El ​«Marketing» de la violencia

Patrick Moore, Indiana University

Jorge Majfud Jacksonville University

​«O​ccidente, lo mejor de Occidente no va a desaparecer por aquellos lunáticos islamistas que le tienen asco a la vida propia y ajena y amor no declarado al cine de horror. No; si las virtudes de Occidente desaparecen será por acción colectiva de los propios occidentales. Será por un lento suicidio, que es la forma en que las civilizaciones siempre mueren.»

 Entrevista

 

  • Patrick Moore (PM): Queríamos que esta conversación estuviese centrada en la problemática de la violencia en sus diversas manifestaciones en nuestra sociedad. En los medios de comunicación se puede consumir imágenes de violencia de la vida real, a veces antes de que se sepan los hechos que rodean y explican dicha violencia. La violencia en la televisión, ya sea en noticieros o en programas de ficción, es rutina. Como forma de inicio, ¿podría ofrecernos algunos comentarios en general sobre este tema que parece ser central en nuestro tiempo?

Jorge Majfud (JM): Hay una gran ambigüedad de valores allí, lo cual hace de la violencia un problema aun mayor. Por ejemplo, recuerdo cuando yo era un niño de pocos años en mi país, Uruguay, y no pocas veces debí presenciar cómo los granjeros debían matar un cerdo o un cordero. Las imágenes eran de una violencia que hoy en día sería considerada obscena para un niño. Pero había una diferencia con el mundo de hoy. Aquellos trabajadores rurales tenían un código de conducta estricto: lo que hacían lo hacían por necesidad, no por diversión. Cuando cazaban, comían la presa; no se trataba de una simple diversión en nombre de algún deporte para gente sin problemas. No se trataba del espectáculo de la tortura, como lo son las corridas de toros. Para ellos, era inmoral torturar al animal antes de sacrificarlo. Cada día soy más vegetariano, pero de aquella gente aprendí que, cuando la violencia tiene un propósito claro y basado en una necesidad básica, al menos tiene un sentido moral que protege la psiquis de un niño.

Actualmente, en los medios la violencia es un entretenimiento dominante. La «moralina» o pseudomoral pública se escandaliza de una mala palabra o del seno de una mujer blanca (no es problema si el seno es de una mujer africana o de alguna otra región primitiva). El seno y la mala palabra se censuran (ahí se acabó la tan mentada libertad de expresión) pero cuando un pastor quema en publico el libro sagrado de otra gente, u otro, como Steven Anderson, realizando una lectura literal de la Biblia propone matar a todos los homosexuales para terminar con el SIDA, eso es parte de la libertad de expresión. Cuando en una película apta para niños alguien le arranca un ojo a otro o el héroe deja un tendal de muertos sin decir ninguna palabra políticamente incorrecta, eso se considera ficción inocente. Algo inocente, como si los niños fuesen indiferentes a la glorificación de la violencia.

Entiendo que la violencia es un área fundamental en la exploración estética, lo es sobre todo en el cine arte y la gran literatura. Pero cuando se convierte en objeto en sí misma, en producto calculado de mercado, en pura diversión, es como cuando el sexo o el erotismo se convierten en pornografía. Tampoco es que me voy a poner a moralizar y condenar la pornografía como si fuese Savonarola, pero cuando una sociedad solo consume esa cosificación de la existencia, entonces tenemos derecho a sospechar que algo no está funcionando.

  • PM: ¿El mundo de 2015 es más violento que el de hace treinta años? ¿En qué son diferentes?

JM: Hay diferencias, aunque no creo que el mundo sea hoy más violento. Lo que pasa es que uno vive con ansiedad su propio tiempo. Lo que la gente en Estados Unidos llama «década feliz» refiriéndose a los años cincuenta fue, en realidad, una década violenta, llena de miedos y paranoia. Pero el título se lo dan aquellos que por entonces eran niños. A principios del siglo XX la amenaza eran los católicos, luego fueron los comunistas, ahora los islamistas, y mañana serán los chinos. Quien se identifica con el «nosotros, los buenos» tiende a olvidar que también ellos cambiaron de forma radical o por lo menos dramática. En los cincuenta existía un claro estado de apartheid en Estados Unidos, aunque nunca se lo llame de esa forma, por puro pudor a ese «nosotros».

La violencia ha cambiado de color, pero más o menos sigue siendo la misma. En un libro de ensayos que publiqué el siglo pasado, anoté: «La Inquisición asesinó en nombre de Dios; la Revolución Francesa en nombre de la libertad; el marxismo-leninismo en nombre de la igualdad.  […] Pensamos que en el próximo siglo la sangre seguirá corriendo, aunque ya no necesitará de tan nobles excusas para hacerlo». Luego se volvió a matar en nombre de Dios y se continuó matando en nombre de la libertad y la democracia. Tal vez ahora las excusas ya no son tan nobles, pero siguen siendo excusas para legitimar cualquier tipo de barbarie, ya sea de lunáticos degollando inocentes para impresionar al mundo o de pulcros ejércitos desparramando bombas con mala puntería, pese a que son bombas inteligentes, con frecuencia más inteligentes que sus dueños y más valiosas que sus víctimas. Todo sazonado, por supuesto, con una refinada retórica.

  • PM: Diariamente somos espectadores de la violencia a través de los medios de comunicación. Algunos la ejercitan de forma virtual, en los videojuegos…

JM: Que a veces no se diferencian demasiado de las guerras reales…

  • PM: ¿Estamos entumecidos con respecto a nuestras reacciones a la violencia?

JM: Somos insensibles a la violencia solo cuando es ejercida contra humanos que no son tan humanos como nuestros vecinos o cuando las víctimas no representan de alguna forma a un grupo poderoso. Es como cuando alguien se escandaliza porque en China comen perros mientras prepara una barbecue en el patio de su casa. Nuestras reacciones revelan nuestra deshumanización a través de la deshumanización del otro. Cuando ocurrió el atentado terrorista en París, dejando una docena de muertos, todo el mundo se sensibilizó por semejante acto de barbarie, que lo fue sin atenuantes y lo condenamos enfáticamente. Pero veamos cómo líderes de todo el mundo, de dudosa autoridad moral, volaron a sacarse una foto rodeados de pueblo con el oportunismo magistral que los caracteriza. Casi simultáneamente, en Nigeria, otro autoproclamado vocero de Dios, Boko Haram, masacró un par de miles de personas. Pero esta violencia extrema no provocó ni la centésima parte de la reacción que provocaron los atentados en París. Porque lo que pasa en el centro del mundo es real y lo demás, realismo mágico. Nuestros muertos son verdaderos porque duelen.

Ahora veamos otro caso extremo de violencia habitual que no duele. ¿Qué acto mayor de violencia existe en este mundo que el hecho de que millones de niños mueran de hambre cuando 85 individuos poseen lo mismo que la mitad de la población del mundo y el uno por ciento de la población es dueña de la mitad de toda la riqueza del globo y, aun así, continúan invirtiendo billones de dólares para presionar a los gobiernos para que les rebajen los impuestos y así no castigar el éxito? Su propio éxito, está de más decir.

Es lo que decía al comienzo: más que la violencia en sí misma, el peligro es la trivialización de la violencia. La relación violencia/moral es fundamental en la existencia humana. Por la misma razón, la violencia moral es infinitamente más grave que la violencia física. Un boxeador se puede reponer de una paliza, pero una joven difícilmente pueda hacerlo de una violación. El mismo acto físico que practica una actriz en una película pornográfica o una prostituta en su oficio tiene resultados radicalmente opuestos en el contexto de una mujer que es obligada a hacer lo mismo contra su voluntad. En esa «diferencia semántica» radica la violencia moral, que es la mayor de las violencias que existen.

La trivialización de la violencia no solo termina por cosificar a quien la ejerce, sino que, tarde o temprano, se descarga sobre una víctima que experimenta esa humillación de forma infinitamente superior. Es lo que podemos ver en los niños víctimas de guerras y todo tipo de violencia política y económica: esos inocentes están condenados a vivir un martirio ilimitado, no solo debido a la violencia física sino a la violencia moral que trae consigo la experiencia de la impotencia y la injusticia. ¿Qué podemos esperar de ellos sino más violencia, esta vez violencia física, espectacular, visualizable y fácil de publicar en primeras planas?

  • PM: ¿Dónde se encuentra la violencia en nuestro sistema político aquí en los Estados Unidos?

JM: En muchas partes y de muchas formas: diez mil asesinados por armas de fuego cada año no es un detalle, si consideramos que en Japón los asesinados cada año por armas de fuego se cuentan con los dedos de la mano. Ese tipo de violencia es mucho peor en América Central, pero se supone que estamos hablando del país más rico y más poderoso del planeta.

Que mientras millones de estadounidenses luchan por no perder sus casas el 1 % de la población posea el 42 % de la riqueza financiera sería ya un indicio de violencia estructural. Pero si alguien considera que eso no es violencia sino consecuencia de una democracia representativa, bastaría con recordar que más de la mitad de los senadores y representantes de este país pertenecen a ese 1 % más rico del país. ¿Por qué el 99 % de la población debe ser representado en sus intereses por el 1 % más rico? La respuesta más previsible es que ese 1 % representa a los más exitosos de la población, lo cual es otra simplificación que agrega más violencia moral a la violencia económica. La lista de violencias es muy larga y no me daría el tiempo ahora para enumerar una parte infinitesimal. Claro que igual de larga es la lista en muchos otros países, pero tu pregunta se refiere a Estados Unidos.

  • PM: Con la violencia vista recientemente en Francia y con otros eventos a lo largo de los últimos quince años, la primera reacción de mucha gente en los Estados Unidos (y en Occidente en general) es culpar al Islam. Además, algunos han sugerido que si bien un musulmán cualquiera (un musulmán «típico») nunca sería capaz de tal violencia, muchos musulmanes estarán de acuerdo con algunas ideas de estos terroristas, por ejemplo, que no se debe crear imágenes artísticas de Alá o que no es mala idea castigar de alguna manera (aun hasta la pena capital) a los apóstatas ex-musulmanes. Tomando en cuenta que los críticos tal vez dirán que lo peor de la violencia de los cristianos se hizo hace siglos, ¿cómo se puede responder a estos críticos?

JM: Sí, he visto esos programas. Son programas de entretenimiento, los maestros del pueblo, la Coca y el McDonald del conocimiento y la conciencia histórica, lamentablemente. El hecho de que los musulmanes no estén de acuerdo en crear imágenes de Alá no los hace copartícipes de ningún acto barbárico. En Suiza, Miguel Servet fue quemado vivo por su discrepancia con Calvino sobre la Trinidad, una práctica muy común en la civilizada Europa de la época. Sin embargo, hoy en día los seguidores de Calvino son incontables, casi nadie es servetista, y ello no significa que toda esa gente esté de acuerdo con quemar disidentes. No hay religiones que expliquen la violencia sino culturas, grupos e individuos violentos. Durante siglos, la España dominada por gobiernos musulmanes toleró las otras religiones de una forma que no lo hizo la vencedora España de los Reyes Católicos. Desde el siglo VIII hasta el XV, la población judía se multiplicó bajo el reinado islámico, hasta que tras su derrota a mano de los cristianos fueron expulsados en masa. El cristianismo, basado en la prédica del amor, tiene una milenaria historia de persecuciones y asesinatos. El apedreamiento hasta la muerte de mujeres adúlteras está en la Biblia, no en el Corán; Jesús no abolió explícitamente esa ley, pero con una lección ejemplar la hizo inaplicable. Y Jesús es una figura sagrada para un musulmán. Por siglos las Cruzadas violaron, mataron y quemaron pueblos a su paso hacia Jerusalén. La Inquisición torturó y asesinó a miles de inocentes. Hitler protegió y utilizó el cristianismo para sus propios intereses genocidas y no pocos cristianos protegieron a los nazis en su desbandada. Durante décadas las dictaduras latinoamericanas recibieron la bendición (por acción o por omisión) de la Iglesia católica. Franco en España se sostuvo en el poder a lo largo del siglo XX apoyado por la Iglesia de la época. No hace falta recordar que en Estados Unidos los miembros del KKK no son musulmanes, sino cristianos, según su propia interpretación, como todos. O que el terrorista que mató a 168 personas en Oklahoma era un veterano de Irak que quiso vengar la matanza de los seguidores de la secta cristiana de  los davidianos en Waco, Texas. En Israel no son pocos los ultras que bendicen las bombas que dejan decenas, cuando no cientos de niños aplastados por los escombros.

Ahora, ¿es el Judaísmo o el Cristianismo violento per se? No, claro que no. Al menos no más violentos que muchas otras grandes religiones, incluida el Islam.

En Francia y en Alemania cualquiera puede ir preso por decir algo que puede considerarse peligroso. Los islamistas más radicales reaccionan cuando alguien insulta y ofende a su profeta y eso es considerado una muestra de su intolerancia; pero si alguien ofende la interpretación oficial de la historia o una mujer ofende la sensibilidad ajena descubriéndose los senos, entonces eso se castiga con la cárcel en nombre de la convivencia y las leyes.

Ahora, cuando vemos que de repente un partido de ultraderecha de Le Pen se ubica al tope de las preferencias políticas en Francia, no es necesario ser un genio para darse cuenta de a quién beneficia toda esa violencia terrorista y toda esa retórica xenófoba que le sigue. Bastaría con recordar cómo los líderes mundiales secuestraron recientemente la marcha en París en defensa de la libertad de expresión: al frente, en primera plana, salieron líderes mundiales sin estatura moral para considerarse campeones de la libertad de expresión, sino todo lo contrario. No es necesario ser un genio para darse cuenta de a quiénes benefician los lunáticos del Estado Islámico cada vez que degüella a un inocente. No beneficia a aquellos que luchamos por defender los valores occidentales de una sociedad libre y abierta, sino a aquellos que precisamente quieren revertir estos logros en beneficio propio, en beneficio de unos grupos minoritarios que siempre encuentran la forma de conseguir el apoyo de las mayorías, como bien nos muestra la historia. Son esos grupos que dicen luchar contra un enemigo al tiempo que van convirtiendo nuestras sociedades en algo muy parecido a lo que quieren instaurar esos mismos enemigos. Occidente, lo mejor de Occidente no va a desaparecer por aquellos lunáticos islamistas que le tienen asco a la vida propia y ajena y amor no declarado al cine de horror. No; si las virtudes de Occidente desaparecen será por acción colectiva de los propios occidentales. Será por un lento suicidio, que es la forma en que las civilizaciones siempre mueren.

Por otro lado no debemos olvidar que programas occidentales en marcha, como el de los drones, han matado a miles de personas, a veces familias enteras, y nunca se ha visto ningún titular escandalizado por semejante acto de barbarismo: ojos que no ven, corazones que no sienten. El terrorismo islámico es un peligro real; tan real como el peligro de que Occidente recaiga, como es su costumbre, en su propio barbarismo. ¿O el reciente holocausto alemán, los campos de concentración en muchos otros países, la desaparición forzada, el apartheid y el racismo de todo tipo, el ciego orgullo de ser especiales o elegidos por Dios para dominar el resto del mundo, las invasiones basadas en «errores de inteligencia» que luego dejan cientos de miles de muertos, todo eso y más, no son acaso prácticas bien occidentales?

Yo soy un fuerte defensor de ciertos valores occidentales, pero no de todos. Apoyo y defiendo los derechos humanos, la libertad de expresión, la libertad individual, las religiones y el laicismo, el derecho al cambio, etc. Pero me niego a sumarme a una mentalidad de fútbol según la cual una vez tomado partido por una de dos posiciones, arbitrarias y excluyentes, el pensamiento crítico deja lugar a la pasión del estadio, cuando no a la pasión del ciudadano convertido en un guerrero ciego pero útil.

  • PM: Tal vez algunas personas dirán que este mundo nos presenta unos problemas que no se pueden resolver. ¿Qué se puede hacer como individuo? O sea, ¿qué diría a sus estudiantes si le hicieran tal pregunta?

JM: Esa es una pregunta necesaria, sobre todo desde un punto de vista existencial. La respuesta de la Era Moderna era cambiarlo todo con una revolución radical. Mi lema es «piensa radical; actúa moderado». Ya expliqué por qué pienso que este es el mejor principio: como críticos, debemos cruzar todos los límites de lo políticamente correcto para acceder a la raíz de cada problema (eso significa radical); sin embargo, nunca podemos tener la certeza de que nuestros pensamientos no están equivocados en alguna parte, por lo cual cualquier acción radical podría resultar catastrófica. Por lo tanto, la acción por prueba y error, por experimentos sociales, es siempre preferible. Evolución en lugar de Revolución. Para eso necesitamos sociedades abiertas.

No obstante, tampoco podemos esperar estar en ninguna etapa histórica y social mejor de la que estamos para comenzar a cambiarnos a nosotros mismos, para vivir nuestras propias vidas y ayudar a unos pocos más. Muchas veces me abruma leer la gran prensa y ver tanta violencia en el mundo y tanta hipocresía en la narrativa de los culpables e inocentes. El diablo está en los detalles de la gran prensa mundial, que es el vocero del verdadero poder que gobierna los países: el dinero, está de más decir. Ahora, ¿qué hacer con todo eso, aparte de aportar un grano de arena a una posible concientización de lo que uno cree correcto? También es posible cambiar de perspectiva y ver que el mundo también está lleno de cosas buenas, de gente que te rodea y que te necesita. Eso también cuenta. Eso también vale.

  • PM: ¿Podría comentar sobre la violencia en sus obras de ficción? El lector entenderá que, por ejemplo, los protagonistas de Crisis experimentan la violencia por medio de sus viajes y sus condiciones de inmigrantes indocumentados. ¿Es la manifestación de la violencia en sus cuentos y novelas algo que requiere mucha reflexión de su parte, o es algo que parece fluir naturalmente debido a la índole de la historia que cuenta?

JM: La reflexión es una práctica más apropiada para el ensayo que para la ficción. En la ficción uno explora más las emociones (aunque a veces la narrativa esté contaminada de ideas), que es lo más profundo que tiene la existencia humana. En mis trabajos ensayísticos la violencia es central, precisamente porque la injusticia es su raíz. Nunca escribimos un artículo denunciando la violencia de un tigre, de un tornado o de un terremoto, al menos que haya un factor humano detrás, como es el caso del más reciente calentamiento global. Es, fundamentalmente, el factor moral el que nos mueve a escribir ensayos.

En el caso de la escritura de ficción, la exploración es mucho más amplia: está la moral, pero también la estética y la exploración de condiciones humanas que trascienden la moral, como pueden serlo los sueños, el miedo a la muerte, el amor, el odio, la esperanza, el sentimiento de culpa, etc. No obstante, al menos en mi caso, la exploración narrativa casi siempre incluye el factor de la violencia, sobre todo de la violencia moral, esa violencia que suele ser más sutil pero mucho más profunda y duradera que la violencia física. Hay un trabajo interesante sobre ese tema referido a la novela La reina de América, de Laurine Duneau, de Université d’Orléans.[1]

[1] La violencia moral en La reina de América de Jorge Majfud. Por Laurine Duneau. Université d’Orléans. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012.

Jorge Majfud es un escritor uruguayo radicado en Estados Unidos. Es profesor de español y estudios internacionales en Jacksnoville University, además de autor de novelas, cuentos y ensayos. Sus trabajos más recientes son: El pasado siempre vuelve (cuentos), Hermenéutica: Análisis crítico de once autores en su tiempo (ensayos) y Cine político latinoamericano (ensayos). Su novela más reciente es Crisis y la más conocida La reina de América. Sus ensayos se han publicados en varios periódicos y revistas del mundo hispanohablante. Ha colaborado con Noam Chomsky recientemente, en la edición y traducción de sus ensayos que se encuentran en el libro Ilusionistas.

Los superhéroes de la cultura de masas

Superman and his alter ego, Clark Kent

Superman and his alter ego, Clark Kent

 

1. Accidente y renacimiento

Como lo demostrara Joseph Cambell en The Hero With a Thousand Faces (1949), el nacimiento del héroe siempre está marcado por un hecho excepcional. En el caso de los héroes contemporáneos de la cultura popular, los héroes que nacen junto con las nuevas tecnologías en el siglo XX nacen adultos. Excepto Superman (cuya naturaleza sobrenatural estaba presente desde su nacimiento y no por casualidad su niñez se asemeja a la de Moisés y Jesús, aunque sin Dios), por lo general el héroe nace de un hombre o —excepcionalmente— de una mujer cuando éstos ya son adultos.

Este nacimiento es una forma de renacimiento producido por una muerte simbólica, concretamente, por un accidente. Pero la idea del accidente en los superhéroes es todo menos accidental. El “accidente” une y cierra la fractura tanto como en la realidad la abre. El superhéroe popular es producto de una fuerza oficial y dominante apoyada en la alta tecnología, es la expresión máxima de la ciencia y el cálculo. Las ciencias y, sobre todo, la tecnología tienen la cualidad de poder multiplicar en serie cualquier producto, desde los automóviles inventados por Henry Ford hasta las imágenes de la Gioconda y de Jesús sufriendo. Por lo tanto, es necesario un nuevo desdoblamiento. Si las armas de defensa y destrucción son el resultado de una economía que se basa en la reproducción calculada del capital (sea capitalista o comunista), si los armamentos militares son todos productos del cálculo y la reproducción, si el héroe real es honrado en “la tumba del soldado desconocido” y sus guerreros son todos anónimos y actúan en masa como un gran mecanismo impersonal, entonces el superhéroe debe ser un individuo único y sus armas deben ser únicas y nunca producto de un cálculo tecnológico que pueda hacer dos.

Por esta razón, es necesario recurrir una vez más al accidente. Incluso para las armas excepcionales de un héroe excepcional. Es necesario que se deje constancia que, por ejemplo, el escudo de Capitán América, el héroe investido de superpoderes por accidente, es producto de otro accidente: está hecho de una aleación creada por accidente y no puede ser duplicada” (“This alloy was created by accident and never duplicated”). La realidad es precisamente la contraria: no hay accidente; hay cálculo, hay desdoblamiento, hay duplicación.

En todos los héroes ficticios del siglo XX, sus vidas están divididas por un accidente. En el caso de El fugitivo (serie mundialmente famosa en los 60 y 70), ese accidente es doble: primero el asesinato de la esposa de Richard Kimble cambia su vida; segundo el accidente del tren evita que muera en manos de una “justicia ciega”.

Como el Mayflwer (la tormenta que cambia el rumbo del barco y los planes del grupo de 101 peregrinos), el destino de un individuo, de una grupo y de un pueblo están definidos por un desdoblamiento que ocurre a partir de un accidente.

En el caso de El fugitivo, la metamorfosis es la inversa que en Superman: el rostro público es el criminal (el doctor) mientras que el rostro ilegal es el rostro positivo, el rejuvenecido. Este fenómeno comienza a producirse durante la cuestionada guerra de Viet Nam.

 

2. Desdoblamiento, Dislocación y Desplazamiento

El desdoblamiento y la dislocación ya se manifiestan abiertamente en Inglaterra en Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886). El contexto es el del Imperio británico, la Revolución industrial y el positivismo científico. Pero tanto la Pax Británica, el progreso industrial como el positivismo se manifiestan en los mitos populares como el horror a lo irracional al mismo tiempo que la irracionalidad de la fuerza muscular es la fuente de la justicia contra la injusticia de la fuerza muscular (del imperio), el racionalismo y el cientificismo de la filosofía dominante en Europa.

Ya en los años de la Gran Depresión, cuando todavía no existía la criptonita y Superman no tenía ningún límite a su fuerza bruta, uno de los personajes de Superman se burlaba del héroe diciendo: “he may possess super strength but he was as easy to trick as a child (Tal vez posee superpoderes pero es tan fácil de engañar como un niño)”. Por si fuese poco, pocas veces Superman hace gala de su inteligencia. Podríamos decir que nunca: resuelve esta debilidad con más fuerza muscular. La otra debilidad de Superman es la misma Louis Lane, quien es tan hermosa y deseada como tonta, ya que cada una de sus iniciativas por cuenta propia (y con frecuencia luego de humillar o desobedecer a Clark Kent) terminan en catástrofe y en otra buena oportunidad para la aparición de Superman (claro eufemismo de “Supermacho”) a su rescate.

La creciente secularización que sigue a la Revolución inglesa y a la revolución industrial (Hobsbawm) significa una lucha contra las fuerzas conservadoras de las sociedades occidentales pero al mismo tiempo el vacío es ocupado por una naturaleza científico-tecnológica que suplanta la antigua función de las iglesias en la articulación de un discurso mítico de las mismas sociedades. Superman siempre aparece del cielo cuando la víctima lo necesita (en ocasiones la víctima implora su ayuda), lo cual es un claro sustituto de Dios, sobre todo del Dios del Antiguo Testamento que promete justicia aquí en la tierra, no en el más allá de los cristianos y musulmanes.

Todos los héroes “mítico-cómicos” o “mitómicos” poseen una doble personalidad. Este es un fenómeno que podemos encontrarlo en versionas más antiguas en Europa, como en los “fairy tales/cuentos de hadas”,  “Cinderella/La cenicienta”, “Caperucita roja”, todas las historias de sapos príncipes y una infinidad de mutaciones fantásticas que revelan el origen antiguo de esta dualidad psicológica. La personalidad secreta es agresiva, violenta e irracional. Incluso en héroes como Superman, aunque en casos como éste el héroe no es perseguido sino que colabora con el gobierno secular. Al mismo tiempo, sugiere que la violencia es la principal forma de hacer justicia. Es decir, el cosmos de estos personajes carece de cualquier dimensión metafísica o racional. Es la democracia que se autocontrola intramuros pero se expresa, como en la antigua Atenas, como un imperio muscular extramuros.

 

(continúa)

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 3.     Hibridismo

Los personajes del mundo de Walt Disney o de Hannah Barbera son tanto más reales cuanto más híbridos. Los protagonistas centrales de este mundo, como el ratón Mickey o el pato Donald son animales antropomorfos. Pero esta naturaleza central, esta hiperrealidad está rodeada y enmarcada por seres secundarios: verdaderos animales o verdaderos humanos.

En series como Tom y Jerry, los humanos aparecen casi siempre de la cintura para abajo. Aún cuando se vea sus rostros no son los rostros de dioses sino de seres incautos, casi tontos, ingenuos de la astucia o desconocedores de las tramas que los personajes híbridos de la historia verdadera están desarrollando. De igual forma, aparecen algunos animales es su estado animal. Tampoco éstos tienen un rol central ni tienen plena conciencia de lo que está ocurriendo en el centro de la trama. Casi siempre son perros (Spike, Pluto).

Aquí ocurre un nuevo desdoblamiento. En el “mundo real” —en el plano explícito— de los humanos, los perros representan la autoridad, la fiabilidad, la amistad y, sobre todo, la fidelidad. Por esta razón, al ingresar al “mundo real de la ficción” vemos que los perros generalmente asumen profesiones de guardias y de policías. No sin paradoja, estos papeles no representan la astucia sino la ingenuidad. La ley es ingenua; el delito es astuto. No obstante la “ingenuidad del guardián” permanece como un valor ético positivo.

Por su parte, los gatos, símbolos de la independencia e imprevisibilidad en el “mundo real” de los humanos, se mantiene en forma de ilegalidad. La oposición perro-gato con sus valores representados de fidelidad-infidelidad se mantiene pero el protagonismo, el cuasimonopolio simpático pertenece a los gatos y a sus perseguidos, los ratones.

Los ratones, por su parte, comparten con los gatos el centro del “mundo real de la ficción”. Son tanto más reales cuanto más híbridos. Las temporales asociaciones de ratones y perros se realizan por la astucia del ratón, no del perro, que de esa forma obtiene seguridad y protección contra la persecución del gato. Gracias a esta protección, el ratón actúa impunemente burlándose del gato.

Si volvemos al “mundo real de los humanos” en el escenario mundial, las asociaciones casi no tienen variaciones: el perro guardián, quien tiene el poder legal e incontestable son los poderes hegemónicos. Los gatos son los gobiernos o las fuerzas contrarias a ese orden del perro mientras que los ratones representan los débiles disidentes que deben valerse del engaño político para sobrevivir a la tiranía de los gatos: primer, segundo y tercer mundo en la imaginería de la Guerra Fría.

Otra vez el desdoblamiento plantea la realidad de forma inversa, ya que no es el poder —el perro— la fuerza ingenua sino quien actúa con la astucia del ratón para castigar al gato.

El perro guardián es presentado con un atributo contrario al real, la ingenuidad y la bondad, la defensa en lugar de la agresión. Por el otro lado, los instrumentos de ese poder, las segundas categorías de la jerarquía, son los depositarios de toda la maldad de una fuerza secundaria. Este modelo se ha repetido a lo largo de la historia. En la España imperial, desde la ensayística política de Quevedo (Política de Dios, 1626), la literatura de ficción de Cervantes (El Quijote, 1605), el teatro de Lope de Vega (Fuente Ovejuna, 1619) hasta las denuncias de Bartolomé de las Casas (Destrucción de las Indias, 1552) y las crónicas de Guamán Poma de Ayala (Nueva crónica y buen gobierno, 1615), lo que se consideraba el máximo poder político y moral, los reyes, nunca son puestos en tela de juicio ante un reclamo. Es más, todos los reclamos por las violaciones, las opresiones, las injusticias y las explotaciones son dirigidos a los reyes como reclamos contra los virreyes, gobernadores o correctores. La historia de la guerra de independencia de Estados Unidos no es diferente. Hasta el célebre Common Sense (1776) de Thomas Paine, todos los argumentos y probablemente todas las intenciones de los americanos alzados en rebelión contra el imperio Británico no iban dirigidos al rey George III sino a los mandos medios de la estructura jerárquica: el parlamento y sus ministros. De hecho la idea de independencia no era dominante hasta la publicación de las 46 páginas del inglés radical que nada tenía de “sentido común” para la abrumadora mayoría de los americanos de su época.

Los reyes —los perros— representaban un poder legal, legítimo y más bien ingenuo. Los mandos medios, los ministros y gobernadores, los recaudadores de impuestos, eran los verdaderos gatos.

Para el posterior análisis marxista, el rey ni siquiera era el perro que sostenía el monopolio del poder sino un instrumento más de opresión y explotación —junto con los gatos— de un sistema impersonal, el capitalismo, el verdadero perro.

 

4. Travestismo

El poder necesita ejercitar un permanente ejercicio de travestismo ya que su fuerza radica siempre en su invisibilidad. Cuando el capitalismo industrial evoluciona a un capitalismo de consumo —consumo de bienes, consumo de símbolos—, sus expresiones populares cambian. Uno de estos cambios más riesgosos, pero también más efectivos, es la colonización de la crítica tradicional que en la etapa anterior era condenada o marginada. Entonces la expresión mediática toma una voz crítica y paródica. El poder se trasviste de crítico pero enfoca su crítica a los mandos medios desplazando la atención de sí mismo.

En los años noventa Los Simpson realizan una importante variación al evitar el hibridismo animal y presentar el “mundo real de los humanos” sin el desdoblamiento esperado, por lo cual se constituye en un ejemplo de crítica desde los mismos instrumentos de difusión anteriores. En este sentido se asemejan y superan a Los Picapiedras. No obstante, al recurrir a la diversión neutralizan cualquier posible crítica convirtiendo un posible drama real en una indudable comedia fantástica. El objeto de crítica —la cultura popular, la clase media— desplaza del centro a todo un sistema político-económico-cultural —el capitalismo tardío, el capitalismo consumista— con sus rostros visibles. Simpson es el ejemplo del obrero ingenuo y decadente con una hija inteligente, eterna promesa de un futuro cambio y con un jefe capitalista explotador, a todas luces un chico malo. También el jefe, ambicioso, corrupto y millonario, es un mando medio —uno de los gatos— que concentra todo el mal del sistema que representa. El sistema, como el buen rey, se lava las manos y justifica cualquier dolor, injusticia, realidad mediocre o realidad opresiva por la existencia de malos mandos medios, por la existencia de los gatos que juegan con los ratones.

 

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Civilización y barbarie

Civilización y barbarie/nosotros y ellos

Ángel Gavinet, en Idearium español (1897), decía que “un ejército que lucha con armas de mucho alcance, con ametralladoras de tiro rápido y con cañones de grueso calibre, aunque deja el campo sembrado de cadáveres, es un ejército glorioso; y si los cadáveres son de raza negra, entonces se dice que no hay tales cadáveres. Un soldado que lucha cuerpo a cuerpo y que mata a su enemigo de un bayonetazo, empieza a parecernos brutal; un hombre vestido de paisano, que lucha y mata, nos parece un asesino. No nos fijamos en el hecho. Nos fijamos en la apariencia” (39).

La observación de aquel lejano español, entre otras cosas, nos recuerda la precariedad de la máxima que afirma que “la historia nunca se repite”. Bien, no sin cierto optimismo podemos afirmar que la historia progresa (y retrocede); pero en un plano de lectura quizás más profundo, la historia siempre se repite a sí misma en diferentes versiones. Cada momento de un pueblo, de un individuo, es un remake de otros pueblos, de otros individuos. Quizás estamos viviendo la vida de nuestros antepasados, con las mismas ilusiones y las mismas obsesiones, sin advertirlo porque creemos pertenecer a mundos totalmente diferentes, no sólo tecnológicamente mas avanzados, sino que con alguna frecuencia nos jactamos de haber superado los prejuicios y los errores de nuestros abuelos.

En un área más especifica, podemos observar una actitud psicológica y cultural que se repite de forma subyacente en la narrativa geopolítica actual. Cuando alguien perteneciente a una cultura extraña y ajena comete un acto de barbarie, normalmente se deduce que su cultura, los valores en las cuales creció ese individuo, son los principales responsables. O cuando un futbolista uruguayo en Inglaterra llama “negro” a otro futbolista en el medio de la pasión de un juego de fútbol, los comentaristas profesionales se descargan, de forma masiva, con acusaciones sobre todo un país, afirmando (y demostrando hipocresía o una profunda ignorancia, en el mejor de los casos) que “Uruguay es el país más racista del mundo”, como lo hiciera recientemente un famoso periodista y político británico.

Pero cada vez que alguien que perteneciente a la cultura noroccidental, a la elite de los civilizados, comete un acto de barbarie, como el que perpetuó la matanza en Arizona en 2011 o el neonazi que unos meses más tarde masacró a decenas de noruegos en un campamento, inmediatamente se delimitan los campos semánticos y se atribuyen todas las responsabilidades del acto a los individuos, a los que se carátula como psicópatas. Esta carátula clásica tiene el poder casi mágico de cerrar cualquier caso y poner a toda una sociedad al resguardo de una crítica indeseada, a la que se neutraliza con otros estigmas semánticos como “antipatriota”, “relativista” o, lisa y llanamente “idiota”, arma preferida de los reaccionarios que no soportan argumentos diferentes a los suyos.

La reciente actitud de los soldados norteamericanos orinando sobre combatientes muertos revela todo el desprecio, el desprecio en su límite extremo, por la dignidad de la vida y de la muerte ajena. Por supuesto, sería una locura responsabilizar a toda la cultura noroccidental de semejantes valores.

No parece locura, en cambio, cuando hablamos de la periferia salvaje, bárbara, sin valores humanos, habitada por masas sin nombre, por locos que se hacen matar sin una buena razón, por analfabetos que hablan una lengua defectuosa, por pueblos que no alcanzan a entender lo que es la verdadera libertad, la verdadera democracia y los verdaderos Derechos Humanos, a pesar de todos los esfuerzos que hemos hecho por enseñarles. Entonces, los repudiables actos de barbarie de otros pueblos diferentes a nuestra civilización noroccidental no se limitan a los individuos y los grupos que lo cometieron, sino a toda su cultura y a toda su religión defectuosa. Lo que de paso, justifica más violencia y confrontaciones contra los futuros invasores.

Afortunadamente, tanto en noroccidente como en suroccidente y en el resto de las civilizaciones todavía vivas, esta percepción del mundo, que apoya y justifica otros crímenes de odio, no es unánime. Quizás ni siquiera sea una pandemia, pero esta muy próxima a ser una epidemia si no se actúa con urgencia. Por ahora, uno de los remedios que en ocasiones tiene algún efecto preventivo, es la crítica radical.

Cada vez que alguien dice que un idioma tiene reglas y excepciones, asume que las excepciones no tienen regla. Los lingüistas saben que hasta los fenómenos más absurdos e irregulares funcionan según reglas, aunque sean reglas más complejas o más difíciles de comprender. Lo mismo pasa con la cultura general. Uno no puede ser responsable por lo que hacen los demás; uno no puede ser responsable por un crimen o una violación que cometió alguien en nuestra ciudad. Pero creer que con la identificación y el castigo del criminal se sanea una cultura en una determinada sociedad que experimenta la violencia en un determinado grado de regularidad, es perpetuar el problema, es negar, por un acto de cobardía moral o intelectual, que la cultura a la que pertenecemos tiene algo que ver con ese o aquel crimen que nos horroriza. Esta cobardía, esa carencia de crítica (hipo-crítica) es parte de la enfermedad cultural desde el momento en que la permite o, por lo menos, se niega a enfrentarla.

Éste es el caso, sólo como ejemplo, de los soldados norteamericanos orinando sobre los cadáveres de combatientes enemigos en Afganistán.

Jorge Majfud

majfud.org

Jacksonville University.

Critica (Chile)

Milenio (Mexico)

 

Pi i Margall y la voluntad de síntesis del krausismo

Drawing of Francisco Pi y Margall, Spanish sta...

Image via Wikipedia

Pi i Margall y la voluntad de síntesis del krausismo

ÍNDICE:

INTRODUCCIóN

LA GENERACIóN EN DISPUTA

RAZóN, CONCIENCIA Y LIBERTAD

LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

LA FATALIDAD DE LA HISTORIA Y LA VIOLENCIA DE SU NEGACIóN

EL CUESTIONAMIENTO DE LA TRADICIóN

EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD

EL PROGRESO DE LA HISTORIA Y LOS CAMBIOS DE PARADIGMAS

FUNDAMENTO COSMOLóGICO: EL PANTEíSMO

BIBLIOGRAFíA

CONCLUSIONES

“Es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales”

Nicolás Salmerón, Obras de don Nicolás Salmerón, 1881.

“Caudillo de España por la gracia de Dios”

Leyenda en las monedas con la imagen de Francisco Franco, 1957.

1. INTRODUCCIóN

De la misma forma que las ideas de Karl Christian Krause —progresión de la historia, surgimiento del pueblo, sentido “metafísico” del destino humano, etc.— están en consonancia con las ideas emergentes a mediados del siglo XVIII, de igual forma el krausismo español también es el resultado de esta tradición filosófica y de un contexto social concreto. Esto último implica un siglo de inestabilidad, de reclamos y de reacciones, de una lucha entre monárquicos y republicanos, entre católicos y liberales, entre conservadores y revolucionarios. Un libro resume este estado de la sociedad, aunque desde una perspectiva radical: La reacción y la revolución, de Francisco Pi i Margall. Publicado en 1854, en medio de las convulsiones políticas que describe y anuncia, tendrá su antítesis teórica casi ochenta años más tarde, en La rebelión de las masa (1930) escrito por otro liberal. La reacción y la revolución resume la actitud cultural e ideológica de la Modernidad, radicalmente rechazada por Ortega y Gasset. Para Pi, la revolución no es el elemento generador de la violencia; es la expresión natural de la dinámica de la historia en progreso. Su tesis central es muy simple: “la revolución es la paz y la reacción la guerra”. La cual no sólo refleja una idea sino una actitud, del todo moderna: la provocativa resemantización —ética e ideológica— de las palabras, sobre todo de aquellas que se han instaurado como mitos sociales por una tradición que se pretende cuestionar.

Si recurrimos a la fórmula más célebre de la historia de la filosofía surgida, precisamente, de la pluma de Hegel, podemos identificar aquí a la monarquía y a los conservadores españoles con (x) la tesis a la cual revolucionarios liberales como Pi i Margall se opondrán invirtiendo los significados de “revolución” y “reacción”: (y) laantítesis. Situados en este contexto, podemos ver al movimiento krausista no tanto como una corriente “revolucionaria” sino todo lo contrario: el krausismo español representó la voluntad de (z) síntesis, no sólo como propuesta teórica, sino también como necesidad práctica, es decir, política: la (S) reforma antes que la (At) revolucióny después de la (T) reacción.

En el presente ensayo, procuraremos, por un lado, (I) verificar esta fórmula sintética (T + At = S) a través del análisis de las síntesis propias de cada uno de los términos (T, At y S) en un orden cronológico concreto. Es decir, no partiremos delanálisis inductivo sino, a la inversa, de la síntesis —de la hipótesis— para identificar las partes. Por el otro, (II) veremos dos lecturas opuestas: una, predominantemente fatalista y con ambas cuotas de materialismo e idealismo, en el caso de Pi i Margall; la otra que toma los elementos supraestructurales (culturales y metafísicos) como punto de partida de la dinámica social e histórica, en el caso del krausismo.

2. LA GENERACIóN EN DISPUTA

Casi todos los intelectuales españoles en el siglo XIX —si no todos— entendían que la inexistencia de un pensamiento maduro en su país justificaba la importación de un pensamiento “europeo” o, por lo menos, de ideas y modelos que se imponían en Francia y Alemania o la vuelta radical a una tradición idealizada. Sanz del Rio entendía que en España no había pensamiento y uno de sus detractores, Menéndez Pelayo, sólo coincidía en la descalificación: “en España hemos sido krausistas por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza intelectual de Sanz del Rio”. Para Menéndez Pelayo, Sanz del Rio no era más que un charlatán, pero el resto de la sociedad no era mejor: “Sólo aquí —se lamentaba— donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos”. “En estudiar nadie pensaba… La enseñanza era pura farsa, un convenio tácito entre maestros y discípulos, fundado en la mutua ignorancia […] Olvidadas las ciencias experimentales, aprendíase física sin ver una máquina”. De algo parecido se quejaba Pi i Margall, al tiempo que se justificaba por el uso de un lenguaje con excesos de exabruptos: “Pero me extralimito sin sentirlo. El triste estado de la ciencia en España me obliga, tanto como la ignorancia de muchos revolucionarios, a usar este lenguaje […] No hay entre nosotros escuela, no hay crítica, no hay lucha”. En su libro La reacción y la revolución (1854) se propuso “despertar […] una nueva creencia, y más aún que una creencia, una actividad filosófica de que por desgracia carecemos en España”. Antonio Heredia Soriano, en El krausismo español (1975) hace su propia colección de expresiones de malestar sobre el estado del pensamiento y la cultura en España en esta época: Juan Valera, M. J. Narganes, Donoso Cortés, Balmes, López de Uribe, Borrego, Gil de Zárate, Francisco de Paula Canalejas, Manuel de la Revilla, Menéndez Pelayo, cada uno desde su perspectiva ideológica particular coincidía en el mismo pesimismo. Según Heredia, la crisis de 1833 —desencadenada por la muerte de Fernando VII— sólo deja paso a dos novedades: la democracia y el krausismo. La primera promovida por la izquierda como una idea del todo revolucionaria y vulgar a los ojos de sectores conservadores; la segunda como “versión original del nuevo cristianismo ilustrado”. Guillermo Fraile, en Historia de la filosofía española desde la Ilustración (Madrid, 1972) coincide con esta percepción y hace su propia lista de “decepcionados”, incluyendo a Pi i Margall, a Juan Valera, María Fabié, Laureano Figuerola, Francisco de Paula Canalejas, etc.

