El fracaso de América Latina

Latin America

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El fracaso de América Latina


La vasta literatura ensayística de los últimos años ha dejado en claro una de las obsesiones principales de la identidad latinoamericana: explicar por qué América Latina es un continente fracasado. Como sugerí en un escrito anterior, antes del cómo deberíamos practicar el marginado y subversivo por qué, ya que si el primero hace y deshace, el segundo es capaz de ver y prever. En este caso, el por qué representa la clave reconocida y se asume preexistente a cualquier cómo liberador. ¿Cómo América Latina puede salir del laberinto de frustraciones en el que se encuentra? A su vez, este desafiante «¿por qué América Latina ha fracasado?» parte de un punto fijo —el fracaso— que se identifica con una observación presuntamente objetiva.

Las respuestas a este interrogante difieren en parte o en todo, dependiendo casi siempre del mirador ideológico desde el cual se realiza la observación. Por lo general, tesis como las sostenidas en Las venas abiertas de América Latina (1970), de Eduardo Galeano, explican este fracaso fundamentalmente como consecuencia de un factor exterior —europeo o norteamericano— según el cual América Latina no ha podido ser porque no la han dejado. Una tesis opuesta, más reciente y probablemente promovida más desde el Norte que desde el Sur, predica que América Latina ha fracasado porque, en síntesis, es idiota o sufre de retardo mental. Esta tesis extremista podemos encontrarla en libros como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), muy recomendada por el expresidente argentino Carlos S. Menem. Del mismo autor, de Alberto Montaner, es un libro más serio, más respetable y —vaya casualidad— más respetuoso llamado Las raíces torcidas de América Latina (2001). El título, claro, responde a otra obsesiva necesidad de atacar la perspectiva del ensayista uruguayo. Hasta el momento, tenemos tesis y antítesis, mas no síntesis. En esta oportunidad, el escritor cubano escribe con más altura y, aunque discrepemos con algunas hipótesis sostenidas en el libro, aunque encontremos páginas innecesarias o fallos metodológicos, podemos perfectamente reconocer algunas hipótesis, argumentos y pistas muy interesantes. En fin, una antítesis digna, a la altura de la “tesis original”.

Resumiendo, podemos decir que la idea de “fracaso” es un axioma incuestionado, aplicable a una infinidad de análisis sobre nuestro continente. Cada uno ve, desde su propia atalaya y siempre de forma apasionada, diferentes caminos que conducen a una misma realidad. Muchos, lamentablemente, comprometidos moral, económica o estratégicamente con partidos políticos o con comunidades ideológicas.

Existen innumerables razones para ver un rotundo fracaso en nuestro continente: crisis económicas, emigración masiva de su población, corrupción de sus dirigentes y actitud mendicante de sus seguidores, ilegalidad, violencia cívica y militar hasta límites surreales, etc. Un menú difícilmente envidiable.

Pese a todo ello, debemos cuestionar también qué significa eso que todos aceptamos como punto de partida y como punto de llegada para cualquier análisis, como si se tratase del centro religioso de distintas teologías. ¿“Fracaso”, desde qué punto de vista? ¿Se entiende “fracaso” en oposición a “éxito”? Bien, ¿y cuál es la idea de “éxito” de una sociedad, de nuestra sociedad? ¿Es una idea absoluta o lo es, precisamente, porque no la cuestionamos? ¿Fracasamos por no llegar o por querer llegar y no poder hacerlo? ¿Llegar a dónde? La necesidad de “llegar”, de “ser” ¿es una necesidad “natural” o autoimpuesta por una cultura colonizada, por una mentalidad dependiente?

Entiendo que la respuesta a estas preguntas está fuertemente condicionada por tres ataduras: (1) lo que hoy entendemos por “éxito” está definido por una mentalidad y una perspectiva originalmente europea y, en nuestro tiempo, por el modelo norteamericano; (2) la idea de éxito es fundamentalmente económica y (3) la “conciencia de fracaso” no sólo es la percepción de una realidad adversa sino su causa también.

