¿Qué es un ideoléxico?

Little Rock, 1959. Rally at state capitol, pro...

Integración racial es comunismo

What Is an Ideolexicon? (English)

¿Qué es un ideoléxico?

Varias veces me han pedido que defina qué entiendo por ideoléxico. Nunca he dado la misma respuesta, pero eso no se debe a que la idea sea ambigua o indefinida sino todo lo contrario.

Si bien este es un neologismo, no creo que en su raíz la idea sea original: todo aquello que se nos ocurre ya otros lo intuyeron antes. Basta con leer a los antiguos griegos para descubrir allí los primeros indicios de la teoría de la evolución de Darwin (Empédocles), los átomos de Dalton o Bohr (Leucipo o Demócrito), la equivalencia de masa-energía de Einstein (Heráclito), la epistemología moderna (ídem), la psiquis bicefálica de Freud (Platón), el postestructuralismo de Derrida o Lyotard (los sofistas), etc.

Yo sospecho que el italiano Antonio Gramsci podía haber ampliado el concepto de ideoléxico en los años ’30 (quizás ya lo hizo en su Quaderni del carcere, aunque no he podido encontrar ese momento preciso entre las más de dos mil páginas de esta desarticulada obra). Una de las observaciones de Gramsci al marxismo fue la advertencia de cierta autonomía de la supraestrcutura. Es decir, si anteriormente se entendía que la infraestructura (el orden económico, productivo) determinaba la realidad supraestructural (la cultura en general), luego se vio que el proceso no sólo podía ser inverso (Max Weber) sino simultáneo o dialéctico (Althusser). Para mí, ejemplos de lo primero son la esclavitud, la educación moderna, el feminismo, etc. Los ideales humanistas que condenaban la esclavitud existían desde siglos antes de que se transformaran en un precepto social. Una explicación marxista es inmediata: sólo cuando la industria de los países desarrollados (Inglaterra y el norte de Estados Unidos) encontró un problema económico en el sistema esclavista, se impuso la nueva (práctica) moral. Lo mismo la educación universal: la uniformidad de las túnicas de los niños, el riguroso cumplimiento de horarios no hacen otra cosa que adaptar al futuro obrero a la disciplina de la industria (o del ejército), de la cultura de la estandarización. Razón por la cual hoy en día las universidades y la educación en general comenzaron un proceso inverso de des-uniformización. También los reclamos feministas son antiguos (y parte del humanismo), pero no se convierten en una exigencia moral hasta que la sociedad capitalista y las sociedades comunistas industrializadas necesitaron nuevos trabajadores y, sobre todo, nuevas asalariadas.

Aparte, podemos entender que, aunque estos logros no se hayan obtenido por una conciencia ética sino por iniciales intereses de los opresores (como el voto universal a un pueblo fácilmente manipulable por el caudillo y la propaganda), de cualquier forma el camino recorrido “hacia adelante” no se desandará tan fácilmente, aunque cambien aquellos intereses que los hicieron posible. El poder nunca es absoluto; siempre debe hacer concesiones para mantenerse.

En nuestra época, aunque el uso de la fuerza bruta como en tiempos de Atila no se desprecia del todo, ya no es posible arrasar pueblos y oprimir otros hombres y mujeres sin una legitimación. Menos en una sociedad global que, aunque todavía sumergida en las tradicionales redes de información, progresivamente tiende a arrebatarle a los poderes sectarios la narración de su propia historia. Estas legitimaciones del poder pueden ser burdas (aún confían en la frágil memoria de los pueblos obedientes o amedrentados por la violencia física y moral), pero su fuerza es el poder de manipulación semántica que produce una determinada realidad: cuando se tira una bomba desde un avión y mueren decenas de inocentes, se usan nombres como “defensa”, “liberación”, “efectos colaterales”, etc. Si la misma bomba es puesta por un individuo en un mercado y mata la misma cantidad de inocentes, ese acto es definido como “terrorista”, “bárbaro”, “asesino”, etc. Del otro lado, los ideoléxicos serán diferentes: unos son imperialistas, los otros rebeldes o patriotas.

En el siglo XIX, el argentino D. F. Sarmiento definió a José Artigas como “terrorista” (para otros libertador, rebelde), mientras el general Julio Argentino Roca se convertía en un héroe militar, en múltiples estatuas de bronce, por la limpieza étnica que su ejército llevó a cabo contra los originales dueños de la Patagonia (“No hubo batalla, fue una cabalgata bajo el sol patagónico y logramos 1600 muertos y otros 10.000 de la chusma. Era el destino de una raza salvaje que ya estaba vencida”, informó el venerado general Roca).