No podemos decir que Francisco Pi i Margall fuera un autor original, porque, como casi todos, estaba precedido por las novedades políticas e intelectuales que habían tenido lugar en el resto de Europa unas décadas antes. Aunque por entonces Hegel comenzaba a ser cuestionado y sus fervientes seguidores ya no eran fervientes, Pi i Margall sostuvo un principio básico de su dialéctica histórica: “¿Concebios algo? Vemos primero su tesis, su lado positivo; más tarde su antítesis, su lado negativo, y sólo después de otro tiempo dado su síntesis; síntesis que da a su vez lugar  a otra afirmación y a otra negación; et sic de cœteris”. La misma dialéctica de inversión vuelve a usar para contestar a sus adversarios, con geométrica claridad: “Nuestro pueblo, es cierto, se ha insurreccionado cien veces en lo que va del siglo; mas se ha insurreccionado, examinadlo bien, por falta de libertad, no por la libertad de que ha gozado” Y poco más adelante concluye: “El pueblo cuanto más rudo es menos libre […] pero observad, en cambio, que la libertad, proclamada por la revolución, tiende principalmente a contrarrestar los efectos de la rudeza en ese mismo pueblo”. Esta observación lleva implícita la idea de la libertad como condición necesaria para una reformulación de la educación social; el krausismo insistirá en un proceso inverso: la educación precede al cambio, a la superación y, por ende, precede a la libertad. En este sentido, si el pensamiento de Pi era materialista —en el sentido marxista de la palabra—, el pensamiento krausista procedía de forma inversa.

Muchas de las ideas de Pi i Margall coinciden en temas, en forma y en formulaciones con aquellas que caracterizaron el pensamiento krausista en España.La reacción y la revolución, de 1854, contiene ya gran parte de las ideas políticas, sociales y teológicas que formularía Sanz del Rio en Cuestión de la filosofía novísima(1856), Discurso pronunciado en la Universidad Central (1857) y en Ideal de la Humanidad para la vida (1860). No obstante, no encontramos pruebas contundentes para sugerir siquiera que Sanz del Rio había leído con interés La reacción y la revolución. Por el contrario, un silencio casi hermético —y por ello significativo— cubre el nombre de Pi i Margall en los escritos de Sanz del Rio, hecho que no deja de ser desconcertante cuando el destino juntó a Pi y Salmerón en el fracaso de la I República, cuando escritores fuertemente influenciados por el krausismo, como Pérez Galdós, se refirieron a Pi como político y como filósofo. Pío Baroja comparó a Pi i Margall con uno de los más conocidos krausistas, lo que revela una coincidencia de contextos e ideales: “Pi i Margall no se parecía en nada a Salmerón. No era como éste, retórico y palabrero”. Pero esta escasez de referencias directas sólo confirma la idea de Ortega y Gasset sobre las generaciones, según la cual en un mismo espacio y en un mismo tiempo vital, una generación comparte creencias, ideas y esperanzas que permean cada uno de sus individuos. El propio Pi i Margall lo había dicho mucho antes con diferentes palabras: “hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre”.

Sin embargo, krausistas, revolucionarios y liberales comparten un origen en común: el pensamiento alemán de principios del siglo XIX. Al igual que Sanz del Rio, Pi i Margall se enfrentó con la aparente paradoja de (a) la historia como un proceso progresivo e inevitable y (b) la libertad humana como consecuencia de su razón. Con este propósito, dedicará el subtítulo: “Teoría de la libertad y la fatalidad, explicada por la historia general y la contemporánea española”. Al igual que los krausistas que le seguirán a La reacción y la revolución,  las preocupaciones teológicas también lo ocuparon, como fundamento insoslayable de sus convicciones sobre la historia y la humanidad: el panteísmo —panenteísmo en Sanz del Rio, una reformulación más compleja de la primera—, como respuesta al dogma católico que había perdido su destino histórico de universalidad para identificarse con un dogma estático y nacionalista.

La actitud dialéctica del joven Pi i Margall —en 1854 tenía treinta años— se parecerá mucho al “antimoralismo” que practicará Nietzsche años después: la voluntad de una antítesis radical. “Tomo la pluma para demostrar —dice, y lo repetirá varias veces a lo largo de su primer libro—  que la revolución es la paz y la reacción la guerra”. Si sus argumentos no son lógicos para probar su antítesis, al menos resultan suficientes o convincentes para inquietar la tesis conservadora, instalada en la sociedad y en la historia española. Como ejemplo puntual, se refiere a su momento, entendiendo que los conflictos entre sindicatos y patrones que se les hecha en culpa a la revolución no pueden ser resueltos por la reacción.

Su tesis fundamental está basada en el principio de “progreso histórico”. Si el progreso y la evolución de las sociedades humanas, de la historia, de la especie en sí misma es inevitable, pretender detenerla implica necesariamente violencia. Por lo tanto, con violencia debe superar el obstáculo: es la revolución necesaria, la revolución permanente. Este concepto de revolución es propio de la modernidad, pero será sustituido por los krausistas por la reforma, permanente y progresiva. De esta forma, se sintetizan las ideas de “progreso necesario” y de “instinto de conservación” —por entonces en dramático conflicto— en el concepto krausista dearmonía, como medio y como fin. Al tomarse este precepto de “armonía” como constitucional del pensamiento krausista, se deberá llevarlo a los mismos ámbitos de discusión que ya había recorrido el mismo Pi i Margall: a la política, a la historia y a la metafísica —o religión, como problemática abarcadora de todas las demás.

3. RAZóN, CONCIENCIA Y LIBERTAD

Esta preocupación por la “dinámica natural” de la historia —que equivale a decir, por  “lo inevitable”, o por la “fatalidad”—, como ya dijimos, había encontrado en Pi i Margall y en los liberales de su tiempo una salida en la revolución necesaria. “La libertad —escribió—, permítaseme la expresión, es la verdadera válvula del vapor revolucionario”. Mucho antes había advertido:

[No cortaremos el paso al progreso de la historia] cuando, adquirida ya por nuestra razón la completa conciencia de sus propias leyes [y] verificada la grande ecuación entre la libertad individual y la fatalidad de las cosas sociales, la humanidad puede dirigirse sin vacilar al cumplimiento de su objetivo.

Julián Sanz del Rio parece haber estado de acuerdo con esta idea, cuando en los mismos tiempos de la revolución de 1854 escribió, en su diario personal: “¡Oh, julio de 1854! Has de ser una Restauración liberal pura para liberarte de tus excesos”.

Una vez establecida la libertad como paradigma —como motor del proceso dialéctico de la historia y como objetivo de la humanidad en sí misma—, las consecuencias políticas son inevitables: “Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego”. Y más adelante: “Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica”.

Ahora, este concepto nos lleva a un problema clásico que no fue resuelto en la larga historia de ideologías activistas del siglo XX, ni por su pensamiento filosófico: ¿de qué tipo de libertad estamos hablando? En primer lugar, de la libertad individual. Bien. No obstante, la persecución de esta libertad implicaba un “desequilibrio” social. Es decir, no es suficiente establecer que la libertad —el derecho— de uno termina donde comienza la libertad del otro, porque esto no sólo es tautológico sino que no define dónde está marcado ese límite. De hecho, esas fronteras suelen ser arbitrarias y dependen del poder de cada uno para extender o contraer el área de su propia libertad. Si esta libertad no está basada únicamente en el derecho que establece la igualdad de todo individuo ante la ley sino que, además —y quizás sobre todo— está basada en otro derecho, el de la propiedad, rápidamente tenderemos una desigualdad de “libertades”. ¿Es igualmente libre el que ordena que el que obedece? ¿Es igualmente libre el que vende su mano de obra que aquel que puede comprarla? ¿Es igualmente libre el que debe que el acreedor? Etcétera.

Esta contradicción se prendió resolver con otra contradicción, no menos paradójica. Durante casi todo el siglo XX, muchos intelectuales —Jean-Paul Sartre, por citar uno— creyeron afirmar la libertad individual, de una forma radical, proponiendo un Estado omnipresente que pusiera a salvo a la sociedad de relaciones feudales de poder, basadas en el siglo XX ya no en la posesión de la tierra sino en la posesión del capital, de los medios de producción (materiales) y de reproducción (ideológicos). Cien años antes Pi i Margall entendía lo contrario, aunque no contestaba a los críticos revolucionarios y progresistas sino a sus opuestos, los conservadores: “Se espera generalmente mucho de gobiernos fuertes; se debe esperar muy poco. […] Todo poder, he dicho, es tiranía y toda tiranía engendra pobreza”.

Claro que las prácticas y experimentos radicales de algunos absolutismos del siglo XX nacieron en el siglo anterior, en el siglo de las utopías. A este efecto, Pi i Margall pone como ejemplo la instauración del modelo comunista de Owens en Inglaterra, sin que esto hubiese provocado la insurrección armada. Y, de forma casi indistinta, otro experimento racialmente diferente:

Fijad ahora la vista, siquiera por un momento, en esa gran república [Estados Unidos]. Es hoy el asilo de todos los proscriptos. Cada religión levanta allí su templo […] el furierista en el falansterio, el comunista en el seno de Icaria. Nada se rechaza por utópico […] Sólo la libertad corrige allí la libertad, y ved con todo ¡qué orden! ¿qué progreso! En setenta años ha pasado aquella gran nación de tributaria a vencedora.

Este entusiasmo, claro, no deja de tener el perfil de los mismo utópicos que le precedieron. La presunción de “derechos preexistentes”, como los “derechos naturales” son, sin duda, un avance histórico. Necesarios pero no suficientes. La contradicción, el conflicto entre libertad individual y el poder social que lo limita y a veces lo restringe hasta obstruirlo —el poder del Estado o del capital— no se resuelven con la sola declaración. Pero se hace consciente al debate al formularlo de manera explícita:

¿Cómo puede ser pues el capital base y motivos de derechos que son inherentes a la calidad del hombre, que nacen en el hombre mismo? Todo hombre que tiene uso de razón es, por ser tal elector y elegible […] Puede pensar libremente, escribir libremente, enseñar libremente, hablar libremente de lo humano y lo divino, reunirse libremente […]

4. LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

El fin del último reinado absolutista de Fernando VII significó también el fin de una era. No obstante, la inercia cultural retardaba la aceptación de las nuevas ideas que hacían de otros países europeos sociedades más dinámicas y económicamente más desarrolladas. No hubo, por lo tanto, lugar a una evolución más fluida en la sociedad española de mediados de siglo, sino una lucha y tensión entre una estructura tradicionalista —y reaccionaria— y otra nueva que comenzaba a ser consciente de sus posibilidades y derechos. Pi i Margall, en 1854, resumió su momento histórico de esta forma: “Cincuenta años atrás —dicen— no existía entre nosotros esta peste abominable [de los partidos políticos]; a la voz de Dios doblaban todos los españoles la rodilla, a la del rey ceñían o desceñían sus espaldas. […] La libertad nos ha traído la discordia”. La opción revolucionaria era, por lo tanto, combatir el poder —aquí de una forma casi abstracta—: “Dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo”. Pero el poder debía ser atomizado no sólo como estrategia para su derrota, sino porque el nuevo depositario del poder era, ahora, lo que sería en el futuro uno de los problemas más difíciles de resolver: la libertad del pueblo y del individuo. “En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu”. La idea de Humanidad y, por lo tanto, de Universalidad, cala fuerte en pensadores como Pi i Margall, por un lado, y de los krausistas por el otro. Uno verá esta reinvención francesa del cristianismo primitivo (humanidad, fraternidad, universalidad) desde un punto de vista político; los otros desde una perspectiva religiosa, casi mística, aunque sin desdeñar el compromiso social sino todo lo contrario: como para los teólogos de la liberación, cien años después, la humanidad, la sociedad, es un elemento inseparable de la salvación del individuo. La virtud dejará de ser el enclaustramiento para convertirse en la acción social, en la conciencia del individuo en la sociedad y ésta en la humanidad. Pero esta unidad en la humanidad es, al mismo tiempo, el reconocimiento y el respeto a la individualidad. El humanismo y el universalismo terminan en los derechos del hombre —y, consecuentemente, más tarde en los “derechos de la mujer”—, en el reconocimiento de la igualdad de los hombres. De igual forma, nacerá la búsqueda de la identidad nacional y regional, por lo cual podemos entender el universalismo humanista (internacionalismo) y el regionalismo (nacionalismo) como dos partes de un mismo proceso, tal como lo es el colectivismo y el individualismo, aparentemente incompatibles. Ya no serán problemas matrimoniales de reyes desconocidos, los depositarios de la voluntad de Dios, sino que la identidad del pueblo recaerá en su propia cultura. Los pueblos, los países —como los nuevos individuos— reclamarán de forma creciente ser considerados en un mismo nivel de igualdad, en su misma diversidad, y esto conducirá a los conflictos por las autonomías. “Continuad empeñándoos en sujetarlas todas [las provincias de España] a un solo tipo, y dejáis en pié otro motivo de discordia. Aumentáis el antagonismo queriendo disminuirlo. Comprimís el ingenio del vuelo nacional, cuyas manifestaciones son tanto más provechosas cuánto más diversas”. Y de forma más explícita aún:

La revolución salva también estos escollos. Ama la unidad y hasta aspira a ver realizada la de la gran familia humana; mas quiere la unidad en la variedad, rechaza esa uniformidad absurda, por la que tanto reclaman los que piden la abolición de los fueros vascongados. […] Nuestra especie es una y mil las razas a que pertenecemos; una la verdad y la belleza, y mil las formas bajo que se presentan a la inteligencia y a los sentidos.

Consecuentemente, la autonomía de las regiones en España encontraba un equivalente en América en sus independencias. Al mismo tiempo que en esta independencia de naciones había una ganancia para las partes que debían unirse en un orden mayor. Pi i Margall propone alianzas con las colonias de España e incluso con Portugal (en un sistema de república federal) Advierte que los norteamericanos amenazan a la Antillas y propone convertirlas en provincias en lugar de colonias. “[Las Antillas] hoy gime bajo el arbitrario poder de codiciosos generales, y mañana viviría bajo sus propias leyes; hoy es esclava y mañana sería libre. ¿Favorecería mañana, como hoy, los intentos de la república de Washington? ¿Nos expondría como hoy a una guerra en que, a no contar con el apoyo de otras naciones, tenemos todas las posibilidades de salir vencidos?”.

Esta unidad [la de los imperios] ha concentrado casi siempre la vida en la metrópolis, ha absorbido la de las colonias, las ha muerto. Ha apagado mil focos de actividad, ha destruido mil elementos de progreso. No ha dado al vencedor ni súbitos ni aliados; no le ha dado sino esclavos, que al verle en peligro han trabajado para hundirle más pronto en el sepulcro. Ha empobrecido y degenerado a las comarcas subyugadas, ha asesinado a la nación dominadora con las mismas riquezas arrebatadas por los soldados y los sátrapas.

Incluso, Pi i Margall va más allá de lo que se podía esperar en una España marcada por la Reconquista: elogia la diversidad en tiempos de la presencia árabe en España, cuando “las más tenían convertidas su corte en morada de las ciencias y la poesía; en todas o casi en todas se desenvolvían las artes y el comercio, las instituciones políticas, la instrucción, las leyes. El genio peninsular se desarrollaba a la sazón en todo y en todas partes”.

De la tradición francesa los progresistas y liberales españoles toman las ideas; de los países anglosajones el ejemplo. La Inglaterra, la Bélgica y “la república de Washington” se erigen como los nuevos paradigmas de la libertad. Pi se quejaba de esa falta de libertad en España desde muchos puntos de vista, como por ejemplo el religioso: “Sucede poco más o menos con nuestro monarquismo lo que con nuestras creencias religiosas. No ha habido en la cámara un solo hombre que haya tenido el suficiente valor para decir: ‘No soy católico, soy protestante o judío o musulmán o ateo’”. Pero la concepción de “unidad” en los tradicionalistas no era la misma que la de los progresistas:

La unidad religiosa, han dicho todos, ¿cómo no hemos de quererla? Que la España es toda esencialmente católica ¿quién lo niega? ¡Miserables! Da vergüenza vivir en un país donde en el siglo XIX no hay aún valor para decir lo que todos los ojos ven y todos los oídos oyen. La voz de los obispos les intimida a esos hombres que se atreven a llamarse revolucionarios.

También Sanz del Rio, en El Ideal de la vida para la humanidad participa de la idea universalista de la humanidad que trasciende los límites nacionales:

las particulares y antipáticas nacionalidades, los pueblos y las Uniones de los pueblos, separados unos de otros con límite históricos y geográficos, reconozcan entonces en esta su limitación la tendencia progresiva de la humanidad a abrazar más y más en sí su personas interiores, venciendo con laboriosos ensayos un límite tras de otro”.

En este punto Sanz del Rio coincide con Pi i Margall: “En la esfera política [es posible que] en los estados existentes en Europa pueda venir en un tiempo, y mediante los mismos, una unión superior política, p. ej., un Estado y reino europeo, en que los estados nacionales sean, aunque libres en su esfera, particulares y subordinados, no definitivos, absolutos, como lo son hoy”. Y de ahí a una unión mayor, probablemente mundial. Pero el mismo Sanz da un indicio de que esta idea ya estaba en circulación en su época: “se cree que estos Estados mayores políticos anularían la soberanía interior de los pueblos y Estados, hoy absolutos […]”. Al fin y al cabo, por un lado estaban los ejemplos de los reyes (que procedían de un país y gobernaban en otros) y, por el otro, existía el ejemplo norteamericano.

5. LA FATALIDAD DE LA HISTORIA Y LA VIOLENCIA DE SU NEGACIóN

Pi i Margall reconoce que la revolución ha acabado con la paz de las generaciones anteriores. Pero, por otra parte, es un proceso inevitable. La historia posee su propio mecanismo, su propio proyecto más allá de los individuos y de los grupos sociales. “La revolución no la hemos ido a buscar; nos la han traído los sucesos, y nos la han traído porque era necesaria”. Y más adelante, formula la misma idea con otras palabras: “Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas”.

¿Por qué pues, repito, condenáis la revolución, si esta revolución es necesaria, es decir, nos viene impuesta por la fatalidad social de nuestra misma especie? ¿Por qué acusáis a la revolución de habernos traído la desunión y las luchas de partido, si estas no son sino el resultado de nuestra libertad mal dirigida?

¿Por qué España podía prolongar su reacción? Por su propio atraso que evitaba condiciones de violencia inmediatas. El joven Pi i Margall, inmerso en las convulsiones de su propio tiempo, era consciente de una tesis que será sostenida a finales del siglo XX:

Conviene, por otra parte, observar que nuestra situación no es aún desesperada como la de Inglaterra y Francia. El pauperismo existe entre nosotros; las causas que lo producen obran aquí como en aquellos países; mas, gracias a nuestro mismo atraso y a lo poco extendida que está la industria manufacturera, la miseria no ha invadido sino un corto número de clases […] La decreciente progresión de los salarios dista mucho de haber llegado a término funesto; las perturbaciones debidas a los adelantos de las máquinas no son continuas ni aún frecuentes.

Lo cual, unida esta idea a las anteriores, produce la siguiente síntesis: “La guerra social en este país, ya que no es evitable, es aplazable”.

La diferencia teórica e ideológica entre los krausistas y los progresistas como Pi, estaba en que este último sólo veía a las revoluciones como parte del mecanismo de “ajuste” de la fatalidad de la historia; los krauisitas, en cambio, concebían laprogresión de este cambio, lo cual era afirmado por su concepto central de “armonía”. Esto, llevado de un plano teológico y místico a un plano social, simplemente significa eludir la fatalidad de las crisis —presupuesto marxista— como estado normal de las sociedades (capitalistas) en evolución. Sin embargo, Pi no hace un análisis propio del cásico materialismo dialéctico, aunque no deja de considerar que un orden social (como la misma libertad del pueblo) tienen como consecuencia un orden cultural (su mayor educación, etc.) Por el contrario, el idealismo alemán se deja ver por varias aristas de su discurso: el motor de esos cambios sociales procede de una fatalidad, de un espíritu de la historia, de su propia “naturaleza”. Luego de producido estos cambios socioeconómicos, sí, seguirán los cambios en la conciencia social, en su cultura, en sus leyes, etc. El krausismo, por el contrario veía una dinámica inversa, más propia de aquella que retomará Ortega y Gaset en el mediodía de su producción filosófica: es la cultura —la filosofía, la educación, la religión—  la que define un orden social concreto. Ambos comparten, en cambio, la idea de progreso y la necesidad de impulsarlo, antes que reaccionar contra éste.

Si diferentes son los diagnósticos, diferentes serán los pronósticos y las prescripciones. Nicolás Salmerón, un cuarto de siglo más tarde, pasada la experiencia de la I República, dirá que “es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales”. Pero para evitar volver a caer nuevamente en “esa triste serie de reacciones y de revoluciones que son el patrimonio casi exclusivo de las razas latinas, obligados estáis a preparar la evolución económica y social que debe constituir el fondo de las instituciones democráticas, de la organización republicana”. Lo cual nos pone en perspectiva las ideas de su colega Pi i Margall —La reacción y la revolución como antítesis— y la pretendida síntesis formulada y expuesta por el krausismo: evolución sin revolución; reforma sin reacción. Así, leeremos en los escritos de Sanz del Rio frecuentes expresiones como “transformación gradual de las instituciones públicas”; “movimiento naturalprogresivo de la inteligencia”; “la noble y progresiva moral”; “educación libre, gradual,progresiva de la sociedad”, “la marcha progresiva de las sociedades humanas”, etc. El siguiente párrafo no deja dudas:

Así, aunque sus convicciones [las del hombre político ejemplar] puedan no concertar con la legislación dominante, no le niega la obediencia práctica; sus particulares ideas, sus planes de reforma social, política o administrativa procura manifestarlos y realizarlos por medios legítimos y conformes a la constitución y a las circunstancias históricas, cooperando desde su lugar por medios pacíficos para el cumplimiento de todo derecho y progreso en su pueblo.

6. EL CUESTIONAMIENTO DE LA TRADICIóN

Citando a Seco, en Gaceta oficial Carlista, de 1836, Casimiro Martí recuerda una percepción común para la época que hoy nos parece fantástica:

Desde que la revolución, para poner en movimiento las masas populares y hacerlas el fatal instrumento de sus designios, afectó destruir la sencilla y virtuosa ignorancia de las gentes, ignorancia saludable que les hiciera vivir contentas sin ambicionar destinos de superior jerarquía, desencadenándose cierto género de pasiones que hasta entonces tenía subyugadas […] ¡Cuánto más conveniente hubiera sido continuar bajo el pretendido oscurantismo y dejarse el pueblo conducir por la voluntad de los reyes!

No obstante, Joaquín Francisco Pacheco decía que la mitad del electorado sería para los carlistas si existiese el voto universal. Lo cual nos sugiere que el autoritarismo que caía sobre el pueblo no se debía tanto a la violencia estatal sino a una ideología social.

No habían sido puestos en duda ni la naturaleza de Dios ni la legitimidad de los reyes. La aristocracia, el clero, la plebe se reunían todavía bajo una misma bóveda para legislar sobre los intereses de los pueblos […] Los más ardientes revolucionarios no aspiraban, como los demócratas de hoy, a las libertades absolutas; los proletarios no exigían, como los de hoy, las reformas de las leyes sociales para ver aliviados sus padecimientos.

Mª Victoria Alberola Fioravanti, en La revolución de 1869 y la prensa Francesa, observa —al igual que Ortega y Gasset— que el siglo XIX es el siglo de la “opinión pública”. Los individuos se hicieron consciente de su emancipación, de las posibilidades de un pensamiento propio y, sobre todo, de sus derechos y deberes sobre la participación de la vida pública. Las “masas” descubren que pueden influir y determinar su propio destino.

¿Qué traía consigo la realización de esa nueva idea [de la revolución]? Traía consigo nada menos que la negación del derecho divino de los reyes, la entronización del principio de soberanía de los pueblos […] la decadencia del principio de autoridad, la intervención completa de los poderes públicos.

Pi i Margall promueve una conciencia diferente a la construida por la tradición eclesiástica, monárquica y feudal: “El pueblo no debe agradecer nada a nadie. El pueblo se lo merece todo a sí mismo”. Por su parte, Sanz del Rio advierte sobre la inmovilidad del dogma (religioso): la religión no debe estar “impuesta por estatutos históricos”; por el contrario, debe “poder ser examinada, rectificada, mejorada”Aquí hay un progresismo antidogmático, aunque no es más racional que declarativo. Cien años después, no obstante, circulaban en España monedas con la imagen del general Francisco Franco y una leyenda faraónica que lo coronaba: “Caudillo de España por la gracia de Dios”.

7. EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD

Como anotamos antes, una de los problemas más graves de la Modernidad ha sido la conciliación entre (1) la nueva reivindicación de la libertad individual, de los derechos del hombre, por un lado, y (2) la aparente necesidad de un Estado omnipresente que pudiera garantizar esas libertades, es decir, que pudiera evitar un regreso a un orden feudal, por el otro. Esta paradoja nunca fue resuelta —hoy en día está vigente—, pero en el siglo XIX liberales, anarquistas y socialistas aún mantienen intactas sus esperanzas de realizar la “liberación del pueblo”. Pi i Margall entiende que “hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre”. Lo cual, formulado como un “paradigma” o “zeitgeist” no implica grandes conflictos al entendimiento. Sin embargo, diferente a los pensadores krausistas, Pi también entiende que no hay progreso en el individuo, sino en la historia. Por otra parte, anota una observación que podría tomarse como una contradicción en esta relación individuo-sociedad: “Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo”. Pi recuerda una idea común de algunos reformadores de su época —entre los cuales podemos identificar luego a los krausistas— que entendían que “sólo en la soberanía individual descansa la soberanía colectiva”, pero discrepa; luego se pregunta: “admitida la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva?”.

La tesis anarquista conlleva una contradicción interna; sueña con la realización de la libertad del individuo de los otros individuos (que tradicionalmente se organizaron en instituciones de poder). Para ello promueve la eliminación de cualquier tipo de gobierno, de autoridad:

[La tradición] ha sentado sobre las ruinas de la soberanía y de la libertad de todos, las de uno, las de muchos, la de las mayorías parlamentarias, las de las mayorías populares; las sientan todavía. Su forma no ha alterado esencialmente su principio, y por esto condeno aún como tiránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno, o lo que es igual, todas las sociedades, tales como están actualmente constituidas.

Incluso, Pi i Margall declaró que al mismo sistema republicano sólo podía aceptarlo “como una forma pasajera”. Para él, una relación “justa” entre los individuos, entre los pueblos, entre las naciones no era una relación vertical —religiosa— que ordena súbditos y autoridades; una verdadera relación de “sociedad” sólo puede basarse en un pacto social, es decir, en leyes, en normas: en el derecho.  La sociedad “es en virtud de mi consentimiento”. “El derecho, por lo tanto, lo mismo que el saber, o no existe o existe dentro de mí”. Podemos entender que la autoridad no tiene existencia propia; existe porque hay una sociedad de la cual se sirve, haciéndole creer de su preexistencia y preeminencia: “La sociedad y la autoridad, es decir, la fuerza, no puede nada sino en nuestros cuerpos, sujetos, como todo organismo, a la ley de una necesidad inevitable”. En otro momento, Pi profundiza esta deconstrucción precoz de la relación del poder y del cuerpo: “El derecho de penar, simple atributo del poder, es tan místico y tan inconsistente como el poder mismo. La ciencia no lo explica, el principio de soberanía individual lo niega”. Heredero de los ilustrados, Pi confirma la vocación de “despersonalizar” las relaciones sociales de organización, representadas anteriormente por las monarquías absolutistas —“L’État, c’est moi”, según Luis XIV—: “[Pueblo,] tus demás garantías son, no las personas, sino las instituciones”. (448)

8. EL PROGRESO DE LA HISTORIA Y LOS CAMBIOS DE PARADIGMAS

Casimiro Martí entiende que el proceso que lleva a la aceptación del pensamiento krausista se debe fundamentalmente a las condiciones sociales de un momento determinado de España:

La fatiga de la guerra civil, y la endeblez de las bases teóricas del liberalismo, dan lugar a que la corriente liberal se manifieste en España con las características del eclecticismo. Las palabras claves de la vida política durante los últimos años de la lucha civil entre carlistas y liberales, y los inmediatos que la siguieron, son «coalición, conciliación, transacción», exponente no sólo de eclecticismo, sino de manifiesta ambigüedad. [El subrayado es nuestro.]

Diferente, Pi i Margall no veía tanto el contexto concreto, la particularidad dictando sus propias reglas, escribiendo su propia historia —la circunstanciaorteguiena, la contingencia sartreana—, sino una dinámica histórica, universal, con sus leyes generales y sus reclamos inevitables. El ahora antiguo aforismo era, para él, la primera ley: lo único que permanece es el cambio. Toda idea “verdaderamente social” se transforma y se depura, inevitablemente. La historia es un ser vivo que rejuvenece sin cesar. “¿La veis degenerada?  Es que toca ya al fin de una de sus evoluciones naturales. La oís protestando con poderosa voz contra viejos abusos cometidos en su nombre?  Es que ha entrado ya en otro cuadrante de su vida”. Y enseguida una observación que demuestra su conciencia de la problemática de los significados, de los propios instrumentos de definición de las ideas y, por ende, de la historia misma: “Justicia, libertad, propiedad, gobierno, ¿qué conservan ya de la significación que en otros períodos históricos tuvieron? Cada una de estas palabras encierra en sí una historia, y hoy ya son casi la antítesis de lo que en tiempos muy antiguos fueron”.

Semejante y diferente, Sanz del Rio declaraba, tres años después, en su discurso pronunciado en la Universidad Central (1857): “miramos la tradición como una fuente de enseñanzas para las generaciones presentes, no como una norma […] que deba detener la marcha progresiva de las sociedades humanas”. No desprecia la historia, pero tampoco la acepta como regla y medida. En estas palabras vemos una voluntad conciliadora y de síntesis que caracterizó al krausismo español. Voluntad que no fue patrimonio exclusivo de éstos.

Casimiro Martí observa que también “en el interior del partido democrático, la eliminación de los resabios utópicos socializantes significó la sustitución de la influencia francesa por la alemana, que se manifestó sobre todo a través de los krausistas”. Más adelante, el mismo autor confirma la idea del krausismo en su voluntad reformista (que se opone a la idea de la “revolución necesaria” como un estado permanente del progreso de la historia): “La filosofía de los krausistas españoles, en lo que toca a la realidad social y política, es portadora de una concepción racionalista, liberal (pero no individualista sino organicista), reformistas por la vía de la evolución, y sobre todo por vías de influencia pedagógica”. Según Elías Díaz —citado por Martí—, esta inclinación del krausismo es consecuente con los intereses de la burguesía española del momento, la cual no podía estar a gusto con ninguno de los extremos: el despotismo monárquico, inmovilizador de la dinámica burguesa, y el “desorden” popular basado en las reformas abruptas.

Para Elías Díaz, las principales razones de la prevalencia de la filosofía krausista en España radican en su concordancia con la concepción del mundo y los intereses de todo tipo, propios de la burguesía liberal progresista española de la segunda mitad del siglo pasado. Entre estas concordancias, Elías Díaz destaca particularmente el afán de libertad del orden político y el intento de hacer compatible esa libertad con la defensa del orden socioeconómico basado en la propiedad privada.

9. FUNDAMENTO COSMOLóGICO: EL PANTEíSMO

El discurso de Sanz del Rio es esencialmente teológico, tradicional; no por sus ideas sobre Dios, sino por su método discursivo. Cada una de las ideas, cada una de las frases, no se deducen ni se relaciona a las anteriores ni a las posteriores sino por una profesión de fe. “Nosotros, digo otra vez, no vemos esto con nuestros ojos, pero lo sentimos más cerca, en nuestro corazón […]”. Un eclecticismo metodológico se puede observar en una especie extraña de “deducción mística”, expresada en afirmaciones de este tipo:

Aquí no se supone jamás; no se afirma más de lo que se ve directa, inmediatamente, desde la primera verdad de intuición inmediata, yo, hasta la última verdad, la intuición del ser, en la cual y por la cual existe y es posible la intuición del yo. El orden de progresión es tan circunspecto, tan rigurosamente gradual, que no es posible negar el asentimiento a cada afirmación sucesiva.

A mediados del siglo XIX, el panteísmo y sus variaciones había ganado terreno entre los  intelectuales en España. Entre estos, podría incluirse krausistas como Sanz del Rio y a otros filósofos como José Álvarez Guerra (autor de una teoría panteísta, semejante a la krausista, llamada Unidad simbólica y destino del Hombre en la Tierra, o Filosofía de la Razón, Madrid, 1837), Bonosio Piferrer (autor de El Ser y la nada, 1852) y Miguel López Martínez quien, según Guillermo Fraile, también procuró “armonizar el panteísmo con el catolicismo” en su libro Armonía del mundo racional en sus tres fases: la Humanidad, La Sociedad y la Civilización (Madrid, 1851). En el caso de Sanz del Rio, Gullermo Fraile entiende que el krausismo fue sólo una excusa —la más próxima, la que se le cruzó en el camino— en la expresión de sus ideas y sentimientos religiosos: “a los efectos religiosos probablemente hubieran sido iguales si hubiese elegido el kantismo, el hegelismo o cualquier otro”. Esta expresión, de ser acertada, estaría afirmando que más importante que la doctrina en sí fue la necesidad de recambio filosófico de la época.  Es decir, la progresiva sustitución del idealismo alemán por el positivismo francés. No obstante debemos repetir la importancia de un contexto concreto, insoslayable: la agitación entre conservadores católicos y liberales de todo tipo —republicanos, socialistas, anarquistas, etc.

También Pi i Margall se encargará de definir este aspecto religioso-metafísico en La Reacción y la Revolución. De forma explícita: “el panteísmo; es mi sistema”. Y en otro momento: “perdona, lector, si tal vez a pesar tuyo te he conducido por ese espinoso terreno metafísico. Quisiera despertar en ti una nueva creencia, y más aún que una creencia, una actividad filosófica de que por desgracia carecemos en España”. Pi i Margall no sólo suscribe el principio cartesiano de cogito ergo sum, sino que entiende que tanto el derecho como el conocimiento se realizan dentro del individuo. También la idea de Dios.

No se advierte que lo finito y lo infinito, lejos de ser contradictorios, se implican y se contienen mutuamente. No se advierte que, como lo infinito tiende necesariamente a limitarse, tiende lo finito a universalizarse y a absorberse en lo infinito […] El hombre está en Dios, Dios en el hombre.

Pero, ¿por qué esa necesidad de definir su cosmogonía, una metafísica en medio de formulaciones sociales y políticas? Simplemente porque en este momento, especialmente en España, no era posible separar política de religión. Y una cosa es fundamento y lleva a la otra. Así, irá más lejos en su crítica y en la provocación al orden social de mediados del siglo XIX: “si todo está, por consiguiente en mí, soy, repito, soberano”. Está claro que si el dogma católico es el instrumento ideológico del poder monárquico, vertical, el panteísmo —ya que no podía serlo el ateísmo— era la legitimación del individuo anárquico, que se reservaba el derecho de hablar con Dios sin intermediarios.

Al igual que lo harán los krausistas unos años después, Pi relacionará su concepción panteísta a una relación “armónica” entre el individuo y el todo (Dios): “si a algo me siento aquí obligado, es a poner en armonía la libertad con el panteísmo”. (El subrayado es nuestro.) Julián Sanz del Rio, a poco de instalado en su cátedra de la universidad en Madrid, dejó en su diario reflexiones sobre la revolución de junio de 1854, la que llamó “Restauración”. Diferente al ánimo de Pi pero bajo los mismos principios metodológicos, Sanz del Rio anotó: “el pueblo que sabe creer y no pensar, no puede sistematizar su libertad”. La creencia, llevada a la esfera social, es un reconocimiento sumiso de la revelación, de la Ley, del orden monárquico y vertical de la iglesia católica; el pensar, en cambio, exige una participación activa del individuo, obediente sólo a las reglas de un sistema racional, universal, pero nunca particular, partidario, relativo y personal. Este sistematizar será, en gran parte para el krausismo, tener la capacidad de poner en “armonía” en un todo los valores y las verdades relativas.

El panteísmo de Pi formulado en la frase —y en uso de las mismas palabras de Sanz del Rio— “como lo infinito tiende necesariamente a limitarse, tiende lo finito a universalizarse y a absorberse en lo infinito” encuentra su traducción (geo)política en la unión de las naciones soberanas, independientes. Para Pi i Margall, los individuos y las naciones se identifican bajo una misma ley humanista: “entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica”. Semejantes, serán las ideas de los krausistas y las de Sanz del Rio: “Únete a Portugal —escribió éste en su diario— como un hermano a otro hermano; como los dos brazos de un pueblo que fueron separados por Alfonso VI y Felipe IV”.

En El krausismo español desde dentro, Martín Buezas transcribe las siguientes palabras del diario de Sanz del Rio, las cuales adelantan uno de los principios de los teólogos de la liberación:

En la Edad Media, en el silencio del mundo, el hombre gozaba de Dios […] Dios quiere ser hallado por el hombre en el Mundo y en las relaciones simples y dobles del mundo; pero no permite ser gozado inmediatamente con un corazón egoísta y relativamente inútil.

Y más adelante, apunta: “Vida del Clero: ociosidad; riqueza sin proporción al trabajo: influencia fácil sobre le pueblo creyente”.

Como ya anotamos, la formulación metafísica y la elección del panteísmo —cuando no el panenteísmo— serán, por un lado, un requisito de la época y, por otro, una necesidad de reforma. De forma paradójica, el credo cristiano y el credo humanista, que alguna vez estuvieron en armonía y fueron separados por la tradición eclesiástica, vuelven a encontrarse en la Modernidad para provocar una profunda crisis. De esta confrontación surgirá el conflicto armado o la síntesis armónica. El “racionalismo armónico” de Sanz del Rio es otra muestra de esta voluntad de síntesis: el racionalismo es aquí una forma del gnosticismo: se opone a la revelación, a la autoridad; es un perpetuo camino de ascenso, de perfección. Es la razón de la Ilustración sin sus pretensiones autárticas, idolátricas, laicas o ateas. “La verdad no se prueba por el número, ni se prueba por la tradición, ni se prueba por la autoridad”.

El racionalismo armónico [no lleva] al materialismo, como la negación del espíritu; ni al idealismo, como la negación del mundo exterior; ni al fatalismo, como negación de la libertad; ni al ateísmo, como la negación de Dios. El racionalismo armónico no es exclusivo, ni negativo, ni opositivo; sino que primeramente es uno, y ajo la unidad es interiormente relativo. Reconoce todos los principios constitutivos del hombre y del mundo.

Luego de definir las bases del “racionalismo armónico” y sus implicaciones metafísicas, Sanz del Rio derivará —en orden inverso al expuesto por Pi i Margall— al hecho político. Una consecuencia de estos principios será la “patria universal […] la libertad de pensamiento, de prensa, de enseñanza, de asociación”. Lo que nos recuerda a los principios revindicados por el catalán en 1854, pero a través de una “transformación gradual de las instituciones políticas”. En lo que atañe a las instituciones sociales ambos, Sanz y Pi, llegan a las mismas conclusiones aunque por caminos diferentes. También los krausistas declaran “injusta e invasora la pretensión del Estado de sujetar a su competencia e intervención toda la actividad social: la centralización como sistema de gobierno daña a la educación libre”. También en lo que tocaba a derecho natural ambas corrientes estarían de acuerdo: “todo hombre tiene derechos absolutos, imprescindibles, que derivan de su propia naturaleza, y no de la voluntad, el interés o la convención de sus semejantes”.

Aunque, en el fondo, todo pensamiento es ecléctico —como toda raza es mestiza, etc.— podemos considerar al krausismo como un movimiento ecléctico, en el sentido tradicional de la palabra. No obstante los krausistas no prefirieron este término sino otro más elegante: armónico. Su fórmula sería, según Krause, “unir sin confundir y distinguir sin separar”. Fórmula asentada en un antiguo precepto —desde Heráclito hasta Platón— que Ramón de Campoamor define como la “substancia única: lo vario es siempre aparente; lo real es invariablemente siempre uno”.

10. CONCLUSIONES

Como hemos visto en este ensayo, el krausismo no fue un movimiento revolucionario ni portador de ideas novedosas. Su vocación, desde el inicio, fue pedagógica: sustituir el sermón por la didáctica, la tradición estática por la progresión, la fragmentación por la unidad, la reacción y la revolución por el consenso. Su lectura de la realidad, su concepción cosmológica compartía con el pensamiento de Pi i Marall el idealismo alemán; ambos diferían en su lectura de esta dinámica cósmica: para los primeros la cultura era el motor de los cambios sociales y se debía actuar sobre ellos para evitar el conflicto y promover un proceso “natural” de la historia; para los otros, para Pi, los cambios infraestructurales precedían los demás cambios; la cultura, la tradición, en todo caso, significaban más un obstáculo que un beneficio para el pueblo. El espíritu krausista tendrá un continuador, en cierta forma, en la actitud de Ortega y Gasset quien hará una defensa al “derecho de continuidad”. En las mismas páginas de Faro, bajo el título “La reforma liberal”, Ortega advertirá: “Tampoco la realización del ideal necesita de la destrucción de la realidad: cambiarla es suficiente”. La voluntad del krausismo fue, en cada momento, la voluntad de síntesis debida más que a un quehacer filosófico tradicional a las condicionantes sociales de la España del siglo XIX. Es decir, a lacircunstancia orteguiana. Su fracaso fue como todo fracaso humano: relativo. Su éxito, también.

