores.

Los símbolos se relacionan con un pasado y con un futuro. No nacen ni mueren con el objeto. Tomamos símbolos existentes para indicar ideas, objetos y fenómenos nuevos. Éstos modificarán tanto el significado original del signo heredado como lo harán los mismos lectores del signo heredado. Pero cuando los objetos y los fenómenos concretos desaparezcan el signo sobrevivirá y con él gran parte de sus significado modificado por la última experiencia, hasta que una nueva experiencia tenga lugar. Los símbolos no son “naturales” como las cosas y los fenómenos indicados. La palabra “manzana” ha sido creada por un conjunto de hombres y mujeres que ya no están. Lo que entendemos por manzanas son, en cambio, elementos naturales. Sin embargo, tanto la palabra “manzana” como el conjunto de objetos aludidos pueden ser considerados de la misma categoría —como naturales—, en el entendido semiótico de que son preexistentes a la experiencia de lector. Tanto el espacio físico que nos rodea como el lenguaje en el que nacimos poseen una naturaleza semejante. Podemos modificarlos sólo en parte, pero debemos lidiar con sus reglas preexistentes. Podemos modificar el universo físico construyendo una casa, un jardín y una ciudad entera, pero siempre lo haremos valiéndonos de sus propias leyes, leyes físicas y leyes culturales.

Lo mismo hacemos con una novela o con el lenguaje mismo.

Milenio , B (Mexico)

Panamá América (Panamá)

 

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