Corazón de demócrata, mentalidad de aristócrata

Corazón de demócrata, mentalidad de aristócrata

En Estados Unidos se ha impuesto la idea de que éste es un país cristiano —cuanto más, judeocristiano— y conservador. Aún cuando en la discusión se acepta la diversidad como paradigma fundador, existe una creciente censura moral: definirse como conservador resulta políticamente correcto, sinónimo de virtud, de valores e ideoléxicos como pro-vida (como si los otros no lo fueran), etc. Cada vez que un progresista —un izquierdista o» stupid liberal» — intenta levantar la voz debe, en alguna medida, presumir de sus aristas conservadoras. Creo que todos somos, en diversos grados, liberales y conservadores, libre pensadores y creyentes, etc. La diferencia puede estar en las proporciones, pero la manipulación ideológica está en la inversión semántica de la realidad histórica.

Para las dos Américas, el dilema se resume así: (1) Estados Unidos es un país de derecha, conservador, religioso, aristocrático. (2) América Latina (los Estados Desunidos de América) es una nación con tendencias izquierdistas, revolucionarias, laicas, populistas. Luego se procede a un antiguo silogismo: Si Estados Unidos ha sido una nación exitosa y América Latina ha reincidido en los fracasos, ergo ésta debe copiar los valores y los procedimientos de aquella. Claro que esta prescripción de copia anglosajona ya fue propuesta y practicada por Domingo F. Sarmiento en el siglo XIX y exitosamente refutada por José Martí y luego por la realidad latinoamericana.

Sin embargo, si echamos una mirada histórica más amplia, fácilmente descubriremos una realidad contraria, lo que nos lleva a deducir que la confusión es estratégica o, al menos, es funcional.

Como hemos analizado antes, una tradición no es la simple persistencia de un pasado sino la actualización de fragmentos de ese pasado a los intereses del presente. Estados Unidos se funda en principios opuestos a los «valores tradicionales». Los venerados «padres fundadores» no sólo entendían positivamente que estaban fundando una nación revolucionaria, antiimperialista y antimonárquica, una democracia radical (para la época) basada en las subversivas ideas filosóficas del siglo XVIII, sino que, además, cuidaron de hacerlo explícito.

El tratado de paz con Argelia y Trípoli (Treaty of Tripoli) firmado por George Washington en 1796 (artículo 11, ratificado por el senado y por John Adams) dice: «el gobierno de los Estados Unidos de América no está fundado en ningún sentido sobre la Religión Cristiana». En esto se diferenciaba la nueva nación de las naciones europeas y de las islámicas. George Washington, John Adams, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y Thomas Paine pertenecieron a una clase rara de políticos intelectuales. La referencia a Dios en algunos documentos nunca suscribe a una religión particular sino que, por el contrario, expresa la intención de universalidad en la administración del poder.

No es casualidad que los revolucionarios europeos, socialistas y hasta anarquistas del siglo XIX hayan usado el ejemplo de Estados Unidos en su crítica a la aristocracia y a los reaccionarios en el poder. En la introducción a The American Journalism of Marx and Engels, Henry M. Christman lo resume así: «Muchos lectores contemporáneos se pueden sorprender al descubrir el intenso afecto que Marx y Engels tenían por Estados Unidos; para ellos, la sociedad americana era única e inspiradora de los logros democráticos que merecían el apoyo de los trabajadores y de los intelectuales radicales a lo largo del mundo, sin importar su nacionalidad.» (traducción nuestra). Karl Marx, en su desesperada miseria económica de su exilio londinense, sobrevivió diez años escribiendo artículos para Trubune de Nueva York que traducía Engels, mientras escribía El capital. Trubune era el principal diario de Estados Unidos con 200.000 ejemplares —un diario progresista.

Si nuestra sufrida América Latina abundó en movimientos de liberación, si su realidad histórica fueron frecuentes tres eres de la izquierda histórica (Revoluciones, Revueltas y Rebeliones), ello no fue por casualidad. Más acá de cualquier razonamiento, tenemos evidencias históricas de la violencia social en la cual transcurrió la mayor parte de la historia hispánica de América: una conquista violenta (para quienes cuestionan esta afirmación los remito a las abundantes Cartas de Hernán Cortés, ya que no leerán a Montesinos ni a Bartolomé de las Casas y menos a Guamán Poma Ayala), una colonización injusta y opresiva donde las palabras derecho y ley eran nada más que papel mojado. Nuestros caudillos, en su abrumadora mayoría, no hicieron otra cosa que desplazar a los españoles para reproducir la opresión de clase, de género y de raza.