© Jorge Majfud

Lincoln University

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11. BIBLIOGRAFíA CITADA

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12. BIBLIOGRAFíA SUGERIDA

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Notas

El mismo año aparece la traducción de Sanz del Rio, del alemán, Compendio de Historia Universal, del Dr. Jorge Weber. Según Guillermo Fraile, en Historia de la filosofía española desde la Ilustración. Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 1972, el libro de Pi i Margall “aprovecha la libertad de imprenta [y] desahoga a su gusto su sectarismo anticristiano”. (pág., 79) Éste es el estilo predominante en la literatura crítica editada en España hasta el franquismo.

José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Madrid: Colección Austral, 1958.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución [1854], pág., 65.

Descalificación que, por otra parte, era el estilo público y literario de su época y que abarcó a Ortega y Gasset a su momento, cuando éste escribió elogiosamente sobre el krausismo español. Rodríguez García Loredo, en su voluminoso libro El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo, censura el siguiente párrafo de Ortega y Gasset:  “Por los años 70 quisieron los krausistas, único esfuerzo medular que ha gozado España en el último silgo, someter el intelecto y el corazón de sus compatriotas a la disciplina germánica. Mas el engaño no fructificó [gracias  a “nuestro catolicismo”] (pág., 19) Y más adelante: “Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que el más rudo golpe y la mayor ruptura inferidos a nuestro sublime ideal católico, a nuestra gloriosa tradición científica y a la unidad nacional de España provienen del krausismo y la “Institución libre de enseñanza”. (pág., 27) Para Rodríguez García Loredo el sistema krausista era un “panteísmo psicológico, irracional y absurdo”. (pág., 28) “¡Qué enorme atraso mental demuestra este pobre hombre!”. (pág., 28) [Sanz del Rio] Mientras que uno de los méritos de Marcelino Menéndez Pelayo consistió en “recordar a los españoles cómo la clave de su grandeza reside en la ardiente y común profesión de la fé católica, que hizo a España “una nación de teólogos armados” y un segundo “pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios”. (pág., 218) Más adelante encontramos de forma explícita su posición política e ideológica: “Casi huelga decir que esos vaticinios de Menéndez Pelayo —sobre el seguimiento de España en el orden religioso, científico, etc.— comenzaron a cumplirse en el año 1936, año en que también se inició la liberadora Cruzada contra los enemigos de nuestra Religión, de nuestra historia, de nuestra ciencia, de nuestro ideario político, social, etc., etc.” (pág., 221)

Marcelino Menéndez-Pelayo. “El krausismo”. [1882] Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 129.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución [1854], pág., 145.

Op. cit. pág., 292.

Antonio Heredia Soriano. “El krausismo español”. Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Guillermo Fraile, Historia de la filosofía española desde la Ilustración pág., 68-70. A comienzos del siglo XX el panorama no era percibido de otra forma. En 1909, Ortega y Gasset había advertido que “tras una generación inepta no puede venir una generación potente, tras una generación de distraídos, sólo es posible una generación de vanidosos […] nuestro padres nos han dado ya muertas algunas partes de nuestras almas y no lograremos galvanizarlas”. (José Ortega y Gasset. Antología. Edición de Pedro Cerezo Galán. Barcelona: Península, 1991, pág. 50) Para concluir: “Hemos perdido la arcaicas virtudes y aún no hemos llegado a los gustos modernos”. (pág., 51) Pasado la mitad del siglo, en pleno Franquismo se publicará lo inverso, pero desde fuera de la perspectiva de la Modernidad, recurriendo a un discurso medieval de la época de la Reconquista. Para Rodríguez y García Loredo (El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo. Oviedo, España: La Cruz, 1961, pág., 218).

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 126.

Op. cit. pág., 273. Para comprender la dinámica de las rebeliones en este momento, es necesario tener en cuenta que la constitución de 1845 establecía una clase “económicamente apta” para el disfrute de los derechos políticos. Esta aptitud estaba estratégicamente definida por “aquellos que tenían algo que perder” y que, por lo tanto, estaban “interesados en el mantenimiento del orden público”. Es decir, un sector privilegiado de propietarios. Según esta definición de ciudadanos, los que estaban aptos para intervenir en la vida política era un 1,02% (en 1858) y un 2,67% (en 1865) El número de artesanos, sirvientes y jornaleros era de algo más del 20%. Según algunos autores, ésta era una de las explicaciones para la débil base del liberalismo español que pretendía universalizar los derechos del ciudadano. (Casimiro Martí. “Afianzamiento y despliegue del sistema liberal” Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932) Ed. Dirigida pro Manuel Tuñón de Lara, Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981. pág., 187-188.)

Op. cit. pág., 273.

Este partir de lo supraestructural como motor de la dinámica social e histórica, será una característica radical en el pensamiento de Ortega y Gasset quien, precisamente, escribió elogiosamente sobre el krausismo como una de las pocas fuerzas intelectuales rescatables de la España pasada. No obstante, al igual que la paradoja de igualdad y/o libertad de los individuos en sociedad, al igual que la antigua disputa entre cultura y/o infraestructura, aquí es muy difícil negar ambas o ninguna; por el contrario, parecería necesaria una nueva síntesis que reconociera una relación simbiótica entre ambas dimensiones.

Ver Benito Pérez Galdós. Los artículos políticos en la Revista de España, 1871-1872, pág., 108-109.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 13.

Las convicciones propias tienen vigencia individual. Pero las “ideas del tiempo” (Zeitgeist) pertenecen a un “sujeto anónimo”, a la sociedad, con las que debo contar; gran parte de mis propias convicciones proceden de la sociedad. En un solo momento conviven al menos tres generaciones: gracias a este “desequilibrio” la historia cambia, se mueve. («Idea de las generaciones», El tema de nuestro tiempo [1923] http://www.ensayistas.)

Op. cit. pág., 120.

Op. cit. pág., 115.

Op. cit. pág., 65.

Op. cit. pág., 271.

El primer Ortega y Gasset lo formuló así: “La conservación es un instinto, el instinto más radical: por eso hay siempre conservadores, porque es natural. Liberalismo es, por el contrario, superación de todos los instintos sociales, domesticación de la naturaleza: por eso, en el pleno sentido de la palabra, hay tan pocos liberales en España, porque el liberalismo es cultural”. José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918) Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1973, pág., 68.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 274.

Op. cit. pág., 127.

Buezas, Fernando Marín. El krausismo español desde dentro. Madrid: editorial Tecnos, 1978, pág., 161.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 246.

Idem.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 273. Paradójicamente, veinte años más tarde, cuando Pi i Margall alcance la presidencia de la I República, Pérez Galdós lo acusará de autoritario. “Parece que hasta los más alborotados inclinan la frente ante el dictador, lo cual prueba que los partidos que llevan al último límite la representación, son los primeros que abdican toda iniciativa en manos de una autoridad personal”. (Benito Pérez Galdós. Los artículos políticos en la Revista de España, 1871-1872. Lexinton, KY: Dendle y Schraibman, 1982, pág., 108) El artículo original fue publicado en Revista Política, Tomo XXVI, 13 de mayo de 1872, número 101, págs. 136-146.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 274.

Op. cit. pág., 275.

Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, ejemplificaba este punto de la siguiente forma y (todavía) desde un punto de vista “revolucionario-liberal”, semejante al de Pi y que perderá más tarde: “Cree el liberalismo que ningún régimen social es definitivamente justo: siempre la norma o la idea de justicia reclama un más allá, un derecho humano aún no reconocido y que, por tanto, trasciende, rebosa de la constitución escrita. […] El derecho a transformar las constituciones es un derecho sobreconstitucional, no es un derecho escrito. […] a ese derecho sobreconstitucional que es a su vez un sagrado deber, llamo revolución”. (José Ortega y Gasset.Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918) Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1973. pág., 25)

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 447.

Op. cit. pág., 115.

Op. cit pág., 249.

Op. cit. pág., 251.

Ver ensayo de Ribera, Ricardo. Proyecto Ensayo Hispánico, “Romero y Ellacuría:
el santo y el sabio” http://www.ensayistas.org.

Op. cot. pág., 267.

Idem.

Una problematización de este punto se puede encontrar en Josep Conangla i Fontanilles.Cuba y Pi y Margall. La Habana 1947.

Ver Antoni Juglar. Pi i Margall y el federalismo español. Madrid: Tesaurus, 1975 e Isidre Moles. Ideario de Pi y Margall. Madrid: Península, 1996.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 270.

Idem.

Op. cit. pág., 167.

Op. cit. pág., 268.

Op. cit. pág., 274.

Op. cit. pág., 279.

Op. cit pág., 280.

Julián Sanz del Rio. Ideal de la humanidad para la vida. [1860] Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Julián Sanz del Rio. Ideal de la humanidad para la vida. http://www.ensayistas.org

Idem.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 115.

Op. cit. pág., 116.

Op. cit. pág., 121.

Op. cit. pág., 127.

Para una ampliación documentada de la situación socioeconómica de este momento, verHistoria de España. Dirigida por el profesor Manuel Tuñón de Lara. Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981.

Op. cit. pág., 273.

Idem.

Antonio Heredia Soriano. “El krausismo español”. http://www.ensayistas.org

Ver C.A.M Hennessy. The Federal Republic in Spain; Pi y Margall and The Federal Republican movement, 1868-74. Oxford: Charleston Press, 1962.

Julián Sanz del Rio. Ideal de la humanidad para la vida. [1860] Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Casimiro Martí. “Afianzamiento y despliegue del sistema liberal”. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932) Ed. Dirigida pro Manuel Tuñón de Lara, Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981. pág., 177. Años después, Ortega y Gasset pasará por sus propias revoluciones y reacciones personales. En La rebelión de las masas escribirá pensamientos o impresiones de este tipo: “[Antes] ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos […] eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas —calificadas, por lo menos en pretensión—. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social.”. (José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Madrid: Colección Austral, 1958, pág., 39) Más de diez años antes, en 1916, en las páginas de El Espectador el mismo Ortega, después de abandonar sus pretensiones socialistas y revolucionarias, había escrito, con nostalgia: “[Antes] el hombre del pueblo […] cuando veía pasar una duquesa en su carroza se extasiaba, y le era grato cavar la tierra de un planeta donde se ven, por veces, tan lindos espectáculos transeúntes”. Recurriendo a las lecturas de Nietzsche sobre el resentimiento —ressentiment, como aquel que niega las cualidades de las que carece—, Ortega concluye con un romanticismo pastoril: antes, “el hombre de pueblo no se despreciaba a sí mismo: se sabía distinto y menor que la clase noble; pero no mordía su pecho el venenoso ‘resentimiento’”. (José Ortega y Gasset. El Espectador (Antología). Selección y prólogo de Paulino Garragorri. Madrid: Alianza Editorial, 1980, pág., 35.) Los subrayados son nuestros.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 116.

Mª Victoria Alberola Fioravanti. La revolución de 1869 y la prensa Francesa. Madrid: Editora Nacional, 1973, pág., 15.

Op. cit. pág., 127. No obstante, Fioravanti cuestiona que aquello que se consideraba “libertad de conciencia”, por entonces, no era más que “libertad de imprenta”. (pág., 146)

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 450.

Julián Sanz del Rio. “Discurso pronunciado en la Universidad Central. Inauguración del año académico de 1857 a 1858” [1857]. http://www.ensayistas.org

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 120.

Op. cit. pág., 252. Aquí podemos entender “pensamiento colectivo” como “tradición”.

Idem.

Op. cit. pág., 248.

Op. cit pág., 273.

Sin definir este término —¿qué es justicia?— se mantiene indefinida toda la teoría que se sirve de él. La teoría usa este concepto preestablecido en parte por una tradición determinada y, al mismo tiempo, la redefine (De este problema ya nos ocupamos en nuestro bosquejo de una teoría de los Campos Semánticos) Es decir, el corolario usa un axioma como base y punto de partida de una teoría —aquí estoy usando el modelo de los teoremas matemáticos—, pero no tiene otra opción que modificarlo en su propia formulación. Ninguna teoría humanística puede escapar alguna vez a este círculo relativo.

Op. cit. pág., 148.

Op. cit. pág., 250.

Como el valor del dinero, es simbólico; no depende más del acreedor que del deudor que reconoce este valor, esta relación.

Op. cit. pág., 251.

Op. cit. pág., 260.

Op. cit pág., 448.

Casimiro Martí. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932), pág., 204.

“En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu”. (pág., 251)

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 122. Estos son otros ejemplos que Ortega y Gasset reformulará y presentará como propios: (1) cada generación es como una caravana. Dentro de una carreta va el hombre prisionero pero secretamente voluntario y satisfecho. De vez en cuando se ve cruzar otra caravana de perfil extranjero, enloquecida: es otra generación: (2) por otra parte, la observación de Pi sobre el lenguaje y las palabras también coinciden con las presentadas por Ortega en la misma conferencia de 1933: la ventaja del lenguaje consiste en ofrecer un soporte material al pensamiento; pero, al mismo tiempo, lleva con ello una desventaja: tiende a suplantarlo. (Generación, Ensayo)

Julián Sanz del Rio. “Discurso pronunciado en la Universidad Central” [1857]. http://www.ensayistas.org

Casimiro Martí. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932), pág., 205.

Op. cit. pág., 205.

Idem.

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 131.

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 83.

Op. cit. pág., 129.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 283.

Op. cit. pág., 292.

Op. cit. pág., 290.

Op. cit. pág., 251.

Op. cit. pág., 292.

Fernando Marín Buezas. El krausismo español desde dentro, pág., 160.

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 132.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 146.

Fernando Marín Buezas. El krausismo español desde dentro, pág., 161.

Op. cit. pág., 125.

Op. cit. pág., 135.

Campoamor llamaba a los krausistas “los caballeros de la lenteja” (Revista Europea, Nº 62, 9 de mayo de 1875 y nº 65, del 23 de mayo; Nº 73, del 18 de julio), en referencia a la metáfora usada por Sanz del Rio para explicar la idea del panenteísmo, según la cual la humanidad era la síntesis perfecta entre la naturaleza y el espíritu. Según Campoamor, los krausistas han hecho retroceder cien años por lo menos la educación filosófica de España” (Fraile, 123). Lo cual, visto desde la perspectiva franquista es estrictamente cierto.

Julián Sanz del Rio. “Racionalismo armónico, definición y principios” [1860] http://www.ensayistas.org

Idem.

No es extraño que aún los socialistas del siglo XIX simpatizaran más con los anarquistas y liberales que con una “dictadura del proletariado”: el Estado era la representación de la opresión; y en la propuesta que se materializaría en el siglo XX esta alternativa no sería más liberadora que opresora.

Idem.

José Luis Gómez-Martínez. “Panenteísmo”. Proyecto Ensayo Hispánico. http://www.ensayistas.org

José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918), pág. 29.

Estado de contradicción

Estado de contradicción


El país industrializado con mayores problemas raciales contra los negros es el país que primero puso a un negro en la Presidencia y a toda una familia de negros en la Casa Blanca.

El país que, como pocos, ha discriminado a los negros a lo largo de su historia, es el país donde no se puede pronunciar la palabra negro sin riesgo de ofender a los negros.

El país donde los derechos y las oportunidades laborales de las mujeres han alcanzado niveles históricos, es el país que nunca ha tenido una presidenta o vicepresidenta mujer.

El país que inventó las ciudades de rascacielos define su estilo de vida por sus casas rodeadas de árboles y extensas sábanas de césped, mientras que los descendientes de los africanos que habitaban las calientes selvas de África ahora se concentran en los centros más urbanos de las frías ciudades de los rascacielos.

El país cuya cultura afro, como el blues o el rap, se distingue por su tristeza o por su rebeldía intrascendente, procede de las culturas africanas que en África y en el Caribe se distinguen por su alegría. El dolor distintivo de esta cultura y la violencia que no libera, como la religión, la lengua, la ideología y todo lo que no se refiera a la biología de los negros norteamericanos procede de Europa. Razón por la cual los afroamericanos deberían llamarse euroamericanos, si no considerásemos algo tan superficial como el color de la piel.

El país que tiene una de las ciudades con más problemas de violencia por armas de fuego se llama Filadelfia, que significa amor fraternal.

El país donde sus patriotas más conservadores han impuesto la idea de que su país es fundamentalmente cristiano y conservador fue fundado por un puñado de políticos y filósofos ilustrados, anarquistas, revolucionarios y por lo menos laicos, seculares o agnósticos.

El primer país del mundo que se funda en base al secularismo, a la separación del Estado y la religión, es el país de Occidente donde la religión es más omnipresente y decisiva en la sociedad, en la política y en el gobierno.

El país donde con más rigor se cumple la ley, donde la autoridad se respeta más, donde los ciudadanos comunes son más respetuosos de las reglas, las normas y los derechos ajenos es uno de los países que con más frecuencia y con mayor gravedad ha violado las leyes internacionales.

En el país donde más odian tener algún tipo de gobierno que se meta en la vida privada de los ciudadanos es el país donde primero se puso en práctica el espionaje panóptico en la vida privada de sus ciudadanos y donde los ciudadanos más reclaman del gobierno un control estricto de las personas sospechosas, que vienen a ser todas aquellas que están de acuerdo con tener algún tipo de gobierno.

En los estados más industrializados del país más industrializado del mundo viven los Amish, quienes andan en algunas autopistas con sus carritos tirados por caballos. Todo para no contaminarse de las contradicciones del mundo industrializado.

El país que tiene al intelectual vivo más citado del mundo y sólo menos citado que Marx entre los muertos, Noam Chomsky, es sistemáticamente criticado por su intelectual más reconocido y citado en el mundo.

El país que suele arrasar con los premios Nobel, el país que monopoliza los rankings de las mejores universidades del mundo, el país que más ha contribuido con inventos, descubrimientos y teorías madres en más de un siglo, es el país que tiene la población más ignorante en geografía, historia, matemáticas, filosofía, física y todo lo que tenga que ver con algún conocimiento sofisticado.

El país que tiene más medallas olímpicas de la historia, que más ha acumulado récords en los juegos de invierno y de verano, es el país donde la gente más anda y menos camina, es el país con los mayores problemas de obesidad en el mundo.

Es también el país donde los pobres sufren de obesidad y los ricos y educados parecen hambrientos.

Es el país donde una hamburguesa con papas fritas y Coca-Cola cuesta 5,99 dólares y sin Coca-Cola cuesta 6,35.

Es el país cuyos estados más liberales, los del noreste, son estados católicos y cuyos estados más conservadores, los del sur, son estados protestantes.

Es el país donde sus religiosos más conservadores y que más profesan la religión del amor de Cristo y la otra mejilla por la no violencia, son aquellos que con más vehemencia defienden el derecho a portar armas, tienen clubes de caza, poderosas asociaciones de rifles, son los únicos en justificar las bombas de Hiroshima y Nagasaki y los primeros en promover intervenciones militares en otras partes del mundo que no han entendido en qué consiste el amor.

Es el país con la mayor influencia política del mundo y cuyos habitantes y votantes menos se interesn por la política secular.

El país que más ha intervenido en los gobiernos ajenos en el último siglo, es donde sus habitantes más ignoran conceptos básicos de historia y geografía, sea del mundo o de su propio país; es el país donde (quizás no sea casualidad) ni siquiera existe una materia llamada geografía en sus escuelas secundarias.

El país por el cual el mundo entero celebra con el feriado más universal el día de los trabajadores, no celebra ni recuerda ese día sino un día más abstracto e impersonal, el día del trabajo, otro día, para no mencionar a los innombrables.

El país que es venerado por su cultura del trabajo, no celebra a sus trabajadores, pero recuerda dos veces al año a los soldados caídos en las guerras. Porque las guerras y la destrucción son más importantes que el trabajo y la construcción para defender la libertad. La libertad de la gente que no necesita trabajar.

Es el país que ha globalizado la contradicción radical del narcisismo voyerista, principal característica de la generación virtual.

Es el país que ha logrado reemplazar la política y la ideología por la economía, lo que significa un radical triunfo político e ideológico a escala mundial.

Ese país es, también, el país más criticado del mundo, por propios y por ajenos, y es, al mismo tiempo, el país más imitado. Sobre todo, por los países emergentes, según la definición de sumergidos desarrollada por el país emergido.

Abril 2010.

memoria profunda de Amerindia

Our Lady of Guadalupe.
Image via Wikipedia

La Virgen y el Quetzal, memoria profunda de Amerindia

Las religiones monoteístas o las monolatrías derivadas de la tradición hebrea repudian y castigan la formación de imágenes humanas y mucho más su adoración. Similar ha sido el Islam y en menor medida el protestantismo. No así el catolicismo. Las antiguas religiones romanas dejaron su herencia en la nueva religión del imperio.

No obstante, en el catolicismo europeo la valoración de imágenes de la Sagrada familia, de una vasta colección de santos y de partes de santos es aún un fenómeno secundario en comparación a la liturgia. Diferente, en el protestantismo el espectáculo del rito ha sido sustituido por el trance proselitista y el orgullo público de ser un elegido de Dios. La palabra histérica, cuando no obsesiva, que busca convencer y confirmar es natural en una secta que nació protestando. Quizás por su origen de catacumbas y luego por su centenaria posición en la cúspide de la pirámide del poder, el sacerdote católico está más entrenado en la combinación de la palabra pausada y el silencio calculado. Quizás por su temprano ejercicio intelectual, mucho más amplio y diverso que el de los pastores protestantes, los sacerdotes católicos no son afectos a la elocuencia verbal ni a la verborragia. En los países católicos, este trance colectivo de la oratoria está casi todo exorcizado en las religiones seculares que son los partidos políticos. En particular en el continente de los pájaros, en el mundo latinoamericano donde la política, la cosmología y la literatura son la misma cosa con profesionales diferentes.

Pero la percepción literaria del mundo en el mundo amerindio es, ante todo, visual. Es propio de un mundo vivo donde la tierra no es un reino maldecido por una abstracción celeste sino parte del cosmos, parte de la unión entre la serpiente y el ave.

El rasgo que mejor distingue la religiosidad del continente es la veneración de la virgen María, en particular en su versión guadalupana. Dentro de esta experiencia religiosa, un aspecto destacable son los avistamientos de la virgen. Si bien son conocidas las apariciones de vírgenes en otras partes del mundo, como la virgen de Fátima en Portugal, en América Latina la importancia de estas apariciones es mucho mayor y diferente en su naturaleza. El fenómeno no consiste en la aparición de la virgen sino en una imagen física de la virgen y a veces de Jesús. El milagro es siempre material y simbólico, como una huella es a un pie.

De hecho las apariciones de la virgen son prácticamente mínimas y resultan una anécdota que justifica la imagen que se venera. Se venera la representación en nombre de lo representado. Así se produce el milagro: se une el agua con el aceite, se compatibiliza la sensualidad amerindia con la abstracción judeocristiana.

Según la tradición, la virgen de Guadalupe sólo se apareció al indio Juan Diego hace más de cuatro siglos. Pero las apariciones de las imágenes de la virgen han sido innumerables. Aún cuando la tradición teológica y popular alega que no se venera una imagen sino lo que representa, lo cierto es que lo representado no puede ser fácilmente sustituido por una copia cualquiera, como una Biblia y su copia tienen el mismo valor semántico y religioso. Los estudios y las leyendas que se tejen entorno a la pintura de la virgen de Guadalupe en México están rodeados de misterios visuales. En uno de ellos se ha llegado a mostrar o demostrar que en la iris del ojo izquierdo de la pintura de la virgen están representados una serie de personajes históricos que van desde el indio Juan Diego arrodillado hasta el obispo Zumárraga.

Los misterios ópticos son de tal grado de importancia que quienes creen descubrirlas no se preocupan por el mensaje o la interpretación que el milagro puede portar sino por el milagro mismo de la imagen que luego atribuyen poderes chamánicos de sanación. Esto se resuelve con un mismo mensaje repetido y siempre intrascendente, como la alegación de que una aparición significa que tiempos terribles están por venir.

Lo que queda claro es la importancia visual de la experiencia religiosa, es decir, la conexión entre espíritu y materia, entre la divinidad y la sensualidad de la imagen que representa el extremo opuesto de la abstracción hebrea o islámica.

Esta es la misma conexión cosmogónica que tenían los pueblos amerindios antes de la llegada del colonizador europeo. Muchos especialistas han observado que la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro de Tepeyec, el mismo lugar donde los indígenas adoraban a Tonantzin, demuestra o sugiere la sustitución de la Diosa Madre amerindia por la Madre del hijo de Dios -Madre de Dios, según tradicional equívoco-. No obstante podemos alegar que si en la liturgia consiente hubo una sustitución, también podemos considerar que la imposición teológica y moral del colonizador sólo confirmó los valores y las percepciones anteriores que sobrevivieron reprimidas en un pueblo numeroso.

La (original) virgen de Guadalupe está rodeada de símbolos que podemos rastrear entre los aztecas y hasta la mítica Tula, como el Quinto Sol y la Luna. Podemos agregar otros detalles. El color verde que rodea a la virgen de Guadalupe, presente en la bandera de México, probablemente se refiere al verde del quetzal. La misma forma de la capa de la virgen se asemeja a las alas del ave sagrada cuando posa en una rama. El verde fue un color divino y real en el cosmos amerindio y tal vez también representó la libertad, debido a que el quetzal no se reproduce en cautiverio. También verde era el color brillante del colibrí (Huitzilopochtli, el «Colibrí izquierdo») y del agave (maguey) que florece después de cinco años para morir y reproducirse.

América es el continente de las aves y sin duda éstas representaron en un tiempo mucho más que simples adornos en un mundo material sino el espíritu mismo del Cosmos en movimiento, la unión del cielo y la tierra como el águila devorando la serpiente según la leyenda azteca.

Leopoldo Zea y otros latinoamericanistas han observado que en ningún otro continente como en América latina la colonización europea sustituyó las culturas originales. Creo que esta idea sólo se puede aplicar a los afros en Estados Unidos donde, más allá del pretendido nombre étnico y el color de piel, difícilmente se pueda encontrar algo de África que haya sobrevivido a la violencia del colono, como sí podemos encontrar en los afros de Brasil o del Caribe.

En un estudio anterior he insistido que la civilización prehispánica no sólo sobrevivió en forma de influencias a escalas artesanales sino que la misma represión del colonizador minoritario provocó su travestismo y consecuente consolidación en lo más profundo del alma del futuro continente. Las diferencias culturales que identifican al pueblo latinoamericano proceden del vencido y del vencedor. Son los rasgos del vencedor, la civilización hispánica, los visibles, los únicos conservados en la letra escrita y en el poder de las instituciones. Pero son los rasgos del vencido los que han moldeado las formas de sentir y de ver el mundo, transmitidos en una forma de ser y de hacer, en las tradiciones orales y en las actitudes humanas ante los problemas, ante la vida y apenas visibles en sus detalles. La narración de sus héroes y obsesiones, la tradición de sus fracasos y renacimientos, lo revelan.

Jorge Majfud

Caridad (Puerto Rico)

Los fragmentos de la unión latinoamericana

Location of Colombia

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The Fragments of the Latin American Union (English)

Los fragmentos de la unión latinoamericana

1. En América Latina, a falta de una revolución social en tiempos de las independencias sobraron las rebeliones y las revueltas políticas. Con menos frecuencia fueron rebeliones populares y casi nunca se trató de revoluciones ideológicas que sacudieran las estructuras tradicionales, como pudieron ser la Revolución norteamericana, Revolución francesa y la Revolución cubana. Más bien abundaron las luchas intestinas, antes y después de la parición de las nuevas repúblicas.

Medio siglo después, en 1866, el ecuatoriano Juan Montalvo hacía un dramático diagnóstico: “La libertad y la patria en la América Latina son la piel de carnero con que el lobo se disfraza”. Cuando las repúblicas no estaban en guerra gozaban de la paz de los opresores. Aunque la esclavitud había sido abolida en las nuevas repúblicas, existía de hecho y era casi tan brutal como en el gigante del norte. La violencia de clase era también violencia racial: el indio continuaba marginado y explotado. “Ésta ha sido la paz de la cárcel”, concluía Montalvo. El indio, deformado por esta violencia física y moral, recibía los más brutales castigos físicos de tal forma “que cuando le dan látigo, temblando en el suelo, se levanta agradeciendo a su verdugo: Diu su lu pagui, amu”. Mientras tanto, el puertorriqueño Eugenio M. Hostos en 1870 ya se lamentaba de que “todavía no hay una Confederación Sudamericana”. Como contrapartida, sólo veía desunión y nuevos imperios oprimiendo y amenazando: “¡Todavía puede un imperio [Alemania] atentar alevemente contra México! ¡Todavía puede otro imperio [Gran Bretaña/Brasil] destrozarnos impunemente al Paraguay”.

Pero también la admiración monolítica por la Europa central, como la de Sarmiento, comienza a resquebrajarse a finales del siglo XIX: “No es más feliz Europa, y nada tiene que echarnos en cara en punto a calamidades y desventuras” (Montalvo). “Los pueblos más civilizados -sigue Montalvo-, aquellos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso salta con ímpetus de exterminación”. La masacre del Paraguay se debe a razones musculares dentro del continente y en esta percepción no se salva otro imperio americano de la época: “Brasil es comerciante de carne humana, que compra y vende esclavos, para inclinarse a su adversario y poner de su parte la razón”. La antigua acusación de la España imperial es lanzada ahora contra las demás fuerzas colonialistas de la época. Francia e Inglaterra -y por extensión Alemania y Rusia- son vistas como hipócritas en sus discursos: “La una tiene ejércitos para sojuzgar el mundo, y sólo así cree en paz; la otra se dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas más importantes de la Tierra, y sólo así cree en paz”. En 1883, señala también las contradicciones éticas de Estados Unidos “donde las costumbres contrarrestan a las leyes; donde éstas llaman al Senado a los negros, y ésas los repelen de las fondas”. (El mismo Montalvo evita pasar por Estados Unidos en su paso a Europa por “temor de ser tratado como brasileño, y que el resentimiento infundiese en mi pecho odio”, ya que “en el país más democrático del mundo es preciso ser rubio a cara cabal para ser gente”.)

No obstante, aunque la práctica siempre tiende a contradecir los principios éticos -no por casualidad las leyes morales más básicas son siempre prohibiciones-, la ola imparable de la utopía humanista continuaba imponiéndose paso a paso, como el principio de unión en la igualdad, o la “fusión de las razas en una misma civilización”. La misma historia iberoamericana es entendida en este proceso universal “para unir a todas las razas en el trabajo, en la libertad, en la igualdad y en la justicia”. Cuando se alcance la unión, “entonces el continente se llamará Colombia” (Hostos). También para José Martí, la historia se dirigía inevitablemente a la unión. En “La América” (1883) preveía una “nueva acomodación de las fuerzas nacionales del mundo, siempre en movimiento, y ahora aceleradas, el agrupamiento necesario y majestuoso de todos los miembros de la familia nacional americana”. De la utopía de la unión de naciones, proyecto del humanismo europeo, se pasa a un tópico común latinoamericano: la fusión de las razas en una especie de mestizaje perfecto. Descartados los imperios de Europa y Estados Unidos en semejante proyecto, el Nuevo Mundo sería “el horno donde han de fundirse todas las razas, donde se están fundiendo” (Hostos). En 1891, un Martí optimista escribe en Nueva York que en Cuba “no hay odio de razas porque no hay razas”, aunque se trata más de una aspiración que de una realidad. Por la época todavía se publicaban en los diarios anuncios vendiendo esclavos junto con caballos y otros animales domésticos.

Por otra parte, esta relación de opresores y oprimidos no se simplifica en europeos y amerindios. Los collas, por ejemplo, también pasaban sus días escarbando la tierra en busca de oro para pagar tributos a los enviados del inca y múltiples tribus mesoamericanas tuvieron que sufrir la opresión de un imperio como el azteca. Durante la mayor parte de la vida de las repúblicas iberoamericanas, el abuso de clase, de raza y de sexo fue parte de la organización social. La lógica internacional se reproduce en la dinámica doméstica. Por ponerlo en palabras del boliviano Alcides Arguedas de 1909, “cuando un patrón tiene dos o más pongos [trabajador sin sueldo], se queda con uno y arrienda los restantes, sencillamente cual si se tratase de un caballo o de un perro, con la pequeña diferencia que al perro y al caballo se les aloja en una caseta de madera o en una cuadra y a ambos se les da de comer; al pongo se le da el zaguán para que duerma y se le alimenta de desperdicios”. Al paso que los soldados tomaban a los indios de los pelos y a fuerza de sablazos y los llevaban para limpiar cuarteles o les roban las ovejas para mantener a una tropa del ejército que estaba de paso. Ante estas realidades, las utopías humanistas aparecían como estafas. Frantz Tamayo, en 1910, declama “imaginaos un poco el imperio romano o el imperio británico teniendo por base y por ideal el altruismo nacional. […] ¡Altruismo!, ¡verdad!, ¡justicia! ¿Quién las practica con Bolivia? ¡Hablad de altruismo en Inglaterra, el país de la conquista sabia, y en Estados Unidos, el país de los monopolios devoradores!”. Según Ángel Rama (1982), también la modernización se ejerció principalmente “mediante un rígido sistema jerárquico”. Es decir, se trató de un proceso semejante al de Conquista y la Independencia. Para legitimarlo, “se aplicó el patrón aristocrático que ha sido el más vigoroso modelador de las culturas latinoamericanas a lo largo de toda su historia”.

¿Acaso tuvimos una historia diferente a estas calamidades durante las dictaduras militares de finales del siglo XX? Ahora, ¿quiere decir esto que estamos condenados por un pasado que se repite periódicamente como si fuese una novedad cada vez?

2. Respondamos con un problema diferente. La tradición popular psicoanalítica del siglo XX nos hizo creer que el individuo es siempre, de alguna forma y en algún grado, cautivo de un pasado. Menos arraigados en la conciencia popular, los existencialistas franceses reaccionaron proponiendo que en realidad estamos condenados a ser libres. Es decir, en cada momento tenemos que elegir, no hay remedio. En mi opinión, son posibles las dos dimensiones en un ser humano: por un lado estamos condicionados por un pasado pero no determinados por él. Pero si rendimos tributo paranoico a ese pasado creyendo que todo nuestro presente y nuestro futuro se debe a esos traumas, estamos reproduciendo una enfermedad cultural: “Soy infeliz porque mis padres tienen la culpa”. O, “no puedo ser feliz porque mi marido me oprime”. Pero, ¿dónde está el sentido de la libertad y de la responsabilidad? ¿Por qué mejor no decir que “no he sido feliz o tengo estos problemas porque, sobre todo, yo mismo no me he responsabilizado de mis problemas”? Así surge la idea de víctima-pasiva y en lugar de luchar con criterio contra males como el machismo se recurre a esta muleta para justificar por qué esta mujer o aquella otra han sido infelices. “¿Estoy engripada? La culpa es del machismo de esta sociedad”. Etcétera.

Quizás esté de más decir que ser humano no es sólo biología ni es sólo psicología: estamos construidos por una historia, la historia de la humanidad que nos crea como sujetos. El individuo –el pueblo– puede reconocer la influencia de contexto y de su historia y al mismo tiempo su propia libertad siempre en potencia que, por mínima y condicionada que sea, es capaz de cambiar radicalmente el curso de una vida. Es decir, un individuo, un pueblo que rechace de plano cualquier representación de sí mismo como víctima, como planta o como bandera que ondea el viento.

O passado dói mas não condena:

Os fragmentos da união latino-americana

Na América Latina, na falta de uma revolução social nos tempos das independências, sobraram as rebeliões e as revoltas políticas. Com menos freqüência foram rebeliões populares, e quase nunca se trataram de revoluções ideológicas que sacudissem as estruturas tradicionais, como alcançaram ser a Revolução norte-americana, a Revolução francesa e a Revolução cubana. Ao contrário, proliferaram as lutas internas, antes e depois da parição das novas Repúblicas.

Meio século depois, em 1866, o equatoriano Juan Montalvo fazia um dramático diagnóstico: “a liberdade e a pátria na América Latina são a pele de cordeiro com que o lobo se disfarça”. Quando as repúblicas não estavam em guerra gozavam da paz dos opressores. Embora a escravidão houvesse sido abolida nas novas repúblicas, existia de fato e era quase tão brutal como no gigante do Norte. A violência de classe era também violência racial: o índio continuava marginalizado e explorado. “Esta foi a paz do cárcere”, concluía Montalvo. O índio, deformado por esta violência física e moral, recebia os mais brutais castigos físicos de tal forma “que quando o chicoteiam, tremendo no chão, levanta-se agradecendo a seu verdugo: Diu su lu pagui, amu”. Enquanto isso, em 1870, o porto-riquenho Eugenio M. Hostos, já se lamentava de que “ainda não existe uma Confederação Sul-americana”. Como contrapartida, só via desunião e novos impérios oprimindo e ameaçando:“Ainda pode um império [Alemanha] atentar traiçoeiramente contra o México! Ainda pode outro império [Grã Bretanha/Brasil] destroçar-nos impunemente o Paraguai!”.

Mas também a admiração monolítica pela Europa central, como a de Sarmiento, começa a rachar nos finais do século XIX: “não é mais feliz a Europa, e nada tem que jogar-nos na cara no que tange às calamidades e desventuras” (Montalvo). “Os povos mais civilizados – segue Montalvo –, aqueles cuja inteligência elevou-se até ao próprio céu e cujas práticas caminham a um passo com a moral, não renunciam à guerra: seus peitos estão ardendo sempre, seu coração invejoso salta com ímpetos de extermínio”. O massacre do Paraguai apoiou-se em razões musculares internas do continente, e a partir desta percepção não se salva outro império americano da época: “Brasil é comerciante de carne humana, que compra e vende escravos, para inclinar-se a seu adversário e pôr de seu lado a razão”.

A antiga acusação da Espanha imperial é lançada agora contra as demais forças colonialistas da  época. França e Inglaterra – e por extensão Alemanha e Rússia – são vistas como hipócritas em seus discursos: “uma tem exércitos para subjugar o mundo, e só assim crê na paz; a outra dilata-se pelos mares, apodera-se de todos os estreitos, domina as fortalezas mais importantes da terra, e só assim crê em paz”. Em 1883, assinala também as contradições éticas dos Estados Unidos “onde os costumes contrapõem-se às leis; onde estas convocam os negros ao Senado, e essas os repelem das pensões”. (O próprio Montalvo evita passar pelos Estados Unidos em sua viagem para a Europa por “temor a ser tratado como brasileiro, e que o ressentimento infundisse ódio em meu peito”, já que “no país mais democrático do mundo é preciso ser “loiro de cara honesta para ser gente”.

Entretanto, embora a prática sempre tenda a contradizer os princípios éticos – não por casualidade as leis morais mais básicas são sempre proibições – a onda incontrolável da utopia humanista continuava impondo-se passo a passo, como o princípio de união na igualdade, ou a “fusão das raças em uma mesma civilização”. A própria história ibero-americana é entendida neste processo universal “para unir todas as raças no trabalho, na liberdade, na igualdade e na justiça”. Quando se alcance a união, “então o continente se chamará Colômbia” (Hostos).

Também para José Martí, a história dirigia-se inevitavelmente para a união. Em “La América” (1883) previa uma “nova acomodação das forças nacionais do mundo, sempre em movimento, e agora aceleradas, o agrupamento necessário e majestoso de todos os membros da família nacional americana”. Da utopia da união de nações, projeto do humanismo europeu, passa-se a um tópico comum latino-americano: a fusão das raças em uma espécie de mestiçagem perfeita. Descartados os impérios da Europa e Estados Unidos em projeto semelhante, o Novo Mundo seria “o forno onde hão de fundir-se todas as raças, onde se estão fundindo” (Hostos). Em 1891, um Martí otimista escreve em Nova York que em Cuba “não há ódio de raças porque não existem raças”, embora fosse mais uma aspiração que uma realidade. Na época, os jornais ainda publicavam anúncios vendendo escravos juntamente com cavalos e outros animais domésticos.

Por outro lado, esta relação de opressores e oprimidos não se simplifica em europeus e ameríndios. Os collas, por exemplo, também passavam seus dias escavando a terra em busca de ouro para pagar tributos aos enviados do inca, e múltiplas tribos meso-americanas tiveram que sofrer a opressão de um império como o asteca. Durante a maior parte da vida das repúblicas ibero-americanas, o abuso de classe, de raça e de sexo foi parte da organização social.

A lógica internacional é reproduzida na dinâmica doméstica. Nas palavras do boliviano Alcides Arguedas, de 1909, “quando um patrão tem dois ou mais pongos [trabalhador sem salário], fica com um e arrenda os restantes, como se tratasse simplesmente de um cavalo ou de um cachorro, com a pequena diferença que o cachorro e o cavalo são alojados numa casinha de madeira ou em um estábulo e a ambos é dado de comer; ao pongo é dado o vestíbulo para que durma e é alimentado com os restos”.

Ao passo que os soldados tomavam os índios pelos cabelos e à força de golpes com sabres e os levavam para limpar quartéis ou roubavam-lhes as ovelhas para manter uma tropa do exército que estava de passagem. Diante dessas realidades, as utopias humanistas apareciam como fraudes. Frantz Tamayo, em 1910, declama, “imaginai um pouco o império romano ou o império britânico tendo por base e por ideal o altruísmo nacional. […] Altruísmo!,verdade!, justiça! Quem as pratica com a Bolívia? Falai de altruísmo na Inglaterra, o país da conquista sábia, e nos Estados Unidos, o país dos monopólios devoradores!”. Segundo Ángel Rama (1982), também a modernização foi exercida principalmente “mediante um rígido sistema hierárquico”. Quer dizer, tratou-se de um processo semelhante ao da Conquista e da Independência. Para legitimá-lo,“aplicou-se o patrão aristocrático que foi o mais vigoroso modelador das culturas latino-americanas ao longo de toda sua história”.