Cuando hablamos de éxito nos referimos, básicamente, a cierto tipo de éxito: el éxito económico, al statussocial que toda sociedad impone sobre sus individuos. Por lo general, cuando hablamos de una mujer exitosa nos referimos a una profesional que desde “abajo” —nótese la carga ideológica que lleva cada palabra— ha alcanzado fama, poder y dinero o ha tomado el lugar del despreciable sexo masculino, sin importar cuánta frustración personal le pudo haber costado dicho “éxito” —concepción heredada de la sociedad masculina—, al tiempo que dejamos afuera de este grupo a aquellas otras anticuadas mujeres que bien pueden ser tanto o más felices con sus hijos y sus actividades “tradicionales” —o que lo fueron, antes de ser marginadas por la nueva idea del éxito, antes que tuviesen que sufrir el castigo de etiquetas como “fracasadas” o “sometidas”. —Nada de esto significa, obviamente, una crítica al mejor feminismo, al verdadero liberador de la mujer, sino a ciertas ideologías que la oprimen en su propio nombre— Cuando hablamos de un poeta exitoso automáticamente pensamos en su fama literaria, sin incluir en este grupo a aquel poeta que ha alcanzado la felicidad con sus propios versos y sus escasos lectores. Debería estar de más decir que algo puede ser exitoso o fracasado según el punto de vista que se lo mire. Desde el punto de vista del sujeto, dependerá de sus necesidades, expectativas y logros. Pero estos factores, de los cuales depende la idea de “éxito”, también son, en una gran medida, relativos a la mentalidad que los concibe y los juzga —a excepción, claro, del hambre, de la miseria y de la violencia física.

En este sentido, podemos decir que un país donde su población no tiene las necesidades básicas satisfechas es un país que ha fracasado. Es muy difícil sostener que la idea de violencia o de hambre depende de una condición puramente cultural, como puede serlo la idea de violencia moral. Aunque no es imposible, claro. No obstante, para reconocernos “fracasados” en un área tan vasta, compleja y contradictoria como lo es un país o un continente —ambas, abstracciones o simplificaciones—, no sólo es necesario serlo, sino, sobre todo, debemos concebirnos como tal. Es decir, el fracaso no sólo depende de los logros económicos sino que, sobre todo, depende de una “conciencia de fracaso”. Y esta conciencia, como toda conciencia, no es un fenómeno dado sino construido, adquirido y aceptado.

Cuando se habla de “éxito” se habla de economía y raramente se toman en cuenta aspectos cruciales para el desarrollo de un país. Por ejemplo, la famosa apertura de la economía española en los años ’60 es considerada por muchos analistas como el “momento de cambio” en la historia ibérica del siglo XX, matriz de la actual exitosa España. Lo cual es del todo exagerado y equívoco, a mi entender. La afirmación quita trascendencia a un momento más significativo en la creación de la España moderna: la muerte de Franco (1975), el derrumbe de una mentalidad militarista y el fracaso de los golpistas de 1981. Es cierto que la economía cambió más en los años ’60 que al regreso de la democracia. Pero no se considera la situación medieval de España en los veinte primeros años de la dictadura franquista, su marginación de Europa y del mundo que la hacía inviable.

También se olvidan dos puntos cruciales: (1) El desarrollo e, incluso, el progreso económico sostenido de un país, a largo plazo no depende tanto de los modelos económicos sino del grado de democracia que sea capaz de alcanzar. Muchas dictaduras en América Latina aplicaron modelos semejantes de capitalismo y unas pocas de socialismo —sin entrar a analizar la exactitud ideológica y práctica de cada una—; unas tuvieron números en rojo y otras en negro, independientemente de la mano ideológica que las gobernaba. Por esta razón podemos entender que el insatisfactorio grado de desarrollo de la mayoría de las democracias latinoamericanas demuestra que son más democracias formales que democracias de hecho. En una verdadera democracia, la libertad de sus ciudadanos y la confianza en sí mismos impulsa más vigorosamente cualquier desarrollo satisfactorio que en aquellas otras sumergidas en una estructura social rígida que es percibida como injusta y opresora —sin importar el número de parlamentarios, de partidos políticos o de elecciones que posea. Algunos economistas han afirmado la teoría de que para que exista desarrollo es necesario cierto grado de corrupción. Hace años dije, y voy a repetirlo, que la ética forma parte crucial de una economía próspera, en el sentido que establece reglas más justas de juego y, por ende, confianza en un sistema y en un país. Basta con recordar que el crédito se basa en la confianza, que los esfuerzos personales y sociales dependen también de este mismo sentimiento. (2) Por último, una observación puramente ética: el “éxito económico” sería dinero sucio si su causante fuera una dictadura despótica y genocida, lo que representa un rotundo “fracaso social”. Es por ello —y atando este punto con el anterior— que no bastaba con cierto “éxito económico” en la dictadura de Franco o en la de Pinochet o en la de Stalin, para generar un desarrollo social —o puramente económico, si más les gusta— que sea sostenible en el tiempo.

