La lengua de Dios

La lengua de Dios

Un incidente menor nos fastidió el viaje, una tarde en una gasolinera rural de Alabama, a un costado de la 59, casi llegando a Mississippi. Un tipo, más alto que cualquiera de nosotros, se había molestado porque nos escuchó hablando español ente las góndolas de helados y periódicos. Al parecer, el detonante fue cuando Thomas continuó hablando español con el cajero que, increíblemente, no era sikh ni hindú sino un muchacho que luego resultó ser de Honduras. El hombre no pudo esperar en la cola y dijo que debíamos hablar inglés, que esto era América, no México. En su camisa a cuadros vi problemas.

Aunque me había prometido mil veces desinteresarme del mundo, porque el mundo al fin y al cabo no valía la pena de tantas penas, por un viejo instinto criminal terminé respondiendo que en América e, incluso, en Estados Unidos se hablaba español desde mucho antes que inglés, y que nunca se había dejado de hablar español. Que hasta el signo de dólares, esa con una rayita, era la abreviación de Pesos, de PS, es decir, $, y que si a veces tenía dos rayitas se debían a las columnas de Hércules de la bandera española. Que si la gente que ignoraba que el español no era un idioma extranjero en Estados Unidos, que si alguien de por allí no sabía que la cultura hispana era una cultura más de este país, no sólo era un ignorante de la historia de su propio país sino que además era un ignorante.

Tal vez debí pensar que ante cualquier eventualidad mis amigos tendrían la obligación moral de defenderme. De otra forma no se entendía ese uso tan despojado de palabras que podrían costarle un diente a cualquiera. “Al menos que tu osadía se debiera a alguna condición propia de esas que padecen los argentinos, que van del exceso de confianza a cierta tendencia al suicidio, estilo Che Guevara”, me dijo luego Douglas.

El hombre de la camisa a cuadros no esperó a que terminase con mi conmovedora defensa del idioma y de la cultura hispana y me agarró por donde mejor podía.

What? Usted, pequeño malhablado —dijo—, ¿pretende enseñarle historia americana a un americano?

—Por ahí si…

—¿Sabe usted en qué idioma está escrita la constitución de este país?

—Sí, claro que lo sé. Un grupito de intelectuales, de esos que ya no se ven entre los políticos, revolucionarios y progresistas radicales…

Wait, wait, wait —me interrumpió—. En aquella época no había progres ni liberales como ahora, gracias a toda esa basura que traen ustedes del otro lado.

—Sí que eran liberales, progresistas y revolucionarios radicales como nunca los hubo después, ni siquiera en Francia. Por algo los libros Thomas Jefferson, el fundador de la democracia americana, estuvieron prohibidos por años después de su muerte. Unos pobres analfabetos lo habían acusado de ateo. En esa época no había homosexuales.

Detrás del hombre de camisas a cuadros, Carlos festejó la respuesta con un gesto obsceno. El tipo se movió nervioso, como si estuviese a punto de cambiar sus argumentos con un puñetazo de esos que solo se ven en las películas viejas.

—A ver, señor sabiondo —dijo el hombre, esbozando una sonrisa—. No cambie de tema. Por casualidad, ¿sabe usted en qué idioma está escrita la constitución de América?

—En inglés —dije.

— YeahpIn English. ¿Vio? Por algo la constitución de este país fue escrita en inglés. Entonces, si la misma constitución está escrita en inglés, todos los habitantes de este país deben hablar inglés para que entiendan lo que dice y entiendan las leyes de este país. Period.

—Señor, ¿es usted creyente? —pregunté, advirtiendo que el hombre de la camisa a cuadros llevaba una cruz tatuada debajo de la oreja derecha.

—Por supuesto —dijo el hombre, con una evidente excitación—. Soy cristiano, como todos aquí.

Next customer —dijo el hondureño.

—Bueno, al menos no es masón, como algunos de los padres fundadores. Es decir, que usted va a la iglesia los domingos y todo eso.

—A la casa de Dios —aclaró el aludido.

—Entonces ha leído la Biblia alguna vez.

—¿Bromea?

—Es decir, usted es un acérrimo defensor del uso del hebreo, el arameo y el griego en las iglesias. Obviamente usted lee la Biblia en alguno de esos idiomas, ya que fueron esos idiomas los elegidos por Dios para hablar y escribir hasta que un día, por alguna razón, decidió callarse.

Next customer in line, please —insistió el hondureño.

El hombre de la camisa a cuadros me hizo a un lado y puso las cervezas sobre el mostrador. Las pagó y, entes de irse, me señaló con un dedo:

—Aprende inglés. Tienes un acento horrible. Y tu amigo peor.

—Acento de Boston —dije.

—Lo hablan mal todos ustedes, yall —insistió el hombre, mientras abría la puerta de salida con las nalgas y nos miraba con cara de muy pocos amigos.

—Pero lo escribimos muy bien, eh —insistí, aunque el mensaje nunca llegó a destino.

Carlos se había fastidiado con este incidente y había dicho que no iba a comprar café ni nada en aquel lugar.

—Estos yanquis son unos hijos de puta —dijo Carlos.

—Hijo mío —dijo una vieja con acento sureño que había estado escuchando la conversación mientras se servía café—. No me incluya en ese grupo. No le dé el gusto a esa pobre gente.

 

Jorge Majfud

Periodico Irreverentes (ESpaña)

La Republica (Uruguay)

Tacuarembo2030 (Uruguay)

 

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El Che según su captor

El reciente testimonio del captor de Ernesto Che Guevara está hecho desde una perspectiva muy ingenua o Guevara nunca dijo lo que pensaba. 

Por ejemplo, cuando dice:

Che Guevara's corpse on display in Vallegrande...

Gary Prado: ¿No supo usted que ya tuvimos una revolución aquí, que ya hicimos la reforma agraria?

Che: Sí, supe. Ya vine yo por aquí…estuve en el 53. Pero todavía hay mucho por hacer…

Gary Prado: Claro… pero déjenos hacer a nosotros… una cosa que no nos gusta es que nos vengan a decir de afuera lo que debemos hacer.

Che: Sí. Tal vez nos equivocamos…


La respuesta no sólo es obvia para un Guevara que se había pasado la vida respondiendo a esa pregunta, sino para cualquiera que tuviese un mínimo conocimiento de política internacional durante la Guerra Fría. Que uno de los militares de la operación de 1967 dijera «no nos gusta es que nos vengan a decir de afuera lo que debemos hacer» revela ingenuidad o cinismo. También la respuesta de Guevara es imposible o el militar nunca entendió la ironía. 

J.M.


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Sobre revisionismos

 

 

El revisionismo de la historia (I)

José Artigas es uno de los pocos líderes políticos y militares de la historia que no es representado montado en un caballo blanco inmaculado, como el del mártir San Jorge. La lista es larga y ridícula: Napoleón, Washington, San Martín, Bolívar y Stalin, etc. Ridícula, improbable, pero históricamente efectiva, simbólica, es decir, real en el imaginario tradicional.

Por el contrario, la representación más famosa de Artigas sobre un caballo lo muestra sobre un matungo criollo, oscuro, taciturno y cabizbajo como él mismo. La imagen refleja la derrota y el exilio pero, sobre todo, la forma de ser de cierto carácter nacional. No porque fuese el único líder derrotado militarmente y, sobre todo, en sus ideales. A diferencia de los llamados “Padres fundadores” de Estados Unidos, casi todos los grandes líderes de lo que hoy es América latina fueron fracasados al final de sus vidas, traicionados y derrotados. Casi todos murieron en la frustración del exilio y de la nostalgia de sus ideales destrozados. Pero no todos reflejaron en el imaginario colectivo esa melancolía y humildad, a veces terriblemente onettiana, que la tradición del nuevo país, Uruguay, adoptó para sí mima en oposición a otras formas abiertamente extrovertidas y a veces avasallante de nuestros vecinos mayores.

La historia es una creación humana; es lo que se hace y lo que se dice de lo hecho; difícilmente dicho y hecho coinciden, porque básicamente son dos cosas diferentes. Pero llamamos verdad cuando estas dos cosas se aproximan, error cuando no coinciden y mentira o ficción cuando deliberadamente se sustituye uno por el otro como forma de resolver las diferencias.

Los motores de la historia son varios: la justicia, los instintos más primitivos o el impulso natural por crear y destruir. Pero quizás el poder sea uno de sus motores menos discutidos.

Ahora, si el poder, por definición, es esa fuerza capaz de definir o cambiar una realidad, ¿cómo no sería capaz de definir o cambiar lo que se dice de ella? La narrativa histórica no se diferencia de la ficción por sus medios de expresión ni por sus efectos en la memoria. Pero si la historia está comprometida con la verdad particular de los hechos, la ficción está comprometida con la verdad general de las emociones humanas a través de lo particular.

Una de las fuerzas creadoras y destructivas más potentes de la historia humana es la política. La política crea realidades creando previamente narrativas imaginarias sobre esa realidad. Como la religión, la política es una narrativa realista, no porque sea objetiva sino porque antes de crear sus ficciones ya ha convencido al lector/espectador/votante/súbdito de que su ficción y la realidad son la misma cosa, algo tan palpable como las piedras (como si en los sueños no hubiesen piedras). Por esta misma razón, los imaginativos poetas y escritores son en el fondo más realistas que los pragmáticos políticos, porque los primeros aprenden a reconocer y distinguir la materia de su trabajo, la ficción, y los segundos suelen confundir ficción con realidad, lo que se demuestra con su fanático pragmatismo.

De acuerdo, la política es también una práctica, pero antes que todo es una ficción realista que unas veces se viste de pragmática y otras de idealista. Una es prosa llana; la otra verso utópico. Que sea buena o mala depende, muchas veces, del político, es decir, del narrador. Si no, echemos una mirada a los regímenes que hoy sentimos más lejanos: los faraones y los incas, los emperadores y reyes absolutistas de Europa; los célebres Hitler, Mussolini, Franco y Stalin; los emperadores democráticos y alucinantes Theodore Roosevelt y George Bush; los idealistas Che Guevara y el Subcomandante Marcos; los revolucionarios conservadores como Fidel Castro y Ronald Reagan; los pragmáticos Hugo Chávez, Lula da Silva y Cristina Fernández. La lista es infinita y no deja (narrador) político afuera.  Sin embargo, sobre todo aquellos que conocemos los territorios de la “ficción consciente” que es la literatura, sabemos que la realidad también existe, aunque sea imposible de definirla sin manipularla.

Todos han sido poderosos narradores, a veces defensores de sus personajes; con frecuencia, delirantes, alucinados poetas que han escrito sobre la tierra, con la sangre de los pueblos y usando lanzas y misiles en lugar de plumas, que han corregido sus borradores con bombas y masacres en lugar de correctores, la historia, la madre de todas las ficciones, la ficción más realista (es decir quijotesca) de todos los géneros literarios.

Jorge Majfud

Noviembre 2011, Jacksonville Univeristy

majfud.org

Milenio II (Mexico)

La Republica (Uruguay)

 

El revisionismo de la historia (II)

En suma, la narración de la historia está cruzada de intereses religiosos, estéticos, nacionalistas y, sobre todo, políticos. Cuando un grupo religioso en Estados Unidos se escandaliza porque el presidente Obama no menciona suficientemente a Dios en su Discurso de la Unión, su molestia es puramente política, no religiosa. En nada afecta la religión y mucho menos la fe de ninguno de sus miembros. En definitiva, la religión es básicamente una experiencia individual que a lo sumo es compartida voluntariamente por una comunidad específica. Pero cuando esa comunidad pretende trascender los limites de sus miembros voluntarios, automáticamente pasa al campo de la política travestido de religión, es decir, con pretensiones de neutralidad política. Pero el problema es puramente político, se trata de una lucha por la administración del poder social.

Ahora la presidenta Argentina ha propuesto una comisión de revisión de historia. Personalmente estoy a favor de todo revisionismo histórico. La historia, cualquier historia, puede y debe ser siempre sujeto de revisión. Siempre pueden surgir datos nuevos, documentos y nuevas teorías que expliquen lo inexplicable o corrijan supersticiones a veces enquistadas en la memoria colectiva. Considero que no hay figuras santas ni sagradas que alguna vez hayan sido seres humanos. Es la tradición la que santifica y mitifica. La misma figura de Cristo ha sido revisada con innumerables interpretaciones por aquellos mismos que lo consideran Hijo de Dios, Mesías o sólo un profeta bíblico de gran importancia. De otra forma no habría tantas sectas cristianas. Ni que hablar del Padre, cuya voluntad ha sido revisada a lo largo de los últimos tres mil años y es revisada cada domingo en diferentes templos y en diferentes canales de televisión al mismo tiempo que se afirma que Dios nunca cambia de opinión. A la revisión religiosa se llama confirmación; a la interpretación, verdad única y absoluta.

Pero el revisionismo histórico debe ser hecho con libertad y por investigadores independientes. En Argentina, por ejemplo, un caso interesante para revisar (muchos ya lo han hecho, pero continúan cabalgando en sus estatuas de bronce) son los del General Roca y del maestro Domingo Sarmiento, que no sólo fue educador y, de no ser por un revisionismo hubiese fosilizado la imagen de Artigas como montonero terrorista, sino que también fue un desclasado profundamente racista, montado a su prestigio y embestido presidente de una gran nación. Los dos fueron presidentes. Uno militar y el otro escritor y educador. Como educador consideraba que los niños eran bestias a domesticar, pero para su época dejó otros legados que ayudaron el progreso de su país y la región. Ambos fueron profundamente racistas aunque la obra del General Roca fue decididamente genocida; quizás este genocidio indígena haya culminado con las armas lo que otros, como Sarmiento, comenzaron con la pluma.

De cualquier forma, no estoy de acuerdo que este proyecto de revisión o revisionismo deba surgir de la esfera política. Los administradores sólo deberían limitarse a remover algunos monumentos o nombres de calles, después de un consenso basado en investigaciones independientes.

La política es un instrumento humano para lograr cosas, para mejorar o empeorar una sociedad. Rara vez, sino nunca, es un instrumento confiable en la narrativa de la verdad. Por ejemplo, la comisión CONADEP que resultó en el “Nunca Más” o informe Sábato, fue una tarea necesaria y un instrumento político para acelerar la búsqueda de una verdad en un contexto social adverso, con una tragedia reciente y con sus responsables vivos en su mayoría. Entonces se necesitaba el apoyo del nuevo gobierno, ayuda y protección del Estado para emprender semejante investigación. No se trataba de un tema puramente histórico o académico sino que se superponía a la competencia de otras dos instituciones del Estado en una relación delicada sino conflictiva: la Justicia y el Ejercito.

Pero en un país democrático no es necesario ni conveniente que un gobierno o un político nombre una comisión, por neutral que parezca, para revisar y reescribir, con un mandato burocrático, hechos que ocurrieron décadas o siglos atrás. Es cierto, la educación terciaria es harto más independiente que la educación secundaria. Pero ésta, cuando es pública, no debería depender de las decisiones de un gobierno sino del Estado como síntesis de una pluralidad de fuerzas e intereses generales.

El revisionismo histórico en sí es, principalmente, tarea de historiadores independientes, desde la academia hasta el periodismo, incluyendo a los aficionados a la materia que con frecuencia aportan a esta búsqueda sin principio ni final, sin conclusiones absolutas ni verdades oficiales. Estos profesionales y aficionados normalmente son independientes de cualquier mandato político; en el peor de los casos, se juegan su prestigio profesional en busca de una verdad y no intereses o emociones político partidarias.

En las sociedades libres, el revisionismo de la historia no se prohíbe pero tampoco se impone. Los críticos y los investigadores no necesitan la luz de un gobernador para saber lo que deben hacer. Este caudillismo intelectual en el Occidente moderno se arrastra desde el siglo XV, cuando los nobles encargaban a los escribas, graciosamente llamados “cronistas reales”, fijar libremente la historia. De acuerdo, gracias a muchos de ellos, como en el caso del monumental proyecto encargado por Alfonso X, Estoria de España y la Grande e general estoria, conocemos una parte de la historia hispánica de la Edad Media. De cualquier forma, se trató de una selección y de ciertas correcciones, por lo cual no se puede afirmar que conocemos los hechos como ocurrieron sino como el rey Alfonso y algunos cristianos en guerra con los moros querían que sean conocidos por su tiempo y los siglos que les sucedieron. Los “historiadores” de Alfonso acusaron a los anteriores de lo que harían ellos mismos en sus libros: en tiempos de Theodisto, políglota griego, “no se encontraba en toda España un hombre malo ni descreído”, pero Theodisto tenía maneras amables y corazón de lobo: sacó las cosas “verdaderas” de los libros y puso las “falsas” haciendo traducir del griego al árabe libros de ciencia (278). Mientras,  a cada paso los escribas de Alfonso revelaban sus propios criterios para seleccionar los hechos pasados (“non fallamos ninguna cosa que de contar sea que a la estoria pertenezca, 282, etc.)

En América, como dicen algunos detractores del padre Bartolomé de las Casas, fue gracias a Fray Diego de Landa, quien en el siglo XVI transcribió al castellano las historias de los nativos, que hoy conocemos gran parte de la historia maya. Es decir, de lo que quedó de la historia maya luego que Landa quemara casi todos sus libros originales y nos legara amablemente su versión de aquella extraña y diabólica cultura llena de “mezquitas”. No le faltaban motivaciones políticas y religiosas, y así se fosilizó o se perdió gran parte de la historia.

Ahora, cuando miramos atrás, vemos los pequeños fragmentos que sobrevivieron. No vemos las infinitas tramas, mentiras y traiciones que podrían explicar tantas cosas, no vemos aquellos hombres y mujeres que fueron secuestrados, masacrados y olvidados, simplemente porque ya no están y sus ecos se perdieron en diluvios de otras narrativas. Y como no los vemos, llamamos Historia a aquellos otros escasos fragmentos que fueron salvados o nos llegaron después de innumerables manipulaciones, fraudulentas manipulaciones que en sus tiempo sirvieron a intereses religiosos e ideológicos, es decir, intereses políticos.