Por acaso tivemos uma história diferente dessas calamidades durante as ditaduras militares de finais do século XX? Agora, isto quer dizer que estamos condenados por um passado que se repete periodicamente como se cada vez fosse uma novidade?

2.

Respondamos com um problema diferente. A tradição popular psicanalítica do século XX nos fez acreditar que o indivíduo é sempre, de alguma forma e em algum grau, cativo de um passado. Menos arraigados na consciência popular, os existencialistas franceses reagiram propondo que, na realidade, estamos condenados a ser livres. Quer dizer, em cada momento temos que escolher, não há remédio. Opino que as duas dimensões são possíveis em um ser humano: por um lado estamos condicionados por um passado, mas não determinados por ele. Mas se rendemos tributo paranóico a esse passado, acreditando em que todo nosso presente e nosso futuro é devido a esses traumas, estamos reproduzindo uma doença cultural: “sou infeliz porque meus pais têm a culpa”. Ou, “não posso ser feliz porque meu marido me oprime”.

Mas onde está o sentido da liberdade e da responsabilidade? Por que não dizer que “não fui feliz ou tenho estes problemas porque, sobretudo, eu mesmo não me responsabilizei por meus problemas”? Assim surge a idéia de vítima-passiva, e no lugar de lutar com critério contra males como o machismo busca-se esta muleta para justificar porque esta mulher ou aquela outra foram infelizes. “Estou resfriada? A culpa é do machismo desta sociedade”. Etc.

Talvez seja demais dizer que o ser humano não é só biologia nem é só psicologia: estamos construídos por uma história, a história da humanidade que nos cria como sujeitos. O indivíduo – o povo – pode reconhecer a influência de contexto e de sua história e, ao mesmo tempo, sua própria liberdade sempre em potência que, por mínima e condicionada que seja, é capaz de mudar radicalmente o curso de uma vida. Isto é, um indivíduo, um povo que rechace de antemão qualquer representação de si mesmo como vítima, como planta ou como bandeira que ondula ao vento.

Dr. Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Sobre la superioridad moral

Alberdi's daguerreotype taken in Chile, dated ...

Image via Wikipedia

Sobre la superioridad moral

En 1865 el argentino Juan Bautista Alberdi contestó al pedagogo y luego presidente de la nación, D. F. Sarmiento quien había definido como “terrorista” a José Artigas en su famoso libro Civilización y barbarie. Según Alberdi, esto revelaba una profunda incomprensión histórica de la inevitable violencia del montonero rebelde que respondía así a la violencia establecida por la opresión colonialista. Analizando la naturaleza del poder en La barbarie histórica de Sarmiento, Alberdi concluye que “siempre la victoria de los recursos dio la presunción de superioridad moral e inteligencia a los vencedores”.

Pero toda fuerza hegemónica, con pocas excepciones, ha necesitado siempre además de la legitimación divina, como si en el fondo supiese que no podía tenerla de las otras naciones, de los otros pueblos. Jorge L. Borges —de quien no se sospechan malas intenciones—, recordaba en un ensayo de 1946 que “Milton, en el [siglo] XVII, notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses”.

Como es lógico, junto con la autoprocalmación de “pueblo elegido” va unida la idea de “superioridad moral”. Estos dos elementos conforman la idea de “destino manifiesto”, que en nuestro tiempo es ejercitado por las fuerzas más reaccionarias del planeta. Al igual que la doctrina calvinista de la predestinación, la idea de destino no induce al individuo a sentirse en paz o en resignación con la decisión ya tomada por Dios, sino que, por el contrario —según Max Weber, Erich Fromm y el resto del sindicato— el factor cultural y psicológico de la incertidumbre (otra prueba, al fin y al cabo, de que no hay nada suficientemente manifiesto) llevan al individuo a luchar sin tregua por un signo positivo de ser él uno de los elegidos.

Es decir, si por un lado se asume que la partida ya está decidida, por el otro se radicaliza la acción por la confirmación. De ahí que aquellos que dicen estar convencidos de haber sido elegidos y salvados por Dios son los menos serenos en la acción y en las disputas religiosas. Esta acción, para la ética calvinista, es el trabajo y la acumulación de capital, ya que la riqueza sería el signo de la preferencia de Dios por esos seres de un día. Como siempre, no importa si Jesús dijo lo contrario, recurriendo a la metáfora del camello o de la soga pasando por el ojo de una aguja para dar una idea de las posibilidades que tiene un rico de entrar en el Reino de los Cielos. La teología tradicional lo arregla todo; si no estamos de acuerdo, si no nos conviene, interpretamos. Y si tenemos el poder, impondremos al resto nuestra interpretación, no por la razón crítica sino por la fuerza y la repetición y la propaganda. Así, si Jesús dijo que para el rico será tan difícil entrar a su reino como el camello (o la soga) pasar por el ojo de una aguja, eso en realidad, bien interpretado, quería decir que el camello representa a los pobres. Y donde dice “los últimos serán los primeros”, quiere decir, en realidad, que la economy class será la primera en esperar a que pasen los de la first class. Porque así permite Dios que ocurra en los aeropuertos, puertas terrenales al sagrado espacio de los cielos.

Ahora, la idea que iguala “superioridad moral” con “superioridad de la fuerza” sólo puede proceder de quien tiene la fuerza. El triunfo por la hegemonía es un logro más fácil de ver objetivamente que quien obtiene un triunfo moral. De ahí la necesaria legitimación del vencedor. De ahí la obsesión por los símbolos y las conmemoraciones de hechos que a veces nunca sucedieron o sucedieron de otra forma o fueron motivados por razones que nunca se exponen o quedaron enterradas bajo toneladas de propaganda y eufóricos discursos.

Borges —repito, de quien no se sospecha ni se investiga otra cosa que su conducta estética—, reconoció alguna vez que “hay una dignidad que el vencedor no puede alcanzar”. Esta es la percepción o el consuelo dominante en cinco siglos de conquistas, coloniaje y dominación en América Latina, representada como el polo opuesto a la América sajona. Quizás Ariel de J. E. Rodó haya expresado en 1900 esta oposición: el vencedor político no es el vencedor moral (aunque Rodó prefería la más arbitraria “superioridad estética”, propia de su época y de una Europa en decadencia relativa).

Pero el vínculo establecido entre la “superioridad moral” y “la superioridad de la fuerza” se derriba con mínimas observaciones. Alguien que no tiene escrúpulos puede vencer en la carrera por un puesto de gerente, recurriendo a la mentira, a la intriga y a la traición contra sus compañeros de trabajo. El éxito de su empresa personal no es interpretado por nosotros como un signo de superioridad moral, ya que para muy pocos la mentira, la intriga y la traición son rasgos de una moral superior. También podemos recurrir a los clásicos ejemplos de dumping, donde una transnacional o una poderosa cadena de supermercados trabaja un tiempo a pérdidas hasta que sus débiles competidores quiebran y se impone un nuevo monopolio, producto de una auténtica libertad de mercado. O podemos recurrir a la historia y recordar todos los imperios que han sido, desde la democrática Atenas hasta los más salvajes imperios asiáticos, desde el imperio romano hasta el imperio musulmán sometiendo a diversos pueblos de culturas más sofisticadas, desde el imperio español, el francés, el inglés o el holandés multiplicando fuerzas y beneficios mediante el turismo africano en América o la administración de pueblos primitivos y salvajes con el fin de enseñarles los beneficios de la libertad de comercio, la democracia y la civilización, hasta el imperio americano expandiendo sus cadenas de fast food y sus intervenciones armadas por el bien de la libertad.

Alguna vez insistimos que aún para el progreso económico de un país, es indispensable un mínimo de ética que ponga las reglas claras y las hagan efectivas. Pero esta condición no es una condición necesaria y suficiente para el éxito (político) de una nación que se convierte en hegemónica, como Estados Unidos, ni lo será para la China del siglo XXI. Estados Unidos tiene virtudes que muchas veces señalamos como ejemplo. El mismo Simón Bolívar, que tantas veces manifestó su frustración por las divisiones y la incapacidad cultural de nuestro continente para gobernarse a sí mismo sin recurrir a tiranías, en 1819 señalaba a Estados Unidos como un ejemplo de éxito práctico de la teoría democrática y republicana, como “modelo singular de virtudes políticas y de ilustración moral […] este pueblo es único en la historia del género humano”. Pero uno de sus peores defectos es creerse el paladín de la moral y, encima, pretender deducir esto de su éxito político y económico que llevó a la admirable nación a convertirse en una fuerza hegemónica. A fines del siglo XIX el ecuatoriano Juan Montalvo evitó pasar por Estados Unidos en su camino hacia Europa: “no ha sido sino por temor —escribió—, temor de ser tratado como brasileño, y que el resentimiento infundiese en mi pecho odio por un pueblo al cual tributo admiración sin límites”.

Lo mismo equivale decir que el éxito por la hegemonía de un país puede depender de su educación pero no necesariamente de su cultura ni mucho menos de sus atributos morales. Es decir, si la educación (en su sentido de especialización y adoctrinamiento según las necesidades del Estado o de la sociedad) puede convertir a un grupo en una perfecta máquina de producir o en una maquinaria espartana, ello no significa que deba atribuirse una superioridad en todas las demás facultades humanas. Equivaldría a la lógica de un duelo de armas, donde un mentiroso podía salvar su honor matando al denunciante, según la ley y por habilidades propias en el manejo de alguna de esas herramientas de la muerte. De donde se deducía que un militar o un gángster podían monopolizar el honor y la verdad de los hechos según su antojo. O sería como el bobo del barrio al que todos temen por su fuerza descomunal pero no por su inteligencia. El bobo no estará en condiciones de comprender esto. Por el contrario, al ver que todos le temen y respetan, se dirá orgulloso: “qué listo soy, sí, qué listo, eso, que soy listo…”

Jorge Majfud

Setiembre 2007

The University of Georgia

¿Qué es un ideoléxico?

Little Rock, 1959. Rally at state capitol, pro...

Integración racial es comunismo

What Is an Ideolexicon? (English)

¿Qué es un ideoléxico?

Varias veces me han pedido que defina qué entiendo por ideoléxico. Nunca he dado la misma respuesta, pero eso no se debe a que la idea sea ambigua o indefinida sino todo lo contrario.

Si bien este es un neologismo, no creo que en su raíz la idea sea original: todo aquello que se nos ocurre ya otros lo intuyeron antes. Basta con leer a los antiguos griegos para descubrir allí los primeros indicios de la teoría de la evolución de Darwin (Empédocles), los átomos de Dalton o Bohr (Leucipo o Demócrito), la equivalencia de masa-energía de Einstein (Heráclito), la epistemología moderna (ídem), la psiquis bicefálica de Freud (Platón), el postestructuralismo de Derrida o Lyotard (los sofistas), etc.

Yo sospecho que el italiano Antonio Gramsci podía haber ampliado el concepto de ideoléxico en los años ’30 (quizás ya lo hizo en su Quaderni del carcere, aunque no he podido encontrar ese momento preciso entre las más de dos mil páginas de esta desarticulada obra). Una de las observaciones de Gramsci al marxismo fue la advertencia de cierta autonomía de la supraestrcutura. Es decir, si anteriormente se entendía que la infraestructura (el orden económico, productivo) determinaba la realidad supraestructural (la cultura en general), luego se vio que el proceso no sólo podía ser inverso (Max Weber) sino simultáneo o dialéctico (Althusser). Para mí, ejemplos de lo primero son la esclavitud, la educación moderna, el feminismo, etc. Los ideales humanistas que condenaban la esclavitud existían desde siglos antes de que se transformaran en un precepto social. Una explicación marxista es inmediata: sólo cuando la industria de los países desarrollados (Inglaterra y el norte de Estados Unidos) encontró un problema económico en el sistema esclavista, se impuso la nueva (práctica) moral. Lo mismo la educación universal: la uniformidad de las túnicas de los niños, el riguroso cumplimiento de horarios no hacen otra cosa que adaptar al futuro obrero a la disciplina de la industria (o del ejército), de la cultura de la estandarización. Razón por la cual hoy en día las universidades y la educación en general comenzaron un proceso inverso de des-uniformización. También los reclamos feministas son antiguos (y parte del humanismo), pero no se convierten en una exigencia moral hasta que la sociedad capitalista y las sociedades comunistas industrializadas necesitaron nuevos trabajadores y, sobre todo, nuevas asalariadas.

Aparte, podemos entender que, aunque estos logros no se hayan obtenido por una conciencia ética sino por iniciales intereses de los opresores (como el voto universal a un pueblo fácilmente manipulable por el caudillo y la propaganda), de cualquier forma el camino recorrido “hacia adelante” no se desandará tan fácilmente, aunque cambien aquellos intereses que los hicieron posible. El poder nunca es absoluto; siempre debe hacer concesiones para mantenerse.

En nuestra época, aunque el uso de la fuerza bruta como en tiempos de Atila no se desprecia del todo, ya no es posible arrasar pueblos y oprimir otros hombres y mujeres sin una legitimación. Menos en una sociedad global que, aunque todavía sumergida en las tradicionales redes de información, progresivamente tiende a arrebatarle a los poderes sectarios la narración de su propia historia. Estas legitimaciones del poder pueden ser burdas (aún confían en la frágil memoria de los pueblos obedientes o amedrentados por la violencia física y moral), pero su fuerza es el poder de manipulación semántica que produce una determinada realidad: cuando se tira una bomba desde un avión y mueren decenas de inocentes, se usan nombres como “defensa”, “liberación”, “efectos colaterales”, etc. Si la misma bomba es puesta por un individuo en un mercado y mata la misma cantidad de inocentes, ese acto es definido como “terrorista”, “bárbaro”, “asesino”, etc. Del otro lado, los ideoléxicos serán diferentes: unos son imperialistas, los otros rebeldes o patriotas.

En el siglo XIX, el argentino D. F. Sarmiento definió a José Artigas como “terrorista” (para otros libertador, rebelde), mientras el general Julio Argentino Roca se convertía en un héroe militar, en múltiples estatuas de bronce, por la limpieza étnica que su ejército llevó a cabo contra los originales dueños de la Patagonia (“No hubo batalla, fue una cabalgata bajo el sol patagónico y logramos 1600 muertos y otros 10.000 de la chusma. Era el destino de una raza salvaje que ya estaba vencida”, informó el venerado general Roca).

Es decir, un ideoléxico es una palabra o una combinación de términos que han sido colonizados en su semántica con un propósito político-ideológico (extremista, radical, patriota, normal, demócrata, buenas costumbres). Esta colonización generalmente es llevada a cabo por una cultura hegemónica, pero su mayor particularidad radica en la manipulación discursiva de un poder político hegemónico que es disputado por las ideologías resistentes. La calificación de “radical” o “extremista”, al poseer una valoración negativa, será un instrumento de lucha: cada adversario —el dominante y el marginal— procurarán asociar este ideoléxico (cuya valoración no se encuentra en disputa) a aquellos otros ideoléxicos ajenos de valoración inestable, como progresista, feminista, homosexual, liberal, globalización, civilización, etc.

En resumen, un ideoléxico es un arma semántica con un uso politikós (o sociopolítico) y al mismo tiempo es el objetivo de disputa de diferentes grupos en una sociedad. Cuando uno de ellos se consolida como valor negativo o positivo (ej., comunismo), pasa a ser un instrumento de colonización de otros ideoléxicos que se encuentran en disputa social, histórica.

A su vez, cada ideoléxico se compone de un campo semántico positivo y otro negativo cuyos límites se definen según el avance o retroceso de los grupos sociales en disputa (por ejemplo, justicia, libertad, igualdad, etc.). Es decir, cada grupo procurará definir lo que significa y lo que no significa “justicia”, “libertad”, a veces usando instrumentos clásicos como la deducción o la inducción, pero por lo general operando una suerte de declaración ontológica (A es B, B no es C) mediante la asociación o intercepción de los campos semánticos de dos o más ideoléxicos (integración racial = comunismo; igualdad + libertad = justicia, etc.)

Cuando en los años ’50 en Estados Unidos la integración racial se encontraba en disputa, quienes se oponían a este cambio se manifestaron con carteles por las calles: “race mixing is communism” (la integración racial es comunismo). La palabra “comunismo” —como “marxismo” en América Latina— se encontraba consolidada en sus valores negativos, demoníacos. Su significado y valoración no estaban en disputa. Cuando los soldados de las oligarquías latinoamericanas asesinaban a un cura o a un periodista o a un sindicalista, en cualquier caso se justificaban aduciendo que eran marxistas, sin haber leído jamás un libro de Marx y sin tener más idea del marxismo de aquella que habían recibido de la estratégica repetición diaria.

Jorge Majfud

Junio 2007.

The University of Georgia

Milenio (Mexico) 

MLA https://www.cambridge.org/core/services/aop-cambridge-core/content/view/D0E34B148C6A54BD02295DEA1E197CE1/S0030812922000839a.pdf/the-jargon-of-liberal-democracy.pdf

 

What Is an Ideolexicon?

I have been asked several times to define what I mean by ideolexicon. I have never given the same response, but that is not due to the idea being ambiguous or undefined but quite the contrary.

Although this term is a neologism, I do not believe that at root the idea is original: everything that occurs to us others have already intuited before. It is sufficient to read those ancient Greeks in order to discover there the first indications of Darwin’s theory of evolution (Empedocles), Dalton or Bohr’s atoms (Leucippius or Democritus), Einstein’s mass-energy equivalency (Heraclitus), modern epistemology (idem), Freud’s bicephalic psyche (Plato), Derrida or Lyotard’s poststructuralism (the Sophists), etc.

I suspect that the Italian Antonio Gramsci could have broadened the ideolexicon concept in the 1930s (perhaps he had already done so in his Quaderni del carcere, although I have not been able to find that precise moment among the more than two thousand pages of this disarticulated work). One of Gramsci’s observations with regard to Marxism was the warning of a certain autonomy of the superstructure. That is, if previously it was understood that the infrastructure (the productive, economic order) determined superstructural reality (culture in general), later it was seen that the process could not only be the inverse (Max Weber) but simultaneous or dialectical (Althusser). For me, examples of the first are slavery, modern education, feminism, etc. Humanist ideals that condemned slavery existed centuries before they would be transformed into a social precept. A Marxist explanation is immediate: only when the industry of the developed countries (England and the northern United States) found an economic problem with the slavery system was the new morality (and practice) imposed. The same with universal education: the uniformity of the children’s tunics, the rigorous compliance with schedules do nothing more than to adapt the future worker to the discipline of industry (or the army), the culture of standardization. For which reason today the universities and education in general have begun a reverse process of de-uniformization. Feminist demands are also ancient (and part of humanism), but they do not become a moral exigency until capitalist society and the industrialized communist societies needed new workers and, above all, new female wage workers.

Anyway, we can understand that, although these advances have not been obtained by an ethical conscience but by initial interests of the oppressors (like the universal vote for a people easily manipulable by the caudillo and propaganda), at any rate the road travelled “forward” is not walked backward so easily, even if those interests that made it possible were to change. Power is never absolute; it always must make concessions in order to maintain itself.

In our time, even though the use of brute force like in the times of Attila is not entirely looked down upon, it is no longer possible to lay waste to peoples and oppress other men and women without a legitimation. Much less in a global society that, though still submersed in the traditional networks of information, progressively tends to snatch from sectarian powers the narration of its own history. These legitimations of power may be farcical (they still trust in the fragile memory of obedient nations, or nations terrified by physical and moral violence), but their strength is the power of semantic manipulation to produce a determined reality: when a bomb is dropped from a plane and tens of innocents die, terms are used like “defense,” “liberation,” “collateral effects,” etc. If the same bomb is placed by an individual in a market and it kills the same quantity of innocents, that act is defined as “terrorist,” “barbaric,” “murderous,” etc. From the other side, the ideolexicons will be different: some are imperialists, other rebels or patriots.

In the 19th century, the Argentine D.F. Sarmiento defined José Artigas as “terrorist” (for others he was liberator, rebel), while the general Julio Argentino Roca became a military hero, in multiple bronze statues, because of the ethnic cleansing that his army carried out against the original owners of Patagonia (“There was no battle, it was a parade beneath the Patagonian sun and we achieved 1600 dead and another 10,000 of the rabble. It was the fate of a savage race that was already defeated,” informed the venerated general Roca).

Which is to say, an ideolexicon is a word or a combination of terms (extremist, radical, patriot, normal, democrat, good manners) that has been colonized in its semantics with a politico-ideological purpose. This colonization generally is carried out by a hegemonic culture, but its greatest particularity is rooted in the discursive manipulation of a hegemonic political power that is disputed by resistant ideologies. The qualification of “radical” or “extremist,” by possessing a negative valorization, will be an instrument of struggle: each adversary – the dominant and the marginal – will seek to associate this ideolexicon (whose valorization is not found to be in dispute) with those other ideolexicons whose valorization is unstable, like progressive, feminist, homosexual, liberal, globalization, civilization, etc.

In summary, an ideolexicon is a semantic weapon with a political (or socio-political) usage and at the same time it is the object of dispute of different groups in a society. When one of them is consolidated as a negative or positive value (ex., communism), it comes to be an instrument of colonization of other ideolexicons that are in social and historical dispute.

In its turn, each ideolexicon is composed of a positive semantic field and a negative one whose limits are defined according to the advance and retreat of the social groups in dispute (for example, justice, freedom, equality, etc.). That is, each group will seek to define what is meant and what is not meant by “justice,” “freedom,” at times using classical instruments like deduction and induction, but generally operating a kind of ontological declaration (A is B, B is not C) by way of association or interception of the semantic fields of two or more ideolexicons (racial integration=communism; equality+freedom=justice, etc.). When in the 1950s in the United States racial integration was in dispute, those who opposed this change demonstrated in the streets with placards: “race mixing is communism.” The word “communism” – like “Marxism” in Latin America – had been consolidated in its negative, demonized, values. Its meaning and valorization were not in dispute. When the soldiers of the Latin American oligarchies would murder a priest or a journalist or a unionist, whatever the case they justified themselves by adducing that the victims were Marxists, without having ever read a book by Marx and without having any more idea of what Marxism was than what they had received through strategic daily repetition.

Dr. Jorge Majfud

MLA https://www.cambridge.org/core/services/aop-cambridge-core/content/view/D0E34B148C6A54BD02295DEA1E197CE1/S0030812922000839a.pdf/the-jargon-of-liberal-democracy.pdf

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

La mayoría de las medicinas que se venden en forma de píldoras, recubren una determinada droga, químico o compuesto con una capa de color atractivo y gusto dulce. En español, la sabiduría popular usa esta particularidad para construir una metáfora: “tragarse la píldora” tiene una connotación negativa y expresa la acción de consumir una cosa con la forma o el gusto de otra. Es decir, creer o aceptar una verdad como hecho incuestionable sin ser conscientes de las verdaderas implicaciones. En la tradición literaria, este fenómeno epistemológico se entendía con la metáfora del caballo de Troya, también usado hoy en día para designar virus informáticos. Un ideoléxico puede entenderse como una pastilla que el discurso hegemónico prescribe e impone con seductora violencia. Por ejemplo, el ideoléxico libertad viene recubierto de una plétora de lugares comunes y dulcemente positivos (la libertad, como precepto universal lo es). Sin embargo, dentro de este recubrimiento dulce y brillante se esconden las verdaderas razones de las acciones: la dominación, la opresión, la violencia de los intereses sectarios, etc. El recubrimiento dulce y brillante anula la percepción se sus opuestos: el contenido amargo y opaco.

La tarea del crítico consiste en romper la envoltura, es des-cubrir, en des-velar el contenido de la píldora, del ideoléxico. Claro que esta tarea tiene resultados amargos, como el centro de la píldora. Los adictos a una droga no renunciarán a ella sólo porque alguien descubra las graves implicaciones de su confort momentáneo. De hecho, se resistirán a esta operación de exposición.

Analicemos un ideoléxico común en el discurso dominante del capitalismo tardío: la responsabilidad personal. De entrada vemos que su cobertura es del todo dulce y brillante. ¿Quién sería capaz de discutir el valor de la responsabilidad de cada individuo? Un posible cuestionamiento sería rápidamente anulado por una falsa alternativa: la irresponsabilidad. Pero podemos comenzar problematizando el nuevo falso dilema observando que el mismo adjetivo —personal— de este ideoléxico compuesto anula o anestesia otro menos común y más difícil de apreciar por los sentidos: no se menciona la posibilidad de la existencia de una “responsabilidad social”. Tampoco se habla o se acepta —en base a una alarga tradición religiosa— que puedan existir “pecados sociales”.

Vayamos más al centro de un caso concreto: la trágica matanza ocurrida en la Universidad de Virginia Tech. Quienes pusieron el dedo acusador —tímidamente, como siempre— en la cultura de las armas en Estados Unidos, fueron criticados en nombre del ideoléxico de la responsabilidad personal. “No son las armas las que matan gentes —comentó un amigo del rifle en un diario— sino la gente misma. El problema está en los individuos, no en las armas”. La píldora muestra un alto grado de obviedad, pero lleva nuevamente otros problemas: nadie cuestionó cómo podría hacer un desquiciado para matar a treinta personas con una piedra, con un palo o, incluso, con un cuchillo.

Esta lógica se expresa cubriendo una contradicción interna del discurso. Cuando se habla de drogas, se culpa a los productores, no a los consumidores. Pero cuando se habla de armas, se culpa del mal a los consumidores, no a los productores. La razón estiba, entiendo, en el lugar que ocupa el poder. En el caso de las drogas, los productores son los otros, no “nosotros”; en el caso de las armas, los consumidores son los otros; “nosotros” nos limitamos a su producción. El discurso hegemónico nunca menciona que si no existiese el consumo de drogas en los países ricos no existiría la producción que satisface la demanda; si no existiera esta calamidad en la ilegalidad tampoco existirían las mafias de narcotraficantes. O su existencia sería raquítica, en comparación a lo que es hoy. Pero como los otros (los productores de los países pobres) son los responsables individuales, “nosotros” (los productores de armas, los responsables administradores de la ley) estamos legitimados para producir más armas que los otros deberán consumir, para respaldar la ley —y para quebrantarla.

Si alguien, como el asesino de Virginia Tech compra un par de armas con más facilidad y cien veces más rápido con que uno puede comprar un auto, y comete una masacre, toda la responsabilidad radica en el desquiciado. Entonces, se llega a una trágica paradoja: una sociedad armada hasta los dientes está a la merced de los desquiciados que no saben ejercer correctamente su responsabilidad personal. Para corregir este problema, no se recurre a la responsabilidad social, combatiendo las armas y el sistema económico y moral que lo sustenta, sino vendiendo más armas a los individuos responsables, para que cada uno pueda ejercer con más fuerza su propia “responsabilidad personal”. Hasta que vuelve a aparecer alguien excepcionalmente enfermo —en una sociedad de santos los demonios son excepciones muy frecuentes— y comete otra masacre, esta vez más grande, ya que el poder de destrucción de las armas siempre se perfecciona, gracias a la alta tecnología y a la moral de los individuos responsables.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Abril 2007

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy

Most of the medicines that it is sold as pills cover a certain drug, chemic or compound with a coat that has an attractive color and a sweet taste. In Spanish, popular wisdom uses this characteristic to build a metaphor: “to swallow the pill” has a negative meaning and expresses the action of taking something with the shape or the taste of something else. That means, to believe or accept a truth as an unquestionable event without being conscious of the true implications. In literary tradition this epistemological phenomena is understood with the Troy Horse metaphor, which is also still use to name some computer viruses. An ideo-lexical may be understood as a pill prescribed and imposed by an hegemonic discourse with a seducing violence. For example, the ideo-lexical freedom is covered by a plethora of common and sweetly positive places (freedom, as a universal precept is so).

However, within this sweet and brilliant cover there are the true reasons behind the actions: domination, oppression, violence against sectarian interests, etc. The sweet and brilliant cover annuls the perception of its opposites: the sour and opaque content.

The job of the critic is to break the cover, to discover, to reveal the content of the pill, of the ideo-lexical. Of course, this job has bitter results, just like the center of the pill. Those who are addicted to a drug do not renounce to it just because someone might discover the grave implications of their momentary comfort. In fact, they will try to resist this operation of exposition.

Let us analyze a common ideo-lexical in the dominating discourse of late capitalism: personal responsibility. To start of we notice that its cover is totally sweet and brilliant. Who would be capable of arguing the value of the responsibility of each individual? A possible question would be quickly annulled by a fake alternative: irresponsibility. But we may start by taking the new fake dilemma as the problem by observing that the adjective itself-personal-of this compound ideo-lexical annuls or anesthetizes another one which is less common and harder to appreciate by the senses: the possibility of the existence of a “social responsibility” is never mentioned. It is also never mentioned or accepted-due to a long religious tradition-that there might be “social sins.”

Let us go deeper in a specific case: the tragic massacre which took place at the Virginia Tech University. Those people who—shyly, as ever—placed their accusing finger in the weapons culture from the United States, were criticized in the name of the personal responsibility ideo-lexical. “Weapons are not what kill people-commented a friend of the rifle in a newspaper-people are who kill people. The problem is the people, not the weapons.” The pill shows a high level of obviousness, but there are again some other problems: nobody questioned how some crazy man could kill thirty people with a stone, with a stick or even with a knife.

This logic is expressed by covering an internal contradiction in the discourse. When we talk about drugs, we are blaming the producers, not the consumers. But when we talk about weapons, we are blaming the consumers, not the producers. The reason is to be found, I believe, in the place where power is to be found. In the case of drugs, the producers are the others, not us; in the case of the weapons, the consumers are the other; we are only producing them. The hegemonic discourse never mentions that if there were no drug consumption in the wealthy countries there would be no production to satisfy that demand; if there was no illegality there would also never exist the mafia groups of drug dealers. Or at least, their existence would be minimal, compared to what we have today. But because the others (the producers from the poor countries) are individually responsible, we (the producers of weapons, who are responsible of administrating the law) are legitimized to produce more weapons which should be consumed by the others to back up the law-and to break it.

If someone like the Virginia Tech murder buys a couple of guns more easily and a hundred times faster than you can buy a car and commits a massacre, the responsibility is completely of the madman. We reach then a tragic paradox: a society that is armed to their teeth is entirely in the hands of the crazy people who do not know how to correctly control their personal responsibility. In order to solve this problem, they don’t turn to social responsibility, by fighting the weapons and the economic and moral system that sustains them, but they sell more weapons to the responsible individuals, so that every single one of them may be more capable of performing their own “personal responsibility.” Until somebody else who is exceptionally ill-in a society of saints, demons are very frequent exceptions-may appear again and commits another massacre, bigger this time, because the power of destruction of the weapons is getting more and more perfected, thanks to the high technology and the moral of the responsible individuals.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo

Uno de los sitios recurrentes para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos, tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales. La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.

En una cultura de analfabetos, la oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas, sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza; escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto, asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.

La cultura oral de la Edad Media comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás, también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no religioso, hace un giro inverso, reaccionario.

El siglo siguiente, el XVI, será el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión— surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.

El protestantismo, como lo dice su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: “el cristianismo no debe ser ‘lector’ sino ‘oyente’ de la Palabra, y ‘oírla’ es tanto como ‘vivirla’” (1952).

Podemos entender que la cultura de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese mediocre librito llamado Mein Kampf  (su título original era Contra la Mentira, la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.

En gran medida, podemos considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas representadas en las piedras de las catedrales.

En una sociedad donde los gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.

Nada en la historia es casual, aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos. Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito; hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que transmite y oculta valores y significados.

Una de las principales plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.

A medida que los poderes económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba. Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.

Jorge Majfud

The University of Georgia

16 de febrero de 2007

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L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident

«L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

Par Jorge Majfud *

El Correo . Paris, 2 février 2007.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

*Dr. Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

La colonización de los patriotismos

1963 Spanish peseta coin with the image of Fra...

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The Colonization of Patriotisms (Spanish)

 

La colonización intra-nacional de los patriotismos

Cierta vez, en una clase de secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Juan Carlos Onetti. La respuesta fue contundente: ese señor había recibido todo de Uruguay (educación, fama) y “se había ido” a España a hablar mal de su propio país. Es decir, se identificaba un país entero con un gobierno y una ideología, excluyendo y desmoralizando todo lo demás.

De forma implícita, se asume que existe una forma única —verdadera, honorable— de país y de ser uruguayo (chino, argentino, norteamericano, francés). Si uno está en contra de esa idea particular de país, de patria, entonces es antipatriota, es un traidor.

Un requisito fundamental para la construcción de una tradición es la memoria. Pero nunca toda la memoria, porque no hay tradición sin olvidos. El olvido —siempre más vasto— es indispensable para la adecuación de una determinada memoria a los poderes presentes que necesitan legitimarse a través de una tradición. Si asumimos que los símbolos y los mitos nacionales no son imposiciones de Dios, no nos queda más remedio que sospechar de los poderes terrenales. Es decir, una tradición no es simple e inocente memoria sino memoria conveniente. Ésta suele cristalizarse en símbolos y vacas sagradas, y nada menos objetivo que los símbolos y las vacas.

En la España de Isabel y Fernando, la exclusión fue la base de una patria previamente inexistente. La península Ibérica era, por entonces, el rincón con mayor diversidad cultural de Europa y conformada por tantos países como ésta. Ser español pasó a ser para muchos, después de la Reconquista, un ejercicio de purificación: un solo idioma, una sola religión, una sola raza. Casi quinientos años después, Francisco Franco impuso la misma idea de nación basada por lo menos en las dos primeras categorías de pureza. Camilo José Cela lo reconoció así: “Ni un solo español está libre de ver correr por sus venas sangre mora o judía” (A vueltas con España, 1973); como quien dice “nadie es perfecto”. Durante siglos los intelectuales buscaron, con obsesión, el “carácter español”, como si en la ausencia de una característica concreta se corriese el riesgo de perder la patria. Américo Castro en Los españoles… (1959) observó: “no se encontrará nada semejante a la fantasía española de imaginar españoles antes de que existiesen”. Luego criticó los escritos patrióticos que alababan lo español de Luis Vives que, aún en el extranjero “nunca olvidó Valencia”: no podría olvidar Valencia porque su familia, de origen judío, había sido perseguida y sus dos padres quemados por la inquisición. El célebre presbítero Manuel García Morente entendía que “para los españoles no hay diferencia, no hay dualidad entre la patria y la religión” (Idea de la hispanidad, 1947); “no existe el dualismo entre el César y Dios”. “España está hecha de fe cristiana y de sangre ibérica”. “En España, la religión católica constituye la razón de ser de una nacionalidad…” El gusto ultraconservador por las esencias, lo lleva a repetidas tautologías de este tipo: “el deber patriótico” es ser “fiel a la esencia de la patria”. Otro español, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), cuestionó estas ideas funcionales del poder: “Considero que todo lo que se habla de ‘carácter nacional’ es una actividad mística”. “Los caracteres nacionales se quisieron fijar como colectivos y hereditarios. Así, a veces, se recurrió a expresiones como las de ‘mal español’, ‘hijo renegado’, traidor a la ‘herencia de los padres’ para atacar a un enemigo”.

Esta estrategia del olvido y la exclusión es universal. Los chilenos, argentinos y uruguayos construimos una tradición a la medida de nuestros propios prejuicios europeístas y no en pocos momentos racistas y genocidas. Los autores de diversas limpiezas étnicas (Roca, Rivera) son honrados aún hoy en las escuelas y en los nombres de calles y ciudades. Los indígenas no sólo fueron expoliados y exterminados; también terminamos por blanquear la memoria de los salvajes indómitos. Otro español, Américo Castro, nos recuerda: “Cuando los pueblos son más creyentes que pensantes […] se hace antipático el dudar”.

Así, La patria se convierte en una idea de nación que tiende a excluir todas las demás ideas sobre la misma. Por esta razón suele convertirse en un arma de dominación negativa basada en los sentimientos positivos de pertenencia y familiaridad. Para consolidar esa arbitrariedad del poder tradicional, se recurren a otros instrumentos semánticos. Como el honor, por ejemplo.

El honor es el tributo simbólico que una sociedad impone, por medio de la violencia ideológica y moral, a aquellos individuos que deben ejercer la violencia física para defender los intereses sectarios de aquellos otros que nunca arriesgarán su propia vida en hacerlo. Por esta razón, un ideoléxico compuesto y contradictorio como “el honor de las armas” ha sobrevivido por siglos. No existe otra forma de predisponer a la muerte a un individuo por razones que no está en condiciones de comprender o, si las comprende, no está en condiciones de aceptarlas como sus propias razones. Si se trata de un soldado (el caso más común) el sueldo nunca será razón suficiente para morir. Es necesario cultivar una motivación más allá de la muerte. En el caso del mártir religioso, esta función la cumple el Paraíso; en el caso de una sociedad laica que organiza un ejército a través de un Estado secular, no queda alternativa que la retribución de una muerte ejemplar: el honor, el cumplimiento con el deber, el amor por la patria, etc. Todos ideoléxicos basados en acepciones positivas, incuestionables.

Se honra individuos (paradójicamente anónimos) porque no se puede honrar la guerra que produce esos mares de muertos sin nombres ni se puede honrar las razones financieras, políticas, los intereses de las sectas en el poder. Esto se demuestra cuando, cada día en que se recuerdan a los soldados caídos, nunca se recuerdan los motivos que llevaron a los ahora héroes a morir. Se abstrae y se descontextualiza para consolidar el símbolo y conferirle naturaleza absoluta. Podría ocurrir que existan guerras justas (como una acción de defensa o de liberación), pero aún así resulta imposible pensar que todas las guerras son justas o santas. Entonces, ¿por qué se abstrae este elemento perturbador de la conciencia colectiva? Un solo cuestionamiento es (debe ser) interpretado como una afrenta a los “héroes caídos”. De esa forma, la ganancia es cuádruple: (1) la sociedad lava sus pecados y su mala conciencia; (2) las víctimas del absurdo reciben una gratificación moral y un sentido a sus propias desgracias; (3) se previene de cualquier cuestionamiento radical sobre el sentido de las guerras pasadas; y (4) se asegura el crédito de acción para las guerras que están por venir —por unos pocos pero en nombre de todos.

Jorge Majfud

The University of Georgia

The Intra-national Colonization of Patriotisms

Once, in a high school class, we asked the teacher why she never talked about Juan Carlos Onetti.  The answer was blunt: that gentleman had received everything from Uruguay (education, fame) and “he had left” for Spain to speak ill of his own country.  That is, an entire country was identified with a government and an ideology, excluding and demoralizing everything else.

Implicitly, it is assumed that there exists a unique – true, honorable – form for the nation and of being Uruguayan (Chinese, Argentine, North American, French).  If one is against that particular idea of country, of fatherland (patria), then one is anti-patriotic, one is a traitor.

A fundamental requirement for the construction of a tradition is memory.  But never all memory, because there is no tradition without forgetting.  Forgetting – always more vast – is indispensable for the adequation of a determined memory to the present-day powers that need to legitimate themselves through a tradition.  If we assume that national symbols and myths are not imposed by God, we are left with no other remedy than to suspect earthly powers.  Which is to say, a tradition is not simple and innocent memory but convenient memory.  The latter tends to be crystalized in symbols and sacred cows, and there is nothing less objective than symbols and cows.

In the Spain of Isabel and Fernando, exclusion was the basis for a previously non-existent fatherland.  The Iberian peninsula was, at the time, the most culturally diverse corner of Europe and comprised of as many countries as the rest of Europe .  Being Spanish became for many, after the Reconquest, an exercise in purification:  one sole language, one sole religion, one sole race.  Almost five hundred years later, Francisco Franco imposed the same idea of nation based at least on the first two categories of purity.  Camilo José Cela recognized it thusly: “Not one single Spaniard is free to see Jewish or Moorish blood run through his veins” (A vueltas con España, 1973); like they say, “nobody is perfect.”  For centuries the intellectuals sought out, obsessively, the “Spanish character,” as if the absence of a concrete character ran the risk of losing the country.  Américo Castro in Los españoles…(1959) observed: “one will not find anything similar to the Spanish fantasy of imagining Spaniards before they existed.”  He then criticized the patriotic writings that praised what was Spanish about Luis Vives, who, even abroad “never forgot Valencia ”: he could not forget Valencia because his family, of Jewish origin, had been persecuted and both his parents burned by the Inquisition.  The celebrated priest Manuel García Morente believed that “for the Spanish there is no difference, there is no duality between fatherland and religion” (Idea de la hispanidad, 1947); “there exists no dualism between Caesar and God.”  “ Spain is made of Christian faith and Iberian blood.”  “In Spain , Catholic religion constitutes the purpose of a nationality…”  The ultraconservative taste for essences led him to repeated tautologies of this kind: “the patriotic duty” is to be “faithful to the essence of the fatherland.”  Another Spaniard, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), questioned these functional ideas of power: “I consider that everything that speaks of “national character” is a mystical activity.”  “National characters are meant to be established as collective and hereditary.  Thus, at times, one recurs to expressions like ‘bad Spaniard,’ ‘renegade son,’ traitor to the ‘legacy of the fathers’ in order to attack an enemy.”

This strategy of forgetting and exclusion is universal.  We Chileans, Argentines and Uruguayans constructed a tradition to the measure of our own euro-centric and not infrequently racist and genocidal prejudices.  The authors of various ethnic cleansings ( Roca , Rivera) are honored even today in the schools and in the names of streets and cities.  Indigenous people were not only expoliated and exterminated; we also ended up whitewashing the memory of the indomitable savages.  Another Spaniard, Américo Castro, reminds us: “When the people are more believers than thinkers […] it becomes unpleasant to doubt.”

Thus, The fatherland is turned into an idea of nation that tends to exclude all other ideas of nation.  For this reason it usually becomes a weapon of negative domination based on the positive sentiments of belonging and familiarity.  In order to consolidate that arbitrariness of traditional power, other semantic instruments are made use of.  Like honor, for example.

Honor is the symbolic tribute that a society imposes, by way of ideological and moral violence, on those individuals who must exercise physical violence in order to defend the sectarian interests of those others who will never risk their own life to do so.  For this reason, a composite and contradictory ideolexicon like “the honor of weapons” has survived for centuries.  There exists no other way to predispose an individual to death for reasons he is in no position to understand or, if he understands them, he is in no position to accept them as his own reasons.  If it is a matter of a soldier (the most common case) the salary will never be sufficient reason to die.  It is necessary to cultivate a motivation beyond death.  In the case of the religious martyr, this function is fulfilled by Paradise ; in the case of a secular society that organizes an army through a secular State, there is no alternative but the retribution of an exemplary death: honor, fulfillment of one’s duty, love of country, etc.  All ideolexicons based on positive, unquestionable meanings.