Es decir, un ideoléxico es una palabra o una combinación de términos que han sido colonizados en su semántica con un propósito político-ideológico (extremista, radical, patriota, normal, demócrata, buenas costumbres). Esta colonización generalmente es llevada a cabo por una cultura hegemónica, pero su mayor particularidad radica en la manipulación discursiva de un poder político hegemónico que es disputado por las ideologías resistentes. La calificación de “radical” o “extremista”, al poseer una valoración negativa, será un instrumento de lucha: cada adversario —el dominante y el marginal— procurarán asociar este ideoléxico (cuya valoración no se encuentra en disputa) a aquellos otros ideoléxicos ajenos de valoración inestable, como progresista, feminista, homosexual, liberal, globalización, civilización, etc.

En resumen, un ideoléxico es un arma semántica con un uso politikós (o sociopolítico) y al mismo tiempo es el objetivo de disputa de diferentes grupos en una sociedad. Cuando uno de ellos se consolida como valor negativo o positivo (ej., comunismo), pasa a ser un instrumento de colonización de otros ideoléxicos que se encuentran en disputa social, histórica.

A su vez, cada ideoléxico se compone de un campo semántico positivo y otro negativo cuyos límites se definen según el avance o retroceso de los grupos sociales en disputa (por ejemplo, justicia, libertad, igualdad, etc.). Es decir, cada grupo procurará definir lo que significa y lo que no significa “justicia”, “libertad”, a veces usando instrumentos clásicos como la deducción o la inducción, pero por lo general operando una suerte de declaración ontológica (A es B, B no es C) mediante la asociación o intercepción de los campos semánticos de dos o más ideoléxicos (integración racial = comunismo; igualdad + libertad = justicia, etc.)

Cuando en los años ’50 en Estados Unidos la integración racial se encontraba en disputa, quienes se oponían a este cambio se manifestaron con carteles por las calles: “race mixing is communism” (la integración racial es comunismo). La palabra “comunismo” —como “marxismo” en América Latina— se encontraba consolidada en sus valores negativos, demoníacos. Su significado y valoración no estaban en disputa. Cuando los soldados de las oligarquías latinoamericanas asesinaban a un cura o a un periodista o a un sindicalista, en cualquier caso se justificaban aduciendo que eran marxistas, sin haber leído jamás un libro de Marx y sin tener más idea del marxismo de aquella que habían recibido de la estratégica repetición diaria.

Jorge Majfud

Junio 2007.

The University of Georgia

Milenio (Mexico) 

MLA https://www.cambridge.org/core/services/aop-cambridge-core/content/view/D0E34B148C6A54BD02295DEA1E197CE1/S0030812922000839a.pdf/the-jargon-of-liberal-democracy.pdf

 

What Is an Ideolexicon?

I have been asked several times to define what I mean by ideolexicon. I have never given the same response, but that is not due to the idea being ambiguous or undefined but quite the contrary.

Although this term is a neologism, I do not believe that at root the idea is original: everything that occurs to us others have already intuited before. It is sufficient to read those ancient Greeks in order to discover there the first indications of Darwin’s theory of evolution (Empedocles), Dalton or Bohr’s atoms (Leucippius or Democritus), Einstein’s mass-energy equivalency (Heraclitus), modern epistemology (idem), Freud’s bicephalic psyche (Plato), Derrida or Lyotard’s poststructuralism (the Sophists), etc.

I suspect that the Italian Antonio Gramsci could have broadened the ideolexicon concept in the 1930s (perhaps he had already done so in his Quaderni del carcere, although I have not been able to find that precise moment among the more than two thousand pages of this disarticulated work). One of Gramsci’s observations with regard to Marxism was the warning of a certain autonomy of the superstructure. That is, if previously it was understood that the infrastructure (the productive, economic order) determined superstructural reality (culture in general), later it was seen that the process could not only be the inverse (Max Weber) but simultaneous or dialectical (Althusser). For me, examples of the first are slavery, modern education, feminism, etc. Humanist ideals that condemned slavery existed centuries before they would be transformed into a social precept. A Marxist explanation is immediate: only when the industry of the developed countries (England and the northern United States) found an economic problem with the slavery system was the new morality (and practice) imposed. The same with universal education: the uniformity of the children’s tunics, the rigorous compliance with schedules do nothing more than to adapt the future worker to the discipline of industry (or the army), the culture of standardization. For which reason today the universities and education in general have begun a reverse process of de-uniformization. Feminist demands are also ancient (and part of humanism), but they do not become a moral exigency until capitalist society and the industrialized communist societies needed new workers and, above all, new female wage workers.

