¿Para qué sirve la cultura?

English: «What good is culture?»

Es comprensible que en tiempos de crisis todos los sectores de una sociedad sufran recortes presupuestales y reducción de ganancias. No es del todo comprensible pero es fácilmente aceptable que la primera víctima de esos recortes sea la cultura. Aceptamos que si dejamos de leer un libro o si nos privamos de un clásico del cine no sería tan grave como si dejásemos de vestirnos o de comer. A corto plazo esto es cierto, pero a largo plazo es una trampa extremadamente peligrosa.

¿En qué sentido? Por ejemplo, en el sentido de la práctica del “sunset” o “atardecer”, técnica conocida por los legisladores de la antigua Roma y preferida por los grandes estrategas políticos, parásitos de los sistemas democráticos: se establece una ley o una norma, como el recorte de impuestos para las clases inversionistas con fecha de expiración, lo que le da una apariencia de medida provisoria; generalmente esa fecha cae en un año electoral, lo cual significa que nadie propondrá un aumento de los impuestos y la ley es previsiblemente extendida, ahora con la ventaja de haberse consolidado en el discurso político y en la desmemoria de la gente.

El problema sobre qué es superfluo y qué no lo es, se multiplica cuando pasamos del ámbito individual al ámbito público, de un tiempo medido en días o semanas a un tiempo social de años o a un tiempo histórico de décadas.

Los hombres y mujeres que suelen acceder a los gobiernos recurriendo siempre a los sueños y a las esperanzas de sus votantes, siempre terminan por justificarse en sus gobiernos no por ser soñadores sino todo lo contrario: porque tienen verdaderas responsabilidades (¿pero con quiénes?); porque son pragmáticos y quienes no están de acuerdo son soñadores delirantes, irresponsables manifestantes que no tienen otra cosa más productiva que hacer.

Por lo tanto, las armas de los pragmáticos apuntan de forma impune al flanco más débil de cualquier gobierno: primero la cultura, después la educación. En realidad, existen innumerables rubros mucho más inútiles que la cultura y la educación, como lo son vastas áreas de la administración misma. Pero obviamente necesitamos de esa administración cuando tenemos una educación y una cultura precaria y primitiva. Esto es así tanto en el llamado mundo desarrollado como en el nunca nombrado bajo mundo.

Es natural que en tiempos de crisis económica la cultura sea la primera víctima de estos francotiradores, ya que normalmente lo es aun en tiempos de bonanza. El argumento principal radica, por ejemplo, en que se deben eliminar o estrangular programas públicos como los canales de televisión estatales, las radios, las orquestas sinfónicas, los estímulos a las diversas artes, al pensamiento, a las humanidades en general, a las ciencias en particular.

¿Por qué? Porque se argumenta y se acepta que no es justo que, por ejemplo, un programa privado de televisión sobre las debilidades sexuales de los productores de entretenimiento (por no decir productores de frivolidades) que tiene cinco veces más audiencia que una serie sobre la Primera Guerra o sobre los cuentos de Borges, deba arreglárselas con sus propios medios, mientras aquellos otros programas que tienen poca audiencia injustamente reciben ayuda del gobierno, es decir, dinero de todo el resto de la población que no mira ni le interesan esos programas “culturales”.

Eso es lo que con fanático orgullo se llama libre competencia, lo cual no es otra cosa que la tiranía de las leyes del mercado sobre el resto de la vida humana. De hecho, el argumento central, explícito o azucarado, radica en que también la cultura debe someterse a las mismas reglas a las que estamos sometidos todos quienes nos dedicamos a actividades “más productivas”, como si las actividades productivas en las sociedades de consumo no fuesen, en realidad, una ínfima minoría: basaría con considerar todos los trabajos productivos que se mueven en torno al fútbol (desde los chóferes de ómnibus hasta los policías y los vendedores de parabrisas), en torno a la televisión basura, en torno a la literatura de entretenimiento, por no hablar de asuntos más serios como las drogas y las guerras. Si hiciéramos un estudio para identificar aquellos rubros realmente “productivos” o esenciales para la vida humana, probablemente no alcanzaríamos a un diez por ciento de todos los capitales que giran en torno nuestro.

Ahora, entiendo que dejar a la cultura en las manos de las leyes del mercado sería como dejar a la agricultura en las manos de las leyes de la meteorología y de la microbiología. Nadie puede decir que el exceso de lluvias, que las sequías, que las invasiones de langostas y gusanos, de pestes y parásitos son fenómenos menos naturales que la siempre sospechosa mano inasible del mercado. Si dejásemos a la agricultura librada a su suerte pereceríamos de hambre. De la misma forma es necesario entender que si dejamos a la cultura en manos de las leyes del mercado, pereceríamos de barbarie.

Jorge Majfud

 Milenio, II,  (Mexico)

MDZ (Argentina)

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Eduardo Galeano

Eduardo Galeano

“The Hoariest of Latin American Conspiracy Theorists”

 

Although I would say that the article “The Land of Too Many Summits” by Christopher Sabatini (Foreign Affairs, April 12, 2012) is right on some points, it nonetheless fails to give little more than unproved opinions on other matters — or as Karl Popper would say, certain statements lack the “refutability” condition of any scientific statement — and is inaccurate in terms of its overall meaning.

For years I have argued that Latin American victimhood and the habit of blaming “the Empire” for everything that is wrong is a way to avoid taking responsibility for one’s own destiny. Mr. Sabatini is probably right in the central point of his article: “If the number of summits were a measure of the quality of diplomacy, Latin America would be a utopia of harmony, cooperation, and understanding.” However, Latin American leaders continue to practice antiquated traditions founded upon an opposing ideology: a certain cult of personality, the love for perpetual leadership positions, the abuse of grandiloquent words and promises, and the sluggishness of concrete and pragmatic actions and reforms, all of which are highly ironic features of governments that consider themselves “progressive.» Regardless, not all that long ago, when conservative dictatorships or marionette governments in some banana republic or another manifested such regressive characteristics, it didn’t seem to bother the leaders of the world’s wealthiest populations all that much.  

On some other basic points, Sabatini demonstrates factual inaccuracies. For example, when he states that Eduardo Galeano “wrote the classic screed against the developed world’s exploitation and the region’s victimhood, Open Veins of Latin America, read by every undergraduate student of Latin America in the 1970s and 1980s,” he forgets — I cannot assume any kind of intellectual dishonesty since I don’t know much about him, but neither can I accuse him of ignorance, since he has followed “Latin American politics for a living” — that at that time Latin America was not the magic-realist land of colorful communist dictators (with the exception of Cuba) as many Anglo readers frequently assume, but rather the land of brutal, conservative, right-wing military dictatorships with a very long history.

Therefore — anyone can logically infer the true facts — that famous book was broadly forbidden in that continent at that time. Of course, in and of itself, the widespread prohibition against it made the publication even more popular year after year. But such popularity did not primarily stem from the book’s portrayal of the self-victimization of an entire continent — which I am not going to totally deny — but was more in response to Galeano’s frank representation of another reality, not the false imaginings of certain horrible conspiracy theorists, but rather the reality created throughout Latin American history by other hallucinating people, some of whom became intoxicated by their access to power, although they themselves did not actually wield it in the formal sense.

Therefore, if Eduardo Galeano — a writer, not a powerful CEO, a commander in chief of some army, another drunken president, nor the leader of some obscure sect or lobby — is “the hoariest of Latin American conspiracy theorists,” then who or what is and was the de facto hoariest of Latin American conspirators? Forget the fact that Galeano is completely bald and try to answer that question.

Regrettably, it has become commonplace for the mass media and other supporters of the status-quo to ridicule one of the most courageous and skillful writers in postmodern history, and to even label him an idiot. However, if Eduardo Galeano was wrong in his arguments — no one can say he was wrong in his means, because his means have always been words, not weapons or money — at least he was wrong on behalf of the right side, since he chose to side with the weak, the voiceless and the nobodies, those who never profit from power, and consequently, we may argue, always suffer at its hands.

He did not pick white or black pieces from the chessboard, but instead chose to side with the pawns, which historically fought in wars organized by the aristocracy from the rearguard (kings, queens, knights, and bishops). Upon the conclusion of battle, that same aristocracy always received the honors and conquered lands, while the pawns were forever the first to die.

Thus has it been in modern wars. With the ridiculous but traditional exception of some prince playing at war, real soldiers are mostly from middle and lower classes. Although a few people have real money and everyone has real blood, as a general rule, only poor people contribute to wars with their blood, whereas only rich people contribute to wars with their money — not so hard to do when one always has abundant material means, and even less difficult when such a monetary contribution is always an interest-bearing investment, whether in terms of actual financial gain or perceived moral rectitude, both of which may well be considered as two sides of the same coin.

Is it mere coincidence that the economically powerful, the politicians in office, the big media owners and a variety of seemingly official self-appointed spokespersons for the status quo are the ones who continuously repeat the same tired litany about the glory of heroism and patriotism? It can hardly be a matter of chance, considering that such individuals have a clear need to maintain high morale among those who are actually going to spill their own blood upon the sacrificial altar of war, and have an equally evident motive for demoralizing to the greatest extent possible those skeptics or critics such as Eduardo Galeano who cross the line, and who never buy those jewels of the Crown.

 

Jorge Majfud

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Interview on Crisis

Jorge Majfud applies his fractal vision to Latino immigrants

 
 

Teacher, writer and novelist Jorge Majfud. (Photo/ Jacksonville University)

Jorge Majfud is a writer, novelist and professor of Spanish and Latin American literature at the University of Jacksonville in Florida whose books — including his fourth, Crisis, to be on the market in the U.S. in June — share a common thread: They are born from his experiences as a Latino and as an immigrant.

Uruguayan by birth, Majfud’s childhood in the 70’s was imprinted by the stream of political affairs in the Southern Hemisphere: political persecution, corruption, years of suffering and torture – real, psychological and moral — and social solidarity. “Those were years of listening at the official speeches and holding back the unofficial truth, of watching universal injustices and being unable to stop them,” Majfud told Voxxi.

“Until someone pushed you to take sides, and when you refused to do it, then  you became a ‘critic’ of the events, a suspicious one but ultimately a critic.”

Beginnings

A writer who confesses learning to read newspapers before nursery rhymes in kindergarten, Majfud, 42, describes himself as an avid devourer of the “classics” during those formidable childhood years. Perhaps as a form of escape from reality. “It was a time of fantastic discoveries, perceiving literature as something useless but fascinating,” he said.

Taking after his mother, Majfud explored the world of painting and sculpture, and ended up at the School of Architecture in the University of the Republic of Uruguay.  However, he could not resist writing essays and fiction during those years, which “not only channeled my psychological conflicts but also gave me a new philosophical perspective about reality and fiction, of what was important and not.”

During seven years working as an architect, Majfud came to realize that reality was built more from words than from bricks. Soon after, his first novel, Memorias de un desaparecido (Memories of a Missing Person), was published in 1996.

Highlight

Fast forward to 2012 and Majfud is about to give birth to his fourth novel, Crisis, which will be printed in Spain and available to the U.S. market next month. “On its surface, Crisis is the drama ofLatin-American immigrants, especially those undocumented ones, in the United States,” Majfud told Voxxi. “At a deeper level, it is the universal drama of those individuals fleeing from a geographical space, apparently looking for a better life but in reality, fleeing themselves; fleeing a reality perceived as unfair but rarely solved through the actual physical relocation.”

Missing, moving, fleeing individuals seem to be recurrent characters in Majfud’s writings, which document their paths towards permanent discovery of their own identity in different realities and situations. These characters stumble upon communication barriers and live through moral, economic and cultural violence as inevitable components of their double drama: as social and as existential beings.

Faithful to his architectural past, Majfud chose a “mosaic” format for his new novel.

“They are fractals in the sense that they may be nearly the same at different scales,” he said. “Each story can be read by itself but when read through, they form an image, such as the pieces of a mosaic, a reality that is less visible to the individual but it can be seen from afar as a collective experience.”

Many of its characters are different but they share the same names – Guadalupe, Ernesto, and so on – because they are collective roles. “Sometimes we believe our life is unique and particular without perceiving we are merely replicating our ancestors’ past experiences or the same dramas of our contemporaries living in different spaces but in similar conditions,” Majfud said. “We are individuals in our particularities but we are collectives in our human condition.”

Each story is set in a different U.S. location with Latin American images appearing in inevitable flash-backs. “Each time a character goes to eat at a Chili’s – a Tex-Mex chain restaurant – trying to navigate a reality between a Hispanic and an Anglo-Saxon context, it is hard to say if they are in California, Pennsylvania or Florida,” Majfud said.

Likewise, he chose Spanish names for all the cities where the stories take place. “It is a way to vindicate a culture that has been under attack for a long time. Just looking at the United States map, you can find a large amount of geographical spaces named with Spanish words, names like‘Escondido’, ‘El Cajón’, ‘Boca Ratón’ o ‘Colorado,’ especially in certain states where they are predominant.”

Novel «La ciudad de la luna» by Jorge Majfud. (The city of the moon)

“However,” he said, “they are invisible to the English speaker, who in his/her ignorance considers them as part of the daily vocabulary. The history ofHispanic culture becomes then subdued, disappears under this blanket of collective amnesia, in the name of a non-existent tradition. Spanish language and culture were in this country one century before the first English settlers arrived, and have never left. Consequently, we cannot qualify Spanish language and culture as being ‘foreign.’ This label is a violent strategy for an indiscernible but dreadful culturicide.”

Although Majfud believes all individuals share a common base – not only biological and psychological but also moral in its most primitive levels – they also differ in certain characteristics, which in our times are considered positive, with certain exceptions, such as cultural diversity.

“Such differences produce fears and conflicts, actions and reactions, discrimination and mutual rejection,” he said. “It is natural that these cultural currents, the Anglo-Saxon and the Hispanic cultures, would reproduce the universal dynamics of dialogue and conflict, and integration and rejection from one another, elements that are also present in Crisis.”

Achievements

Finally, Majfud talked about his achievements. “A writer’s life, like any other person’s, looks like his résumé: the most impressive record of achievements hides a number of failures, sometimes larger than the successes.”

Majfud believes his best achievement is his family; one with failures, because he is human, but his main achievement so far.

“I doubt my actions, sometimes obsessively; however, I never have doubts about the angel I have brought to this life, my son. I hope he will be a good man, not without conflicts or contradictions but an honest one, serene and the happiest he can be,” Majfud said.

“This desire does not have a rational explanation, it just is. As the most important things in life, which are few, it does not depend on reason.”

Shown here is Ernesto Camacho’s painting, “Christie’s World“ from his Series, “Diaries of a City”. “Christie’s World” Christie’s World is a depiction of a single mother in a big city. Although surrounded by the hard, fast paced society of New York, she never looses the quality of being a gracious woman. Even though life in the Big Apple can become disheartening at times, Christy remains alive. (Photo/ Courtesy Majfud with artist permission)

Crisis cover

http://voxxi.com/jorge-majfud-applies-his-fractal-vision-to-latino-immigrants/

 

The Secular Nation-State and Latin American Catholicism

The emergence of the Secular Nation-State and Latin American Catholicism

Edward J. Williams

Comparative Politics, Vol. 5, Nº 2 (Jan., 1973), 261-277. University of New York.

La importancia de este ensayo consiste, a mi juicio, en el momento de su publicación y en la perspectiva exterior que el autor tiene de la Iglesia Católica. Su publicación es de 1973, pocos años después de la formulación de la Teología de la Liberación por parte de sus pensadores más representativos. Esta visión histórica de la institución nos ayuda a comprender el contexto y el surgimiento en sí de las nuevas teologías —“con los pies en la tierra”— en un breve recorrido de dieciocho páginas.

Principalmente, E. Williams reflexiona sobre los cambios históricos que ha ido operando la Iglesia Católica en América Latina según las circunstancias a las cuales estuvo enfrentada.

Según el autor, tradicionalmente, la Iglesia Católica Romana vio a los Estados nacionales como usurpadores de su propia jurisdicción, hasta que terminó por reconocerles legitimidad, de forma oficial, en el Vaticano II. (Vatican, 603)

Hasta entrado el siglo XX, y luego de su separación del Estado, los miembros de la Iglesia se consideraban dentro de un orden civil pero no pertenecientes a él. En muchos casos no reconocían otra autoridad más que la del Papa.

Desde el nacimiento de los nuevos Estados-naciones en el continente americano, la Iglesia Católica apoyó a España durante la guerra de independencia y luego lo hizo con las oligarquías rurales cuando estos Estados comenzaron a organizarse como nuevas instituciones del poder civil. Debido a las riquezas acumuladas, cualquier cambio fue visto como una amenaza para la Iglesia. Mientras tanto —y quizás como consecuencia—, el nacionalismo se identificó con las democracias liberales y estas dos con el anticlericalismo.  (263).

Según E. Williams, la transición que va desde el antinacionalismo de la Iglesia Católica a la aceptación de un Estado secular comienza a generarse a partir de la Primera Guerra Mundial y se extiende hasta 1960.

Ante las nuevas amenazas —comunismo, protestantismo, etc.— la Iglesia Católica comienza un proceso de revisiones internas con respecto a su antinacionalismo.

Enmarcado en el nuevo contexto “antiimperialista”, la Iglesia Católica se sumó a los discursos nacionalistas que llamaban por la independencia, en oposición a la relación económica que la institución ha mantenido históricamente con el extranjero. (265)

Wiliams va más allá y arriesga una interpretación que bien podríamos objetar en parte:

Within the context of theological speculation, furthermore, the evolving “theology of liberation” posits the necessity for complete liberation from dependency on the United States—not only in a political and in a socioeconomic sense, but also from a pastoral dependency (Williams, 265)

Incluso, es por la propia iniciativa Papa que el Vaticano II debilitó el poder del papado concediéndolo en parte a las iglesias nacionales.

Con respecto a las nuevas tendencias de pensamiento católico que E. Williams advierte en 1973, éstas son principalmente tres: (1) Un énfasis en el reconocimiento de las particularidades de América Latina y su relación con la Iglesia; (2) la importancia de la contingencia y la consiguiente acción política para transformar este mundo; (3) la definición del Catolicismo como un credo minoritario operando desde una sociedad plural y secularizada. (268)

In the first instance, Latin American Catholic thought is in search of the understanding the distinctive reality of Latin America and its particular nation-states. Introspective self-analysis, looking to the peculiar characteristics of each peculiar situation, is the thrust of the contemporary speculation. (Williams, 268) [Énfasis nuestro]

Así se llega a la afirmación del presidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana —Medellín, 1968—(CELAM), quien dijo que “la Iglesia Católica, siendo una, no es uniforme sino pluriforme” (268).

Por nuestra parte, pensamos que el proceso histórico-espiritual que afecta a la Iglesia es concomitante con el creciente humanismo que se ha ido desarrollando en el resto de las sociedades occidentales en los últimos siglos. Esta metamorfosis es resumida claramente por un sacerdote colombiano:

From the theology of the supernatural values superimposed on natural ones, we shift to a theology in which the supernatural is integrated with the natural, where creation and redemption are inseparable; from theology that separate soul and body to a theology of the integrated; from an abstract to a political theology, in which the people participate in the development of society in its economics, political and social areas (Williams, 270) [Énfasis nuestro]

“El mundo secular se vuelve el contexto de la actividad religiosa” (270) y el Papa Pablo VI reconoce la posibilidad de cierto “progreso humano”. La Iglesia ya no tiene la solución a los problemas humanos sino que se suma a otras instituciones y agentes sociales para interactuar en un contexto más complejo  —incluyendo a las corrientes marxistas de pensamiento (273).

Como conclusión, debemos observar que este proceso notable hacia la independencia (relativa) de las iglesias locales con su correspondiente atención a las problemáticas propias de cada contexto —problemática más humana que teológica, más física y moral que metafísica—, anotadas por E. Williams en 1973, han sido desaceleradas e incluso detenidas por un gobierno eclesiástico más conservador, como lo es el del actual Papa. Por otra parte, luego de 1973 se sucederían en Sudamérica un número importante de dictaduras militares que replantearían el papel de la Iglesia Católica, llegando a ser, en ocasiones, contradictoria, fluctuando entre la legitimización del poder y la resistencia al mismo, entre un nacionalismo conservador y un humanismo universal.

También es necesario distinguir el doble uso que se puede llegar a hacer de la palabra “política” en este mismo contexto. Para la Teoría de la Liberación, la implicación en política significaba un paso doble hacia (1) la toma de conciencia y (2) el compromiso social con los sectores económica o ideológicamente marginados. Pero también “política”, en el contexto jerárquico de la Iglesia ha tenido otro significado: (1) tradicionalmente como fuerza legitimadora de los poderes civiles y militares y (2) como fuerza “reaccionaria” a nivel internacional —sin hacer un juicio de valoración—, como lo ha sido la cruzada del Papa Juan Pablo II contra el marxismo y otras formas ideológicas, de gobierno o simplemente de interpretación de la realidad.

* * *

Jorge Majfud

Vatican II, The documents of. (New York, 1966).

Williams, Edward J. The emergence of the Secular Nation-State and Latin American Catholicism. En Comparative Politics, Vol. 5, Nº 2 (Jan., 1973), 261-277. University of New York.

Ron Paul and Right-Wing Anarchy

Ron Paul et l’anarchisme de droite (French)

Ron Paul y el anarquismo de derecha (Spanish)

Special Reports

Ron Paul and Right-Wing Anarchy

by Jorge Majfud

Scandalized by the misery that he had found in the poorer classes of the powerful French nation, Thomas Jefferson wrote to Madison, informing him that this was the consequence of the “unequal division of property.” France’s wealth, thought Jefferson, was concentrated in very few hands, which caused the masses be unemployed and forced them to beg. He also recognized that “the equal distribution of property is impracticable,” but acknowledged that marked differences led to misery. If one wanted to preserve the utopian project for liberty in America, no longer for reasons of justice only, it was urgently necessary to insure that the laws would divide the properties obtained through inheritance so that they might be equally distributed among descendants (Bailyn 2003, 57). Thus, in 1776 Jefferson abolished the laws in his state that priveleged inheritors, and established that all adult persons who did not possess 50 acres of land would receive them from the state, since “the land belongs to the living, not the dead” (58).

Jefferson once expressed his belief that if he had to choose between a government without newspapers and newspapers without a government, he would choose the latter. Like the majority of his founding peers, he was famous for other libertarian ideas, for his moderate anarquism, and for an assortment of other contradictions.

Ron Paul: Carrying Jefferson’s torch in a hostile environment?

Maybe nowadays Ron Paul is a type of postmodern incarnation of that president and erudite philosopher. Perhaps for that same reason he has been displaced by Sarah Palin as representing the definition of what it means to be a supposedly good conservative. In addition to being a medical doctor, a representative for Texas, and one of the historic leaders of the Libertarian movement, Paul is probably the true founder of the non-existent Tea Party.

If anything has differentiated neoconservative Republicans from liberal Democrats during the last few decades, it has been the former’s strong international interventionism with messianic influences or its tendency to legislate against homosexual marriage. On the other hand, if anything has characterized the strong criticism and legislative practice of Ron Paul, it has been his proposal to eliminate the central bank of the United States, his opposition to the meddling of the state in the matter of defining what is or should be a marriage, and his opposition to all kinds of interventionism in the affairs of other nations.

A good example of this was the Republican Party debate in Miami in December of 2007. While the rest of the candidates dedicated themselves to repeating prefabricated sentences that set off rounds of applause and stoked the enthusiasm of Miami’s Hispanic community, Ron Paul did not lose the opportunity to repeat his discomforting convictions.

In response to a question from María Elena Salinas about how to deal with the president of Venezuela, Ron Paul simply answered that he was in favor of having a dialogue with Chavez and with Cuba. Of course, the boos echoed throughout the venue. Without waiting for the audience to calm down, he came back with: “But let me tell you why, why we have problems in Central and South America — because we’ve been involved in their internal affairs for a long time, we’ve gotten involved in their business. We created the Chavezes of this world, we’ve created the Castros of this world by interfering and creating chaos in their countries and they’ve responded by taking out their elected leaders…”

The boos ended with the Texan’s argumentative line, until they asked him again about the war in Iraq: “We didn’t have a reason to get involved there, we didn’t declare war […] I have a different point of view because I respect the Constitution and I listen to the founding fathers, who told us to stay out of the internal affairs of other nations.”

In matters of its internal politics, the Libertarian movement shares various points with the neoconservatives, for example, the idea that inequalities are a consequence of freedom among different individuals with different skills and interests. Hence, the idea of “wealth distribution” is understood by Ron Paul’s followers as an arbitrary act of social injustice. For other neocons, it is simply an outcome of the ideological indoctrination of socialists like Obama. Subsequently, they never lose the opportunity to point out all of the books by Karl Marx that Obama studied, apparently with a passionate interest, at Columbia University, and all of the “Socialist Scholars Conference” meetings that he attended (Radical-in-Chief: Barack Obama and the Untold Story of American Socialism, Stanley Kurtz). Nonetheless, according to the perspective of the libertarians, all of this would fall within the rights of anyone, such as smoking marijuana, as long as one doesn’t try to impose it upon everyone else, which in a president would be at the very least a difficult proposition.

The sacred cow of neoconservative North Americans is liberty (since according to them liberalism is a bad word), as if it had to do with an exalted concept separate from reality. In order to attain it, it would be enough to do away with or reduce everything called state and government, with the exception of the military. Hence, the strong inclination of some people for keeping guns in the hands of individuals, so that they can be used against meddling government power, whether their own or that of others.

Fanatics for total liberty either do not consider or minimize the fact that in order to be free, a certain amount of power is needed. According to Jefferson and Che Guevara, money was only a necessary evil, an outcome of corruption in society and a frequent instrument of robbery. However, in our time (the Greeks in the era of Pericles already knew this), power stems from money. It is enough, then, to have more money in order to be — in social rather than existential terms — freer than a worker who cannot make use of the same degree of liberty to educate his children or to have free time for encouraging his own personal development and intellectual creativity.

At the other extreme, in a large part of Latin America, these days the sacred cow is the “redistribution of wealth” by means of the state. The fact that production can also be poorly distributed is often not considered or is frequently minimized. In this case, the cultural parameters are crucial — there are individuals and groups who create and work for everyone else and who therefore cry out because of the injustice of not getting the benefits that they would deserve if social justice existed. Which is as if a liar were to hide behind a truth in order to safeguard and perpetuate his vices. According to this position, any merit is only the outcome of an oppressive system that doesn’t even allow the idle to put their idleness behind them. So, idleness and robbery are explained by the economic structure and the culture of oppression, which keep entire groups shrouded in ignorance. Which up to a certain point is not untrue. However, it is insufficient for demonstrating the inexistence of perpetual bums and others who are barely equipped for physical or intellectual work. In any case, there should not be redistribution of wealth if there is not first redistribution of production, which would partly be a redistribution of the desire to study, work and take on responsibility for something.

These days, states are necessary evils for protecting the equality of liberty. But at the same time they are the main instrument, as those revolutionary Americans believed, for protecting the privileges of the most powerful and for feeding the moral vices of the weakest.

Jorge Majfud, Jacksonville University.

Washington University Political Review >> Washington University.

http://www.wupr.org/?p=3185

Translated by Dr. Joe Goldstein, Georgia Southern University.

Libros y autores clásicos de la literatura uruguaya (según encuesta)

Jueves 26.05.2011

Eligen libro de Galeano como mejor espejo de la sociedad

Los universitarios uruguayos consideran que «Las venas abiertas de América Latina», de Eduardo Galeano, es el libro que mejor representa a la sociedad. Y es también su libro preferido.

Así lo reveló una encuesta realizada por la red de universidades «Universia» entre 601 estudiantes, que buscó saber cuál era el libro que mejor explica a una sociedad que este año cumple 200 años.

La obra de Galeano superó a «La Tregua», de Mario Benedetti; «Las cartas que no llegaron», de Mauricio Roseconf y «¡Bernabé, Bernabé!» de Tomás de Mattos, que quedaron en segundo, tercer y cuarto lugar respectivamente.

Sin embargo, pese a que un libro de Galeano fue el más votado en cuanto a mejor espejo de lo que somos, es la obra de Mario Benedetti la elegida para ser recomendada a un extranjero que desee entender a los uruguayos.

Los diez libros que mejor nos representan

1. Las venas abiertas de América Latina – Eduardo Galeano

2. La tregua – Mario Benedetti

3. Las cartas que no llegaron – Mauricio Rosencof

4. ¡Bernabé, Bernabé! – Tomás de Mattos

5. Ariel – José Enrique Rodó

6. La vida breve – Juan Carlos Onetti

7. Las lenguas de diamante – Juana de Ibarbourou

8. Nocturnos – Idea Vilariño

9. Montevideanos – Mario Benedetti

10. El pozo – Juan Carlos Onetti.

El mejor autor para que un extranjero nos entienda

1. Mario Benedetti

2. Eduardo Galeano

3. Horacio Quiroga

4. Roy Berocay

5. Juan José Morosoli

6. Florencio Sánchez

7. Juan Carlos Onetti

8. Mauricio Rosencof

9. Juana de Ibarbourou

10. Carlos Vaz Ferreira

Los 10 libros preferidos por los uruguayos

1 Las venas abiertas de América Latina – Eduardo Galeano

2 La tregua – Mario Benedetti

3 Cuentos de amor, de locura y de muerte – Horacio Quiroga

4 Montevideanos – Mario Benedetti

5 Las cartas que no llegaron – Mauricio Rosencof

6 El libro de los abrazos – Eduardo Galeano

7 Gracias por el fuego – Mario Benedetti

8 ¡Bernabé, Bernabé! – Tomás de Mattos

9 Pateando lunas – Roy Berocay

10 Ariel – José Enrique Rodó

fuente>>

If Latin America Had Been a British Enterprise

His family was originally from Serantes, Ferro...

Image via Wikipedia

Si América Latina hubiese sido una empresa inglesa (Spanish)

If Latin America Had Been a British Enterprise

Jorge Majfud

In the process of conducting a recent study at the University of Georgia, a female student interviewed a young Colombian woman and tape recorded the interview.  The young woman commented on her experience in England and how  the British were interested in knowing the reality of Colombia.  After she detailed the problems that her country had, one Englishman observed the paradox that England, despite being smaller and possessing fewer natural resources, was much wealthier than Colombia.  His conclusion was cutting:  “If England had managed Colombia like a business, Colombians today would be much richer.”

The Colombian youth admitted her irritation, because the comment was intended to point out  just how incapable we are in Latin America.  The lucid maturity of the young Colombian woman was evident in the course of the interview, but in that moment she could not find the words to respond to the son of the old empire.  The heat of the moment, the audacity of those British kept her from remembering that in many respects Latin America had indeed been managed like a British enterprise and that, therefore, the idea was not only far from original but, also, was part of the reason that Latin America was so poor – with the caveat that poverty is a scarcity of capital and not of historical consciousness.

Agreed: three hundred years of monopolistic, retrograde and frequently cruel colonization has weighed heavily upon the Latin American continent, and consolidated in the spirit of our nations an oppositional psychology with respect to social and political legitimation (Alberto Montaner called that cultural trait “the suspicious original legitimacy of power”).  Following the Semi-independences of the 19th century, the “progress” of the British railroad system was not only a kind of gilded cage – in the words of Eduardo Galeano -, a strait-jacket for native Latin American development, but we can see something similar in Africa: in Mozambique, for example, a country that extends North-to-South, the roads cut across it from East-to-West.  The British Empire was thus able to extract the wealth of its central colonies by passing through the Portuguese colony.  In Latin America we can still see the networks of asphalt and steel flowing together toward the ports – old bastions of the Spanish colonies that native rebels contemplated with infinite rancor from the heights of the savage sierras, and which the large land owners saw as the maximum progress possible for countries that were backward by “nature.”

Obviously, these observations do not exempt us, the Latin Americans, from assuming our own responsibilities.  We are conditioned by an economic infrastructure, but not determined by it, just as an adult is not tied irremediably to the traumas of childhood.  Certainly we must confront these days other kinds of strait-jackets, conditioning imposed on us from outside and from within, by the inevitable thirst for dominance of world powers who refuse strategic change, on the one hand, and frequently by our own culture of immobility, on the other.  For the former it is necessary to lose our innocence; for the latter we need the courage to criticize ourselves, to change ourselves and to change the world.

Translated by Bruce Campbell

* Jorge Majfud is a Uruguayan writer and professor of Latin American literature at the University of Georgia.

Ten Lashes Against Humanism

Erasmus in 1523, by Hans Holbein

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Diez azotes contra el humanismo (Spanish)

Ten Lashes Against Humanism

 

Jorge Majfud

A minor tradition in conservative thought is the definition of the dialectical adversary as mentally deficient and lacking in morality. As this never constitutes an argument, the outburst is covered up with some fragmented and repetitious reasoning, proper to the postmodern thought of political propaganda. It is no accident that in Latin America other writers repeat the US experience, with books like Manual del perfecto idiota latinoamericano (Manual for the Perfect Latin American Idiot, 1996) or making up lists about Los diez estúpidos más estúpidos de América Latina (The Top Ten Stupid People in Latin America). A list that is usually headed up, with elegant indifference, by our friend, the phoenix Eduardo Galeano. They have killed him off so many times he has grown accustomed to being reborn.

As a general rule, the lists of the ten stupidest people in the United States tend to be headed up by intellectuals. The reason for this particularity was offered some time ago by a military officer of the last Argentine dictatorship (1976-1983) who complained to the television cameras about the protesters marching through the streets of Buenos Aires: “I am not so suspicious of the workers, because they are always busy with work; I am suspicious of the students because with too much free time they spend it thinking. And you know, Mr. Journalist, that too much thinking is dangerous.” Which was consistent with the previous project of General Onganía (1966-1970) of expelling all the intellectuals in order to fix Argentina’s problems.

Not long ago, Doug Hagin, in the image of the famous television program Dave’s Top Ten, concocted his own list of The Top Ten List of Stupid Leftist Ideals. If we attempt to de-simplify the problem by removing the political label, we will see that each accusation against the so-called US leftists is, in reality, an assault on various humanist principles.

10: Environmentalism. According to the author, leftists do not stop at a reasonable point of conservation.

Obviously the definition of what is reasonable or not, depends on the economic interests of the moment. Like any conservative, he holds fast to the idea that the theory of Global Warming is only a theory, like the theory of evolution: there are no proofs that God did not create the skeletons of dinosaurs and other species and strew them about, simply in order to confuse the scientists and thereby test their faith. The conservative mentality, heroically inalterable, could never imagine that the oceans might behave progressively, beyond a reasonable level.

9: It takes a village to raise a child. The author denies it: the problem is that leftists have always thought collectively. Since they don’t believe in individualism they trust that children’s education must be carried out in society.

 

In contrast, reactionary thought trusts more in islands, in social autism, than in suspect humanity. According to this reasoning of a medieval aristocrat, a rich man can be rich surrounded by misery, a child can become a moral man and ascend to heaven without contaminating himself with the sin of his society. Society, the masses, only serves to allow the moral man to demonstrate his compassion by donating to the needy what he has left over – and discounting it from his taxes.

8: Children are incapable of handling stress. For which reason they cannot be corrected by their teachers with red ink or cannot confront the cruel parts of history.

The author is correct in observing that seeing what is disagreeable as an infant prepares children for a world that is not pleasant. Nonetheless, some compassionate conservatives exaggerate a little by dressing their children in military uniforms and giving them toys that, even though they only shoot laser lights, look very much like weapons with laser lights that fire something else at similar targets (and at black people).

7: Competition is bad. For the author, no: the fact that some win means that others lose, but this dynamic leads us to greatness.

He does not explain whether there exists here the “reasonable limit” of which he spoke before or whether he is referring to the hated theory of evolution which establishes the survival of the strongest in the savage world. Nor does he clarify to which greatness he refers, whether it is that of the slave on the prosperous cotton plantation or the size of the plantation. He does not take into account, of course, any kind of society based on solidarity and liberated from the neurosis of competition.

6: Health is a civil right. Not for the author: health is part of personal responsibility.

This argument is repeated by those who deny the need for a universal health system and, at the same time, do not propose privatizing the police, and much less the army. Nobody pays the police after calling 911, which is reasonable. If an attacker shoots us in the head, we will not pay anything for his capture, but if we are poor we will end up in bankruptcy so that a team of doctors can save our life. One deduces that, according to this logic, a thief who robs a house represents a social illness, but an epidemic is nothing more than a bunch of irresponsible individuals who do not affect the rest of society. What is never taken into account is that collective solidarity is one of the highest forms of individual responsibility.

5: Wealth is bad. According to the author, leftists want to penalize the success of the wealthy with taxes in order to give their wealth to the federal government so that it can be spent irresponsibly helping out those who are not so successful.

That is to say, workers owe their daily bread to the rich. Earning a living with the sweat of one’s brow is a punishment handed down by those successful people who have no need to work. There is a reason why physical beauty has been historically associated with the changing but always leisurely habits of the aristocracy. There is a reason why in the happy world of Walt Disney there are no workers; happiness is buried in some treasure filled with gold coins. For the same reason, it is necessary to not squander tax monies on education and on health. The millions spent on armies around the world are not a concern, because they are part of the investment that States responsibly make in order to maintain the success of the wealthy and the dream of glory for the poor.

4: There is an unbridled racism that will only be resolved with tolerance. No: leftists see race relations through the prism of pessimism. But race is not important for most of us, just for them.

That is to say, like in the fiction of global warming, if a conservative does not think about something or someone, that something or someone does not exist. De las Casas, Lincoln and Martin Luther King fought against racism ignorantly. If the humanists would stop thinking about the world, we would be happier because others’ suffering would not exist, and there would be no heartless thieves who steal from the compassionate rich.

3: Abortion. In order to avoid personal responsibility, leftists support the idea of murdering the unborn.

The mass murder of the already born is also part of individual responsibility, according to televised right-wing thought, even though sometimes it is called heroism and patriotism. Only when it benefits our island. If we make a mistake when suppressing a people we avoid responsibility by talking about abortion. A double moral transaction based on a double standard morality.

2: Guns are bad. Leftists hate guns and hate those who want to defend themselves. Leftists, in contrast, think that this defense should be done by the State. Once again they do not want to take responsibility for themselves.

That is to say, attackers, underage gang members, students who shoot up high schools, drug traffickers and other members of the syndicate exercise their right to defend their own interests as individuals and as corporations. Nobody distrusts the State and trusts in their own responsibility more than they do. It goes without saying that armies, according to this kind of reasoning, are the main part of that responsible defense carried out by the irresponsible State.

1: Placating evil ensures Peace. Leftists throughout history have wanted to appease the Nazis, dictators and terrorists.

The wisdom of the author does not extend to considering that many leftists have been consciously in favor of violence, and as an example it would be sufficient to remember Ernesto Che Guevara. Even though it might represent the violence of the slave, not the violence of the master. It is true, conservatives have not appeased dictators: at least in Latin America, they have nurtured them. In the end, the latter also have always been members of the Gun Club, and in fact were subject to very good deals in the name of security. Nazis, dictators and terrorists of every kind, with that tendency toward ideological simplification, would also agree with the final bit of reasoning on the list: “leftists do not undertand that sometimes violence is the only solution. Evil exists and should be erradicated.” And, finally: “We will kill it [the Evil], or it will kill us, it is that simple. We will kill Evil, or Evil will kill us; the only thing simpler than this is left-wing thought.”

Word of Power.

 

The official word: criminalize the victim

De mestizo e india, sale coiote (From a Mestiz...

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The official word: criminalize the victim


By Jorge Majfud

Translated by Tony R. Barret

Few weeks ago, just as in the last few centuries, the land claims of rural workers have been brought back up in several spots of Latin America. If it is really true that our own 21st century cannot base its economies exclusively in small farms, it isn’t less true that economic disenfranchisement is still an urgent popular cause in any social or historical progress. I could very well say that that the old Latin American cause didn’t exist in the United States, the paradigm of economic development, etc. But the answer is quite easy: in the United States there were no farm movements nor “liberation movements” because this country wasn’t founded upon the estates of an aristocratic society, as in Latin America, but rather upon an initial distribution infinitely more equitable of colonists that worked for themselves and not for the King or the landholder.

It’s not by chance that the founders of the original United States considered themselves successful in their anti-imperialist, populist, and radically revolutionary projects, whereas our Latin American leaders died embittered when not in exile. As the caudillos of that day used to say, “the laws are respected but not enforced.” And so we had republican and egalitarian constitutions, almost always copies of the American one but with a different twist: reality contradicted them.

In Latin America, we were the laughingstock of a discussion that wasn’t even applied in the developed centers of the world, but rather catered to the creole oligarchy. So violent was this moralization that when the Bolivian and Peruvian Indians systematically burned out at age 30 because of the animal jobs they had to do, sometimes with another’s pride and almost always with self-reluctance, they were unfailingly called “bums” or “idiots.”

That feudal system (typical of so many Latin American countries that included pawns for free almost, or the “pongueo” system that impeded farming and industrial development) existed in the southern United States. But it was defeated by the progressivist forces of the North. Not in Latin America. This structure of our continent, vertical and aristocratic, served up its own self-exploitation and its own underdevelopment and benefited the world powers taking their turns, who were not foolish enough to sustain moralist discourses about the old aristocracy. Meanwhile, our “heroic” oligarchy squandered the demoralizing debate toward those who claimed more social and economic equity. According to this discourse accepted unanimously by the slaves themselves, those who were opposed to the landholding estate Order were idlers that wanted to live off the State, as if the oligarchy didn’t help itself to the violence of this State to sustain its privileges and interests, almost always supporting dictatorships on call that they meaningfully called “saviors” and then they “combated” in the discourse to present themselves as the eternal “saviors of the country” and to reinstall the same aristocratic status quo, the very reason for the historical setbacks of our societies. Thus, business was twofold but insatisfaction was also twofold: both those at the bottom and those at the top agreed on something: “things in this country don’t work” or “no one can save this country, etc.” But on reforms, nothing.

Jorge Majfud

The University of Georgia, March 2007

Translator: Tony R. Barrett

¿Para qué sirve la literatura? (II)

xarranca - rayuela (1,2,3,4,5,6,7,8,9,le ciel)

Image by all-i-oli

¿Para qué sirve la literatura? (I)

What good is literature? (II) (English)

À quoi sert la littérature ? (French)

¿Para qué sirve la literatura? (II)

Cada tanto algún político, algún burócrata, algún inteligente inversor resuelve estrangular las humanidades con algún recorte en la educación, en algún ministerio de cultura o simplemente descargando toda la fuerza del mercado sobre las atareadas fábricas de sensibilidades prefabricadas.

Mucho más sinceros son los sepultureros que nos miran a los ojos y, con amargura o simple resentimiento, nos arrojan en la cara sus convicciones como si fueran una sola pregunta: ¿para qué sirve la literatura?

Unos esgrimen este tipo de instrumentos no como duda filosófica sino como una pala mecánica que lentamente ensancha una tumba llena de cadáveres vivos.

Los sepultureros son viejos conocidos. Viven o hacen que viven pero siempre están aferrados al trono de turno. Arriba o abajo van repitiendo con voces de muertos supersticiones utilitarias sobre el progreso y la necesidad.

Responder sobre la inutilidad de la literatura depende de lo que entendamos por utilidad, no por literatura. ¿Es útil el epitafio, la lápida labrada, el maquillaje, el sexo con amor, la despedida, el llanto, la risa, el café? ¿Es útil el fútbol, los programas de televisión, las fotografías que se trafican las redes sociales, las carreras de caballos, el whisky, los diamantes, las treinta monedas de Judas y el arrepentimiento?

Son muy pocos los que se preguntan seriamente para qué sirve el fútbol o la codicia de Madoff. No son pocos (o no han tenido suficiente tiempo) los que preguntan o sentencian ¿para qué sirve la literatura? El futbol es, en el mejor de los casos, inocente. No pocas veces ha sido cómplice de titiriteros y sepultureros.

La literatura, cuando no ha sido cómplice del titiritero, ha sido literatura. Sus detractores no se refieren al respetable negocio de los best sellers de emociones prefabricadas. Nunca nadie ha preguntado con tanta insistencia ¿para qué sirve un buen negocio? A los detractores de la literatura, en el fondo, no les preocupa ese tipo de literatura. Les preocupa otra cosa. Les preocupa la literatura.

Los mejores atletas olímpicos han demostrado hasta dónde puede llegar el cuerpo humano. Los corredores de Formula Uno también, aunque valiéndose de algunos artificios. Lo mismo los astronautas que pisaron la Luna, la pala que construye y destruye. Los grandes escritores a lo largo de la historia han demostrado hasta dónde puede llegar la experiencia humana, la verdaderamente importante, la experiencia emocional; el vértigo de las ideas y la múltiple profundidad de las emociones.

Para los sepultureros sólo la pala es útil. Para los vivos muertos, también.

Para los demás que no han olvidado su condición de seres humanos y se atreven a ir más allá de los estrechos límites de su propia experiencia, para los condenados que deambulan por las fosas comunes pero han recuperado la pasión y la dignidad de los seres humanos, para ellos, es la literatura.

Jorge Majfud

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

El diario (Bolivia)

¿Para qué sirve la literatura? (I)

Why the name of Latin America?

Latin America (orthographic projection)

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What does “Latin America” mean?

Why the name of Latin America?

By Jorge Majfud

The essentialist component of the ancestral search for identity as part of nationalistic projects – which kept intellectuals busy for such a long time, being Octavio Paz one of them- has not completely disappeared or has become a commercial relation of struggling signs in a new global context. And as usual, reality is a byproduct of mistakes of their own representations.

What does “Latin” mean? For many years, the typical Latin American – which is another way to say “the stereotypical Latin American” – has been represented by the indigenous person of Aztec, Maya, Inca, or Quechua origin, who preserves their ancestral traditions and mixes them with the Catholic rites. It was the Castilian language and the violence of colonization what these peoples had in common. However, to European and North American eyes, and even to their own eyes, they were monolithically defined as “Latin Americans”. Those who lived in the region of Río de la Plata were called by Anglo Saxons “Southern Europeans”.

If we go back to the ethimology of the Latin word, we will find a great contradiction in this former identification: none of the indigenous cultures found by the Spaniards in the new continent was related with Latin. On the contrary, other regions further south lacked this ethnic and cultural component. The greatest part of their population and culture came from Italy, France, Spain, and Portugal.

In Valiente Mundo Nuevo (Brave New World), Carlos Fuentes says: “We are in the first place a multiracial, policultural continent. For this reason, the term “Latin American”, invented by the French in the 18th century to include themselves in the American territory, is not employed. The most complete description is used instead: Indo-Afro-Iberian-America. But in any case, the Indian and the African components are present, implicit.”

To this objection of the Mexican essayist, Koen de Munter gives an answer of the same kind, observing that the indigenistic discourse has become fashionable as long as it refers to the defense of certain politically harmless, folkloric groups, so as to forget the very many people who massively migrate to cities and blend in a sort of compulsory mixed race groups. This mixed race thing, in countries like Mexico, would only be the central metaphor of a national project that began in the 90s as such. This source believes that we were lucky to be colonized by the Spanish and not by the English, which gave place to this mixed race in the continent. But Koen de Munter understands this discourse as being part some Hispanophile demagogy, a “mixed race ideology” as a result of which the unacceptable conditions of the current Latin American reality are overlooked. According to the author himself, Hispanophile makes these intellectuals forget about the colonial racism of the Spain that fought the Moors and the Jews as they made their way into new continent. In short, rather than mixed races, we should talk about “multiple violation”.

Maybe because the term that had been suggested was too long, Carlos Fuentes decided to use “Iberian America”, being this, in my view, more specific than the one “interestedly” suggested by the French, since it excludes not only the French migration waves to the southern hemisphere and to other regions of the continent in question; it also excludes other immigrants, more numerous and as Latin as the Iberian peoples: the Italians. It would be enough to remember that, by the end of the 19th century, eighty percent of the Buenos Aires population was Italian, as a result of which someone defined the Argentineans –again generalizing- as “Spanish speaking Italians”.

On the other hand, the idea of including the indigenous component (“Indo”) together with the name “America” implies that they are two different things. Similarly lucky has been the prudorous and “politically correct” reference “Afro-American” to refer to a dark- skinned North American who is as African as Clint Eastwood or Kim Basinger. We could think that the indigenous peoples are the ones to vindicate the denomination of “Americans”, but the term has been colonized as the earth, physical space, and cultural space were. Even today, when we say “American” we refer to the people from a specific country: The United States of America. As to this term, it is as important to define what it means as it is to define what it does not mean. And this definition of the semantic frontiers is not only derived from its ethimology, but from a semantic dispute in which the exclusion of all the non- North American has won. A Cuban or a Brazilian could provide a long list of reasons why they too should be called “Americans”, but the definition of this term is not established based on the intellectual will of some, but on the power of cultural and intercultural tradition. Although the first creoles who lived south to the Rio Grand, from Mexico to the Rio de la Plata, called themselves “Americans”, the geopolitical power of the United States grabbed this term, forcing the rest to use an adjective in order to differentiate themselves.

This simplification may also be the result of the predomination of the other´s perspective: the European. Not only Europe and the United States have been historically self-centered and self-loving, but also the colonized peoples have. Few in America, with no important ideological influence, have looked at and studied the indigenous cultures as they have done with the European. That is, our simplified and simplifying definitions of “Latin America” may be the result of the natural confusion that the other´s look projects: all Indians are the same: Mayas, Aztecs, Incas, and Guaranies. Only in today´s Mexican territory, there was – and is- a wide spectrum of cultures that only our ignorance can confuse and group in the term “indigenous”. These differences were usually discussed by going to war or by sacrificing the other.

Anyway, even if Latin America is considered a prolongation of the West (as extreme West), their names and identities have represented a negation, mainly since the 19th century. In July, 1946, Jorge Luis Borges observed, in Sur (South) magazine, this same cultural habit restricted to Argentineans. Nationalists, “however, ignore the Argentineans; they `refer to define them in ways of some external fact, as the Spanish conquerors (let us say) or some imaginary Catholic or Anglo Saxon imperialist tradition.”

Latin American republics were successive literary inventions of the intellectual élite of the 19th century. Defining, prescribing, and naming are not minor details. But reality also exists, and it never completely adapted to their definitions, despite the fertile imagination of violence. The difference between the Conception and the reality of the people were sometimes as big as injustices, exclusions, and violent revolts and rebellions dating back from centuries, which never reached the category of revolutions. What is represented remains weaker than its Representation.

Translated by Cubanow

February 22, 2008

¿Cuál es el nombre de América Latina?

Jorge Luis Borges, escritor argentino

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Why the name of Latin America? (English)

¿Cuál es el nombre de América Latina?

El componente escencialista de la antigua búsqueda de la identidad como parte de diferentes proyectos nacionalistas —y que ocupó tanto tiempo a intelectuales como Octavio Paz—, no ha desaparecido completamente o se ha transmutado en una relación comercial de signos en lucha, en un nuevo contexto global. Y como siempre la realidad es un subproducto de equívocos de sus propias representaciones.

¿Qué significa «latino»? Por años, el latinoamericano típico —que es otra forma de decir «el latinoamericano estereotípico»— fue representado por el indígena de origen azteca, maya, inca o quechua que conservaba sus tradiciones ancestrales mezclándolas con los ritos católicos. Lo que tenían en común estos pueblos era la lengua castellana y la violencia común de la colonización. Sin embargo, todos, a los ojos europeos, norteamericanos e, incluso, ante sus propios ojos, eran definidos monolíticamente como «latinoamericanos». A los habitantes de la región del Río de la Plata se los llamaba, por parte de los anglosajones, «los europeos del Sur».

Si volvemos a la etimología de la palabra latina, veremos una fuerte contradicción en esta identificación anterior: ninguna de las culturas indígenas que encontraron los españoles en el nuevo continente tenían algo de «latino». Por el contrario, otras regiones más al sur carecían de este componente étnico y cultural. En su casi totalidad, su población y su cultura procedía de Italia, de Francia, de España y de Portugal.

En Valiente mundo nuevo, Carlos Fuentes nos dice: «Lo primero es que somos un continente multirracial y policultural. De ahí que a lo largo de este libro no se emplee la denominación ‘América Latina’, inventada por los franceses en el siglo XIX para incluirse en el conjunto americano, sino la descripción más completa Indo-Afro-Ibero-América. Pero en todo caso, el componente indio y africano está presente, implícito».

A esta objeción del ensayista mexicano, Koen de Munter responde con la misma piedra, observando que el discurso indigenista ha pasado a ser una moda, siempre y cuando se refiera a la defensa de pequeños grupos, políticamente inofensivos, folklóricos, de forma de olvidar las grandes masas que migran a las ciudades y se mimetizan en una especie de mestizaje obligatorio. Este mestizaje, en países como México, sería sólo la metáfora central de un proyecto nacional, principalmente desde los años noventa. Fuentes que sostiene que afortunadamente fuimos una colonia española y no inglesa, lo que permitió un «mestizaje» en el continente. Pero Koen de Munter entiende este tipo de discurso como parte una demagogia «hispanófila», de una «ideología del mestizaje» por la cual se soslayan las condiciones inaceptables de la actual realidad latinoamericana. Según el mismo autor, la hispanofilia de estos intelectuales no les permite recordar el racismo colonial de la España que luchó contra moros y judíos al tiempo que se abría camino en el nuevo continente. En resumen, más que mestizaje deberíamos hablar de una «multiple violation».

Al parecer porque el término propuesto era demasiado largo, Carlos Fuentes se decide por usar «Iberoamérica», siendo éste, a mi juicio, mucho más restrictivo que el propuesto «interesadamente» por los franceses, ya que se excluye no sólo a las oleadas de inmigración francesa en el Cono Sur y en otras regiones del continente en cuestión, sino a otros inmigrantes aún más numerosos y tan latinos como los pueblos ibéricos, como lo fueron los italianos. Bastaría con recordar que a finales del siglo XIX el ochenta por ciento de la población de Buenos Aires era italiana, motivo por el cual alguien definió a los argentinos —procediendo con otra generalización— como «italianos que hablan español».

Por otra parte, la idea de incluir en una sola denominación el componente indígena («Indo») junto con el nombre «América» nos sugiere que son dos cosas distintas. Semejante, es la suerte de la pudorosa y «políticamente correcta» referencia racial «afroamericano» para referirse a un norteamericano de piel oscura que tiene tanto de africano como Clint Eastwood o Kim Basinger. Podríamos pensar que los pueblos indígenas son los que más derecho tienen a revindicar la denominación de «americanos», pero se ha colonizado el término como se colonizó la tierra, el espacio físico y cultural. Incluso cuando hoy en día decimos «americano» nos referimos a una única nacionalidad: la estadounidense. Para el significado de este término, tan importante es la definición de lo que significa como de lo que no significa. Y esta definición de las fronteras semánticas no deriva simplemente de su etimología sino de una disputa semántica en la cual ha vencido la exclusión de aquello que no es estadounidense. Un cubano o un brasileño podrán argumentar fatigosamente sobre las razones por las cuales se les debe llamar a ellos también «americanos», pero la redefinición de este término no se establece por la voluntad intelectual de algunos sino por la fuerza de una tradición cultural e intercultural. Si bien los primeros criollos que habitaban al sur del río Grande, desde México hasta el Río de la Plata se llamaban a sí mismos «americanos», luego la fuerza de la geopolítica de Estados Unidos se apropió del término, obligando al resto a usar un adjetivo para diferenciarse.

Es posible, también, que esta simplificación se deba al predominio de la perspectiva del otro: la europea. Europa, como Estados Unidos, no sólo ha sido históricamente egocéntrica y egolátrica sino también los pueblos colonizados lo han sido. Pocos en América, sin una carga ideológica importante, han estimado y han estudiado las culturas indígenas tanto como la europea. Es decir, es posible que nuestras definiciones simplificadas y simplificadoras de «América Latina» se deban a la natural confusión que proyecta siempre la mirada del otro: todos los indios son iguales: los mayas, los aztecas, los incas y los guaraníes. Sólo en lo que hoy es México, existía —y existe— un mosaico cultural que sólo nuestra ignorancia confunde y agrupa bajo la palabra «indígena». Con frecuencia, estas diferencias se resolvían en la guerra o en el sacrificio del otro.

De cualquier forma, aún considerando América Latina como una prolongación de Occidente (como extremo Occidente), sus nombres y sus identidades han estado, principalmente desde mediados del siglo XIX, en función de una negación. En julio de 1946, Jorge Luis Borges observaba, en la revista Sur, este mismo hábito cultural restringido a los argentinos. Los nacionalistas «ignoran, sin embargo, a los argentinos; en la polémica prefieren definirlos en función a algún hecho externo; de los conquistadores españoles (digamos) o de alguna imaginaria tradición católica o del imperialismo sajón».

Las repúblicas latinoamericanas fueron sucesivos inventos literarios de la elite intelectual del siglo XIX. Definir, prescribir y nombrar no son detalles menores. Pero la realidad también existe y ésta nunca se adaptó del todo a sus definiciones, a pesar de la violencia de la imaginación. La diferencia entre la concepción y la realidad del pueblo muchas veces tuvo el tamaño de centenarias injusticias, exclusiones y violentas revueltas y rebeliones que nunca llegaron a la categoría de revoluciones. Lo representado sigue siendo más débil que su representación.

The Fragments of the Latin American Union

This political cartoon (attributed to Benjamin...

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Los fragmentos de la desunión latinoamericana (Spanish)

The Past Hurts But Does Not Condemn

The Fragments of the Latin American Union

Jorge Majfud

Lincoln University

1.

In Latin America, in the absence of a social revolution at the moment of national independence there were plenty of rebellions and political revolts. Less frequently these were popular rebellions and almost never were they ideological revolutions that shook the traditional structures, as was the case with the North American Revolution, the French Revolution, and the Cuban Revolution. Instead, internal struggles abounded, before and after the birth of the new Republics.

A half century later, in 1866, the Ecuadorian Juan Montalvo would make a dramatic diagnosis: “freedom and fatherland in Latin America are the sheep’s clothing with which the wolf disguises himself.” When the republics were not at war they enjoyed the peace of the oppressors. Even though slavery had been abolished in the new republics, it existed de facto and was almost as brutal as in the giant to the north. Class violence was also racial violence: the indigenous continued to be marginalized and exploited. “This has been the peace of the jail cell,” conclued Montalvo. The indian, deformed by this physical and moral violence, would receive the most brutal physical punishments but “when they give him the whip, trembling on the ground, he gets up thanking his tormenter: May God reward you, sir.” Meanwhile, the Puerto Rican Eligenio M. Hostos in 1870 would already lament that “there is still no South American Confederation.” On the contrary, he only saw disunion and new empires oppressing and threatening: “An empire [Germany] can still move deliberately against Mexico! Another empire [Great Britain/Brazil] can still wreck Paraguay with impunity!”

But the monolithic admiration for central Europe, like that of Sarmiento, also begins to fall apart at the end of the 19th century: “Europe is no happier, and has nothing to throw in our face with regard to calamities and misfortunes” (Montalvo). “The most civilized nations—Montalvo continues—, those whose intelligence has reached the sky itself and whose practices walk in step with morality, do not renounce war: their breasts are always burning, their jealous hearts leap with the drive for extermination.” The Paraguay massacre results from muscular reasoning within the continent, and another American empire of the period is no exception to this way of seeing: “Brazil trades in human flesh, buying and selling slaves, in order to bow to its adversary and provide its share of the rationale.” The old accusation of imperial Spain is now launched against the other colonialist forces of the period. France and England – and by extension Germany and Russia – are seen as hypocrites in their discourse: “the one has armies for subjugating the world, and only in this way believes in peace; the other extends itself over the seas, takes control of the straits, dominates the most important fortresses on earth, and only in this way believes in peace.” In 1883, he also points out the ethical contradictions of the United States, “where the customs counteract the laws; where the latter call the blacks to the Senate, and the former drive them out of the restaurants.” (Montalvo himself avoids passing through the United States on his trip to Europe out of “fear of being treated like a Brazilian, and that resentment might instill hatred in my breast,” since “in the most democratic country in the world it is necessary to be thoroughly blonde in order to be a legitimate person.”)

Nonetheless, even though practice always tends to contradict ethical principles—it is not by accident that the most basic moral laws are always prohibitions—the unstoppable wave of humanist utopia continued to be imposed step by step, like the principal of union in equality, or the “fusion of the races in one civilization.” The same Iberoamerican history is understood in this universal process “to unite all the races in labor, in liberty, in equality and in justice.” When the union is achieved, “then the continent will be called Colombia” (Hostos). For José Martí as well, history was directed inevitably toward union. In “La América” (1883) he foresaw a “new accommodation of the national forces of the world, always in movement, and now accelerated, the necessary and majestic grouping of all the members of the American national family.” From the utopia of the union of nations, project of European humanism, it comes to be a Latin American commonplace: the fusion of the races in a kind of perfect mestizaje. The empires of Europe and the United States rejected for such a project, the New World would be “the oven where all the races must be melted, where they are being melted” (Hostos). In 1891, an optimistic Martí writes in New York that in Cuba “there is no race hatred because there are no races” even though this more of an aspiration than a reality. During the period advertisements were still published in the daily newspapers selling slaves alongside horses and other domesticated animals.

In any case, this relationship between oppressors and oppressed can not be reduced to Europeans and Amerindians. The indigenous people of the Andes, for example, also had spent their days scratching at the earth in search of gold to pay tribute to those sent by the Inca and numerous Mesoamerican tribes had to suffer the oppression of an empire like the Aztec. During most of the life of the Iberoamerican republics, the abuse of class, race and sex was part of the organization of society. International logic is reproduced in the domestic dynamic. To put it in the words of the Bolivian Alcides Arguedas in 1909, “when a boss has two or more pongos [unsalaried worker], he keeps one and rents out the others, as if it were simply a matter of a horse or a dog, with the small difference that the dog and the horse are lodged in a wood hut or in a stable and both are fed; the pongo is left to sleep in the doorway and to feed on scraps.” Meanwhile the soldiers would take the indians by the hair and beating them with their sabres carry them off to clean the barracks or would steal their sheep in order to maintain an army troop as it passed through. In the face of these realities, utopian humanists seemed like frauds. Frantz Tamayo, in 1910 declares, “imagine for a moment the Roman empire or the British empire having national altruism as it foundation and as its ideal. […] Altuism! Truth! Justice! Who practices these with Bolivia? Speak of altruism in England, the country of wise conquest, and in the United States, the country of the voracious monopolies!” According to Angel Rama (1982), modernization was also exercised principally “through a rigid hierarchical system.” That is to say, it was a process similar to that of the Conquest and the Independence. In order to legitimate the system, “an aristocratic pattern was applied which has been the most vigorous shaper of Latin American cultures throughout their history.”

Was our history really any different from these calamities during the military dictatorships of the end of the 20th century? Now, does this mean that we are condemned by a past that repeats itself periodically as if it were the a novelty each time?

2.

Let us respond with a different problem. The popular psychoanalytic tradition of the 20th century made us believe that the individual is always, in some way and in some degree, hostage to a past. Less rooted in popular consciousness, the French existentialists reacted by proposing that in reality we are condemned to be free. That is, in each moment we have to choose, there is no other way. In my opinion, both dimensions are possible in a human being: on the one hand we are conditioned by a past but not determined by it. But if we pay paranoid tribute to that past believing that all of our present and our future is owed to those traumas, we are reproducing a cultural illness: “I am unhappy because my parents are to blame.” Or, “I can’t be happy because my husband oppressed me.” But where is the sense of freedom and of responsibility? Why is it not better to say that “I have not been happy or I have these problems because, above all, I myself have not taken responsibility for my problems”? Thus arises the idea of the passive victim and instead of fighting in a principled way against evils like machismo one turns to the crutch in order to justify why this woman or that other one has been unhappy. “Am I sick? The fault is with the machismo of this society.” Etc.

Perhaps it goes without saying that being human is neither only biology nor only psychology: we are constructed by a history, the history of humanity that creates us as subjects. The individual—the nation—can recognize the influence of context and of their history and at the same time their own freedom as potential which, no matter how minimal and conditioned it might be, is capable of radically changing the course of a life. Which is to say, an individual, a nation that would reject outright any representation of itself as a victim, as a potted plant or as a flag that waves in the wind.

Translated by Bruce Campbell

Intelectuales argentinos se oponen a que Vargas Llosa inicie feria

Mario Vargas Llosa, Miami Book Fair Internatio...

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Intelectuales cercanos a la presidenta argentina, Cristina Fernández, rechazaron el martes que el peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura en 2010, sea quien inaugure la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, al acusarlo de liberal autoritario.

«Me gustaría que en la inauguración de la Feria del Libro no estuviera presente. Su liberalismo lo expresa de una manera tajante y hasta diría que, si me permite la paradoja, autoritaria también», dijo el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, en declaraciones a la prensa.

En cambio, la postura del Gobierno fue expresada por el secretario de Cultura, Jorge Coscia, quien dijo que de ninguna manera se intentará prohibir el discurso de Vargas Llosa.

Pero Coscia coincidió en considerarlo «un reaccionario (…), enemigo de las industrias culturales (…) y funcional a un sistema de dependencia cultural en Latinoamérica».

«Me parece válido que los intelectuales tomen partido. En lo que no estoy de acuerdo es en la prohibición», señaló el funcionario a Radio del Plata.

Aurelio Narvaja, de Ediciones Colihue, también solicitó que se rectifique la decisión de invitar al autor de «Conversación en la Catedral» para la apertura de la Feria el 20 de abril, y que durará hasta el 9 de mayo.

En una carta dirigida a los organizadores, Narvaja consideró a Vargas Llosa «un extraordinario escritor y muy merecido Nobel» pero afirmó que su presencia sería «un grave error que desvirtúa la tradición de la Feria».

«Es un propagandista, ostensible y florido, de las ideas y las políticas de la derecha liberal y como tal ha dicho las peores cosas de nuestro gobierno», agregó.

El filósofo y escritor José Pablo Feinmann dijo que le produjo «una enorme indignación que Vargas Llosa venga a abrir la feria después de lo que dijo sobre la Argentina».

El Premio Nobel había dicho al diario italiano Corriere della Sera que «Cristina Fernández es un desastre total. Argentina está conociendo la peor forma de peronismo, populismo y anarquía. Temo que sea un país incurable».

Los intelectuales están elaborando una solicitada para expresar un común rechazo a Vargas Llosa, invitado por la Fundación El Libro para la inauguración cultural de la 37 edición de la Feria.

El autor de «El sueño del celta» había señalado al diario El País de Madrid que Kirchner y su extinto marido, el ex presidente Néstor Kirchner, son «capitalistas ejemplares que (…) consiguieron multiplicar siete veces su capital».

El escritor peruano dijo una vez a la radio argentina La Red que «no es posible que Argentina, con lo que representa desde el punto de vista cultural, elija un presidente de esos niveles de incultura y de pobreza intelectual».

La Feria tendrá por primera vez dos aperturas, la oficial el 20 de abril, con presencia de Kirchner, y al día siguiente la apertura cultural.

El filósofo y profesor de la Universidad de Buenos Aires Ricardo Forster, miembro junto con González del Grupo Carta Abierta, afín al Gobierno, opinó que le parece «desafortunada la decisión de que sea él quién inaugure la Feria».

Vargas Llosa «tiene una mirada política que ha venido expresando con mucha intensidad. Una mirada del mundo muy destemplada, muy poco abierta y muy poco diversa para quienes no piensan como él», dijo Forster.

Fuente: AFP

Eduardo Galeano: The Open Eyes of Latin America

Cover of "Mirrors: Stories of Almost Ever...

Cover of Mirrors: Stories of Almost Everyone

 

Eduardo Galeano:

The Open Eyes of Latin America


On Mirrors, Stories of Almost Everyone

Jorge Majfud

Lincoln University

There are very few cases of writers who maintain total indifference toward the ethics of their work. There are not so few who have understood that in the practice of literature it is possible to separate ethics from aesthetics. Jorge Luis Borges, not without mastery, practiced a kind of politics of aesthetic neutrality and was perhaps convinced this was possible. Thus, the universalism of Borges’ precocious postmodernism was nothing more than the very eurocentrism of the Modern Age nuanced with the exoticism proper to an empire that, much like the British empire, held closely to the old decadent nostalgia for the mysteries of a colonized India and for Arabian nights removed from the dangers of history. It was not recognition of diversity—of equal freedom—but confirmation of the superiority of the European canon adorned with the souvenirs and booty of war.

Perhaps there was a time in which truth, ethics and aesthetics were one and the same. Perhaps those were the times of myth. This also has been characteristic of what we call committed literature. Not a literature made for politics but an integral literature, where the text and the author, ethics and aesthetics, go together; where literature and metaliterarure are the same thing. The marketing thought of postmodernity has been different, strategically fragmented without possible connections. Legitimated by this cultural fashion, critics of the establishment dedicated themselves to rejecting any political, ethical or epistemological value for a literary text. For this kind of superstition, the author, the author’s context, the author’s prejudices and the prejudices of the readers remained outside the pure text, distilled from all human contamination. But, what would remain of a text is we took away from it all of its metaliterary qualities? Why must marble, velvet or sex repeated until void of meaning be more literary than eroticism, a social drama or the struggle for historical truth? Rodolfo Walsh said that a typewriter could be a fan or a pistol. Has this fragmentation and later distillation not been a critical strategy for turning writing into an innocent game, into more of a tranquilizer than an instrument of inquiry against the musculature of power?

In his new book, Eduardo Galeano responds to these questions with unmistakable style—Borges would recognize: with kind contempt—without concerning himself with them. Like his previous books, since Days and Nights of Love and War (1978), Mirrors is organized with the postmodern fragmentation of the brief capsule narrative. Nevertheless the entire book, like the rest of his work, evinces an unbreakable unity. His aesthetics and his ethical convictions as well. Even in the midst of the most violent ideological storms that shook recent history, this ship has not broken up.

Mirrors expands to other continents from the geographical area of Latin America that had characterized for decades Eduardo Galeano’s main interest. His narrative technique is the same as in the trilogy Memory of Fire (1982-1986): with an impersonal narrator who fulfills the purpose of approaching the anonymous and plural voice of “the others” and avoiding personal anecdote, with a thematic order at times and almost always with a chronological order, the book begins with the cosmogonic myths and culminates in our times. Each brief text is an ethical reflection, almost always revealing a painful reality and with the invaluable consolation of a beautiful narration. Perhaps the principle of Greek tragedy is none other than this: lesson and commotion, hope and resignation or the greater lesson of failure. As in his previous books, the paradigm of the committed Latin American writer, and above all the paradigm of Eduardo Galeano, seems to be reconstructed once again: history can progress, but that ethical-aesthetical progress has mythical origin for its utopian destination and memory and awareness of oppression for its instruments. Progress consists of regeneration, of the recreation of humanity in the same manner as the wisest, most just and most vulnerable of the Amerindian gods, the man-god Quetzalcóatl, would have done it.

If we were to remove the ethical code with which each text is read, Mirrors would shatter into brilliant fragments; but it would reflect nothing. If we were to remove the aesthetic mastery with which this book was written it would cease to be memorable. Like myths, like the mythical thought redeemed by the author, there is no way of separating one part from the whole without altering the sacred order of the cosmos. Each part is not only an alienated fragment but a tiny object that has been unearthed by a principled archeologist. The tiny object is valuable in its own right, but much is more valuable due to the other fragments that have been organized around it, and these latter become even more valuable due to those fragments that have been lost and that are now revealed in the empty spaces that have been formed, revealing an urn, an entire civilization buried by wind and barbarism.

The first law of the narrator, to not be boring, is respected. The first law of the committed intellectual as well: never does entertainment become a narcotic instead of a lucid aesthetic pleasure.

Mirrors has been published this year simultaneously in Spain, Mexico, and Argentina by Siglo XXI, and in Uruguay by Ediciones del Chanchito. The latter continues an already classic collection of black cover books which has reached number 15, represented meaningfully with the Spanish letter ñ. The texts are accompanied with illustrations in the manner of little vignettes that recall the careful art of book publishing in the Renaissance, in addition to the author’s drawings as a young man. Even though his conception of the world leads him to think structurally, it is difficult to imagine Eduardo Galeano skipping over any detail. Like a good jeweler of the word who polishes in search of every one of his different reflections, he is equally careful in the publication of his books as works of art. The English edition, Mirrors, Stories of Almost Everyone, translated by Mark Fried, will be published by Nation Books.

With each new contribution, this icon of Latin American literature confirms for us that additional formal prizes, like the Cervantes Prize, should not be long in coming.

Translated by Bruce Campbell

Hacia una mundialización humanista

Averroes

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Hacia una mundialización humanista o La conciencia ética de nuestro tiempo

 

Jorge Majfud
(University of Georgia)

Montiel, Edgar (coordinador): Hacia una mundialización humanista. París,  Ediciones UNESCO, 2003.Hacia una mundialización humanista o La conciencia ética de nuestro tiempo

“Mientras una civilización ejerza sobre otras una presión política, intelectual y moral basada en aquello que la naturaleza y la historia le han concedido, no podrá haber esperanza de paz para la humanidad”
Alpha Oumar Konaré, presidente de la República de Malí (UNESCO, 1997, Hacia una mundialización, 18).

Resumen

Durante el siglo XIX, el siglo de las independencias políticas y las creaciones de los nuevos estados, comienza a gestarse la “lucha por la identidad” en América Latina. Esta fue, en gran medida, una lucha dialéctica. Un ejemplo de este conflicto podemos apreciar en la disputa que mantuvieron Juan Bautista Alberdi y Faustino Domingo Sarmiento en el Cono Sur. Alberdi, en oposición a Sarmiento, no creía en la educación —basada en antiguos modelos de erudición y repetición— como base para el progreso material sino que atribuía mayor importancia al desarrollo empírico de las industrias manufactureras y de la agricultura. Para contestar a las tesis de su adversario dialéctico, Alberdi practicará una precoz decontrucción de Facundo, negándole a su propio autor la autoridad de administrar los posibles significados de su texto. Entendido así, el texto no es la expresión final de un “revealed logos” de otra realidad sino parte misma de ese logos sin revelar. Tanto Alberdi como Sarmiento parecen atrapados en el logocentrismo de la Modernidad. Sin embargo, el primero revela destellos de un pensamiento opuesto y “posmoderno” cuando, más allá de un eclecticismo filosófico, advierte (en 1842) la particularidad temporal y geográfica de toda filosofía. Al mismo tiempo, entiende lo que futuros análisis marxistas entenderán de la dinámica económica y social de la historia, en oposición a la visión metafísica o “moralista” de Sarmiento (tan común a principios del siglo XXI). Pese a todas estas discrepancias, coincidieron en su admiración por la Europa anglosajona y los Estados Unidos de Norteamérica. Ambos fueron liberales y progresistas, como la mayoría de los intelectuales de su época. Con la agonía del siglo XIX, no sólo se renovará el sentimiento bolivariano de frustración, sino que los intelectuales más leídos y escuchados de América Latina abandonarán los sueños liberales redefiniendo el campo semántico de este término hasta asociarlo a su antiguo antónimo: conservador. Las admiraciones iniciales se convertirán en reproches y el amor en odio. Será otra la realidad —otras las lecturas.

Palabras clave: Sarmiento, Alberdi, identidad América Latina, lucha dialéctica, Campos semánticos, liberalismo, desarrollo.

Abstract

During the 19th century, known as the century of political independence and the creation of new states, the Latin American “struggle for identity” begins to brew. This was to a great extent, a dialectical struggle. We can observe an example of this conflict in the argument that Juan Bautista Alberdi and Faustino Domingo Sarmiento held in the Southern Cone. Alberdi, as opposed to Sarmiento, didn’t believe in education based on outdated models of scholarship and learning as a basis for material progress but rather, he attached more importance to the empirical development of manufacturing industries and agriculture. In order to respond to the thesis of his dialectical adversary, Alberdi would perform a precocious deconstruction of Facundo, denying his own self the authority to administrate all of the possible meanings of his text. Understood in this fashion, the text is not the final expression of an absolute truth or a logos revelado of another reality but rather the part itself of that “logos without revealing”. Alberdi as well as Sarmiento seem trapped in their own modernistic logocentrism. However, the former reveals the glints of an opposing and “postmodern” thought when, beyond any philosophical eclecticism, he pointed out (in 1842) the temporal and geographical peculiarities of all philosophy. At the same time, he understands that future Marxist analyses will know about the social and economic dynamics of history, as opposed to the “moralistic” or metaphysical view held by Sarmiento (quite common at the beginning of the 21st century). Despite all these discrepancies, they agreed on their admiration for the United States of America and Anglo-Saxon Europe. Both were progressive and liberal, like the majority of the intellectuals of their time. With the agony of the 19th century, not only would the Bolivarian sentiment of frustration be renewed, but also the most read and listened to intellectuals of Latin America would abandon their liberal dreams by redefining the semantic field of this term until associating it with it’s old antonym: conservative. The initial praise and admiration would turn into reproaches and love within hate. Other would be the reality —and others would be the works.

Key words: Sarmiento, Alberdi, Latin America identity, dialectic, SFT – Semantic Fields Theory, liberalism, development.

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Si por algo se caracterizó Occidente en su Edad Moderna fue por la confianza en la inteligencia humana. En sus expresiones más radicales, esta confianza tomó la forma de diferentes utopías, inaugurando así un nuevo diálogo entre el individuo y la sociedad. El siglo XVII se atrevió a imaginar el futuro; con entusiasmo, los más influyentes pensadores renovaron una especie de comunión con la humanidad, después de siglos de dominio eclesiástico, de un pensamiento teológico que despreció las preocupaciones del más acá. En el siglo XIX este espíritu alcanzó la cumbre de su propio optimismo. Acostumbrados a los descubrimientos y a una nueva mecánica de la historia, los nuevos utopistas no sólo imaginaron sociedades perfectas sino que planearon la forma de alcanzarlas en el tiempo más breve posible. Con excepción de unos pocos pensadores, los profetas de la sociedad justa retuvieron a sus seguidores hasta bien entrado el siglo XX, el siglo del pesimismo, del miedo, del triunfo de las revoluciones modernas y de su decepción -el siglo de las deconstrucciones. Apenas comenzado el tercer milenio, los hombres -y ahora también las mujeres- perdieron la costumbre, o el entusiasmo, de imaginar y proyectar sociedades perfectas, revoluciones definitivas que acabasen con la opresión y con la injusticia. Desde entonces, ya no se discute cómo alcanzar la perfección sino cómo salvarse de la catástrofe. Paradójicamente, la urgente idea de “salvar al mundo del caos” atraviesa los discursos del centro y del margen, del opresor y del resistente, de la potencia mundial y del mundo en potencia. Pero quizás no hay perfección ni catástrofe, sino hombres y mujeres luchando por entender sus vidas. A éstos, seguimos llamándolos, después de tantos siglos, pensadores, aunque su significado probablemente se nos escapa tal como lo entendieron ellos, y es de suponer que también existía alguna otra forma de pensamiento que servía al poder, para otros fines.En el año 2003 la UNESCO publicó una colección de textos bajo el título Hacia una mundialización humanista, donde reunió a 23 de estos pensadores, con la particularidad de que la mayoría de ellos pertenecía, de alguna forma, al mundo Iberoamericano, una de las regiones periféricas que aún hoy mantiene con el centro una relación conflictiva de amor y odio, de pertenencia y de exclusión del mismo.El título del libro alude, además, a un par de opuestos que es recurrente en el cuerpo del texto: la mundialización como una agrupación democrática de lo diverso, cuyo mayor gestor sería la política. Concretamente, según François de Bernard, mundialización es la posibilidad de leer diferentes diarios de diferentes partes del mundo el mismo día de su publicación, el conocimiento del cine colombiano o iraní para los europeos, el arte de Malí o el arte joven de China (152). Por otro lado, tenemos el diagnóstico de la actualidad y el nuevo gran tópico negativo que se le opone al primero: la Globalización como un retorno a una economía de subsistencia y a un estado pre-político –post-ético (Prandi 1996, 99)- donde impera la uniformización. Por su parte, Fernando Andach recuerda 1984, de George Orwell, como ejemplo del viejo miedo a la estandarización, y al intelectual uruguayo, José Rodó -opuesto a Sarmiento-, que ya en 1900 advertía de la conquista “utilitarista” del mundo por parte de Estados Unidos. Sin embargo, para Andach, a fines del siglo XIX ya existía una globalización en América Latina, aunque europea en lugar de norteamericana. Sólo por una razón de nostalgia se entendería la “Cruzada del Croissant” (francés) superior a la “macdonalización” del continente (205-224). Claro, aún quedaría por analizar comparativamente la capacidad de una y otra “globalización” para tolerar un amplio espectro ideológico.Dos invitados de lujo inauguran Hacia una mundialización humanista: Ernesto Sábato y Eduardo Galeano[1] . El primero, uno de los escritores latinoamericanos más conmovedores del siglo XX, como desde hace ya muchos años, sólo se limita a una percepción del presente, entre apocalíptica y esperanzada. El segundo, el ya mítico autor de apuntes breves, denuncia la “macdonalización” del mundo y, una vez más, vuelve sus ojos a la historia de los olvidados, cuestionando la ética del valor comercial de los actos humanos. Al igual que más tarde lo hace Francisco Weffort, Galeano defiende la diversidad cultural, amenazada por una globalización de los mercados que no permite una verdadera mundialización de las culturas, más allá de la mera vulgarización de fetiches tradicionales. Una vez más comprobamos cómo, por alguna extraña conciencia, a los pensadores de la periferia que imaginaron la liberación de esta problemática relación con el centro, ni siquiera les alcanzó la ilusión central de que el desarrollo es una consecuencia de la riqueza o son la misma cosa (Gutiérrez, 74-78).Diferentes tópicos atraviesan las páginas de este libro, lo que nos deja la sensación de una gran diversidad dentro de una compacta unidad: la diversidad o la uniformización cultural, la resistencia o la integración al centro, la memoria o el olvido, la globalización o la mundialización, el desarrollo mercantil o el desarrollo humano… A partir de aquí se abrirán varias interrogantes. Como por ejemplo, la emergencia de las alternativas, ¿se postergan por el predominio de una cultura dominante o por la falta de alternativas reales? ¿Todo modelo de mundialización, como dice Melià, “por definición debería ser uno solo”? (112), o es posible una mundialización pluricultural y plurivalente (10), es decir, democrática en un sentido cultural? ¿La globalización (¿cuál?) es un hecho inevitable y, por lo tanto, oponernos a ella es entorpecer su paso fatal? En este caso, ¿qué papel juega la libertad individual y la colectiva? La diversidad cultural, ¿está amenazada por la lógica económica de los mercados, como lo plantea Edwin R. Harvey? (119). Para ello, ¿son necesarias políticas culturales (como propone la UNESCO) o es inútil oponerse a un proceso que, como una gran maquinaria, ya ha trazado su propio camino? ¿Es posible, como lo propone Susana Villavicencio, “cambiar el rumbo y actuar en otro sentido para ‘gobernar la globalización’?” Por otra parte, ¿cualquier planificación cultural es una intervención artificial de este proceso de cambio y, por lo tanto, es reaccionaria? Si ya no hay lugar para los revolucionarios modernos, ¿habrá lugar para los rebeldes? En definitiva, si no logramos responder a estas preguntas -sin equivocarnos- ¿será cierto, como dice Juan Andrés Cardozo, que “en general en América Latina no hemos aprendido a pensar”? (253). ¿Será que somos pobres porque somos Idiotas? (Manual) ¿Será, entonces, que los ricos son necesariamente inteligentes, como tantos genios que conozco?Nos resultaría muy difícil imaginar un tiempo sin cambios. En cada momento de la breve historia de las civilizaciones, han nacido y han muerto símbolos, idiomas y hasta culturas enteras. En cada momento los pueblos produjeron o se apropiaron de una determinada cultura la que, a su vez, siempre fue una mezcla de culturas ajenas. “Nadie se queja de Mozart -dice Francisco Weffort-, sin embargo no es producto de nuestro desarrollo cultural” (36). Como lo confirman Galeano y Weffort, toda cultura es la síntesis de otras. Es decir, podemos ponernos fácilmente de acuerdo sobre la inevitable, necesaria y sagrada “impureza” de toda cultura, como de toda lengua y de toda raza. Por otro lado, sería un trabajo museístico e imposible pretender conservarlas todas al mismo tiempo, negando, implícitamente, el cambio y probablemente también la evolución a estadios de mayor libertad y justicia social. “Asistimos -dice Edgar Montiel- a un replanteo civilizatorio que nos afecta a todos” (10). Una novedosa particularidad de ese replanteo es la carencia de un referente territorial de los símbolos, o de los espacios mismos -como lo plantea Carlos Juan Moneta (134). Carencia territorial que lleva a problematizar la misma palabra “nuestra”, cuando Pablo Guadarrama Gonzáles cita a José Martí, refiriéndose a la enseñanza sobre la cultura inca: “nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra” (284). La idea de “lo que es nuestro” o “lo que es ajeno” hasta el siglo XX estaba muy ligada a la geografía, a la región. Hoy ha perdido mucho peso y “lo nuestro” -la identidad- está más comprometida con aquello que yo tengo en común con otros, mi proximidad temporal, ideológica, ética, económica y simbólica; no necesariamente con la dimensión espacial. El espacio geográfico ha sido reconstruido por una identidad que dialoga violentamente con su propia disolución, con su propia metamorfosis, ya que sólo se busca una identidad cuando se la ha perdido.En esta lucha simbólica por la identidad -por el poder-, advertimos otro fenómeno reciente. La poderosa irradiación de los símbolos centrales se expande a la periferia al mismo tiempo que las culturas periféricas irrumpen en el centro, traficadas por los nuevos inmigrantes. Edgar Montiel y Patricio Dobreé nos recuerdan que desde la formación de los Estado-Nación (XVIII) se procuró que la cultura coincidiese con lo límites políticos para dar unidad nacional. Ya desde comienzos del siglo XX esta espacialidad se vio trastocada. Hoy el espacio-tiempo de la cultura ha sido modificado drásticamente por los medios de representación y comunicación virtuales (161). Surgen entonces nuevas afinidades sociales y una desterritorialización de la cultura. Lo cual se puede advertir con cierta claridad. Sin embargo, más adelante se recae en la tentación de Umberto Eco de comparar nuestro tiempo con la Edad Media: habría, así, un renacimiento de la cultura de la imagen, regreso a la Edad Media: la era “imagológica” -lo cual no toma en cuenta el actual regreso a la cultura escrita de Internet- entre otras cosas.Por su parte, Fernando Ainsa matiza, con lucidez, entre varios pares de opuestos. Para él, es necesario recuperar aspectos positivos de la dimensión mundializada de la política (que hizo posible la declaración de los derechos humanos, como la fundación de diversos organismos internacionales de solidaridad) y enfrentar la “dictadura neoliberal del mercado” asumiendo la vocación universalista de la historia occidental. Desde siglos precedentes, tanto los liberales como luego los socialistas imaginaron e impulsaron la internacionalización de sus aspiraciones: el libre mercado o la solidaridad humana. Una conciencia de ciudadanía planetaria, en reclamo de los “derechos de los pueblos”, complementaría los anteriores derechos individuales declarados en la Revolución Francesa primero y en 1948 después. En este sentido, también Arturo Andrés Roig menciona la utopía de Alberdi: una organización de justicia internacional que trascienda los conceptos de país o nación (266). Todo lo cual, aunque tímida y temerosamente, comenzamos a ver en los recientes intentos de internacionalizar lo procesos judiciales en persecución de las violaciones a estos derechos. Ahora, cuando Ainsa analiza la tradición de utopías en América Latina hace la distinción entre lo posible y lo absoluto, “en un mundo donde los escombros de las utopías políticas con visibles…” (181-182). En este escenario de “escombros de utopías”, Alejandro Serrano Calderas reflexiona que “el problema de la identidad política del latinoamericano está estrechamente ligado al problema de la legitimidad del poder” (271). En la historia republicana de América Latina la institución ha existido débilmente, como instrumento para facilitar el ejercicio del poder. Debemos pasar de la política como arte del poder a la política como arte del bien común (273). Es, lo que José Luis Gómez-Martínez ha señalado, refiriéndose la América Latina de la “independencia”, como un traspaso fundacional de la opresión española a la opresión de una clase dominante e inconsciente de los beneficios de una verdadera “liberación” (Conferencia).Como proyecto esperanzador, nos dice Ainsa, la utopía debe seguir preconizando un pensamiento de ruptura, al tiempo que debe sospechar de los poderes establecidos y de las ortodoxias ideológicas (183). En nuestro tiempo -se asume- esa ortodoxia es la neoliberal. No por lo que tiene de teoría cerrada sino por su carácter fatalista que la confunde con un orden natural. Según Hugo Biagini, esta ideología se presenta a sí misma como espontánea e inevitable, basada en leyes inmutables (229). Por otro lado, no existe razón alguna para aceptar un nuevo cambio y un nuevo orden renunciando a una participación más justa en esa dinámica que sólo beneficia a unos pocos en el mundo. Como observó el propio Weffort refriéndose al mercado cultural en Brasil, “somos económicamente marginales dentro de nuestro propio mercado” (41).Es, en este momento, donde aparece un viejo actor en la nueva disputa: el Estado, su necesidad o su inconveniencia para salvar la diversidad cultural y legislar sobre las arrogantes leyes del mercado. Atilo Borón aporta algunos datos que, como un caballo de Troya, llevan consigo su propia interpretación: a) el gasto público en Europa aumentó en los últimos 20 años, mientras en América Latina, aun siendo de los más bajos, disminuyó por razones de “ajustes”; b) en los últimos 15 años la población adolescente disminuyó 2 cm de su estatura; y c) la propuesta de aplicar la Tasa Tobin[2] a las transacciones internacionales (72). Con ello, se podría acceder a la “economía bilingüe” -como la llama Melià-, en la que el mercado y la solidaridad no fueran excluyentes (109).El riesgo que pueden correr estos pensadores es recaer en la trampa que Derrida cuestionó hace ya tiempo: los pares de opuestos. No sólo porque pudiese ser una ilusión estructuralista, sino -sobre todo- porque es parte del juego de las ideologías dominantes. Por ejemplo, bastaría con mencionar brevemente la historia de los mercados. Veríamos que en el pasado lejano éstos operaron como poderosos medios de difusión cultural, desde los antiguos fenicios hasta los navegantes europeos del siglo XVI, pasando por la ruta de la ceda que unía Xi’an con Roma. Pero también fue un poderoso motor de destrucción, de conquista, abuso y muerte en todos los sentidos de la palabra. Es decir, que no se trata de un ente metafísico o de naturaleza cósmica sino, en todo caso, de ese ser ambiguo y contradictorio que es el ser humano. Al igual que con la energía atómica, se pueden esperar los resultados más antagónicos. Como siempre, todo depende de su conciencia moral; no de su inteligencia.Hacia una mundialización humanistaes un libro heterogéneo, de una lectura rápida y atrapante; un libro que discrepa consigo mismo y lo hará, sin duda, con un lector consecuente. Los más lúcidos –conjeturo-, no irán en busca de una verdad o de alguna revelación; tampoco buscarán datos que confirmen sus prejuicios ideológicos (para estos otros, el libro tiene contraindicaciones). Se recomienda sólo para lectores en el más amplio sentido de la palabra, ya que, sin duda, se verán estimulados en su propia reflexión, en el acuerdo o en la discrepancia.Sólo por esto, Hacia una mundialización humanistacumple con la función más urgente y más importante de una problemática apasionante: la toma de conciencia de nuestro tiempo.
Bibliografía

Gómez-Martínez, José Luis: La encrucijada del cambio: Simón Bolívar entre dos paradigmas. Conferencia, Montevideo, 2004.Gutiérrez, Gustavo. Teología de la liberación. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1999.Montiel, Edgar (coordinador): Hacia una mundialización humanista. París,  Ediciones UNESCO, 2003.Prandi, Reginaldo: Perto da magia, longe da política. En A realidade social das religiões no Brasil: religão, sociedade e política. Ed Antônio Flâvio de Oliveira Pierucci and Prandi. São Pablo, Hucitec, 93-105, 1996.Vargas Llosa, Álvaro, Montaner; Montaner, Carlos Alberto; Mendoza, Plino Apuleyo: Manual del perfecto idiota Latinoamericano. Barcelona, Plaza y Janés, Editores S. A., 2001.

[1] Eduardo Galeano es considerado uno de los 10 mayores Idiotas latinoamericanos, según recientes publicaciones del hijo del escritor Mario Vargas Llosa, reconocido especialista en la materia.

[2] Si se pusiera un impuesto del 0,5% a las transacciones especulativas internacionales, se obtendrían por año 200.000 millones de dólares, el equivalente a dos planes Marshall para combatir la pobreza en el mundo.

 

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Bosquejo de la construcción de América Latina

Facundo: Civilization and Barbarism (1845), es...

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Bosquejo de la construcción de América Latina

Jorge Majfud

University of Georgia, 2005.
Resumen:

Durante el siglo XIX, el siglo de las independencias políticas y las creaciones de los nuevos estados, comienza a gestarse la “lucha por la identidad” en América Latina. Esta fue, en gran medida, una lucha dialéctica. Un ejemplo de este conflicto podemos apreciar en la disputa que mantuvieron Juan Bautista Alberdi y Faustino Domingo Sarmiento en el Cono Sur. Alberdi, en oposición a Sarmiento, no creía en la educación —basada en antiguos modelos de erudición y repetición— como base para el progreso material sino que atribuía mayor importancia al desarrollo empírico de las industrias manufactureras y de la agricultura. Para contestar a las tesis de su adversario dialéctico, Alberdi practicará una precoz decontrucción de Facundo, negándole a su propio autor la autoridad de administrar los posibles significados de su texto. Entendido así, el texto no es la expresión final de un “revealed logos” de otra realidad sino parte misma de ese logos sin revelar. Tanto Alberdi como Sarmiento parecen atrapados en el logocentrismo de la Modernidad. Sin embargo, el primero revela destellos de un pensamiento opuesto y “posmoderno” cuando, más allá de un eclecticismo filosófico, advierte (en 1842) la particularidad temporal y geográfica de toda filosofía. Al mismo tiempo, entiende lo que futuros análisis marxistas entenderán de la dinámica económica y social de la historia, en oposición a la visión metafísica o “moralista” de Sarmiento (tan común a principios del siglo XXI). Pese a todas estas discrepancias, coincidieron en su admiración por la Europa anglosajona y los Estados Unidos de Norteamérica. Ambos fueron liberales y progresistas, como la mayoría de los intelectuales de su época. Con la agonía del siglo XIX, no sólo se renovará el sentimiento bolivariano de frustración, sino que los intelectuales más leídos y escuchados de América Latina abandonarán los sueños liberales redefiniendo el campo semántico de este término hasta asociarlo a su antiguo antónimo: conservador. Las admiraciones iniciales se convertirán en reproches y el amor en odio. Será otra la realidad —otras las lecturas.
Palabras clave: Sarmiento, Alberdi, identidad América Latina, lucha dialéctica, Campos semánticos, liberalismo, desarrollo.

Abstract:

During the 19th century, known as the century of political independence and the creation of new states, the Latin American “struggle for identity” begins to brew.  This was to a great extent, a dialectical struggle. We can observe an example of this conflict in the argument that Juan Bautista Alberdi and Faustino Domingo Sarmiento held in the Southern Cone.  Alberdi, as opposed to Sarmiento, didn’t believe in education based on outdated models of scholarship and learning as a basis for material progress but rather, he attached more importance to the empirical development of manufacturing industries and agriculture. In order to respond to the thesis of his dialectical adversary, Alberdi would perform a precocious deconstruction of Facundo, denying his own self the authority to administrate all of the possible meanings of his text. Understood in this fashion, the text is not the final expression of an absolute truth or a logos revelado of another reality but rather the part itself of that “logos without revealing”. Alberdi as well as Sarmiento seem trapped in their own modernistic logocentrism.  However, the former reveals the glints of an opposing and “postmodern” thought when, beyond any philosophical eclecticism, he pointed out (in 1842) the temporal and geographical peculiarities of all philosophy. At the same time, he understands that future Marxist analyses will know about the social and economic dynamics of history, as opposed to the “moralistic” or metaphysical view held by Sarmiento (quite common at the beginning of the 21st century). Despite all these discrepancies, they agreed on their admiration for the United States of America and Anglo-Saxon Europe. Both were progressive and liberal, like the majority of the intellectuals of their time.  With the agony of the 19th century, not only would the Bolivarian sentiment of frustration be renewed, but also the most read and listened to intellectuals of Latin America would abandon their liberal dreams by redefining the semantic field of this term until associating it with it’s old antonym: conservative.  The initial praise and admiration would turn into reproaches and love within hate. Other would be the reality —and others would be the works.
Key words: Sarmiento, Alberdi, Latin America identity, dialectic, SFT – Semantic Fields Theory, liberalism, development.

Una disputa dialéctica antes de la invención de América Latina

Probablemente los rasgos psicológicos más característicos de la diversa América Latina ya estaban consolidados en el siglo XIX. La concepción del poder como eterna fuente de ilegitimidad procede no sólo de la dominación indígena por parte de los españoles sino de estos mismos, que nunca se vieron justamente compensados por la Corona en sus arriesgadas empresas de descubrimiento, conquista y evangelización. En la literatura epistolar del siglo XVI, la queja de los vencedores es una constante; pero la queja —que sobrevive hoy en día en América Latina como práctica estéril— no sustituye a la crítica y menos a la rebeldía, sino todo lo contrario: es una forma penosa de sumisión, de reconocimiento resignado de la autoridad y, en cierta forma, de inmovilismo conservador. Diferente a la colonización norteamericana, América Latina fue conquistada por encargo y bajo rígidas normas controladas por los notarios; cuando llegó, la recompensa real creó más quejas que agradecimientos. Diferente a la suerte que corrieron los independientes peregrinos del Mayflower, los españoles se encontraron con enormes civilizaciones que no pudieron desplazar, que sometieron y mestizaron a la fuerza. Abandonaron las despobladas y fértiles tierras del Norte por las más inhóspitas pero pobladas y prometedoras regiones del Sur. Las ilegítimas ganancias del despojo y de la opresión sólo trajeron infelicidad a los conquistadores, el derrumbe económico del Imperio español (obsesión por el oro ajeno, guerras generadoras de grandes déficit fiscales, conservadurismo social, mesianismo religioso, puritanismo racial y cultural, ciego orgullo de los vencedores) y un trauma histórico en los pueblos indígenas y africanos que apenas pudo disimular el sincretismo religioso.

Pero es durante el siglo XIX, el siglo de las independencias políticas y las creaciones de los nuevos estados, que comienza a gestarse lo que podríamos llamar la “lucha por la identidad” o la conciencia de una existencia propia.

Un ejemplo de este conflicto simbólico podemos abordarlo a través de un ejemplo: la disputa dialéctica de dos argentinos, Juan Bautista Alberdi y Faustino Domingo Sarmiento. El primero nació en Tucumán, en 1810 y murió en París, en 1884. Su amigo y rival, un año después, también en una provincia pobre de lo que sería décadas más tarde la República Argetnina: San Juan. Murió en 1888. El primero se doctoró en leyes y alcanzó la fama literaria mucho antes que el segundo. Sarmiento compensó su menor educación formal con una larga carrera política y periodística que culminarían en su llegada a la presidencia de la República en 1868. También fue profesor universitario y reconocido reformador del sistema educativo de su país. Como previó alguna vez, el Sarmiento escritor trascendería al Sarmiento político, al presidente. Su obra más leída y discutida es Facundo, civilización y barbarie, cuya antinomia fue usada luego para innumerables debates que describen mejor la mentalidad de los intelectuales de su época que las categorías culturales identificadas —arbitrariamente— como civilización o barbarie.

Alberdi, en  oposición a Sarmiento, no creía en la educación primaria y secundaria como bases para el progreso material sino que atribuía mayor importancia al desarrollo empírico de las industrias manufactureras y de la agricultura. (Alberdi,Bases, 246). Esto, que bien puede verse como reaccionario para nuestros tiempos, no lo es tanto si nos situamos a mediados del siglo XIX en algún país de América Latina. Incluso, los inventos que impulsaron el desarrollo industrial norteamericano hasta el siglo siguiente no provenían básicamente de las universidades sino de los talleres de artesanos, desde Tomás Edison hasta Henry Ford, pasando por los hermanos Wright. Ello se debe, entiendo, a que la educación universitaria hasta entonces se basaba en modelos escolásticos de erudición, o en especulaciones enciclopédicas —en el mejor caso— lo cual se había vuelto obsoleto desde hacía siglos en Europa, pero permanecía como modelo de cultura e intelectualidad en muchas universidades, especialmente en España y en América Latina hasta avanzados el siglo XX. La concepción estrictamente “depositaria“ y memorística de los sistemas tradicionales de educación estaba en desventajas con respecto a las inevitablemente más libres y creadoras de los talleres marginales y de sus inventores autodidactas que, por le contrario, no tenían otro camino que experimentar sobre lo desconocido.

Pese a las notables discrepancias, ambos hombres eran producto de su tiempo y compartían algunos entendidos comunes. En Sarmiento y Alberdi, el liberalismo se genera en una admiración por el desarrollo material de la América anglosajona, en la atribución a España de un sistema y una cultura inconveniente para tales propósitos, más que en un origen filosófico nacido en Francia o en Inglaterra. Ambos propusieron el estudio del idioma inglés, identificando éste con el progreso industrial. De ninguno de los dos se podía esperar una reivindicación de lo indígena, resumido en la expresión de Alberdi, quien rechazaba la identificación de lo rural con lo bárbaro: “en América todo lo que no es europeo es bárbaro” (Alberdi, Bases, 68).

La deconstrucción de un texto

Los primeros documentos que tengamos noticia de la relación entre Sarmiento y Alberdi consisten en unas cartas que conservó este último. En la primera, fechada el 1º de enero de 1838 y la segunda el 6 de julio del mismo año (Barreiro, 1-4). En la primera carta, el joven Sarmiento se dirige a Alberdi bajo el seudónimo de García Román, con un formalismo barroco donde no faltan las muestras de modestia y la admiración hacia el hombre que triunfaba con sus publicaciones y sus lecturas en los salones de la gran ciudad, Buenos Aires. La segunda carta, motivada por la sorpresiva respuesta de Alberdi, gira en torno de triviales problemas sobre técnicas y gramática poética.

Los futuros acontecimientos políticos irán erosionando esta amistad literaria hasta transformarla en enemistad ideológica y personal. Las últimas cartas que podemos encontrar de Sarmiento dirigidas a Alberdi datan de 1852 y 1853. No se tratan de cartas personales, como las primeras, sino públicas y forman parte de la arena dialéctica de la época. Largos alegatos y respuestas que se parecen más al ensayo apasionado publicadas en forma de prospecto, llamaron la atención de los seguidores de uno y de otro. En 1964 Barreiro nos decía que, cuando Sarmiento “afrontó la polémica, perdió todo dominio y fue deslenguado” y cita a Lucio Vicente López, amigo personal de Sarmiento, quien dijo “Si Facundo hubiera sabido escribir, no de otra manera hubiera escrito”. Por su parte, Ingenieros resumió la disputa con una metáfora insuperable: “Sarmiento contestó con golpes de hacha a las finísimas estocadas de su adversario” (Barreiro, 75).

Más allá de estas anécdotas históricas, que por anécdotas no significan poco, hubo entre Sarmiento y Alberdi un choque dialéctico que representa dos visiones diferentes de la realidad iberoamericana del primer siglo de su historia independiente. Los viejos libreros y bibliotecarios nos han legado un mar de escritos y documentos, entre los cuales se encuentra La barbarie histórica de Sarmiento, escrita por Juan Bautista Alberdi en 1875.

Si nos detenemos un momento en este texto encontraremos varias características de esta lucha dialéctica de la época resumidas en sus páginas. La estrategia principal de refutación de Alberdi al autor de Facundo consiste en realizar una lectura del propio Facundo cuyos significados son opuestos a los asumidos en una “primera lectura”, es decir, en una lectura en la cual el lector concede a su autor la autoridad de administrar los posibles significados, una lectura que evita el análisis crítico o la decontrucción semántica, que asume que el texto es la expresión final de un logos revelado de otra realidad —de un contexto— y no parte misma de ese logos sin revelar, parte cautiva de su propio contexto. En un diálogo del contexto político e histórico con el texto Facundo, Alberdi procura descubrir y descifrar un logos propio del texto que termina por contradecir o atentar contra su propio autor. “Mientras el autor pretende haber escrito el proceso de los caudillos —escribe—, el libro demuestra que ha escrito el Manual de los caudillos y el caudillaje” (24).

El autor de Facundo, demás, es un adversario personal, pero el texto que procura revelar el nuevo logos, la nueva lectura de un mismo texto, debe presentar este hecho como inexistente o, al menos, irrelevante. No obstante, al inicio Alberdi acusa a Facundo de divagante y a su autor de pedante (Alberdi, 12). En efecto, puede advertirse, por lo menos, una egolatría especial en los escritos sarmentinos, en su autorepresentación como hombre elegido por la historia. Incluso como mártir abnegado de la libertad y de la República. Característica que es común en otros líderes iberoamericanos de la época, lo cual nos revela una personalidad que debe ser matizada por los códigos formales de discurso de la época. En la selección hecha por Barreiro y hasta en la antología de Berdiales, basta con leer la entrada de cada discurso para advertir la referencia reiterada al propio “yo” del autor, recurso infrecuente en las letras hispánicas.

Estas compilaciones son de mediados del siglo XX. No obstante Alberdi parece advertirlo ya en las mismas ediciones europeas de Facundo: Sarmiento —nos dice— pone su propio retrato en su libro Facundo “en lugar del de su héroe” y hace bien, porque el nombre de este libro debió ser Faustino.  (Alberdi, Barbarie, 21). “El que no lo entiende [a Facundo] al revés de lo que el escritor pretende, no entiende aFacundo absolutamente” (25). Es decir, si el texto pretende leer el logos —psicológico y cultural— de Facundo Quiroga, lo que hace en realidad, según Alberdi, es narrar las características de su autor, Faustino Sarmiento. Propuesta ésta que significa una lúcida decontrucción del texto y una precoz lectura hermenéutica del mismo. Al margen, observemos que el texto en cuestión elude identificarse con un género retórico tradicional, desde donde realizar las lecturas posibles, lo cual lo provee de un valor literario agregado. “He creído explicar la Revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga”, dice Sarmiento (20). No obstante,Facundo resiste a la clasificación de un género más o menos claro: es crónica y es ficción, es ensayo y es novela, es un escrito político y proselitista y es la confesión filosófica de un hombre.

Ahora, si nos proponemos el mismo ejercicio hermenéutico que propone Alberti sobre su propio texto, también podemos advertir otras lecturas de su autor y de su adversario. Podemos entender que Juan Bautista Alberdi leía la historia desde un punto de vista materialista, o proto-materialista, mientras que Domingo Sarmiento lo hacía desde un punto de vista culturalista, supraestructural e, incluso, metafísico. Claro que ambas formas de lecturas no eran desconocidas en la Europa de mediados del siglo XIX, sólo que ninguno de los dos parece advertir concientemente estos mismos códigos de interpretación que cada uno hace de forma libre y personal.

Los conflictos de la Modernidad

Antes de entrar en estas diferencias ideológicas, contextualicemos brevemente el texto en disputa según el paradigma principal de su tiempo: el logocentrismo de la Modernidad. Comencemos con una breve introducción conceptual. Recurriré a un mito de tres mil años de antigüedad —o de lo que queda de él—, el mito griego del Minotauro, porque lo encuentro profundamente significativo para este propósito.

En la leyenda de Teseo, el Minotauro es un producto del pecado, hijo de la esposa del rey Minos, Pasífae, y del toro blanco que Poseidón dio al rey. Poseidón castigó a Minos por negarse a sacrificar al hermoso toro haciendo que su esposa se enamorase de la bestia. El producto de esta unión, el Minotauro, fue encerrado en un laberinto diseñado por el arquitecto Dédalo y alimentado con los cuerpos de los jóvenes atenienses. Dédalo no construye una cárcel o un búnker con gruesos muros —lo cual sería más razonable desde nuestro punto de vista práctico— sino unsistema con una código para su propia vulnerabilidad, lo cual constituye una metáfora de la naturaleza, aparentemente caótica pero regida por un logos difícilmente accesible a los mortales. Por su parte, el Minotauro, no era vegetariano, como podía presumirse de un toro, sino que se alimentaba de carne humana, lo cual significa el castigo permanente de un pecado original, el trauma oculto. Podemos entender este mito como metáfora (como la expresión de una realidad más allá de lo visible) y, por otro lado, como símbolo constructor del pensamiento moderno y luego posmoderno. La modernidad ha sido, precisamente, la confirmación de gran parte de las concepciones griegas, de su propia metafísica de la verdad, como algo que existe en un centro profundo e invisible al cual es posible acceder luego de descubrir el código que el mismo sistema oculta (mecánica de Newton, evolucionismo, marxismo, psicoanálisis, estructuralismo, etc). El acceso al centro no sólo es el acceso a la verdad sino también a la solución del problema, del problema del sistema y de los problemas que se derivan de él. Una vez Teseo accede al centro, mata al minotauro y escapa. Es decir, resuelve el problema, decodifica, decontruye y regresa a la periferia. Salirse del laberinto es, finalmente, el proceso de liberación, la que llega después del sacrificio de la verdad. El camino de Teseo  es desde la periferia visible hacia el centro invisible. Este centro, a su vez, es la causa de las desgracias de los jóvenes atenienses. El centro aquí, desde un punto de vista psicoanalítico, es el inconsciente; desde un punto de vista epistemológico, es el lugar donde radica la verdad. Desde Heráclito, ésta, la verdad, ha sido siempre “lo invisible”, aquello que está más allá de las apariencias o de las consecuencias observables. La “la verdad oculta” que debe ser revelada en el proceso y éste es el “hilo conductor” de un pensamiento, el hilo que usa Teseo para guiarse, para no perderse en su aventura hacia el centro y en su liberación final.

Desde las primeras páginas de Facundo, Sarmiento se lamenta que Argentina no haya tenido un Tocqueville que “revelase” a Francia y a Europa “este nuevo modo de ser que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos” (13). De esta forma, el educador argentino reproduce así el paradigma de la Modernidad que, en contraste con la Edad Media europea, privilegia y admira lo nuevo sobre lo establecido, la novedad y la creación sobre la inmovilidad, al mismo tiempo que reproduce la mentalidad moderna al confirmar un centro legitimador —Europa, Francia— y, así, consolida otro de los rasgos contradictorios de América Latina: el ser diferentes pero semejantes, el estar en el margen pero mirando hacia el centro, el identificarse con un centro sin pertenecer a él, el construir una identidad en función de la mirada europea.

Sobre la base de estas observaciones, que podemos encontrar en otros escritos de la época en diferentes partes del continente subindustrial, podría decirse que los cuerpos sociales de los países latinoamericanos tuvieron una mentalidad moderna —su clase alta y su clase intelectual, ambas dominantes en el gobierno y en los medios de prensa más populares— sin haber pertenecido a ella, a la Modernidad, sin haberla alcanzado en su realización material, económica y social. Quizás un destello de un pensamiento opuesto y “posmoderno” podemos encontrarlos en Bautista Alberdi, cuando en 1942 dio una conferencia den Montevideo: “No hay, pues, una filosofía universal, porque no hay una solución universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo. Cada país, cada época, cada filósofo ha tenido su filosofía peculiar, que ha cundido más o menos, que ha durado más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela han dado soluciones distintas de los problemas del espíritu humano” (Alberdi, Ideas).

La misma calificación que hemos hecho más arriba de “continente subindustrial” alude a la presencia de un paradigma que ya estaba presente en todo el siglo XIX como modelo social de ser, de éxito y de progreso. Ello quizás sea uno de los aspectos que más diferenció a la sociedad latinoamericana de la admirada y progresista sociedad industrial anglosajona: mientras en el norte las estructuras del poder —económico, político, religioso y cultural— eran la expresión de su base social —anterior aún a la Revolución Francesa y posterior al fracaso de ésta misma—, en el Sur estas instituciones, reformas y nuevos órdenes, se promovieron desde la cúpula del poder social. Mientras la constitución norteamericana (1787-1791) fue la expresión de un orden social preexistente, en el sur ésta fue copiada, con admiración, por nuestros mayores líderes políticos con la intención de hacerla prevalecer creando, cuando no imponiendo, un nuevo orden ideal o deseable que aún estaba por formarse. De ahí la trascendencia que el mismo Sarmiento dio a la educación popular, no como medio liberador de una expresión propia sino como una forma de disciplinamiento, de imposición doctrinal que respondía a la ideología “civilizadora” del momento.

De forma implícita, Sarmiento reconoce que el orden social sudamericano no se expresa en sus mejores instituciones democráticas sino de forma opuesta: el hombre individual sobre las instituciones y la Ley, el jefe sobre la asamblea. EnFacundo nos dice que los caudillos son el “espejo” de las sociedades que lideran. Por eso, se propone primero detenerse en los “detalles” de la vida del pueblo argentino para luego comprender su “personificación” en Facundo (21). Es decir, la “personificación” del pueblo argentino no es la constitución del pueblo ni la cultura industrial del Norte, sino su propio personaje identificado con la “barbarie”, con Rosas y con Maquiavelo, quien “hace el mal sin pasión” (12). Aquí Sarmiento no abandona su lectura supraestructural de la realidad social argentina —el “espíritu” de un pueblo como formador omnipotente de su propia realidad social—; advierte la diferencia de “carácter” de su sociedad bárbara con la sociedad civilizada, la sociedad anglosajona, aunque no llegue a advertir el proceso de formación de una y de otra ni desde dónde hacía dicha valoración, insistiendo en su proyecto de imponer un modelo sobre una realidad extraña al mismo, de arriba hacia abajo, o directamente recambiando la sangre a través de la inmigración selectiva.

Sarmiento critica la europeización del pasado y como alternativa propone la europeización del futuro, como si uno fuese una deformación de una realidad incambiable y el otro una reformación de una realidad vulnerable. Ve en las biografías escritas sobre Bolívar “al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; [ve] el remedo de la Europa, y nada que [le] revele la América” (21). Según Sarmiento, los escritores, los biógrafos de Bolívar y de su personaje, Facundo, deformaron sus personas, pintándolos de frac y quitándoles el poncho. Los europeizaron. Esta europeización del pasado es negativa porque no parte de la verdad y niega “lo americano”. Si Bolívar fue grande, fue porque surgió del barro, “pero las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe” (21). Aquí, Sarmiento no sólo olvida su anterior invocación a un Tocqueville que hubiese revelado con su ciencia al continente sudamericano, sino que volverá a relegar la importancia de “lo americano” cuando elogie a San Martín por su educación europea y su forma de hacer la guerra “según las reglas de la ciencia” (22).

Sabemos que Sarmiento vivió encandilado por la civilización europea, primero, y norteamericana después; que entendía las diferencia de desarrollo casi exclusivamente como una consecuencia de una “mentalidad”, favorable en un caso y desfavorable en el otro. De ahí que pusiera especial dedicación, como escritor y como político, en la educación de su pueblo. Su intento reformador fue un progreso, aún basado en prejuicios que hoy nos costaría asimilar como válidos y que en su raíz representan una dirección ideológica opuesta a la dirección que se pretendía conducir a la sociedad.

Para apoyar los párrafos anteriores bastará con recordar la concepción de la educación del gran reformador argentino, no como forma de liberación o de conocimiento sino de orden, de disciplina social y de obediencia, resumida en el siguiente discurso:

el sólo hecho de ir siempre á la escuela, de obedecer á un maestro, de no poder en ciertas horas abandonarse a sus instintos, y repetir los mismos actos, bastan para docilizar y educar á un niño, aunque aprenda poco. Este niño así domesticado no dará una puñalada en su vida, y estaré menos dispuesto al mal que los otros. Vdes. conocen por experiencia el efecto del corral sobre los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del hombre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza” (Berdiales, 56)

Sarmiento entiende que educar es disciplinar. El origen de la barbarie está en los instintos (animales) de aquellos seres humanos que no poseen la cultura europea —en caso de ser aptos para ella— o de aquellos otros que no han sido domesticados —en caso de ser naturalmente inaptos, como era el caso de los indios. “Los indios no piensan —escribió el educador— porque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano. [En Estados Unidos] los indios decaen visiblemente —escribió el humanista, con una extraña mezcla de Charles Darwin y teólogo fatalista, producto quizás de sus viajes por Inglaterra y sus antiguas colonias—, destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de razas superiores…” (Sarmiento, Conflictos, 334).

Domesticar seres humanos para un orden productivo, el cual debería ser dirigido por los más aptos, por la elite civilizada de la gran ciudad, sin perder de vista el modelo europeo, el único modelo posible de civilización. El futuro depende de este disciplinamiento, así como lo mejor del pasado se debió a la influencia de las ideas importadas del centro de la civilización. Idea, a su vez, que Alberdi advertirá y criticará como falsa, negando el entendido común que Sarmiento hace de las causas de la independencia argentina “como un movimiento de las ideas europeas, no de intereses. Movimiento que, según él, sólo fue inteligible para las ciudades argentinas, no para las campañas” (Alberdi, Barbarie, 12).

Aquí Alberdi no sólo opone los intereses a las ideas importadas, como desencadenantes de la independencia argentina, sino que nos adelanta su crítica a la dicotomía ciudad-campaña expuesta en Facundo. Si para Sarmiento la ciudad representaban la civilización y, por extensión, Europa —o viceversa—, para Alberdi, por el contrario, “las campañas rurales representan lo que Sud América tiene de serio para Europa”, es decir, la producción de materias primas (13). Lo cual, a su vez, está en concordancia con su idea estructuralista del poder, de la economía y de los intereses.

Esta oposición fundamental en la narrativa ideológica de Sarmiento, ciudad/campo, civilización/barbarie, es tomada como el origen de otras explicaciones pero, al no ser explicada —reducida, según un materialista— por otros factores, resulta en una concepción metafísica del mismo orden que otras dicotomías más comunes como luz/oscuridad, Bien/Mal, etc. Mientras olvida los factores infraestructurales de su realidad social, retoma observaciones propias de un determinismo topográfico y de ahí vuelve a saltar al motor metafísico, supraestructural. De la misma forma que opone la ciudad al campo, la civilización a la barbarie, opone la llanura de la Pampa a las montañas. Teniendo en mente las montañas librescas de Gracia y olvidando las cumbres andinas —para no enumerar las cúspides asiáticas— identifica a una con el despotismo y a la otra con la libertad y la democracia (Sarmiento, Civilización, 28). Por lo cual, debemos entender, la “libertad” del gaucho pampeano no es una verdadera libertad porque es una libertad bárbara, sin ley.

El método dialéctico de Sarmiento

A partir de esta observación de opuestos —civilización y barbarie— localizada en su contexto, Sarmiento hará un ejercicio intelectual que luego encontraremos en los ensayistas más contemporáneos: una generalización del logos descubierto al resto de la historia. Al comparar la decadencia de los pueblos del interior de la Argentina en el siglo XIX, retoma la propia perspectiva española de la historia, de su lucha contra los moros primero y contra los indígenas americanos después: “Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida” escribió, olvidando o ignorando que gran parte de la cultura griega —paradigma de lo clásico y la civilización para un europeo del siglo XVIII— se salvó por la reproducción que hicieron los árabes de muchos de sus textos. (Sin detenernos a considerar que el mayor centro científico y cultural fue Córdoba, en la España mora, cuando en la Edad Media la mayor parte de Europa estaba sumergida en lo que los europeos mismos —los iluministas— luego llamarían “tiempos oscuros”). Pero aquí el objetivo es identificar la causa del Mal, del atraso espiritual y económico —la barbarie— y referirla en una narración filosófica como un teólogo puede proceder con Lucifer o con el Pecado Original. Una vez más se nos revela el origen metafísico del axioma antagónico: “[…] hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas. Alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Éufrates” —el énfasis es nuestro (29). Mucho más adelante, repite su método analítico: “es singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y Rosas” (66). Por inducción o por mimesis, explica el surgimiento de los caudillos personalistas en las pampas y de los jefes bárbaros de los desiertos asiáticos (omite, obviamente, los caudillos bíblicos de estos desiertos). Seguidamente compara al cruel dictador Rosas con el jefe personalista Mahoma (65), como si no hubiesen existido déspotas en muchas otras topografías y en muchas otras culturas, incluidas las europeas. Pero la continuación de la metáfora —y del prejuicio histórico heredado de España y de Europa hacia el mundo musulmán, el otro más cercano— refuerza la imagen arbitraria como un todo coherente en la mente del lector implícito. El gaucho nómada es el árabe del desierto —ambos se estremecen con la poesía—, y, por lo tanto, es la reproducción de la barbarie y del atraso. Al igual que Hostos, el autor de Facundo no cree que pueda “haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve  la capacidad industrial del hombre y permite extender sus adquisiciones” (35).

Otro ejemplo del método inductivo de Sarmiento podemos verlo brevemente en su análisis semiótico de los colores, cuando reconoce el color rojo en todos los símbolos bárbaros. Las banderas del “terrorista” José Artigas, las banderas de los africanos del norte, de los japoneses, etc. “Tengo a la vista un cuadro de banderas de todas las naciones del mundo. Sólo hay una europea culta en que el colorado predomine […]” (139). De forma inverosímil, omite mencionar que las banderas de aquellos países que el propio escritor considera la cuna y la vanguardia del progreso y la civilización, como Francia, Inglaterra y Estados Unidos lucían, ya en su tiempo, el rojo en sus banderas. Incluso la bandera tricolor del bárbaro Artigas luce los mismos colores en proporción semejante a la de estos tres países, y es muy probable que el revolucionario se haya inspirado en estos mismos países como lo hizo al redactar su precaria constitución de 1813.

Como vimos, eliminando aquellos elementos que contradicen su “colección inductiva”, aquellos datos que no pertenecen al conjunto de indicios semejantes, se logra la suficiente coherencia para provocar la inducción de la idea que estructura la respuesta. Todo método inductivo es incompleto, pero en la forma en que se encuentra manipulado aquí por Sarmiento podemos decir que además es un mero recurso retórico, por lo que podríamos llamarlo pseudo-inductivo. Los datos recogidos no inducen una idea en el escritor sino que el escritor manipula los datos con el objetivo de inducir la idea en sus lectores. Como en la teología más tradicional, los datos no deben cuestionar la idea apriorística sino confirmarla; si esto no sucede, no se descarta la idea sino los datos. Algo semejante encontraremos en los textos del siglo XX que analizaremos más adelante. Esta actitud, cuando sale del ámbito de la teología más cerrada, se convierte en política partidaria. Es lo que diferencia a la filosofía de las ideologías.

Deconstrucción y hermenéutica en Alberdi

Podríamos decir que en 1862 Alberti ya ejercitaba una forma de análisis psicoanalítico, cuando dice que Sarmiento justifica el asesinato del Chacho, porque él fue responsable del mismo. Sarmiento se atribuye triunfos contra sus montoneros pero no su asesinato. Tratando de justificar a su asesino se justifica a él mismo (Alberdi, Barbarie, 40). “La vida real del Chacho no contiene un solo hecho de barbarie, igual al asesinato que él fue víctima […] Como la responsabilidad de este acto pesa sobre su biógrafo [Sarmiento] todo el objeto del libro es justificar al autor de ese atentado, por la denigración calumniosa de su víctima. El Chacho, que nunca fue comparable a Quiroga en atentados contra la civilización, ha merecido, según Sarmiento el castigo que no mereció Facundo, por el que se mostró más bien indulgente […] Que Sarmiento mató al Chacho prisionero es un hecho que él se apropia como un honor, para cubrir su miedo de ser considerado como un asesino cobarde” (40).

Luego, desmarcándose una vez más de la controversia personal, Alberdi toma las mismas observaciones históricas de Sarmiento y las refiere a un contexto social preexistente, haciendo de aquello que para su adversario es la causa de los acontecimientos históricos una consecuencia de otros factores estructurales —sociales, políticos y económicos.

Como ejemplo, recordemos la demonización que Sarmiento hace de José Artigas al identificarlo con las fuerzas —no explicadas— del alma rural, del alma bárbara:

La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa (Sarmiento, Civilización, 72).

Como todo bárbaro, como todo terrorista, la lucha del milico de campaña no podía tener un signo positivo para Sarmiento: “Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez” Su principio era el mal, la destrucción de la civilización, la barbarie. Sus instintos son, necesariamente, “hostiles a la civilización europea y a toda organización regular. Adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad”. El bárbaro es anárquico, amante del desorden, que es lo opuesto a la “civilización europea” —salvando la redundancia.

Más adelante Sarmiento nos da otra descripción de lo que entiende por bárbaro. Sin embargo, la definición no se sostiene por sí sola y, por ello, necesita repetidamente identificarse con su esquema apriorístico de opuestos, como el de ciudad contra campaña. Después de narrar cómo Facundo pierde en una lucha con un oficial y luego manda sujetarlo para matarlo con una lanza, Sarmiento concluye: “Y sin embargo de todo esto, Facundo no es cruel, no es sanguinario; es bárbaro, no más, que no sabe contener sus pasiones […] es el terrorista que a la entrada de una ciudad fusila a uno y azota a otro, pero con economía; muchas veces con discernimiento […]” (198). Lo “instintivo” parecería ser el único rasgo inmanente en la metafísica del bárbaro, rasgo que lo salva y lo condena del juicio del civilizado —para el cual el único crimen tolerable es aquel que se realiza de forma científica, sin importar que por este hecho la muerte sea siempre de mayor escala. Pero continúa siendo insuficiente.

Tenemos en esta visión que todo puede ser reducido ya no sólo a un rasgo cultural —el de la barbarie rural— sino a un origen psicológico y hasta biológico: losinstintos. Instintos que, como reformador de los sistemas de educación de su país, pretendía dominar, aplacar y someter, como se someten y frustran los instintos de los animales destinados a la producción (Berdiales, 56).

Haciendo uso de una análisis socio-político, Alberdi explica que la “montonera” de Artigas era rural porque el poder español se había establecido en las ciudades (Alberdi, Barbarie, 34). Por lo tanto, no es un atributo “natural” de los habitantes de las zonas rurales, de aquellos que no usaban frac y estaban más expuestos a formas de culturas más distantes de la europeas.

Al caudillo de las campañas sigue el caudillo de la ciudad, que se eterniza en el poder, que vive sin trabajar, del tesoro del país, que fusila y persigue a sus opositores […]  No es el caudillo de chiripá, pero es el caudillo de frac; es siempre un bárbaro, pero bárbaro civilizado (36).

Alberti va más allá de la apariencia del frac y del chiripá, de la dicotomía propuesta por Sarmiento, para ver no sólo aquello que pueden tener en común el campo y la ciudad —el caudillismo, el mal, etc—, sino también el mismo proceso ideológico que es capaz de ordenar estas clasificaciones en provecho de una de las partes: “Los caudillos rurales —escribió— hacían los males sin enseñarlos por vía de la doctrina. Los caudillos letrados de las ciudades los hacen y consagran por teorías que revisten la barbarie con el manto de la civilización” (37). (El subrayado es nuestro) Esta lúcida observación, a su vez, podría estar de acuerdo con otra de su adversario dialéctico y que vale por otra definición lúcida del dominio ideológico: “El terror entre nosotros es una invención gubernativa para ahogar toda conciencia, todo espíritu de ciudad, y forzar al fin a los hombres a reconocer como cabeza pensadora el pie que les oprime la garganta” (Sarmiento, Civilización, 199). Ambas observaciones, está de más decir, trascienden a su propio contexto.

Más allá de este posible encuentro crítico, que sirve igualmente a ambas posturas teóricas, veamos que Alberti no sólo niega la fuerza decisiva de las ideas como desencadenante de las luchas por la independencia, en base a su lectura materialista, sino que además aporta algunos datos coyunturales del momento, como lo era el casi absoluto analfabetismo de la población de principios del siglo XIX (13).

Esta observación no está libre de cuestionamientos, ya que: a) bastaba que las nuevas ideas humanistas motivaran a los caudillos de la época para que sus seguidores actuaran en consecuencia; y b) este conocimiento de las nuevas ideas no necesariamente debían transmitirse de forma escrita —ni siquiera era necesaria una claridad discursiva de estas ideas que, en su fondo, podían resumirse en la cara de una moneda, como de hecho lo fueron más tarde: libertad, igualdad, fraternidad. Ideas más complejas, como pudieron ser las ideas marxista-leninistas desencadenaron o precipitaron la revolución bolchevique en una Rusia poblada mayoritariamente de campesinos analfabetos.

No obstante, esta objeción no debilita la hipótesis principal de Alberdi —basada en una lectura materialista— sino que, por el contrario, la consolidan. Lo que, por otra parte, demuestra que la observación anterior, aún siendo verdadera o falsa, resulta un ad hoc innecesario en la argumentación dialéctica de Alberdi. Digresión que, en cualquier caso, servía como refutación al adversario dialéctico antes que a la teoría del mismo.

Las raíces de poder

Sarmiento nos dice, en Facundo…, que “[…] el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo ejercita desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos los pueblos bárbaros” (169).

No obstante, Alberdi responderá que Rosas no dominaba a la nación por el terror,sino por sus recursos. “Sin terror la dominan hoy los sucesores de Rosas. No es elterror, medio de gobierno, como dice Sarmiento. Lo es el dinero, la riqueza” (Alberdi,Barbarie, 18).

Y poco más adelante insiste, poniendo el énfasis en una razón económica y de orden social: “[Sarmiento] cree que Rosas dominaba por el terror y por le caballo. Puerilidades. Dominaba por la riqueza, en que reside el poder” (19). Y más adelante confirma su materialismo, mezcla de Karl Marx y Adam Smith: “Si sospechara Sarmiento que toda la naturaleza del poder político reside en el poder de las finanzas, no perdería su tiempo y sus frases en tontas y ridículas teorías [..]” (41). “Sarmiento ha demostrado no conocer la naturaleza y el origen del poder […] No es terrorista todo el que quiere serlo. Sólo aterra en realidad el que tiene el poder efectivo de infringir el mal inmunemente. Rosas aterraba porque tenía medios y elementos de por sí ilimitados; pero no tenía poder porque aterraba […]” (78).

Esta concepción psicológica del origen del poder, que según Alberdi es errónea y maquiavélica, también es denunciada como práctica para imponer un poder de distinto signo que pudiera llevar al país a un grado de civilización mayor, oponiendo fuego al fuego, barbarie a la barbarie, los fines a los medios. Páginas más adelante da algunos ejemplos sobre la barbarie de su adversario dialéctico, citando al propioFacundo de Sarmiento: “[…] el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad (Alberdi, Barbarie, 22) […] Y luego: “[…] y para reprimir desalmados, se necesitan jueces más desalmados aún. El juez es naturalmente algún famoso (bandido) de tiempo atrás a quien la edad y la familia han llevado a la vida ordenada” (23).

La reacción de fines de siglo

Será necesario esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar una conciencia que supere los complejos de inferioridad cultural —producto de la rigidez logocéntrica de la Modernidad— de intelectuales como Sarmiento y Alberdi. Esa conciencia revindicadora de lo autóctono se transformará rápidamente en reacción en nuevos intelectuales como José Martí (Nuestra América, 1891), Rubén Darío (El triunfo de Calibán, 1898)  y José Enrique Rodó (Ariel, 1900), que prefigurarán las disputas dialécticas del siglo XX, dramáticamente sazonadas por el nuevo contexto de la Guerra Fría y las opresiones tradicionales. José Martí es un claro y lúcido ejemplo de esta reacción contra la tradición europeísta —más que europea— que negaba al indio, al americano y al negro, y en cambio alababa o imitaba lo europeo y lo norteamericano: “Cree el soberbio que la tierra le fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa” Y poco más adelante expresa su toma de conciencia sobre la inutilidad del remedo de los intelectuales y reformadores latinoamericanos: “La incapacidad no está en el país naciente, que pode formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia”. Una prueba de esta reacción directa a la tesis de Sarmiento son las siguientes palabras: “No hay batalla entre civilización y barbarie, sino entre falsa erudición y la naturaleza” (Martí, América). En este escrito —Nuestra América, aparecido en La Revista Ilustrada de Nueva York, en 1891, Martí no sólo alude a Sarmiento, sino que también niega una dicotomía para crear otra no menos arbitraria, si tenemos en cuenta que no hay “hombre natural” que no esté enmarcado en una cultura, en una forma heredada o construida de sentir y de pensar. Pero significa, desde muchos puntos de vista, la superación de una mentalidad —aunque siempre moderna— por entonces anacrónica.

Sarmiento fue uno de los últimos representantes de los intelectuales que admiraron, durante la mayor parte del siglo XIX, el desarrollo económico y cultural de Estados Unidos y procuraron imitarlo sin éxito. Sin embargo, el creciente predominio internacional del gran país industrial del norte no provocó más admiradores sino, por el contrario, célebres detractores como Rubén Darío, José Martí o José Enrique Rodó, autores que marcarán un fuerte recambio de paradigmas.

Ya en el Facundo de Sarmiento se expresa, de forma explícita, la advertencia del decreciente poder político y militar de Europa. “Rosas ha probado —se decía por toda la América y aún se dice hoy— que la Europa es demasiado débil para conquistar un estado americano que quiere sostener sus derechos” (267). El prestigio intelectual del viejo continente permanece inalterado, pero su gravitación económica y política comenzaba a desplazarse a Norteamérica y con ésta la sospecha y luego la confirmación de una nueva forma de imperialismo. El nuevo pensamiento pretendió revindicar la liberación ideológica de un margen con respecto a la dictadura legitimadora de un centro anglosajón, Fue la reivindicación de una identidad en construcción y en destrucción permanente; Significó una reivindicación, al tiempo que también una reacción. Significó volver la mirada hacia sí mismo, al tiempo que un gesto rebelde y avergonzado, una confirmación de lo propio —en el éxito y en el fracaso— al tiempo que una negación de una creciente y poderosa imagen ajena. Fue una reflexión filosófica y humanística, al tiempo que una actitud política. A partir de entonces, y de forma dramática durante el siglo XX, la dialéctica de oposición y rechazo al otrora admirado modelo anglosajón, se desarrollará más rápido que sus propios sueños y aspiraciones. El gran país del norte, la nueva Roma, ya no será un centro de legitimación positiva sino todo lo contrario: oponerse a sus modelos económicos y culturales pasará a ser una necesidad cultural. La posibilidad de la creación de un modelo propio fue postergada y luego olvidada en el ejercicio de la urgente resistencia. Si la estructura de explotación fue opresiva, la actitud marginal no fue liberadora. El fracaso fue doble. La independencia, incompleta; la lucha por la liberación, una tradición. El orgullo y la insatisfacción, crónicas.

Transformación histórica del término «liberal»

En los orígenes de los países latinoamericanos, sus intelectuales estuvieron mayoritariamente a favor de las reformas liberales. Éstas, de alguna forma o de otra, se impusieron en parte contra las fuerzas conservadoras, representadas por el clero católico y por las clases terratenientes, a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. Como en otras partes del mundo, los liberales latinoamericanos concebían a la historia y a las sociedades como un proceso evolutivo, siempre cambiante y naturalmente progresivo, krausiano, de menos a más y de peor a mejor. Una concepción (pseudodarwiniana) de la humanidad y una valoración del tiempo que se oponía a la inmovilidad de la iglesia y de la aristocracia semifeudal en el poder.

Sin embargo, también este período histórico coincidió con la pérdida de la referencia norteamericana, del modelo social, económico y cultural que representaban Inglaterra y Estados Unidos. A finales del siglo XIX (como ejemplos, ya citamos a José Martí, Rubén Darío y José Enrique Rodó) esta pérdida de admiración, principalmente motivada por la idea de “fracaso” propio, se transformó en desconfianza primero y en reacción después. De la admiración se pasó al rechazo —cuando no al odio— de la cada vez más poderosa nación industrial del norte. El “anti-imperialismo” referido a Norteamérica comenzó siendo una reacción revindicadora y se perpetuó en una cultura principalmente reaccionaria, alérgica, donde la definición de la identidad propia quedó subyugada a la relación de rechazo hacia “el imperio”. Lo cual no quiere decir que no haya existido una relación desigual y de opresión política y económica, sino que el pensamiento latinoamericano no fue capaz de crear una alternativa original y propia.

Junto con este rechazo y desconfianza en las tempranas intenciones imperialistas del Gran Hermano del norte, se rechazó aquellos paradigmas que lo representaban, como lo era, por ejemplo, el liberalismo. De esta forma, observamos cómo en América Latina el término “liberal”, que antes connotaba “progres(ism)o”, en desmedro de las fuerzas conservadoras, pasó a significar lo opuesto. Pero no sólo se trata de un simple cambio en las fronteras semánticas del término, sino en su correspondiente construcción filosófica e ideológica. Actualmente, en América Latina, los términos “(neo)liberal” o “liberalismo” se oponen a “progresismo”. Los dos primeros representan a los sectores conservadores, políticamente denominados “de derecha”, mientras que términos como “progresista” se reservan (y se conservan) para identificar a los grupos “de izquierda” —siempre y cuando alguien no problematice su significado exprofeso, con intenciones de revindicar un territorio “semánticamente perdido”. No obstante, en el lenguaje se conserva aún el término “liberal” para significar una actitud personal o moral que es valorada positivamente por la izquierda y de forma negativa por la derecha conservadora. Pero no ocurre lo mismo cuando se usa el mismo término para referirse a una definición política, social o económica. En Estados Unidos, en cambio, el término “liberal” representa al otro extremo del espectro político y moral: representa a la izquierda que se opone a los conservadores de la derecha. Sin embargo, aquí el término “liberal” no ha sufrido grandes modificaciones de sus campos semánticos si lo comparamos con la suerte corrida en el sur, por las razones históricas antes anotadas. Paradójicamente, en la actualidad el término “liberal” es usado por la izquierda (laica y progresista) de América Latina tanto como por la derecha (religiosa y conservadora) de Estados Unidos para descalificar —cuando no insultar— al adversario dialéctico.

Entiendo que no sólo los significados de un término como “liberal” dependen de su contexto simbólico y semántico, sino que además la misma idea (como extensión conceptual y práctica de sus significados) se encontrará dramáticamente alterada en sus efectos según el contexto social en el cual se aplique el mismo modelo. Pero este punto exige un espacio propio de desarrollo, en el cual se analicen las condicionantes culturales en el desarrollo de una determinada práctica con su correspondiente (y no necesariamente preexistente) ideología.

En Carta de Jamaica, escrita en 1815, Simón Bolívar observaba una primera característica de su continente: la desunión. “Seguramente —escribió— la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración”. Esta desunión no sólo se expresó en la partición cada vez más reducida de los futuros países latinoamericanos, expresión del orden social caudillesco, sino en las mismas luchas internas.

Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia (Bolívar, Carta).

Estas luchas entre conservadores y reformistas, con las características atribuidas por Bolívar en su Carta de Jamaica nunca fueron propiedad exclusiva de los países latinoamericanos. Sin embargo, el segundo término —“reformistas”— que hasta finales del siglo XIX fue identidad de los liberales, en el siglo siguiente será apropiado por los grupos “de izquierda”, es decir, por los adversarios semánticos de los nuevos “liberales”. No obstante este cambio semántico, la estructura social y las características culturales de América Latina no cambiaron de forma tan dramática sino todo lo contrario. Los problemas en discusión siguieron siendo los mismos —pero con un lenguaje diferente.

Bibliografía

Alberdi, Juan Bautista. Bases y puntos de partida para organización política de la república argentina. Buenos Aires: Ediciones Estrada, 1943.

____ “Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea”Proyecto Ensayo Hispánico. 1992. 10 de febrero de 2005. http://www.ensayistas.org/antologia/XIXA/alberdi

____ La barbarie histórica de Sarmiento. Buenos Aires: Ediciones Pampa y Cielo, 1964.

Barreiro, José P. Domingo Faustino Sarmiento. Cartas y discursos políticos. Tomo III. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1963.

Berdiales, Germán. Antología total de Sarmiento. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1962.

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De Munter, Koen. “Five Centuries of Compelling Interculturality: The Indian in Latin-American Consciousness” Culture and Politics. New York: Berham Books, 2004.

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Navasal y de Mendriri, Joaquín. La hora de España. Santiago de Chile: El Imparcial, 1934.

Sarmiento, Domingo Faustino. Civilización y barbarie. Barcelona: Editorial Argos Vergara, 1979.

____“Conflicto y armonías de las razas de América”. En Carlos Ripio, ed.Conciencia intelectual de América. Antología del ensayo hispanoamericano. New York: Eliseo Torres & Sons, 1974.

Vilar, Pierre. Spain. A Brief History. Oxford: Pergamon Press, 1967.

Notas:

1. Podemos ver la presencia de esta figura del “notario” en distintos tipos de escritos de la época de la conquista, como, por ejemplo en las crónicas de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Pierre Vilar lo resumió así: “The contracts drawn up with Magellan and Loaysa are very precise, and Pizarro took no steps without official orders […] Pedrerías executed Balboa for his rebellion and the terrible quarrels between the conquistadors (e.g. between Pizarro and Almagro) never gave rise to revolts against the King before 1580. This legalistic preoccupation of theirs showed itself in the curious custom of taking possession of land in the presence of a public notary […] (34).

2. Koen de Munter entiende que críticos como Todorov escribieron reflejando cierto etnocentrismo “when he asserts that the Spaniards could conquer quite easily because they actually understood the indigenous Other better than vice versa” (91). Para luego reconocer que el mayor acierto de Todorov fue entender que el “marvelous encounter” fue, en realidad, “the biggest genocide in human history” (91). Por supuesto que podemos encontrar visiones totalmente opuestas de esta historia. Navasal y de Mendriri, quien en 1934 nos advirtió en el prólogo de su libro “gritar viril, masculinamente la VERDAD”, se dirige al Comité de Acción Español de Santiago de Chile como una “representación genuina en estas nobles tierras de la América hispana, regadas con la sangre de nuestros guerreros, de nuestros misioneros y de nuestros navegantes, de la inmortal y gloriosa tradición española” (5). De los indios o de los africanos sacrificados, ni una palabra.

3. Muchos autores, como Pierre Vilar, entienden la Conquista americana como una continuación de la Reconquista ibérica. “The ‘Conquest’ of the Indies, a natural consequence of the “Reconquest” of the Middle Ages, was achieved by a social class whose only raison d’êtrewas war” (12).

4. En las páginas 126 y 127 de Facundo, leemos, de forma explícita, esta idea del posterior fracaso europeo en Sarmiento. Sólo a modo de muestra, transcribo las siguientes palabras: “Buenos Aires confesaba y creía lo que el mundo sabio de Europa creía y confesaba. Sólo después de la Revolución de 1830 en Francia, y de sus resultados incompletos, las ciencias sociales toman nueva dirección y se comienzan a desvaneces las ilusiones.

5. Como antecedente “fundacional” podemos considerar el Pacto del Mayflower (1620), primer constitución escrita de América, discutida y firmada en el barco que traía a los ciento un  peregrinos puritanos que, perdidos por una tormenta, resolvieron que no obedecían a ningún otro gobierno que al que podían darse ellos mismos. La forma que escogieron para gobernarse y evitar las incipientes divisiones internas fue la de un «gobierno de la mayoría»

Eduardo Galeano: Los ojos abiertos de América latina

Galeano e Saramago

Image by Guilherme M via Flickr

Eduardo Galeano: The Open Eyes of Latin America

Pagina/12 (Argentina)

 

Eduardo Galeano

LOS OJOS ABIERTOS DE AMERICA LATINA

Son muy pocos los casos de escritores que sostienen una total indiferencia por la ética de su trabajo. No son pocos los que han entendido que en la práctica literaria es posible separar la ética de la estética. Jorge Luis Borges, no sin maestría, practicó una forma de política de la neutralidad estética y quizás estuvo convencido de esta posibilidad. Así, el universalismo del precoz posmodernismo borgeano no era otra cosa que el mismo eurocentrismo de la Era Moderna matizado con el exotismo propio de un imperio que, como el británico, se aferraba con la nostalgia de viejo decadente a los misterios de la India sometida y de las noches de una Arabia fuera de los peligros de la historia. No era el reconocimiento de la diversidad –de la igual libertad– sino la confirmación de la superioridad del canon europeo adornado con souvenirs y botines de guerra.

Quizás hubo un tiempo en que verdad, ética y estética eran lo mismo. Quizás fueron los tiempos del mito. También ha sido un rasgo propio de lo que llamamos literatura del compromiso. No una literatura hecha para la política sino una literatura integral, donde el texto y el autor, la ética y la estética van juntos; donde literatura y metaliteratura son la misma cosa. Diferente ha sido el pensamiento publicitario de la posmodernidad, estratégicamente fragmentado sin conexiones posibles. Legitimados por esta moda cultural, los críticos del establishment se dedicaron a rechazar cualquier valor político, ético o epistemológico de un texto literario. Para este tipo de superstición, el autor, su contexto, sus prejuicios y los prejuicios de los lectores quedaban fuera del texto puro, destilado de toda contaminación humana. Pero ¿qué quedaría de un texto si le quitamos todo lo metaliterario? ¿Por qué el mármol, el terciopelo o el sexo repetido hasta el vacío habrían de ser más literarios que el erotismo, un drama social o la lucha por la verdad histórica? Rodolfo Walsh dijo que una máquina de escribir podía ser un abanico o una pistola. ¿No ha sido esta fragmentación y posterior destilación una estrategia crítica para convertir la escritura en un juego inocente, en un calmante más que en un instrumento de inquisición contra la musculatura del poder?

En su nuevo libro Eduardo Galeano contesta estas preguntas con su inconfundible estilo –Borges reconocería: con amable desdén–, sin ocuparse de ellas. Como sus libros anteriores desde Días y noches de amor y de guerra (1978), Espejos está organizado con la fragmentación posmoderna de la cápsula breve. No obstante todo el libro, como el resto de su obra, muestra una inquebrantable unidad. Su estética y sus convicciones éticas también. Aun en medio de las más violentas tormentas ideológicas que sacudieron la más reciente historia, esta nave no se ha resquebrajado.

Espejos amplía a otros continentes el área geográfica de América latina que había caracterizado por décadas el interés principal de Eduardo Galeano. Su técnica narrativa es la misma que de la trilogía Memoria del Fuego (1982-1986): con un narrador impersonal que cumple con el propósito de aproximarse a la voz anónima y plural de “los otros” y evitando la anécdota personal, con un orden temático algunas veces y con un orden cronológico casi siempre, el libro se inicia con los mitos cosmogónicos y culmina en nuestros tiempos. Cada breve texto es una reflexión ética, casi siempre reveladora de una realidad dolorosa y con el invalorable consuelo de la belleza de la narración. Quizás no otro es el principio de la tragedia griega: la lección y la conmoción, la esperanza y la resignación o la lección mayor del fracaso. Como en sus libros anteriores, el paradigma del escritor comprometido latinoamericano, y sobre todo el paradigma de Eduardo Galeano, parece reconstruirse una vez más: la historia puede progresar, pero ese progreso ético-estético tiene por destino utópico el origen mítico y por instrumentos de lucha la memoria y la conciencia de la opresión. El progreso consiste en una regeneración, en la recreación de la humanidad tal como lo hiciera el más sabio, justo y vulnerable de los dioses amerindios, el hombre-dios Quetzalcóatl.

Si quitásemos el código ético desde el cual se realiza la lectura de cada texto, Espejos estallaría en fragmentos brillantes; pero no reflejarían nada. Si quitásemos la maestría estética con la cual fue escrito este libro dejaría de ser memorable. Como los mitos, como el pensamiento mítico que reivindica su autor, no hay forma de separar una parte del todo sin alterar el sagrado orden del cosmos. Cada parte no es sólo un fragmento alienado sino una pequeña pieza que ha desenterrado un arqueólogo consecuente. La pequeña pieza vale por sí sola, pero mucho más vale por los otros fragmentos que han sido ordenados y éstos valen aún más por aquellos fragmentos que se han perdido y que ahora se revelan por los espacios vacíos que se han formado, revelando el jarrón, toda una civilización sepultada por el viento y la barbarie.

La primera ley del narrador, no aburrir, se cumple. La primera ley del intelectual comprometido también: en ningún caso la diversión se convierte en narcótico sino en lúcido placer estético.

Espejos ha sido publicada este año simultáneamente en España, México y Argentina por Siglo XXI, y en Uruguay por Ediciones del Chanchito. Esta última continúa una colección ya clásica de tapas negras alcanzando el número 15, representado significativamente con la letra ñ. Los textos van acompañados de ilustraciones a manera de pequeñas viñetas que recuerdan el cuidadoso arte de la edición de libros en el Renacimiento además de la época juvenil del autor como dibujante. Aunque su concepción del mundo lo lleva a pensar de forma estructural, es difícil imaginarse a Eduardo Galeano pasando por alto algún detalle. Como buen joyero de la palabra que pule en búsqueda cada uno de sus diferentes reflejos, así también es cuidadoso en las ediciones de sus libros como objetos de arte.

Con cada entrega, este icono de la literatura latinoamericana nos confirma que otros premios formales, como el Premio Cervantes, se están demorando demasiado.

Jorge Majfud

Lincoln University, Mayo 2008

Cyborgs

Texting on a keyboard phone

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Cyborgs

Sign out, log off, shut down and turn off

Un día de 1997 me encontraba navegando en un pequeño barco de madera en el océano Índico. Iba con Joseph Hanlon, un viejo lobo norteamericano nacionalizado británico, reconocido escritor y periodista de la BBC y reconocido opositor al apartheid en Sud África. También iba su esposa y un nativo makua que conocía aquellas aguas.

Después de haber recorrido cuarenta países, mi capacidad de sorpresa y ensoñación se habían renovado. Era el fin del mundo, el lugar donde se unían el cielo y el mar, el paraíso y el infierno. Nada más parecido que volar en un barco de madera. Allí las aguas son tan trasparentes que uno puede andar horas viendo pasar los corales en el fondo del mar como si fuesen países vistos desde un avión. Con frecuencia los delfines seguían nuestro vuelo jugando como niños y los peces voladores planeaban sobre la superficie del agua como si fuesen pájaros de cristal brillando bajo el sol.

Una tarde llegamos a una isla poblada por kimwanis. Nos alojamos en un antiguo edificio portugués. En Mozambique, después de la revolución de independencia y a pesar de que el gobierno era marxista, cualquiera podía comprar un extenso pedazo del paraíso por cincuenta dólares. El problema era habitar aquello.

Nosotros estábamos de paso y nos quedamos una o dos noches allí.

Esa noche los jóvenes kimwanis me invitaron a una fiesta que tendrían en un local cerca del mar. Un remedo torpe de los bailes en el mundo moderno. De alguna forma alguien había conseguido un disco viejo de Madonna y unas pocas lámparas que eran alimentadas por un generador de barco que hacía más ruido que el pasadiscos. Las jóvenes salvaban la originalidad de su pueblo con la belleza de sus capulanas.

Al regresar a la villa atravesamos el centro de la antigua ciudad colonial, totalmente abandonada. La avenida principal estaba cubierta de una arena blanca que reflejaba con intensidad la luz de la luna. Entonces recordé el relato de uno de los jefes de cuadrilla del astillero donde trabajábamos. El jefe lo había enviado unos meses a Alemania para aprender carpintería y al entrar en un shopping center se mareó con las luces y se perdió en el alucinante laberinto del consumo. Finalmente lo encontró la policía, temblando escondido en un baño, no sé si de hombres o de mujeres.

Para mí la experiencia era la contraria. Sumergido en ese cuadro surrealista casi no podía distinguir si caminaba sobre una avenida de arena o nadaba sobre las transparentes aguas del océano de corales. Las casas de aquella ciudad abandonada en una isla tropical fuera de todos los circuitos turísticos estaban ciegas y mudas, apretadas unas contra otras. Las sombras de los árboles y de los balcones eran de un negro impenetrable. Todo el paisaje era irreal, el silencio y los olores. Todo poseía una intensidad existencial imposible de encontrar en las ciudades modernas donde la sobreexcitación ha anestesiado toda sensibilidad.

Uno de los defectos de nuestro mundo desarrollado es el haberse convertido en eso: una jaula de luces y sonidos cada vez más repetidos y anestesiantes. Las luminarias enceguecen, los ruidos ensordecen, las comunicaciones incomunican.

No hace mucho un estudiante llamó a la puerta de mi oficina porque quería hablar conmigo sobre un curso. Venía hablando solo, por lo que pensé que debía llevar uno de esos teléfonos que muchos llevan incrustados en su cerebro por el lado del oído derecho. Un nuevo cyborg.

Por un momento dudé si realmente estaba hablando con alguien más al tiempo que me preguntaba por unos textos que debía leer para la semana. Llegando al límite de mi paciencia le pregunté si estaba hablando conmigo o con alguien más.

“Con los dos”, me dijo.

Traté de no perder las normas de civilidad y le dije que se desconectara o saliera de mi oficina. A lo cual se justificó con el cuento de la generación multiple-task.

“Oh, la Generación de Tareas Múltiples. Muy bien. Ahora, ¿podrías resumirme la conversación que acabamos te tener?

“Emm, so… Sí, usted me hablaba de un texto”.

“¿De qué texto?”

“Emm… I mean…”

Prolongué el silencio a propósito.

Desde el siglo pasado vengo argumentando acerca de las oportunidades históricas de una radicalización del humanismo en la expansión de la educación, la cultura y el poder político e ideológico de las clases populares a través de los nuevos sistemas interactivos de comunicación. Cada vez con más frecuencia debo desilusionarme ante estos groseros desvíos de una supuesta conscientização de la que hablaba Paulo Freire, de esa dulce utopía de la liberación de los hombres y mujeres sin poder a través de su independencia laboral y educativa. Cada vez con más frecuencia experimento esa frustración de que esta liberación es tan ilusoria como el conocimiento de alguien a través de una “sociedad virtual” como Facebookdonde hasta las emociones vienen prefabricadas y empaquetadas. Los viejos vicios de las grandes cadenas de televisión, como el adoctrinamiento a través de la propaganda, se reproducen también en Internet. Con el agravante de que ahora la dependencia no tiene horario ni tiene barreras económicas. Basta con estarconectado.

Con el agravante de que ahora la alineación se confirma a sí misma con la orgullosa superstición de un individuo finalmente liberado.

Sólo queda una esperanza: que esos torpes balbuceos, que toda esa alienación no sea otra cosa que la expresión de una etapa infantil en preparación de otra más madura.

“OK, ¿podrías al menos decirme de qué hablabas con tu amigo?”, pregunté.

“Asuntos personales”, contestó. Otra frase prefabricada.

“Para asuntos personales está la cafetería. No me haga perder el tiempo con teorías del Pato Donald. La Generación de las Tareas Múltiples no es otra cosa que el nombre elegante de una Generación de Mutilaciones Múltiples. Vaya, haga algo por la humanidad. Arroje ese anzuelo a la basura. Agarre un libro, un diario, una manzana, algo que sientan sus manos. Salga a mirar la luna. Apague las luces de su apartamento. Por favor, haga sign out, log off, shut down and turn off. Desconéctese. Escuche ciento cincuenta veces el silencio antes de volver”.

Cuando el muchacho se fue, probablemente manejando su Ford Explorer y escribiendo en su iPod con el pulgar derecho a algún otro cyborg en Japón o en España sobre lo que le acababa de ocurrir con su profesor, comprendí que mi fastidio se había multiplicado por otra razón adicional. El muchacho era una caricatura de mí mismo, de todos nosotros, de la nueva sociedad anónima de ciegos insectos que van a morir abrazados por el fuego de las luminarias.

Entonces me desconecté y salí a respirar.

Jorge Majfud

Lincoln University, setiembre 2009.

Ultimo libro: La ciudad de la Luna (novela, 2009)

Milenio (Mexico)

Si América Latina hubiese sido una empresa inglesa

His family was originally from Serantes, Ferro...

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Si América Latina hubiese sido una empresa inglesa (English)

 

Si América Latina hubiese sido una empresa inglesa


En el proceso de un reciente estudio en la Universidad de Georgia, una estudiante se entrevistó con una muchacha colombiana y grabó la entrevista. La muchacha refirió su experiencia en Inglaterra y cómo los ingleses estaban interesados en conocer la realidad de Colombia. Después que la muchacha detalló los problemas que tenían en su país, un inglés observó la paradoja de que siendo Inglaterra más pequeña y con menos recursos naturales que Colombia, era mucho más rica. Su conclusión fue tajante: “Si Inglaterra hubiese administrado Colombia como una empresa, los colombianos hoy serían mucho más ricos”.

La muchacha admitió su fastidio, porque la expresión pretendía poner en evidencia todo lo incapaces que somos en América Latina. La lúcida madurez de la joven colombiana era evidente en el transcurso de la entrevista, pero en ese momento no encontró las palabras para contestar a un hijo del viejo imperio. El calor del momento, la desfachatez de aquellos ingleses le impidió recordar que en muchos aspectos América Latina había sido manejada como una empresa británica y que, por lo tanto, la idea no solo era poco original sino, además, era parte de la respuesta de por qué América Latina era tan pobre —admitiendo que la pobreza es escasez de capitales y no de conciencia histórica.

De acuerdo: al continente latinoamericano le pesaron demasiado los trescientos años de una colonización monopólica, retrógrada y frecuentemente brutal, la que consolidó en el espíritu de nuestros pueblos una psicología refractaria a cualquier legitimación social y política (Alberto Montaner llamó a ese rasgo cultural la “la sospechosa legitimidad original del poder”). Luego de las Semi-independencias del siglo XIX, no sólo el “progreso” de los ferrocarriles ingleses fue una especie de jaula de oro —al decir de Eduardo Galeano—, de saco de fuerza para el desarrollo autóctono latinoamericano, sino que algo parecido podemos ver en África: en Mozambique, por ejemplo, país que se extiende de norte a sur, los caminos lo atravesaban de este a oeste. El Imperio británico sacaba así las riquezas de sus colonias centrales pasando por encima de la colonia portuguesa. En América Latina podemos ver todavía las redes de asfalto y acero confluyendo siempre hacia los puertos —antiguos bastiones de las colonias españolas que los nativos rebeldes contemplaban con infinito rencor desde lo alto de las sierras salvajes y los terratenientes veían como la culminación del progreso posible de países retardados por “naturaleza”.

Claro que estas observaciones no nos eximen, a los latinoamericanos, de asumir nuestras propias responsabilidades. Estamos condicionados por una infraestructura económica pero no determinados por ella, como un adulto no está atado irremediablemente a los traumas de su infancia. Seguramente debemos enfrentar en nuestros días otros sacos de fuerza, condicionamientos que nos vienen de afuera y de adentro, de la inevitable sed de predominio de potencias mundiales que no están dispuestas a cambios estratégicos, por un lado, y de la frecuente cultura de la inmovilidad propia, por el otro. Para lo primero es necesario perder la inocencia; para lo segundo necesitamos valor para criticarnos, para cambiarnos y cambiar el mundo.

Jorge Majfud

4 de octubre de 2006

Escritor uruguayo y profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Georgia, EE.UU.

 


If Latin America Had Been a British Enterprise

Jorge Majfud

In the process of conducting a recent study at the University of Georgia, a female student interviewed a young Colombian woman and tape recorded the interview.  The young woman commented on her experience in England and how  the British were interested in knowing the reality of Colombia.  After she detailed the problems that her country had, one Englishman observed the paradox that England, despite being smaller and possessing fewer natural resources, was much wealthier than Colombia.  His conclusion was cutting:  “If England had managed Colombia like a business, Colombians today would be much richer.”

The Colombian youth admitted her irritation, because the comment was intended to point out  just how incapable we are in Latin America.  The lucid maturity of the young Colombian woman was evident in the course of the interview, but in that moment she could not find the words to respond to the son of the old empire.  The heat of the moment, the audacity of those British kept her from remembering that in many respects Latin America had indeed been managed like a British enterprise and that, therefore, the idea was not only far from original but, also, was part of the reason that Latin America was so poor – with the caveat that poverty is a scarcity of capital and not of historical consciousness.

Agreed: three hundred years of monopolistic, retrograde and frequently cruel colonization has weighed heavily upon the Latin American continent, and consolidated in the spirit of our nations an oppositional psychology with respect to social and political legitimation (Alberto Montaner called that cultural trait “the suspicious original legitimacy of power”).  Following the Semi-independences of the 19th century, the “progress” of the British railroad system was not only a kind of gilded cage – in the words of Eduardo Galeano -, a strait-jacket for native Latin American development, but we can see something similar in Africa: in Mozambique, for example, a country that extends North-to-South, the roads cut across it from East-to-West.  The British Empire was thus able to extract the wealth of its central colonies by passing through the Portuguese colony.  In Latin America we can still see the networks of asphalt and steel flowing together toward the ports – old bastions of the Spanish colonies that native rebels contemplated with infinite rancor from the heights of the savage sierras, and which the large land owners saw as the maximum progress possible for countries that were backward by “nature.”

Obviously, these observations do not exempt us, the Latin Americans, from assuming our own responsibilities.  We are conditioned by an economic infrastructure, but not determined by it, just as an adult is not tied irremediably to the traumas of childhood.  Certainly we must confront these days other kinds of strait-jackets, conditioning imposed on us from outside and from within, by the inevitable thirst for dominance of world powers who refuse strategic change, on the one hand, and frequently by our own culture of immobility, on the other.  For the former it is necessary to lose our innocence; for the latter we need the courage to criticize ourselves, to change ourselves and to change the world.

Translated by Bruce Campbell

* Jorge Majfud is a Uruguayan writer and professor of Latin American literature at the University of Georgia.

Si l’Amérique latine avait été une entreprise anglaise.

Por Jorge Majfud *

Página 12 . Buenos Aires, le 24 Octobre 2006.

Dans le cadre d’une récente étude à l’Université de Georgia, une étudiante a rencontré une jeune colombienne et a enregistré leur entretien. La jeune femme a retracé son expérience en Angleterre et comment les Anglais souhaitaient connaître la réalité de la Colombie. Après que la fille ait détaillé les problèmes que connaissait son pays, un Anglais a observé le paradoxe selon lequel l’Angleterre étant plus petite et ayant moins de ressources naturelles que la Colombie, celle-ci était beaucoup plus riche. Sa conclusion a été tranchante : «Si l’Angleterre avait administré la Colombie comme une entreprise, aujourd’hui les colombiens seraient beaucoup plus riches».

La jeune fille a ressenti de la gêne, parce que la démonstration prétendait mettre en évidence à quel point nous sommes incapables en Amérique latine. La maturité lucide de la jeune colombienne était évidente au cours de la rencontre, mais sur le moment elle n’avait pas trouvé les mots pour répondre à un fils du vieil empire. La chaleur du moment, le cynisme de cet anglais lui ont empêché de lui rappeler que sur beaucoup d’aspects l’Amérique latine avait été gérée comme une entreprise britannique et que, par conséquent, l’idée non seulement était peu originale mais, en outre, elle faisait partie de la réponse du pourquoi l’Amérique latine elle était tellement pauvre, en admettant que la pauvreté c’est la pénurie de capitaux et non de conscience historique.

D’accord : Les trois cent ans d’une colonisation monopolistique, rétrograde et fréquemment brutale ont pesé lourd sur le continent latino-américain , ce qui a consolidé dans l’esprit de nos peuples une psychologie réfractaire à toute légitimation sociale et politique (Alberto Montaner a appelé à cette caractéristique culturelle «la légitimité suspecte originale du pouvoir»). Après les semi indépendances du 19ème Siècle, non seulement le «progrès» des chemins de fer anglais fut une espèce de cage dorée- aux dires d’Eduardo Galeano -, de camisole de force pour le développement autochtone latino-américain, mais quelque chose de semblable à ce que nous pouvons voir en Afrique : au Mozambique, par exemple, pays qui est étendu de nord vers le sud, les chemins le traversaient d’est en ouest.

L’empire britannique sortait ainsi les richesses de ses colonies centrales en passant au-dessus de la colonie portugaise. En Amérique latine nous pouvons encore voir les réseaux routiers et des chemins de fer confluant toujours vers les ports (d’anciens bastions des colonies espagnoles que les rebelles indigènes considéraient avec une infinie rancœur depuis le haut des montagnes sauvages et que les propriétaires terriens voyaient comme l’aboutissement du progrès possible pour des pays ralentis par mère «nature»).

Il est évident que ces observations n’exemptent pas les latino-américains, d’assumer leurs responsabilités propres. Nous sommes conditionnés par une infrastructure économique, mais non déterminés par elle, comme un adulte n’est pas attaché irrémédiablement aux traumatismes de son enfance. Nous devons sûrement faire face en ces jours à d’autres camisoles de force, conditionnements qui nous viennent de dehors et de l’intérieur, à l’inévitable soif d’hégémonie de grandes puissances mondiales qui ne sont pas disposées à des changements stratégiques, d’une part, et de la fréquente culture locale de l’immobilité, d’autre part. En premier lieu, il est nécessaire de perdre l’innocence ; deuxièmement nous avons besoin de courage pour nous autocritiquer, pour nous changer et changer le monde.

* Auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Nuestro viejo egoísmo latinoamericano

Estoy leyendo los titulares de las primeras planas de los diarios de Buenos Aires donde, no sin orgullo, se destaca el gran crecimiento que ha registrado el turismo, colocando esta actividad en el cuarto lugar de los rubros de ingreso al país con 3.000 millones de dólares (y confirmando el elevado incremento del PBI cerca del 9 por ciento del año anterior). Esta misma semana había leído otros informes en la prensa uruguaya que referían el dramático descenso del turismo en esta temporada (un 60 por ciento), coincidiendo con los cortes de puentes de entradas al país por grupos argentinos que se autodenominan “ecologistas” y con la venia del gobernador Busti, de Entre Ríos, los cuales llevan un mes impidiendo o complicando la entrada de turistas al país vecino. Las contradicciones entre este discurso ecologista y las realidades de nuestros países ya las hemos anotado en otro ensayo. Ya todos saben que la tecnología de estas nuevas plantas de celulosa contamina varias veces menos que las que están en suelo argentino; y nadie pide el cierre de esas plantas porque eso provocaría el despido de cientos de obreros. Podríamos agregar que el sólo movimiento de turistas es altamente contaminante, si consideramos los millones de galones de petróleo que se necesitan para movilizar a millones de personas sin una necesidad de sobrevivencia, como sí la tienen los obreros de la construcción, por ejemplo. Razón por la cual siempre me ha provocado una sonrisa irónica (sino cínica) cada vez que escucho que el turismo es “la industria sin chimeneas”. Pero no vamos a levantar la perdiz ahora. Sólo digamos que se acepta sin escándalo y con orgullo los movimientos ecologistas que mantienen a los pobres sumergidos en el hambre pero se festeja en titulares la contaminación de los ricos que se divierten en el verano austral.

No creo que por estas observaciones se me pueda acusar de tener una predisposición contra el pueblo argentino o una inclinación a favor de un estrecho nacionalismo uruguayo. De hecho tener una predisposición contra cualquier pueblo del mundo sería un absurdo. Segundo porque admiro la cultura argentina. Tercero porque me unen sueños y tragedias con ese pueblo hermano (hermano como pocos). Cuarto porque quienes me conocen saben que cada vez que hay una reunión internacional me toca a mí siempre hacer de abogado del diablo, defendiendo a los argentinos en su fama de arrogancia. Muchas veces he usado el argumento de que si ellos pecan de arrogancia el resto pecamos de lo contrario. Quinto, porque, como ya lo he expuesto más de una vez, me enferman los nacionalismos, empezando por el mío propio. No es éste el punto.

Lo que ahora me interesa es señalar, brevemente, la “actitud latinoamericana” que continuamos arrastrando desde los equívocamente llamados tiempos de las independencias.

A finales del siglo XIX el cubano José Martí y después el uruguayo José Enrique Rodó, respondiendo a la propuesta de Domingo F. Sarmiento de copiar (linealmente) la cultura norteamericana e importar razas europeas, más aptas para la civilización y la prosperidad, revindicaron el viejo sueño americanista de la unión de todos los pueblos (equívocamente) llamados “latinos”. En esta utopía, que aún hoy procuramos rescatar del basurero de la historia, se sucedieron largas historias de frustraciones. En su más famoso libro, José Vasconcellos (La raza cósmica, 1925), con más buenas intenciones que rigor intelectual, quiso revindicar a los oprimidos por el racismo (de Sarmiento, entre otros) con un racismo de signo inverso: al igual que el portorriqueño Eugenio María de Hostos lo hiciera en el siglo anterior, esta reivindicación del mestizo repetía la misma estructura de opresión de una raza sobre otras, enmascarada en un aparente universalismo y una evidente “superioridad” del mestizo, hasta ahora objeto de opresión. En este sentido, como muy bien lo expuso el educador brasileño Paulo Freire (Pedagogía del oprimido, Montevideo 1971) y mucho antes lo había formulado el peruano Manuel González Prada (“Nuestros indios”, Lima 1904), el oprimido apenas sale de su condición de oprimido se convierte en el peor opresor, porque esa es la única forma de ser social que conoce. De ahí que muchas veces las Revoluciones, con mayúscula, han terminado por reproducir las viejas estructuras conservadoras, con la ilusión visual de “algo diferente”. De ahí que la idea de “liberación” haya sido un sueño largamente soñado por nuestro continente (afectado tantas veces, desde las brutales épocas de la Conquista, de “realismo mágico”). El oprimido, cuando no se ha “liberado” de verdad, simplemente reproduce la estructura que pretende destruir. Un ejemplo simple lo podemos verificar en los discursos de Eva Duarte de Perón. Su impulso revolucionario de mujer oprimida, por su clase social y por su sexo, no era despreciable. A un mismo tiempo admirable y decepcionante, Evita pretendió cambiar una cabeza opresora (la oligarquía) por otra aparentemente diferente pero igualmente elitista y opresora (la elite peronista, cuando no el mismo hombre llamado Perón). Según Evita, una verdad era verdad “primero porque lo dice Perón y luego porque, efectivamente, es verdad”. El caciquismo era reproducido por la esclava con estas palabras redentoras: “Y cuando de mis recursos no queda ya ninguno, entonces acudimos al supremos recurso que es la plenipotencia de Perón, en cuyas manos toda esperanza se convierte en realidad, aunque sea una esperanza ya desesperada”. ¿Y el pueblo qué? ¿No es esta concepción del poder semejante a la de otro caudillo grabado en las monedas de cinco francos que decía “Caudillo de España por la gracia de Dios”? En este sentido, funciona la misma dinámica psico-social de siempre, según Frederic Jameson: la idea de que existen dos partidos en eterna pugna nos hace pensar que un cambio es posible, si uno de los dos gana. No obstante, esta dinámica ilusoria sólo lleva a reproducir un orden mediante una confrontación virtual. Y si no, observemos la política estadounidense o los aparentes cambios en América latina: quizás lo más importante sea el elemento simbólico (que no es poco), como puede ser el hecho de que en Brasil llegue un obrero al poder (mejor dicho, a la presidencia) o en Bolivia un representante de una etnia oprimida y marginada por siglos suba a la cúspide simbólica, o en Chile asuma una mujer como presidenta. Los cambios son importantes, pero muchas veces se los sobredimensiona para ocultar el verdadero resultado, que es la continuidad. La fuerza del símbolo esconde las continuidades de las estructuras sociales y de la violencia económica y moral. Claro que en el mejor de los casos debemos agradecer los pequeños pasos, que siempre son mejores que no caminar o retroceder. Pero, en definitiva, las verdaderas revoluciones modernas han surgido siempre desde abajo y nunca desde arriba. Llegar a la presidencia de un país no es asumir el poder en una sociedad tradicional. No nos engañemos: los cambios vienen de otro lado, vienen de “abajo”.

Otra característica negativa de nuestro continente, además de la verticalidad, las diferencias sociales y el caciquismo, ha sido siempre la desunión. Apenas nacido Chile como país independiente, el venezolano Andrés Bello proclamaba su optimismo: la vieja unión latina sería posible; los egoísmos eran apenas un hecho circunstancial. El brillante rector de la Universidad de Santiago fustigó a aquellos que veían en la herencia social de la colonia el mayor obstáculo para lograr la justicia, el progreso y una unión que parecía “inevitable”, dadas nuestras raíces históricas y factores tan gravitantes como un idioma en común. Lamentablemente se equivocó, como si la queja desesperanzada de Simón Bolívar ante su Patria Grande hecha añicos se hubiese convertido en maldición: “nunca seremos dichosos, nunca”. Este mismo sentimiento de derrota y desilusión también debieron experimentar (recurada Eduardo Galeano) José Artigas y San Martín. Todo lo contrario a Washington, Jefferson y Madison, según lo veía el ecuatoriano Juan Montalvo en 1882: “ Bolívar fundó asimismo una gran nación, pero menos feliz que su hermano primogénito, la vio desmoronarse […] Los sucesores de Washington, grandes ciudadanos, filósofos y políticos, jamás pensaron en despedazar el manto sagrado de su madre […] Los compañeros de Bolívar todos acometieron a degollar a la real Colombia y tomar para si la mayor presa posible, locos de ambición y tiranía”. Claro que de aquellos “filósofos gobernantes” ya no queda ni la mueca.

Cien años después, otro optimista visceral, el mexicano José Vasconcellos, repetía la misma observación negativa. En un tono arielista, quiso oponer (no sin buenas razones) la cultura latina a la cultura anglosajona (aunque confundió “cultura” con “raza”) y observó nuestra mayor debilidad: si la mayor fuerza norteamericana surgía de su estratégica unión (dejemos de lado ahora las graves segregaciones raciales), América Latina había procedido de forma contraria: una progresiva y nunca superada desunión, endémica división por razones egoístas. “[Los Estados Unidos] no sólo nos derrotaron en el combate —se lamentaba Vasconcellos—, ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a ser vida propia, vida desligada de sus hermanos […] sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente. El despliegue de nuestras veinte banderas de la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos, cada uno, de nuestro humilde trapo […] y ni siquiera nos ruboriza el hecho de nuestra discordia delante de la fuerte unión norteamericana. […] Nos mantenemos celosamente independientes, respecto de nosotros mismos; pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión sajona”. Y más adelante actualiza su visión estratégica: “Es claro que el corazón sólo se conforma con un internacionalismo cabal; pero en las actuales circunstancias del mundo el internacionalismo solo serviría para acabar de consumar el triunfo de las naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los fines del inglés”.

A pesar de los “alentadores” números registrados en los PBIs de varios países latinoamericanos en los últimos tres años, no vemos que de forma simultánea se proyecten planes de colaboración e integración continental, excepto cuando hay un discurso personalista detrás. Sólo vemos repetirse, con tristeza, otros dos antiguos males de América Latina, según el ya mencionado José Vasconcellos: uno, el cesarismo (el caudillismo); otro el “lastre ciceronaiano” (la retórica, el palabrerío). Creamos el Mercosur en tiempos desfavorables y lo ignoramos cuando el dolor de muelas aflojó un poco. Lo mismo hacemos con los discursos y las retóricas autocomplacientes. Siempre que leo los diarios financieros tengo la impresión de que si cualquiera de nuestros países tuviese el mismo PBI que Estados Unidos también nosotros seríamos naciones imperialistas. (¿Y qué sería China con la misma capacidad económica y militar? China, ese gran dragón que Napoleón evitó despertar; ese país mágico que ha logrado conjugar efectivamente todos los males del capitalismo con todos los males del comunismo).

Claro, al principio seríamos imperialistas antiimperialistas. Esta observación me desanima; no sólo porque con ella se pierde todo el romanticismo latinoamericano, sino que es una consciencia pesimista, incluso cínica, sobre el ser humano. No obstante, pese a todo, quisiera mantener mi esperanza en que los humanos no somos más miserables que sujetos de admiración. Si no es verdad al menos ayuda a vivir y seguir luchando por un mundo mejor. Pero ¿cómo luchar por un mundo mejor con una conciencia ingenua o con otra consciencia cínica? La respuesta será extender el crédito de confianza en nosotros mismos, en el pueblo latinoamericano —a riesgo de aplazar eternamente la liberación de nuestro propio discurso de egoístas campeones de la moral.

Jorge Majfud

The University of Georgia, marzo 2006