Es por esta razón que considero que el sostenido desarrollo económico de Estados Unidos le debe más a la percepción que han tenido sus ciudadanos de su democracia que a las puras fuerzas de un variable sistema económico que, de forma groseramente simplificada, llamamos “capitalismo”. Bastaría con imaginar el capitalismo norteamericano con un gobierno de Pinochet —ejercicio que hoy en día no es tan difícil de hacer—. Bastaría con imaginar qué hubiese sido del inmenso desarrollo material de este país con una estructura social opresiva, caudillezca, patricia y politizada como la latinoamericana.

Ahora, ¿qué significa que Estados Unidos es un país exitoso? Si Estados Unidos es un modelo a seguir por otros países latinoamericanos sólo se debe a su “éxito económico”. Podemos ir un poco más allá y decir que Estados Unidos también ha tenido éxito en otras dimensiones: en diferentes tipos de servicios —más “socialistas” que el que se puede encontrar en cualquier país que se precie de serlo—, cierta organización más justa de su población en lo que se refiere a las oportunidades de trabajo, la ya clásica concepción de la ley del angloamericano, etc. Pero cuando hablamos de “éxito” mantenemos en nuestras mentes la referencia exclusiva a la economía.

Deberíamos, en cambio, ser un poco más precisos. Estados Unidos ha tenido éxito en el área X, entendiendo “éxito” desde un punto de vista Y. Podríamos decir que este exitoso país ha fracasado en otras áreas —desde un punto de vista Y— e, incluso, que ha fracasado en todas las áreas desde un punto de vista Z. Por ejemplo, desde un punto de vista propio, occidental, ha fracasado en su lucha contra el consumo de drogas —legales e ilegales—, en el control de una ansiedad consumista reflejada en el inigualable nivel de obesidad de sus habitantes, en el acceso igualitario a la salud, en aceptar legalmente a millones de inmigrantes hispanos que están aquí desde hace muchos años, con más obligaciones que derechos pero sosteniendo una economía —y la economía de sus países de origen, remesas mediante— que sin ellos caería en una de las peores crisis económicas de su historia y, por ende, de su famoso “éxito”, etc. Desde un punto de vista no occidental, por ejemplo, se puede decir que también ha fracasado en su lucha contra el materialismo, en su lucha contra la neurosis consumista, etc. Compartamos o no estas afirmaciones, debemos reconocer que son totalmente válidas desde otros puntos de vista, desde otras mentalidades, desde otras formas de concebir el éxito y el fracaso.

Por su parte, América Latina es un continente aún más vasto, más heterogéneo y más contradictorio, con países que comparten elementos culturales comunes y a veces irreconocibles. Quizás lo que identifica a América Latina es la idea —no carente de ficción— de una historia, de un destino común y de la idea o la conciencia del fracaso. Esta conciencia nos viene desde tiempos de la conquista, claro, y luego de la “independencia”, de José Artigas y de Simón Bolívar[1].

Pero esta idea de fracaso no siempre fue tan unánime como se la considera hoy en día. El Río de la Plata, por ejemplo, vivió por largas décadas, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, quizás hasta el año 1950, en la conciencia del “éxito”. En mi país, la expresión más popular de estos tiempos fue la mítica frase “como el Uruguay no hay”, y los Argentinos podrían decir lo mismo, más si consideramos que hasta los años ’60 estaba a la par de Canadá y Australia en desarrollo científico, hasta que el dictador Onganía dijo que iba a arreglar su país expulsando a todos los intelectuales —lo que efectivamente hizo. Por otro lado, y aunque el paisaje social y urbano chileno no se diferencie mucho del argentino o del brasileño, es harto conocido que Chile goza de cierto reconocimiento en lo que se refiere a su economía. Al menos así es visto por muchos chilenos, por muchos países vecinos y, naturalmente, por muchos analistas norteamericanos. Sin embargo, y en contra de los propios deseos de los chilenos, la idea de “fracaso” como distintivo de país latinoamericano sobrevive en la obsesiva comparación con países europeos, por ejemplo.

Todo esto quiere decir que no basta con tener una economía “exitosa” para salvarse de la percepción del fracaso —es decir, del fracaso, a secas. ¿Por qué? Porque esta conciencia, como lo sugerimos más arriba, no sólo depende de una realidad sino de una construcción cultural y psicológica, lo que relativiza mucho la idea de “éxito”. Sin duda, muchos países más pobres que Argentina poseen una “conciencia de fracaso” mucho menor que la de los propios argentinos. Porque es necesario “asumirse fracasado” antes de “ser un fracasado”. No podemos decir que el pobretón de Mahatma Gandhi era un fracasado, no podemos decir que los “miserables” que vagan por el Ganges sean fracasados si poseen una “conciencia de superación”. Hace casi diez años uno de mis personajes más difíciles de comprender por mí mismo, me hacía decir: «Los occidentales consideran que un pobre sin aspiraciones económicas y pasivo ante su pobreza, carece de espíritu de superación.  Y los desprecian por ello.  En India y en Nepal ocurre estrictamente lo contrario. Para ellos, un renunciante, alguien que ha abandonado todas las comodidades del mundo material y que no aspira a más que a unas limosnas, es un hombre con “espíritu de superación”.  Y los aprecian por ello»

América Latina no es India ni es Nepal. Tampoco es África. Tampoco es Angloamérica. América Latina ni siquiera es América Latina, sino —como todo— aquello que se asume ser.

América Latina dejará de ser un “continente fracasado”, a mi entender, cuando (1) deje de definir su fracaso en función del “éxito” ajeno y de la definición ajena del “éxito”, (2) cuando abandone su retórica de izquierda y su práctica de derecha que le impiden tomar conciencia de sus propias posibilidades y de su propio valor y (3) cuando se revele contra su propia tendencia autodestructiva.

¿Debemos tomar conciencia, entonces, como paso previo? La idea de una necesaria “toma de conciencia” puede ser muy vaga, pero es vital y del todo inteligible en el pensamiento de educadores como Paulo Freire y del ensayista José Luis Gómez-Martínez.

Advirtiendo que “tomar conciencia” puede tener significados opuestos —y hasta arbitrarios, si elegimos nosotros el objeto de conciencia ajeno—, sintetizo el problema de esta forma: tomar conciencia significa salirse de su propio círculo. Lo digo desde un punto de vista cultural y estrictamente psicológico: toda “toma de conciencia” se produce cuando nos “salimos” de nuestro propio círculo, cuando somos capaces de ver un poco más allá de lo que vemos habitualmente, más allá de lo que nos rodea; cuando somos capaces de pensar más allá de los límites en los cuales hemos crecido, más allá de los límites que nos ha impuesto nuestra propia cultura y nuestra proponía educación, nuestra propia forma de entender el mundo. Siempre que nos salimos de nuestro propio círculo estamos operando una nueva toma de conciencia, independientemente del éxito o del fracaso de nuestras economías. Para un mejor desarrollo es necesaria una conciencia más amplia. Pero pensar que el éxito económico por sí mismo es una prueba de una conciencia superior o más amplia no sólo es una antigua arbitrariedad religiosa y una más moderna arbitrariedad ideológica, sino lo contrario de una “conciencia superior”: es miopía espiritual.

Jorge Majfud

The University of Georgia

14 de junio de 2004



[1] “La única cosa que se puede hacer en América es emigrar”. Simón Bolívar.

Español – Francés

L’Échec de l’Amérique Latine

par Jorge Majfud

La vaste littérature essayiste des dernières années a mis en évidence une des obsessions principales de l’identité latino-américaine : expliquer pourquoi l’Amérique Latine est un continent qui a échoué. Comme je l’ai suggéré dans un écrit antérieur, avant de poser la question du « comment » nous devrions poser la question marginale et subversive du « pourquoi », car si la première fait et défait, la seconde est capable de voir et prévoir. Dans ce cas, le « pourquoi » représente la clef reconnue et s’assume pré-existente à quelconque « comment » libérateur. Comment l’Amérique Latine peut-elle sortir du labyrinthe de frustrations dans lequel elle se trouve ? A son tour, ce provoquant “pourquoi l’Amérique Latine a échoué” part d’un point fixe – l’échec – qui s’identifie avec une observation par présomption objective.

Les réponses à cette question diffèrent en partie ou en tout, dépendant presque toujours du mirador idéologique à partir duquel se réalise l’observation. En général, des thèses comme celles soutenues dans Les veines ouvertes de l’Amérique Latine(1970), d’Eduardo Galeano, explique cet échec fondamentalement comme la conséquence d’un facteur extérieur – européen ou nord-américain – selon lequel l’Amérique Latine n’a pas pu être parce qu’ils ne l’ont pas laissé être. Une thèse opposée, récente et probablement promue plus à partir du Nord que du Sud prêche que l’Amérique Latine a échoué parce que, en synthèse, elle est idiote et souffre de retard mental. Cette thèse extrémiste nous pouvons la trouver dans des livres comme le Manuel du parfait idiot latino-américain (1996), très recommandé par l’ex-président argentin Carlos S. Menem. Du même auteur, Alberto Montaner, il est un livre plus sérieux, plus respectable – disons juste – plus respectueux, intitulé Les racines tordues de l’Amérique Latine (2001). Le titre, bien sûr, répond à une autre obsessive nécessité d’attaquer la perspective de l’essayiste uruguayen. Pour le moment prenons la thèse et l’anti-thèse, mais non la synthèse. Dans cette opportunité, l’auteur cubain écrit avec plus de hauteur et, quoique que nous divergions avec certaines des hypothèses soutenues dans ce livre, quoique nous trouvions des pages inutiles ou des erreurs méthodologiques, nous pouvons parfaitement reconnaître quelques hypothèses, arguments et pistes très intéressantes. A la fin, une anti-thèse digne, à la hauteur de la “thèse originale”.

Nous résumant, nous pouvons dire que l’idée “ d’échec” est un axiome inquestionnable, applicable à une infinité d’analyses sur notre continent. Chacun voit à partir de sa propre tour de guet et toujours de façon passionnée, différents chemins qui conduisent à une même réalité. Beaucoup, lamentablement, compromis moralement, économiquement ou stratégiquement avec des partis politiques ou avec des communautés idéologiques. Il existe d’innombrables raisons pour voir un retentissant échec sur notre continent : crises économiques, émigration massive de sa population, corruption de ses dirigeants et attitude mendiante de ses partisans, illégalité, violence civique et militaire jusqu’à des limites surréelles, etc. Un menu difficilement enviable.

Malgré tout, nous devons questionner ce que signifie cela que tous nous acceptons comme point de départ et comme point d’arrivée pour quelconque analyse comme s’il s’agissait du centre religieux de différentes théologies. « Échec », à partir de quel point de vue ? Entend-on échec en opposition à succès ? Bien, et quelle est l’idée de « succès » d’une société, de notre société ? Est-ce une idée absolue, ou l’est-elle, précisément, parce que nous ne la questionnons pas ? Échouons-nous pour ne pas vouloir arriver ou, pour vouloir arriver et ne pas pouvoir le faire ? Arriver où ? La nécessité « d’arriver », « d’être », est-ce une nécessité “naturelle” ou auto-imposée par une culture colonisée, par une mentalité dépendante ?

Comprenons que la réponse à ces questions est fortement conditionnée par trois liens : (1) Ce qu’aujourd’hui nous entendons par « succès » est défini par une mentalité et une perspective originellement européenne et, de nos temps, par le modèle nord-américain; (2) l’idée de « succès » est fondamentalement économique et (3) la « conscience d’échec » est non seulement la perception d’une réalité adverse mais aussi sa cause.

Lorsque nous parlons de succès, nous nous référons fondamentalement à une certain type de succès : le succès économique, au statut social que toute société impose à ses individus. En général, lorsque nous parlons d’une femme qui a réussie, nous nous référons à une professionnelle qui à partir “d’en bas” – a atteint réputation, pouvoir et argent, ou a pris le lieu méprisable du sexe masculin, peu importe la quantité de frustrations personnelles que peut lui avoir coûté ce dit “succès” – conception héritée d’une société masculine -, du temps où elles ont quitté ce groupe de femmes démodées qui purent être heureuses avec leurs enfants et leurs activités traditionnelles, ou qu’elles ne le furent avant d’être marginalisées par la nouvelle idée du succès, avant qu’elles eussent à souffrir le châtiment d’être étiquetées comme “ratées” ou “soumises”. – Rien de ceci ne signifie, évidemment, une critique du meilleur féminisme du véritable libérateur de la femme, mais à certaines idéologies qui l’oppriment en son propre nom. – Lorsque nous parlons d’un poète qui a du succès, automatiquement nous pensons à sa réputation littéraire, sans inclure dans ce groupe ce poète qui a atteint la félicité par ses propres vers et ses rares lecteurs. On devrait dire de plus que quelque chose peut être réussie ou ratée selon le point de vue à partir duquel on la regarde. A partir du point de vue du sujet, il dépendra de ses besoins, de ses expectatives et de ses réussites. Mais ces facteurs, desquels dépend l’idée de « succès », sont aussi, dans une grande mesure, relatifs à la mentalité de qui les conçoit et les juge – à l’exception de la faim, de la misère et de la violence physique.

Dans ce sens, nous pouvons dire qu’un pays où sa population n’a pas les nécessités de base satisfaites est un pays qui a échoué. Il est très difficile de soutenir que l’idée de violence ou de faim dépend d’une condition purement culturelle comme peut l’être l’idée de violence morale. Quoique cela ne soit pas impossible, bien sûr. Cependant, afin de nous reconnaître « ratés » dans une aire aussi vaste, complexe et contradictoire comme l’est un pays ou un continent – les deux, abstractions et simplifications -, non seulement il est nécessaire de l’être, mais, surtout, nous devons nous concevoir comme tels. C’est-à-dire, l’échec non seulement dépend des réussites économiques, mais que, surtout, il dépend d’une “conscience de l’échec”. Et cette conscience, comme toute conscience, n’est pas un phénomène donné mais construit, acquis et accepté.

Lorsqu’on parle de « succès » on parle d’économie et rarement on prend en compte les aspects cruciaux pour le développement d’un pays. Par exemple, la fameuse ouverture de l’économie espagnole dans les années ’60, est considérée par beaucoup d’analystes comme le “moment du changement” dans l’histoire ibérique du XX è siècle, matrice de l’actuelle Espagne qui a du succès. Ce qui, à mon sens, est très exagéré et équivoque. L’affirmation enlève une importance à un moment plus significatif dans la création de l’Espagne moderne : la mort de Franco (1975), l’écroulement d’une mentalité militariste et l’échec des putschistes de 1981. Il est certain que l’économie changea davantage pendant les années ’60 qu’au retour de la démocratie. Mais on ne considère pas la situation médiévale de l’Espagne durant les vingt premières années de la dictature franquiste, sa marginalisation de l’Europe et du monde qui la rendait infaisable.

Aussi, on oublie deux points cruciaux : (1) le développement et, même, le progrès économique soutenu d’un pays, à longue échéance, ne dépend pas tant des modèles économiques mais du degré de démocratie qu’il est capable d’atteindre. Plusieurs dictatures en Amérique Latine appliquèrent des modèles semblables de capitalisme et, quelques-unes, de socialisme – sans commencer à analyser l’exactitude idéologique et pratique de chacune d’elles -, certaines eurent des chiffres en rouge et d’autres en noir, indépendamment de la main idéologique qui les gouvernait. Pour cette raison nous pouvons comprendre que le degré de développement insatisfaisant de la majorité des démocraties latino-américaines démontre qu’elles sont plus des démocraties formelles que des démocraties de fait. Dans une véritable démocratie, la liberté de ses citoyens et la confiance en eux-mêmes impulsent plus vigoureusement quelconque développement satisfaisant que dans ces autres submergées dans une structure sociale rigide qui est perçue comme injuste et oppressive – peu importe le nombre de parlementaires, de partis politiques ou d’élections qu’elle possède. Certains économistes ont mis de l’avant la théorie que pour qu’existe le développement, un certain degré de corruption était nécessaire. Il y a dix ans j’ai dit, et je vais le répéter, que l’éthique forme une partie cruciale d’une économie prospère, dans le sens qu’il établie des règles de jeu plus justes et, par conséquent, la confiance dans un système et un pays. Il suffit de rappeler que le crédit se base sur la confiance, que les efforts personnels et sociaux dépendent aussi de ce même sentiment. (2) En dernier, une observation purement éthique : le “succès économique” serait de l’argent sale si sa causante était une dictature despotique et génocide, ce qui représente un retentissant “échec social”. C’est pour cela – et liant ce point à celui antérieur – qu’il ne suffisait pas d’un certain “succès économique” dans la dictature de Franco ou dans celle de Pinochet ou dans celle de Staline, pour générer un développement social – ou purement économique, si vous aimez mieux – qui soit soutenable dans le temps.

C’est pour cette raison que je considère que le développement économique soutenu des États-Unis est dû plus à la perception qu’ont eu leurs citoyens de leur démocratie que des forces pures d’un système économique variable que, de façon grossièrement simplifiée, nous appelons « capitalisme ». Il suffirait d’imaginer le capitalisme nord-américain avec un gouvernement de Pinochet – exercice qui, de nos jours, n’est pas si difficile à faire -. Il suffirait d’imaginer ce qu’il en eût été de l’immense développement matériel de ce pays avec une structure sociale oppressive, despotique, patricienne et politisée comme celles des latino-américains.

Maintenant, que signifie que les États-Unis sont un pays à grand succès ? Si les États-Unis sont un modèle à suivre par d’autres pays latino-américains, cela se doit seulement à son “succès économique”. Nous pouvons aller un peu plus loin et dire que les États-Unis ont eu du succès aussi dans d’autres dimensions : dans différents types de services – plus « socialistes » que ceux que l’on peut trouver dans certains pays qui se piquent de l’être -, une certaine organisation plus juste de sa population en ce qui se réfère aux opportunités de travail, la maintenant classique conception de la loi anglo-américaine, etc. Mais lorsque nous parlons de « succès » nous maintenons dans nos esprits la référence exclusive à l’économie.

Nous devrions, en échange, être un peu plus précis. Les États-Unis ont eu du succès dans l’aire X, comprenant le mot « succès » à partir d’un point de vue Y. Nous pourrions dire que cet heureux pays a échoué dans d’autres aires – à partir d’un point de vue Y – et, même, qu’il a échoué dans toutes les aires à partir d’un point de vue Z. Par exemple, à partir d’un point de vue proprement occidental, il a échoué dans sa lutte contre la consommation de drogues – légales et illégales – dans le contrôle d’une anxiété consumériste reflétée par un inégalable niveau d’obésité de ses habitants, dans l’accès égalitaire à la santé, à accepter légalement des millions d’immigrants hispaniques qui sont ici depuis plusieurs années, avec plus d’obligations que de droits, mais soutenant une économie – et l’économie de leur pays d’origine, moyennant remises – qui sans eux tomberait dans une des pires crises économiques de leur histoire et, par conséquent, de leur fameux « succès », etc. Depuis un point de vue non occidental, par exemple, on peut dire qu’ils ont aussi échoué dans leur lutte contre le matérialisme, dans leur lutte contre la névrose consumériste, etc. Que nous partagions ou non ces affirmations, nous devons reconnaître qu’elles sont totalement valables à partir d’autres points de vue, depuis d’autres mentalités, à partir d’autres façons de concevoir le succès et l’échec.

Pour sa part, l’Amérique Latine est un continent encore plus vaste, plus hétérogène et plus contradictoire, avec des pays qui partagent des éléments culturels communs et souvent méconnaissables. Peut-être ce qui identifie l’Amérique Latine est l’idée – non dépourvue de fiction – d’une histoire, d’un destin commun et l’idée ou la conscience de l’échec. Cette conscience nous vient depuis les temps de la conquête, bien sûr, et par la suite de “l’indépendance”, de José Artigas et de Simon Bolivar.

Mais cette idée d’échec ne fut pas toujours aussi unanime comme on la considère aujourd’hui. Le Rio de la Plata, par exemple, vécut de longues décades à la fin du XIX è siècle et au début du XX è, peut-être jusqu’en 1950, avec la conscience du « succès ». Dans mon pays, l’expression la plus populaire de ces temps fut la mythique phrase “comme en Uruguay il n’y a pas”, et les Argentins pourraient dire de même, plus si nous considérons qu’ils étaient au pair avec le Canada et l’Australie en ce qui concerne le développement scientifique, jusqu’à ce que le dictateur Onganía dise qu’il allait mettre en ordre son pays, expulsant tous les intellectuels – ce qu’effectivement il fit. D’un autre côté, et quoique le paysage social et urbain chilien ne se différencie pas beaucoup de celui argentin ou brésilien, il est assez connu que le Chili jouit d’une certaine reconnaissance en ce qui se réfère à son économie. Au moins, ceci est vu par beaucoup de Chiliens, par beaucoup de pays voisins et, naturellement, par beaucoup d’analystes nord-américains. Cependant, et à l’encontre des propres désirs des Chiliens, l’idée « d’échec » comme signe distinctif de pays latino-américain survit dans l’obsessive comparaison avec les pays européens, par exemple.

Tout ceci veut dire qu’il ne suffit pas d’avoir une économie “réussie” pour échapper à la perception de l’échec – c’est-à-dire de l’échec tout court. Pourquoi ? Parce que cette conscience, comme nous le suggérions plus haut, non seulement dépend d’une réalité mais aussi d’une construction culturelle et psychologique, ce qui relativilise beaucoup l’idée de “succès”. Sans doute, beaucoup de pays plus pauvres que l’Argentine possèdent une « conscience d’échec » beaucoup moindre que celle de ces mêmes Argentins. Parce qu’il est nécessaire de “s’assumer malheureux” avant que “d’être malheureux”. Nous ne pouvons dire que le très pauvre Mahatma Gandhi était un malheureux, nous ne pouvons dire que les “misérables” qui vont au Gange sont malheureux s’ils possèdent une « conscience de dépassement ». Il y a dix ans, un de mes personnages des plus difficiles à comprendre pour moi-même, me faisait dire : “Les occidentaux considèrent qu’un pauvre sans aspirations économiques et passif devant sa pauvreté, manque d’esprit de dépassement. Et ils le méprisent pour cela. En Inde et au Népal, il arrive strictement le contraire. Pour eux, quelqu’un qui renonce, quelqu’un qui a abandonné toutes les commodités du monde matériel et qui n’aspire pas à plus qu’à des aumônes, est un homme avec un “esprit de dépassement”. Et ils l’apprécient pour cela.

L’Amérique Latine n’est pas l’Inde ni le Népal. N’est pas l’Afrique non plus. Ni l’Amérique anglaise. L’Amérique Latine n’est ni même l’Amérique Latine, mais – comme toute chose – elle est ce qu’elle assume d’être.

L’Amérique Latine cessera d’être un continent « malheureux », à mon sens, lorsque : (1) elle cessera de définir son échec en fonction du “succès” d’autrui et de la définition d’autrui du “succès”, (2) lorsqu’elle abandonnera sa rhétorique de gauche et sa pratique de droite qui l’empêche de prendre conscience de ses propres possibilités et de sa propre valeur et, (3) lorsqu’elle se révèlera contre sa propre tendance auto destructrice.

Devons-nous prendre conscience, alors, comme démarche préalable ? L’idée d’une nécessaire « prise de conscience » peut être très vague, mais elle est vitale et tout à fait intelligible dans la pensée des éducateurs comme Paolo Freire et de l’essayiste José Luis Gòmez-Martinez.

Avertissant que « prendre conscience » peut avoir des significations opposées – et jusqu’à arbitraires, si nous choisissons nous-mêmes l’objet de conscience d’autrui -, je synthétise le problème de cette façon : prendre conscience signifie se sortir de son propre cercle. Je le dis d’un point de vue culturel et strictement psychologique : toute “prise de conscience” se produit lorsque nous « sortons » de notre propre cercle, lorsque nous sommes capables de voir un peu plus loin que nous voyons habituellement, plus loin que ce qui nous entoure; lorsque nous sommes capables de penser plus loin que les limites dans lesquelles nous avons crû, plus loin que les limites que nous a imposé notre propre culture et notre propre éducation, notre propre façon de comprendre le monde. A chaque fois que nous sortons de notre propre cercle nous opérons une nouvelle prise de conscience, indépendamment de nos économies. Pour un meilleur développement, une prise de conscience plus ample est nécessaire. Mais penser que le succès économique en lui-même est une preuve d’une conscience supérieure ou plus ample non seulement est un vieux procédé arbitraire religieux et un plus moderne procédé arbitraire idéologique, mais, tout le contraire d’une conscience supérieure : c’est de la myopie spirituelle.

Jorge Majfud
Université de Géorgie, Juin 2004

Traduit de l’espagnol par :
Pierre Trottier
Trois-Rivières, Québec, Canada. mars 2006

1. Las venas abiertas de América Latina
2. Manual del perfecto idiota latinoamericano
3. Las raíces torcidas de America Latina



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