Anyway, we can understand that, although these advances have not been obtained by an ethical conscience but by initial interests of the oppressors (like the universal vote for a people easily manipulable by the caudillo and propaganda), at any rate the road travelled “forward” is not walked backward so easily, even if those interests that made it possible were to change. Power is never absolute; it always must make concessions in order to maintain itself.

In our time, even though the use of brute force like in the times of Attila is not entirely looked down upon, it is no longer possible to lay waste to peoples and oppress other men and women without a legitimation. Much less in a global society that, though still submersed in the traditional networks of information, progressively tends to snatch from sectarian powers the narration of its own history. These legitimations of power may be farcical (they still trust in the fragile memory of obedient nations, or nations terrified by physical and moral violence), but their strength is the power of semantic manipulation to produce a determined reality: when a bomb is dropped from a plane and tens of innocents die, terms are used like “defense,” “liberation,” “collateral effects,” etc. If the same bomb is placed by an individual in a market and it kills the same quantity of innocents, that act is defined as “terrorist,” “barbaric,” “murderous,” etc. From the other side, the ideolexicons will be different: some are imperialists, other rebels or patriots.

In the 19th century, the Argentine D.F. Sarmiento defined José Artigas as “terrorist” (for others he was liberator, rebel), while the general Julio Argentino Roca became a military hero, in multiple bronze statues, because of the ethnic cleansing that his army carried out against the original owners of Patagonia (“There was no battle, it was a parade beneath the Patagonian sun and we achieved 1600 dead and another 10,000 of the rabble. It was the fate of a savage race that was already defeated,” informed the venerated general Roca).

Which is to say, an ideolexicon is a word or a combination of terms (extremist, radical, patriot, normal, democrat, good manners) that has been colonized in its semantics with a politico-ideological purpose. This colonization generally is carried out by a hegemonic culture, but its greatest particularity is rooted in the discursive manipulation of a hegemonic political power that is disputed by resistant ideologies. The qualification of “radical” or “extremist,” by possessing a negative valorization, will be an instrument of struggle: each adversary – the dominant and the marginal – will seek to associate this ideolexicon (whose valorization is not found to be in dispute) with those other ideolexicons whose valorization is unstable, like progressive, feminist, homosexual, liberal, globalization, civilization, etc.

In summary, an ideolexicon is a semantic weapon with a political (or socio-political) usage and at the same time it is the object of dispute of different groups in a society. When one of them is consolidated as a negative or positive value (ex., communism), it comes to be an instrument of colonization of other ideolexicons that are in social and historical dispute.

In its turn, each ideolexicon is composed of a positive semantic field and a negative one whose limits are defined according to the advance and retreat of the social groups in dispute (for example, justice, freedom, equality, etc.). That is, each group will seek to define what is meant and what is not meant by “justice,” “freedom,” at times using classical instruments like deduction and induction, but generally operating a kind of ontological declaration (A is B, B is not C) by way of association or interception of the semantic fields of two or more ideolexicons (racial integration=communism; equality+freedom=justice, etc.). When in the 1950s in the United States racial integration was in dispute, those who opposed this change demonstrated in the streets with placards: “race mixing is communism.” The word “communism” – like “Marxism” in Latin America – had been consolidated in its negative, demonized, values. Its meaning and valorization were not in dispute. When the soldiers of the Latin American oligarchies would murder a priest or a journalist or a unionist, whatever the case they justified themselves by adducing that the victims were Marxists, without having ever read a book by Marx and without having any more idea of what Marxism was than what they had received through strategic daily repetition.

Dr. Jorge Majfud

MLA https://www.cambridge.org/core/services/aop-cambridge-core/content/view/D0E34B148C6A54BD02295DEA1E197CE1/S0030812922000839a.pdf/the-jargon-of-liberal-democracy.pdf

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

La mayoría de las medicinas que se venden en forma de píldoras, recubren una determinada droga, químico o compuesto con una capa de color atractivo y gusto dulce. En español, la sabiduría popular usa esta particularidad para construir una metáfora: “tragarse la píldora” tiene una connotación negativa y expresa la acción de consumir una cosa con la forma o el gusto de otra. Es decir, creer o aceptar una verdad como hecho incuestionable sin ser conscientes de las verdaderas implicaciones. En la tradición literaria, este fenómeno epistemológico se entendía con la metáfora del caballo de Troya, también usado hoy en día para designar virus informáticos. Un ideoléxico puede entenderse como una pastilla que el discurso hegemónico prescribe e impone con seductora violencia. Por ejemplo, el ideoléxico libertad viene recubierto de una plétora de lugares comunes y dulcemente positivos (la libertad, como precepto universal lo es). Sin embargo, dentro de este recubrimiento dulce y brillante se esconden las verdaderas razones de las acciones: la dominación, la opresión, la violencia de los intereses sectarios, etc. El recubrimiento dulce y brillante anula la percepción se sus opuestos: el contenido amargo y opaco.