One honors individuals (paradoxically anonymously) because one cannot honor the war that produces seas of nameless dead, nor can one honor the financial and political reasons, the sectarian interests in power.  This is demonstrated when, each day that fallen soldiers are remembered, the motives that led the now heroes to die are never remembered.  One abstracts and decontexualizes in order to consolidate the symbol and confer upon it an absolutely natural character.  It may be that just wars exist (like an action of defense or of liberation), but even so it remains impossible to think that all wars are just or holy.  Then, why is this perturbing element abstracted from the collective conscience?  Any questioning is (must be) interpreted as an affront to the “fallen heroes.”  In this way, the benefit is quadruple: 1) society washes its sins and its bad conscience; 2) the victims of the absurd receive a moral gratification and meaning for their own disgrace; 3) any radical questioning of the sense of past wars is prevented; and 4) a loan is secured against stock for wars yet to come – for a few but in the name of all.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La enfermedad moral del patriotismo

Natural es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña. Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el patriotismo.

Por todos lados vemos inflamados discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el concepto de “interés”. Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La división interna —de clases, de intereses— no desaparece, pero se vuelve invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus “intereses”. Así, morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una virtual trascendencia del individuo en la “salvación” de su patria.

No voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con anotar que sólo la idea de “patriotismo” es insostenible, desde un punto de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad que busca, desesperadamente, su conciencia universal.

El sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del dominio de una tribu sobre las otras.

Ahora bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o menos definida —y siempre imprecisa—; que la idea de país tiene ventajas en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas (mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado de acrítica —a veces mínimo, a veces obsceno, pero ese grado, por mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda sentir “amor” por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este “entregar la vida por amor” no significa que la motivación de los hechos no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, pero lo que hace el amor puede ser deleznable. Y para que ese amor se identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del patriotismo consiste en identificarse —entre otras cosas— con el amor, es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la unión, la discriminación.

No podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio, arbitrario.

La reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la cárcel, y la lapidaria deshonra de “traidor a la patria”. Lo que demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo —con intereses y con poder— puede administrar el significado de lo que es y no es “patriota”. Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El patriota ideal no piensa.

Yo me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota como me niego a responder a una raza —otra histórica arbitrariedad de la ignorancia humana—. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el momento de jurar “dar la vida por su bandera” en su tierna infancia, gritó “no juro”, alegando que ese juramento era inválido e inútil, que  gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc. Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que cualquier otro.

Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad —así, sin discriminaciones.

Jorge Majfud

The University of Georgia

8 de junio de, 2004

La maladie morale du patriotisme

Tout ce qu’inventèrent les hommes et les femmes avant que nous naissions est naturel; tout mensonge qui ne nous questionne pas est nécessairement une vérité. Un mensonge utile ne sert jamais celui qui est trompé mais celui qui trompe. Un mensonge utile, un instrument de la perversion inhumaine, est le patriotisme.

De tout côté, nous voyons des discours patriotiques enflammés, des actes publics, des guerres et des tueries, des offenses et des contre offenses, des cérémonies d’honneur et des rites solomnels issus de cette orgueilleuse et arbitraire discrimination que l’on nomme patriotisme. Bien sûr, on ne peut bâtir des discours au nom des intérêts d’une classe sociale, déjà que la tradition n’est pas suffisante pour soutenir un concept moralement insignifiant et généralement négatif comme l’est le concept « d’intérêt ». Pour le moment, on fait appel à un concept de durée et bien construit par la tradition positive : le patriotisme. Par cela, on nie la division interne de la société mettant en valeur la division externe. La division interne – de classes, d’intérêts – ne disparaît pas, mais devient invisible et, à la longue, se consolide avec le sang du patriote qui n’appartient pas au cercle réduit des intérêts qui la promeuvent. Le patriote meurt religieusement pour sa patrie. Sa patrie accorde des médailles à ses parents, à ses enfants, et toute la sécurité à leurs « intérêts ». Ainsi, mourir est un honneur. L’honneur ne procède pas d’une réflexion morale mais du discours patriotique, du rite, des symboles nationaux, d’une transcendance virtuelle de l’individu dans le « salut » de sa patrie.

Je ne vais pas maintenant entrer dans l’analyse de la signification de la tragique substitution d’intérêt réel par patriotisme intéressé. Simplement, il me suffira de noter que seule l’idée de «patriotisme» est insoutenable, à partir d’un point de vue humain, depuis la conscience de l’espèce à laquelle nous appartenons. Bien plus, non seulement le patriotisme est insoutenable pour quelconque humanisme, mais on l’utilise afin de détruire une humanité qui cherche désespérément sa conscience universelle.

Le sentiment patriotique est passif et actif, est impulsé par les rites, par les discours et les cérémonies. Mais aussi, il est le moteur de ces derniers. Le patriotisme est la conscience égoïste de la tribu qui lui empêche l’évolution à un état de conscience universelle : la conscience humaine. Le patriotisme est un des mythes les plus consolidés depuis les derniers siècles. Par nature, le patriotisme n’est seulement que la confirmation quasi innocente de la perte de l’individualité au bénéfice d’un symbole artificiel créé par la tendance humaine millénaire de la domination d’une tribu sur les autres.

Maintenant, nous pouvons dire qu’un pays peut-être une région culturelle plus ou moins définie – et toujours imprécise -, que l’idée d’un pays possède des avantages dans l’organisation administrative de la vie publique. D’accord. Mais le revendiqué sentiment patriotique, mélange de fanatisme religieux et d’utilité séculaire, avant tout, est la négation de tous les peuples qui n’adhèrent pas à ce patriotisme. Si je suis nationaliste, si je suis patriotique, je donne une priorité morale à un ensemble d’hommes et de femmes inconnus (mes compatriotes) sur un ensemble plus ample d’inconnus (l’humanité). Je peux faire bénéficier ma famille, ma ville, mon pays dans quelque décision personnelle. De fait, toujours nous aurons tendance à faire bénéficier notre famille avant celle du voisin. Mais, je peux le faire de façon consciente, et non me servir d’un mensonge afin de justifier quelque acte délictueux de certains des intégrants de mon cercle affectif rapproché. Et le patriotisme est précisément cela : une condition d’irréflectivité. Pour être patriote je dois accepter un certain degré d’acritique – souvent minime – souvent licencieux; mais ce degré, si petit soit-il, est tout ce que possède de patriote un individu. Tout le reste est ce qu’il possède d’individualité. Cela ne nie pas que quelqu’un puisse ressentir de « l’amour » pour un lieu concret, pour un pays, et qu’il puisse donner sa vie pour sa défense. Un sentiment d’amour est irréfutable. Mais ce « donner sa vie par amour » ne signifie pas que la motivation des faits ne soit pas soutenue par une erreur, une duperie. L’amour est irréfutable, mais ce que fait l’amour, oui, peut l’être. Et pour que cet amour nous porte à la mort sans le passage obligé d’une profonde réflexion morale, un code inquestionnable est nécessaire, une condition de fanatisme, l’anesthésie d’un rite religieux : le patriotisme. De cette façon, la stratégie la plus effective du patriotisme consiste à s’identifier – entre autres choses – avec l’amour, c’est-à-dire, avec l’altruisme, quoique son objectif soit, paradoxalement, égoïste. C’est dire, au nom de l’altruisme, l’égoïsme; au nom de l’union, la discrimination.

Nous ne pouvons le nier. Tout patriotisme signifie une discrimination, un crédit que nous étendons à ceux qui partagent notre nationalité , et nous le nions à ceux qui ne la partagent pas. Maintenant, pourquoi ce crédit? Ce crédit moral seul peut avoir une fonction prophylactique, prétend éviter la critique et le questionnement envers ceux qui possèdent le bénéfice, l’alliance intérieure. Mais, c’est un crédit injuste, inhumain, discriminatoire, arbitraire.

La réflexion est questionnement, le questionnement est doute, et le doute est toujours un obstacle aux intérêts d’autrui. Un soldat qui pense gaspille inutilement ses énergies mentales. Si peut-être il refuse d’aller à une guerre qu’il considère injuste, il recevra tout le poids de la loi, la prison, et la honte lapidaire de « traître à la patrie ». Ce qui signifie, une fois de plus, que seul un groupe réduit – ayant des intérêts et du pouvoir – peut administrer le signifiant de ce qu’est ou non un « patriote ». C’est-à-dire, qu’un patriote est quelqu’un qui ne questionne pas, qui ne critique pas. Le patriote idéal ne pense pas.

Je me reconnais comme uruguayen. Je reconnais une vague région culturelle appelée Uruguay. Mais d’aucune façon je suis patriote. Je me refuse à être patriote comme je me refuse à répondre à une race – autre arbitraire historique de l’ignorance humaine -. Je me refuse à m’injecter ce sentiment militariste. Être patriote est confirmer l’arbitraire d’être né dans un lieu quelconque de ce monde, niant le même droit à un africain ou un asiatique de mériter mon plus profond respect, ma plus ferme défense comme être humain. Depuis l’enfance, les institutions sociales nous imposent ce sentiment. Il y a plusieurs années, un de mes personnages, au moment de jurer de « donner sa vie pour son drapeau », dans sa tendre

enfance, cria ‘’ je ne jure pas ‘’, alléguant que ce serment était invalide et inutile, que grâce à ce serment les assassins et les corrompus pouvaient recevoir leur crédibilité de bons citoyens, à l’égal de tout honnête travailleur. Je suis d’accord avec mon personnage. Pourquoi devrais-je aimer plus un compatriote inconnu qu’un australien inconnu, ou plus qu’un inconnu portugais? Pourquoi me faudrait-il donner ma vie pour une région du monde au détriment d’une autre? Pourquoi l’Uruguay devrait être plus sacré que le Congo ou Singapour? Pourquoi devrais-je considérer mes compatriotes plus frères qu’un algérien ou un mexicain? Oui, je me sens culturellement plus près d’un autre uruguayen, nous partageons une histoire, une façon de sentir le monde, de parler, de manger. Mais cela ne donne pas priorité à aucun de mes compatriotes afin d’être considéré être plus humain que quelconque autre individu.

Pour tout cela, et pour beaucoup plus, je ne suis pas patriote. Je serai patriote le jour où l’on reconnaîtra l’humanité comme unique patrie. Ainsi, sans discriminations.

Dr. Jorge Majfud

Traduit de l’espagnol par Pierre Trottier, juillet 2004

Trois-Rivières, Québec, Canada

El miedo a la libertad: sobre izquierdas y derechas

c. 1868

Image via Wikipedia

Fear of Freedom: On the Left and the Right (English)

El miedo a la libertad: sobre izquierdas y derechas

Por lo general, un fenómeno histórico se naturaliza gracias a la desmemoria (de ahí el valor político de la neutralidad y del olvido). Claro que no todas son razones políticas: se suponía que del corazón procedía un nervio que terminaba en uno de los dedos de la mano izquierda, razón por la cual hoy se usa allí el anillo de bodas. Un hombre lleva a su novia al altar con el brazo izquierdo porque siglos atrás otros novios debían dejar la derecha libre para empuñar la espada destinada a ensartar al enemigo.

Los carruajes circulaban por el lado izquierdo de los caminos: la derecha del chofer empuñaba el arma para defenderse de los otros conductores. Por razones políticas, la Francia y la Norteamérica revolucionarias eligieron circular por la otra mano y Napoleón lo confirmó, no por ser revolucionario sino porque era zurdo. Darse la mano o saludar con la derecha en alto pudo significar lo mismo: era la forma de verificar amistosamente que uno no estaba armado.

A pesar de que la derecha significaba la violencia, simbólicamente era asociada con todas las virtudes. El caballero que cruzaba solitario o junto a otros nobles los campos de Europa y Medio Oriente estimaba su mano derecha por muchas razones, entre las cuales estaba la identificación con la defensa.

En un mundo violento, la derecha servía para defenderse, por lo tanto poseía un valor superior a la izquierda y a la razón. No se discutía que la derecha servía para defenderse de otras derechas en una cultura de la violencia. Igual, los ejércitos se justifican aún hoy por la defensa de la patria y del honor y no por el ataque a otras patrias y a otros honores. Right, destra, derecha, derecho, diestro pasan a ser sinónimos de virtud mientras que la izquierda se identifica con lo siniestro (la sinistra). La cultura alimentaba la superstición de que un zurdo era un socio del Mal y a los niños en las escuelas se les ataba la mano izquierda y se los forzaba a escribir con la derecha.

Al mismo tiempo, como ya observara Saussure, un signo no tiene por qué tener alguna relación necesaria con su significado. El hecho de que Jacobinos y Girondinos se sentaran de un lado o en el otro de la Asamblea Nacional de la Francia revolucionaria fue meramente circunstancial.

Lo que no es accidental es la creación de campos semánticos (el establecimiento de ideoléxicos) en la lucha por el poder social.

Veinte o treinta años atrás en el Cono Sur era suficiente declararse izquierdista para ir a la cárcel o perder la vida en una sesión de tortura. Casi la mayoría de los ciudadanos y casi todos los medios de prensa cuidaban -de formas diversas- de identificarse con la derecha. Ser de derecha no sólo era políticamente correcto sino, además, una necesidad de sobrevivencia. La valoración de este ideoléxico ha cambiado de forma dramática. Lo demuestra un reciente juicio que tiene lugar en Uruguay. Búsqueda, un semanario muy conocido, ha entablado juicio contra un senador de la república, José Korzeniak, porque lo definió como «de derecha». Si esta actitud fuera generalizada, tendríamos que decir que la censura ya no procede del poder político hacia los medios de comunicación, como antes, sino de los medios de comunicación hacia los políticos en el poder. Lo cual sería una interesante rareza histórica.

Otra rareza la constituye el proceso. La jueza del caso debió llamar a diferentes testigos para definir qué es derecha y qué es izquierda. Se asume que el proceso judicial debe resolver un problema filosófico que nunca ha quedado cerrado ni resuelto. El ejercicio dialéctico es totalmente saludable, pero la forma y el lugar resultan por lo menos surrealistas.

Supongo que si se demostrase que Búsqueda no es de derecha el senador perdería el juicio, pero si se demostrase lo contrario, sería absuelto de su delito. No obstante, de aquí se desprende otro problema. ¿Cómo, es delito la libertad de expresión? ¿Qué importa si Búsqueda es de derecha o es de izquierda para la ley? ¿Por qué se debería considerar un insulto o un delito civil ser de derecha? ¿No es de derecha toda la oposición al gobierno y quien sabe si no también el gobierno mismo desde algún punto de vista más radical?

Descartamos las pretensiones de independencia, de neutralidad o de objetividad, porque esas supersticiones ya fueron demolidas por pensadores como Edward Said. Nada en la cultura es neutral, aunque la voluntad de objetividad sea una virtud utópica a la que no debemos renunciar. Parte de la honestidad intelectual consiste en reconocer que nuestro punto de vista es humano y no necesariamente el punto de vista de Dios. Históricamente se prescribe neutralidad política sólo cuando se trabaja a favor de un statu quo, ya que todo orden social implica una red de valores políticos impuesta por la violencia de su pretendida neutralidad.

Si el senador es de izquierda o de derecha, si este o aquel diario son de izquierda o de derecha, eso le corresponde juzgar a cada ciudadano. Lo único que cada ciudadano debe exigirle a la ley, a la justicia, es que respete y proteja su derecho de opinar lo que se le antoje y su derecho a hacerlo en cualquier medio. En una sociedad abierta, la censura sólo debería proceder de la razón o de la fuerza de los argumentos. Si fuese posible un consenso social sobre un tema x, éste debería derivar de la más absoluta libertad de expresión y no de la imposición de la fuerza de alguna autoridad o del miedo al «delito de opinión».

¿Es que los uruguayos, que tanto nos enorgullecemos de nuestra tradición democrática, todavía no podemos superar los parámetros mentales de la dictadura? ¿Por qué ese miedo a la libertad?

En muchos de nuestros países todavía proliferan los juicios por razones de «honor». La impronta del duelo a muerte -herencia de los violentos caballeros de la Edad Media- proyecta sus trazas sobre una mentalidad anacrónica. Como el célebre «honor de las armas», ideoléxico paradójico, si los hay, ya que nada menos indicado para ostentar honor que los instrumentos de la muerte.

Alguien podría argumentar que si Juan me insulta eso mancha mi honor. Sin embargo, aún en ese extremo, en una sociedad abierta yo tendría el mismo derecho a responder al hipotético agravio usando los mismos medios. Pero la misma idea de que alguien puede agraviar a otra persona recurriendo al insulto es una construcción equívoca: quien insulta gratuitamente insulta su propia inteligencia. Si supiésemos desarrollar una cultura de la libertad y desterrar el implícito miedo al debate y la disidencia, el insulto sería un recurso indeseado como lo es hoy batirse en un ridículo duelo de armas. Por la misma razón, dejaríamos de confundir las críticas con el agravio personal.

Puedo entender que la apología del delito sea considerada un delito en sí, pero todavía no hemos podido demostrar cabalmente que llamando a alguien o a un medio de prensa con el título de «derecha» sea una apología del delito. Primero, porque ser de derecha no induce necesariamente (de forma directa y deliberada) al robo o al crimen. Segundo, porque conocemos personas que creen honestamente que ser de derecha es una virtud y no un insultante defecto. Tercero, porque nadie está a salvo de actos y de opiniones de derecha.

Jorge Majfud

Mayo 2007

Entre o curandeiro e o terapeuta, o medo da liberdade

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Em nosso tempo histórico podem ser reconhecidos vários êxitos humanistas em progresso, como a desobediência das massas, a progressiva equiparação dos direitos humanos e a aceitação da diversidade como acompanhante dessa igualdade radical entre indivíduos. Mas também deve ser registrada a progressão de outras taras. Por exemplo, nossa cultura subestimou em uma medida crescente e insuportável a vontade do indivíduo, ao mesmo tempo que fez da individualidade um ilusório ídolo de barro.

Talvez se trate de um processo dialético. Ao mesmo tempo que a humanidade pugna por sua liberação social, impõe-se uma idéia panfletária da liberdade. O indivíduo converte-se em um ente individualista, intoxicado por uma overdose de discursos que apelam à idéia de sua liberdade. Assim, acreditamo-nos livres como um pássaro no céu, que, fatalmente, segue as rotas magnéticas da migração.

A política partidária em seus fins tradicionais tende a isso. Ainda que possa ser um instrumento (provisório) de ação pela libertação, sua própria constituição procura e exige a obediência e a renúncia à liberdade – do poder – dos indivíduos que seguem seus líderes.

Em muitos aspectos, também a psicologia dominante, a psicologia populista colocou o problema desse modo. Um médico, em geral, não nos exige fé para curar uma fratura ou baixar nosso colesterol. Um curandeiro ou um terapeuta sim (sempre haverá maravilhosas exceções). Se o curandeiro ou o terapeuta fracassam, não serão responsáveis: o responsável é o paciente, o homem ou a mulher sem fé, o doente que resiste à cura. Isso é parte de uma equivocada tradição cristã, a qual, em última instância, leva sua verdade: a revolução interior, a cura final, radica no  indivíduo, em sua própria responsabilidade, em sua vontade de liberdade.

O problema é que a mesma cultura dominante fez da vontade uma antigüidade. Os ladrões são considerados enfermos, como os alcoólatras e os fumantes. Os enfermos ou os diferentes, que antes deviam sofrer a perseguição e a fogueira, agora são, indiscriminadamente, vítimas, objetos ou sujeitos da compaixão. Uma cultura que considera “doença” qualquer conduta indesejada deveria considerar a si mesma uma cultura doente.

Como parte da sociedade de consumo, proliferam as terapias para todo tipo e gosto, sob a benção do “politicamente correto”. Ali aparecem os Dom Francisco – não nego seu bom coração – falando em tom piedoso com um senhor que bate em sua mulher: “Senhor, você está doente. Deve pedir ajuda. Deve fazer uma terapia”. Isso é dito na televisão e todos aplaudem, inclusive o homem que, com lágrimas nos olhos, bateu em sua mulher durante dez anos.

Se o homem reconhece que é mau e aceita o regramento de uma terapia, é promovido a herói moderno, exemplo de civilização. E claro, em parte, o método dá resultado. O bom é que, como no curandeirismo, essa superstição funciona porque quem paga pelo serviço sempre obtém algo em troca. O dinheiro substituiu as folhas de tabaco e as defumações, e o senhor ou a senhora especialista em corações, desde seu impressionante espaço xamânico, substituiu o bruxo ou o padre que aliviava e curava os pecados com cem avemarias em troca da vontade e da liberdade do crente.

Mas não importa. Sejamos práticos enquanto isso. Terapia para emagrecer, terapia para engordar, terapia de casal para não separar, terapia de casal para separar, terapia para sobreviver à terapia, terapias de quarenta e cinco minutos para ser feliz à vista. É nosso tempo, e é preciso jogar com as cartas que estão sobre a mesa. O método dá resultado, embora a cura seja um sintoma da doença. Pela mesma razão resulta que falhamos todos: por esquecermos que, mais que doentes, somos apenas indignos de um mínimo de vontade pela liberdade. Pagamos a um estranho para que nos resolva os problemas que não podemos resolver por falta de vontade. Você fuma e não pode deixar de fazê-lo? Mentira, senhor, você não quer deixar de fumar e ponto. Você é infiel, violento, jogador, ambicioso, avaro, sexomaníaco? Você não está doente, você é um cretino, de acordo com os padrões dos últimos cinco mil anos.

Claro que no limite da irracionalidade um indivíduo deixa de ser responsável por seus atos e se converte em um doente. Neste caso, necessita ajuda. A vítima costuma compartilhar um grau de responsabilidade que alimenta o opressor, embora a responsabilidade do opressor esteja multiplicada pela quota de poder que mantém. O problema é quando temos uma sociedade composta de entes que cada vez se declaram menos responsáveis por seus atos. Outro sintoma da Sociedade Autista. Divíduos ou indivíduos que pretendem resolver tudo, pagando a um terceiro para que alimente uma enfermidade cultural, com um alívio de suas próprias debilidades

Paradoxalmente, as nossas são sociedades que se vangloriam de altos padrões de liberdade. Mas uma sociedade que negue ou subestime o valor da vontade do indivíduo também está doente. Como dizia o hindú M. N. Roy (Radical Humanism, 1952), com um tom existencialista, só a liberdade individual é real (“freedom is real only as individual freedom”). Não existe plena liberação individual sem a progressiva liberação social, mas o objetivo da sociedade e de sua liberação segue sendo a liberdade de consciência do indivíduo. Os humanistas não apostamos na liberação budista ou a do ermitão, porque essa pretendida pureza da alma está suja de egoísmo.

Mas, entre outras pedras que será necessário remover no caminho da libertação social e individual, estão as superstições modernas, que renovam a disciplina dos indivíduos, segundo opressivos clichês socialmente consagrados pela preguiça intelectual. Quer dizer, deixar de mover-nos como rebanhos obedientes. A sociedade de consumo vende a idéia da liberdade a cada ovelha, ao mesmo tempo em que não acredita nela. Como dizia um personagem de Juan Goytisolo (Makbara, 1980), avançando como num slogan publicitário: “Confiar seu poder de decisão em nossas próprias mãos será sempre a forma mais segura de decidir por você mesmo”.

El falso dilema entre la libertad y la igualdad

1. Diferencias que no produce la libertad

La ley V del Título Primero de Las siete partidas (*) reconocía el hecho de que el rey siempre “es puesto en lugar de Dios”. Una idea semejante sobrevivió en la misma España, ocho siglos más tarde. La leyenda de las monedas de cien pesetas que rodeaba la imagen del general Francisco Franco confirmaba esta vieja pretensión del poder: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Aquellas leyes del siglo XIII, promovidas por el rey Alfonso El Sabio, ponían en papel otras obviedades. Por ejemplo, reconocía que una de las virtudes de honra de los caballeros era su crueldad. Los nobles debían ser “crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar”. (II, T. 21, ley 2, pág. 195). Por esta razón se elegía un caballero de entre mil —de ahí la palabra militia, milicia, militar— que debía corresponder preferentemente, según las mismas leyes, a carniceros, carpinteros y herreros, porque estos trabajadores eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a la violencia.

Pero la diferenciación “lógica y natural” no sólo era de clases; también era de sexo y de raza. “Ninguna mujer —establecía el sabio código—, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios…” (III, T. 6, ley 3, pág. 247-248) De igual forma, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.

Pero la ley europea —al igual que las leyes incas comentadas por Guamán Poma Ayala— también legislaba sobre el territorio íntimo del sexo. El hombre que yacía con una mujer casada no era deshonrado, pero sí lo era su mujer en caso de imitarlo. ¿Por qué? Por una razón de desigualdad natural: “el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra [sí] porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402). Lo que de paso recuerda que la Iglesia Católica no siempre fue más conservadora que la sociedad que integraba, aunque por una razón política toleraba detalles del siguiente tipo: “Tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417).

2. Estrategias del falso dilema

No obstante todas estas diferencias sociales establecidas por la ley y el sentido común de la época, el mismo voluminoso código reconocía que la esclavitud es “la más vil cosa de este mundo”. (IV, T. 23, ley 8). En otras palabras, “la libertad es la más cara cosa que el hombre puede haber en este mundo” (II, T. 29, Ley 1, p. 226).

Es aquí donde descubrimos uno de los anhelos humanos más profundos que, al mismo tiempo, convivía con un violento saco de fuerza impuesto por el poder de clase, el poder de género y el poder eclesiástico. Es decir, el impulso (y el ideoléxico) de libertad debía convivir en promiscuidad con su impulso contrario: los intereses sectarios de clase, de género, de raza. El principio de libertad no era reconocido como un proceso de liberación sino que debía acomodarse mortalmente a las desigualdades establecidas por la tradición que hablaba y actuaba —no sin violencia— en nombre de la libertad.

En otras palabras, la idea de libertad no sobrevivía por las diferencias sociales sino a pesar de esas diferencias. Historia que nos recuerda a todas las dictaduras modernas, llámense dictaduras, dictablandas (sic. Pinochet) o democracias.

Quienes entendemos la historia de los últimos quinientos años como la progresión imperfecta pero persistente del impulso libertario e igualitario del humanismo, no aceptamos ese tópico común que opone libertad a igualdad. Esas igualdades no significan uniformización, eliminación de las diversidades, sino todo lo contrario: somos igualmente diferentes. Las diferencias humanas son diferencias horizontales; no verticales. Las diferencias verticales son diferencias del poder. Para nuestro humanismo, democrático es sinónimo de igualitario. Es la violencia de la desigualdad la que impone uniformizaciones; es la voluntad despótica de una de las partes de la humanidad sobre las otras. Y la libertad es democrática o es simplemente la dictadura de la libertad: la dictadura de algunos hombres libres sobre otros que no lo son tanto. Porque para ejercer cualquier libertad necesitamos una cuota mínima de poder; y si este poder está mal repartido, también lo estará la libertad.

Esta vieja discusión entre libertad e igualdad asume y confirma una dicotomía que luego se traduce en banderas políticas y en discursos ideológicos: desde hace doscientos años, sus nombres son liberalismo y socialismo, derecha e izquierda. Las posiciones antagónicas se disputan el terreno semántico de la justicia social sin cuestionar el falso dilema planteado; confirmándolo.

El ideal de libertad-e-igualdad (igual libertad) es, por ahora, una utopía: la anarquía. Sin embargo, veamos que la misma valorización negativa de este ideoléxico —la anarquía es asociada automáticamente al caos—, no sólo se debe a una razón de sobrevivencia en una sociedad inmadura, sino también de la primitiva explotación del más fuerte. Es decir, la organización vertical y autoritaria de la sociedad pudo deberse a una razón de organización para la sobrevivencia del grupo, pero luego degeneró en una tradición opresiva. Es el caso del patriarcado o del militarismo. No obstante, me atrevo a decirlo, la historia de los últimos mil años ha sido una progresiva conquista de la anarquía, con sus correspondientes y lógicas reacciones de las oligarquías. Seguirá costando sangre y dolor, pero esa ola no parará más.

La sociedad estamental sobrevivió en España hasta el siglo XVIII y de hecho, aunque no de derecho, en las sociedades latinoamericanas hasta el siglo XX: los indígenas, los criollos desheredados, los inmigrantes exiliados, bajo el mando del corregidor, del hacendado o de la Mining & Fruit Co., ignoraban el goce de la práctica del derecho igualitarista en nombre del deber o de la productividad. En cierta forma, el liberalismo fue una forma de socialismo —de hecho ambos son producto de la Era Moderna y del humanismo—; para ambos, el individuo debe liberarse de las estructuras tradicionales que organizan la sociedad de forma vertical. La utopía marxista de una sociedad sin gobierno y sin burocracia —fenómeno de los países comunistas que tanto decepcionó al Che Guevara—, se parece mucho a la utopía liberal de una sociedad compuesta de individuos libres. La diferencia entre aquel liberalismo y el socialismo radicaba en una interioridad cristiana: para uno, el egoísmo era el motor de progreso; mientras para el otro, lo era la solidaridad, la cooperación. Razón por la cual uno pasó a confiar en el mercado y el otro en el progreso de la moral del “nuevo hombre”. La tradicional valorización negativa del egoísmo y el valor positivo de la solidaridad se resuelve, por parte de los nuevos liberales, en calificar a uno como realista y al otro como ingenuo. Como respuesta, los partidarios del igualitarismo calificaron a aquel realismo de hipócrita y de salvaje y a la pretendida ingenuidad como valor altruista y humano.

Pero la dicotomía sigue siendo artificial. Bastaría con preguntarse: ¿la libertad se ejerce individualmente en una sociedad o a través de los otros?; ¿la libertad individual se ejerce en colaboración o en competencia con los otros? Si la libertad de unos genera grandes diferencias de poder, ¿no será que la libertad de uno se ejerce en contra de la libertad de otros y gracias a este recorte? ¿Es lo mismo libertad que liberalismo?  ¿Es lo mismo igualdad que igualitarismo?  ¿Es lo mismo individuo que individualismo?

Incluso asumiendo que hay individuos más habilidosos que otros, ¿por qué aceptar que los primeros monopolicen o acaparen cuotas de poder que restringen el poder y la libertad de los otros? Se asume que no hay libertad en un sistema que impone la igualdad —el igualitarismo—, pero se olvida que tampoco hay libertad en un sistema que reproduce diferencias que sólo candorosamente se pueden atribuir a la “expresión natural” de las diferentes habilidades individuales. Como si cualquiera no supiese que para ser un opresor, un explotador o un tirano no es necesario ni una gran inteligencia ni grandes valores morales: basta con una ambición desbordada, una crueldad inhumana y una hipocresía legitimada por alguna que otra teoría diseñada a medida del poder de turno. Y cuando el oprimido no colabora, basta con la fuerza arrasadora de la maquinaria del ejército.

El humanismo debe enfrentarse a esta aparente contradicción sin contradicciones: la búsqueda de libertad sólo es posible a través de una progresiva igualdad, de la misma forma que la búsqueda de igualdad debe darse en una progresiva liberación de la humanidad. No vale anular o postergar una en nombre de la otra.

Jorge Majfud

The University of Georgia, 30 de marzo de 2007.

(*) Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1265] Madrid: Editorial Castalia, 1992.

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité

1. Les différences que la liberté ne produit pas

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

2. Stratégies du faux dilemme

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

One of the war memorial pylons on a snowy day ...

Image via Wikipedia

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy (English)

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

La mayoría de las medicinas que se venden en forma de píldoras, recubren una determinada droga, químico o compuesto con una capa de color atractivo y gusto dulce. En español, la sabiduría popular usa esta particularidad para construir una metáfora: “tragarse la píldora” tiene una connotación negativa y expresa la acción de consumir una cosa con la forma o el gusto de otra. Es decir, creer o aceptar una verdad como hecho incuestionable sin ser conscientes de las verdaderas implicaciones. En la tradición literaria, este fenómeno epistemológico se entendía con la metáfora del caballo de Troya, también usado hoy en día para designar virus informáticos. Un ideoléxico puede entenderse como una pastilla que el discurso hegemónico prescribe e impone con seductora violencia. Por ejemplo, el ideoléxico libertad viene recubierto de una plétora de lugares comunes y dulcemente positivos (la libertad, como precepto universal lo es). Sin embargo, dentro de este recubrimiento dulce y brillante se esconden las verdaderas razones de las acciones: la dominación, la opresión, la violencia de los intereses sectarios, etc. El recubrimiento dulce y brillante anula la percepción se sus opuestos: el contenido amargo y opaco.

La tarea del crítico consiste en romper la envoltura, es des-cubrir, en des-velar el contenido de la píldora, del ideoléxico. Claro que esta tarea tiene resultados amargos, como el centro de la píldora. Los adictos a una droga no renunciarán a ella sólo porque alguien descubra las graves implicaciones de su confort momentáneo. De hecho, se resistirán a esta operación de exposición.

Analicemos un ideoléxico común en el discurso dominante del capitalismo tardío: la responsabilidad personal. De entrada vemos que su cobertura es del todo dulce y brillante. ¿Quién sería capaz de discutir el valor de la responsabilidad de cada individuo? Un posible cuestionamiento sería rápidamente anulado por una falsa alternativa: la irresponsabilidad. Pero podemos comenzar problematizando el nuevo falso dilema observando que el mismo adjetivo —personal— de este ideoléxico compuesto anula o anestesia otro menos común y más difícil de apreciar por los sentidos: no se menciona la posibilidad de la existencia de una “responsabilidad social”. Tampoco se habla o se acepta —en base a una alarga tradición religiosa— que puedan existir “pecados sociales”.

Vayamos más al centro de un caso concreto: la trágica matanza ocurrida en la Universidad de Virginia Tech. Quienes pusieron el dedo acusador —tímidamente, como siempre— en la cultura de las armas en Estados Unidos, fueron criticados en nombre del ideoléxico de la responsabilidad personal. “No son las armas las que matan gentes —comentó un amigo del rifle en un diario— sino la gente misma. El problema está en los individuos, no en las armas”. La píldora muestra un alto grado de obviedad, pero lleva nuevamente otros problemas: nadie cuestionó cómo podría hacer un desquiciado para matar a treinta personas con una piedra, con un palo o, incluso, con un cuchillo.

Esta lógica se expresa cubriendo una contradicción interna del discurso. Cuando se habla de drogas, se culpa a los productores, no a los consumidores. Pero cuando se habla de armas, se culpa del mal a los consumidores, no a los productores. La razón estiba, entiendo, en el lugar que ocupa el poder. En el caso de las drogas, los productores son los otros, no “nosotros”; en el caso de las armas, los consumidores son los otros; “nosotros” nos limitamos a su producción. El discurso hegemónico nunca menciona que si no existiese el consumo de drogas en los países ricos no existiría la producción que satisface la demanda; si no existiera esta calamidad en la ilegalidad tampoco existirían las mafias de narcotraficantes. O su existencia sería raquítica, en comparación a lo que es hoy. Pero como los otros (los productores de los países pobres) son los responsables individuales, “nosotros” (los productores de armas, los responsables administradores de la ley) estamos legitimados para producir más armas que los otros deberán consumir, para respaldar la ley —y para quebrantarla.

Si alguien, como el asesino de Virginia Tech compra un par de armas con más facilidad y cien veces más rápido con que uno puede comprar un auto, y comete una masacre, toda la responsabilidad radica en el desquiciado. Entonces, se llega a una trágica paradoja: una sociedad armada hasta los dientes está a la merced de los desquiciados que no saben ejercer correctamente su responsabilidad personal. Para corregir este problema, no se recurre a la responsabilidad social, combatiendo las armas y el sistema económico y moral que lo sustenta, sino vendiendo más armas a los individuos responsables, para que cada uno pueda ejercer con más fuerza su propia “responsabilidad personal”. Hasta que vuelve a aparecer alguien excepcionalmente enfermo —en una sociedad de santos los demonios son excepciones muy frecuentes— y comete otra masacre, esta vez más grande, ya que el poder de destrucción de las armas siempre se perfecciona, gracias a la alta tecnología y a la moral de los individuos responsables.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Abril 2007

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy

Most of the medicines that it is sold as pills cover a certain drug, chemic or compound with a coat that has an attractive color and a sweet taste. In Spanish, popular wisdom uses this characteristic to build a metaphor: “to swallow the pill” has a negative meaning and expresses the action of taking something with the shape or the taste of something else. That means, to believe or accept a truth as an unquestionable event without being conscious of the true implications. In literary tradition this epistemological phenomena is understood with the Troy Horse metaphor, which is also still use to name some computer viruses. An ideo-lexical may be understood as a pill prescribed and imposed by an hegemonic discourse with a seducing violence. For example, the ideo-lexical freedom is covered by a plethora of common and sweetly positive places (freedom, as a universal precept is so).

However, within this sweet and brilliant cover there are the true reasons behind the actions: domination, oppression, violence against sectarian interests, etc. The sweet and brilliant cover annuls the perception of its opposites: the sour and opaque content.

The job of the critic is to break the cover, to discover, to reveal the content of the pill, of the ideo-lexical. Of course, this job has bitter results, just like the center of the pill. Those who are addicted to a drug do not renounce to it just because someone might discover the grave implications of their momentary comfort. In fact, they will try to resist this operation of exposition.

Let us analyze a common ideo-lexical in the dominating discourse of late capitalism: personal responsibility. To start of we notice that its cover is totally sweet and brilliant. Who would be capable of arguing the value of the responsibility of each individual? A possible question would be quickly annulled by a fake alternative: irresponsibility. But we may start by taking the new fake dilemma as the problem by observing that the adjective itself-personal-of this compound ideo-lexical annuls or anesthetizes another one which is less common and harder to appreciate by the senses: the possibility of the existence of a “social responsibility” is never mentioned. It is also never mentioned or accepted-due to a long religious tradition-that there might be “social sins.”

Let us go deeper in a specific case: the tragic massacre which took place at the Virginia Tech University. Those people who—shyly, as ever—placed their accusing finger in the weapons culture from the United States, were criticized in the name of the personal responsibility ideo-lexical. “Weapons are not what kill people-commented a friend of the rifle in a newspaper-people are who kill people. The problem is the people, not the weapons.” The pill shows a high level of obviousness, but there are again some other problems: nobody questioned how some crazy man could kill thirty people with a stone, with a stick or even with a knife.

This logic is expressed by covering an internal contradiction in the discourse. When we talk about drugs, we are blaming the producers, not the consumers. But when we talk about weapons, we are blaming the consumers, not the producers. The reason is to be found, I believe, in the place where power is to be found. In the case of drugs, the producers are the others, not us; in the case of the weapons, the consumers are the other; we are only producing them. The hegemonic discourse never mentions that if there were no drug consumption in the wealthy countries there would be no production to satisfy that demand; if there was no illegality there would also never exist the mafia groups of drug dealers. Or at least, their existence would be minimal, compared to what we have today. But because the others (the producers from the poor countries) are individually responsible, we (the producers of weapons, who are responsible of administrating the law) are legitimized to produce more weapons which should be consumed by the others to back up the law-and to break it.

If someone like the Virginia Tech murder buys a couple of guns more easily and a hundred times faster than you can buy a car and commits a massacre, the responsibility is completely of the madman. We reach then a tragic paradox: a society that is armed to their teeth is entirely in the hands of the crazy people who do not know how to correctly control their personal responsibility. In order to solve this problem, they don’t turn to social responsibility, by fighting the weapons and the economic and moral system that sustains them, but they sell more weapons to the responsible individuals, so that every single one of them may be more capable of performing their own “personal responsibility.” Until somebody else who is exceptionally ill-in a society of saints, demons are very frequent exceptions-may appear again and commits another massacre, bigger this time, because the power of destruction of the weapons is getting more and more perfected, thanks to the high technology and the moral of the responsible individuals.

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo

Uno de los sitios recurrentes para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos, tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales. La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.

En una cultura de analfabetos, la oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas, sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza; escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto, asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.

La cultura oral de la Edad Media comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás, también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no religioso, hace un giro inverso, reaccionario.

El siglo siguiente, el XVI, será el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión— surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.

El protestantismo, como lo dice su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: “el cristianismo no debe ser ‘lector’ sino ‘oyente’ de la Palabra, y ‘oírla’ es tanto como ‘vivirla’” (1952).

Podemos entender que la cultura de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese mediocre librito llamado Mein Kampf  (su título original era Contra la Mentira, la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.

En gran medida, podemos considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas representadas en las piedras de las catedrales.

En una sociedad donde los gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.

Nada en la historia es casual, aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos. Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito; hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que transmite y oculta valores y significados.

Una de las principales plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.

A medida que los poderes económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba. Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident

«L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

La cultura del odio

The Culture of Hate (English)

 

Sobre la revolución y la reacción silenciosa de nuestro tiempo. Las razones del caos ultramoderno. Sobre la colonización del lenguaje y de cómo el poder tradicional reacciona contra el progreso de la historia usando herramientas anacrónicas de repetición.

Pedagogía universal de la obediencia

La pedagogía antigua se sintetizaba en la frase “la letra con sangre entra”. Este era el soporte ideológico que permitía al maestro golpear con una regla las nalgas o las manos de los malos estudiantes. Cuando el mal estudiante lograba memorizar y repetir lo que el maestro quería, cesaba el castigo y comenzaba el premio. Luego el mal estudiante, convertido en un “hombre de bien”, se dedicaba a dar clases repitiendo los mismos métodos. No es casualidad que el célebre estadista y pedagogo, F. Sarmiento, declarara que “un niño no es más que un animal que se educa y dociliza.” De hecho, no hace otra cosa quien pretende domesticar un animal cualquiera. “Enseñar” a un perro no significa otra cosa que “hacerlo obediente” a la voluntad de su amo, de humanizarlo. Lo cual es una forma de degeneración canina, como lo es la frecuente deshumanización de un hombre en perro —remito al teatro de Osvaldo Dragún.