Desde la Conquista, América Latina nunca tuvo una verdadera revolución capaz de fundar un cambio histórico, como en Estados Unidos. Por esta razón, la mayoría de los intelectuales pusieron grandes esperanzas en la Revolución cubana. No analizaremos aquí las múltiples razones de la derrota de esas esperanzas de Hombre Nuevo (entre las cuales estuvo la misma fuerza muscular Estados Unidos). Basta con decir que, al menos hasta ahora, no alcanzó a cubrir las expectativas de un cambio social y cultural en América latina, tal como se esperaba después del asombroso triunfo guerrillero que iniciaron ocho hombres dispersos en una playa (proeza que no pudo repetir la mayor potencia del mundo en Playa Girón, pocos años después).

Nuestra oprimida y expoliada América Latina, la vieja España y el «sur profundo» de los actuales Estados Unidos han sido históricamente aristócratas y conservadores. (En este sentido, creo que ha sido España la que ha demostrado una mayor capacidad de apertura y cambio cultural, si consideramos su larga y pasada historia.) De este sistema anacrónico donde no hay igual-libertad sino libertad para dominar, donde el poder está concentrado en clases, sectas y elites sociales, no se puede esperar progreso económico y mucho menos justicia social. Valores de un sistema semifeudal que aún hoy se reproduce en la mentalidad del gran hacendado devenido político y de un pueblo acostumbrado a obedecer al conquistador, al corregidor, al patrón, al caudillo de turno y, finalmente, a un Estado burocrático que resumía a todos los anteriores. Es decir, un pueblo normalmente obediente que periódicamente, ante los límites del abuso, estallaba en revueltas, rebeliones y aislados intentos de revoluciones.

Estados Unidos, en cambio, a finales del siglo XVIII pudo romper con una tradición milenaria en base a las nuevas ideas revolucionarias. Aunque opacado por los intereses económicos del momento (me refiero a la marcha atrás en la abolición de la esclavitud), en su momento fue una Revolución radical con resultados concretos. Entiendo que el gran desarrollo inicial de Estados Unidos no estuvo basado en valores conservadores, ni tradicionalistas, ni aristocráticos. La debilidad actual de Estados Unidos radica en no advertir esta confusión, admirando a sus padres fundadores y a su historia inicial por sus ideales contrarios.

Jorge Majfud

Junio 2007

Una democracia imperial

A juzgar por los documentos que nos quedan, Tucídides (460-396 a. C.) fue el primer filósofo de la historia que descubrió el poder como un fenómeno humano y no como una virtud que conferían los cielos o los demonios. También fue conciente del valor principal del dinero para vencer en cualquier guerra. Podemos agregar otra: Tucídides nunca creyó en el principio que tanto gustan repetir quienes no confían en los argumentos, en las revisiones críticas: “yo sé lo que digo porque lo viví”. Alguna vez anotamos que esta idea se destruye fácilmente con dos observaciones contrarias de quienes vivieron un mismo hecho. Tucídides lo evidenció así: “La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según las simpatías por unos y por otros o seguían la memoria de cada uno”. (Ed. Gredos, Madrid 1990, pág. 164)

Según Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso), para que Esparta, la otra gran ciudad, entrase en guerra con la dominante Atenas, los corintios se dirigieron a su asamblea retratando a la gran democracia enemiga: “ellos [los atenienses] son innovadores, resueltos en la concepción y ejecución de sus proyectos; vosotros tendéis a dejar las cosas como están, a no decir nada y a no llevar a cabo ni siquiera lo necesario” (236). Luego: “al igual que pasa en las técnicas, las novedades siempre se imponen”. (238)