La tarea del crítico consiste en romper la envoltura, es des-cubrir, en des-velar el contenido de la píldora, del ideoléxico. Claro que esta tarea tiene resultados amargos, como el centro de la píldora. Los adictos a una droga no renunciarán a ella sólo porque alguien descubra las graves implicaciones de su confort momentáneo. De hecho, se resistirán a esta operación de exposición.

Analicemos un ideoléxico común en el discurso dominante del capitalismo tardío: la responsabilidad personal. De entrada vemos que su cobertura es del todo dulce y brillante. ¿Quién sería capaz de discutir el valor de la responsabilidad de cada individuo? Un posible cuestionamiento sería rápidamente anulado por una falsa alternativa: la irresponsabilidad. Pero podemos comenzar problematizando el nuevo falso dilema observando que el mismo adjetivo —personal— de este ideoléxico compuesto anula o anestesia otro menos común y más difícil de apreciar por los sentidos: no se menciona la posibilidad de la existencia de una “responsabilidad social”. Tampoco se habla o se acepta —en base a una alarga tradición religiosa— que puedan existir “pecados sociales”.

Vayamos más al centro de un caso concreto: la trágica matanza ocurrida en la Universidad de Virginia Tech. Quienes pusieron el dedo acusador —tímidamente, como siempre— en la cultura de las armas en Estados Unidos, fueron criticados en nombre del ideoléxico de la responsabilidad personal. “No son las armas las que matan gentes —comentó un amigo del rifle en un diario— sino la gente misma. El problema está en los individuos, no en las armas”. La píldora muestra un alto grado de obviedad, pero lleva nuevamente otros problemas: nadie cuestionó cómo podría hacer un desquiciado para matar a treinta personas con una piedra, con un palo o, incluso, con un cuchillo.

Esta lógica se expresa cubriendo una contradicción interna del discurso. Cuando se habla de drogas, se culpa a los productores, no a los consumidores. Pero cuando se habla de armas, se culpa del mal a los consumidores, no a los productores. La razón estiba, entiendo, en el lugar que ocupa el poder. En el caso de las drogas, los productores son los otros, no “nosotros”; en el caso de las armas, los consumidores son los otros; “nosotros” nos limitamos a su producción. El discurso hegemónico nunca menciona que si no existiese el consumo de drogas en los países ricos no existiría la producción que satisface la demanda; si no existiera esta calamidad en la ilegalidad tampoco existirían las mafias de narcotraficantes. O su existencia sería raquítica, en comparación a lo que es hoy. Pero como los otros (los productores de los países pobres) son los responsables individuales, “nosotros” (los productores de armas, los responsables administradores de la ley) estamos legitimados para producir más armas que los otros deberán consumir, para respaldar la ley —y para quebrantarla.

Si alguien, como el asesino de Virginia Tech compra un par de armas con más facilidad y cien veces más rápido con que uno puede comprar un auto, y comete una masacre, toda la responsabilidad radica en el desquiciado. Entonces, se llega a una trágica paradoja: una sociedad armada hasta los dientes está a la merced de los desquiciados que no saben ejercer correctamente su responsabilidad personal. Para corregir este problema, no se recurre a la responsabilidad social, combatiendo las armas y el sistema económico y moral que lo sustenta, sino vendiendo más armas a los individuos responsables, para que cada uno pueda ejercer con más fuerza su propia “responsabilidad personal”. Hasta que vuelve a aparecer alguien excepcionalmente enfermo —en una sociedad de santos los demonios son excepciones muy frecuentes— y comete otra masacre, esta vez más grande, ya que el poder de destrucción de las armas siempre se perfecciona, gracias a la alta tecnología y a la moral de los individuos responsables.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Abril 2007

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy

Most of the medicines that it is sold as pills cover a certain drug, chemic or compound with a coat that has an attractive color and a sweet taste. In Spanish, popular wisdom uses this characteristic to build a metaphor: “to swallow the pill” has a negative meaning and expresses the action of taking something with the shape or the taste of something else. That means, to believe or accept a truth as an unquestionable event without being conscious of the true implications. In literary tradition this epistemological phenomena is understood with the Troy Horse metaphor, which is also still use to name some computer viruses. An ideo-lexical may be understood as a pill prescribed and imposed by an hegemonic discourse with a seducing violence. For example, the ideo-lexical freedom is covered by a plethora of common and sweetly positive places (freedom, as a universal precept is so).