No muy distinta es la lógica social. Quien tiene el poder es quien define qué significa una palabra o la otra. En ello va implícita una obediencia social. En este sentido, hay palabras claves que han sido colonizadas en nuestra cultura, tales como democracia, libertad, justicia, patriota, desarrollo, civilización, barbarie, etc. Si observamos la definición de cada una de las palabras que deriva desde el mismo poder —el amo—, veremos que sólo por la fuerza de un “aprendizaje violento”, colonizador y monopólico, se puede aplicar a un caso concreto y no al otro, a una apariencia y no a la otra, a una bandera y no a la otra —y casi siempre con la fuerza de la obviedad. No es otra lógica la que domina los discursos y los titulares de los diarios en el mundo entero. Incluso el perdedor, quien recibe el estigma semiótico, debe usar este lenguaje, estas herramientas ideológicas para defender una posición (tímidamente) diferente a la oficial, a la establecida.

La revolución y la reacción

Lo que vivimos en nuestro tiempo es una profunda crisis que naturalmente deriva de un cambio radical de sistemas —estructurales y mentales—: de un sistema de obediencias representativas por otro de democracia progresiva.

No es casualidad que esta reacción actual contra la desobediencia de los pueblos tome las formas de renacimiento del autoritarismo religioso, tanto en Oriente como en Occidente. Aquí podríamos decir, como Pi i Margall en 1853, que “la revolución es la paz y la reacción la guerra”. La diferencia en nuestro tiempo radica en que tanto la revolución como la reacción son invisibles; están camuflados con el caos de los acontecimientos, de los discursos mesiánicos y apocalípticos, en antiguos códigos de lectura heredados de la Era Moderna.

La gran estrategia de la reacción

Ahora, ¿cómo se sostiene esta reacción contra la democratización radical, que es la revolución invisible y tal vez inevitable? Podríamos continuar observando que una forma de atentar contra esta democratización es secuestrando la misma idea de “democracia” por parte de la misma reacción. Pero ahora mencionemos sólo algunos síntomas que son menos abstractos.

En el centro del “mundo desarrollado”, las cadenas de televisión y de radio más importantes repiten hasta el cansancio la idea de que “estamos en guerra” y que “debemos enfrentar a un enemigo que quiere destruirnos”. El mal deseo de grupos minoritarios —en crecimiento— es incuestionable; el objetivo, nuestra destrucción, es infinitamente improbable; a no ser por la ayuda de una autotraición, que consiste en copiar todos los defectos del enemigo que se pretende combatir. No por casualidad, el mismo discurso se repite entre los pueblos musulmanes —sin entrar a considerar una variedad mucho mayor que esta simple dicotomía, producto de otra creación típica de los poderes en pugna: la creación de falsos dilemas.

En la última guerra que hemos presenciado, regada como siempre de abundante sangre inocente, se repitió el viejo modelo que se repite cada día y sin tregua en tantos rincones del mundo. Un coronel, en una frontera imprecisa, declaraba a un canal del Mundo Civilizado, de forma dramática: “es en este camino donde se decide el futuro de la humanidad; es aquí donde se está desarrollando el ‘choque de las civilizaciones’’”. Durante todo ese día, como todos los días anteriores y los subsiguientes, las palabras y las ideas que se repetían una y otra vez eran: enemigo, guerra, peligro inminente, civilización y barbarie, etc. Poner en duda esto sería como negar la Sagrada Trinidad ante la Inquisición o, peor, cuestionar las virtudes del dinero ante Calvino, el elegido de Dios. Porque basta que un fanático llame a otro fanático de “bárbaro” o “infiel” para que todos se pongan de acuerdo en que hay que matarlo. El resultado final es que rara vez muere uno de estos bárbaros si no es por elección propia; los suprimidos por virtud de las guerras santas son, en su mayoría, inocentes que nunca eligen morir. Como en tiempos de Herodes, se procura eliminar la amenaza de un individuo asesinando a toda su generación —sin que se logre el objetivo, claro.

No hay opción: “es necesario triunfar en esta guerra”. Pero resulta que de esta guerra no saldrán vencedores sino vencidos: los pueblos que no comercian con la carne humana. Lo más curioso es que “de este lado” quienes están a favor de todas las guerras posibles son los más radicales cristianos, cuando fue precisamente Cristo quien se opuso, de palabra y con el ejemplo, a todas las formas de violencia, aún cuando pudo aplastar con el solo movimiento de una mano a todo el Imperio Romano —el centro de la civilización de entornes— y sus torturadores. Si los “líderes religiosos” de hoy en día tuviesen una minúscula parte del poder infinito de Jesús, las invertirían todas en ganar las guerras que todavía tienen pendientes. Claro que si vastas sectas cristianas, en un acto histórico de bendecir y justificar la acumulación insaciable de oro, han logrado pasar un ejército de camellos por el ojo de una misma aguja, ¿qué no harían con el difícil precepto de ofrecer la otra mejilla? No sólo no se ofrece la otra mejilla —lo cual es humano, aunque no sea cristiano—, sino que además se promueven todas las formas más avanzadas de la violencia sobre pueblos lejanos en nombre del Derecho, la Justicia, la Paz y la Libertad —y de los valores cristianos. Y aunque entre ellos no existe el alivio privado de la confesión católica, la practican frecuentemente después de algún que otro bombardeo sobre decenas de inocentes: “lo sentimos tanto…”

En otro programa de televisión, un informe mostraba fanáticos musulmanes sermoneando a las multitudes, llamando a combatir al enemigo occidental. Los periodistas preguntaban a profesores y analistas “cómo se forma un fanático musulmán?” A lo que cada especialista trataba de dar una respuesta recurriendo a la maldad de estos terribles personajes y otros argumentos metafísicos que, si bien son inútiles para explicar racionalmente algo, en cambio son muy útiles para retroalimentar el miedo y el espíritu de combate de sus fieles espectadores. No se les pasa por la mente siquiera pensar en lo más obvio: un fanático musulmán se forma igual que se forma un fanático cristiano, o un fanático judío: creyéndose los poseedores absolutos de la verdad, de la mejor moral, del derecho y, ante todo, de ser los ejecutores de la voluntad de Dios —violencia mediante. Para probarlo bastaría con echar un vistazo a la historia de los varios holocaustos que ha promovido la humanidad en su corta historia: ninguno de ellos ha carecido de Nobles Propósitos; casi todos fueron acometidos con el orgullo de ser hijos privilegiados de Dios.

Si uno es un verdadero creyente debe comenzar por no dudar del texto sagrado que fundamenta su doctrina o religión. Esto, que parece lógico, se convierte en trágico cuando una minoría le exige al resto del pueblo la misma actitud de obediencia ciega, usurpando el lugar de Dios en representación de Dios. Se opera así una transferencia de la fe en los textos sagrados a los textos políticos. El ministro del Rey se convierte en Primer Ministro y el Rey deja de gobernar. En la mayoría de los medios de comunicación no se nos exige que pensemos; se nos exige que creamos. Es la dinámica de la publicidad que forma consumidores de discursos basados en el sentido de la obviedad y la simplificación. Todo está organizado para convencernos de algo o para ratificar nuestra fe en un grupo, en un sistema, en un partido. Todo bajo el disfraz de la diversidad y la tolerancia, de la discusión y el debate, donde normalmente se invita a un gris representante de la posición contraria para humillarlo o burlarse de él. El periodista comprometido, como el político, es un pastor que se dirige a un público acostumbrado a escuchar sermones incuestionables, opiniones teológicas como si fuesen la misma palabra de Dios.

Estas observaciones son sólo para principiar, porque seríamos tan ingenuos como aquellos si no entrásemos en la ecuación los intereses materiales de los poderosos que —al menos hasta ahora— han decidido siempre, con su dedo pulgar, el destino de las masas inocentes. Lo que se prueba sólo con observar que los cientos y miles de víctimas inocentes, aparte de alguna disculpa por los errores cometidos, nunca son el centro de análisis de las guerras y del estado permanente de tensión psicológica, ideológica y espiritual. (Dicho aparte, creo que sería necesario ampliar una investigación científica sobre el ritmo cardíaco de los espectadores antes y después de presenciar una hora de estos programas “informativos” —o como se quiera llamar, considerando que, en realidad, lo más informativo de estos programas son los anuncios publicitarios; los informativos en sí mismo son propaganda, desde el momento que en reproducen el lenguaje colonizado.)

El diálogo se ha cortado y las posiciones se han alejado, envenenadas por el odio que destilan los grandes medios de comunicación, instrumentos del poder tradicional. “Ellos son la encarnación del Mal”; “Nuestros valores son superiores y por lo tanto tenemos derecho a exterminarlos”. “La humanidad depende de nuestro éxito”. Etcétera. Para que el éxito sea posible antes debemos asegurarnos la obediencia de nuestros conciudadanos. Pero quedaría por preguntarse si es realmente el “éxito de la guerra” el objetivo principal o un simple medio siempre prorrogable para mantener la obediencia del pueblo propio, el que amenazaba con independizarse y entenderse de una forma novedosa con los otros. Para todo esto, la propaganda, que es propagación del odio, es imprescindible. Los beneficiados son una minoría; la mayoría simplemente obedece con pasión y fanatismo: es la cultura del odio que nos enferma cada día. Pero la cultura del odio no es el origen metafísico del Mal, sino apenas el instrumento de otros intereses. Porque si el odio es un sentimiento que se puede democratizar, en cambio los intereses han sido hasta ahora propiedad de una elite. Hasta que la Humanidad entienda que el bien del otro no es mi perjuicio sino todo lo contrario: si el otro no odia, si el otro no es mi oprimido, también yo me beneficiaré de su sociedad. Pero vaya uno a explicarle esto al opresor o al oprimido; rápidamente lograrán ponerse de acuerdo para retroalimentar ese círculo perverso que nos impide evolucionar como Humanidad.

La humanidad resistirá, como siempre resistió a los cambios más importantes de la historia. No resistirán millones de inocentes, para los cuales los beneficios del progreso de la historia no llegarán nunca. Para ellos está reservado la misma historia de siempre: el dolor, la tortura y la muerte anónima que pudo evitarse, al menos en parte, si la cultura del odio hubiese sido reemplazada antes por la comprensión que un día será inevitable: el otro no es necesariamente un enemigo que debo exterminar envenenando a mis propios hermanos; el beneficio del otro será, también, mi beneficio propio.

Este principio fue la conciencia de Jesús, conciencia que luego fue corrompida por siglos de fanatismo religioso, lo más anticristiano que podía imaginarse de los Evangelios. Y lo mismo podríamos  decir de otras religiones.

En 1866 Juan Montalvo dejó testimonio de su propia amargura: “Los pueblos más civilizados, aquellos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso salta con ímpetus de exterminación” Y luego: “La paz de Europa no es la paz de Jesucristo, no: la paz de Europa es la paz de Francia e Inglaterra, la desconfianza, el temor recíproco, la amenaza; la una tiene ejércitos para sojuzgar el mundo, y sólo así cree en la paz; la otra se dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas más importantes de la tierra, y sólo así cree en paz.”

Salidas del laberinto

Si el conocimiento —o la ignorancia— se demuestra hablando, la sabiduría es el estado superior donde un hombre o una mujer aprenden a escuchar. Como bien recomendó Eduardo Galeano a los poderosos del mundo, el trabajo de un gobernante debería ser escuchar más y hablar menos. Aunque sea una recomendación retórica —en el entendido que es inútil aconsejar a quienes no escuchan— no deja de ser un principio irrefutable para cualquier demócrata mínimo. Pero los discursos oficiales y de los medios de comunicación, formados para formar soldados, sólo están ocupados en disciplinar según sus reglas. Su lucha es la consolidación de significados ideológicos en un lenguaje colonizado y divorciado de la realidad cotidiana de cada hablante: su lenguaje es terriblemente creador de una realidad terrible, casi siempre en abuso de paradojas y oxímorones —como puede ser el mismo nombre de “medios de comunicación”. Es el síntoma autista de nuestras sociedades que día a día se hunden en la cultura del odio. Es información y es deformación.

En muchos ensayos anteriores, he partido y llegado siempre a dos presupuestos que parecen contradictorios. El primero: no es verdad que la historia nunca se repite; siempre se repite; lo que no se repiten son las apariencias. El segundo precepto, con al menos cuatrocientos años de antigüedad: la historia progresa. Es decir, la humanidad aprende de su experiencia pasada y en este proceso se supera a sí misma. Ambas realidades humanas han luchado desde siempre. Si la raza humana fuese más memoriosa y menos hipócrita, si tuviera más conciencia de su importancia y más rebeldía ante su falsa impotencia, si en lugar de aceptar la fatalidad artificial del Clash of Civilizations reconociera la urgencia de un Dialogue of Cultures, esta lucha no regaría los campos de cadáveres y los pueblos de odio. El proceso histórico, desde sus raíces económicas, está determinado y no puede ser contradictorio con los intereses de la humanidad. Sólo falta saber cuándo y cómo. Si lo acompañamos con la nueva conciencia que exige la posteridad, no sólo adelantaremos un proceso tal vez inevitable; sobre todo evitaremos más dolor y el reguero de sangre y muerte que ha teñido el mundo de rojo-odio en esta crisis mayor de la historia.

© Jorge Majfud

The University of Georgia, agosto, 2006

Bitacora (La Republica)

http://www.bitacora.com.uy/auc.aspx?315

https://www.txst.edu/search.html#q=majfud

https://www.txst.edu/search.html#q=majfud&webpage=2

https://mronline.org/2006/12/30/majfud301206-html/ 

 

The Culture of Hate

On the silent revolution and reaction of our time. The reasons for ultramodern chaos. On the colonization of language and how traditional authority reacts to historical progress using the anachronistic tools of repetition.

Universal Pedagogy of Obedience

The old pedagogical model was synthesized in the phrase “the letters enter with blood.” This was the ideological support that allowed the teacher to strike with a ruler the buttocks or hands of the bad students. When the bad student was able to memorize and repeat what the teacher wanted, the punishment would end and the reward would begin. Then the bad student, having now been turned into “a good man,” could take over teaching by repeating the same methods. It is not by accident that the celebrated Argentine statist and pedagogue, F. Sarmiento, would declare that “a child is nothing more than an animal that must be tamed and educated.” In fact, this is the very method one uses to domesticate any old animal. “Teaching” a dog means nothing more than “making it obedient” to the will of its master, humanizing it. Which is a form of canine degeneration, just like the frequent dehumanization of a man into a dog – I refer to Osvaldo Dragún’s theatrical work.

The social logic of it is not much different. Whoever has power is the one who defines what a particular word means. Social obedience is implicit. In this sense, there are key words that have been colonized in our culture, words like democracy, freedom, justice, patriot, development, civilization, barbarism, etc. If we observe the definition of each one of these words derived from the same power – the same master – we will see that it is only by dint of a violent, colonizing and monopolistic “learning” that the term is applied to a particular case and not to another one, to one appearance and not to another, to one flag and not another – and almost always with the compelling force of the obvious. It is this logic alone that dominates the discourse and headlines of daily newspapers the world over. Even the loser, who receives the semiotic stigma, must use this language, these ideological tools to defend (timidly) any position that differs from the official, established one.

Revolution and Reaction

What we are experiencing at present is a profound crisis which naturally derives from a radical change in system – structural and mental: from a system of representative obedience to a system of progressive democracy.

It is not by accident that this current reaction against the disobedience of nations would take the form of a rennaissance of religious authoritarianism, in the East as much as in the West. Here we might say, like Pi i Margall in 1853, that “revolution is peace and reaction is war.”  The difference in our time is rooted in the fact that both revolution and reaction are invisible; they are camouflaged by the chaos of events, by the messianic and apocalyptic discourses, disguised in the old reading codes inherited from the Modern Era.

The Grand Reactionary Strategy

Now, how does one sustain this reaction against radical democratization, which is the invisible and perhaps inevitable revolution? We might continue observing that one form of attack against this democratization is for the reaction itself to kidnap the very idea of “democracy.” But now let’s mention just a few of the least abstract symptoms.

At the center of the “developed world,” the most important television and radio networks repeat tiresomely the idea that “we are at war” and that “we must confront an enemy that wants to destroy us.” The evil desire of minority groups – minority but growing – is unquestionable. The objective, our destruction, is infinitely improbable; except, that is, for the assistance offered by self-betrayal, which consists in copying all of the defects of the enemy one pretends to combat. Not coincidentally, the same discourse is repeated among muslim peoples – without even beginning to consider anyone outside this simple dichotomy, product of another typical creation of the powers in conflict: the creation of false dilemmas.

In the most recent war, irrigated as always with copious innocent blood, we witnessed the repetition of the old model that is repeated every day and ceaselessly in so many corners of the world. A colonel, speaking from we know not which front, declared to a television channel of the Civilized World, dramatically: “It is on this road where the future of humanity will be decided; it is here where the ‘clash of civilizations’ is unfolding.” Throughout that day, as with all the previous days and all the days after, the words and ideas repeated over and over again were: enemy, war, danger, imminent, civilization and barbarism, etc. To raise doubts about this would be like denying the Holy Trinity before the Holy Inquisition or, even worse, questioning the virtues of money before Calvin, God’s chosen one. Because it is enough for one fanatic to call another fanatic “barbaric” or “infidel” to get others to agree that he needs to be killed. The final result is that it is rare for one of these barbaric people not to die by their own choice; most of those eliminated by the virtue of holy wars are innocents who would never choose to die. As in the time of Herod, the threat of the individual is eliminated by assassinating his entire generation – without ever achieving the objective, of course.

There is no choice: “it is necessary to win this war.” But it turns out that this war will produce no victors, only losers: peoples who do not trade in human flesh. The strangest thing is that “on this side” the ones who favor every possible war are the most radical Christians, when it was none other than Christ who opposed, in word and deed, all forms of violence, even when he could have crushed with the mere wave of his hand the entire Roman Empire – the center of civilization at the time – and his torturers as well. If the “religious leaders” of today had a miniscule portion of the infinite power of Jesus, they would invest it in winning their unfinished wars. Obviously if huge Christian sects, in an historic act of benediction and justification for the insatiable accumulation of wealth, have been able to pass an army of camels through the eye of that particular needle, how could the difficult precept of turning the other cheek present a problem? Not only is the other cheek not offered – which is only human, even though it’s not very Christian – but instead the most advanced forms of violence are brought to bear on distant nations in the name of Right, Justice, Peace and Freedom – and of Christian values. And even though among them there is no recourse to the private relief of Catholic confession, they often practice it anyway after a bombardment of scores of innocents: “we are so sorry…”

On another television program, a report showed Muslim fanatics sermonizing the masses, calling upon them to combat the Western enemy. The journalists asked professors and analysts “how is a Muslim fanatic created?” To which each specialist attempted to give a response by referring to the wickedness of these terrible people and other metaphysical arguments that, despite being useless for explaining something rationally, are quite useful for feeding the fear and desire for combat of their faithful viewers. It never occurs to them to consider the obvious: a Muslim fanatic is created in exactly the same way that a Christian fanatic is created, or a Jewish fanatic: believing themselves to be in possession of the absolute truth, the best morality and law and, above all, to be executors of the will of God – violence willing. To prove this one has only to take a look at the various holocausts that humanity has promoted in its brief history: none of them has lacked for Noble Purposes; almost all were committed with pride by the privileged sons of God.

If one is a true believer one should start by not doubting the sacred text which serves as the foundation of the doctrine or religion. This, which seems logical, becomes tragic when a minority demands from the rest of the nation the same attitude of blind obedience, usurping God’s role in representing God. What operates here is a transference of faith in the sacred texts to faith in the political texts. The King’s minister becomes the Prime Minister and the King ceases to govern. In most of the mass media we are not asked to think; we are asked to believe. It is the advertizing dynamic that shapes consumers with discourses based on simplification and obviousness. Everything is organized in order to convince us of something or to ratify our faith in a group, in a system, in a party. All in the guise of tolerance and diversity, of discussion and debate, where typically a grey representative of the contrarian position is invited to the table in order to humiliate or mock him. The committed journalist, like the politician, is a pastor who directs himself to an audience accustomed to hearing unquestionable sermons and theological opinions as if they were the word of God himself.

These observations are merely a beginning, because we would have to be very naïve indeed if we were to ignore the calculus of material interests on the part of the powerful, who – at least so far – have always decided, thumb up or thumb down, the fate of the innocent masses. Which is demonstrated by simply observing that the hundreds and thousands of innocent victims, aside from the occasional apology for mistakes made, are never the focus of the analysis about the wars and the permanent state of psychological, ideological and spiritual tension. (As an aside, I think it would be necessary to develop a scientific investigation regarding the heart rate of the viewers before and after witnessing an hour of these “informational” programs – or whatever you want to call them, since, in reality, the most informative part of these programs is the advertisements; the informational programming itself is propaganda, from the very moment in which they reproduce the colonized language.)

Dialogue has been cut off and the positions have polarized, poisoned by the hatred distilled by the big media, instruments of traditional power. “They are the incarnation of Evil”; “Our values are superior and therefore we have the right to exterminate them.” “The fate of humanity depends upon our success.” Etcetera.. In order for success to be possible we must first guarantee the obedience of our fellow citizens. But it remains to be asked whether “success in the war” is really the main objective or instead a mere means, ever deferrable, for maintaining the obedience of one’s own people, a people that was threatening to become independent and develop new forms of mutal understanding with other peoples. For all of this, propaganda, which is the propagation of hate, is indispensable. The beneficiaries are a minority; the majority simply obeys with passion and fanaticism: it is the culture of hate that sickens us day after day. But the culture of hate is not the metaphysical origin of Evil, but little more than an instrument of other interests. Because if hatred is a sentiment that can be democratized, in contrast private interests to date have been the property of an elite. Until Humanity understands that the well-being of the other does me no harm but quite the opposite: if the other does not hate, if the other is not oppressed by me, then I will also benefit from the other’s society. But one will have a heck of a time explaining this to the oppressor or to the oppressed; they will quickly come to an agreement to feed off of that perverse circle that keeps us from evolving together as Humanity.

Humanity will resist, as it has always resisted the most important changes in history. Resistance will not come from millions of innocents, for whom the benefits of historical progress will never arrive. For them is reserved the same old story: pain, torture and anonymous death that could have been avoided, at least in part, if the culture of hate had been replaced by the mutual comprehension that one day will be inevitable: the other is not necessarily an enemy that I must exterminate by poisoning my own brothers; what is to the benefit of the other will be to my benefit also.

This principle was Jesus’s conscience, a conscience that was later corrupted by centuries of religious fanaticism, the most anti-Christian Gospel imaginable. And the same could be said of other religions.

In 1866 Juan Montalvo testified to his own bitterness: “The most civilized peoples, those whose intelligence has taken flight to the heavens and whose practices are guided by morality, do not renounce war: their breasts are ever burning, their zealous heart leaps with the impulse for extermination.” And later: “The peace of Europe is not the peace of Jesus Christ, no: the peace of Europe is the peace of France and England, lack of confidence, mutual fear, threat; the one has armies sufficient to dominate the world, and only for that believes in peace; the other extends itself over the seas, controls every strait, rules the most important fortresses on earth, and only for that believes in peace.”

Exits from the Labyrinth

If knowledge – or ignorance – is demonstrated by speaking, wisdom is the superior state in which a man or a woman learns to listen. As Eduardo Galeano rightly recommended to the powerful of the world, the ruler’s job should be to listen more and speak less. Although only a rhetorical recommendation – in the sense that it is useless to give advice to those who will not listen – this remains an irrefutable principle for any democrat. But the discourses of the mass media and of the states, designed for creating soldiers, are only concerned with disciplining according to their own rules. Their struggle is the consolidation of ideological meaning in a colonized language divorced from the everyday reality of the speaker: their language is terribly creative of a terrible reality, almost always through abuse of the paradox and the oxymoron – as one might view the very notion of “communication media.” It is the autistic symptom of our societies that day after day they sink further into the culture of hate. It is information and it is deformation.

In many previous essays, I have departed from and arrived at two presuppositions that seem contradictory. The first: it is not true that history never repeats itself; it always repeats itself; it is only appearances that are not repeated. The second precept, at least four hundred years old: history progresses. That is to say, humanity learns from past experience and in the process overcomes itself. Both human realities have always battled each other. If the human race rememberd better and were less hypocritical, if it had greater awareness of its importance and were more rebellious against its false impotence, if instead of accepting the artificial fatalism of Clash of Civilizations it were to recognize the urgency of a Dialogue of Cultures, this battle would not sow the fields with corpses and nations with hate. The process of history, from its economic roots, is determined by and cannot be contradictory to the interests of humanity. What remains to be known is only how and when. If we accompany it with the new awareness demanded by posterity, we will not only advance a perhaps inevitable process; above all we will avoid more pain and the spilling of blood and death that has tinged the world hate-red in this greatest crisis of history.

© Jorge Majfud

The University of Georgia, November 2006.

Translated by Bruce Campbell

Bitacora (La Republica)

 

Los esclavos de nuestro tiempo

A day without immigrants, May 1, 2006. Descrip...

Image via Wikipedia

The History of Immigration (English)

Los esclavos de nuestro tiempo

Inmigrantes apátridas: tírelos después de usar


Una de las imágenes más típicas – corrijamos: estereotípicas – de un mexicano ha sido, desde el siglo pasado, un hombre de poca estatura, borracho y pendenciero que, cuando no aparecía con una guitarra cantando un corrido, se lo retrataba sentado en una calle echándose una siesta debajo de su enorme sobrero. Esta imagen del perfecto holgazán, del vicioso irracional, podemos verla desde viejas ilustraciones del siglo XIX hasta los souvenirs que los mismos mexicanos producen en masa para satisfacer la industria turística, pasando por las tiras cómicas de las revistas y los dibujos animados de Walt Disney y Warner Bros en el siglo XX. Sabemos que nada es casualidad; aún los defensores de la «inocencia» del arte, del valor intrascendente y pasatista del cine, de la música y de la literatura no pueden impedir que señalemos la trascendencia ética y la funcionalidad ideológica de los personajes más infantiles y de las narraciones más «neutrales». Claro, el arte es mucho más que un mero instrumento ideológico; pero eso no lo salva de la manipulación que un grupo humano hace de él en beneficio propio y en perjuicio ajeno. Al menos que no llamemos «arte» a esa basura.

Ironías del destino: pocos grupos humanos, como los mexicanos que viven hoy en Estados Unidos – y, por extensión, los demás grupos hispanos, – pueden decir que representan mejor el espíritu de sacrificio y de trabajo de este país. Pocos (norte) americanos podrían competir con esos millones de abnegados trabajadores que podemos ver por todas partes, sudando bajo el sol en los más sofocantes días de verano, en las ciudades y en los campos, desparramando asfalto caliente o quitando la nieve de los caminos, arriesgando sus vidas en altas torres en construcción o lavando los cristales de importantes oficinas donde se decide la suerte de millones de personas que, en el lenguaje posmoderno, se conocen como «consumidores». Por no mencionar a sus compañeras que hacen el resto del trabajo difícil – ya que no podemos llamarlo «sucio», – ocupando puestos en los que rara vez veremos a ciudadanos con derechos plenos. Nada de lo cual justifica el discurso racista que el presidente de México, Vicente Fox, hiciera recientemente, declarando que los mexicanos hacían en Estados Unidos el trabajo que «ni los negros americanos quieren hacer». La presidencia nunca se retractó, nunca reconoció este «error» sino que, por el contrario, acusó al resto de la humanidad de haber «malinterpretado» sus palabras. Luego procedió a invitar a un par de líderes «afroamericanos» (algún día me explicarán qué tienen estos americanos de africanos), haciendo ejercicio de una vieja táctica: al rebelde, al disconforme se lo neutraliza con flores, a las fieras con música y a los esclavos asalariados con cine y con prostíbulos. Claro, hubiese bastado con evitar el adjetivo «negro» cambiándolo por el de «pobre». En el fondo, este maquillaje semántico hubiese sido más inteligente aunque nunca del todo libre de sospecha. La ética capitalista condena el racismo, ya que su lógica productiva es indiferente a las razas y, como lo demuestra el siglo XIX, el tráfico de esclavos siempre fue contra sus intereses de producción industrial. Por lo tanto, el humanismo antirracista ya tiene un lugar ganado en el corazón de los pueblos y ya no es tan fácil extirparlo si no es a través de prácticas ocultas detrás de elaborados y convincentes discursos sociales. Sin embargo, la misma ética capitalista aprueba la existencia de «pobres», por lo cual no hubiese escandalizado a nadie si en lugar de «negros», el presidente mexicano hubiese dicho «pobres americanos». Todo lo que demuestra, por otra parte, que no sólo los del norte viven de los infelices inmigrantes que arriesgan su vida cruzando la frontera, sino también los políticos y la clase dirigente del sur que obtienen, millonarias remesas mediante, el segundo ingreso más importante del país después del petróleo, vía «Wester-Union-madre-pobre», de la sangre y del sudor de los expulsados por el mismo sistema que se enorgullece de ellos y así los premia, con tan brillantes discursos que sólo sirven para sumarles un problema más a sus desesperadas vidas de prófugos productivos.

La violencia no es sólo física; también es moral. Luego de contribuir con una parte imprescindible de la economía de este país y de los países de los cuales proceden – de aquellos países de los que fueron expulsados por el hambre, la desocupación y el desprivilegio de la corrupción, – los hombres sin nombre, los no-identificados, deben volverse a sus hacinadas habitaciones con el temor de ser descubiertos en la ilegalidad. Cuando se enferman, simplemente resisten, hasta que están al borde de la muerte y acuden a un hospital donde suelen recibir el servicio y la comprensión de una parte consciente de la población mientras otra parte pretende negársela. Es este último el caso de varias organizaciones anti-inmigrantes que, con la excusa de proteger las fronteras o defender la legalidad, ha promovido leyes y actitudes hostiles que, de forma creciente, les niega el derecho humano a la salud o a la tranquilidad a todos aquellos trabajadores que han caído en la ilegalidad por la fuerza de la necesidad, por el imperio de la lógica del mismo sistema que no los reconoce, que traduce sus contradicciones en muertos y reventados. Por supuesto que no podemos ni debemos estar a favor de algún tipo de ilegalidad. Una democracia es aquel sistema donde las reglas se cambian; no se quiebran. Pero las leyes son producto de una realidad y de un pueblo, se cambian o se conservan según los intereses de quienes tienen el poder de hacerlo y a veces este interés puede pasar por encima de los más elementales Derechos Humanos. Los trabajadores indocumentados nunca tendrán el más mínimo derecho de participar siquiera en algún simulacro electoral, ni de este ni del otro lado de la frontera: han nacido sin tiempo y sin espacio propio, con la única función de dejar su sangre en el proceso productivo, en el mantenimiento del orden de privilegios que repetidamente los excluye y, al mismo tiempo, se sirve de ellos. Todos saben que existen, todos saben dónde están, todos saben de dónde vienen y hacia dónde van; pero nadie quiere verlos. Tal vez sus hijos dejen de ser esclavos asalariados, mal nacidos, pero para entonces los esclavos habrán muerto. Y si no hay cielo se habrán jodido del todo. Y si lo hay y no tuvieron tiempo de repetir cien veces las palabras correctas, peor, porque se irán al Infierno, el reconocimiento póstumo en lugar de alcanzar el olvido y la paz tan anhelada.

Mientras los ciudadanos, los «verdaderos humanos», mantengan los beneficios de sus sirvientes con salarios mínimos y prácticamente sin derechos, día y noche amenazados por todo tipo de fantasmas, no tendrían ninguna necesidad de cambiar las leyes para reconocer una realidad instaurada a posteriori. Lo cual hasta parece lógico. Sin embargo, lo que deja de ser «lógico» – si descartamos algún tipo de ideología racista – son los argumentos de aquellos que acusan a los trabajadores inmigrantes de perjudicar la economía del país haciendo uso de servicios como los de hospitalización. Por supuesto que estos grupos anti-inmigrantes ignoran que el Seguro Social de Estados Unidos recibe la nada despreciable suma de siete billones de dólares anuales por parte de las contribuciones que hacen los inmigrantes ilegales y que, de morirse el trabajador antes de alcanzar la legalidad, nunca recibirán beneficio alguno. Lo que significa menos comensales para un mismo banquete. Tampoco pueden entender, claro está, que si un empresario tiene una flota de camiones debe destinar un porcentaje de sus beneficios para reparar el desgaste, los imperfectos y los accidentes que de dicha actividad se derivan. Sería un razonamiento interesante, sobre todo para un empresario capitalista, no enviar esos camiones al servicio para ahorrarse la erogación del mantenimiento; o enviarlo y echarle luego la culpa al mecánico de estar aprovechándose de su negocio. No obstante, esta es la clase y la altura de los argumentos que se leen en los periódicos y se escucha en la televisión, casi a diario, por parte de estos grupos de enardecidos «patriotas» que, aunque lo reclamen, no representan a un pueblo mucho más heterogéneo de lo que puede verse desde afuera – millones de hombres y mujeres, olvidados por la simplista retórica anti-americana, sienten y actúan de otra forma, de forma más humana.

Claro que no sólo les falla la dialéctica. También sufren de desmemoria. Olvidaron, de súbito, de dónde descendían sus abuelos. Salvo un reducidísimo grupo étnico de americano-americanos – me refiero a los indígenas que llegaron antes de Colón y del Mayflower, y que son los únicos que nunca se los ven dentro de estos grupos de anti-inmigrantes, ya que entre los xenófobos abundan los mismos hispanos, no por casualidad ciudadanos recientemente «naturalizados». El resto de los habitantes de este país ha venido de alguna parte del mundo que no es, precisamente, donde están parados aquellos con sus perros, sus banderas, sus mandíbulas adelantadas y sus binoculares de cazadores, salvaguardando las fronteras de malolientes descamisados que pretenden hacerles algún mal atacando la pureza de la identidad ajena. Olvidan, de súbito, de dónde procede gran parte de los alimentos y las materias primas y en qué condiciones se producen. De súbito olvidan que no están solos en este mundo y que este mundo no les debe más de los que ellos le deben al mundo.

En otro momento he mencionado los ignorados esclavos de çfrica, que si son pobres por su culpa no son menos infelices por culpa ajena; aquellos que proveen al mundo de los chocolates más finos o de las maderas más caras sin las retribuciones mínimas que el orgulloso mercado reclama como Ley Sagrada, estratégica fantasía, ésta que sólo procura enmascarar la única Ley que rige al mundo: la ley del poder y de los intereses bajo el ropaje de la moral, la libertad y el derecho. Tengo en la memoria, grabada a fuego, aquellos jóvenes aldeanos de un rincón remoto de Mozambique que cargaban toneladas de troncos, quebrados y enfermos, por una paga inexistente o por una cajilla de cigarrillos. Cargas millonarias que luego aparecían en los puertos para enriquecer a algunos empresarios blancos que llegaban del extranjero, mientras en los bosques quedaban algunos muertos, nada importante, aplastados por los troncos e ignorados por la ley de su propio país.

De súbito olvidan o no quieren recordar. No les pidamos más de lo que pueden. Recordemos brevemente, para nosotros, el efecto de la inmigración en la historia. Desde la prehistoria, a cada paso encontraremos movimientos de seres humanos, no de un valle al otro sino atravesando océanos y continentes enteros. La «raza pura» reclamada por Hitler no había surgido por generación espontánea o de alguna semilla plantada en el fango de la Selva Negra sino que había atravesado media Asia y seguramente era el resultado de incontables mestizajes y de una negada e inconveniente evolución (que une a rubios con negros) que aclaró los originales rostros oscuros y puso oro en sus cabellos y esmeralda en sus ojos. Luego de la caída de Constantinopla en manos de los turcos, en 1453, la oleada de griegos hacia Italia provocó una gran parte de ese movimiento económico y espiritual que luego conocimos como el Renacimiento. Aunque generalmente se eche al olvido, también las inmigraciones de los pueblos árabes y judíos provocaron, en la adormecida Europa de la Edad Media, diferentes movimientos sociales, económicos y culturales que la inmovilidad de la «pureza» había prevenido durante siglos. De hecho, la vocación de «pureza» – racial, religiosa y cultural – que hundió al imperio Español y lo llevó a la quiebra varias veces, a pesar de todo el oro americano, fue la responsable de la persecución y expulsión de los judíos (españoles) en 1492 y de los árabes (españoles) un siglo después. Expulsión que, paradójicamente, benefició a los Países Bajos y a Inglaterra en un proceso progresista que culminaría con la Revolución Industrial. Y lo mismo podemos decir de nuestros países latinoamericanos. Si me limitara sólo a mi país, Uruguay, podría recordar los «años dorados» – si alguna vez existieron años de este color – de su desarrollo económico y cultural, coincidentes, no por casualidad, con una efervescencia inmigratoria que tuvo sus efectos desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Nuestro país no sólo desarrolló uno de los sistemas de educación más avanzados y democráticos de la época, sino que, comparativamente, su población no tenía mucho que envidiarle al progreso de los países más desarrollados del mundo, aunque careciera, por su escala, del peso geopolítico que podían tener otros países de entonces. Actualmente la inmovilidad cultural ha provocado una migración inversa, del país de sus hijos y nietos al país de sus abuelos. La diferencia radica en que los europeos que huían del hambre y de la violencia encontraron en el Río de la Plata (y en tantos otros puertos de América Latina) las puertas abiertas de par en par; sus descendientes, o los hijos y nietos de aquellos que les abrieron las puertas, entran ahora a Europa por la puerta de atrás, aunque en apariencia caigan del cielo. Y si bien es necesario recordar que una gran parte de la población europea los recibe de buena gana, en el trato, ni las leyes ni las prácticas se corresponden con esta voluntad. Ni siquiera son ciudadanos de tercera; no son nada y la casa se reserva el derecho de admisión, lo que puede significar una patada en el traste y la deportación como criminales.

Para ocultar la viaja e insustituible Ley de los intereses, se argumenta – como lo ha hecho con tantas sinrazones Oriana Fallaci – que éstos no son los tiempos de la Primera o de la Segunda Guerra y, por lo tanto, no se puede comparar una inmigración con la otra. De hecho, sabemos que nunca un tiempo es asimilable a otro, pero sí que pueden ser comparados. O la historia y la memoria no sirven para nada. Si en Europa se repitieran mañana las mismas condiciones de necesidad económica que llevara a sus ciudadanos a emigrar, rápidamente olvidarían el argumento de que estos tiempos no son comparables a otros tiempos de la historia y, por lo tanto, es lícito olvidar.

Entiendo que, diferente a dos esferas en un laboratorio, en una sociedad cada causa es un efecto y viceversa – una causa no puede modificar un orden social sin convertirse en el efecto de sí misma o de algo diferente. Por la misma razón, entiendo que tanto la cultura (el mundo de las costumbres y de las ideas) influye en un determinado orden económico y material tanto como su relación inversa. La idea de la infraestructura determinante es la base del código de lectura marxista, mientras que su inversa (la cultura como determinante de la realidad socio-económica) lo es de aquellos que reaccionaron ante la fama del materialismo. Por lo antes expuesto, entiendo que el problema aquí radica en la idea de «determinismo», ya sea en un sentido como en el otro. A su vez cada cultura promueve un código de lectura según sus propios Intereses y, de hecho, lo hace en la medida de su propio Poder. Una síntesis de ambas lecturas es necesaria también en nuestro problema. Si la pobreza de México, por ejemplo, fuese resultado sólo de una «deformación» cultural – tal como lo proponen actualmente los especialistas y teóricos de la Idiotez latinoamericana, las nuevas necesidades económicas de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos no producirían los trabajadores más estoicos y sufridos que conoce este país: simplemente produciría «holgazanes inmigrados». Y la realidad parece mostrarnos otra cosa. Claro que, como dijo Jesús, «no hay peor ciego que el que no quiere ver».

© Jorge Majfud

The University of Georgia, marzo 2006.

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Les esclaves de notre temps

Les immigrants apatrides

Par Jorge Majfud

Traduit de l’espagnol par : Pierre Trottier

Une des images des plus typiques – que nous corrigions : stéréotypiques – d’un mexicain a été, depuis le siècle passé, un homme de peu de stature, ivre et querelleur qui, lorsqu’il n’apparaissait pas avec une guitare chantant un air local, était dépeint assis sur la chaussée faisant une sieste avec son énorme chapeau. Cette image du parfait fainéant, du vicieux irrationnel, nous pouvons la voir à partir de vielles illustrations du XIX è siècle jusqu’aux souvenirs que ces mêmes mexicains produisent afin de satisfaire l’industrie touristique, en passant par les bandes comiques des revues et les dessins animés de Walt Disney et Warner Bros du XX è siècle. Nous savons que rien n’est fortuit ; encore les défenseurs de « l’innocence » de l’art, de la valeur peu importante et récréative du ciné, de la musique et de la littérature ne peuvent empêcher que nous signalions la transcendance éthique et la fonctionnalité idéologique des personnages les plus infantiles et des narrations les plus “neutres”. Bien sûr, l’art est beaucoup plus qu’un simple instrument idéologique ; mais cela ne le met pas à l’abri de la manipulation idéologique qu’un groupe humain fait de lui en son bénéfice propre et au préjudice d’autrui. A moins que nous n’appelions pas « art » ces ordures.

Ironies du destin : peu de groupes humains comme les mexicains qui vivent aujourd’hui aux États-Unis—, et par extension, les autres groupes hispaniques —peuvent dire qu’ils représentent mieux l’esprit de sacrifice et de travail de ce pays. Peu (Nord) d’américains pourraient rivaliser avec ces millions de dévoués travailleurs que nous pouvons voir de toutes parts, suant sous le soleil des plus suffocants jours de l’été, dans les villes et les campagnes, répandant l’asphalte chaud ou quittant la neige des chemins, risquant leur vie dans les hautes tours en construction ou lavant les vitres des importants bureaux où se décide le sort de millions de personnes que, dans le langage post-moderne, l’on connaît comme « consommateurs ». Pour ne pas parler de leurs compagnes qui font le reste du travail difficile, pour ne pas dire « sale », occupant des postes dans lesquels nous verrons rarement des citoyens de droits entiers. Rien pour justifier le discours raciste que le président Vicente Fox fit récemment déclarant que les mexicains faisaient aux États-Unis le travail que “ni même les noirs américains ne voulaient faire”. La présidence ne s’est jamais rétractée, n’a jamais reconnu cette “erreur” mais au contraire, a accusé le reste de l’humanité d’avoir “mal interprété” ses paroles. Par la suite, il en vint à inviter deux leaders “afro-américains” (un beau jour on m’expliquera qu’avaient d’africain ces américains), faisant l’exercice d’une vieille tactique : au rebelle, au divergent, on le neutralise avec des fleurs ; avec les fauves, par la musique; aux esclaves salariés, avec du cinéma et des maisons de tolérance.