Enterados los embajadores atenienses de este discurso, responden con las siguientes palabras: “por el mismo ejercicio del mando nos vimos obligados desde un principio a llevar el imperio a la situación actual, primero por temor, luego por honor, y finalmente por interés; y una vez que ya éramos odiados por la mayoría, y que algunos ya habían sido sometidos después de haberse sublevado, y que vosotros ya no erais nuestros amigos como antes, sino que os mostrabais suspicaces y hostiles, no parecía seguro correr el riesgo de aflojar. […] Disponer bien de los propios intereses cuando uno se enfrenta a los mayores peligros no puede provocar el resentimiento de nadie”. (244) “Tampoco hemos sido los primeros en tomar una iniciativa semejante, sino que siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a vosotros así os lo parecíamos hasta que ahora, calculando vuestros intereses, os ponéis a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. […] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderado que somos”. (126) “En todo caso, si vosotros nos vencierais y tomaras la dirección del imperio, rápidamente perderías la simpatía que os habéis atraído gracias al miedo que nosotros inspiramos.” (249) “Cuando los hombres entran en guerra, comienzan por la acción lo que debería ser su último recurso, pero cuando se encuentran en la desgracia, entonces ya recurren a las palabras” (250).

Tocados en su amor propio, la conservadora y xenófoba Esparta decide enfrentarse al expansionismo ateniense. Los atenienses, convencidos por Pericles, se niegan a negociar y enfrentan solitarios una guerra que los lleva a la catástrofe. “No debemos lamentarnos por las casas y por la tierra —advierte Pericles repitiendo un conocido tópico de la época—, sino por las personas: estos bienes no consiguen hombres, sino que son lo hombres quienes consiguen bienes”. (370)

Sin embargo, la guerra extiende muertos sobre Grecia. Más tarde, en un discurso fúnebre, Pericles (Libro II) nos da testimonio de los ideales y representaciones de los antiguos griegos, que hoy llamaríamos “preceptos humanistas”. Refiriéndose a la costumbre espartana de expulsar a cualquier extranjero de su tierra, Pericles procura un contraste moral: “nuestra ciudad está abierta a todo el mundo, y en ningún caso recurrimos a las expulsiones de los extranjeros” (451). En otro discurso completa este retrato ideológico, repitiendo ideas ya formuladas por otros filósofos de Atenas y que olvidaron los conservadores de hoy: “Tengo para mí, en efecto, que una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como estado. Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva mucho más fácilmente”. (484)

Paradójicamente, el igualitarismo humanista de Pericles no escapa al patriotismo opresor, al orgullo y a la vanidad del dominio como valores superiores. Como si la clarividencia de la “naturaleza humana” en sociedad se convirtiese en miopía al extender la mirada más allá de los límites de su propia patria. Entonces recurre a la gloria y al honor de la memoria futura como valor absoluto para cualquier sacrificio. La democracia radical intramuros se convierte en imperialismo hacia fuera: “Daos cuenta de que ella [Atenas] goza del mayor renombre entre todos los hombres por no sucumbir a las desgracias y por haber gastado en la guerra más vidas y esfuerzos que ninguna otra; pensad que también ella posee la mayor potencia conseguida hasta nuestros días, cuya memoria, aunque ahora llegáramos a ceder un poco (pues todo ha nacido para disminuir), perdurará para siempre en las generaciones futuras; se recordará que somos los griegos que hemos ejercido nuestro dominio sobre mayor número de griegos, que hemos sostenido las mayores guerras tanto contra coaliciones como contra ciudades separadas, y que hemos habitado la ciudad más rica en toda clase de recursos y la más grande. […] Ser odiados y resultar molestos de momento es lo que siempre les ha ocurrido a todos los que han pretendido dominar a otros; pero quien se expone a la envidia por los más nobles motivos toma la decisión acertada”. (491)

En su introducción crítica a esta misma edición de Gredos, Julio Calogne Ruiz recuerda que “el objetivo de Esparta no era el dominio sobre nuevas ciudades, sino el de poner fin al incremento progresivo del poderío ateniense, marcadamente imperialista. Puesto que todo el poder de Atenas venía de los tributos de los súbditos, el pretexto que dio Esparta para combatir era el de liberación de todas las ciudades griegas”. (20) Luego especula: “muchos atenienses modestos debían de darse cuenta de que su bienestar dependía básicamente de la continuidad en la dominación sobre los aliados sin pensar si esta era justa o injusta” (26).

“La cuestión del poder en el siglo V es —continúa Calogne Ruiz—, la del imperialismo de Atenas. Durante tres cuartos de siglo Atenas es un imperio y nada en la vida ateniense puede sustraerse a esa realidad”. (80)

No obstante, esta realidad, que a veces es nombrada de forma explícita por Tucídides, nunca se expresa como tema central en las mayores obras de la literatura y del pensamiento antiguo.

En The World, the Text, and the Critics Edward Said, refiriéndose a la literatura de los últimos siglos, reflexiona sobre la falsa neutralidad política de la cultura y la pretendida “libertad absoluta” de la creación literaria: “Lo que semejantes ideas encubren, mistifican, es precisamente la red que une a los intelectuales con el Estado y con un imperialismo mundial que, en el momento de cada escritura, impone su propia técnica narrativa. […] Lo que deberíamos preguntarnos es por qué tan pocos ‘grandes novelistas’ han encarado los mayores problemas socioeconómicos más allá de sus propias existencias —como el colonialismo y el imperialismo— y por qué, también, los críticos han continuado consagrando este silencio”. (p. 176; traducción nuestra)

Las históricas virtudes de Atenas —desde nuestro punto de vista humanista—, contrastan con sus defectos; significan fuertes contradicciones que no son reconocidas, sino glorificadas: Atenas se reconoce como una justa democracia al mismo tiempo que defiende su derecho a imponer sus intereses por la fuerza. Tal vez fue el imperio Británico el último imperio en enorgullecerse de esta condición. Como actualmente el pensamiento especializado y el pensamiento popular están marcados por las corrientes post-colonialistas de los años ’60, el ideoléxico imperialismo ha pasado a poseer connotaciones negativas, razón por la cual nadie quiere hacerse cargo de semejante distinción.

Jorge Majfud

Mayo, 2007

Democracias de piedra, libertades de papel, seguridades de tijera

Hace diez años, en contradicción con la ola posmodernista, desarrollamos en Crítica de la pasión pura la idea de la moral como una forma de consciencia colectiva. De la misma forma que un cardumen o un enjambre actúa y se desarrolla como un solo cuerpo, de la misma forma que James Lovelock entendía Gaia —el planeta Tierra— como un solo cuerpo vivo, también podíamos entender a la Humanidad como una consciencia en desarrollo, con unos valores básicos y comunes que trascienden las diferencias culturales.

Estos valores se basan, abrumadoramente, en la renuncia del individuo a favor del grupo, en la conciencia superadora del más primitivo precepto de la sobrevivencia del más apto, como simples individuos en competencia. Es así que surge la representación del héroe y de cualquier figura positiva a lo largo de la historia.

El problema, la traición, se produce cuando estos valores se convierten en mitos al servicio se clases y de sectas en el poder. Lo peor que le puede ocurrir a la libertad es convertirse en una estatua. Los “conflictos de intereses”, normalmente presentados como naturales, en una perspectiva trascendente significarían sólo una patología. Una cultura que apoye y legitime esta traición a la conciencia de la especie debería ser vista —para usar la misma metáfora— como una fobia autodestructiva de esa conciencia de la especie.

Probablemente una forma de democracia radical sea el próximo paso que está por dar la humanidad. ¿Cómo sabremos cuando este paso se esté produciendo? Necesitamos indicios.

Un fuerte indicio será cuando la administración de los significados deje de estar en manos de las elites, especialmente de las elites políticas. La democracia representativa representa lo reaccionario de nuestro tiempo. Pero la democracia directa no se dará por ninguna revolución brusca, liderada por individuos, ya que es, por definición, un proceso cultural donde la mayoría comienza a reclamar y compartir el poder social. Cuando esto ocurra, los parlamentos del mundo serán lo que hoy en día son los reyes de Inglaterra: un adorno oneroso del pasado, una ilusión de continuidad.

Cada vez que la “opinión pública” cambia bruscamente después de un discurso oficial, después de una campaña electoral, después del bombardeo de publicidad —fuerza que siempre procede del dinero de una minoría—, deberemos entender que ese paso se encuentra aún lejos de consolidarse. Cuando los pueblos se independicen de los discursos, cuando los discursos y las narraciones sociales no dependan de las minorías en el poder, podremos pensar en cierto avance hacia la democracia directa.

Veamos brevemente esta problemática de la lucha por el significado.

Existen palabras con escaso interés social y otras que son el tesoro en disputa, el territorio reclamado por diferentes grupos antagónicos. En el primer grupo podemos reconocer palabras como paraguas, glicemia, fama, huracán, simpático, ansiedad, etc. En el segundo grupo encontramos otros términos como libertad, democracia y justicia (vamos a llamar a éstos ideoléxicos). También realidad y normal son términos altamente conflictivos, pero por lo general se encuentran restringidos a la especulación filosófica. A no ser como instrumentos —como la definición de normal— no son objetivos directos del poder social.

La eterna lucha por el poder social crea una cultura de partido que hace visible los llamados partidos políticos. Por lo general, son estos mismos partidos los que hacen posible la continuidad de un determinado poder social creando la ilusión de un posible cambio. Por esta cultura, las personas tendemos a posicionarnos ante cada problema social antes de un análisis desapasionado del mismo. La lealtad ideológica o el amor propio no deberían involucrarse en estos casos, pero no podemos negar que son piezas fundamentales de la disputa dialéctica y a todos nos pesan.

Todo conflicto se establece en un tiempo presente pero obsesivamente recurre a un pasado prestigioso, consolidado. Recurriendo a esa misma historia, cada grupo antagónico, sea en México o en Estados Unidos, buscará conquistar el campo semántico con diferentes narraciones, cada una de las cuales tendrá como requisito la unidad y la continuidad de ese hilo narrativo. Rara vez los grupos en disputa prueban algo; por lo general narran. Como en una novela tradicional, la narración no depende tanto de los hechos exteriores al relato sino de la coherencia interna y verosimilitud que posea esa narración. Por ello, que uno de los actores en disputa —un diputado, un presidente— reconozca un error, se convierte en una grieta mayor que si la realidad lo contradice todos los días. ¿Por qué? Porque la imaginación es más fuerte que la realidad y ésta, por lo general, no se puede observar sino a través de un discurso, de una narración.

La diferencia radica en qué intereses mueve cada narración. No es lo mismo un esclavo recibiendo azotes y agradeciendo por el favor recibido que otra versión de los hechos que cuestiona ese concepto de justicia. Tal vez la objetividad no exista, pero siempre existirá la presunción de la realidad y, por ende, de una verdad posible.

Uno de los métodos más comunes utilizados para administrar o disputar el significado de cada término, de cada concepto, es la asociación semántica. Es el mismo recurso de la publicidad que se permite la libertad de asociar una crema de afeitar con el éxito económico o un lubricante para autos con el éxito sexual.

Cuando el valor de la integración racial se encontraba en disputa en el discurso social de los años ’50 y ’60 en Estados Unidos, varios grupos de blancos sureños desfilaban por las calles portando carteles que declaraban: Race mixing is communism (“Integración racial es comunismo”. Time, 24 de agosto de 1959). El mismo cartel en Polonia hubiese sido una declaración a favor de la integración racial, pero en tiempos de McCarthy significaba todo lo contrario: la palabra comunismo se encontraba consolidada como ideoléxico negativo. No se disputaba su significado. Todo lo que fuese asociado a ese demonio estaba condenado a morir o por lo menos al fracaso.

La historia reciente nos dice que esa asociación fracasó, al menos en la narración colectiva sobre el valor de la “integración racial”. Tanto, que hoy se usa la bandera de la diversidad como un axioma indiscutible. Razón por la cual los nuevos racistas deben integrar a sus propósitos narrativos la diversidad como valor positivo para desarrollar una nueva narración contra los inmigrantes.

En otros casos el mecanismo es semejante. Recientemente, un legislador norteamericano, criticado por llamar “tercer mundo” a Miami, declaró que está a favor de la diversidad siempre y cuando se imponga un solo idioma y una sola cultura en todo el país (World Net Daily, 13 de diciembre) y que no existan “extensos barrios étnicos donde no se habla inglés y están controlados por culturas extranjeras”. (Diario de las Américas, 11 de noviembre)

Todo poder hegemónico necesita una legitimación moral y ésta se logra construyendo una narración que integre aquellos ideoléxicos que no están en disputa. Cuando Hernán Cortés o Pizarro cortaban manos y cabezas lo hacían en nombre de la justicia divina y por mandato de Dios. Incipientemente comenzaba a surgir la idea de liberación. Los mesiánicos de turno entendían que al imponer su propia religión y su propia cultura, casi siempre por la fuerza, estaban liberando a los primitivos americanos de la idolatría.

Hoy en día el ideoléxico democracia se ha impuesto de tal forma que incluso se la usa para nombrar sistemas autoritarios o teocráticos. Los grupos minoritarios que deciden cada día la diferencia entre la vida o la muerte de miles de personas, si bien en privado no desprecian el antiguo argumento de la salvación y la justicia divina, suelen preferir en público la bandera menos problemática de la democracia y la libertad. Ambos ideoléxicos son tan positivos que su imposición se justifica aunque sea vía intravenosa.

Por imponer una cultura por la fuerza los conquistadores españoles son recordados como bárbaros. Quienes hacen lo mismo hoy en día están motivados, ahora sí, por buenas razones: la democracia, la libertad —nuestros valores, que son siempre los mejores. Pero así como los héroes de ayer son los bárbaros de hoy, los héroes de hoy serán los bárbaros de mañana.

Si la moral es sus extractos más básicos representa la consciencia colectiva de la especie, es probable que la democracia directa llegue a significar una forma de pensamiento colectivo. Paradójicamente, el pensamiento colectivo es incompatible con el pensamiento único. Esto por las razones antes anotadas: un pensamiento único puede ser el resultado de un interés sectario, de clase, de nación. Diferente, el pensamiento colectivo se perfecciona en la diversidad de todas sus posibilidades, actuando en beneficio de la Humanidad y no de minorías en conflicto.

En un escenario semejante, no es difícil imaginar una nueva era con menos conflictos sectarios y guerras absurdas que sólo benefician a siete jinetes con poder, mientras pueblos enteros mueren, con fanatismo o sin querer, en nombre del orden, la libertad y la justicia.

Jorge Majfud

The University of Georgia, december 2006.

Rock Democracies, Paper Freedoms, Scissors Securities

Ten years ago, contradicting the postmodernist wave, we developed in Crítica de la pasión pura (Critique of Pure Passion) the idea of morality as a form of collective conscience.  In the same way that a school of fish or a swarm of bees acts and develops as one body, in the same way that James Lovelock understood Gaia – Planet Earth – as one living body, we could also understand Humanity as one conscience in development, with some common and basic values that transcend cultural differences.

These values are based, overwhelmingly, on the renunciation of the individual in favor of the group, on the conscience that supercedes the more primitive precept of the survival of the fittest, as mere individuals in competition.  That is how the representation of the hero and of any other positive figure emerges throughout history.

The problem, the betrayal, is produced when these values become myths at the service of classes and sects in power.  The worst thing that can happen to freedom is for it to be turned into a statue.  The “conflicts of interests,” normally presented as natural, from a broader perspective would represent a pathology.  A culture that supports and legitimizes this betrayal of the conscience of the species should be seen – to use the same metaphor – as a self-destructive phobia of that species conscience.

Probably a form of radical democracy will be the next step humanity is ready to take.  How will we know when this step is being produced?  We need signs.

One strong sign will be when the administration of meaning ceases to lie in the hands of elites, especially of political elites.  Representative democracy represents what is reactionary about our times.  But direct democracy will not come about through any brusque revolution, led by individuals, since it is, by definition, a cultural process where the majority begins to claim and share social power.  When this occurs, the parliaments of the world will be what the royals of England are today: an onerous adornment from the past, an illusion of continuity.

Every time “public opinion” changes brusquely after an official speech, after an electoral campaign, after a bombardment of advertising – power that always flows from the money of a minority – we must understand that that next step remains far from being consolidated.  When publics become independent of the speeches, when the speeches and social narrations no longer depend on the powerful minorities, we will be able to think about certain advance toward direct democracy.

Let’s look briefly at this problematic of the struggle over meaning.

There are words with scarce social interest and others that are disputed treasure, territory claimed by different antagonistic groups.  In the first category we can recognize words like umbrella, glycemia, fame, hurricane, nice, anxiety, etc.  In the second category we find terms like freedom, democracy and justice (we will call these ideolexicons).  Reality and normal are also highly conflictive terms, but generally they are restricted to philosophical speculation.  Unless they are instruments – like the definition of normal – they are not direct objectives of social power.

The eternal struggle for social power creates a partisan culture made visible by the so-called political parties.  In general, it is these same parties that make possible the continuity of a particular social power by creating the illusion of a possible change.  Because of this culture, we tend to adopt a position with respect to each social problem instead of a dispassionate analysis of it.  Ideological loyalty or self love should not be involved in these cases, but we cannot deny that they are fundamental pieces of the dialectical dispute and they weigh on us all.

All conflict is established in a present time but recurs obsessively to a prestigious, consolidated past.  Recurring to that same history, each antagonistic group, whether in Mexico or in the United States, will seek to conquer the semantic field with different narrations, each one of which will have as a requirement the unity and continuity of that narrative thread.  Rarely do the groups in dispute prove something; generally they narrate.  Like in a traditional novel, the narration does not depend so much on facts external to the story as on the internal coherence and verisimilitude possessed by that narration.  For that reason, when one of the actors in the dispute – a congressional representative, a president – recognizes an error, this becomes a greater crack in the story than if reality contradicted him every day.  Why?  Because the imagination is stronger than reality and the latter, generally speaking, cannot be observed except through a discourse, a narration.

The difference lies in which interests are moved by each narration.  A slave receiving lashes of the whip and giving thanks for the favor received is not the same as another version of the facts which questions that concept of justice.  Perhaps objectivity does not exist, but the presumption of reality and, therefore, of a possible truth will always exist.

One of the more common methods used to administer or dispute the meaning of each term, of each concept, is semantic association.  It is the same resource that allows advertising to freely associate a shaving cream with economic success or an automotive lubricant with sexual success.

When the value of racial integration found itself in dispute in the social discourse of the 1950s and 1960s in the United States, various groups of southern whites marched through the streets carrying placards that declared: Race mixing is communism (Time, August 24, 1959).  The same placard in Poland would have been a declaration in favor of racial integration, but in the times of McCarthy it meant quite the contrary: the word communism had been consolidated as a negative ideolect.  The meaning was not disputed.  Anything that might be associated with that demon was condemned to death or at least to failure.

Recent history tells us that that association failed, at least in the collective narration about the value of “racial integration.”  So much so that today the banner of diversity is used as an inarguable axiom.  Which is why the new racists must integrate to their own purposes narratives of diversity as a positive value in order to develop a new narration against immigrants.

In other cases the mechanism is similar.  Recently, a U.S. legislator, criticized for calling Miami “third world,” declared that he is in favor of diversity as long as a single language and a single culture is imposed on the entire country, (World Net Daily, December 13) and there are no “extensive ethnic neighborhoods where English is not spoken and that are controlled by foreign cultures.” (Diario de las Américas, November 11)

All hegemonic power needs a moral legitimation and this is achieved by constructing a narration that integrates those ideolexicons that are not in dispute.  When Hernán Cortés or Pizarro cut off hands and heads they did it in the name of divine justice and by order of God.  Incipiently the idea of liberation began to emerge.  The messianic powers of the moment understood that by imposing their own religion and their own culture, almost always by force, they were liberating the primitive Americans from idolatry.

Today the ideolexicon democracy has been imposed in such a way that it is even used to name authoritarian and theocratic systems. Minority groups that decide every day the difference between life and death for thousands of people, if indeed in private they don’t devalue the old argument of salvation and divine justice, tend to prefer in public the less problematic banner of democracy and freedom.  Both ideolexicon are so positive that their imposition is justified even if it is intravenously.

Because they imposed a culture by force the Spanish conquistadors are remembered as barbaric.  Those who do the same today are motivated, this time for sure, by good reasons: democracy, freedom – our values, which are always the best.  But jast as the heroes of yesterday are today’s barbarians, the heroes of today will be the barbarians of tomorrow.

If morality and its most basic extracts represent the collective conscience of the species, it is probable that direct democracy will come to signify a form of collective thought.  Paradoxically, collective thinking is incompatible with uniform thinking.  This for reasons noted previously: uniform thinking can be the result of a sectarian interest, a class interest, a national interest.  In contrast, collective thinking is perfected in the diversity of all possibilities, acting in benefit of Humanity and not on behalf of minorities in conflict.

In a similar scenario, it is not difficult to imagine a new era with fewer sectarian conflicts and absurd wars that only benefit seven powerful riders, while entire nations die, fanatically or unwilling, in the name of order, freedom and justice.

Dr. Jorge Majfud

February 2007

Translated by Dr. Bruce Campbell

Dr. Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

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