However, within this sweet and brilliant cover there are the true reasons behind the actions: domination, oppression, violence against sectarian interests, etc. The sweet and brilliant cover annuls the perception of its opposites: the sour and opaque content.

The job of the critic is to break the cover, to discover, to reveal the content of the pill, of the ideo-lexical. Of course, this job has bitter results, just like the center of the pill. Those who are addicted to a drug do not renounce to it just because someone might discover the grave implications of their momentary comfort. In fact, they will try to resist this operation of exposition.

Let us analyze a common ideo-lexical in the dominating discourse of late capitalism: personal responsibility. To start of we notice that its cover is totally sweet and brilliant. Who would be capable of arguing the value of the responsibility of each individual? A possible question would be quickly annulled by a fake alternative: irresponsibility. But we may start by taking the new fake dilemma as the problem by observing that the adjective itself-personal-of this compound ideo-lexical annuls or anesthetizes another one which is less common and harder to appreciate by the senses: the possibility of the existence of a “social responsibility” is never mentioned. It is also never mentioned or accepted-due to a long religious tradition-that there might be “social sins.”

Let us go deeper in a specific case: the tragic massacre which took place at the Virginia Tech University. Those people who—shyly, as ever—placed their accusing finger in the weapons culture from the United States, were criticized in the name of the personal responsibility ideo-lexical. “Weapons are not what kill people-commented a friend of the rifle in a newspaper-people are who kill people. The problem is the people, not the weapons.” The pill shows a high level of obviousness, but there are again some other problems: nobody questioned how some crazy man could kill thirty people with a stone, with a stick or even with a knife.

This logic is expressed by covering an internal contradiction in the discourse. When we talk about drugs, we are blaming the producers, not the consumers. But when we talk about weapons, we are blaming the consumers, not the producers. The reason is to be found, I believe, in the place where power is to be found. In the case of drugs, the producers are the others, not us; in the case of the weapons, the consumers are the other; we are only producing them. The hegemonic discourse never mentions that if there were no drug consumption in the wealthy countries there would be no production to satisfy that demand; if there was no illegality there would also never exist the mafia groups of drug dealers. Or at least, their existence would be minimal, compared to what we have today. But because the others (the producers from the poor countries) are individually responsible, we (the producers of weapons, who are responsible of administrating the law) are legitimized to produce more weapons which should be consumed by the others to back up the law-and to break it.

If someone like the Virginia Tech murder buys a couple of guns more easily and a hundred times faster than you can buy a car and commits a massacre, the responsibility is completely of the madman. We reach then a tragic paradox: a society that is armed to their teeth is entirely in the hands of the crazy people who do not know how to correctly control their personal responsibility. In order to solve this problem, they don’t turn to social responsibility, by fighting the weapons and the economic and moral system that sustains them, but they sell more weapons to the responsible individuals, so that every single one of them may be more capable of performing their own “personal responsibility.” Until somebody else who is exceptionally ill-in a society of saints, demons are very frequent exceptions-may appear again and commits another massacre, bigger this time, because the power of destruction of the weapons is getting more and more perfected, thanks to the high technology and the moral of the responsible individuals.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo

Uno de los sitios recurrentes para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos, tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales. La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.

En una cultura de analfabetos, la oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas, sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza; escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto, asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.

La cultura oral de la Edad Media comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás, también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no religioso, hace un giro inverso, reaccionario.

El siglo siguiente, el XVI, será el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión— surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.

El protestantismo, como lo dice su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: “el cristianismo no debe ser ‘lector’ sino ‘oyente’ de la Palabra, y ‘oírla’ es tanto como ‘vivirla’” (1952).

Podemos entender que la cultura de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese mediocre librito llamado Mein Kampf  (su título original era Contra la Mentira, la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.

En gran medida, podemos considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas representadas en las piedras de las catedrales.

En una sociedad donde los gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.

Nada en la historia es casual, aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos. Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito; hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que transmite y oculta valores y significados.

Una de las principales plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.

A medida que los poderes económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba. Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.

Jorge Majfud

The University of Georgia

16 de febrero de 2007

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L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident

«L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

Par Jorge Majfud *

El Correo . Paris, 2 février 2007.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

*Dr. Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

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