Bien sûr, il eut suffit d’éviter l’adjectif « noir » le changeant pour celui de « pauvre ». Dans le fond, ce maquillage sémantique eut été plus intelligent quoique jamais libre de toute suspicion. L’éthique capitaliste condamne le racisme, puisque sa logique productive est indifférente aux races et, comme le démontre le XIX è siècle, le trafic d’esclaves fut toujours contre ses intérêts de production industrielle. Par conséquent, l’humanisme anti-raciste maintenant a gagné dans le cœur des peuples et il n’est pas aussi facile de l’extirper si ce n’est à travers de pratiques occultes derrière d’élaborée et convaincants discours sociaux. Cependant, la même éthique capitaliste approuve l’existence de « pauvres », selon lequel l’emploi de “pauvres américains”, au lieu de “noirs”, de la part du président mexicain, n’eut scandalisé personne. Tout ceci démontre, d’autre part, que non seulement ceux du Nord vivent des malheureux immigrants qui risquent leur vie en traversant la frontière, mais aussi que les politiciens et la classe dirigeante du Sud, moyennant des remises millionnaires, le second revenu le plus important du pays après le pétrole, via la “Western Union madre pobre”, moyennant le sang et la sueur des expulsés par ce même système qui s’enorgueillit d’eux, et ainsi les récompense avec de si brillants discours qui servent seulement à ajouter un problème de plus à leurs désespérantes vies de fugitifs productifs.

La violence n’est pas seulement physique ; elle est aussi morale. Après avoir contribués à une partie indispensable de l’économie de ce pays et des pays desquels ils proviennent – de ces pays desquels ils furent expulsés par la faim, le chômage et le désavantage de la corruption – les hommes sans nom, les non-identifiés doivent revenir à leurs demeures dans la peur d’être découverts dans l’illégalité.

Lorsqu’ils tombent malades, ils résistent simplement jusqu’à ce qu’ils soient au bord de la mort et ils se rendent à un hôpital où généralement ils reçoivent le service et la compréhension d’une partie consciente de la population, pendant qu’une autre partie cherche à les nier. C’est le cas de plusieurs organismes anti-immigrants qui, avec l’excuse de protéger les frontières ou de défendre la légalité, ont promu des lois et des attitudes hostiles qui, de façon croissante, leurs nie le droit humain à la santé ou à la tranquillité, à tous ces travailleurs qui sont tombés dans l’illégalité par la force de la nécessité, par l’empire de la logique du même système qui ne les reconnaît pas, qui traduit ses contradictions par des morts et des épuisés. Bien sûr que nous ne pouvons pas et ne devons pas être en faveur de quelque type d’illégalité. Une démocratie est ce système où les règles se changent ou se conservent selon les intérêts de ceux qui ont le pouvoir de le faire, et souvent cet intérêt peut passer au-dessus des plus élémentaires Droits Humains. Les travailleurs sans papiers n’auront jamais le plus minime droit de participer ni même à quelque simulacre électoral, ni d’un côté ni de l’autre côté de la frontière : ils sont nés sans temps et sans espace propre, avec l’unique fonction de laisser leur sang dans le processus productif, dans le maintien de l’ordre des privilèges qui les excluent de façon répétée et, en même temps, se sert d’eux. Tous savent qu’ils existent, tous savent où ils sont, tous savent d’où ils viennent et vers où ils vont; mais personne ne veut les voir. Peut-être les enfants cesseront-ils d’être des esclaves salariés, mal nés, mais alors les esclaves seront morts. Et s’il n’y a pas de ciel alors ils se seront foutus de tout. Et s’il y en a un, pire, ils iront en Enfer, la reconnaissance posthume au lieu de l’oubli et de la paix tant souhaitée.

Pendant que les citoyens, les « véritables humains » gardent les bénéfices de leurs serviteurs par des salaires minimes et pratiquement sans droits, jour et nuit menacés par tout type de phantasmes, ils n’éprouveront aucune nécessité de changer les lois pour reconnaître une réalité instaurée à postiori. Ce qui, jusqu’ici, paraît logique. Cependant, ce qui cesse d’être “logique”—si nous écartons quelque type d’idéologie raciste—ce sont les arguments de ceux qui accusent les travailleurs immigrants de porter préjudice à l’économie du pays, faisant usage de services comme ceux de l’hospitalisation. Il est certain que ces groupes anti-immigrants ignorent que la Sécurité Sociale des États-Unis reçoit rien de moins que la méprisable somme de sept milliards de dollars annuellement des contributions que font les immigrants illégaux, et qu’avant d’atteindre la légalité, avant de mourir, le travailleur ne recevra aucun bénéfice. Ce qui signifie moins de convives pour un même banquet. Ils ne peuvent comprendre non plus qu’une entreprise possédant une flotte de camions doit destiner un pourcentage de ses bénéfices afin de réparer l’usure, les imperfections et les accidents qu’une telle activité entraîne. Ce serait un raisonnement intéressant, surtout pour un entrepreneur capitaliste, de ne pas envoyer ses camions au garage afin d’économiser sur le coût de la maintenance ; ou de les envoyer pour ensuite jeter la faute sur le mécanicien l’accusant de profiter de son entreprise. Cependant, c’est la sorte et la hauteur des arguments qu’on lit dans les journaux et qu’on entend à la télévision presqu’à tous les jours de la part de ces groupes d’échauffés « patriotiques » qui, quoiqu’ils le revendiquent, ne représentent pas un peuple beaucoup plus hétérogène que l’on peut voir de l’extérieur—des millions d’hommes et de femmes oubliés par la simpliste rhétorique anti-américaine, sentent et agissent d’une autre façon plus humaine. Bien sûr qu’il lui manque la dialectique. Aussi, ils souffrent de mauvaise mémoire. Ils oublièrent soudain d’où descendaient leurs ancêtres. Sauf un groupe ethnique très restreint d’américain-américain—je me réfère aux indigènes qui arrivèrent avant Colomb et le Mayflower, et qui sont les seuls qu’on ne voit jamais à l’intérieur de ces groupes d’anti-immigrants—, maintenant qu’entre les xénophobes abondent les mêmes hispanos, ce n’est pas par hasard qu’ils sont des citoyens récemment « naturalisés ». Le reste des habitants de ce pays sont venus de toutes les parties du monde qui n’est pas, précisément, où sont les indolents avec leurs chiens, leurs drapeaux, leurs mâchoires avancées et leurs binoculaires de chasseurs, sauvegardant les frontières des malodorants sans-chemises qui prétendent leur faire du mal attaquant la pureté de l’identité d’autrui. Ils oublient, soudainement, d’où proviennent une grande partie des aliments et des matières premières, et des conditions dans lesquelles ils sont produits. Soudainement, ils oublient qu’ils ne sont pas seuls dans ce monde et que ce monde ne leur doit pas plus qu’ils ne doivent au monde.

En un autre moment, j’ai mentionné les esclaves ignorés d’Afrique qui, s’ils sont pauvres de par leur faute, n’en sont pas moins malheureux par la faute d’autrui; ceux qui procurent au monde le chocolat le plus fin et le bois le plus cher sans les rétributions minimales que leur orgueilleux marché réclame comme Loi Sacrée, stratégique fantaisie, celle qui a pour unique effet de masquer l’unique Loi qui régit le monde : la loi du pouvoir et des intérêts sous la couverture de la morale, de la liberté et du droit. J’ai en mémoire, gravé à feu, ces jeunes villageois d’un coin lointain du Mozambique qui chargeaient des tonnes de troncs, brisés et malades, pour un salaire inexistant ou pour un paquet de cigarettes, charges de millionnaires qui, par la suite, apparaissaient dans les ports afin d’enrichir certains entrepreneurs blancs qui arrivaient de l’étranger, pendant que dans les forêts restaient quelques morts, rien d’important, écrasés par les troncs et ignorés par la loi de leur propre pays.

Soudainement, ils oublient ou ne veulent pas se souvenir. Ne leurs demandons pas plus qu’ils ne le peuvent. Rappelons-nous brièvement, pour nous-mêmes, l’effet de l’immigration dans l’histoire. Depuis la pré-histoire, à chaque étape nous rencontrons des mouvements d’êtres humains, non d’une vallée à l’autre, mais traversant des océans et des continents entiers. La « race pure » réclamée par Hitler n’avait pas surgit par génération spontanée ou de quelque semence plantée dans la boue de la Forêt Noire, mais avait traversé l’Asie moyenne et était sûrement le résultat d’incontestables métissages et d’une incapable et inconvéniente évolution (qui unit aux rouges les noirs), qui a éclaircit les visages obscurs originaux et mis de l’or dans leurs cheveux et de l’émeraude dans leurs yeux.

A la suite de la chute de Constantinople aux mains des Turcs, en 1453, la grande vague de grecs déferlant sur l’Italie provoqua une grande partie de ce mouvement économique et spirituel que nous avons connu par la suite comme la Renaissance. Quoique généralement cela est mis à l’oubli, aussi les immigrations des peuples arabes et juifs provoquèrent dans l’Europe assoupie du Moyen-Âge différents mouvements sociaux, économiques et culturels que l’immobilité de la « pureté » avait préparé durant des siècles. De fait, la vocation de « pureté » raciale, religieuse et culturelle – qui enfonça l’empire Espagnol et le porta à la faillite plusieurs fois, malgré tout l’or de leurs colonies américaines, fut la responsable de la persécution et de l’expulsion des juifs (espagnols) en 1492 et des arabes (espagnols) un siècle plus tard. Expulsion qui, paradoxalement, profita aux Pays-Bas et à l’Angleterre dans un processus progressiste qui culminera avec la Révolution Industrielle.

Et nous pouvons dire de même de nos pays latino-américains. Si je me limitais seulement à mon pays, l’Uruguay, je pourrais rappeler les “années dorées”—si toutefois existèrent des années de cette couleur—de son développement économique et culturel, coïncidant, non par hasard, avec une effervescence immigratoire qui eût ses effets à partir de la fin du XIX è siècle jusqu’au milieu du XX è siècle. Notre pays non seulement développa un système d’éducation des plus avancé et démocratique de l’époque mais, comparativement, sa population n’avait pas beaucoup à envier au progrès des pays les plus développés du monde, quoiqu’il lui manquait, à son échelle, le poids géopolitique que pouvaient avoir alors les autres pays de ce temps. Actuellement¸l’immobilité culturelle a provoqué une migration inverse, du pays de ses enfants et petits-enfants au pays de ses grands-parents. La différence réside en ce que les européens qui fuyaient la faim et la violence trouvèrent dans le Rio de la Plata —et dans tant d’autres ports d’Amérique Latine— des portes grandes ouvertes ; leurs descendants, ou les enfants et les petits-enfants de ceux qui leurs ouvrirent les portes, rentrent maintenant en Europe par la porte de derrière, bien qu’en apparence ils tombent du ciel. Bien qu’il soit nécessaire de rappeler qu’une grande partie de la population européenne les reçoit volontiers, dans les relations ni les lois ni les pratiques correspondent à cette volonté. Ils ne sont ni même citoyens de troisième zone. Ils ne sont rien et la maison se réserve le droit d’admission, ce qui peut signifier un dossier en suspend et la déportation comme criminels.

Afin de cacher la vieille et irremplaçable Loi des intérêts, on argumente—comme l’a fait avec tant d’égarements Oriana Fallaci—qu’ils ne sont pas du temps de la Première Guerre ou de la Seconde Guerre et, par conséquent, on ne peut comparer une immigration à une autre. De fait, nous savons que jamais une époque n’est assimilable à une autre, mais bien sûr qu’elles peuvent être comparées. Ou bien l’histoire et la mémoire ne servent à rien. Si en Europe se répètent demain les mêmes conditions de nécessités économiques qui porteraient ses citoyens à émigrer, ils oublieraient rapidement l’argument que cette époque n’est pas comparable à une autre époque de l’histoire et, par conséquent, il est permis d’oublier.

Je comprends que, différent de deux milieux dans un laboratoire, dans une société chaque cause est un effet et vice-versa – une cause ne peut modifier un ordre social sans se convertir en l’effet d’elle-même ou de quelque chose de différent. Pour la même raison, je comprends que tant la culture—le monde des coutumes et des idées—influence un ordre économique et matériel déterminé, autant l’inverse est vrai. L’idée de l’infrastructure déterminante est la base du code de lecture marxiste, pendant que son inverse—la culture comme déterminant de la réalité socio-économique—l’est de ceux qui réagissent devant la réputation du matérialisme. Pour ce qui est exposé ci-haut, je comprends que le problème ici réside dans l’idée de « déterminisme », que ce soit dans un sens ou dans l’autre. A son tour, chaque culture promeut un code de lecture selon ses propres intérêts et, de fait, le fait dans la mesure de son propre Pouvoir. Une synthèse des deux lectures est nécessaire aussi dans notre problème. Si la pauvreté du Mexique, par exemple, eut été le résultat d’une désinformation culturelle—tel que le proposent actuellement les spécialistes et théoriciens de l’Idiotie latino-américaine—, les nouvelles nécessités économiques des immigrants mexicains aux États-Unis ne produiraient pas les travailleurs les plus stoïques et les plus patients que connaît ce pays : elles produiraient simplement des “émigrés désœuvrés”. Et la réalité paraît nous montrer autre chose. Bien sûr que, comme le dit Jésus, “il n’y a pas de pire aveugle que celui qui ne veut pas voir”.

© Jorge Majfud

Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier, mars 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

L’invasion latinoaméricaine.

Par Jorge Majfud

Paris, 27 mars 2007.

Je n’ai jamais compris quel est le mécanisme de la publicité idéologique ou, plus précisément, quel est le mécanisme par lequel la publicité arrive à manipuler l’avis des gens si ce n’est pas par la propension historique à l’obéissance, à la paresse intellectuelle ou ce qu’Erich Fromm appelait «la peur à la liberté».

Prenons quelques exemples. Un d’eux relatif aux Etats-Unis et l’autre à Amérique latine. Il y a quelques jours un « cicéron » connu d’extrême droite répétait sur les ondes d’une radio un avis qui est devenu courant de nos jours : les immigrants illégaux doivent être accusés de «malhonnêtes» et de «criminels», non seulement parce qu’ils sont entrés illégalement dans le pays mais, principalement, parce qu’ils ont comme objectif la «Reconquête». Avec un mauvais accent espagnol, il les a appelé les «reconquistadors», raison pour laquelle il n’y avait pas de doutes : ces gens ne sont pas seulement malhonnêtes mais, mais en plus, ce sont des criminels.

Négligeons cette utopie de la reconquête. Négligeons les nuances d’une parenté imprécise comme «criminel». Analysons le syllogisme posé. Même en assumant que les travailleurs illégaux sont «reconquistadors «, c’est-à-dire ceux qui réclament de vastes territoires perdus par le Mexique dans les mains des colons anglo-saxons au XIX ème siècle, il faut conclure, selon l’argument des radicaux, que leur pays est fondé sur l’illégitimité et sur l’action des supposés «criminels». (le Texas «a été conquis» en 1836 et de cette manière on a rétabli l’esclavage dans un territoire où il était illégal ; la même chance a gagné les autres états de l’Ouest, moyennant une guerre et un paiement aux vaincus sous forme d’achat, parce que alors l’argent était déjà un puissant agent de légitimation.)

Ceci ce n’est pas moi qui le dis ; cela se déduit de ses propres mots. Si une reconquête est un «crime», qu’est ce qu’une conquête ? En tout cas il serait plus logique d’affirmer que ce phénomène migratoire n’est pas «politiquement nécessaire» – bien qu’économiquement en effet il le soit. Mais, malhonnête ? Criminel ? Oseraient-ils qualifier de criminel la Reconquête espagnole ? Non, bien sûr, et non parce qu’elle n’aurait pas été menée à force de sang et de racisme, mais parce que dans ce cas il s’agissait de chrétiens contre des musulmans et des juifs. Par ces temps du Moyen Âge, la publicité, politique et religieuse était également indispensable. (Les grands drapeaux couvrent toujours les visages de ceux qui les soutiennent). Curieusement, la noblesse, les classes élevées, à l’époque comme maintenant étaient celles qui produisaient la plus grande quantité de publicité nationaliste, destinée à la moralisation du peuple. Curieusement, la noblesse était considérée comme une classe guerrière, mais les chroniques – écrites par des fonctionnaires du roi – ne mentionnent presque pas les plébéiens qui mouraient par milliers chaque fois que les messieurs sortaient de leur palais pour chasser de nouveaux honneurs et étendre leurs terres au nom de la véritable Religion. (Ou, comme l’a écrit le brésilien Érico Veríssimo en Ana Terra, sur la conquête de l’Uruguay : «Guerra era bom para homens como o Cel. Amaral e outro figurões que ganhavam como recompensa de seus serviços medalhas e terras, ao passo que os pobres soldados às vezes nem o soldo receberiam».) «Guerre était bonne pour des hommes comme le Col. Amaral et autres figures qui gagnaient comme récompense de leurs services, médailles et terres, pendant que les pauvres soldats quelquefois ni leur solde recevraient».)

Cependant, tant durant les premières années de la conquête musulmane en Espagne que lors de la conquête espagnole en Amérique, les classes élevées ont été les premières à se mettre d’accord avec les envahisseurs pour ne pas perdre leurs privilèges sociaux. Et une fois retourné l’exploit étranger en exploit propre, l’honneur et la fierté furent la pierre fondamentale de l’éboulement ultérieur, aussi long et agonisant que brève a été la gloire de l’Empire. En 1868, le très espagnol Juan Valera a formulé dans une critique qui a choqué beaucoup de ses compatriotes : «La tyrannie des rois de la Maison d’Asturies, leur mauvais gouvernement et les cruautés du Saint Office, n’ont pas été la cause de notre décadence… ce fut une épidémie qui a infecté la majorité de la nation ou la partie la plus brillante et forte. Ce fut une fièvre de fierté, Un délire d’arrogance que la postérité a fait pousser dans les esprits en triomphant après les huit siècles de la lutte contre les infidèles «.

De toute façon ce raisonnement manque de substance ; ce qui importe c’est la publicité. La publicité est le crochet à la mâchoire de l’histoire. L’idée renouvelée d’une reconquête – on omet l’adjectif mexicaine parce qu’on assume que le Mexique s’étend du Rio Grande jusqu’à l’Amazone ; de l’autre côté commence l’Antarctide -c’est une fiction pour des millions de travailleurs expatriés, les déshérités de toujours qui cherchent seulement à survivre et à nourrir leurs familles marginalisées par une tradition sociale centenaire, injuste et anachronique. Mais une fiction stratégique pour les propagandistes qui essayent de dissimuler ainsi les dramatiques raisons économiques qui existent derrière le processus de légalisation.

Cette manipulation de l’opinion publique n’est pas vue comme telle parce qu’il ne passe par la tête de personne de penser que la démagogie puisse être faite par des conservateurs ou par les élites des hautes classes sociales. Non, clairement pas, la démagogie est affaire de populistes, c’est-à-dire, de ces vulgaires qui prétendent conquérir le populo, le vulgo, avec des mots. Comme si les directeurs des grandes entreprises ne se spécialisaient pas, précisément, en démagogie – même si c’est d’une manière plus scientifique -, sans laquelle ils ne pourraient pas vendre de manière massive des aliments recyclés comme s’ils étaient des fins mets ou des articles inutiles comme si d’eux dépendait le bonheur d’un pauvre malheureux qui travaille dix heures par jour pour les obtenir. Parce que si les bâtiments sont construits de briques, les réalités sociales sont construites de mots.

Le sophiste Protagoras disait que l’éthique est seulement appliquée quand elle convient aux intérêts propres. Pour être plus précis, pas l’éthique, mais la moralisation.

Arrivé à ce point d’aliénation je m’éloigne et, presqu’asphyxié, j’essaye de chercher des alternatives. Mais comme le monde est stratégiquement divisé en gauche et droite, je prête attention inconsciemment à ce qui est vendu comme gauche. Et qu’est ce que je trouve ? Quelques nouveaux caudillos latinoaméricains remuant les masses, comme toujours, non pas pour organiser la vie proprement dite, mais pour crier contre le Démon qui régit le monde. Vraiment je ne vois pas de meilleure façon de servir le démon que de s’en occuper de chaque jour. Le Démon n’a jamais été plus vivant que dans les temps de la Sainte Inquisition, quand on brûlaient des personnes vivantes pour nier son existence.

Les drapeaux sont récupérés avec facilité. Si quelqu’un veut mettre un terme à l’espoir d’un peuple qu’il se présente comme le seul étendard de l’Espoir et ensuite vous me racontez. Et pour cela il n’a pas besoin de raisons mais de publicité, c’est-à-dire, le discours fragmenté et répétitif de la déjà désuète Postmodernité.

Cependant, la publicité a ses faiblesses. Comme cela arrive à beaucoup, chaque fois que j’écoute un prédicateur, je perds la foi. Ceci m’arrive presque tous les jours devant «les raisons évidentes» de ces harangueurs de l’extrême droite étasunienne ou de ces nouveaux «leaders de la libération» de l’Amérique latine. Chaque fois que je m’expose aux poèmes médiatiques de ces caudillos nationalistes je perds toute ma foi dans l'»alternative». Plus j’écoute moins je crois. Mais ceci est sûrement du à une incapacité personnelle par laquelle je ne puis pas jouir de ce dont d’autres gens jouissent, comme la sécurité des tranchées creusées par la publicité et l’autosatisfaction.

En 1640 Diago Saavedra Fajardo a publié « Idea de un príncipe » (Idée d’un prince), adressé au roi, où il déclarait convaincu : «Le vulgo juge par la présence les actions, et pense qu’est meilleur prince le plus beau». «Pour commander ce doit être par la science, pour obéir, il suffit d’une discrétion naturelle, et parfois de la seule ignorance». «Le commandement est studieux et perspicace ; l’obéissance presque toujours rude et aveugle «. «L’éloquence est vraiment nécessaire au prince, étant la seule tyrannie qu’il peut utiliser pour attirer à lui doucement les esprits et les faire obéir» (Diego Saavedra Fajardo. Idée d’un prince politicien- chrétien. Madrid : Espasa Calpe, 1942, pág. 39). Ne sont elles pas les lois principales de la propagande moderne ?

Dans une récente révolte à Madrid contre des immigrants latinoaméricains, un pamphlet disait  :

«Ils nous volent, ils nous envahissent et ils nous tuent.

Jusqu’à quand tu es disposé à le tolérer.

Joins-toi Kontre cette scorie humaine et de la société

enseignons le chemin du retour à leur terre

ou à l’enfer. K aussi k baissent la tête.

Toute la fureur espagnole tombera sur eux.

Joins-toi et ils s’en iront plus vite «.

(El Mundo, Madrid, 22 janvier 2007)

J’ai écrit une brève note avec cette observation : «Merde alors, mes frères, pendant un moment j’ai pensé qu’ils avaient ressorti un ancien document de Guamán Poma Ayala ou de l’un de ces millions d’indigènes exterminés par des Espagnols conquérants et colonisateurs du passé. Qui par chance ne sont pas les Espagnols civilisés et conscients d’aujourd’hui, une majorité écrasante, si nous comparons avec ceux à la mémoire très courte… » Quelqu’un, qui est incapable de voir l’humanité parce que les drapeaux de son nationalisme lui couvrent toute perspective panoramique, a voulu le prendre comme une offense à tout un pays, à ce pays que j’aime tant. Un autre, l’éditeur d’un prestigieux journal de la péninsule a regretté de ne pas pouvoir publier mes reproductions parce que le style n’était pas de pure souche. Il est certain que l’ironie est plus commune dans le Rio de la Plata, mais le pamphlet auquel on fait allusion plus haut, ne représentait pas non plus la brillance orthographique dont s’est vantée des années durant la Real Académie Espagnole. Le moins qu’on puisse dire c’est que dans le texte il y avait trois «K» hors sujet.

Après ils sont scandalisés par les étasuniens.

© Jorge Majfud

* The University of Georgia, abril 2007.

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi

The History of Immigration

One of the typical – correction: stereotypical – images of a Mexican has been, for more than a century, a short, drunk, trouble-maker of a man who, when not appearing with guitar in hand singing a corrido, was portrayed seated in the street taking a siesta under an enormous sombrero. This image of the perfect idler, of the irrational embodiment of vice, can be traced from old 19th century illustrations to the souvenirs that Mexicans themselves produce to satisfy the tourist industry, passing through, along the way, the comic books and cartoons of Walt Disney and Warner Bros. in the 20th century. We know that nothing is accidental; even the defenders of “innocence” in the arts, of the harmless entertainment value of film, of music and of literature, cannot keep us from pointing out the ethical significance and ideological function of the most infantile characters and the most “neutral” storylines. Of course, art is much more than a mere ideological instrument; but that does not save it from manipulation by one human group for its own benefit and to the detriment of others. Let’s at least not refer to as “art” that kind of garbage.

Ironies of history: few human groups, like the Mexicans who today live in the U.S. – and, by extension, all the other Hispanic groups, – can say that they best represent the spirit of work and sacrifice of this country. Few (North) Americans could compete with those millions of self-abnegating workers who we can see everywhere, sweating beneath the sun on the most suffocating summer days, in the cities and in the fields, pouring hot asphalt or shoveling snow off the roads, risking their lives on towering buildings under construction or while washing the windows of important offices that decide the fate of the millions of people who, in the language of postmodernity, are known as “consumers.” Not to mention their female counterparts who do the rest of the hard work – since all the work is equally “dirty” – occupying positions in which we rarely see citizens with full rights. None of which justifies the racist speech that Mexico’s president, Vicente Fox, gave recently, declaring that Mexicans in the U.S. do work that “not even black Americans want to do.” The Fox administration never retracted the statement, never recognized this “error” but rather, on the contrary, accused the rest of humanity of having “misinterpreted” his words. He then proceeded to invite a couple of “African-American” leaders (some day someone will explain to me in what sense these Americans are African), employing an old tactic: the rebel, the dissident, is neutralized with flowers, the savage beast with music, and the wage slaves with movie theaters and brothels. Certainly, it would have sufficed to avoid the adjective “black” and used “poor” instead. In truth, this semantic cosmetics would have been more intelligent but not completely free of suspicion. Capitalist ethics condemns racism, since its productive logic is indifferent to the races and, as the 19th century shows, slave trafficking was always against the interests of industrial production. Hence, anti-racist humanism has a well-established place in the hearts of nations and it is no longer so easy to eradicate it except through practices that hide behind elaborate and persuasive social discourses. Nevertheless, the same capitalist ethics approves the existence of the “poor,” and thus nobody would have been scandalized if instead of “blacks,” the Mexican president had said “poor Americans.” All of this demonstrates, meanwhile, that not only those in the economic North live off of the unhappy immigrants who risk their lives crossing the border, but also the politicians and ruling class of the economic South, who obtain, through millions of remittances, the second most important source of revenue after petroleum, by way of Western Union to the “madre pobre,” from the blood and sweat of those expelled by a system that then takes pride in them, and rewards them with such brilliant discourses that serve only to add yet another problem to their desperate lives of fugitive production.

Violence is not only physical; it is also moral. After contributing an invaluable part of the economy of this country and of the countries from which they come – and of those countries from which they were expelled by hunger, unemployment and the disfavor of corruption – the nameless men, the unidentified, must return to their overcrowded rooms for fear of being discovered as illegals. When they become sick, they simply work on, until they are at death’s door and go to a hospital where they receive aid and understanding from one morally conscious part of the population while another tries to deny it to them. This latter part includes the various anti-immigrant organizations that, with the pretext of protecting the national borders or defending the rule of law, have promoted hostile laws and attitudes which increasingly deny the human right to health or tranquility to those workers who have fallen into illegality by force of necessity, through the empire of logic of the same system that will not recognize them, a system which translates its contradictions into the dead and destroyed. Of course we can not and should not be in favor of any kind of illegality. A democracy is that system where the rules are changed, not broken. But laws are a product of a reality and of a people, they are changed or maintained according to the interests of those who have power to do so, and at times these interests can by-pass the most fundamental Human Rights. Undocumented workers will never have even the most minimal right to participate in any electoral simulacrum, neither here nor on the other side of the border: they have been born out of time and out of place, with the sole function of leaving their blood in the production process, in the maintenance of an order of privilege that repeatedly excludes them and at the same time makes use of them. Everyone knows they exist, everyone knows where they are, everyone knows where they come from and where they’re going; but nobody wants to see them. Perhaps their children will cease to be ill-born wage slaves, but by then the slaves will have died. And if there is no heaven, they will have been screwed once and forever. And if there is one and they didn’t have time to repeat one hundred times the correct words, they will be worse off still, because they will go to Hell, posthumous recognition instead of attaining the peace and oblivion so desired.

As long as the citizens, those with “true human” status, can enjoy the benefits of having servants in exchange for a minimum wage and practically no rights, threatened day and night by all kinds of haunts, they will see no need to change the laws in order to recognize a reality installed a posteriori. This seems almost logical. Nonetheless, what ceases to be “logical” – if we discard the racist ideology – are the arguments of those who accuse immigrant workers of damaging the country’s economy by making use of services like hospitalization. Naturally, these anti-immigrant groups ignore the fact that Social Security takes in the not insignificant sum of seven billion dollars a year from contributions made by illegal immigrants who, if they die before attaining legal status, will never receive a penny of the benefit. Which means fewer guests at the banquet. Nor, apparently, are they able to understand that if a businessman has a fleet of trucks he must set aside a percentage of his profits to repair the wear and tear, malfunctions and accidents arising from their use. It would be strange reasoning, above all for a capitalist businessman, to not send those trucks in for servicing in order to save on maintenance costs; or to send them in and then blame the mechanic for taking advantage of his business. Nevertheless, this is the kind and character of arguments that one reads in the newspapers and hears on television, almost daily, made by these groups of inflamed “patriots” who, despite their claims, don’t represent a public that is much more heterogeneous than it appears from the outside – millions of men and women, overlooked by simplistic anti-American rhetoric, feel and act differently, in a more humane way.

Of course, it’s not just logical thinking that fails them. They also suffer from memory loss. They have forgotten, all of a sudden, where their grandparents came from. Except, that is, for that extremely reduced ethnic group of American-Americans – I refer to the indigenous peoples who came prior to Columbus and the Mayflower, and who are the only ones never seen in the anti-immigrant groups, since among the xenophobes there is an abundance of Hispanics, not coincidentally recently “naturalized” citizens. The rest of the residents of this country have come from some part of the world other than where they now stand with their dogs, their flags, their jaws outthrust and their hunter’s binoculars, safeguarding the borders from the malodorous poor who would do them harm by attacking the purity of their national identity. Suddenly, they forget where a large part of their food and raw materials come from and under what conditions they are produced. Suddenly they forget that they are not alone in this world and that this world does not owe them more than what they owe the world.

Elsewhere I have mentioned the unknown slaves of Africa, who if indeed are poor on their own are no less unhappy for fault of others; the slaves who provide the world with the finest of chocolates and the most expensive wood without the minimal recompense that the proud market claims as Sacred Law, strategic fantasy this, that merely serves to mask the one true Law that rules the world: the law of power and interests hidden beneath the robes of morality, liberty and right. I have in my memory, etched with fire, those village youths, broken and sickly, from a remote corner of Mozambique who carried tons of tree trunks for nothing more than a pack of cigarettes. Cargo worth millions that would later appear in the ports to enrich a few white businessmen who came from abroad, while in the forests a few dead were left behind, unimportant, crushed by the trunks and ignored by the law of their own country.

Suddenly they forget or refuse to remember. Let’s not ask of them more than what they are capable of. Let’s recall briefly, for ourselves, the effect of immigration on history. From pre-history, at each step we will find movements of human beings, not from one valley to another but crossing oceans and entire continents. The “pure race” proclaimed by Hitler had not emerged through spontaneous generation or from some seed planted in the mud of the Black Forest but instead had crossed half of Asia and was surely the result of innumerable crossbreedings and of an inconvenient and denied evolution (uniting blonds with blacks) that lightened originally dark faces and put gold in their hair and emerald in their eyes. After the fall of Constantinople to the Turks, in 1453, the wave of Greeks moving into Italy initiated a great part of that economic and spiritual movement we would later know as the Rennaissance. Although generally forgotten, the immigration of Arabs and Jews would also provoke, in the sleepy Europe of the Middle Ages, different social, economic and cultural movements that the immobility of “purity” had prevented for centuries. In fact, the vocation of “purity” – racial, religious and cultural – that sunk the Spanish Empire and led it to bankrupcy several times, despite all of the gold of the Americas, was responsible for the persecution and expulsion of the (Spanish) Jews in 1492 and of the (Spanish) Arabs a century later. An expulsion which, paradoxically, benefited the Netherlands and England in a progressive process that would culminate in the Industrial Revolution. And we can say the same for our Latin American countries. If I were to limit myself to just my own country, Uruguay, I could recall the “golden years” – if there were ever years of such color – of its economic and cultural development, coinciding, not by accident, with a boom in immigration that took effect from the end of the 19th until the middle of the 20th century. Our country not only developed one of the most advanced and democratic educational systems of the period, but also, comparatively, had no cause to envy the progress of the most developed countries of the world, even though its population lacked, due to its scale, the geopolitical weight enjoyed by other countries at the time. At present, cultural immobility has precipitated an inverted migration, from the country of the children and grandchildren of immigrants to the country of the grandparents. The difference is rooted in the fact that the Europeans who fled from hunger and violence found in the Río de la Plata (and in so many other ports of Latin America) the doors wide open; their descendants, or the children and grandchildren of those who opened the doors to them, now enter Europe through the back door, although they appear to fall from the sky. And if indeed it is necessary to remember that a large part of the European population receives them happily, at a personal level, neither the laws nor general practice correspond to this good will. They aren’t even third class citizens; they are nothing and the management reserves the right to deny admission, which may mean a kick in the pants and deportation as criminals.

In order to obscure the old and irreplaceable Law of interests, it is argued – as Orian Fallaci has done so unjustly – that these are not the times of the First or Second World War and, therefore, one immigration cannot be compared to another. In fact, we know that one period can never be reduced to another, but they can indeed be compared. Or else history and memory serve no purpose. If tomorrow in Europe the same conditions of economic necessity that caused its citizens to emigrate before were to be repeated, they would quickly forget the argument that our times are not comparable to other historical periods and, hence, it’s reasonable to forget.

I understand that in a society, unlike a controlled laboratory experiment, every cause is an effect and viceversa – a cause cannot modify a social order without becoming the effect of itself or of something else. For the same reason, I understand that culture (the world of customs and ideas) influences a given economic and material order as much as the other way around. The idea of the determining infrastructure is the base of the Marxist analytical code, while the inverse (culture as a determinant of socio-economic reality) is basic for those who reacted to the fame of materialism. For the reasons mentioned above, I understand that the problem here lies in the idea of “determinism,” in either of the two senses. For its part, every culture promotes an interpretive code according to its own Interests and, in fact, does so to the measure of its own Power. A synthesis of the two approaches is also necessary for our problem. If the poverty of Mexico, for example, were only the result of a cultural “deformity” – as currently proposed by the theorists and specialists of Latin American Idiocy – the new economic necessities of Mexican immigrants to the United States would not produce workers who are more stoic and long-suffering than any others in the host country: the result would simply be “immigrant idlers.” And reality seems to show us otherwise. Certainly, as Jesus said, “there is none more blind than he who will not see.”

© Jorge Majfud

The University of Georgia, March 2006.

Translated by Bruce Campbell

El fracaso de América Latina

Latin America

Image via Wikipedia

El fracaso de América Latina


La vasta literatura ensayística de los últimos años ha dejado en claro una de las obsesiones principales de la identidad latinoamericana: explicar por qué América Latina es un continente fracasado. Como sugerí en un escrito anterior, antes del cómo deberíamos practicar el marginado y subversivo por qué, ya que si el primero hace y deshace, el segundo es capaz de ver y prever. En este caso, el por qué representa la clave reconocida y se asume preexistente a cualquier cómo liberador. ¿Cómo América Latina puede salir del laberinto de frustraciones en el que se encuentra? A su vez, este desafiante «¿por qué América Latina ha fracasado?» parte de un punto fijo —el fracaso— que se identifica con una observación presuntamente objetiva.

Las respuestas a este interrogante difieren en parte o en todo, dependiendo casi siempre del mirador ideológico desde el cual se realiza la observación. Por lo general, tesis como las sostenidas en Las venas abiertas de América Latina (1970), de Eduardo Galeano, explican este fracaso fundamentalmente como consecuencia de un factor exterior —europeo o norteamericano— según el cual América Latina no ha podido ser porque no la han dejado. Una tesis opuesta, más reciente y probablemente promovida más desde el Norte que desde el Sur, predica que América Latina ha fracasado porque, en síntesis, es idiota o sufre de retardo mental. Esta tesis extremista podemos encontrarla en libros como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), muy recomendada por el expresidente argentino Carlos S. Menem. Del mismo autor, de Alberto Montaner, es un libro más serio, más respetable y —vaya casualidad— más respetuoso llamado Las raíces torcidas de América Latina (2001). El título, claro, responde a otra obsesiva necesidad de atacar la perspectiva del ensayista uruguayo. Hasta el momento, tenemos tesis y antítesis, mas no síntesis. En esta oportunidad, el escritor cubano escribe con más altura y, aunque discrepemos con algunas hipótesis sostenidas en el libro, aunque encontremos páginas innecesarias o fallos metodológicos, podemos perfectamente reconocer algunas hipótesis, argumentos y pistas muy interesantes. En fin, una antítesis digna, a la altura de la “tesis original”.

Resumiendo, podemos decir que la idea de “fracaso” es un axioma incuestionado, aplicable a una infinidad de análisis sobre nuestro continente. Cada uno ve, desde su propia atalaya y siempre de forma apasionada, diferentes caminos que conducen a una misma realidad. Muchos, lamentablemente, comprometidos moral, económica o estratégicamente con partidos políticos o con comunidades ideológicas.

Existen innumerables razones para ver un rotundo fracaso en nuestro continente: crisis económicas, emigración masiva de su población, corrupción de sus dirigentes y actitud mendicante de sus seguidores, ilegalidad, violencia cívica y militar hasta límites surreales, etc. Un menú difícilmente envidiable.

Pese a todo ello, debemos cuestionar también qué significa eso que todos aceptamos como punto de partida y como punto de llegada para cualquier análisis, como si se tratase del centro religioso de distintas teologías. ¿“Fracaso”, desde qué punto de vista? ¿Se entiende “fracaso” en oposición a “éxito”? Bien, ¿y cuál es la idea de “éxito” de una sociedad, de nuestra sociedad? ¿Es una idea absoluta o lo es, precisamente, porque no la cuestionamos? ¿Fracasamos por no llegar o por querer llegar y no poder hacerlo? ¿Llegar a dónde? La necesidad de “llegar”, de “ser” ¿es una necesidad “natural” o autoimpuesta por una cultura colonizada, por una mentalidad dependiente?

Entiendo que la respuesta a estas preguntas está fuertemente condicionada por tres ataduras: (1) lo que hoy entendemos por “éxito” está definido por una mentalidad y una perspectiva originalmente europea y, en nuestro tiempo, por el modelo norteamericano; (2) la idea de éxito es fundamentalmente económica y (3) la “conciencia de fracaso” no sólo es la percepción de una realidad adversa sino su causa también.

Cuando hablamos de éxito nos referimos, básicamente, a cierto tipo de éxito: el éxito económico, al statussocial que toda sociedad impone sobre sus individuos. Por lo general, cuando hablamos de una mujer exitosa nos referimos a una profesional que desde “abajo” —nótese la carga ideológica que lleva cada palabra— ha alcanzado fama, poder y dinero o ha tomado el lugar del despreciable sexo masculino, sin importar cuánta frustración personal le pudo haber costado dicho “éxito” —concepción heredada de la sociedad masculina—, al tiempo que dejamos afuera de este grupo a aquellas otras anticuadas mujeres que bien pueden ser tanto o más felices con sus hijos y sus actividades “tradicionales” —o que lo fueron, antes de ser marginadas por la nueva idea del éxito, antes que tuviesen que sufrir el castigo de etiquetas como “fracasadas” o “sometidas”. —Nada de esto significa, obviamente, una crítica al mejor feminismo, al verdadero liberador de la mujer, sino a ciertas ideologías que la oprimen en su propio nombre— Cuando hablamos de un poeta exitoso automáticamente pensamos en su fama literaria, sin incluir en este grupo a aquel poeta que ha alcanzado la felicidad con sus propios versos y sus escasos lectores. Debería estar de más decir que algo puede ser exitoso o fracasado según el punto de vista que se lo mire. Desde el punto de vista del sujeto, dependerá de sus necesidades, expectativas y logros. Pero estos factores, de los cuales depende la idea de “éxito”, también son, en una gran medida, relativos a la mentalidad que los concibe y los juzga —a excepción, claro, del hambre, de la miseria y de la violencia física.

En este sentido, podemos decir que un país donde su población no tiene las necesidades básicas satisfechas es un país que ha fracasado. Es muy difícil sostener que la idea de violencia o de hambre depende de una condición puramente cultural, como puede serlo la idea de violencia moral. Aunque no es imposible, claro. No obstante, para reconocernos “fracasados” en un área tan vasta, compleja y contradictoria como lo es un país o un continente —ambas, abstracciones o simplificaciones—, no sólo es necesario serlo, sino, sobre todo, debemos concebirnos como tal. Es decir, el fracaso no sólo depende de los logros económicos sino que, sobre todo, depende de una “conciencia de fracaso”. Y esta conciencia, como toda conciencia, no es un fenómeno dado sino construido, adquirido y aceptado.