La moraleja es demasiado obvia: si queremos la verdad histórica o algo que se le aproxime, dejemos que investigadores independientes, sin motivaciones sectarias, se ocupen de su materia. Lo mejor que pueden hacer los religiosos es comprender que la religión más allá de sus propios limites es política, y de las más peligrosas. Lo mejor que pueden hacer los políticos interesados en la verdad es promover la libertad y la independencia de los investigadores. Claro, la verdad no es siempre agradable ni conveniente. Por eso siempre se hay historias mejores.

Jorge Majfud

Noviembre 2011, Jacksonville Univeristy

majfud.org

Milenio , II (Mexico)

Nosotros y los otros I y II

Injuries / Heridas

El Muro

Nosotros y los otros (I)

 

Americanos

Las masivas campañas de indignados en Europa han cruzado el Atlántico para convertirse en el movimiento de los Occupy Wall Street. En estos casos, los manifestantes no han ocupado por la fuerza ningún edificio publico o privado sino los centros simbólicos de las ciudades, desde Nueva York hasta Jacksonville. El conocido profesor de Princeton University, Cronel West, ha planteado cierta continuidad entre la primavera árabe y el otoño americano. No parecen tener, no obstante, mucha relación; sus orígenes y sus reivindicaciones son diferentes, aunque quizás el espíritu sea aquel que anunciamos diez años atrás: “Antes de la gran revolución civil habrá una profundización de la crisis de este orden obsoleto. Esta crisis será en casi todos los ámbitos, desde el orden político hasta el económico, pasando por el militar. La Superpotencia es actualmente muy frágil debido a su recurso militar, con el cual ha minado el arma más estratégica de la antigua diplomacia […] no podrá resistir un contexto crecientemente hostil porque su economía, base de su poderío militar, se debilitará en proporción inversa. Hoy está en condiciones de ganar cualquier guerra, con o sin aliados, pero los sucesivos triunfos no podrán salvarla de un progresivo desgaste. El resultado inmediato será una gran inseguridad mundial, aunque ésta se superará con la revolución civil. En este momento de quiebre, Occidente se debatirá entre un mayor control militar o en la desobediencia civil, la cual será silenciosa y anónima, sin líderes ni caudillos” (La Republica, 2003).

Políticamente, el movimiento no es estéril, pero no creo que todavía sea capaz de cambiar ningún sistema. El sistema capitalista entra en crisis en Occidente (no es la primera vez y tal vez no sea la última) y es exitosamente salvado en Oriente. Sin embargo, este movimiento de manifestantes es la necesaria respuesta al hegemónico discurso conservador que instauraron los años ochenta y cuyo fenómeno reciente más visible es el Tea Party, movimiento claramente reaccionario y conservador de una tradición inventada a su manera, que poco o nada tiene que ver con el pensamiento de los llamados “padres fundadores”.

Como reacción a la reacción de la izquierda norteamericana y a la manifestación organizada y espontánea de los occupy, no han faltado las voces que recomiendan a los manifestantes irse a Cuba (en muchos casos, sino en la mayoría, son expresiones de hispanos “conservadores”).

Estas voces, que se autodefinen como democráticas, ejercitan el más tradicional de los fascismos populares. Durante la dictadura brasileña de los setenta, el aparato de propaganda acuñó un eslogan que funcionaba perfectamente con la centenaria cultura semi feudal del continente: “Brasil, potência”, “Brasil, ámelo o déjelo». Igual en la España del franquismo: aquellos que no eran “españoles verdaderos” (como en tiempos de Fernando e Isabel) debían abandonar la bendita patria.

En Estados Unidos esa mentalidad no ha sido ajena. Como siempre, desde los grupos más conservadores se intenta definir qué es un individuo, una familia, un pueblo; todo lo que no se adecua, es un enemigo. Para algunos, si a alguien se le ocurre cambiar un país o criticarlo por su sistema económico, por su cultura o sólo por alguna de sus partes, aunque sea su propio país debería abandonarlo para no caer en contradicción. Esta idea, bastante común, pertenece a la tradición fascista más extendida y oculta en los pliegues de la conciencia popular. Significa que los países tienen dueños: si no te gusta el orden que tiene mi casa, ahí está la puerta. La casa es mía.

Así, un país le pertenece a quienes piensan de una forma X y actúan de una forma X y, por ende, son consecuentes Xs. Los otros deben aceptar el poder de los Xs o convertirse a Xs para no caer en mortal contradicción.

Esa es, en resumen, la idea subyacente en la mentalidad conservadora de los radicales del Tea Party: este país ha sido secuestrado por los “raros” (los bárbaros progresistas, los liberales sin moral) y debemos salvarlo. Si los raros no están de acuerdo con nosotros, son contradictorios, ya que nosotros somos la esencia de este país, etcétera. No es un problema dialéctico, de razón o de justicia, sino, como en una tribuna de fútbol, el “ser verdadero y autentico” en un sentido extendido más allá del grupo X, es aceptado simplemente por su lealtad al grupo X. Es decir, X es la verdadera letra del alfabeto.

No es sólo un problema estadounidense; es universal.

(continúa)

Jorge Majfud

Jacksonville Univeristy

majfud.org

Milenio (Mexico)

La Republica (Uruguay)

Milenio II (Mexico)

Nosotros y los otros (II)

Antiamericanos

Si nadie (que no sea fascista) puede reducir ningún país del mudo a una ideología, una raza, una religión, un idioma y una única tradición, por pequeño que sea, mucho menos esta operación es posible en un país gigante y extremadamente diverso, heterogéneo y contradictorio como Estados Unidos. Pero no sólo los fascistas conservadores persisten en esta actitud. La misma es emulada por posturas antiamericanas que reducen esta diversidad a un único individuo: “el americano” o “el yanqui”. Generalmente el sustantivo “americano” va asociado a “ignorante”.

La etiqueta es contradictoria especialmente cuando procede de aquellas voces que simultáneamente acusan “al americano” de ser imperialista. Lo cual hoy en día es una operación rutinaria, cómoda y políticamente correcta, que no conlleva ningún coraje intelectual y con frecuencia mucha autocomplacencia que distrae y neutraliza una crítica productiva contra una realidad –el imperialismo– que no es única sino parte de una realidad mayor y más compleja.

El mismo Che Guevara, que no sin razón acusó a Estados Unidos de ser una potencia imperial, brutal como cualquier imperio, diferenció de forma explicita el gobierno del “pueblo americano”. Un amigo norteamericano que detestaba la guerra en Irak, una vez me dijo que no se puede separar una cosa de la otra y que lo que hace el gobierno es también responsabilidad del pueblo que lo elige.

Hasta aquí estoy de acuerdo. Nadie es totalmente inocente, ni aquí ni allá. Pero no se puede responsabilizar a decenas de millones de personas que abiertamente han estado en la oposición, de ser responsables de lo que hace su gobierno o el aparato que lo rodea. Si así fuera, todos los latinoamericanos seríamos igualmente responsables por lo que han hecho nuestros gobiernos, desde las dictaduras más criminales de la historia hasta las democracias con sus injusticias pendientes. También en América Latina exterminamos a nuestros indios, humillamos a nuestros negros (aunque el racismo norteamericano, especialmente el del sur, se lleva o se llevó todos los premios en la categoría). Nuestras barbaridades, nuestros crímenes no fueron mayores porque nuestros PIBs no llegaron a ser nunca aquellos de los imperios modernos y antiguos. Esto ya lo sabían los griegos cuando respondieron a los espartanos que reclamaban “justicia” ante el dominio comercial y, por ende, militar de Atenas. Tucídides, en Historia de la guerra del Peloponeso, reproduce los argumentos de los enviados de la “democratica y tolerante” Atenas: “y una vez que ya éramos odiados por la mayoría, y que algunos ya habían sido sometidos después de haberse sublevado, y que ustedes ya no eran nuestros amigos como antes, sino que se mostraban suspicaces y hostiles, no parecía seguro correr el riesgo de aflojar. […] Disponer bien de los propios intereses cuando uno se enfrenta a los mayores peligros no puede provocar el resentimiento de nadie […] Tampoco hemos sido los primeros en tomar una iniciativa semejante, sino que siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a ustedes mismos así les pareció hasta que ahora, calculando sus propios intereses, se ponen a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. […] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderado que somos. […] En el caso que ustedes nos vencieran y lograsen tomar la dirección del imperio, rápidamente perderían la simpatía que se han ganado de los demás gracias al miedo que nosotros inspiramos […] Cuando los hombres entran en guerra, comienzan por la acción lo que debería ser su último recurso, pero cuando se encuentran en la desgracia, entonces ya recurren a las palabras”.

Estas palabras, que tristemente son siempre actuales, fueron pronunciadas y escritas dos mil años antes de Macchiavello y Thomas Hobbes.

También los pueblos que han sufrido el azote de la Atenas contemporánea, como Esparta (releer el delicioso clásico de Bertrand Russell, A History of Western Philosophy), nos hemos considerado los campeones de la moral. Entonces, nos sentimos en el derecho de simplificar a un pueblo diverso como el norteamericano en un solo “yanqui imperialista e ignorante”.

El imperialismo, en sus diversas formas, es una realidad; ya nos hemos encargado de analizarlo y denunciarlo casi sin tregua. Pero la idea repetida que leemos y escuchamos siempre de que “los americanos son unos ignorantes” o “los americanos no tienen cerebro”, no deja de ser paradójica: gente sin cerebro tiene la abrumadora mayoría de las mejores cien universidades del mundo; gente sin cerebro ha cambiado, para bien y para mal, el mundo de la ciencia y la tecnología en el último siglo y sobre todo en los últimos cincuenta años; gente ignorante y sin cerebro ha extendido su brutal dominio en el comercio y en la geopolítica. Todo llevado a cabo sobre gente que, se presume, sí tiene verdadera cultura y verdadera inteligencia.

Sin duda, una cultura, un pueblo inteligente y educado puede ser victima cruel de una horda de bárbaros. Eso está demostrado en la historia. Pero ningún imperio se puede sostener mas allá de sus propias agresiones bélicas si los pueblos oprimidos no colaboran en su propia opresión. Pero esos pueblos están demasiado ocupados riéndose de la ignorancia y de la poca inteligencia de los habitantes del imperio. Tal vez la moral, la sabiduría y la inteligencia de quienes se burlan de las carencias del imperio que los oprime debería estar, por lo menos, entre comillas, sino entre signos de interrogación.

Tal vez la ignorancia es más concreta y se reproduce no en los pueblos sino en individuos concretos. Los ignorantes americanos confunden a los mexicanos con Pancho Villa y a los italianos con Silvio Berlusconi. Los ignorantes mexicanos y los ignorantes italianos confunden a los norteamericanos con Lady Gaga y Chuck Norris. Aparte de la ignorancia, los une la misma tradición: el chauvinismo, con frecuencia disfrazado de nacionalismo y de conmovedores patriotismos.

Sospecho que para construir un mundo más justo y democrático del que tenemos y hemos tenido siempre, hace falta terminar con esta estéril tradición. Entre otras cosas, claro.

Jorge Majfud

Jacksonville Univeristy

majfud.org

Milenio (Mexico)

Milenio II, MR (Mexico)

La Republica (Uruguay)

Revolucion cubana

Documentos básicos e incompletos sobre la Revolución cubana

Interviewed Fidel Castro in the Sierra Maestra

Entrevista al Che Guevara en Sierra Maestra

Brevísima cronología de la Revolución cubana.

 

1 DE ENERO DE 1959

Ante el avance de las columnas guerrilleras de Fidel Castro, el dictador Fulgencio Batista huye de Cuba. La revolución triunfa en el país

6 DE AGOSTO DE 1960

Fidel Castro anuncia la nacionalización de las refinerías de petróleo, centrales azucareras y compañías de teléfonos y electricidad de EE.UU.

11 DE ENERO DE 1961

Cuba inicia la campaña nacional de alfabetización

17 DE ABRIL DE 1961

Unos 1500 batistianos adiestrados por la CIA desembarcan en Playa Girón, en la Bahía de Cochinos. En 72 horas, el ejército rebelde desbarata la invasión

3 DE FEBRERO DE 1962

El presidente J. F. Kennedy ordena el embargo económico y financiero contra la isla, que se prolonga hasta hoy

22 DE OCTUBRE DE 1962

Comienza la crisis de octubre por la instalación de misiles nucleares soviéticos en la isla, que serán retirados más tarde ante la inminencia de una guerra nuclear entre la URSS y EE.UU.

9 DE OCTUBRE DE 1967

El Che Guevara es capturado y asesinado en Bolivia

MARZO DE 1968

El gobierno cubano expropia todos los negocios privados de la isla a excepción de las pequeñas propiedades agrícolas. Es la gran ofensiva revolucionaria

ABRIL DE 1980

Crisis migratoria con EE.UU. Unos 130.000 cubanos abandonan la isla desde el puerto de Mariel rumbo a Florida

13 DE JULIO DE 1989

El General Arnaldo Ochoa y otros tres oficiales son fusilados por el régimen tras haber sido juzgados por su implicación en tráfico de drogas

DICIEMBRE DE 1991

Fin de las relaciones con Moscú tras el derrumbe de la URSS. La producción económica de Cuba se reduce un 35 por ciento en los tres años posteriores. Comienza el denominado «período especial en tiempos de paz»

27 DE JULIO DE 1993

Ante la magnitud de la crisis el régimen autoriza los mercados campesinos, el trabajo por cuenta propia, los pequeños negocios de forma restringida, el uso del dólar y el envío de remesas desde el extranjero. Se fomenta la industria turística

5 DE AGOSTO DE 1994

Primera manifestación contra el régimen en el malecón de La Habana. Es el anticipo de la crisis de los balseros. Unas 30.000 personas huyen de la isla

21-25 DE ENERO DE 1998

Histórica visita del Papa Juan Pablo II a Cuba

25 NOVIEMBRE DE 1999

El balserito Elián González es rescatado en las costas de la Florida. La lucha por su custodia da pie al surgimiento de «la batalla de las ideas», la última vuelta de tuerca ideológica de Castro, que inicia una recentralización económica del país

MARZO-ABRIL DE 2003

El régimen lleva a cabo la mayor campaña represiva en muchos años. 75 disidentes son condenados a penas de hasta 28 años de prisión. Tres secuestradores de una lancha de pasajeros son fusilados tras un juicio sumarísimo

20 DE OCTUBRE DE 2004

Caída estrepitosa de Fidel Castro tras pronunciar un discurso en Santa Clara. se fractura la rodilla izquierda y el brazo derecho. Es el inicio de su declive físico

17 NOVIEMBRE DE 2005

En un trascendental discurso, Castro reconoce que la revolución puede autodestruirse debido a la corrupción generalizada en el país

31 DE JULIO DE 2006

Proclama al pueblo de Cuba en la que Fidel Castro anuncia que sufre una grave enfermedad intestinal y que cede el poder de forma provisional a su hermano Raúl

24 DE FEBRERO DE 2008

Raúl Castro asume como presidente de los consejos de estado y de ministros y como comandante en jefe, tras la renuncia definitiva de Fidel unos días antes .

(Resumen realizado por La Nación de Buenos Aires, el 28 de diciembre de 2008).

Ernesto Che Guevara

Biografía según ICAIC

Che talking about the Bay of Pigs Invasion.

Carta de despedida del Che a Fidel

Ernesto Che Guevara  

«Año de la Agricultura»
Habana

Fidel:


Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando te conocí en casa de María Antonia, de cuando me propusiste venir, de toda la tensión de los preparativos.

Un día pasaron preguntando a quién se debía avisar en caso de muerte y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Después supimos que era cierto, que en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera). Muchos compañeros quedaron a lo largo del camino hacia la victoria.

Hoy todo tiene un tono menos dramático porque somos más maduros, pero el hecho se repite. Siento que he cumplido la parte de mi deber que me ataba a la revolución cubana en su territorio y me despido de ti, de los compañeros, de tu pueblo, que ya es mío.

Hago formal renuncia de mis cargos en la dirección del partido, de mi puesto de ministro, de mi grado de comandante, de mi condición de cubano. Nada legal me ata a Cuba, sólo lazos de otra clase que no se pueden romper como los nombramientos.

Haciendo un recuento de mi vida pasada creo haber trabajado con suficiente honradez y dedicación para consolidar el triunfo revolucionario. Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario. He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días, me enorgullezco también de haberte seguido sin vacilaciones, identificado con tu manera de pensar y de ver y apreciar los peligros y los principios. Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos. Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba y llegó la hora de separarnos.

Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor; aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos… y dejo un pueblo que me admitió como su hijo: eso lacera una parte de mi espíritu. En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo dondequiera que esté; esto reconforta y cura con creces cualquier desgarradura.

Digo una vez más que libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emane de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento, será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo y que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos. Que he estado identificado siempre con la política exterior de nuestra revolución y lo sigo estando. Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano y como tal actuaré. Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena; me alegro que así sea. Que no pido nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse.

Tendría muchas cosas que decirte a ti y a nuestro pueblo pero siento que son innecesarias, las palabras no pueden expresar lo que yo quisiera, y no vale la pena emborronar cuartillas.

Hasta la victoria siempre, ¡Patria o Muerte!

Te abraza con todo fervor revolucionario

Che  

Carta leíoda por Fidel Castro el 3 de octubre de 1965, en La Habana, Cuba. 

«Hasta siempre Comandante» (Puebla)

Letra de Carlos Puebla

« Hasta Siempre Comandante «

Aprendimos a quererte
Desde la histórica altura
Donde el sol de tu bravura
Le puso un cerco a la muerte.

Aquí se queda la clara,
La entrañable transparencia,
De tu querida presencia
Comandante che guevara.
Tu mano gloriosa y fuerte
Sobre la historia dispara
Cuando todo santa clara
Se despierta para verte.

Aquí se queda la clara,
La entrañable transparencia,
De tu querida presencia
Comandante che guevara.

Vienes quemando la brisa
Con soles de primavera
Para plantar la bandera
Con la luz de tu sonrisa.

Aquí se queda la clara,
La entrañable transparencia,
De tu querida presencia
Comandante che guevara.

Tu amor revolucionario
Te conduce a nueva empresa
Donde esperan la firmeza
De tu brazo libertario.

Aquí se queda la clara,
La entrañable transparencia,
De tu querida presencia
Comandante che guevara.

Seguiremos adelante
Como junto a ti seguimos
Y con fidel te decimos:
Hasta siempre comandante.

Aquí se queda la clara,
La entrañable transparencia,
De tu querida presencia
Comandante che guevara.

Cuba publica el cuaderno inédito del Che en Sierra Maestra

Alberto Korda taking a picture of Che Guevara ...

Alberto Korda tomándole una foto a Che Guevara. Image via Wikipedia

‘Diario de un combatiente’ recoge las libretas originales que el guerrillero utilizó para escribir su famoso diario ‘Pasajes de la guerra revolucionaria’

MAURICIO VICENT | La Habana

El Centro de Estudios Che Guevara, que desde su fundación dirige la viuda del guerrillero cubano-argentino, Aleida March, ha decidido finalmente publicar los diarios originales que escribió Ernesto Guevara en pequeñas libretas de notas durante la lucha de la Sierra Maestra. Dichas libretas fueron la materia prima que utilizó para elaborar su mundialmente famoso Pasajes de la guerra revolucionaria, su gran testimonio, mezcla de memoria y ensayo, de aquellos episodios que empezaron en la playa de Las Coloradas con el desembarcó del yate Granma, el 2 de diciembre de 1956, y terminaron el 1 de enero de 1959 con la huida del dictador Fulgencio Batista. 

El libro, que será presentado este martes en La Habana, coincidiendo con la fecha en que el Che cumpliría 83 años, es publicado por la editorial australiana Ocean Press/Ocean Sur y lleva el título de Diario de un combatiente. Ha sido preparado por el Centro de Estudios Che Guevara, encargado de salvaguardar la obra y legado del legendario guerrillero bajo la supervisión de Aleida March, pero no deben esperarse de él grandes sorpresas ni revelaciones extraordinarias

Según admite en una nota introductoria de la editorial, buena parte de los textos ya han visto la luz, aunque fragmentariamente, y además falta un grupo importante de libretas de notas (que abarcan varios meses de la lucha) que nunca han estado en manos de los archivos del Centro de Estudios Che Guevara, y cuyo paradero se desconoce.

La mayor parte de las anotaciones de Guevara en estas libretas son observaciones y comentarios breves sobre sucesos, combates, escaramuzas y hechos que sirvieron ya de materia prima a Pasajes de la guerra revolucionaria. Sin embargo, aun así tienen el interés de que ponen de manifiesto cuáles fueron las primeras vivencias del Che al entrar en contacto con la realidad cubana -hasta ese momento solo conocía la isla y su situación a través de los ojos de Fidel Castro, su hermano Raúl y el resto de los revolucionarios cubanos en México-, y cómo su pensamiento y sus percepciones se fueron transformando.

La propia editorial advierte de que se trata de «notas muy escuetas», elaboradas «para su uso personal al no tener tiempo en aquellos momentos para desarrollarlas», e incluso admite que se puede «estar o no de acuerdo con algunas observaciones o afirmaciones» del Che.

También señalan los editores que en las libretas del Che hay errores ortográficos e imprecisiones, debido a su inicial desconocimiento de la geografía cubana y de las «zonas en que se desenvolvieron los acontecimientos que se narran», al igual que también «existen fallas» en los «nombres de combatientes y fechas»; ahora, después de una «revisión exhaustiva», muchas de ellas han sido rectificadas.

Todo ello, unido a la falta de páginas importantes de los diarios, había determinado hasta ahora que los manuscritos del Che no hubieran visto la luz como «una totalidad». La decisión de publicarlas en estos momentos, acompañadas de «notas y documentos históricos» explicativos, se justifica, según el Centro de Estudios Che Guevara, en la pretensión de que sirva de «guía instrumental y de motivación para todo el que, desde una visión contemporánea, desee acercarse al significado real» de aquella experiencia del Che.

El Che, una biografía a la altura del mito

[Fuente >>]

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

Ron Paul and Right-Wing Anarchy

Ron Paul et l’anarchisme de droite (French)

Ron Paul y el anarquismo de derecha (Spanish)

Special Reports

Ron Paul and Right-Wing Anarchy

by Jorge Majfud

Scandalized by the misery that he had found in the poorer classes of the powerful French nation, Thomas Jefferson wrote to Madison, informing him that this was the consequence of the “unequal division of property.” France’s wealth, thought Jefferson, was concentrated in very few hands, which caused the masses be unemployed and forced them to beg. He also recognized that “the equal distribution of property is impracticable,” but acknowledged that marked differences led to misery. If one wanted to preserve the utopian project for liberty in America, no longer for reasons of justice only, it was urgently necessary to insure that the laws would divide the properties obtained through inheritance so that they might be equally distributed among descendants (Bailyn 2003, 57). Thus, in 1776 Jefferson abolished the laws in his state that priveleged inheritors, and established that all adult persons who did not possess 50 acres of land would receive them from the state, since “the land belongs to the living, not the dead” (58).

Jefferson once expressed his belief that if he had to choose between a government without newspapers and newspapers without a government, he would choose the latter. Like the majority of his founding peers, he was famous for other libertarian ideas, for his moderate anarquism, and for an assortment of other contradictions.

Ron Paul: Carrying Jefferson’s torch in a hostile environment?

Maybe nowadays Ron Paul is a type of postmodern incarnation of that president and erudite philosopher. Perhaps for that same reason he has been displaced by Sarah Palin as representing the definition of what it means to be a supposedly good conservative. In addition to being a medical doctor, a representative for Texas, and one of the historic leaders of the Libertarian movement, Paul is probably the true founder of the non-existent Tea Party.

If anything has differentiated neoconservative Republicans from liberal Democrats during the last few decades, it has been the former’s strong international interventionism with messianic influences or its tendency to legislate against homosexual marriage. On the other hand, if anything has characterized the strong criticism and legislative practice of Ron Paul, it has been his proposal to eliminate the central bank of the United States, his opposition to the meddling of the state in the matter of defining what is or should be a marriage, and his opposition to all kinds of interventionism in the affairs of other nations.

A good example of this was the Republican Party debate in Miami in December of 2007. While the rest of the candidates dedicated themselves to repeating prefabricated sentences that set off rounds of applause and stoked the enthusiasm of Miami’s Hispanic community, Ron Paul did not lose the opportunity to repeat his discomforting convictions.

In response to a question from María Elena Salinas about how to deal with the president of Venezuela, Ron Paul simply answered that he was in favor of having a dialogue with Chavez and with Cuba. Of course, the boos echoed throughout the venue. Without waiting for the audience to calm down, he came back with: “But let me tell you why, why we have problems in Central and South America — because we’ve been involved in their internal affairs for a long time, we’ve gotten involved in their business. We created the Chavezes of this world, we’ve created the Castros of this world by interfering and creating chaos in their countries and they’ve responded by taking out their elected leaders…”

The boos ended with the Texan’s argumentative line, until they asked him again about the war in Iraq: “We didn’t have a reason to get involved there, we didn’t declare war […] I have a different point of view because I respect the Constitution and I listen to the founding fathers, who told us to stay out of the internal affairs of other nations.”

In matters of its internal politics, the Libertarian movement shares various points with the neoconservatives, for example, the idea that inequalities are a consequence of freedom among different individuals with different skills and interests. Hence, the idea of “wealth distribution” is understood by Ron Paul’s followers as an arbitrary act of social injustice. For other neocons, it is simply an outcome of the ideological indoctrination of socialists like Obama. Subsequently, they never lose the opportunity to point out all of the books by Karl Marx that Obama studied, apparently with a passionate interest, at Columbia University, and all of the “Socialist Scholars Conference” meetings that he attended (Radical-in-Chief: Barack Obama and the Untold Story of American Socialism, Stanley Kurtz). Nonetheless, according to the perspective of the libertarians, all of this would fall within the rights of anyone, such as smoking marijuana, as long as one doesn’t try to impose it upon everyone else, which in a president would be at the very least a difficult proposition.

The sacred cow of neoconservative North Americans is liberty (since according to them liberalism is a bad word), as if it had to do with an exalted concept separate from reality. In order to attain it, it would be enough to do away with or reduce everything called state and government, with the exception of the military. Hence, the strong inclination of some people for keeping guns in the hands of individuals, so that they can be used against meddling government power, whether their own or that of others.

Fanatics for total liberty either do not consider or minimize the fact that in order to be free, a certain amount of power is needed. According to Jefferson and Che Guevara, money was only a necessary evil, an outcome of corruption in society and a frequent instrument of robbery. However, in our time (the Greeks in the era of Pericles already knew this), power stems from money. It is enough, then, to have more money in order to be — in social rather than existential terms — freer than a worker who cannot make use of the same degree of liberty to educate his children or to have free time for encouraging his own personal development and intellectual creativity.

At the other extreme, in a large part of Latin America, these days the sacred cow is the “redistribution of wealth” by means of the state. The fact that production can also be poorly distributed is often not considered or is frequently minimized. In this case, the cultural parameters are crucial — there are individuals and groups who create and work for everyone else and who therefore cry out because of the injustice of not getting the benefits that they would deserve if social justice existed. Which is as if a liar were to hide behind a truth in order to safeguard and perpetuate his vices. According to this position, any merit is only the outcome of an oppressive system that doesn’t even allow the idle to put their idleness behind them. So, idleness and robbery are explained by the economic structure and the culture of oppression, which keep entire groups shrouded in ignorance. Which up to a certain point is not untrue. However, it is insufficient for demonstrating the inexistence of perpetual bums and others who are barely equipped for physical or intellectual work. In any case, there should not be redistribution of wealth if there is not first redistribution of production, which would partly be a redistribution of the desire to study, work and take on responsibility for something.

These days, states are necessary evils for protecting the equality of liberty. But at the same time they are the main instrument, as those revolutionary Americans believed, for protecting the privileges of the most powerful and for feeding the moral vices of the weakest.

Jorge Majfud, Jacksonville University.

Washington University Political Review >> Washington University.

http://www.wupr.org/?p=3185

Translated by Dr. Joe Goldstein, Georgia Southern University.

El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

Hilda Gadea and Ernesto "Che" Guevar...

Image via Wikipedia

El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

El oro y la sangre

Cuando la democracia de Atenas es cuestionada por los otros pueblos que la rodeaban, sus embajadores argumentan que el reclamo de justicia era propio de los vencidos, ya que nunca nadie había esgrimido antes este argumento cuando pudo tomar algo por la fuerza. Por lo tanto —no sin paradoja—, era justo que Atenas fuese un imperio. (Tucídides)

Diferente, entre los pueblos amerindios —como en Che Guevara, en contra de la lógica marxista—, subsistía la idea de que el poder no es mera cuestión de fuerza sino de moral. Tanto Atahualpa como Moctezuma sufren de la mala conciencia de sus poderes ilegítimos y por eso son fácilmente derrotados por un puñado de ambiciosos aventureros de la nueva Europa. En lo que sigue de la colonización, para Amerindia la codicia del mundo material será uno de los valores contrarios a la moral y, por ende, al poder legítimo.

Creo que podemos resumir más de cinco siglos de historia latinoamericana con esta dinámica cósmica o semiótica: el elemento principal de la codicia, de la ilegitimidad, del mal del mundo disfrazado de belleza, es el oro; el elemento opuesto, la sangre. Si la sangre mueve el mundo, el oro lo destruye desacralizando la sangre, que es el espíritu del Cosmos.

La idea que equipara el oro al favoritismo de Dios será propia de la ética calvinista y en casos de la práctica católica, aunque no de su teología. Los incas y otros pueblos sometidos por los españoles, comenzaron a comprender que los hombres-dioses no podían ser Quetzalcóatl ni Viracocha, ya que carecían de las virtudes morales del gobernante legítimo. Su mayor defecto, la ambición de riquezas. Huamán Poma de Ayala describe a los europeos como bestias codiciosas: “Cada día no se hacía nada, cino todo era pensar en oro y plata y riquezas de las indias del Piru. Estaban como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juicio con la codicia del oro y la plata. A veces no comía con el pensamiento de oro y plata. A veces tenían gran fiesta, pareciendo que todo oro y plata tenían dentro de las manos”. Eduardo Galeano recuerda una anécdota de Humboldt que, en 1802 demostraba la persistencia del oro-pecado entre la población indígena. Astorpilco, un descendiente de incas, “mientras caminaba le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. ‘¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?’, le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: ‘Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso. Si tuviésemos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño’” (Venas, 1971). Otra historia popular cuenta, según Carlos Fuentes, que José Gabriel Condorcanqui —Tupac Amaru— en 1780 se rebeló contra la autoridad española, capturó al gobernador y “puesto que los españoles habían demostrado semejante sed de oro, Tupac Amaru […] lo ejecutó obligándole a beber oro derretido” (Espejo, 1992). Abusando del mismo simbolismo, en 1781 los españoles diseñaron al rebelde una muerte ejemplar, cortándole la lengua primero —quitándole la palabra—, tratando luego de despedazarlo tirando en vano de sus extremidades por cuatro caballos, hasta que decidieron degollarlo. Luego cortaron manos y pies debajo de una horca inútil. Juan Gelman, en Exilio (1984), entiende que “Europa es la cuna del capitalismo y al niño ese, en la cuna, lo alimentaron con oro y plata del Perú, de México, Bolivia, Millones de indios americanos tuvieron que morir para engordar al niño”.

El pecado nace de la sangre del indio y crece, como los dioses españoles llegados del mar, comiendo oro y plata.

Una de las tesis centrales de Las venas abiertas de América Latina (1971) —la referencia al oro y la sangre es implícita desde el título— puede resumirse en una frase que establece una continuidad del ritual profano que produce el sangrado: “Cuánto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea”. En 1957, en Colombia, “el baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?” (Venas).

Para América Latina, la profanación principal, subyacente en la tradición narrativa, escrita y oral, ha sido la venta de sangre, la desacralización del sacrificio por la explotación materialista. Quienes entienden al beneficio económico como objetivo y principal motor de cualquier empresa, no podrán comprender aquello que llamarán irracionalidad de un pueblo salvaje. Por otra parte, este pueblo no ha articulado aún un pensamiento propio que considere este factor interior, reemplazándolo históricamente con ideas europeas, como el liberalismo en el siglo XIX y el marxismo o el neoliberalismo en el siglo XX. En 1968, Mario Benedetti entendía que “el desarrollo no es en sí mismo una calidad moral. […] el mundo del subdesarrollo (que es a su vez víctima y dividendo del mundo desarrollado) no sólo debe crear su ética en rebeldía, su moral de justicia, sino también proponer una autointerpretación de su historia” (Revolución). En el siglo XX, la desacralización del mundo material, la explotación de la tierra, la fiebre del oro, estarán resumidos en la cultura popular que se produce en el centro del capitalismo mundial.

El análisis de Ariel Dorfman sobre El pato Donald de Walt Disney, además de apuntar a los valores ideológicos de la historieta, revela el punto de vista histórico latinoamericano: el mundo colonialista de Disney no sólo cumple con una función opresora, sino que además representa la desacralización del cosmos: la ambición del oro, representada hasta su extremo en Tío Rico, que trivializa la vida humana y hace de la naturaleza un mero objeto de explotación. Se excluye el amor, observan Ariel Dorfman y Armand Matterlart. La concepción de la existencia está basada en la desacralización y la trivialización, resumida en el siguiente diálogo. “‘¡Bah, el talento, la fama y la fortuna no lo son todo en la vida’” —dice Donald—. ‘¿No? ¿Qué otra cosa queda?’, preguntan Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: ‘Er… Humm… A ver… Oh-h’” (Donald).

En su libro Persona non grata (1973) el chileno Jorge Edward recuerda a Fidel Castro en la Universidad de Priceton y más tarde el ofrecimiento de un millón de dólares por parte de un productor de Hollywood por la odisea del Granma y de Sierra Maestra. Fidel rechazó diciendo que no le interesaba el dinero. Eso revela, dice el autor, la actitud norteamericana ante la Revolución cubana. Para quienes defendieron la Revolución, la anécdota revela la actitud revolucionaria ante la cultura materialista del mercado. Se decía que Ernesto Guevara firmaba los nuevos billetes cubanos simplemente “Che”, como una forma de desdén al valor material del dinero. De forma explícita lo puso en un discurso: la sociedad revolucionaria todavía no había alcanzado el estado de liberación del salario y el orden derivado de la circulación del dinero (Obra, 1967).

De la misma forma que la impronta de moros y judíos sobrevive la limpieza étnica y cultural desde Fernando e Isabel, de igual forma los ritos, el arte y los mitos más profundos de la América precolombina sobrevivirán en el continente mestizo.

En la cosmología amerindia, la muerte del mártir se convierte en victoria moral y, por lo tanto, en memoria y ejemplo contra el poder ilegítimo por la codicia. Incluso un emperador originalmente cuestionado como Atahualpa se convertirá en ejemplo de resistencia, como más tarde, una vez derrotado el ambicioso imperio español en el contexto mundial, “lo hispánico” resurgirá como la fuerza contraria al materialismo norteamericano. El oro, otra vez, al ser desacralizado se convierte en el símbolo del mayor pecado. La sangre de América Latina se convierte en mercancía y, por lo tanto, en el mayor sacrilegio, en el defecto moral de oprimidos y opresores. Resistir este pecado es un mandato moral y se mide con un sacrificio que a veces llega al ofrecimiento de la sangre propia. Un poeta cuya militancia lo llevó a la muerte, como Francisco Urondo, había revelado este sentimiento en sus versos: “nada / nos hará retroceder: le tenemos más miedo al éxito que al / fracaso” (continúa).
Jorge Majfud

Lincoln University

Noviembre 2009

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

  1. El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)
  2. El eterno retorno de Quetzalcoatl (II)
  3. El eterno retorno de Quetzalcóatl (III)
  4. El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

Revoluciones, nuevas tecnologías y el factor etario

Heridos en Egipto

Revoluciones, nuevas tecnologías y el factor etario

El común acuerdo en nuestros días es que la reciente revolución árabe se debe principalmente a las nuevas tecnologías. Sin embargo, revoluciones sociales han existido a lo largo de toda la Era Moderna (de hecho es uno de sus pilares fundamentales) mucho antes de Internet o las redes sociales.

Al igual que la imprenta de piezas móviles en el siglo XV o los periódicos en el siglo XVIII, las nuevas tecnologías de la información y de la difusión cultural han sido siempre factores de precipitación de un fenómeno, pero rara vez su primera causa. Por el contrario, la imprenta surge después de la maduración de la revolución humanista, iniciada un siglo antes. La reforma de Lutero (paradójicamente consecuencia de la revolución humanista y más tarde paradigma de los conservadores antihumanistas más radicales) y la no menos violenta contrarreforma, hicieron de casi todo el siglo XVI un siglo reaccionario en términos sociales.  Pero luego de este inmenso paréntesis reaccionario, en el siglo XVIII los ilustrados y los filósofos iluministas, fundadores de nuestro mundo moderno y posmoderno, retomaron el legado humanista, le pusieron un énfasis a la razón critica (aunque no al racionalismo) y agregaron el anticlericalismo que no estaba presente en los anteriores humanistas. Básicamente, los ilustrados o el iluminismo provocan una de las revoluciones más trascendentes de la historia mundial que tiene como consecuencia práctica y teórica la Revolución americana primero y la francesa después (aunque esta última sin continuidad política), modelos de las subsiguientes revoluciones políticas, sociales y hasta artísticas en todo el mundo.

La difusión de periódicos se hace común entre las clases educadas de Europa, sobre todo en la Francia del siglo XVIII, cuando estos filósofos ilustrados ya habían comenzado su propia revolución. Revolución que necesitaba de estos nuevos medios ya que, como todas las revoluciones modernas, estaba afectada por el mismo espíritu proselitista de cristianos y musulmanes.

Se acusa también que el nazismo se convirtió en un fenómeno social e histórico gracias a los nuevos medios de difusión, como la radio y el cine, y las nuevas teorías y prácticas de propaganda, lo cual es cierto pero insuficiente. Muchos otros países contaban con los mismos medios. Por otra parte, el nazismo tuvo sus raíces en décadas anteriores (los nazis cuentan milenios) y en razones que van mas allá de la mera innovación tecnológica y la necesidad histórica.

Los actuales levantamientos en el mundo árabe no son siquiera revoluciones. Son rebeliones. En algunos casos ni eso, apenas revueltas. Podemos aceptar que han sido estimuladas por los nuevos medios de comunicación, es cierto, pero no creo que éste sea el factor central. También podríamos especular que todo ha sido producto de una manipulación sociológica por parte de alguna central de inteligencia que tomó ventaja de las “inocentes” redes sociales, pero al menos en el momento no disponemos de datos suficientes.

Para comprender una revolución es necesario mirar a la historia previa de las ideas. Para comprender una rebelión basta con mirar la pirámide etaria y el grado de status quo del poder político y social de turno.

Las revoluciones latinoamericanas se caracterizaron, entre otras cosas, por su juventud. El mismo Ernesto Che Guevara observó un día, en la facultad de arquitectura, con la poca ortodoxia marxista que lo caracterizó los últimos años: “había olvidado yo que hay algo más importante que la clase social a la que pertenece el individuo: la juventud, la frescura de ideales, la cultura que en el momento en que se sale de la adolescencia se pone al servicio de los ideales más puros” (Obra, 1967, 194).

Al igual que las revueltas de fines de los ’60 en Europa y América, las revueltas árabes de hoy en día tienen un efecto dominó y se explican principalmente por el gran porcentaje de de su población juvenil. El Mayo francés, las revueltas de Praga y Tlatelolco, de Chicago y Nueva York son, sobre todo, revueltas juveniles. La proporción de jóvenes en América y en Europa era mayor en los ‘60 que poco después de la Segunda Guerra, que dejó poblaciones más envejecidas y estimuló el conformismo suburbano de los ‘50.

Uno podría pensar que aun un bajo porcentaje de jóvenes representan millones en cualquier país, y basta con unos miles para tener una revuelta con alguna consecuencia concreta. Pero es posible que el un porcentaje X de adultos y viejos funcione como contenedor de las energías juveniles.

A fines del siglo XX decíamos, respondiendo a Francis Fukuyama y a Samuel Huntington, que el problema geopolítico de la única potencia mundial del momento, Estados Unidos, no eran tanto los conflictos de intereses con el mundo islámico (entonces presentados como conflictos culturales) sino el conflicto de intereses con China, que hoy se califican como colaboración estratégica. Entonces fechábamos en 2015 como un probable año en que esos conflictos comenzarían a hacerse críticos o al menos evidente. Luego señalamos una aceleración del declive de la influencia mundial de la primera potencia con el inicio de la guerra de Irak.

A Estados Unidos todavía lo salva no sólo cierta cultura de la innovación, el riesgo y la practicidad, sino también el hecho de ser todavía el único país industrializado (antigua denominación moderna) con una tasa de nacimientos aceptable en términos económicos y una población que dista mucho de ser tan vieja como la europea o la japonesa.

Más tarde, cuando todo esto pasó a formar parte del consenso general, estuvimos de lado de quienes advertían ciertas contradicciones en la imparable maquinaria China. Más allá de que su régimen político dista mucho de ser una inspiración procedente de la tradición humanista e iluminista, su ventaja es que todavía no es el imperio que alguna vez fue y que siempre quiso ser. Su próximo posicionamiento como primera potencia económica del mundo es inevitable, al menos por un par de décadas, antes que India le dispute ese obsesivo y absurdo privilegio que no dice mucho sobre el desarrollo de un país o de una sociedad.

Por las limitaciones de su sistema político (obviamente, esto es materia de discusión desde algunas perspectivas ideológicas), uno podría esperar que en cinco o diez años China tuviese alguna revuelta demandando más participación popular en la administración del futuro político y económico de su país y de sus provincias apenas se enfriase el acelerado ritmo de su crecimiento económico o sufriese algún desequilibrio inflacionario. En un país tan populoso donde la mayoría son pobres, el precio de los alimentos es un factor de alta sensibilidad.

No obstante, el creciente envejecimiento de su población por un lado acelera ese enfriamiento económico y por el otro hace pensar que, a pesar de la diversidad y de los números astronómicos de su población, a pesar de las nuevas tecnologías de comunicación e interacción, esta revuelta contra el estatus quo de un gobierno central es más bien improbable.

No imposible, pero es mucho menos predecible que la actual rebelión de las jóvenes sociedades árabes de hoy en día, gobernadas por regímenes faraónicos y por los mismos nombres del siglo pasado.

Claro, un complemento válido sería observar que también las potencias actuales son las mismas que las del siglo pasado y se rigen, al menos en política internacional, con la mentalidad misma del Ancien régime. Pero ese tema merece un espacio propio.

Jorge Majfud

La República (Uruguay)

Milenio (Mexico)

Gara (España)

Panama America (Panama)

Armas y letras

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Armas y letras

Quizás América Latina sea la región del mundo donde de forma más recurrente se dio la doble condición de hombres de armas y de letras, tópico de la España de Cervantes.

Incluso el mítico cacique rebelde, Tupac Amaru II, decapitado después del tormento de un descuartizamiento fallido por parte de cuatro caballos, era un indio con una doble educación. Sabía español, había leído al Inca Gracilaso de la Vega y compartía sus lecturas con el grupo cercano de sus seguidores rebeldes (Fox, 16), lo que recuerda a Ernesto Che Guevara leyendo a Neruda, escribiendo diarios, ensayos y poesía o ensañando francés a sus mal armados guerrilleros. Muchos de los intelectuales aquí considerados han derivado de las letras a la militancia, desde Sandino hasta Rodolfo Walsh, pasando por Ernesto Guevara, Francisco Urondo y Roque Dalton. Dalton confiesa haber derivado a la militancia desde la poesía. Guevara, el médico, tenía a la escritura como una profesión sagrada y así lo reconoce, por ejemplo, en una carta enviada a Ernesto Sábato luego del triunfo de la Revolución cubana. Su padre, Ernesto Guevara Lynch, reconoció que Ernesto leyó desde niño El Quijote pero “los poemas de Neruda le causaron una especial admiración. Esta referencia hispánica al Quijote se repite muchas veces. En su primer viaje, Granados y Guevara sobre su moto reproducen la imagen errante de Quijote y Sancho panza. Muchos años después, cuando parte a su última aventura revolucionaria, le escribe a sus padres reconociendo que “otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo”. (Epistolario, 29). Pero este paralelo válido debe entenderse por una cultura dominante que retiene la imagen del Hidalgo de la Mancha antes que la vaga y casi inexistente imagen de una serpiente emplumada. Si bien don Quijote es un justiciero solitario, es el antihéroe, ridículo del que no se esperan lectores convencidos en la validez de sus hazañas, más allá de la aventura literaria, sino todo lo contrario: es el ejemplo de los ridículo, no del hombre-dios arribando a una tierra para imponer el orden justo que devuelva la armonía al Cosmos. El mismo viaje que realizan Guevara y Granados lo hicieron dos siglos antes Concolorcorvo y don Alonso, otra imagen del héroe quijotezco.

No tanto el Neruda de los 20 Poemas de Amor, sino el Neruda vibrante y audaz del Canto General y lasResidencias” (Gonzáles, 70). El mismo Guevara fue autor de algunos poemas que dio a conocer. En sus discursos públicos, como en el que dio en la ONU se puede apreciar el ritmo poético de Neruda y se sabe que en medio de sus campañas de guerrillero llevaba libros del chileno. Quienes no dieron este paso radical de compromiso, lo sustituyeron por la militancia política, como Mario Benedetti o le cantaron a esta dualidad común: “a la luz de una fogata Sandino leyendo El Quijote” (Cardenal, Canto, 47). Cardenal insistirá luego con la misma idea: “Sandino no tenía cara de soldado, / Sino de poeta convertido en soldado por necesidad” (Cardenal, Antología, 13). Más tarde, en “Netzahualcoyotl”, el poeta católico les canta a los dioses americanos y revela ese origen ancestral, mito del poeta justiciero. “El Rey dice: ‘y / soy un cantor…’ / El Rey-poeta, el Rey-filósofo (antes Rey-guerrillero) / cambió su nombre ‘León-Fuerte’ por ‘Coyote-Hambriento”. […] “derrocó tiranos y juntas militares” (Antología, 180). Más adelante poetiza el paso de “un Estadista-poeta, cuando había democracia en Texcoco”, caminando

bajo los aguacates; va con Moctezuma I y otros poetas […]

Oh Moctezuma

solo entre las pinturas de tus libros

perdurará la ciudad de Tenotchitlán

el poder decir unas palabras verdaderas

en medio de las cosas que perecen. (181)

Cien años antes de Don Quijote, el conquistador y aventurero Hernán Cortés se embriagaba de literatura en la Universidad de Salamanca, donde no fue un buen estudiante. Como el justiciero reparador de La Mancha, Cortés leyó novelas de caballería y fabulosos relatos del descubrimiento de América. No lo llamaba la justicia ni el compromiso, sino la aventura y la ambición. Conquistó una civilización infinitamente superior a sus fuerzas y se convirtió en uno de los best-sellers literarios de la Europa de su época.

Esta antigua condición del hombre de “armas y letras” que se reproduce en América Latina, en casi todos los casos las letras precede a las armas o al compromiso. Pero el escritor comprometido contemporáneo está definitivamente marcado por el humanismo prometeico —libertad, igualdad, progresión— y el paradigma prehispánico: sacrificio y recreación de la humanidad.

Jorge Majfud

Jacksonville University

La liberación postergada

Neptuno alegórico, by Sor Juana Inés de la Cru...

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La liberación postergada

Con escasas excepciones, los ejércitos latinoamericanos han sido siempre el brazo derecho de la oligarquía criolla. Por lo general y con heroicas excepciones, cada soldado, por humilde que fuese, siempre tuvo un único discurso ideológico, basado en conceptos como “orden”, “patria” y “honor”, que le permitió una acción rápida e irreflexiva, llegando a matar en “cumplimiento del deber”. Su tarea no era la de pensar, claro; ese sería un grave defecto en un militar de bajo rango, según el sistema al cual debe someterse y defender incondicionalmente. En un militar de alto rango el pensamiento esta permitido, aunque limitado sólo a aspectos técnicos; nunca —o rara vez— filosóficos. Pese a todo, sus acciones siempre estuvieron justificadas en la salvación de la “verdadera moral” (es el lugar donde se “hacen hombres”), al mejor estilo de la vieja Inquisición. Esto es lógico: todos sabemos que una respuesta que no acepta cuestionamientos —por la razón lógica o por las armas— es siempre la verdad.

Se comprende, entonces, por qué la tradición de los ejércitos latinoamericanos, como el de la Iglesia Católica —por lo menos hasta finales del siglo XX—, ha sido conservar los privilegios de una clase criolla acomodada, en usufructo de una ideología transparente. Aquí quisiera aclarar que, para mí, toda ideología dominante es “transparente” (nos rodea de forma invisible), mientras que cualquier otra ideología que se le oponga tendrá el carácter inevitable de “visibilidad”, con lo cual son definidas, peyorativamente, como “ideologías”, como si la ideología principal no lo fuera, como si formara parte de la naturaleza, del aire. Por otro lado, las ideologías dominantes suelen operar a través de falsos “pares de opuestos”. En nuestra historia más reciente, esos pares fueron orden/desorden, patriota/vendepatria y luego pacificación/memoria, etc. Una vez establecido arbitrariamente la dicotomía, se busca identificar al oprimido con el segundo término: el negativo (Jacques Derrida).

La clase dominante, junto con la Iglesia tradicionalista dictaron el discurso ideológico legitimador, la moral del terrateniente latinoamericano. Por ello Phillip Berryman llamó a las dictaduras latinoamericanas “fascismo dependiente” ()

Cualquiera que haya salido del continente latinoamericano puede observar cuáles son las tres instituciones que caracterizan el paisaje social e histórico de América Latina: el Estado, la Iglesia y el Ejercito. Ésta es una característica de las sociedades latinoamericanas que la diferencian de otras regiones del mundo, como pueden serlo Europa y Estados Unidos. Bien, se podrá decir que el poder del ejército norteamericano es un elemento de primer orden político e ideológico. Sin embargo, la manifestación de este poder ha sido, después de la Guerra Civil del siglo XIX, hacia fuera —característica que la hace más coherente con la propia concepción histórica de ejercito—, mientras que en el caso latinoamericano tradicionalmente su acción represiva ha apuntado hacia dentro, no en beneficio de un país —como siempre se pretendió con el conocido eslogan “salvaguardia de la patria”— sino en beneficio de una clase: la clase dominante.

La historia latinoamericana está llena de estos ejemplos. El delito del sacerdote Romero en El Salvador fue repetir que “ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios: no matarás” Por esta prédica “peligrosa” fue asesinado por el ejército mientras decía una misa. Quienes lo mataron lo hicieron bajo la convicción de “salvar a la patria del marxismo”, aunque ninguno de ellos tenía una vaga idea de quién había sido Marx (más allá de que se llamaba Groucho y fumaba habanos, como el Che Guevara). Ninguno de sus asesinos sabía si el “curita revoltoso” era, de hecho, marxista o no. ¿Pero eso qué importa? ¿Cuándo importó —sinceramente— la razón, el diálogo, la reflexión? ¿Para qué pensar si eso es peligroso? ¿Para qué cuestionar? A Cristo y a Sócrates los condenaron a muerte por esa mala costumbre de “remover” las sólidas verdades donde se asienta el “honor” de una sociedad. Y por ello todas las universidades de América Latina —y de más allá— están llenas de idiotas que se dedican a investigar y a pensar. Subversivos, en una palabra. Rehenes del marxismo, de los terroristas y de Sor Juana Inés de la Cruz, sin duda, la peor de todas.

Sin embargo, la pureza no ha sido posible a través de la “limpieza”. Así como todos somos freudianos en alguna medida, lo mismo podíamos decir sobre el marxismo: ¿qué corriente feminista, por ejemplo, podría decir que sus reivindicaciones no tienen un origen marxista? Por supuesto que podemos encontrar feministas que vivieron antes del siglo XIX. Sor Juana, por ejemplo. Murió silenciada por la Santa Iglesia en 1695 (vieja costumbre de la santidad: pecar y cien años después pedir perdón). Pero eso es una lectura que podemos hacer desde nuestro tiempo, hacia atrás. Si quisiéramos, también podríamos interpretar que Cleopatra era feminista, y entonces no existía eso que llamamos “feminismo”. La diferencia es que el pensamiento marxista hizo consciente un cúmulo de conceptos y análisis que hoy es moneda común hasta en la derecha más reaccionaria, por lo menos como discurso. Prácticamente no existe aquel, por más antimarxista que sea, que no haya defendido algún principio de origen marxista, ya sea político, económico, metodológico o filosófico. Sólo que su ignorancia lo salva y lo purifica.

Ahora, veámoslo desde una perspectiva histórica y política. Creo que no se puede entender la resistencia latinoamericana, en su gran mayoría “izquierdista” a través de la historia, por una simple influencia cubana o soviética. Para ello, debemos considerar el insoportable peso de la clase oligárquica en América Latina desde el nacimiento como naciones “independientes”, apoyada siempre por las grandes instituciones verticales de la Iglesia Católica tradicional y el ejército. Las grandes diferencias sociales que ostentó de forma obscena la familia Latinoamericana es otro elemento de tensión que explican la “reacción” de las clases desposeídas.

Nuestro país, gracias a Dios, ha sido históricamente el país más laico de las Américas. Pero su relativo laicismo nunca fue la norma en el continente. La estrecha relación del Estado y la Iglesia en América Latina es una herencia de la vieja España que, con agresividad —y confundiendo, como era costumbre en sus tratados de caballería, la cruz con la espada—, luchó contra moros y judíos y trasladó la batalla mesiánica al nuevo continente. Su estructura de dominación, rígida y vertical, encontró en los nuevos ejércitos los sustitutos de las antiguas caballerías del renacimiento que se vanagloriaban de cortar mil cabezas en los campos de batallas para imponer la “sagrada fe católica”.

Este proceso no fue el mismo en Norteamérica, donde una visión más liberal de la sociedad y del individuo la independizaron de las rígidas estructuras españolas. No sólo la Reforma fue una desestructuración del poder central (al tiempo que puso el acento en el valor del individuo) sino que además los colonos de los nuevos Estados Unidos fueron capaces de una independencia más real que la que obtuvimos en América Latina que sustituyó —como dice José Luis Gómez-Martínez— la autoridad española por la oligarquía criolla. Ésta oligarquía, caudillista y dirigente, nunca fue consciente de que la liberación económica de las clases sumergidas resultaría en un beneficio general. O tal vez sí fue consciente… Por lo tanto, nunca hubo una verdadera independencia para el resto de la población. Razón por la cual siempre estamos hablando de “liberación”, como si en el inconsciente colectivo estuviese presionando, de forma permanente, el trauma de “no haber sido”.

Aún hoy, en América Latina, se da la norma que las instituciones de enseñanza católicas (ya sean de educación básica como universitaria) se caracterizan por servir a las clases más ricas —futuras elites de dirigentes—, en vez de ocuparse de las clases más pobres, como parece sugerir el Evangelio. Lo cual es una larga tradición que se acepta sin mayores cuestionamientos.

Sin embargo, y procediendo de una historia diferente, la potencia económica y militar del siglo XX, Estados Unidos, cuando intervino en América Latina lo hizo para contrarrestar la insurgencia de las clases pobres, de las clases obreras que se identificaban con el discurso de la izquierda, ya que no podían hacerlo con sus tradicionales opresores —la oligarquía, la iglesia y el ejército—. Esta intervención, según Berryman, “combinaba la ayuda para el desarrollo con un aumento de los ejércitos y de la policía para enfrentar el desafío de la insurgencia”

Claro, el escenario nacional e internacional ha cambiado. También cambiará el escenario político. Sin embargo, las estructuras culturales, económicas y sociales son prácticamente mismas. Un cambio político podrá impulsar grandes cambios personales y simbólicos, pero prácticamente ninguno en lo que se refiere a la estructura opresiva. Para ello serían necesarios tres pasos indispensables:

1)    Toma de conciencia;

2)    Toma de acción;

3)  Toma del poder.

Conciencia del individuo y de la sociedad en su conjunto sobre su opresión y sobre su propia potencialidad deconstructora y creativa. Acción en tal sentido, individual y colectiva, con el objetivo de alcanzar el poder necesario para una verdadera liberación. Finalmente, me refiero al poder civil, aquel que resulte de una unión consciente y comprometida (desobediente) de cada individuo, del verdadero ciudadano del mundo, aquel que ha logrado la liberación a través de la desobediencia moral.

Sólo así se romperá el perverso ciclo que lleva al recambio y a la renovación de actores y de colores en la misma historia de opresión de siempre.

© Jorge Majfud

Athens, abril de 2004

El fracaso del marxismo

Karl Marx (1818 – 1883)

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El bombardeo de los símbolos (I)

Parte I: El fracaso del marxismo

Recientemente un grupo de investigadores españoles llegó a la concusión que la extinción de los neandertales hace más de veinte mil años —esos gnomos y enanitos narigones que pululan en los cuentos tradicionales de Europa— se debió a una inferioridad fundamental con respecto a los cromagnones. Según José Carrión de la Universidad de Murcia, nuestros antepasados homo sapiens poseían una mayor capacidad simbólica, mientras los neandertales eran más realistas y por lo tanto inferiores como sociedad. Nadie creería hoy en los mitos de aquellos abuelos nuestros, no obstante su utilidad se parece a la del geocentrismo ptolomeico que en su época sirvió para predecir eclipses.

Según una primitiva visión darwiniana —propia de los neoconservadores antidarwinianos—, el mundo sigue siendo una competencia entre neandertales y cromagnones. Sólo sirve ganar, porque “nuestros valores” son superiores, ya que son “los valores de Dios”.  Otros pensamos lo contrario: este tipo de dinámica no podría llevar al éxito de los cromagnones sino a la extinción de ambos contendientes bajo la lógica arbitraria de Superman, según la cual “los buenos somos nosotros y por eso debemos aniquilar a los malos”. Hay una diferencia con nuestros tiempos: no estamos totalmente en aquella prehistoria y, si suscribimos mínimamente un posible progreso de la historia según los valores del humanismo, podemos interpretar que estas leyes darwinianas no se aplican en crudo en la especie humana o la cultura de cooperación y solidaridad es parte de la misma selección natural que ha superado el estado cavernícola.

No obstante todavía quedan en pié algunos principios de aquella época. Por ejemplo, la fortaleza que confiere una creencia sólida, sin importar su veracidad. Así se levantaron todos los imperios como el romano, el islámico y los subsiguientes europeos y americanos. Alguno de ellos tenía que estar teológicamente equivocado, pero todos tuvieron éxito gracias a algún tipo de fanatismo mesiánico. Así también se hundieron.

Si los antiguos mitos totémicos favorecieron a unas tribus sobre las otras, los modernos mitos sociales discriminan de forma más compleja favoreciendo a clases sociales, grupos o sectas financieras, intereses nacionales y a veces raciales, etc.

Veamos un ejemplo contemporáneo. No hace mucho alguien me señalaba con inconmovible obviedad la derrota del marxismo en el mundo.

—¿Por qué piensa usted que el marxismo ha fracasado? —pregunté.

—Basta con ver lo que ocurrió en la Unión Soviética y en los países socialistas y con terroristas como Che Guevara.

Este señor nunca había leído un solo texto de Marx o de sus continuadores, pero había visto mucha televisión y, sobre todo, había recibido algunos cursos sobre “lucha antisubersiva”, así que estaba dotado de una docena de lugares comunes sazonados con la elocuencia de la repetición.

—En realidad, sacar a un país analfabeto de la periferia y convertirlo por varias décadas en potencia mundial no parece un gran fracaso —comenté de puro contra, a pesar de mi profundo desprecio por los tiempos de Stalin y sus consecuentes.

—La lucha de clases, por ejemplo, es un acto criminal.

—Del todo de acuerdo. Sobre todo porque existe. Aunque ahora no se trate de princesas de sangre azul y campesinos criminales con cara de sapo.

Claro que ver a la Unión Soviética como el marxismo puesto en práctica es una arbitrariedad de propios y ajenos. De haber vivido Marx por entonces y en aquella tierra, igualmente hubiese sido exiliado a Inglaterra. No porque Inglaterra fuese un imperio bondadoso sino porque era un imperio arrogante, como todo imperio, que nunca se sintió amenazado por los intelectuales. Lo cual era una considerable ventaja para alguien que debía escribir un análisis histórico como El Capital para ser leído y discutido por los siglos por venir, aún cuando la Unión Soviética y el Imperio Británico hubiesen desaparecido.

Pero aún si asumiésemos que el marxismo ha fracasado como organización política eso no quiere decir que el marxismo haya fracasado como corriente de pensamiento y de acción social. Paradójicamente, donde más vivo está hoy en día el marxismo es en las universidades norteamericanas, donde, de una forma o de otra, se lo usa como uno de los más recurrentes instrumentos de análisis de la realidad. De esa realidad que no quieren ver los realistas neandertales. Y no se puede decir que estos centros viven en las nubes porque, aún medido según los valores tradicionales de los “pragmáticos hombres de negocios”, son estas universidades a través de sus diferentes rubros los centros económicos que directa e indirectamente dejan al país astronómicas ganancias económicas, sin contar cada uno de los inventos, sistemas e instrumentos contemporáneos que se usan en los rincones más remotos del planeta, para bien y para mal.

Dejando de lado este detalle, bastaría con situarse en el siglo XVIII o en el XIX para darse cuenta que eso que llaman “marxismo” no ha fracasado sino todo lo contrario. (Claro que el marxismo inspiró barbaridades. Pero los bárbaros y genocidas se inspiran de cualquier cosa. Si no pregúntenle a cualquier religión si en su historia no tienen toneladas de perseguidos, torturados y masacrados en nombre de Dios y la Moral.) Sin la herencia del marxismo, el pensamiento actual, aún el antimarxista, se encontraría desnudo y perdido en el mundo del siglo XXI. Y no sólo le pensamiento. Una buena parte de los logros y del reconocimiento de las igualdades de los oprimidos —de la humanidad oprimida— fueron acelerados por esta corriente radical, desde las exitosas luchas sociales en el siglo XIX por los derechos de los obreros, por el combate de la esclavitud en América y la de campesinos en las venenosas factorías de la Revolución Industrial en Europa, por los derechos igualitarios de la mujer hasta la rebelión de los pueblos colonizados en el siglo XX. Todas revisiones y reivindicaciones que se continuaron con éxito relativo y siempre precario en el siglo XXI hasta olvidar que en su momento fueron combatidas como propias del Demonio o de subversivos resentidos, no pocas veces condenados por esa “voz del pueblo” hecha por el sermón a medida del interés de una minoría en el poder.

Algunos intelectuales de derecha han publicado que todos esos progresos humanistas se lograron gracias al “buen corazón” de los hombres y mujeres de fe religiosa. No obstante, sus iglesias e instituciones no sólo estuvieron históricamente allí, condenando estas luchas de liberación como “corrupciones inmorales del progreso”, justificando represiones y matanzas durante los tiempos de barbarie sino que además sus esferas de acción casi siempre tenían sus centros en el poder mismo, no para criticarlo sino para legitimarlo. Lo cual no es una condición natural de ninguna iglesia en particular, sino una de esas plagas que transmiten los humanos en cualquier otra esfera social, tal como lo revelan los pocos Evangelios que nos quedaron.

Por otro lado, el rechazo epidérmico a la tradición del pensamiento marxista tampoco se debe únicamente a un aparente ateísmo, ya que los Teólogos de la liberación demostraron que se puede creer en Dios, ser cristiano y al mismo tiempo suscribir con coherencia un pensamiento marxista o, al menos, progresista de la historia. De hecho podemos entender el cristianismo primitivo como un humanismo radical, opuesto a las estructuras jerárquicas y políticas del cristianismo posterior, surgido bajo la bendición y a la medida política del emperador Constantino.

Hasta ese momento, el cristianismo nacido de un subversivo condenado a muerte, llevaba tres siglos de derrotas y persecución por parte del Imperio. Pero también tres de sus mejores siglos, antes del espectacular éxito político del año 313.

Jorge Majfud

Lincoln University of Pennsylvania ,

Mayo 2008.

¿Cómo definimos la idiotez ideológica y quiénes pueden hacerlo?

1. La importancia de llamarse idiota

Hace unos días un señor me recomendaba leer un nuevo libro sobre la idiotez. Creo que se llamaba El regreso del idiota, Regresa el idiota, o algo así. Le dije que había leído un libro semejante hace diez años, titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano.

—Qué le pareció? —me preguntó el hombre entrecerrando los ojos, como escrutando mi reacción, como midiendo el tiempo que tardaba en responder. Siempre me tomo unos segundos para responder. Me gusta también observar las cosas que me rodean, tomar saludable distancia, manejar la tentación de ejercer mi libertad y, amablemente, irme al carajo.

—¿Qué me pareció? Divertido. Un famoso escritor que usa los puños contra sus colegas como principal arma dialéctica cuando los tiene a su alcance, dijo que era un libro con mucho humor, edificante… Yo no diría tanto. Divertido es suficiente. Claro que hay mejores.

—Sí, ese fue el padre de uno de los autores, el Nóbel Vargas Llosa.

—Mario, todavía se llama Mario.

—Bueno, pero ¿qué le pareció el libro? —insistió con ansiedad.

Tal vez no le importaba mi opinión sino la suya.

—Alguien me hizo la misma pregunta hace diez años —recordé—. Me pareció que merecía ser un best seller.

—Eso, es lo que yo decía. Y lo fue, lo fue; efectivamente, fue un best seller. Usted se dio cuenta bien rápido, como yo.

—No era tan difícil. En primer lugar, estaba escrito por especialistas en el tema.

—Sin duda —interrumpió, con contagioso entusiasmo.

—¿Quiénes más indicados para escribir sobre la idiotez, si no? Segundo, los autores son acérrimos defensores del mercado, por sobre cualquier otra cosa. Vendo, consumo, ergo soy. ¿Qué otro mérito pueden tener sino convertir un libro en un éxito de ventas? Si fuese un excelente libro con pocas ventas sería una contradicción. Supongo que para la editorial tampoco es una contradicción que se hayan vendido tantos libros en el Continente Idiota, no? En los países inteligentes y exitosos no tuvo la misma recepción.

Por alguna razón el hombre de la corbata roja advirtió algunas dudas de mi parte sobre las virtudes de sus libros preferidos. Eso significaba, para él, una declaración de guerra o algo por el estilo. Hice un amague amistoso para despedirme, pero no permitió que apoyara mi mano sobre su hombro.

—Usted debe ser de esos que defiende esas ideas idiotas de las que hablan estos libros. Es increíble que un hombre culto y educado como usted sostenga esas estupideces.

—¿Será que estudiar e investigar demasiado hacen mal? —pregunté.

—No, estudiar no hace mal, claro que no. El problema es que usted está separado de la realidad, no sabe lo que es vivir como obrero de la construcción o gerente de empresa, como nosotros.

—Sin embargo hay obreros de la construcción y gerentes de empresas que piensan radicalmente diferente a usted. ¿No será que hay otro factor? Es decir, por ejemplo, ¿no será que aquellos que tienen ideas como las suyas son más inteligentes?

—Ah, sí, eso debe ser…

Su euforia había alcanzado el climax. Iba a dejarlo con esa pequeña vanidad, pero no me contuve. Pensé en voz alta:

—No deja de ser extraño. La gente inteligente no necesita de idiotas como yo para darse cuenta de esas cosas tan obvias, no?

—Negativo, señor, negativo.

2. El Che ante una democracia imperfecta

Pocos meses atrás, una de las más serias revistas conservadoras a nivel mundial, The Economist (9 de diciembre 2006), reprodujo y amplió un estudio hecho por Latinobarómetro de Chile. Mostrando gráficas precisas, el estudio revela que en América Latina, la población del país que mayor confianza tiene en la democracia es Uruguay; la que menos confianza tiene en este ideal es Paraguay y varios países centroamericanos, a excepción de Costa Rica. Al mismo tiempo, la población que más se define “de izquierda” es Uruguay, mientras que la población que más se define “de derecha” se encuentra en los mismos países que menos confianza tienen en la democracia.

Según estos datos, y si vamos a seguir los criterios de las clásicas listas sobre idiotas latinoamericanos, habría que poner al Uruguay y algún otro país a la cabeza, de donde se deduce que tener confianza en la democracia es propio de retrasados mentales.

Estos retrasados mentales —los uruguayos, por ejemplo— tuvieron a fines del siglo XIX y principios del siglo XX un sistema lleno de injusticias y de imperfecciones, como cualquier sistema social, pero fue uno de los países con menor tasa de analfabetismo del mundo, el país con la legislación más progresista e igualitaria de la historia latinoamericana. Este pueblo concretó gran parte de lo que ahora es maldecido como “Estado de bienestar”; bajo ese estado de deficiencia mental, la mujer ganó varios derechos políticos y legales que le fueron negados en otras países del continente hasta hace pocos años; su economía estaba por encima de la de muchos países de Europa y su ingreso per capita (mayor que el argentino, el doble que el brasileño, seis veces el colombiano o el mexicano) no tenía nada que envidiarle al de Estados Unidos —si es que vamos a medir el nivel de vida por un simple parámetro económico. No fue casualidad, por ejemplo, que durante medio siglo aquel pequeño país casi monopolizara la conquista de los diversos torneos mundiales de fútbol.

Si ese país entró en decadencia (económica y deportiva) a partir de la segunda mitad del siglo XX, no fue por radicalizar su espíritu progresista sino, precisamente, por lo contrario: por quedar atrapado en una nostalgia conservadora, por dejar de ser un país construido por inmigrantes obreros y devolver todo el poder político y social a las viejas y nuevas oligarquías, empapadas de demagogia conservadora y patriotera, de un autoritarismo de derecha que se agravó a fines de los ’60 y se militarizó con la dictadura de los ’70.

El mismo Ernesto Che Guevara, en su momento de mayor radicalización ideológica y después de enfrentarse a lo que él llamaba imperialismo en la reunión de la “Alianza para el Progreso” de Punta del Este, dio un discurso en el paraninfo de la Universidad de la República del Uruguay ante una masa de estudiantes que esperaban oír palabras aún más combativas. En aquel momento (17 de agosto de 1961), Guevara, el Che, dijo:

“nosotros iniciamos [en Cuba] el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco a América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra ni mucho menos, en los países de América”.

El representante mítico de la revolución armada en América Latina daba la cara ante sus propios admiradores para confirmar y reconocer, sin ambigüedades, algunas radicales virtudes de aquella democracia:

“Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es, precisamente, la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre, ni siga la explotación del hombre por el hombre, lo que no en todos los casos sucederá lo mismo, sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”.  (Ernesto Guevara. Obra completa. Vol. II. Buenos Aires: Ediciones del plata, 1967, pág. 158)

El mismo Che, en otro discurso señaló que el pueblo norteamericano “también es víctima inocente de la ira de todos los pueblos del mundo, que confunden a veces un sistema social con un pueblo” (Congreso latinoamericano de juventudes, 1960, idem Vol. IV, pág. 74).

Un latinoamericano podría sorprenderse de la existencia de “izquierdistas” (aceptemos provisoriamente esta eterna simplificación) en Estados Unidos, porque la simplificación y la exclusión es requisito de todo nacionalismo. De la misma forma, los británicos vendieron la idea existista del libre mercado cuando ellos mismos se habían consolidado como una de las economías más proteccionistas de la Revolución industrial. La imagen de Estados Unidos como un país (económicamente) exitoso donde sólo existe el pensamiento capitalista es una falacia y fue creada artificialmente por las mismas elites conservadoras que monopolizaron los medios de comunicación y promovieron una agresiva política proselitista. Y, sobre todo en América Latina, por las clases conservadoras, enquistadas en el poder político, económico y moralista de nuestros pueblos desgastados.

Tampoco existe ninguna razón sólida para descartar la fuerza interventora de las superpotencias del mundo en la formación de nuestras realidades. Sí, seguramente América Latina es responsable de sus fracasos, de sus derrotas (no reconocer sus propias virtudes es uno de sus peores fracasos). Pero que nuestros pueblos sean responsables de sus propios errores no quita que además han sido invadidos, pisoteados y humillados repetidas veces. Quizás la primera sea una verdad incontestable, pero los pecados propios no justifican ni lavan los pecados ajenos.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Marzo 2007

El Jesús que secuestraron los emperadores

¿Quien me presta una escalera

para subir al madero,

para quitarle los clavos

a Jesús el Nazareno?

(Antonio Machado)

Hace unos días el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se refirió a Jesús como el más grande socialista de la historia. No me interesa aquí hacer una defensa o un ataque de su persona. Sólo quisiera hacer algunas observaciones sobre una típica reacción que causaron sus palabras por diversas partes del mundo.

Tal vez decir que Jesús era socialista es como decir que Tutankamón era egipcio o Séneca era español. No deja de ser una imprecisión semántica. Sin embargo, aquellos que en este tiempo se han acercado a mí con cara de espantados por las palabras del “chico malo” ¿lo hacían en función de algún razonamiento o simplemente en función de los códigos impuestos por un discurso dominante?

En lo personal, siempre me ha incomodado el poder acumulado en un solo hombre. Pero si el señor Chávez es un hombre poderoso en su país, en cambio no es él el responsable del actual orden que rige en el mundo. Para unos pocos, el mejor orden posible. Para la mayoría, la fuente de la violencia física y, sobre todo, moral.

Si es un escándalo imaginar a un Jesús socialista, ¿por qué no lo es, entonces, asociarlo y comprometerlo con la cultura y la ética capitalista? Si es un escándalo asociar a Jesús con el eterno rebelde, ¿por qué no lo es, en cambio, asociarlo a los intereses de los sucesivos imperios —exceptuando el más antiguo imperio romano? Aquellos que no discuten la sacralizad del capitalismo son, en gran número, fervientes seguidores de Jesús. Mejor dicho, de una imagen particular y conveniente de Jesús. En ciertos casos no sólo seguidores de su palabra, sino administradores de su mensaje.

Todos, o casi todos, estamos a favor de cierto desarrollo económico. Sin embargo, ¿por qué siempre se confunde justicia social con desarrollo económico? ¿Por qué es tan difundida aquella teología cristiana que considera el éxito económico, la riqueza, como el signo divino de haber sido elegido para entrar al Paraíso, aunque sea por el ojo de una aguja?

Tienen razón los conservadores: es una simplificación reducir a Jesús a su dimensión política. Pero esta razón se convierte en manipulación cuando se niega de plano cualquier valor político en su acción, al mismo tiempo que se usa su imagen y se invocan sus valores para justificar una determinada política. Es política negar la política en cualquier iglesia. Es política presumir de neutralidad política. No es neutral un observador que presencia pasivo la tortura o la violación de otra persona. Menos neutral es aquel que ni siquiera quiere mirar y da vuelta la cabeza para rezar. Porque si el que calla otorga, el indiferente legitima.

Es política la confirmación de un statu quo que beneficia a una clase social y mantiene sumergida otras. Es político el sermón que favorece el poder del hombre y mantiene bajo su voluntad y conveniencia a la mujer. Es terriblemente política la sola mención de Jesús o de Mahoma antes, durante y después de justificar una guerra, una matanza, una dictadura, el exterminio de un pueblo o de un solo individuo.

Lamentablemente, aunque la política no lo es todo, todo es política. Por lo cual, una de las políticas más hipócritas es afirmar que existe alguna acción social en este mundo que pueda ser apolítica. Podríamos atribuir a los animales esta maravillosa inocencia, si no supiésemos que aún las comunidades de monos y de otros mamíferos están regidas no sólo por un aclaro negocio de poderes sino, incluso, por una historia que establece categorías y privilegios. Lo cual debería ser suficiente para menguar en algo el orgullo de aquellos opresores que se consideran diferentes a los orangutanes por la sofisticada tecnología de su poder.

Hace muchos meses escribimos sobre el factor político en la muerte de Jesús. Que su muerte estuviese contaminada de política no desmerece su valor religioso sino todo lo contrario. Si el hijo de Dios bajó al mundo imperfecto de los hombres y se sumergió en una sociedad concreta, una sociedad oprimida, adquiriendo todas las limitaciones humanas, ¿por qué habría de hacerlo ignorando uno de los factores principales de esa sociedad que era, precisamente, un factor político de resistencia?

¿Por qué Jesús nació en un hogar pobre y de escasa gravitación religiosa? ¿Por qué no nació en el hogar de un rico y culto fariseo? ¿Por qué vivió casi toda su vida en un pueblito periférico, como lo era Nazareth, y no en la capital del imperio romano o en la capital religiosa, Jerusalén? ¿Por qué fue hasta Jerusalén, centro del poder político de entonces, a molestar, a desafiar al poder en nombre de la salvación y la dignidad humana más universal? Como diría un xenófobo de hoy: si no le gustaba el orden de las cosas en el centro del mundo, no debió dirigirse allí a molestar.

Recordemos que no fueron los judíos quienes mataron a Jesús sino los romanos. Aquellos romanos que nada tienen que ver con los actuales habitantes de Italia, aparte del nombre. Alguien podría argumentar que los judíos lo condenaron por razones religiosas. No digo que las razones religiosas no existieran, sino que éstas no excluyen otras razones políticas: la case alta judía, como casi todas las clases altas de los pueblos dominados por los imperios ajenos, se encontraba en una relación de privilegio que las conducía a una diplomacia complaciente con el imperio romano. Así también ocurrió en América, en tiempos de la conquista. Los romanos, en cambio, no tenían ninguna razón religiosa para sacarse de encima el problema de aquel rebelde de Nazareth. Sus razones eran, eminentemente, políticas: Jesús representaba una grave amenaza al pacífico orden establecido por el imperio.

Ahora, si vamos a discutir las opciones políticas de Jesús, podríamos referirnos a los textos canonizados después del concilio de Nicea, casi trescientos años después de su muerte. El resultado teológico y político de este concilio fundacional podría ser cuestionable. Es decir, si la vida de Jesús se desarrolló en el conflicto contra el poder político de su tiempo, si los escritores de los Evangelios, algo posteriores, sufrieron de persecuciones semejantes, no podemos decir lo mismo de aquellos religiosos que se reunieron en el año 325 por orden de un emperador, Constantino, que buscaba estabilizar y unificar su imperio, sin por ello dejar de lado otros recursos, como el asesinato de sus adversarios políticos.

Supongamos que todo esto no importa. Además hay puntos muy discutibles. Tomemos los hechos de los documentos religiosos que nos quedaron a partir de ese momento histórico. ¿Qué vemos allí?

El hijo de Dios naciendo en un establo de animales. El hijo de Dios trabajando en la modesta carpintería de su padre. El hijo de Dios rodeado de pobres, de mujeres de mala reputación, de enfermos, de seres marginados de todo tipo. El hijo de Dios expulsando a los mercaderes del templo. El hijo de Dios afirmando que más fácil sería para un camello pasar por el ojo de una aguja que un rico subiese al reino de los cielos (probablemente la voz griega kamel no significaba camello sino una soga enorme que usaban en los puertos para amarrar barcos, pero el error en la traducción no ha alterado la idea de la metáfora). El hijo de Dios cuestionando, negando el pretendido nacionalismo de Dios. El hijo de Dios superando leyes antiguas y crueles, como la pena de muerte a pedradas de una mujer adúltera. El hijo de Dios separando los asuntos del César de los asuntos de su Padre. El hijo de Dios valorando la moneda de una viuda sobre las clásicas donaciones de ricos y famosos. El hijo de Dios condenando el orgullo religioso, la ostentación económica y moral de los hombres. El hijo de Dios entrando en Jerusalén sobre un humilde burro. El hijo de Dios enfrentándose al poder religioso y político, a los fariseos de la Ley y a los infiernos imperiales del momento. El hijo de Dios difamado y humillado, muriendo bajo tortura militar, rodeado de pocos seguidores, mujeres en su mayoría. El hijo de Dios haciendo una incuestionable opción por los pobres, por los débiles y marginados por el poder, por la universalización de la condición humana, tanto en la tierra como en el cielo.

Difícil perfil para un capitalista que dedica seis días de la semana a la acumulación de dinero y medio día a lavar su conciencia en la iglesia; que ejercita una extraña compasión (tan diferente a la solidaridad) que consiste en ayudar al mundo imponiéndole sus razones por las buenas o por las malas.

Aunque Jesús sea hoy el principal instrumento de los conservadores que se aferran al poder, todavía es difícil sostener que no fuera un revolucionario. Precisamente no murió por haber sido complaciente con el poder político de turno. El poder no mata ni tortura a sus adulones; los premia. Queda para los otros el premio mayor: la dignidad. Y creo que pocas figuras en la historia, sino ninguna otra, enseña más dignidad y compromiso con la humanidad toda que Jesús de Nazaret, a quien un día habrá que descolgar de la cruz.

Jorge Majfud

The University of Georgia

26 de enero de 2007

La rebelión de la alegría

Ernesto Che Guevara

Ernesto Che Guevara

La rebelión de la alegría

(Parte 1)

Si hiciéramos una exposición fotográfica de los años de la Guerra caliente en América Latina, veríamos la insistencia de la risa joven en sus revolucionarios contrastando con los rostros adustos y envejecidos de las fuerzas conservadoras de la reacción.

Fue una tradición de la cultura ilustrada criolla asumir que el carácter del indio era incapaz de las emociones, de alguna sensibilidad estética y de cualquier hábito racional para las ciencias o para el trabajo. Si en los comienzos del Renacimiento europeo Américo Vespucio y Tomás Moro pudieron sospechar con admiración el desinterés de los nativos del Nuevo Mundo por las riquezas materiales, la ausencia de la codicia europea por tener y por reinar como un atributo de virtud, en el apogeo de la Era Moderna esas carencias pasaron a significar defectos, pecados contra el progreso. La tristeza del indio, la melancolía del gaucho, el carácter sufriente del hombre y la mujer de las clases media y baja en América Latina coincidía con el precepto tradicional del cristiano sufriente que Nietzsche y Antonio Machado criticaron en Europa. No coincide con el carácter epicúreo atribuido por Américo Vespucio a los pueblos que encontró en sus cuatro viajes (1500-1504) antes de la colonización.

En la cultura popular del Río de la Plata, la clausura existencial está definida por el tango. No es un problema político sino existencial: “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé en el quinientos seis y en el dos mil también” (Discépolo). Su icono principal, Carlos Gardel, fue definido por el poeta militante Francisco Urondo como “loco de la noche, despreocupado amigo del alba, señor de los tristes”. Casi el mismo año que Jean-Paul Sartre publica La Nausée (1938) en Francia, el alter ego de Juan Carlos Onetti, en su célebre novela El pozo (1939), reconoce su incapacidad para la fe en el pueblo, su alienación y soledad existencialista: “Me acuerdo que sentí una tristeza cómica por mi falta de ‘espíritu popular’. No poder divertirme con las leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de alegría, y saberlo, nada más”. Luego reconoce la diferencia entre su compañero de habitación y él mismo —semejante a la diferencia entre Antoine Roquentin y el Autodidacto—: “es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo ama la vida y sólo así es posible ser un poeta”. En el arte y la literatura el dolor y la tristeza continúan gozando de más prestigio que la alegría. Pero el yo existencialista del siglo XX era el yo romántico del siglo XIX que ya no encontraba ni en la muerte ni en el amor la comunión posible. Por el contrario, buscaba desesperadamente la comunicación. Mataba o se suicidaba, pero no encontraba el amor ni la muerte sino el sexo y la nada.

Pero hubo un tiempo en que todo cambió. Octavio Paz, refiriéndose a las revueltas de 1968 y, por extensión a la década de los ’60, había observado que “la irrupción del ahora significa la aparición, en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: el placer” (Posdata, 1969). Mucho antes la alegría se había convertido en el gesto revolucionario. Si hiciéramos una exposición fotográfica de los años de la Guerra caliente en América Latina, veríamos la insistencia de la risa joven en sus revolucionarios contrastando con los rostros adustos y envejecidos de las fuerzas conservadoras de la reacción. Así tendríamos, de un lado, colecciones de retratos sonrientes de Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Roque Dalton, Francisco Urondo, entre otros, y del otro, las mandíbulas erguidas y los labios apretados de Augusto Pinochet, Rafael Videla, Emilio Masera, Gregorio Álvarez, etc.

Por aquellos años, Mario Benedetti decía ver en la Revolución cubana un “estilo joven”, lo que también recuerda al “espíritu joven” de Grecia, según F. Nietzsche. No obstante, como veremos más adelante, este epicureismo revolucionario se opondrá al hedonismo, que será identificado insistentemente con el vacío del mundo materialista, el imperio del oro, de la risa artificial de Hollywood. Por ejemplo, Eduardo Galeano recuerda una experiencia personal que es la encarnación de este problema histórico. Había bajado a unas tumbas etruscas sobre cuyas paredes no había representaciones de dolor y sufrimiento sino de placer y alegría. “Varios siglos antes de Cristo, los etruscos enterraban a sus muertos entre paredes que cantaban al júbilo de vivir”. Entonces, Galeano redescubre el antagónico cristiano, que es permanentemente identificado con la rebeldía ante la opresión de la cultura católica primero y protestante después, la cultura del conquistador: “yo había sido amaestrado católicamente para el dolor y me quedé bizco ante ese cementerio que era un placer”. Es la historia, sus creencias y prejuicios, sus paradigmas y tabúes, la que ha modelado la emoción, el dolor y la alegría en el individuo. Es decir, la clausura no es inmanente a la existencia humana. Es una clausura política —cultural, religiosa— y se puede ver una fisura en ella usando el lente de la historia.

Refiriéndose al contexto latinoamericano, el peruano Manuel Burga observa que “la risa, la fiesta popular, la alegría profana, como lo ha demostrado Bakhtin para la Europa renacentista, también tuvieron en los Andes un valor semejante para enfrentar la cultura impuesta por el sistema colonial”. Años después, Mario Benedetti, analizando Memoria del fuego (1982-86) de Eduardo Galeano, insiste en el valor revolucionario de la alegría, atribuido ahora a la metafísica amerindia, significativamente integrada y opuesta a la tradición cristiana: “cuando lejos de Cuzco, la tristeza de Jesús preocupa a los indios tepehuas, y entonces inventan la danza de los viejos, y cuando Jesús vio a la Vieja y al Viejo ‘haciendo el amor, levantó la frente y rió por primera vez’”. Por la misma época, Umberto Eco recordaba la tradición del sufrimiento como valor superior. En Il nome della rosa (1980) creó un monje malhumorado que insiste que Jesús nunca se rió, de donde se deduce la naturaleza diabólica de la risa. Ocho años más tarde, adentrado en el género de la novela histórica, Tomás de Mattos, desde su mirada revisionista de un período que se cerraba en el Río de la Plata, expone en Bernabé, Bernabé! (1988) el drama del genocidio de los indios charrúas en un país que históricamente se había considerado blanco, europeísta y civilizado. La narradora principal, Josefina Péguy, analiza en una de sus cartas la etimología del nombre del último cacique sobreviviente: “Sepé quiere decir, en charrúa, ‘sabio’. Me parece que fue un nombre bien escogido —o adoptado— porque el cacique era dueño de una risa verdadera, de la que nace del jubiloso goce de las cosas cotidianas”. Josefina Péguy agregaba que ello se debía a que el cacique Sepé no estaba contaminado con el mito del progreso, pero bien se podía entender, según nuestro análisis, que tampoco estaba marcado por la tradición del cristianismo que en su versión católica condenó el oro mientras toleraba su extracción americana y en su versión calvinista simplemente lo legitimizó, al tiempo que condenaba todo epicureismo y sensualidad.

(Parte 2)

A la clausura existencial, marcada por la angustia, el dolor y el pesimismo del individuo perdido en su propio yo, súbitamente le surge en los ’60 un temeroso rival: la alegría de la revolución, la comunión del yo con el pueblo. Paso a paso se irá confirmando la voluntad de revisión moral. En 1973 Benedetti alude directamente a Jorge Luis Borges: “por eso en este jardín no hay senderos que se bifurquen […] adiós al laberinto adiós al dédalo / adiós al relajo de antiguas lenguas germánicas / este camino es recto / el pueblo avanza puteando alegremente / y las puteadas tampoco se bifurcan / dan en el blanco…”. La misma reacción es la de Francisco Urondo, una especie de deliberado antivalor nietzscheano que no se corresponde con el canon tradicional del poeta ensimismado sino precisamente lo contrario: “No tengo / vida interior: afuera / está todo lo que amo y todo / lo que acobarda”.

El tradicional dolor del pueblo bajo la opresión es repetidas veces revertido en alegría vinculada a una posible liberación, nunca desprendida de la imagen fuerte y redentora de un individuo, casi siempre de un antagónico. De ese mismo año, 1973, es el recuerdo de Eduardo Galeano para los momentos previos al regreso de Juan D. Perón a Argentina. Antes de la tragedia, Galeano recuerda en Días y noches de amor y de guerra (1978) que “había un clima de fiesta. La alegría popular, hermosura contagiosa, me abrazaba, me levantaba, me regalaba fe”. Pero el mismo Galeano recuerda otra anécdota que revela la contracara artificial y demagógica de este gesto: “Una mañana, en los primeros tiempos del exilio, el caudillo [Perón] había explicado a su anfitrión, en Asunción, del Paraguay, la importancia política de la sonrisa” y para mostrársela “le puso la dentadura postiza en la palma de la mano”.

Otras veces, la alegría se convierte en una profesión de fe, aún cuando el individuo ha dejado por momentos de creer (la fe humanística y el carácter sagrado del texto son los dos pilares centrales de la literatura del compromiso). Bajo el título de “Introducción a la literatura”, Galeano se desdobla en yo y en Eduardo; el primero estuvo unos días escribiendo “tristezas” que una noche Eduardo rechaza con una mueca: “No tenés derecho”, le dice Eduardo a la voz narrativa y le cuenta que días atrás bajó a comprar fiambres y la mujer que atendía tenía debajo del mostrador uno de sus libros, que lee todos los días. “Ya lo leí varias veces —dijo la fiambrera—. Lo leo porque me hace bien. Yo soy uruguaya, ¿sabe?”. Por lo que Eduardo insiste: “no tenés derecho’, mientras hace a un lado las cositas lastimeras, quizás mariconas, que yo escribí en esos días”. La opción recuerda al cura de San Manuel Bueno mártir (1930) de Unamuno, quien predicaba ya sin fe en Dios pero por fe en el pueblo que necesita creer. La diferencia radica, tal vez, en que aquí es la vendedora, el pueblo, quien devuelve la fe al escritor comprometido, renovándole los votos del compromiso.

Más tarde, luego de la derrota, el exilio y el regreso de la clausura política, Galeano escapa a la clausura existencial radicalizando su regreso al origen amerindio o a una de sus representaciones. Casi como un creyente, recoge la mitología dispersa y desestimada y le da nueva vida. En el principio de Memoria del fuego (1982) el mito de la creación de los maquiritari es fundamental. No sólo recuerda que “la muerte es mentira” sino que la alegría original vence al dolor occidental. “Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento”. La primer mujer y el primer hombre “soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio”. Y al soñar con la alegría —Dios o la humanidad, es lo mismo—, la alegría era realizada. Tiempo después, debido a la muerte de un hombre de la tribu kayapó que se rió por la caricia de un murciélago y murió, “los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños”. Así la risa y la alegría vuelven a ser secuestradas por el poder y pierden su valor original.

En Centroamérica, un Roque Dalton desafiante acusaba: “yo sé que odiáis la risa”, pero “bajo las sábanas me río”. En Taberna (1966) confiesa su lucha “para tener fe tan sólo en el deseo / y en el amor de quienes no olvidaron / el amor y la risa”. Pero Dalton también es consciente del doble filo de este gesto, un signo secuestrado. “Desde la conquista española mi pueblo ríe idiotamente por una gran herida. Casi siempre es de noche y por eso no se mira sangrar”. En la tradición, la mera risa no es subversiva sino un narcótico que impide la toma de conciencia. Sólo “la alegría es revolucionaria, camaradas, / como el trabajo y la paz”. Este estímulo se convierte en una razón de la literatura. En “Por qué escribimos”, reconoce que “uno hace versos y ama / la extraña risa de los niños / el subsuelo del hombre / que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda, / la instauración de la alegría / que profetiza el humo de las fábricas”. Alegría y liberación conforman una alianza recurrente. Según Benedetti en “Haroldo Conti: un militante de la vida” (1976), la novela Mascaró en lo más hondo “es una metáfora de la liberación, pero expresada sin retórica, narrada con fruición, atravesada de humor” (Crítica cómplice, 1988). “En la parábola de Mascaró campea un gusto por la vida, una espléndida gana de reír, como si quisiera indicarnos que las instancias liberadoras no son palabras ni posturas resecas sino actitudes naturales, flexibles, creadoras”.

El carácter de la alegría no es revindicado sólo en la literatura comprometida sino también en sus propios autores. Muerte y alegría alcanzan aquí una conjugación particular. Como hiciera Eduardo Galeano en 1978, Mario Benedetti recuerda en “El humor poético de Roque Dalton” (1981) que el salvadoreño “en el trato personal era un fabuloso narrador de chistes (los coleccionaba, casi como un filatélico), nunca llevó a su poesía la broma en bruto, sino la metáfora humorística. Refiriéndose a Urondo, el mismo Benedetti señalaba “su optimismo era incurable, pues: ‘Nada hay más hermoso que vivir, aunque sea perdiendo’. Y tenía razón”. Luego, con un guiño que es difícil separar de Ernesto Sábato, continúa: “quede el pesimismo para los esclavos de su propia pesadilla, para los que sobrevuelan como buitres su catástrofe privada. Sólo quien alcance un colmo de optimismo tendrá fuerzas para ofrendar la vida”. Más tarde en “Paco Urondo, constructor de optimismos” (1977), el mismo Benedetti completa el retrato y la valoración de este motor anímico: “en él la risa era algo así como su identidad. Siempre pensé que Paco [Urondo], cuando debía llevar una vida ilegal, no tenía más remedio que ponerse serio, ya que en él reírse era como decir su nombre”. También Juan Gelman recordará a su amigo poeta años después en Hechos y relaciones (1980) por el mismo rasgo: “andás / en la sonrisa estruendo pólvora / que atacan cada día al enemigo? / ¿Volvieron / feroz a la alegría que caía de vos?”.

El sacrificio y la muerte son entendidos, como en la tradición cristiana, como requisitos de renacimiento. Pero el Hombre nuevo que pregonaron los intelectuales comprometidos no renace en la utopía del Paraíso celestial sino en la utopía de la humanidad futura. Su martirio no pretende ser asumido con el verdadero dolor de la tortura y la crucifixión sino con la alegría de quien no teme ningún infierno eterno.

(Parte 3)

Rodolfo Walsh, con motivo de la muerte de Francisco Urondo, escribió en su obituario: “Mi querido Paco: […] lo primero que me acude a la memoria es la frase del poeta guerrillero checo, al que mataron los nazis, que dejó escrito: ‘recuérdenme siempre en nombre de la alegría’”. El mismo Walsh, un día después de la muerte de Ernesto Che Guevara, bajó a comprar el diario y lo primero que vio y recordó luego fueron “esos ojos abiertos, rompiendo el porvenir y esa especie de sonrisa con la boca fuerte, pero muerta”. Aunque otras fotografías no dejan ver con la misma claridad esta expresión viva pero ambigua del muerto, es la sonrisa lo que ven los escritores del compromiso. El nicaragüense Ernesto Cardenal en Canto nacional (1973) poetizaba que “el Che después de muerto sonreía como recién salido del hades”. Tampoco Eduardo Galeano puede dejar de observar lo mismo: “le miré largamente la sonrisa, a la vez irónica y tierna […] Pensé: ‘Ha fracasado. Está muerto’. Y pensé: ‘No fracasará nunca. No morirá jamás’, y con los ojos fijos en esa cara de Jesucristo rioplatense me vinieron ganas de felicitarlo”. Pero Jesús nunca es representado con una sonrisa sino, por el contrario, la tradición cristiana ha consagrado todas las variaciones del dolor en sus retratos imaginados por Europa.

Pablo Neruda, otro ejemplo del poeta celebrado por su compromiso político, poetizó el problema ideológico de la alegría de una forma que resume su tiempo: “Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban / todas partes, y me moría de tristeza” todos me aplaudían. Hasta que “me fui por los callejones de las minas / a ver cómo vivían otros hombres”, y por eso cambiaron los aplausos por la policía, “porque no seguía preocupado exclusivamente / de asuntos metafísicos / pero yo había conquistado la alegría”. La política militante aparece junto con este factor de la alegría, que se expresa por la vitalidad de la sonrisa o del cuerpo. La reivindicación del oprimido o del marginado, es motivo de esta celebración: “me voy a bailar por los caminos / con mis hermanos negros de la Habana”.

En la misma dirección apunta un discurso de otro intelectual militante, Ernesto Guevara, en el acto de entrega de Certificados de Trabajo, el 15 de agosto de 1964. Guevara recita un poema del republicano español León Felipe, exiliado en México. Este instante, captado en una breve película, insiste en la necesidad de un cambio de actitud ante el trabajo, el valor nuevo de la alegría despojada del interés material, y lo hace recurriendo a un pasado mítico, a la corrupción de la historia por ese interés material, denunciado en la ficción de Tomás Moro: “Pero el hombre es un niño laborioso y estúpido que ha convertido el trabajo en una sudorosa jornada, convirtió el palo del tambor en una azada y en vez de tocar sobre la tierra una canción de júbilo, se puso a cavar” […] quiero decir que nadie ha podido cavar al ritmo del sol, y que nadie todavía ha cortado una espiga con amor y con gracia. / Es precisamente la actitud de los derrotados, dentro de otro mundo, de otro mundo que nosotros ya hemos dejado afuera frente al trabajo; en todo caso, la aspiración de volver a la naturaleza, de convertir en un juego el vivir cotidiano”.

Jorge Edwards, reconocido crítico de la Revolución cubana, reconoce de su experiencia como embajador en La Habana a finales de los ’60 que a pesar de las frustraciones, “había en ciertos sectores de la Revolución, también, una alegría, una especie de gratitud que sobrepasaba los esquemas” (Persona non grata, 1973). La idea del héroe, de la vanguardia, es la misma para el militante, el guerrillero o el poeta: “el poeta es un optimista, pero no un iluso. […] Paso a paso, poema a poema, riesgo a riesgo, ese poeta construye su optimismo” (Benedetti, Crítica cómplice, 1988).

Pero la alegría no sólo tiene por enemigo a la tristeza y la tradición del martirio sino, también, sus falsos sustitutos: Benedetti y Viglietti entendían la necesidad de “defender la alegría como destino / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres” (A dos voces, 1994). Pero es Eduardo Galeano quien más claramente sintetiza, en un relato de El libro de los abrazos (1989), el valor de la risa y la alegría y la desacralización del oro capitalista, el cadáver, la máscara vacía de la emoción. Con el título de “El vendedor de risas” anota su paso por la playa de Malibú, frente a la casa donde “vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood”. Este mercader de la alegría se había vuelto rico grabando y vendiendo risas de todo tipo y género para el cine y la televisión, “pero él era un hombre más bien melancólico, y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír”. Es la misma observación que Cardenal y Nicolás Guillén hacen de la sonriente Marilyn Monroe, suicidándose en un mundo perfecto. Al igual que Benedetti ve en 1959 en los negros de Estados Unidos “las tres clases de seres más vivos de este Norte / quiero decir los negros / las negras / los negritos” (Hasta aquí, 1974), Galeano anota la diferencia entre la risa artificial, hecha para el beneficio capitalista, y la risa espontánea, verdadera, producto de la alegría de lo vital del latino: “Ella y él se fueron de su casa de la playa de Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas” (Libro d e los abrazos, 1989).

Se entiende que con la alegría ha nacido la rebelión y con ella nacerá la nueva sociedad en sus orígenes heroicos. La “palabra revolución”, dice Benedetti, no es sólo alude a un concepto abstracto de la historia, sino que se encuentra encarnada: “además tiene músculos y brazos y piernas y pulmones y corazón y ojos que esperan y confían”. Es el rostro de un pueblo que “sufre y aprende, que traga amargura y sin embargo propone una alegría tangible”. Este reconocimiento del escritor, la alegría, se produce “cuando el político o el intelectual ‘descienden’ al pueblo para transmitirle su ‘fórmula infalible’, entonces sí la vanidad puede significar un seguro de incomunicación que a algunos escritores les resulta por cierto muy confortable, quizás porque no tienen nada que comunicar”.

Todavía a fines de los ’70, con las renovadas esperanzas revolucionarias provenientes de la Revolución sandinista, Benedetti insistía con el valor de la alegría: “después vino el futuro y vendrán otros / pero no volverá el pasado inmundo / nicaragua ha sido esta vez invadida / por su rotunda gana de ser pueblo”. Lo que significa, que “en algunas diáfanas temporadas”, la realidad se convierte en “alegría de un hombre / y de una suma de hombres” (Vientos del exilio, 1981). Junto con Viglietti identificó, otra vez, los dos elementos de la ecuación de la psicología militante: “defender la alegría como una trinchera”.

Pero el destino de la historia, la liberación del pueblo oprimido, debe frustrarse: “Canté como si supiera, / con el aire de mi pueblo / y al borde de la alegría / la muerte nos quitó el sueño” (A dos voces, 1994).

En los ’80 y ’90 la clausura política se convierte otra vez en clausura existencial. La posmodernidad impone un nihilismo hedonista que revive la risa de plástico de la cultura del consumo durante un par de décadas. Se promueve el deseo y se castiga el placer para que la ansiedad lubrique la gran maquinaria. Hasta que el humanismo moderno reaparece en el nuevo siglo, con su paso lento y casi siempre imperceptible desde el siglo XIV. Entonces, la alegría epicúrea vuelve a disputarle un espacio a los paraísos alucinógenos del consumismo suicida.

Jorge Majfud

Abril 2008

El mito Che Guevara

Ernesto Che Guevara on a mule in Las Villas, Cuba

Image via Wikipedia

 

El mito Che Guevara

Empecemos observando que la idea de “mito” tiene un doble significado, uno negativo, como sinónimo de mentira, y otro positivo, como expresión de una realidad humana, es decir, como sinónimo de verdad. Quizás más importante es esta otra observación: hay mitos que son construidos por la fuerza deliberada del poder —económico, mediático, institucional, militar, eclesiástico, político, etc.— y otros que nacen, se desarrollan y sobreviven a pesar de ese poder y contra ese poder.

El Guevara histórico no fue un santo. Fue muchas veces violento y casi siempre radical. Sin embargo, si queremos continuar un análisis del mito desideologizado, debemos tener en cuenta que la idea misma de “violencia” es una simplificación —radical—: aunque los actos de la violencia sean absolutos y lamentables (el mismo Guevara los definió como una tristeza), pocos podrían igualar la violencia del amo con la violencia del esclavo. De esos pocos, sin duda, todos serán partidarios o pertenecientes a la estirpe de los amos. Al menos que se trate de esclavos moralizados por la violencia del amo. Lo cual no es una rareza histórica sino una regla: quienes reproducen el machismo suelen ser mujeres; quienes azotaban a los negros esclavos solían ser otros negros esclavos con unas gotas de privilegio.

Creo que podemos, en un nuevo paso de este breve análisis, considerar que la perspectiva de aquellos que aceptan al Che como mito positivo asume, aunque no necesariamente de forma consciente, que su violencia pertenece a este segundo tipo: la violencia del oprimido, la violencia de los colonizados que en América, por ejemplo, se sacudieron los imperios europeos; la violencia de los esclavos que se rebelaron contra sus amos —sin éxito todas las veces, ya que la esclavitud es abolida por los nuevos intereses industriales, no por la crítica ni por la rebelión de los esclavos.

No creo exagerar si reconocemos que el Che Guevara es el mito más fuerte del siglo XX, y de sus derredores también. Podemos estar en desacuerdo con la mayoría de sus ideas, de sus acciones, de sus discursos. Fríamente, podríamos criticarlo de pies a cabezas hasta llegar a la racional conclusión de que se equivocó más veces de las que acertó, de que triunfó menos veces de las que venció, etc. Pero nada de eso destruiría el misterio de su mito.

Es un lugar común de sus adversarios la idea de que el Che es producto de una orquestación marxista. Esta idea es tan misteriosa como la misma trascendencia del Che. Podríamos preguntarnos por qué los más fuertes aparatos de propaganda del imperialismo mundial, desde el Renacimiento, nunca han podido producir un mito semejante. Aunque los partidarios de Pinochet proclamen sus bondades, nunca podrán elevarlo a la categoría de mito internacional.

Es decir, la explicación del mito Che radica en otra parte. A mi entender, un hombre con tantos defectos que se convierte en la máxima expresión del idealismo, del romanticismo contemporáneo encarna un profundo espacio humano que se olvida en la pasión de la disputa partidaria. Observemos que el mito en cuestión sobrevive en un espacio que radica en el inconsciente y que se identifica en millones de personas a lo largo de la historia, como la necesidad de justicia radical o como la desobediencia del gladiador contra el pulgar de César.

Podríamos argumentar que el Che Guevara real, el histórico, no debería representar estos valores de justicia, de pureza. Pero eso es harina de otro costal. Desde un punto de vista semiótico, la realidad es la contraria: bastaría comparar cuántas obras de arte, cuantas masas han movilizado alrededor del mundo Pinochet, Videla, Batista, Stroessner o Margaret Thatcher y compararlo con el mismo fenómeno de Che Guevara.

Una razón podría radicar en un hecho fácil de observar. Excepto cuando ordenó ejecuciones y ajusticiamientos inmediatamente después del triunfo de la Revolución cubana, el Che reincidió en la costumbre de exponerse al frente de un puñado de hombres hasta la muerte. Renunció a una posición cómoda en el gobierno cubano para sumergirse en la clandestinidad africana y luego boliviana, en una aventura quijotesca que lo conduce a una muerte anunciada de forma implícita pero clara en su carta de despedida al pueblo cubano. En cambio, la histórica derecha oligárquica venera líderes militares que sólo salieron del anonimato imponiendo entre ellos y el peligro la maquinaria de un ejército y el apoyo económico de las clases altas y de los Estados.

¿Cuántos jóvenes, cuántos adultos tienen en su casa un retrato de Videla o de Pinochet? ¿Cuántos llevan el rostro de Batista o de Stroessner en una camiseta? ¿Por qué esa expresión irreducible del Che luce estampada, con orgullo, en las camisas de jóvenes en Estados Unidos, en América Latina, en Europa, en Asia y en África, es decir en todos los continentes? ¿Por una “orquestación marxista”? Pero ¿cómo, no era que el marxismo había sido derrotado en 1989? El argumento se revela débil. La razón, la explicación necesariamente radica en otra parte: no en el Che mismo sino en esos millones que viven y reviven ese mito. Es decir, ese mito es una realidad palpable, objetiva, innegable que revela otra realidad humana mucho más profunda que simples argumentos ideológicos.

De nada sirve que nos cansemos analizando las contradicciones y las profecías incumplidas del Che. La derrota ha sido la constante de casi todos los héroes y mártires latinoamericanos desde los años de la conquista pasando por las llamadas revoluciones de independencias. Su mito está más allá de todo eso, de sus propios defectos, de sus propios aciertos o barbaridades.

Una de las últimas realizaciones cinematográficas, Diario de motocicleta (2005) revela o construye un Che light, a la medida del consumismo posmoderno. Pero tampoco miente sobre el estudiante de medicina que recorrió América del Sur en 1951. Una de las canciones más conocidas que lo representa “Hasta siempre comandante” (Carlos Puebla, 1965), ha sido interpretada recientemente por Natalie Cardone. El video es por lo menos cursi, pero la fuerza estética de la interpretación —juzgo que una de las mejores versiones de los últimos años— nos recuerda que ese mito, amado por unos y odiado por otros está más vivo que nunca. Porque no es la razón la que confiere vida a un mito sino el torrente de emociones que son capaces de desprenderse de él, que se perfecciona aún en contra de cualquier contradicción histórica. Y esa ola ya no parará más.

Jorge Majfud.

Mayo 2007

¿Cómo definimos la idiotez ideológica y quiénes pueden hacerlo?

1. La importancia de llamarse idiota

Hace unos días un señor me recomendaba leer un nuevo libro sobre la idiotez. Creo que se llamaba El regreso del idiota, Regresa el idiota, o algo así. Le dije que había leído un libro semejante hace diez años, titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano.

—Qué le pareció? —me preguntó el hombre entrecerrando los ojos, como escrutando mi reacción, como midiendo el tiempo que tardaba en responder. Siempre me tomo unos segundos para responder. Me gusta también observar las cosas que me rodean, tomar saludable distancia, manejar la tentación de ejercer mi libertad y, amablemente, irme al carajo.

—¿Qué me pareció? Divertido. Un famoso escritor que usa los puños contra sus colegas como principal arma dialéctica cuando los tiene a su alcance, dijo que era un libro con mucho humor, edificante… Yo no diría tanto. Divertido es suficiente. Claro que hay mejores.

—Sí, ese fue el padre de uno de los autores, el Nóbel Vargas Llosa.

—Mario, todavía se llama Mario.

—Bueno, pero ¿qué le pareció el libro? —insistió con ansiedad.

Tal vez no le importaba mi opinión sino la suya.

—Alguien me hizo la misma pregunta hace diez años —recordé—. Me pareció que merecía ser un best seller.

—Eso, es lo que yo decía. Y lo fue, lo fue; efectivamente, fue un best seller. Usted se dio cuenta bien rápido, como yo.

—No era tan difícil. En primer lugar, estaba escrito por especialistas en el tema.

—Sin duda —interrumpió, con contagioso entusiasmo.

—¿Quiénes más indicados para escribir sobre la idiotez, si no? Segundo, los autores son acérrimos defensores del mercado, por sobre cualquier otra cosa. Vendo, consumo, ergo soy. ¿Qué otro mérito pueden tener sino convertir un libro en un éxito de ventas? Si fuese un excelente libro con pocas ventas sería una contradicción. Supongo que para la editorial tampoco es una contradicción que se hayan vendido tantos libros en el Continente Idiota, no? En los países inteligentes y exitosos no tuvo la misma recepción.

Por alguna razón el hombre de la corbata roja advirtió algunas dudas de mi parte sobre las virtudes de sus libros preferidos. Eso significaba, para él, una declaración de guerra o algo por el estilo. Hice un amague amistoso para despedirme, pero no permitió que apoyara mi mano sobre su hombro.

—Usted debe ser de esos que defiende esas ideas idiotas de las que hablan estos libros. Es increíble que un hombre culto y educado como usted sostenga esas estupideces.

—¿Será que estudiar e investigar demasiado hacen mal? —pregunté.

—No, estudiar no hace mal, claro que no. El problema es que usted está separado de la realidad, no sabe lo que es vivir como obrero de la construcción o gerente de empresa, como nosotros.

—Sin embargo hay obreros de la construcción y gerentes de empresas que piensan radicalmente diferente a usted. ¿No será que hay otro factor? Es decir, por ejemplo, ¿no será que aquellos que tienen ideas como las suyas son más inteligentes?

—Ah, sí, eso debe ser…

Su euforia había alcanzado el climax. Iba a dejarlo con esa pequeña vanidad, pero no me contuve. Pensé en voz alta:

—No deja de ser extraño. La gente inteligente no necesita de idiotas como yo para darse cuenta de esas cosas tan obvias, no?

—Negativo, señor, negativo.

2. El Che ante una democracia imperfecta

Pocos meses atrás, una de las más serias revistas conservadoras a nivel mundial, The Economist (9 de diciembre 2006), reprodujo y amplió un estudio hecho por Latinobarómetro de Chile. Mostrando gráficas precisas, el estudio revela que en América Latina, la población del país que mayor confianza tiene en la democracia es Uruguay; la que menos confianza tiene en este ideal es Paraguay y varios países centroamericanos, a excepción de Costa Rica. Al mismo tiempo, la población que más se define “de izquierda” es Uruguay, mientras que la población que más se define “de derecha” se encuentra en los mismos países que menos confianza tienen en la democracia.

Según estos datos, y si vamos a seguir los criterios de las clásicas listas sobre idiotas latinoamericanos, habría que poner al Uruguay y algún otro país a la cabeza, de donde se deduce que tener confianza en la democracia es propio de retrasados mentales.

Estos retrasados mentales —los uruguayos, por ejemplo— tuvieron a fines del siglo XIX y principios del siglo XX un sistema lleno de injusticias y de imperfecciones, como cualquier sistema social, pero fue uno de los países con menor tasa de analfabetismo del mundo, el país con la legislación más progresista e igualitaria de la historia latinoamericana. Este pueblo concretó gran parte de lo que ahora es maldecido como “Estado de bienestar”; bajo ese estado de deficiencia mental, la mujer ganó varios derechos políticos y legales que le fueron negados en otras países del continente hasta hace pocos años; su economía estaba por encima de la de muchos países de Europa y su ingreso per capita (mayor que el argentino, el doble que el brasileño, seis veces el colombiano o el mexicano) no tenía nada que envidiarle al de Estados Unidos —si es que vamos a medir el nivel de vida por un simple parámetro económico. No fue casualidad, por ejemplo, que durante medio siglo aquel pequeño país casi monopolizara la conquista de los diversos torneos mundiales de fútbol.

Si ese país entró en decadencia (económica y deportiva) a partir de la segunda mitad del siglo XX, no fue por radicalizar su espíritu progresista sino, precisamente, por lo contrario: por quedar atrapado en una nostalgia conservadora, por dejar de ser un país construido por inmigrantes obreros y devolver todo el poder político y social a las viejas y nuevas oligarquías, empapadas de demagogia conservadora y patriotera, de un autoritarismo de derecha que se agravó a fines de los ’60 y se militarizó con la dictadura de los ’70.

El mismo Ernesto Che Guevara, en su momento de mayor radicalización ideológica y después de enfrentarse a lo que él llamaba imperialismo en la reunión de la “Alianza para el Progreso” de Punta del Este, dio un discurso en el paraninfo de la Universidad de la República del Uruguay ante una masa de estudiantes que esperaban oír palabras aún más combativas. En aquel momento (17 de agosto de 1961), Guevara, el Che, dijo:

“nosotros iniciamos [en Cuba] el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco a América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra ni mucho menos, en los países de América”.

El representante mítico de la revolución armada en América Latina daba la cara ante sus propios admiradores para confirmar y reconocer, sin ambigüedades, algunas radicales virtudes de aquella democracia:

“Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es, precisamente, la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre, ni siga la explotación del hombre por el hombre, lo que no en todos los casos sucederá lo mismo, sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”.  (Ernesto Guevara. Obra completa. Vol. II. Buenos Aires: Ediciones del plata, 1967, pág. 158)

El mismo Che, en otro discurso señaló que el pueblo norteamericano “también es víctima inocente de la ira de todos los pueblos del mundo, que confunden a veces un sistema social con un pueblo” (Congreso latinoamericano de juventudes, 1960, idem Vol. IV, pág. 74).

Un latinoamericano podría sorprenderse de la existencia de “izquierdistas” (aceptemos provisoriamente esta eterna simplificación) en Estados Unidos, porque la simplificación y la exclusión es requisito de todo nacionalismo. De la misma forma, los británicos vendieron la idea existista del libre mercado cuando ellos mismos se habían consolidado como una de las economías más proteccionistas de la Revolución industrial. La imagen de Estados Unidos como un país (económicamente) exitoso donde sólo existe el pensamiento capitalista es una falacia y fue creada artificialmente por las mismas elites conservadoras que monopolizaron los medios de comunicación y promovieron una agresiva política proselitista. Y, sobre todo en América Latina, por las clases conservadoras, enquistadas en el poder político, económico y moralista de nuestros pueblos desgastados.

Tampoco existe ninguna razón sólida para descartar la fuerza interventora de las superpotencias del mundo en la formación de nuestras realidades. Sí, seguramente América Latina es responsable de sus fracasos, de sus derrotas (no reconocer sus propias virtudes es uno de sus peores fracasos). Pero que nuestros pueblos sean responsables de sus propios errores no quita que además han sido invadidos, pisoteados y humillados repetidas veces. Quizás la primera sea una verdad incontestable, pero los pecados propios no justifican ni lavan los pecados ajenos.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Marzo 2007

The Privatization of God

Custom-made for the consumer

In the 17th century, the mathematics genius Blaise Pascal wrote that men never do evil with greater pleasure than when they do it with religious conviction. This idea – from a deeply religious man – has taken a variety of different forms since. During the last century, the greatest crimes against humanity were promoted, with pride and passion, in the name of Progress, of Justice and of Freedom. In the name of Love, Puritans and moralists organized hatred, oppression and humiliation; in the name of Life, leaders and prophets spilled death over vast regions of the planet. Presently, God has come to be the main excuse for excercises in hate and death, hiding political ambitions, earthly and infernal interests behind sacred invocations. In this way, by reducing each tragedy on the planet to the millenarian and simplified tradition of the struggle between Good and Evil, of God against the Devil, hatred, violence and death are legitimated. There is no other way to explain how men and women are inclined to pray with fanatical pride and hypocritical humility, as if they were pure angels, models of morality, all the while hiding gunpowder in their clothing, or a check made out to death. And if the leaders are aware of the fraud, their subjects are no less responsible for being stupid, no less culpable for their criminal metaphysical convictions, in the name of God and Morality – when not in the name of a race, of a culture – and from a long tradition, recently on exhibit, custom-fit to the latest in hatred and ambition.

Empire of the simplifications

Yes, we can believe in the people. We can believe that they are capable of the most astounding creations – as will be one day their own liberation – and also of incommensurable stupidities, these latter always concealed by a complacent and self-interested discourse that manages to nullify criticism and any challenge to bad conscience. But, how did we come to such criminal negligence? Where does so much pride come from in a world where violence grows daily and more and more people claim to have heard the voice of God?

Political history demonstrates that a simplification is more powerful and better received by the vast majority of a society than is a problematization. For a politician or for a spiritual leader, for example, it is a show of weakness to admit that reality is complex. If one’s adversary expunges from a problem all of its contradictions and presents it to the public as a struggle between Good and Evil, the adversary undoubtedly is more likely to triumph. In the final analysis, the primary lesson of our time is grounded in commercial advertising or in permissive submission: we elect and we buy that which solves our problems for us, quickly and cheaply, even though the problem might be created by the solution, and even though the problem might continue to be real while the solution is never more than virtual. Nonetheless, a simplification does not eliminate the complexity of the problem in question, but rather, on the contrary, produces greater problems, and sometimes tragic consequences. Denying a disease does not cure it; it makes it worse.

Why don’t we talk about why?

Let’s try now to problematize some social phenomenon. Undoubtedly, we will not plumb the full depths of its complexity, but we can get an idea of the degree of simplification with which it is treated on a daily basis, and not always innocently.

Let’s start with a brief example. Consider the case of a man who rapes and kills a young girl. I take this example not only because it is, along with torture, one of the most abhorrent crimes imaginable, but because it represents a common criminal practice in all societies, even those that boast of their special moral virtues.

First of all, we have a crime. Beyond the semantics of “crime” and “punishment,” we can evaluate the act on its own merits, without, that is, needing to recur to a genealogy of the criminal and of his victim, or needing to research the origins of the criminal’s conduct. Both the rape and the murder should be punished by the law, and by the rest of society. And period. On this view, there is no room for discussion.

Very well. Now let’s imagine that in a given country the number of rapes and murders doubles in a particular year and then doubles again the year after that. A simplification would be to reduce the new phenomenon to the criminal deed described above. That is to say, a simplification would be to understand that the solution to the problem would be to not let a single one of these crimes go unpunished. Stated in a third way, a simplification would be to not recognize the social realities behind the individual criminal act. A more in-depth analysis of the first case could reveal to us a painful childhood, marked by the sexual abuse of the future abuser, of the future criminal. This observation would not in any way overturn the criminality of the deed itself, just as evaluated above, but it would allow us to begin to see the complexity of a problem that a simplification threatens to perpetuate. Starting from this psychological analysis of the individual, we could certainly continue on to observe other kinds of implications arising from the same criminal’s circumstances, such as, for example, the economic conditions of a specific social underclass, its exploitation and moral stigmatization by the rest of society, the moral violence and humiliation of its misery, its scales of moral value constructed in accordance with an apparatus of production, reproduction and contradictory consumption, by social institutions like a public education system that helps the poor less than it humiliates them, certain religious organizations that have created sin for the poor while using the latter to earn Paradise for themselves, the mass media, advertising, labor contradictions… and so on.

We can understand terrorism in our time in the same way. The criminality of an act of terrorism is not open to discussion (or it shouldn’t be). Killing is always a disgrace, a historical curse. But killing innocents and on a grand scale can have no justification or pardon of any kind. Therefore, to renounce punishment for those who promote terrorism is an act of cowardice and a flagrant concession to impunity.

Nevertheless, we should also remember here our initial caveat. Understanding a social and historical phenomenon as a consequence of the existence of “bad guys” on Earth is an extremely naive simplification or, to the contrary, an ideologically astute simplification that, by avoiding integrated analysis – historical, economic, political – exempts the administrators of the meaning of “bad”: the good guys.

We will not even begin to analyze, in these brief reflections, how one comes to identify one particular group and not others with the qualifier “terrorist.” For that let it suffice to recommend a reading of Roland Barthes – to mention just one classic source. We will assume the restricted meaning of the term, which is the one assumed by the press and the mainstream political narratives.

Even so, if we resort to the idea that terrorism exists because criminals exist in the world, we would have to think that in recent times there has been an especially abundant harvest of wicked people. (An idea explicitly present in the official discourse of all the governments of countries affected by the phenomenon.) But if it were true that in our world today there are more bad people than before, surely it isn’t by the grace of God but via historical developments that such a phenomenon has come to be. No historical circumstance is produced by chance, and therefore, to believe that killing terrorists will eliminate terrorism from the world is not only a foolish simplification but, by denying a historical origin for the problem, by presenting it as ahistorical, as purely a product of Evil, even as a struggle between two theological “essences” removed from any social, economic and political context, provokes a tragic worsening of the situation. It is a way of not confronting the problem, of not attacking its deep roots.

On many occasions violence is unavoidable. For example, if someone attacks us it would seem legitimate to defend ourselves with an equal degree of violence. Certainly a true Christian would offer the other cheek before instigating a violent reaction; however, if he were to respond violently to an act of aggression no one could deny him the right, even though he might be contradicting one of the commandments of Christ. But if a person or a government tells us that violence will be diminished by unleashing violence against the bad guys – affecting the innocent in the process – not only does this deny the search for a cause for the violence, it also will serve to strengthen it, or at least legitimate it, in the eyes of those who suffer the consequences.

Punishing those responsible for the violence is an act of justice. Claiming that violence exists only because violent people exist is an act of ignorance or of ideological manipulation.

If one continues to simplify the problem, insisting that it consists of a conflict produced by the “incompatibility” of two religious views – as if one of them had not been present for centuries – as if it were a matter of a simple kind of war where victory is achieved only with the total defeat of the enemy, one will drag the entire world into an intercontinental war. If one genuinely seeks the social origin and motivation of the problem – the “why” – and acts to eliminate and attenuate it, we will most assuredly witness a relaxing of the tension that is currently escalating. We will not see the end of violence and injustice in the world, but at least misfortune of unimaginable proportions will be avoided.

The analysis of the “origin of violence” would be useless if it were produced and consumed only within a university. It should be a problem for the headlines, a problem to be discussed dispassionately in the bars and in the streets. At the same time, we will have to recognize, once again, that we need a genuine dialogue. Not a return to the diplomatic farce, but a dialogue between peoples who have begun dangerously to see one another as enemies, as threats – a disagreement, really, based on a profound and crushing ignorance of the other and of oneself. What is urgent is a painful but courageous dialogue, where each one of us might recognize our prejudice and our self-centeredness. A dialogue that dispenses with the religious fanaticism – both Muslim and Christian – so in vogue these days, with its messianic and moralizing pretensions. A dialogue, in short, to spite the deaf who refuse to hear.

The True God

According to the true believers and the true religion, there can be only one true God, God. Some claim that the true God is One and he is Three at the same time, but judging by the evidence, God is One and Many more. The true God is unique but with different politics according to the interests of the true believers. Each one is the true God, each one moves the faithful against the faithful of other gods, which are always false gods even though each one is someone’s true God. Each true God organizes the virtue of each virtuous people on the basis of true customs and the true Morality. There is only one Morality based on the true God, but since there is more than one true God there is also more than one true Morality, only one of which is truly true.

But, how do we know which one is the true truth? The proper methods for proof are disputable; what is not disputed is the current practice: scorn, threats, oppression and, when in doubt, death. True death is always the final and inevitable recourse of the true truth, which comes from the true God, in order to save the true Morality and, above all, the true believers.

Yes, at times I have my doubts about what is true, and I know that doubt has been condemned by all religions, by all theologies, and by all political discourses. At times I have my doubts, but it is likely that God does not hold my doubt in contempt. He must be very busy concerning himself with so much certainty, so much pride, so much morality, behind so many ministers who have taken control of his word, holding Him hostage in a building somewhere so as to be able to conduct their business in public without obstacles.

© Jorge Majfud

Translated by Bruce Campbell.