Cuando se habla de “éxito” se habla de economía y raramente se toman en cuenta aspectos cruciales para el desarrollo de un país. Por ejemplo, la famosa apertura de la economía española en los años ’60 es considerada por muchos analistas como el “momento de cambio” en la historia ibérica del siglo XX, matriz de la actual exitosa España. Lo cual es del todo exagerado y equívoco, a mi entender. La afirmación quita trascendencia a un momento más significativo en la creación de la España moderna: la muerte de Franco (1975), el derrumbe de una mentalidad militarista y el fracaso de los golpistas de 1981. Es cierto que la economía cambió más en los años ’60 que al regreso de la democracia. Pero no se considera la situación medieval de España en los veinte primeros años de la dictadura franquista, su marginación de Europa y del mundo que la hacía inviable.

También se olvidan dos puntos cruciales: (1) El desarrollo e, incluso, el progreso económico sostenido de un país, a largo plazo no depende tanto de los modelos económicos sino del grado de democracia que sea capaz de alcanzar. Muchas dictaduras en América Latina aplicaron modelos semejantes de capitalismo y unas pocas de socialismo —sin entrar a analizar la exactitud ideológica y práctica de cada una—; unas tuvieron números en rojo y otras en negro, independientemente de la mano ideológica que las gobernaba. Por esta razón podemos entender que el insatisfactorio grado de desarrollo de la mayoría de las democracias latinoamericanas demuestra que son más democracias formales que democracias de hecho. En una verdadera democracia, la libertad de sus ciudadanos y la confianza en sí mismos impulsa más vigorosamente cualquier desarrollo satisfactorio que en aquellas otras sumergidas en una estructura social rígida que es percibida como injusta y opresora —sin importar el número de parlamentarios, de partidos políticos o de elecciones que posea. Algunos economistas han afirmado la teoría de que para que exista desarrollo es necesario cierto grado de corrupción. Hace años dije, y voy a repetirlo, que la ética forma parte crucial de una economía próspera, en el sentido que establece reglas más justas de juego y, por ende, confianza en un sistema y en un país. Basta con recordar que el crédito se basa en la confianza, que los esfuerzos personales y sociales dependen también de este mismo sentimiento. (2) Por último, una observación puramente ética: el “éxito económico” sería dinero sucio si su causante fuera una dictadura despótica y genocida, lo que representa un rotundo “fracaso social”. Es por ello —y atando este punto con el anterior— que no bastaba con cierto “éxito económico” en la dictadura de Franco o en la de Pinochet o en la de Stalin, para generar un desarrollo social —o puramente económico, si más les gusta— que sea sostenible en el tiempo.

Es por esta razón que considero que el sostenido desarrollo económico de Estados Unidos le debe más a la percepción que han tenido sus ciudadanos de su democracia que a las puras fuerzas de un variable sistema económico que, de forma groseramente simplificada, llamamos “capitalismo”. Bastaría con imaginar el capitalismo norteamericano con un gobierno de Pinochet —ejercicio que hoy en día no es tan difícil de hacer—. Bastaría con imaginar qué hubiese sido del inmenso desarrollo material de este país con una estructura social opresiva, caudillezca, patricia y politizada como la latinoamericana.

Ahora, ¿qué significa que Estados Unidos es un país exitoso? Si Estados Unidos es un modelo a seguir por otros países latinoamericanos sólo se debe a su “éxito económico”. Podemos ir un poco más allá y decir que Estados Unidos también ha tenido éxito en otras dimensiones: en diferentes tipos de servicios —más “socialistas” que el que se puede encontrar en cualquier país que se precie de serlo—, cierta organización más justa de su población en lo que se refiere a las oportunidades de trabajo, la ya clásica concepción de la ley del angloamericano, etc. Pero cuando hablamos de “éxito” mantenemos en nuestras mentes la referencia exclusiva a la economía.

Deberíamos, en cambio, ser un poco más precisos. Estados Unidos ha tenido éxito en el área X, entendiendo “éxito” desde un punto de vista Y. Podríamos decir que este exitoso país ha fracasado en otras áreas —desde un punto de vista Y— e, incluso, que ha fracasado en todas las áreas desde un punto de vista Z. Por ejemplo, desde un punto de vista propio, occidental, ha fracasado en su lucha contra el consumo de drogas —legales e ilegales—, en el control de una ansiedad consumista reflejada en el inigualable nivel de obesidad de sus habitantes, en el acceso igualitario a la salud, en aceptar legalmente a millones de inmigrantes hispanos que están aquí desde hace muchos años, con más obligaciones que derechos pero sosteniendo una economía —y la economía de sus países de origen, remesas mediante— que sin ellos caería en una de las peores crisis económicas de su historia y, por ende, de su famoso “éxito”, etc. Desde un punto de vista no occidental, por ejemplo, se puede decir que también ha fracasado en su lucha contra el materialismo, en su lucha contra la neurosis consumista, etc. Compartamos o no estas afirmaciones, debemos reconocer que son totalmente válidas desde otros puntos de vista, desde otras mentalidades, desde otras formas de concebir el éxito y el fracaso.

Por su parte, América Latina es un continente aún más vasto, más heterogéneo y más contradictorio, con países que comparten elementos culturales comunes y a veces irreconocibles. Quizás lo que identifica a América Latina es la idea —no carente de ficción— de una historia, de un destino común y de la idea o la conciencia del fracaso. Esta conciencia nos viene desde tiempos de la conquista, claro, y luego de la “independencia”, de José Artigas y de Simón Bolívar[1].

Pero esta idea de fracaso no siempre fue tan unánime como se la considera hoy en día. El Río de la Plata, por ejemplo, vivió por largas décadas, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, quizás hasta el año 1950, en la conciencia del “éxito”. En mi país, la expresión más popular de estos tiempos fue la mítica frase “como el Uruguay no hay”, y los Argentinos podrían decir lo mismo, más si consideramos que hasta los años ’60 estaba a la par de Canadá y Australia en desarrollo científico, hasta que el dictador Onganía dijo que iba a arreglar su país expulsando a todos los intelectuales —lo que efectivamente hizo. Por otro lado, y aunque el paisaje social y urbano chileno no se diferencie mucho del argentino o del brasileño, es harto conocido que Chile goza de cierto reconocimiento en lo que se refiere a su economía. Al menos así es visto por muchos chilenos, por muchos países vecinos y, naturalmente, por muchos analistas norteamericanos. Sin embargo, y en contra de los propios deseos de los chilenos, la idea de “fracaso” como distintivo de país latinoamericano sobrevive en la obsesiva comparación con países europeos, por ejemplo.

Todo esto quiere decir que no basta con tener una economía “exitosa” para salvarse de la percepción del fracaso —es decir, del fracaso, a secas. ¿Por qué? Porque esta conciencia, como lo sugerimos más arriba, no sólo depende de una realidad sino de una construcción cultural y psicológica, lo que relativiza mucho la idea de “éxito”. Sin duda, muchos países más pobres que Argentina poseen una “conciencia de fracaso” mucho menor que la de los propios argentinos. Porque es necesario “asumirse fracasado” antes de “ser un fracasado”. No podemos decir que el pobretón de Mahatma Gandhi era un fracasado, no podemos decir que los “miserables” que vagan por el Ganges sean fracasados si poseen una “conciencia de superación”. Hace casi diez años uno de mis personajes más difíciles de comprender por mí mismo, me hacía decir: «Los occidentales consideran que un pobre sin aspiraciones económicas y pasivo ante su pobreza, carece de espíritu de superación.  Y los desprecian por ello.  En India y en Nepal ocurre estrictamente lo contrario. Para ellos, un renunciante, alguien que ha abandonado todas las comodidades del mundo material y que no aspira a más que a unas limosnas, es un hombre con “espíritu de superación”.  Y los aprecian por ello»

América Latina no es India ni es Nepal. Tampoco es África. Tampoco es Angloamérica. América Latina ni siquiera es América Latina, sino —como todo— aquello que se asume ser.

América Latina dejará de ser un “continente fracasado”, a mi entender, cuando (1) deje de definir su fracaso en función del “éxito” ajeno y de la definición ajena del “éxito”, (2) cuando abandone su retórica de izquierda y su práctica de derecha que le impiden tomar conciencia de sus propias posibilidades y de su propio valor y (3) cuando se revele contra su propia tendencia autodestructiva.

¿Debemos tomar conciencia, entonces, como paso previo? La idea de una necesaria “toma de conciencia” puede ser muy vaga, pero es vital y del todo inteligible en el pensamiento de educadores como Paulo Freire y del ensayista José Luis Gómez-Martínez.

Advirtiendo que “tomar conciencia” puede tener significados opuestos —y hasta arbitrarios, si elegimos nosotros el objeto de conciencia ajeno—, sintetizo el problema de esta forma: tomar conciencia significa salirse de su propio círculo. Lo digo desde un punto de vista cultural y estrictamente psicológico: toda “toma de conciencia” se produce cuando nos “salimos” de nuestro propio círculo, cuando somos capaces de ver un poco más allá de lo que vemos habitualmente, más allá de lo que nos rodea; cuando somos capaces de pensar más allá de los límites en los cuales hemos crecido, más allá de los límites que nos ha impuesto nuestra propia cultura y nuestra proponía educación, nuestra propia forma de entender el mundo. Siempre que nos salimos de nuestro propio círculo estamos operando una nueva toma de conciencia, independientemente del éxito o del fracaso de nuestras economías. Para un mejor desarrollo es necesaria una conciencia más amplia. Pero pensar que el éxito económico por sí mismo es una prueba de una conciencia superior o más amplia no sólo es una antigua arbitrariedad religiosa y una más moderna arbitrariedad ideológica, sino lo contrario de una “conciencia superior”: es miopía espiritual.

Jorge Majfud

The University of Georgia

14 de junio de 2004



[1] “La única cosa que se puede hacer en América es emigrar”. Simón Bolívar.

Español – Francés

L’Échec de l’Amérique Latine

par Jorge Majfud

La vaste littérature essayiste des dernières années a mis en évidence une des obsessions principales de l’identité latino-américaine : expliquer pourquoi l’Amérique Latine est un continent qui a échoué. Comme je l’ai suggéré dans un écrit antérieur, avant de poser la question du « comment » nous devrions poser la question marginale et subversive du « pourquoi », car si la première fait et défait, la seconde est capable de voir et prévoir. Dans ce cas, le « pourquoi » représente la clef reconnue et s’assume pré-existente à quelconque « comment » libérateur. Comment l’Amérique Latine peut-elle sortir du labyrinthe de frustrations dans lequel elle se trouve ? A son tour, ce provoquant “pourquoi l’Amérique Latine a échoué” part d’un point fixe – l’échec – qui s’identifie avec une observation par présomption objective.

Les réponses à cette question diffèrent en partie ou en tout, dépendant presque toujours du mirador idéologique à partir duquel se réalise l’observation. En général, des thèses comme celles soutenues dans Les veines ouvertes de l’Amérique Latine(1970), d’Eduardo Galeano, explique cet échec fondamentalement comme la conséquence d’un facteur extérieur – européen ou nord-américain – selon lequel l’Amérique Latine n’a pas pu être parce qu’ils ne l’ont pas laissé être. Une thèse opposée, récente et probablement promue plus à partir du Nord que du Sud prêche que l’Amérique Latine a échoué parce que, en synthèse, elle est idiote et souffre de retard mental. Cette thèse extrémiste nous pouvons la trouver dans des livres comme le Manuel du parfait idiot latino-américain (1996), très recommandé par l’ex-président argentin Carlos S. Menem. Du même auteur, Alberto Montaner, il est un livre plus sérieux, plus respectable – disons juste – plus respectueux, intitulé Les racines tordues de l’Amérique Latine (2001). Le titre, bien sûr, répond à une autre obsessive nécessité d’attaquer la perspective de l’essayiste uruguayen. Pour le moment prenons la thèse et l’anti-thèse, mais non la synthèse. Dans cette opportunité, l’auteur cubain écrit avec plus de hauteur et, quoique que nous divergions avec certaines des hypothèses soutenues dans ce livre, quoique nous trouvions des pages inutiles ou des erreurs méthodologiques, nous pouvons parfaitement reconnaître quelques hypothèses, arguments et pistes très intéressantes. A la fin, une anti-thèse digne, à la hauteur de la “thèse originale”.

Nous résumant, nous pouvons dire que l’idée “ d’échec” est un axiome inquestionnable, applicable à une infinité d’analyses sur notre continent. Chacun voit à partir de sa propre tour de guet et toujours de façon passionnée, différents chemins qui conduisent à une même réalité. Beaucoup, lamentablement, compromis moralement, économiquement ou stratégiquement avec des partis politiques ou avec des communautés idéologiques. Il existe d’innombrables raisons pour voir un retentissant échec sur notre continent : crises économiques, émigration massive de sa population, corruption de ses dirigeants et attitude mendiante de ses partisans, illégalité, violence civique et militaire jusqu’à des limites surréelles, etc. Un menu difficilement enviable.

Malgré tout, nous devons questionner ce que signifie cela que tous nous acceptons comme point de départ et comme point d’arrivée pour quelconque analyse comme s’il s’agissait du centre religieux de différentes théologies. « Échec », à partir de quel point de vue ? Entend-on échec en opposition à succès ? Bien, et quelle est l’idée de « succès » d’une société, de notre société ? Est-ce une idée absolue, ou l’est-elle, précisément, parce que nous ne la questionnons pas ? Échouons-nous pour ne pas vouloir arriver ou, pour vouloir arriver et ne pas pouvoir le faire ? Arriver où ? La nécessité « d’arriver », « d’être », est-ce une nécessité “naturelle” ou auto-imposée par une culture colonisée, par une mentalité dépendante ?

Comprenons que la réponse à ces questions est fortement conditionnée par trois liens : (1) Ce qu’aujourd’hui nous entendons par « succès » est défini par une mentalité et une perspective originellement européenne et, de nos temps, par le modèle nord-américain; (2) l’idée de « succès » est fondamentalement économique et (3) la « conscience d’échec » est non seulement la perception d’une réalité adverse mais aussi sa cause.

Lorsque nous parlons de succès, nous nous référons fondamentalement à une certain type de succès : le succès économique, au statut social que toute société impose à ses individus. En général, lorsque nous parlons d’une femme qui a réussie, nous nous référons à une professionnelle qui à partir “d’en bas” – a atteint réputation, pouvoir et argent, ou a pris le lieu méprisable du sexe masculin, peu importe la quantité de frustrations personnelles que peut lui avoir coûté ce dit “succès” – conception héritée d’une société masculine -, du temps où elles ont quitté ce groupe de femmes démodées qui purent être heureuses avec leurs enfants et leurs activités traditionnelles, ou qu’elles ne le furent avant d’être marginalisées par la nouvelle idée du succès, avant qu’elles eussent à souffrir le châtiment d’être étiquetées comme “ratées” ou “soumises”. – Rien de ceci ne signifie, évidemment, une critique du meilleur féminisme du véritable libérateur de la femme, mais à certaines idéologies qui l’oppriment en son propre nom. – Lorsque nous parlons d’un poète qui a du succès, automatiquement nous pensons à sa réputation littéraire, sans inclure dans ce groupe ce poète qui a atteint la félicité par ses propres vers et ses rares lecteurs. On devrait dire de plus que quelque chose peut être réussie ou ratée selon le point de vue à partir duquel on la regarde. A partir du point de vue du sujet, il dépendra de ses besoins, de ses expectatives et de ses réussites. Mais ces facteurs, desquels dépend l’idée de « succès », sont aussi, dans une grande mesure, relatifs à la mentalité de qui les conçoit et les juge – à l’exception de la faim, de la misère et de la violence physique.

Dans ce sens, nous pouvons dire qu’un pays où sa population n’a pas les nécessités de base satisfaites est un pays qui a échoué. Il est très difficile de soutenir que l’idée de violence ou de faim dépend d’une condition purement culturelle comme peut l’être l’idée de violence morale. Quoique cela ne soit pas impossible, bien sûr. Cependant, afin de nous reconnaître « ratés » dans une aire aussi vaste, complexe et contradictoire comme l’est un pays ou un continent – les deux, abstractions et simplifications -, non seulement il est nécessaire de l’être, mais, surtout, nous devons nous concevoir comme tels. C’est-à-dire, l’échec non seulement dépend des réussites économiques, mais que, surtout, il dépend d’une “conscience de l’échec”. Et cette conscience, comme toute conscience, n’est pas un phénomène donné mais construit, acquis et accepté.

Lorsqu’on parle de « succès » on parle d’économie et rarement on prend en compte les aspects cruciaux pour le développement d’un pays. Par exemple, la fameuse ouverture de l’économie espagnole dans les années ’60, est considérée par beaucoup d’analystes comme le “moment du changement” dans l’histoire ibérique du XX è siècle, matrice de l’actuelle Espagne qui a du succès. Ce qui, à mon sens, est très exagéré et équivoque. L’affirmation enlève une importance à un moment plus significatif dans la création de l’Espagne moderne : la mort de Franco (1975), l’écroulement d’une mentalité militariste et l’échec des putschistes de 1981. Il est certain que l’économie changea davantage pendant les années ’60 qu’au retour de la démocratie. Mais on ne considère pas la situation médiévale de l’Espagne durant les vingt premières années de la dictature franquiste, sa marginalisation de l’Europe et du monde qui la rendait infaisable.

Aussi, on oublie deux points cruciaux : (1) le développement et, même, le progrès économique soutenu d’un pays, à longue échéance, ne dépend pas tant des modèles économiques mais du degré de démocratie qu’il est capable d’atteindre. Plusieurs dictatures en Amérique Latine appliquèrent des modèles semblables de capitalisme et, quelques-unes, de socialisme – sans commencer à analyser l’exactitude idéologique et pratique de chacune d’elles -, certaines eurent des chiffres en rouge et d’autres en noir, indépendamment de la main idéologique qui les gouvernait. Pour cette raison nous pouvons comprendre que le degré de développement insatisfaisant de la majorité des démocraties latino-américaines démontre qu’elles sont plus des démocraties formelles que des démocraties de fait. Dans une véritable démocratie, la liberté de ses citoyens et la confiance en eux-mêmes impulsent plus vigoureusement quelconque développement satisfaisant que dans ces autres submergées dans une structure sociale rigide qui est perçue comme injuste et oppressive – peu importe le nombre de parlementaires, de partis politiques ou d’élections qu’elle possède. Certains économistes ont mis de l’avant la théorie que pour qu’existe le développement, un certain degré de corruption était nécessaire. Il y a dix ans j’ai dit, et je vais le répéter, que l’éthique forme une partie cruciale d’une économie prospère, dans le sens qu’il établie des règles de jeu plus justes et, par conséquent, la confiance dans un système et un pays. Il suffit de rappeler que le crédit se base sur la confiance, que les efforts personnels et sociaux dépendent aussi de ce même sentiment. (2) En dernier, une observation purement éthique : le “succès économique” serait de l’argent sale si sa causante était une dictature despotique et génocide, ce qui représente un retentissant “échec social”. C’est pour cela – et liant ce point à celui antérieur – qu’il ne suffisait pas d’un certain “succès économique” dans la dictature de Franco ou dans celle de Pinochet ou dans celle de Staline, pour générer un développement social – ou purement économique, si vous aimez mieux – qui soit soutenable dans le temps.

C’est pour cette raison que je considère que le développement économique soutenu des États-Unis est dû plus à la perception qu’ont eu leurs citoyens de leur démocratie que des forces pures d’un système économique variable que, de façon grossièrement simplifiée, nous appelons « capitalisme ». Il suffirait d’imaginer le capitalisme nord-américain avec un gouvernement de Pinochet – exercice qui, de nos jours, n’est pas si difficile à faire -. Il suffirait d’imaginer ce qu’il en eût été de l’immense développement matériel de ce pays avec une structure sociale oppressive, despotique, patricienne et politisée comme celles des latino-américains.

Maintenant, que signifie que les États-Unis sont un pays à grand succès ? Si les États-Unis sont un modèle à suivre par d’autres pays latino-américains, cela se doit seulement à son “succès économique”. Nous pouvons aller un peu plus loin et dire que les États-Unis ont eu du succès aussi dans d’autres dimensions : dans différents types de services – plus « socialistes » que ceux que l’on peut trouver dans certains pays qui se piquent de l’être -, une certaine organisation plus juste de sa population en ce qui se réfère aux opportunités de travail, la maintenant classique conception de la loi anglo-américaine, etc. Mais lorsque nous parlons de « succès » nous maintenons dans nos esprits la référence exclusive à l’économie.

Nous devrions, en échange, être un peu plus précis. Les États-Unis ont eu du succès dans l’aire X, comprenant le mot « succès » à partir d’un point de vue Y. Nous pourrions dire que cet heureux pays a échoué dans d’autres aires – à partir d’un point de vue Y – et, même, qu’il a échoué dans toutes les aires à partir d’un point de vue Z. Par exemple, à partir d’un point de vue proprement occidental, il a échoué dans sa lutte contre la consommation de drogues – légales et illégales – dans le contrôle d’une anxiété consumériste reflétée par un inégalable niveau d’obésité de ses habitants, dans l’accès égalitaire à la santé, à accepter légalement des millions d’immigrants hispaniques qui sont ici depuis plusieurs années, avec plus d’obligations que de droits, mais soutenant une économie – et l’économie de leur pays d’origine, moyennant remises – qui sans eux tomberait dans une des pires crises économiques de leur histoire et, par conséquent, de leur fameux « succès », etc. Depuis un point de vue non occidental, par exemple, on peut dire qu’ils ont aussi échoué dans leur lutte contre le matérialisme, dans leur lutte contre la névrose consumériste, etc. Que nous partagions ou non ces affirmations, nous devons reconnaître qu’elles sont totalement valables à partir d’autres points de vue, depuis d’autres mentalités, à partir d’autres façons de concevoir le succès et l’échec.

Pour sa part, l’Amérique Latine est un continent encore plus vaste, plus hétérogène et plus contradictoire, avec des pays qui partagent des éléments culturels communs et souvent méconnaissables. Peut-être ce qui identifie l’Amérique Latine est l’idée – non dépourvue de fiction – d’une histoire, d’un destin commun et l’idée ou la conscience de l’échec. Cette conscience nous vient depuis les temps de la conquête, bien sûr, et par la suite de “l’indépendance”, de José Artigas et de Simon Bolivar.

Mais cette idée d’échec ne fut pas toujours aussi unanime comme on la considère aujourd’hui. Le Rio de la Plata, par exemple, vécut de longues décades à la fin du XIX è siècle et au début du XX è, peut-être jusqu’en 1950, avec la conscience du « succès ». Dans mon pays, l’expression la plus populaire de ces temps fut la mythique phrase “comme en Uruguay il n’y a pas”, et les Argentins pourraient dire de même, plus si nous considérons qu’ils étaient au pair avec le Canada et l’Australie en ce qui concerne le développement scientifique, jusqu’à ce que le dictateur Onganía dise qu’il allait mettre en ordre son pays, expulsant tous les intellectuels – ce qu’effectivement il fit. D’un autre côté, et quoique le paysage social et urbain chilien ne se différencie pas beaucoup de celui argentin ou brésilien, il est assez connu que le Chili jouit d’une certaine reconnaissance en ce qui se réfère à son économie. Au moins, ceci est vu par beaucoup de Chiliens, par beaucoup de pays voisins et, naturellement, par beaucoup d’analystes nord-américains. Cependant, et à l’encontre des propres désirs des Chiliens, l’idée « d’échec » comme signe distinctif de pays latino-américain survit dans l’obsessive comparaison avec les pays européens, par exemple.

Tout ceci veut dire qu’il ne suffit pas d’avoir une économie “réussie” pour échapper à la perception de l’échec – c’est-à-dire de l’échec tout court. Pourquoi ? Parce que cette conscience, comme nous le suggérions plus haut, non seulement dépend d’une réalité mais aussi d’une construction culturelle et psychologique, ce qui relativilise beaucoup l’idée de “succès”. Sans doute, beaucoup de pays plus pauvres que l’Argentine possèdent une « conscience d’échec » beaucoup moindre que celle de ces mêmes Argentins. Parce qu’il est nécessaire de “s’assumer malheureux” avant que “d’être malheureux”. Nous ne pouvons dire que le très pauvre Mahatma Gandhi était un malheureux, nous ne pouvons dire que les “misérables” qui vont au Gange sont malheureux s’ils possèdent une « conscience de dépassement ». Il y a dix ans, un de mes personnages des plus difficiles à comprendre pour moi-même, me faisait dire : “Les occidentaux considèrent qu’un pauvre sans aspirations économiques et passif devant sa pauvreté, manque d’esprit de dépassement. Et ils le méprisent pour cela. En Inde et au Népal, il arrive strictement le contraire. Pour eux, quelqu’un qui renonce, quelqu’un qui a abandonné toutes les commodités du monde matériel et qui n’aspire pas à plus qu’à des aumônes, est un homme avec un “esprit de dépassement”. Et ils l’apprécient pour cela.

L’Amérique Latine n’est pas l’Inde ni le Népal. N’est pas l’Afrique non plus. Ni l’Amérique anglaise. L’Amérique Latine n’est ni même l’Amérique Latine, mais – comme toute chose – elle est ce qu’elle assume d’être.

L’Amérique Latine cessera d’être un continent « malheureux », à mon sens, lorsque : (1) elle cessera de définir son échec en fonction du “succès” d’autrui et de la définition d’autrui du “succès”, (2) lorsqu’elle abandonnera sa rhétorique de gauche et sa pratique de droite qui l’empêche de prendre conscience de ses propres possibilités et de sa propre valeur et, (3) lorsqu’elle se révèlera contre sa propre tendance auto destructrice.

Devons-nous prendre conscience, alors, comme démarche préalable ? L’idée d’une nécessaire « prise de conscience » peut être très vague, mais elle est vitale et tout à fait intelligible dans la pensée des éducateurs comme Paolo Freire et de l’essayiste José Luis Gòmez-Martinez.

Avertissant que « prendre conscience » peut avoir des significations opposées – et jusqu’à arbitraires, si nous choisissons nous-mêmes l’objet de conscience d’autrui -, je synthétise le problème de cette façon : prendre conscience signifie se sortir de son propre cercle. Je le dis d’un point de vue culturel et strictement psychologique : toute “prise de conscience” se produit lorsque nous « sortons » de notre propre cercle, lorsque nous sommes capables de voir un peu plus loin que nous voyons habituellement, plus loin que ce qui nous entoure; lorsque nous sommes capables de penser plus loin que les limites dans lesquelles nous avons crû, plus loin que les limites que nous a imposé notre propre culture et notre propre éducation, notre propre façon de comprendre le monde. A chaque fois que nous sortons de notre propre cercle nous opérons une nouvelle prise de conscience, indépendamment de nos économies. Pour un meilleur développement, une prise de conscience plus ample est nécessaire. Mais penser que le succès économique en lui-même est une preuve d’une conscience supérieure ou plus ample non seulement est un vieux procédé arbitraire religieux et un plus moderne procédé arbitraire idéologique, mais, tout le contraire d’une conscience supérieure : c’est de la myopie spirituelle.

Jorge Majfud
Université de Géorgie, Juin 2004

Traduit de l’espagnol par :
Pierre Trottier
Trois-Rivières, Québec, Canada. mars 2006

1. Las venas abiertas de América Latina
2. Manual del perfecto idiota latinoamericano
3. Las raíces torcidas de America Latina



El feminismo machista y la injusticia de la naturaleza

El feminismo machista y la injusticia de la naturaleza

El feminismo no es el que era: comienza a dejar de ser oposición combativa para integrarse a un nuevo optimismo. Y en el nuevo optimismo (no en la integración) está su debilidad y su disolución.

Durante el siglo XIX, los positivistas publicaban a viva voz que el desarrollo de las ciencias conduciría a la humanidad, inevitablemente, a la abolición de las guerras, a un desarrollo definitivo de la moral. Pero, como diría Dostoyevski en “Memorias del subsuelo”, el hombre no se conformará nunca conque dos más dos son cuatro. En el siglo XX la ciencia y la tecnología trajeron nuevos métodos de curación, nuevos sistemas constructivos y destructivos: la penicilina, las Torres Gemelas y los holocaustos humanos. En ninguno de los casos la moral tuvo alguna participación especial: con la penicilina no surgió un tipo superior de hombre, y en los holocaustos ni siquiera se tuvo en cuenta los principios más bajos y primitivos de lo que se conoce por “moral”.

Ahora, cuando comienza un nuevo siglo, ponemos toda nuestra ingenuidad en otro comodín. Fracasada la ciencia como promotora de la paz, echamos mano a una ideología que apuesta a lo diferente. No porque sea una ideología novedosa, sino porque no hay otra. Nuestro siglo XX murió sin ideas.

Comienza un nuevo milenio y las creaturas tratan de imaginárselo. Y para ello miran a los mil años que pasaron. ¿Y qué ven allí? Un montón de esperanzas frustradas: césares, déspotas, guerras, tortura, inquisición, hogueras, más torturas y más dolor. El razonamiento es el siguiente: cambia el milenio, ergo cambia la historia. Si los mil años anteriores se caracterizaron por la guerra, la tortura y las injusticias sociales, los próximos mil años serán de paz.

Otro razonamiento arbitrario. Será que el optimismo es inagotable en la raza humana. También podíamos pensar, y con más razones: si los últimos cien mil años (por lo menos), la historia y la prehistoria humana estuvo signada por el horror y la violencia, ¿por qué habría de cambiar radicalmente en los próximos mil años, período de tiempo insignificante para una posible reivindicación humana? Pero, como ya había subrayado en mi libro “Crítica de la pasión pura”, en todos los tiempos las creaturas se sintieron en el ápice de la Historia, en el comienzo o en el final de un Gran Período. Y no veo por qué nosotros deberíamos ser la excepción.

Podríamos decir que las mujeres son distintas. Vaya novedad. Podríamos decir que no está en su naturaleza la guerra, como sí lo está en los hombres. Pero no podríamos decir que las mujeres están desprovistas de maldad, de violencia y de todas las demás características humanas. No sólo porque pertenecen a la misma especie animal que los hombres, sino porque los gobiernos de mujeres nunca se caracterizaron por la solidaridad y la “sensibilidad femenina”, desde Cleopatra, clavando alfileres de oro en los senos de sus esclavas, hasta la impiadosa Margaret Thatcher. El Bien y el Mal son universales; no son una característica de alguno de los dos sexos.

Los hombres y las mujeres se diferencian por otras cosas. Por otras cosas. Y son esas diferencias, precisamente, las que pretenden ser abolidas por el feminismo. Se dice que el hombre está hecho para la guerra, mientras las mujeres están hechas para la reproducción de la vida (un eufemismo filosófico de “maternidad”). Al mismo tiempo, las mujeres que proclaman esta verdad abandonan su posición de integrante pacífico de la sociedad para ocupar el puesto orgulloso del macho: el éxito social, es decir, la antigua guerra sublimada. La mujer contemporánea, al mismo tiempo que logra más libertad masculina, pierde más libertad femenina. No es más libre una mujer compitiendo por el poder y el éxito que otra criando a sus hijos. ¿Dónde está escrito eso? Por un mecanismo paradójico del pensamiento moderno, en nuestro tiempo se supone que una cajera de supermercado, que pasa ocho horas del día sentada y repitiendo una de las tareas más monótonas y peor pagas de la historia, es necesariamente más libre que una mujer haciendo las compras. Todo eso, ¿no es un prejuicio ideológico?

Hace pocos días, en una almuerzo de televisión, un médico especialista en reproducción decía que la Naturaleza había sido injusta con las mujeres, porque le impedía ser madre a los cuarenta y dos años, justo cuando habían logrado su mayor “desarrollo personal”, justo cuando muchas de ellas habían alcanzado el éxito. Sin embargo, cuando la Naturaleza hizo a la mujer para que fuera madre a los trece años, no pensó que un millón de años después iba a ser criticada por ese imperdonable error: una madre de trece años, qué horror! Podrá ser un problema social, pero nunca una injusticia de la naturaleza. Por supuesto, la opinión del especialista fue muy bien acogida por las damas presentes, todas modelos, actrices y empresarias de mucho éxito. Pareciera que la opción era la maternidad o el éxito. Pareciera que el hombre tiene más ventajas por su incapacidad de cargar nueve meses un hijo en su vientre.

Pero todo esto está medido por una escala de valores masculinos. Totalmente. El éxito contemporáneo es aquello que los hombres han creído e impuesto como “lo más importante”. Y las mujeres, en lugar de destruir esta imposición cultural, no han hecho más que someterse a la misma, con las ya anotadas injusticias. Entonces, no es la Naturaleza la injusta (la naturaleza nunca puede ser juzgada. ¿Cómo puede ser injusto que un león se coma a un ciervo?); la injusticia es una condición moral, y sólo puede ser referida a la acción humana: lo injusto es la cultura que impone a la mujer un camino que no se condice con sus necesidades más profundas: como, por ejemplo, puede serlo la maternidad. Embarazarse, dar a luz a un hijo y ampararlo por más tiempo del necesario, está en la naturaleza femenina, no en la masculina. Claro que tanto la “materidad” como la misma “naturaleza” están definidas desde la “cultura”; claro que la “biologización” de los intintos maternales ha servido muchas veces para reproducer una ideología que pretendía mantener a las mujeres en un destino obligatorio. Pero no podemos decir que la idea de que solo un sexo se embarace y produzca otro ser humano es un invento producto del machismo de las sociedades. En todo caso esa es una imposición natural. La necesidad de tener éxito, económico y académico, es un vicio que cultivaron los hombres por siglos. Esa es una imposición cultural (y masculina) a la que están sometidas las mujeres de hoy, al mismo tiempo que se golpean el pecho y se enorgullecen de su “liberación”. Como si entre la libertad y el sometimiento hubiese apenas un velo. Su ciclo biológico, su edad reproductiva, se contradice con sus modernas necesidades culturales: “por su carrera, muchas mujeres deben renunciar a la maternidad”. Eso no tiene nada de malo. Y no lo tendría, si fuera una elección verdaderamente libre. El caso es que no lo es, porque las pautas y los modelos de éxito que aspiran todos los integrantes de una sociedad son imposiciones culturales. Y muchas veces no están de acuerdo ni con nuestra biología ni con nuestros más profundos sentimientos.

En mi opinión, las mujeres se han liberado tanto como los países periféricos se liberaron del Primer Mundo al que aspiran. En un mundo en que todo se mide y se compra con dinero, la libertad es como el amor en un prostíbulo: una ilusión. Nos sometemos a una herencia y no alcanzamos a velo. Como siempre, somos nosotros nuestros peores carceleros.

Jorge Majfud

Montevideo, enero 2000

Le féminisme machiste et l’injustice de la Nature

Par Jorge Majfud*

Le féminisme n’est pas celui qu’il était : il cesse d’être opposition combative pour s’intégrer à un nouvel optimisme. Et, dans ce nouvel optimisme ( et non dans l’intégration ) est sa faiblesse et sa dissolution.

Pendant le XIX è s., les positivistes proclamaient à vive voix que le développement des sciences conduirait l’humanité, inévitablement, à l’abolition des guerres, à un développement définitif de la morale. Mais, comme le disait Dostoïevski dans “Mémoires du sous-sol”, l’homme ne s’accommodera jamais avec le fait que deux et deux font quatre. Au XX è s., la science et la technologie apportèrent de nouvelles méthodes curatives, de nouveaux systèmes constructifs et destructifs : la pénicilline, les Tours Jumelles et les holocaustes humains. En aucun cas la morale n’eut une participation spéciale : avec la pénicilline n’a pas émergé un type supérieur d’homme et, ni même dans les holocaustes, on ne prit en compte les principes les plus minimaux et les plus primitifs de ce qu’on connaît par « morale ».

Maintenant, lorsque commence un nouveau siècle, nous pouvons mettre toute notre ingénuité dans une formule. Ayant échouée comme promoteurs de paix, nous tendons la main à une idéologie qui parie sur le différent. Non parce qu’elle est une idéologie nouvelle, mais parce qu’il n’y en a pas d’autres. Notre siècle, le XX è, est mort sans idées.

Commence un nouveau millénaire et les créatures essaient de se l’imaginer. Et pour ce faire, elles regardent les dernières mille années. Et qu’est-ce qui vient de là ? Une masse d’espérances frustrées : des Césars, des despotes, des guerres, de la torture, l’inquisition, des bûchers, plus de torture et plus de douleur. Le raisonnement est le suivant : change le millénaire, l’histoire se redresse. Si les mille années antérieures furent caractérisées par la guerre, la torture et les injustices sociales, les prochaines mille années le seront par la paix.

Un autre raisonnement arbitraire. Ce serait que l’optimisme est inépuisable chez la race humaine. Nous pourrions penser aussi, et avec plus de raisons : si dans les dernières cent mille années (pour le moins), l’histoire et la préhistoire humaines furent signées par l’horreur et la violence, pourquoi faudrait-il qu’elle change dans les prochains mille ans, période de temps insignifiante pour une possible revendication humaine ? Mais, comme je l’ai déjà dit dans mon livre “ Critique de la passion pure “, de tous temps les créatures se sentirent au sommet de l’Histoire, au commencement ou à la fin d’une Grande Période. Et je ne vois pas pourquoi nous devrions être l’exception.

Nous pourrions dire que les femmes sont différentes. Quelle nouveauté. Nous pourrions dire que la guerre n’est pas dans sa nature, comme elle l’est chez l’homme. Mais nous ne pourrions dire que les femmes sont dépourvues de méchanceté, de violence et de toutes les autres caractéristiques humaines. Non seulement parce qu’elles appartiennent à la même espèce animale que les hommes, mais parce que les gouvernements de femmes jamais ne se caractérisèrent par la solidarité et la « sensibilité féminine », depuis Cléopâtre épinglant des aiguilles d’or sur les seins de ses esclaves, jusqu’à l’impie Margaret Thatcher. Le Bien et le Mal sont universels ; ils ne sont pas une caractéristique d’un sexe en particulier.

Les hommes et les femmes se différencient par d’autres choses, pour d’autres choses. Et ce sont ces différences, précisément, que prétend abolir le féminisme. On dit que l’homme est fait pour la guerre, pendant que les femmes sont faites pour la reproduction de la vie (un euphémisme philosophique de la « maternité »). En même temps, les femmes qui proclament cette vérité abandonnent leur position d’intégrante pacifique de la société pour occuper l’orgueilleux poste du macho : le succès social, c’est-à-dire l’antique guerre sublimée. La femme contemporaine, en même temps qu’elle obtient plus de liberté masculine, perd plus de liberté feminine. N’est pas plus libre une femme compétitionnant pour le pouvoir et le succès qu’une autre élevant ses enfants. Où cela est-il écrit ? Par un mécanisme paradoxal de la pensée moderne, à notre époque, on suppose qu’une caissière de supermarché qui passe huit heures assise et répétant une des tâches les plus monotones et des plus mal rémunérées de l’histoire, est nécessairement plus libre qu’une femme faisant les achats. Est-ce que tout ceci ne serait pas un préjugé idéologique ?

Il y a peu de jours, à un déjeuner télévisé, un médecin spécialiste en reproduction disait que le Nature avait été injuste envers les femmes, parce qu’elle les empêchait d’être mère à partir de 42 ans, juste au moment où elles avaient atteint leur plus grand « développement personnel », juste au moment où beaucoup d’entre-elles avaient atteint le succès. Cependant, lorsque la Nature fit la femme afin qu’elle puisse être mère à 13 ans, elle ne pensait pas qu’un million d’années plus tard elle serait critiquée pour cet impardonnable erreur : une mère de 13 ans, quelle horreur ! Cela pourra être un problème social mais jamais une injustice de la nature. Bien sûr, l’opinion du spécialiste fut très bien accueillie par les autres dames présentes, tous modèles, actrices ou entrepreneures à grand succès. Paraîtrait que l’option était la maternité ou le succès. Paraîtrait aussi que l’homme possède plus d’avantages de par son incapacité à porter pendant neuf mois un enfant dans son ventre.

Mais tout cela est mesuré à partir d’une échelle de valeurs masculines. Totalement. Le succès contemporain est ce que les hommes ont créé et imposé comme étant le “ plus important”. Et les femmes, au lieu de détruire cette imposition culturelle, n’ont pas fait plus que de se soumettre à cette dernière, avec les injustices déjà mentionnées. Alors, ce n’est pas la nature qui est injuste (la nature ne peut jamais être jugée. Comment peut-il être injuste qu’un lion mange un cerf ?) ; l’injustice est une condition morale et peut être seulement référée à l’action humaine : ce qui est injuste c’est la culture qui impose à la femme un chemin qui ne concorde pas avec ses nécessités les plus profondes : comme, par exemple, peut l’être la maternité. Être enceinte, donner la vie à un enfant, et le protéger suffisamment pendant sa croissance, est dans la nature féminine, non dans celle masculine. Bien sûr que tant la “maternité” que cette même “nature” sont définis à partir de la « culture » ; bien sûr que la « biologisation » des instincts maternels a souvent servi afin de reproduire une idéologie qui prétendait maintenir les femmes dans une destinée obligatoire. Mais nous ne pouvons dire que l’idée que seul un des sexes s’engrosse et produise un être humain est une invention produite par le machisme des sociétés. Dans tous les cas, cela est une imposition naturelle. La nécessité d’obtenir un succès, économique et académique, est un vice que cultivèrent les hommes de par les siècles. Cela est une imposition culturelle (et masculine) à laquelle sont soumises les femmes d’aujourd’hui, en même temps qu’elles se frappent la poitrine et s’enorgueillissent de leur “libération”. Comme si entre la liberté et la soumission il n’y eut qu’un voile. Leur cycle biologique, leur âge reproductif, vient en contradiction avec leurs nécessités culturelles modernes : “ pour leur carrière, beaucoup de femme doivent renoncer à la maternité “. Cela n’est en rien un mal. Et ne le serait s’il s’agissait d’un choix véritablement libre. Le cas est que cela ne l’est pas, parce que les règles et les modèles de succès auxquelles aspirent toutes les intégrantes d’une société sont des impositions culturelles. Et souvent, elles ne sont en accord ni avec notre biologie ni avec nos sentiments les plus profonds.

A mon avis, les femmes se sont libérées autant que les pays périphériques se libérèrent du Premier Monde auquel ils aspirent. Dans un monde où tout se mesure et s’achète avec de l’argent, la liberté est comme l’amour dans une maison de tolérance : une illusion. Nous nous soumettons à un héritage et nous n’atteignons pas notre but. Comme toujours, nous sommes nous-mêmes nos pires geôliers.

Jorge Majfud

Traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier, février 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada