El viejo cuento de la corrupción

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La narrativa política que justifica cualquier opción como forma de acabar con la corrupción es tan antigua como la política y como la narrativa. En América Latina es un género clásico y sólo gracias a la poca memoria de los pueblos es posible repetirla, generación tras generación, como si se tratase de una novedad.

Pero esta narrativa, que sólo sirve a la consolidación o a la restauración de una determinada clase en el poder, se centra exclusivamente en la corrupción menor: un político, un senador, un presidente recibe diez mil o medio millón de dólares para favorecer a una gran empresa. Rara vez un pobre ofrece medio millón de dólares a un político para que le otorgue una pensión de quinientos dólares mensuales.

Es corrupto quien le paga un millón de dólares a un político para ampliar los beneficios de sus empresas y es corrupto el pobre diablo que vota por un candidato que le ha comprado las chapas para el techo de su casita en la villa miseria.

Pero es aún más corrupto aquel que no distingue entre la corrupción de la ambición y la corrupción de quien busca, desesperadamente, sobrevivir. Como decía la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz a finales del siglo XVII, antes que el poder del momento la aplastara por insumisa:

¿O cuál es más de culpar,

aunque cualquiera mal haga:

la que peca por la paga

o el que paga por pecar?

Rara vez las acusaciones de corrupción se refieren a la corrupción legal. Ni importa si, gracias a una democracia orgullosa de respetar las reglas de juego, diez millones de votantes aportan cien millones de dólares a la campaña de un político y dos millonarios aportan sólo diez millones, una propina, al mismo candidato. Cuando ese político gane las elecciones cenará con uno de los dos grupos, y no es necesario ser un genio para adivinar cuál.

No importa si luego esos señores logran que el congreso de sus países apruebe leyes que benefician sus negocios (recortes de impuestos, desregulación de los salarios y de las inversiones, etc.), porque ellos no necesitarán violar ninguna ley, la ley que ellos mismos escribieron, como un maldito ladrón que no le roba a diez millones de honestos e inocentes ciudadanos sino a dos o tres pobres trabajadores que sólo sentirán la ira, la rabia y la humillación por el despojo que ven y no por el que no ven.

Pese a todo, aún podemos observar una corrupción aún mayor, mayor a la corrupción ilegal y mayor a la corrupción legal. Es esa corrupción que vive en el inconsciente del pueblo y que no procede de otro origen sino de la persistente corrupción del poder social que, como una gota, cava la roca a lo largo de los años, de los siglos.

Es la corrupción que vive en el mismo pueblo que la sufre, en ese hombre cansando, de manos curtidas o de títulos universitarios, en esa mujer sufrida, con ojeras, o en esa otra de naricita levantada. Es esa corrupción que se va a la cama y se levanta con cada uno de ellos, cada día, para reproducirse en el resto de su familia, de sus amigos, como la gripe, como el ébola.

No es simplemente la corrupción de unos pocos individuos que aceptan dinero fácil por los misteriosos atajos de la ley.

No, no es la corrupción de quienes están en el poder, sino esa corrupción invisible que vive como un virus de la frustración de quienes buscan acabar con la corrupción con viejos métodos probadamente corruptos.

Porque corrupción no es solo cuando alguien da o recibe dinero ilícito, sino también cuando alguien odia a los pobres porque reciben una limosna del Estado.

Porque la corrupción no es sólo cuando un político le da una canasta de comida a un pobre a cambio de su voto, sino cuando quienes no pasan hambre acusan a esos pobres de corruptos y holgazanes, como si no existieran los holgazanes en las clases privilegiadas.

Porque la corrupción no es sólo cuando un pobre holgazán logra que un político o el Estado le den una limosna para dedicarse a sus miserables vicios (vino barato en lugar de Jameson Irish whiskey), sino también cuando quienes están en el poder se convencen y convencen a los demás que sus privilegios lo ganaron ellos solos y en la más pura, destilada, justa ley, mientras que los pobres (esos que lavan sus baños y compran sus espejitos) viven del intolerable sacrificio de los ricos, algo que sólo un general o un Hombre de Negocios con mano dura puede poner fin.

Porque corrupción es cuando un pobre diablo apoya a un candidato que promete castigar a otros pobres diablos, que son los únicos diablos que el pobre diablo resentido conoce, porque se ha cruzado con ellos en la calle, en los bares, en el trabajo.

Porque corrupción es cuando un mulato como Domingo Sarmiento o Antonio Hamilton Martins Mourão siente vergüenza de los negros de su familia y odio infinito por los negros ajenos.

Porque corrupción es cuando un elegido de Dios, alguien que confunde la interpretación fanática de su pastor con los múltiples textos de una Biblia, alguien que va todos los domingos a la iglesia a rezarle al Dios del Amor y al salir tira unas monedas a los pobres y al día siguiente marcha contra el derecho a los mismos derechos de gente diferente, como los gays, las lesbianas, los trans, y lo hace en nombre de la moral y del hijo de Dios, Jesús, sí, ese mismo que tuvo mil oportunidades de condenar a esa misma gente diferente, inmoral, y nunca lo hizo, sino lo todo contrario.

Porque corrupción es apoyar a candidatos que prometen la violencia como forma de eliminar la violencia.  

Porque corrupción es creer y repetir con fanatismo que las dictaduras militares que asolaron América Latina desde el siglo XIX, esas que practicaron todas las variaciones posibles de corrupción, pueden alguna vez ser capaces de terminar con la corrupción.

Porque corrupción es odiar y, al mismo tiempo, acusar al resto de sufrir de odio.

Porque la corrupción está en la cultura y hasta en el corazón de los individuos más honestos de una sociedad.

Porque la peor de las corrupciones no es la que se lleva un millón de dólares, sino aquella otra que no deja ver ni escucha los alaridos de la historia, ni se escucha ni deja que se vea hasta que es demasiado tarde.

 

JM, octubre 2018

 

 

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El fenómeno del cowangry en la nueva política

Una de las interpretaciones más sólidas, casi una obviedad, tanto en los sociólogos de izquierda como de derecha, es la lectura marxista de la realidad donde los procesos materiales, como la economía y la producción, influyen de manera decisiva en los procesos psicológicos, morales, políticos, ideológicos y culturales. La reinstauración de la esclavitud en Texas a mediados del siglo XIX, debido al reemplazo de la lana por el algodón en Europa, su abolición legal, unas décadas después, por la nueva industrialización en los estados del norte de Estados Unidos, el ingreso de la mujer a las fábricas y tantos otros fenómenos no podrían explicarse sin este factor.

Pero la realidad es siempre más compleja de lo que quisiéramos. En su pluri dimensionalidad, otros, como Max Weber e, incluso, varios pensadores marxistas del siglo XX (Gramsci, Althusser) analizaron cómo esta avenida es de ida y vuelta: los procesos culturales también influyen decisivamente en el resto de la realidad, incluida la economía, el poder militar, etc.

Por estas razones, por esta tradición analítica tan largamente estudiada y elaborada, resulta casi una herejía imaginar siquiera que una realidad social puede estar definida por procesos puramente psicológicos, como la angustia, la frustración, la rabia, la depresión, tal como observamos actualmente en, al menos, medio planeta. Uno siempre tiende a pensar que esas expresiones no son más que eso, expresiones, síntomas, consecuencias, y que las causas están en otro lado. Cuando echamos una mirada a la base material de la sociedad, enseguida vemos lo más obvio, una realidad que nadie puede negar sin contradecir la mayoría de los datos: el radical desbalance entre quienes trabajan o simplemente sobreviven y quienes acaparan la mayoría de los frutos de una sociedad y una civilización que ha sufrido mucho para llegar al grado de progreso científico, tecnológico y social a la que ha llegado y que, de repente, parece al borde de un colapso, tanto social como ecológico.

Esas razones infraestructurales son innegables. No obstante, podemos hacer un esfuerzo para enfocarnos en la cultura de las últimas décadas y tratar de explicar los nuevos fenómenos, como el regreso del orgullo fascista, apenas un siglo después de que comenzara a producir las dos mayores guerras mundiales que el centro del poder, del desarrollo, sufrió en la Era Moderna (si no contamos los silenciados holocaustos de los pueblos colonizados).

Sin tiempo (ni histórico ni personal) como para hacer un análisis basado en datos duros, no me queda más remedio que especular con algunas observaciones y una hipótesis.

Me refiero al factor psicológico que ha invadido la dinámica social. Como ya propusimos hace unos años, este factor se ha magnificado con el fenómeno de las redes sociales y las nuevas tecnológicas del anonimato o de la identificación a distancia, creando un individuo o una característica personal que podríamos llamar cowangry. Por múltiples razones, el neologismo en inglés no puede ser traducido sin debilitarlo.

Cowangry podría ser la clara mezcla de cobardía (cowardice) y rabia (anger) y, al memiso tiempo, ilustrarse con la rabia vacuna (cow angry), esos pobres animales que se ordeñan cada día, que rara vez se revelan y, cuando se revelan, sus patadas son tan inefectivas e intrascendentes que no tienen otro efecto que una soga más firme entre las patas. 

Este elemento psicológico siempre existió, pero estuvo controlado por un mínimo sentido de la responsabilidad, esa misma que hasta hoy muestran dos personas que piensan diferente, pero se encuentran cara a cara y se imponen ciertos límites, propios de seres civilizados. Sin ese elemento de responsabilidad social en las redes sociales, el cowangry se reprodujo en los últimos años de forma exponencial. Pero su efecto no se limitó a los espacios virtuales.

El antiguo sistema de democracia representativa, donde los individuos expresan sus opiniones a través del voto, se parece increíblemente al sistema de las redes sociales donde cada individuo, anónimo o identificado, actúa impune o protegido por la plena distancia. De igual forma, la conciencia de que su opinión o posición política y social tiene un efecto mínimo, infinitesimal, a la hora de votar, su reacción debe ser lo más extrema posible para compensar o mitigar esa debilidad sumada a la frustración que produce no solo la realidad económica sino sus mismos intentos vanos de agresión personal.

Cuando el cowangry vota en el sistema tradicional, no solo siente la frustración de la desigualdad económica que ama, sino también la ineficiencia o la debilidad de su voz, por lo que necesita apoyar a candidatos que expresen toda esa rabia tribal prometiendo palo y metralla con los que no están de acuerdo. Considerando que la izquierda se feminizó en la segunda mitad del siglo XX (anticolonialismo, feminismo, derechos de homosexuales y lesbianas, comprensión hacia los pobres, hacia los perdedores, etc.), que la derecha se mantuvo en el poder mundial pudiendo recurrir a un nivel todavía racional, frio, calculado, dulcemente propagandístico (Coca-Cola, la chispa de la vida), ahora la opción del cowangry no podía ser otra que la derecha fascista, nacionalista, machista, tribal; la del ganador que percibe que ya no lo es o ha dejado de ser el colonizador, el semental (“estamos asistiendo al genocidio de la raza blanca”), la del macho encolerizado después que la borrachera abandona el clímax de la euforia.

En cualquier caso, es una postura extrema pero aun así vaciada del valor real de los verdaderos activistas sociales. El compromiso del cowangry es frágil, precario, puede desaparecer con un solo click, como el mismo individuo con sus múltiples identidades (definición clásica del maniático), todo lo cual nunca elimina su frustración sino que, por el contrario, la amplifica y la potencia para un retorno aún más virulento e igualmente inefectivo. 

Hasta que el cowangry vota por un candidato que promete cambiar los argumentos racionales por unos insultos y unos cuantos balazos (Trump, Bolsonaro, y un largo etcétera), no para resolver los problemas del país, de la sociedad, sino para vengarse de todos aquellos que opinan, piensan o sienten diferente al cowangry. 

El cowangry está dispuesto a empobrecerse, a morirse de hambre si es necesario, pero nunca a perder en una disputa dialéctica, ideológica.

El cowangry es un fenómeno psicológico que ha desplazado la sociología, pero que, de durar en el tiempo, se convertirá en una característica cultural que definirá una época. Lo que, desde un punto de vista social y político, significa que apenas se agote la droga de la extrema derecha se podría pasar, luego de un retorno de la moderación, a una extrema izquierda tan visceral como la derecha, no racional, como forma de recuperar la necesidad que el cowangry siente por patear la mesa, no porque el mundo sea injusto, sino porque prefiere sufrir cualquier tipo de injusticia antes que ser dialéctica y psicológicamente derrotado por el adversario que, generalmente, aunque no siempre, es otro cowangry.

Así como la mentalidad de la iglesia que se absorbe desde pequeños (creer es prueba de la verdad) o la del estadio de fútbol (la pasión es prueba de que tengo razón) se traslada a la política con efectos catastróficos, confundiendo morrones con jalapeños, así esta batalla traslada sus dimensiones puramente psicológicas a la sociedad toda –empezando por las antiguas urnas.

El espectáculo se parece mucho al brote de lo que se conoció como vaca loca (mad cow) que, como un mal augurio, asustó al mundo en los años 90. Cowangry es la furia del cobarde, la furia de la vaca, la cow-angry.

 

 

JM, octubre 2018

 

 

 

 

Entrevista: Acuerdos internacionales

Revista Siempre! México.

 

1) ¿Cómo interpretas la actitud de Donald Trump ante quienes han sido considerados grandes aliados de Estados Unidos? 

JM: Primero, como una actitud personal con implicaciones nacionales. Trump, movido por su propio super Ego, y los de su misma especie, los super ricos en su etapa Post-democracia-liberal, prefieren regímenes más personalistas donde el resto de los seres humanos son piezas de recambio, sin derechos (como la naturaleza misma desde el Renacimiento) y los capitales gozan de toda la libertad para hacer y deshacer, para construir y destruir. En esta etapa, el capitalismo se siente mucho más cómodo con los regímenes comunistas (oops!) que con las democracias liberales. En realidad, el “capitalismo de elite” (no me refiero a sus fanáticos defensores, aquellos que tienen un pequeño negocio y apenas pueden pagar el seguro de salud de sus hijos) siempre se sintió más cómodo con diferentes formas de autoritarismo, porque todo gerente de una transnacional es un pequeño (o gran) dictador, pero en el pasado debió afinar sus estrategias para adaptarse al consenso de las democracias liberales, resultado de la Segunda Guerra mundial en 1945, primero, y de la Guerra Fría en 1990, después. Sospecho que el modelo actual lo aportaron las dictaduras militares latinoamericanas, apoyadas también por las grandes transnacionales durante el siglo XX, sólo que en lugar de ser regímenes comunistas eran regímenes conservadores, de derecha.

Trump haría lo que fuese necesario para mantenerse en las noticias y, a largo plazo, en la historia. Es un juego peligroso, porque puede dejarlo bocabajo. Por ahora la clásica arrogancia del matón, del bully del barrio, tiene el crédito de una economía que venía de una década sostenida de recuperación, sobre todo para los más ricos, y se encuentra con vientos positivos de los mercados mundiales. Las desregulaciones bancarias y la reforma impositiva le van a dar más oxigeno aún a los inversores (no a los de abajo sino a los de arriba, que son quienes pesan más en los promedios del PIB), pero al mismo tiempo pondrá a las economías, incluida la de Estados Unidos, en una vulnerabilidad peligrosa para dentro de pocos años. Una recesión es lo menos dramático que debemos esperar, pero suficiente para que el rey caiga de su trono. El bolsillo, no la moral ni la justicia, es el órgano más sensible de un votante.

2) ¿Qué repercusiones puede tener esto en el contexto mundial?

JM: A corto plazo muy poco, pero a largo plazo forzará a muchos países, como México, Canadá y los europeos, a acostumbrarse a mirar para otro lado. Tarde o temprano descubrirán alternativas que no le servirán a la hegemonía de Estados Unidos. Recordemos que hoy esas alternativas (de mercados, pero también militares) son mucho mayores que hace diez o veinte años. Trump está jugando con fuego. Pero, como dice el dicho, “quien a hierro mata…”

Si un mérito tiene Trump ha sido el de mostrar la caricatura de lo que siempre fue el mundo gobernado desde el poder del dinero y las armas. Si algo ha demostrado Kim Jong-un es que, si no tienes dinero y si no respetas los derechos humanos, debes tener al menos una bomba atómica y presumir de tener diez. Sólo esto vale mil veces más que los otros dos elementos. Sospecho que a Kim Jong-un algo le salió mal en su proyecto atómico, tal vez un accidente que sepultó una buena parte de sus proyectos, o simplemente considera que llegó el momento de cobrar en efectivo la deuda psicológica generada por años de amenazas bélicas. La lección debería ser clara. Kim Jong-un es el ganador en este juego. Para Trump, es un reality show global y el mundo le sirve como adulación y alimento para su megalomanía.

La vieja excusa de los Derechos Humanos por parte de los líderes más poderosos del mundo se ha terminado por revelar en toda su falsedad, aunque ni aun así es titular de ningún medio.

3) ¿Qué es lo que intenta obtener Trump con estas acciones que ha desestabilizado a sus contrapartes y prácticamente lo consideran como una falta de seriedad?

JM: Creo que en principio Trump juega con las reglas que conoce, las del hombre de negocios, y la presión, el regateo y la venta de ilusiones a propios y ajenos están en su naturaleza. ¿Por qué destroza un acuerdo nuclear con Irán y crea uno con Corea del Norte, supuestamente una dictadura comunista que viola los derechos humanos? Porque el primero fue obra de Obama y el segundo será Su obra. Así de simple y trágico. No hay que subestimar la estupidez humana. Claro que luego podemos ver las necesidades y los intereses económicos y estratégicos que pueden o no coincidir con los caprichos del emperador.

4) ¿Podríamos decir que el término «aliados», usado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, será cambiado por alguna otra instancia?

JM: Es muy temprano para decirlo. Se atribuye a Churchill la confesión de que “el Reino Unido no tiene amigos sino intereses”. Esa sinceridad revela muchas hipocresías y la obviedad de que los enemigos de hoy pueden ser los amigos de mañana. Bastaría con considerar los casos de Japón y Alemania para Estados Unidos. Por otra parte, por sus culturas, por su historia y por su proximidad geográfica, Estados Unidos y Europa están obligados a relacionarse más o menos de forma estrecha. Cuando Estados Unidos intentaba invadir Irak en el 2002 y durante la invasión en el 2003, muchos estadounidenses no comían papas fritas (lo cual fue un sacrificio mayor), porque, como sabes, aquí se llaman “french fries”. El odio a Francia había alcanzado niveles tan irracionales somos esa absurda guerra cuyas consecuencias todo el mundo está sufriendo hoy. Cuando hace diez años dije en una charla que la guerra en Irak había sido lanzada en base a mentiras, estudiantes activistas del partido republicano se levantaron y se fueron de la sala. Hace un par de años, en plena campaña electoral, Trump dijo lo mismo (motivado por su enemistad tribal con la familia Bush) y los republicanos lo aplaudieron de forma histérica. La gente tiene mucha memoria temporal pero poca memoria histórica. Trump lo sabe o lo siente, como buen hombre de negocios: para los dueños del mundo, la verdad, la realidad es lo que uno cree o imagina y todo lo demás sólo importa a un grupo pequeño de críticos, académicos o “perdedores” (de ahí tanto odio a las ciencias, la que sólo da un paso cuando consigue las pruebas, no cuando se cansa de repetir un sermón). En pocos años Trump caerá y Europa tendrá otros líderes. Los enemigos de hoy serán amantes mañana y así todo. Claro que algunas cosas no son tan fluctuantes. La decadencia relativa de Occidente se segará confirmando. Esto es, una buena y una mala noticia al mismo tiempo.

Junio 13, 2018.

 

 

 

El cromañón que todos llevamos dentro

Aunque las religiones y los partidos políticos poseen múltiples dimensiones existenciales, una de ellas es el impulso tribal que está más desnudo en las competencias deportivas, sobre todo en las más populares, es decir, aquellas donde dos tribus, casi siempre representadas por un tótem (la mascota) se enfrentan en una batalla simbólica por el territorio y por la presa (el balón), como lo es el fútbol, tanto en su versión estadounidense como en su versión más civilizada que aquí llaman soccer o fútbol de mujeres y que el resto del mundo llama fútbol.

Este impulso primitivo, que estructura la vida contemporánea, básicamente se podría resumir en dos: (1) la necesidad de pertenecer a un grupo y (2) la complementaria necesidad de atacar al grupo adversario. La dinámica defensa-y-ataque resulta en una cultura de Partidos (partidos en dos) donde hasta la más radical pluralidad de ideas y practicas terminan, tarde o temprano, reagrupándose en dos grupos antagónicos. Si esos grupos son partidos políticos participando en elecciones, generalmente se repartirán los votos de forma más o menos equilibrada. Si uno de ellos saca un diez o veinte por ciento de ventaja en una elección en un sistema tradicional de democracia liberal, en la próxima, invariablemente, la ventaja se reducirá o se invertirá.

Algo tan simple se sublima en nuestra civilización de diferentes maneras: los programas televisivos con contenido político pueden luchar por cierta objetividad, pero de una forma o de otra (a veces de forma explícita e intencional, como Fox and Friends Democracy Now!) van a reforzar los intereses ideológicos, narrativos de un determinado grupo atacando al otro sin que haya necesariamente un interés real y concreto (económico, por ejemplo) que sería la primera explicación del pensamiento marxista. Dimensión que no está excluida, sino que interactúa y se superpone al impulso tribal. Ello explica la pasión de los militantes y votantes aun cuando su partido o su religión lo están perjudicando psicológica y materialmente. Así, la lanza y el garrote fueron reemplazados por la narrativa proselitista, por lo menos desde las primeras religiones que prescribían el celo teológico y tribal en beneficio de unos pocos.

Tarde o temprano, las disputas sociales tienden a dividirse en dos posiciones antagónicas. Hay tesis y antítesis, pero no síntesis.

El pensamiento corporativo tiene sus efectos en la propia dinámica tribal. Por lo general es una corporación ideológica donde los beneficiados no son la mayoría o aquellos grupos que la defienden con pasión –y en ocasiones con sus vidas, como es el caso de las guerras y de los conflictos civiles.

Esta dinámica puede tener, en el mejor de los casos, una justificación en la acción: si los poderes están desbalanceados, si el objetivo de mi grupo es destronar o erosionar el poder del adversario, podría suceder que pretender aparecer como neutral criticando a unos y a otros por igual, resulte artificial y en favor del más fuerte. Lo que a veces se ve como traición bien puede ser una forma razonable de pragmatismo. Sólo resta saber si es justo o injusto y queda por determinar de qué lado estamos, si le quitamos poder al débil o al poderoso.

Veamos un ejemplo concreto e ilustrativo. La derecha conservadora de Estados Unidos, antes representada en el partido Demócrata del Sur, desde hace varias décadas se ha reagrupado e identificado con el partido Republicano. ¿Cuál sería el perfil razonable de un conservador estadounidense? En primer lugar, sería un hombre o mujer religiosa, un cristiano protestante, para ser más exactos. Pero como los conservadores han estado de una forma u otra en el poder político, hay otros actores: las grandes corporaciones (como las compañías cuyo primer y normalmente único objetivo son las ganancias a cualquier coste) y los lobbies poderosos como la Asociación Nacional del Rifle. (Dejemos de lado las hipócritas y lacrimógenas donaciones de estas corporaciones, como McDonald’s, la Coca-Cola o las tabacaleras.)

Por razones de intereses tenemos, por lo menos, tres grupos: las Iglesias dueñas de Dios, los grandes negocios y lobbies como la ANR. Considerando el espíritu de partido (o impulso tribal) esos grupos y cualquier otro grupo que se integre por compartir intereses económicos y de poder comenzarán a defenderse unos a otros y, poco a poco, irán compartiendo sus principales causas. De esa forma, se llega al aparente absurdo de que cuánto más religiosa es una persona en Estados Unidos, cuanto más seguidor de un líder espiritual llamado Jesús (profesor del Amor democrático hasta para los enemigos, que cuestionó las riquezas del rico, se rodeó de pobres y marginados de todo tipo, perdonó adúlteras y le reprochó a sus discípulos el uso de la violencia en lugar de ofrecer la otra mejilla, condenado a la pena máxima por subversión contra el Imperio de la época y sus acomodaticios alcahuetes) terminan siendo los más fervientes amantes de las armas, de la riqueza de los más ricos y poderosos, de la pena de muerte y del desprecio de los pobres como síntomas del pecado o, mejor dicho, como prueba del desprecio de Dios a su propia creación y de su propio espíritu tribal. De la misma forma, la actitud de conservación de la naturaleza, en contradicción con los intereses económicos de las petroleras y otros grandes grupos económicos, terminarán siendo atacadas por igual por todos aquellos integrantes tribales sin importar que se trate de cristianos compasivos, espirituales y anti materialistas.

Cada grupo terminará mimetizándose ideológicamente, aunque las raíces morales e históricas de sus clubes sean estrictamente las contrarias. De esa forma, un miembro pobre de la tribu es capaz de defender con dientes y uñas la necesidad de recortar los impuestos a los ricos y eliminar sus propios beneficios de salud al tiempo que sale con carteles y con insultos racistas (en el mejor de los casos) a manifestarse contra otros pobres de otras tribus, como los inmigrantes mexicanos sin papeles.

Claro, se dirá que el mismo análisis se puede hacer con los grupos de izquierda, y que no lo he hecho porque me simpatizan más éstos que aquellos. Sin duda el mismo análisis se puede hacer sobre cualquier otro grupo y, sí, puede ser que elegí a los conservadores de Estados Unidos porque son mis antagónicos. Puede ser, eso no es problema ni invalida el ejemplo ni el análisis. Ahora, es precisamente aquí cuando pasamos al resto de a realidad.

Las divisiones de izquierda y derecha son parte de esta naturaleza. El error, creo, radica en que sugieren una relación horizontal de poder social, “igualitaria”, casi neutral, donde todo se reduce a una cuestión de opiniones tribales que los individuos atribuyen a su propia libertad individual.

Pero la realidad humana no es un simple partido de futbol, aunque sea prisionera de su dinámica. Hay otras razones, otras realidades más profundas que se aprovechan de ese primitivo impulso que es más poderoso que el sexo en la vida social. La realidad también existe y si hubiese que resumirla en una palabra tal vez esa sería “intereses”. Intereses económicos, intereses de poder.

Teniendo en cuenta estas dos dimensiones hasta aquí resumidas, quizás una clasificación ideológica más objetiva sería, en lugar de izquierda yderecha, una visualización de arriba y abajo, los ricos y pobres, poderosos y sin poder, los narradores del poder y los consumidores de narraciones, todo presentado por la distorsión del antiguo y casi invencible antagonismo de Nosotros, los buenos, y Ellos, los malos, independientemente de la objetiva realidad de los privilegiados y los desposeídos, los opresores y los oprimidos (¿Acaso no hay santos y criminales unidos por la bandera del Real Madrid?).

Sobre esta visualización de la realidad queda por determinar lo que es justo y lo que no lo es, sobre lo cual cada uno tiene su propio juicio.

Pero eso ya es harina de otro costal.

JM, junio 2017

 

 

¿De verdad quiere usted salvar vidas humanas?

Señor, presidente, ¿por qué comenzó usted tan temprano? ¿Cuál era la urgencia? Sí, ya sabemos, la edad y todo eso, pero ¿no era que iba a hacer las cosas diferente? No, no me refiero solo a Siria. El mes pasado su ejército bombardeó Mosul y murieron casi doscientas personas. El mundo apenas se conmovió, pero muchos niños murieron en ese ataque. Sí, ya sé que ustedes no tenían intención de matar ningún niño inocente. Tal vez su colega, ese otro enamorado del poder que preside Siria tampoco quería matar niños. Será malo pero no tan estúpido. Su objetivo era el mismo que el de ustedes: los terroristas del Estado Islámico. Pero a ellos (si fueron ellos, claro) no les importó que entre las cincuenta o sesenta victimas hubiesen niños, como no les importó a ustedes en Mosul. ¿Sabía que los pobres también tienen niños? Hasta en la base militar que acaba usted de bombardear en Siria murieron niños. Cierto, no tantos, y probablemente eran hijos de militares. Pero niños al fin, ¿no?  

Su portavoz ha dicho que ni Hitler usó armas químicas como el dictador de Siria. Eran las preferidas de Churchill, ¿recuerda? No, no lo sabe. Supongo que al menos sabrá que ustedes las usaron sistemáticamente en Vietnam, por mencionar un solo caso. ¿No? El famoso Agente Naranja no se llamó así peor le color de se su pelo. No murieron cincuenta ni cien personas. Probablemente murieron millón de personas y otro millón nació y sigue naciendo con malformaciones. Bueno, supongamos que los malditos profesores exageran las cifras. Digamos que solo murieron mil o dos mil, para no ofender a nadie.

¿Pero usted? ¿No era que iba a hacer las cosas diferentes? No, yo no. No soy tan ingenuo. Yo no le creo a ningún político, ni al más malo. Es un defecto que me quedó de la dictadura militar en la que crecí.  Lo sé, lo sé. Todos dicen lo mismo antes de ganar las elecciones. Pero uno tampoco puede dejar de anotarlo. Faltaba más, que además de acusarnos de radicales peligrosos por usar palabras y no armas ni dinero, además nos dedicáramos al silencio cómplice.

No hace mucho, usted dijo que la Guerra en Irak había sido producto de mentiras. Cuando nosotros lo dijimos antes de que se lanzara esa aventurita, resultamos que éramos infantiles, poetas desvinculados de la realidad. Claro, porque un billonario como usted sí sabe lo qué es la realidad… Mejor dicho, eso era antes. Ahora es prácticamente imposible ocultarla, por lo cual la moda es la indiferencia o la difamación.

Vayamos a lo que importa. ¿Es usted realmente honesto sobre sus intenciones de salvar vidas alrededor del mundo, vidas de inocentes como conmovedoramente dijo antes de bombardear Siria? ¿De verdad? Por favor, dígamelo con la mano en el pecho. ¿Sí? Bueno, ¿entonces, por qué no bombardea el mundo con alimentos, con medicinas, con libros, en lugar de arrojar doscientos millones de dólares diarios solo en bombas como se ha venido haciendo desde hace ya muchos años? De esa forma ahorrará usted millones.  Millones de vidas y millones de dólares.

Claro, la seguridad nacional y todo eso. Siempre habrá gente que insista en lo mismo. No le conviene a la seguridad nacional alimentar a los enemigos. Son los mismos que han creado gran parte del problema, sino todo el problema. Pero considere por un segundo que los enemigos se crean por millones cada vez que una bomba que cuesta un millón de dólares cae sobre un grupo de casas que no llegan siquiera a la  cuarta parte de ese valor, cargada de buenas intenciones pero matando inocentes como resultado tradicional e inevitable. ¿Qué libertades perdieron ustedes cuando fueron derrotados en Vietnam, aparte de millones dólares y millones de vidas humanas? ¿O el mundo está mejor hoy que antes de la invasión a Irak? ¿Estamos mejor luego de trillones de dólares invertidos en guerras que han dejado millones de muertos? ¿Está usted mejor? ¿Se siente usted hoy más seguro que antes? Qué pregunta tonta, ¿no? Tal vez usted sí, pero no el resto. Entonces ¿es por eso que usted también insiste con un método tan absurdo?

Claro, hay que vender, la economía debe ser reactivada, debe crecer sin pausa o todo se va al diablo. ¿Pero que es lo que se iría al diablo? ¿Los buenos negocios? Si, obvio, la muerte es un gran negocio desde hace siglos. Pero es probable que la vida sea un mejor negocio, no a corto plazo, sino a largo plazo. Imagine todos esos miserables sobreviviendo en esos países tan horribles que ustedes suelen bombardear de vez en cuando, en lugar de hambrientos y moribundos tendrían algo de dinero para comprar sus cachivaches. Es más, muchos de ellos, sino casi todos, no vendrían a joder a estos países tan pulcros y bien organizados y muchos menos tendrían el concepto que tienen de ustedes, los salvaguardas de la libertad y la civilización.  

¿No sabe usted que en toda sociedad, en toda la historia, la tercera ley de Newton se aplica mejor que a los cuerpos inertes? ¿Cómo? ¿Que le gustó las dos últimas palabras? ¿Pero, en serio, se acuerda de la tercera ley de Newton? Toda acción produce una reacción. Usted no puede jugar al ta-te-ti sin siquiera considerar que el otro también juega. Usted no puede orinar sobre México y pensar que los mexicanos van a festejar. Lo mismo cuando cree que ganar significa aplastar o marginar a otros seres humanos. Eso que usted confunde con la competencia, como buen zar de los negocios.

¿Cuál es la próxima aventura, Sr. Presidente? ¿Asia? ¿África? ¿América Latina? ¿Los hielos antes eternos del Ártico y del Antártico? Porque de eso estamos seguros, Sr. Presidente. Habrá muchas otras nuevas aventuras y muchos más muertos. No, no, sus hijos no. Bueno, no creo. Los hijos de los otros, de esa gente que ni siquiera parece gente. Porque no se vaya a creer, como todos los políticos se creen, que usted va a hacer algo diferente.  La sangre no lo va a sacar de su puesto sino todo lo contrario. Sólo la próxima crisis económica pondrá en duda sus capacidades éticas y morales.

Mientras tanto, diviértase, porque, salve, Cesar, los que van a morir te saludan.

 

JM.

13 de abril de 2017

 

 

 

​La pornografía política

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En su reciente libro Progress: Ten Reasons to Look Forward to the Future, Johan Norberg, más allá de sus cuestionables omisiones, menciona una encuesta donde se formularon tres preguntas básicas a británicos y estadounidenses. Sólo el cinco por ciento respondió correctamente. Es decir, que si se formulase las mismas preguntas a un grupo de chimpancés, probablemente éstos elegirían sus respuestas al azar y el treinta y tres por ciento respondería correctamente.

¿Por qué los humanos demostrarían más necedad que un grupo de chimpancés sobre política y sociedad (humana)? ¿No es la negación del cambio climático otro ejemplo de lo mismo? El ciego azar de la naturaleza es más sabio que la Opinión Pública.

El pequeño experimento sugiere al menos dos posibilidades: (1) una natural tendencia humana a engañarse a sí misma o (2) una manipulación sistemática de la opinión ajena. Aunque fuese correcta, la primera posibilidad podría corregirse fácilmente con esa otra dimensión humana llamada razón o inteligencia.

La segunda posibilidad incluye a la primera: la propaganda explota las debilidades psicológicas para aceptar, con fanatismo, cualquier mentira. De otra forma no se comprendería cómo pueblos desarrollados, que conocieron la Ilustración, sean capaces de marchar, como las ratas y los niños tras la música del flautista mágico de Hamelín, para ahogarse en el rio Weser. El flautista es Edward Bernays, el padre de la propaganda política, autor de La ingeniería del consenso, de la venta de cigarrillos, guerras y golpes de Estado; la flauta, los medios masivos de comunicación.

Los integrantes de un país, de una cultura, siempre se ven y se representan mucho mejor de lo que los hechos dicen de ellos. Las Cruzadas no se consideran actos de terrorismo de países periféricos y subdesarrollados, como lo era Europa en el siglo XII, sino de príncipes y héroes al estilo de San Jorge, montado un caballo blanco y matando infieles con elegancia, como ahora lo hacen los fanáticos del Estado Islámico, vestidos de negro. En Estados Unidos, el masivo robo a los indios fue una guerra de defensa ante los sistemáticos asaltos de los salvajes (los terroristas del siglo XVIII y más allá). El despojo de la mitad del territorio Mexicano en el siglo XIX fue otra defensa del Destino manifiesto, atacado luego por bandoleros y asesinos “de raza hibrida”, sin cultura y con una religión primitiva (la católica). Las sistemáticas intervenciones y promociones de golpes de Estados que dejaron millones de muertos y perseguidos en América Latina durante el siglo XX, en realidad, fueron para luchar contra monstruos como Ernesto Che Guevara, un asesino impiadoso. Etcétera.

“Qué terrible es la historia de América Latina. América [EE.UU.] nunca tuvo una dictadura” observó una vez una estudiante que apenas comenzaba a descubrir la historia reprimida. Este tipo de obviedades es la norma fuera de las universidades.

“¿Quieres la verdad o algo mejor?” le pregunté.

La respuesta de un outsider o de un estadounidense bien informado sería echar mano a la clásica ironía de “eso se debe a que en Estados Unidos nunca hubo una embajada estadounidense”, o relativizar el valor de la democracia de este país, restringida por una larga historia de oscuros poderes económicos y de corrupciones legales.

Sin embargo, no es necesario ser tan sutil. Bastaría con tomar cualquier afirmación obvia y ponerla entre dos signos de interrogación: “¿En Estados Unidos nunca hubo una dictadura?” pregunté. “Durante todo su primer siglo (casi la mitad de su existencia) los indios, los negros, los marrones y las mujeres no podían votar ni ser elegidos. De hecho los negros eran esclavos y en algunos estados eran mayoría. De hecho solo entre el cinco y el quince por ciento de la población, que por pura casualidad eran hombres blancos y propietarios, por ley o por práctica votaban y podían ser votados. ¿No es esa la perfecta definición de una dictadura?”

Pero qué importancia tiene un razonamiento semejante cuando los mitos sociales son, por lejos, más poderosos.

Es decir, la Era de la Pos-verdad no es algo nuevo. Pero a lo largo del siglo XX la verdad debió ser ocultada al público para que fuese posible su manipulación. Lo que es nuevo es la voluntad de la población de ignorar los hechos una vez revelados, su complacencia y fidelidad con una mentira revelada. Ya no existe la excusa de que no hay acceso a la información, que los crímenes de las potencias civilizadas y civilizadoras permanecen ocultos. No. Los documentos originales donde los mismos actores reconocen sus crímenes (como Hernán Cortes los confesaba alegremente en sus cartas) están al alcance de cualquiera. Pero no cualquiera está dispuesto a ir a las fuentes y a reconocer los hechos por encima de sus pasiones y frustraciones. A juzgar por los resultados, la mayoría. Eso es lo nuevo: no la manipulación de la verdad a través de la propaganda sino la importancia casi nula que tiene la verdad ante una población que lo que quiere no es la verdad sino ganar.

La política se ha vuelto así un acto de catarsis, como antes lo era el futbol.

Afortunadamente las constituciones occidentales más antiguas fueron escritas bajo influencia directa de la Ilustración. Pero las leyes son otra cosa: frecuentemente están dictadas por los poderes que financian a los políticos o mantienen una desproporcionada representación en los congresos: más de la mitad de los “representantes del pueblo” son millonarios, es decir, representan a un dos o tres por ciento de la población. Ahora un magnate misógino y clasista como Donald Trump es “el candidato de los trabajadores”.

Hay libertad de expresión, sin duda. ¿Pero hay libertad de pensamiento?

Responsabilizar a las redes sociales como la causa de la Era de la Pos verdad es uno de los lugares más comunes de la sociología actual. Seguramente lo sea. ¿Y qué hay del explosivo consumo de pornografía? ¿No vivimos en una era de pornografía epistemológica, donde la verdad es la mujer-objeto?

En la pornografía, el consumidor asume que todo es falso. Pero debe haber un compromiso implícito de autoengaño: lo que importa no es la verdad sino la excitación a través de la violencia, sea física o moral.

Aunque una vacía vulgarización del erotismo, en sí misma la pornografía no tendría nada de malo. El problema es que (al igual que el requisito de creer por sobre cualquier evidencia, práctica común de los fanáticos religiosos en cualquier in-doctrinación infantil y adulta) los hábitos y las in-habilidades pornográficas se observan en la narrativa y en la conducta política. De nada importa que los estudios contradigan todo lo que se atribuye a la inmigración. Lo que importa es encontrar a alguien que logre articular un discurso fragmentado y primitivo que sostenga lo contrario. Sus seguidores aplaudirán cada eyaculación, con entusiasmo.

Quienes se propongan interrumpir semejantes orgasmos sociópatas, serán vistos como traidores a la patria o a algún otro tótem social. La frustración de la tribu se exorciza ejercitando el sadismo y sacrificando a algunas víctimas –entre ellas, la verdad de los hechos, que hasta un grupo de chimpancés respetaría.

 

Jorge Majfud

2 de setiembre 2016

Página/12

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La pornografía política. Página 12, 2016 (archivo PDF)

 

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El pensamiento y la política

El pensamiento y la política

La crisis de la transición y el Nuevo Orden por venir

Entiendo que una de las traiciones más graves al pensamiento es su manipulación por parte de una ideología. Otra es la demagogia o la complacencia, lo que en textos antiguos se acusa como “adulación”, y tanto da adular al rey como al pueblo, cuando de éste recibimos el sustento. Pero sálveme Dios de andar por ahí moralizando sobre los demás.

Si entendemos por ideología a un sistema de ideas que pretende explicar el vasto universo de los seres humanos, debemos reconocer que todos, de una forma u otra, poseemos una determinada ideología. El problema surge cuando nuestra actitud ante este hecho es de sumisión, de lealtad o de conveniencia y no de rebeldía. Si no estamos dispuestos a desafiar nuestras propias convicciones entonces dejamos de pensar para adoptar una actitud de combate. Es decir, nos convertimos en soldados y convertimos el pensamiento en ideología, en trinchera, en retórica; es decir, en un instrumento de algún interés político o de alguna supersticiosa lealtad. Es en este preciso momento cuando nos convertimos en obediente rebaño detrás de la ilusoria consigna de una supuesta “rebeldía”. Los beneficiados no sólo son los arengadores de un bando sino, sobre todo, los del bando contrario.

Durante casi toda la historia moderna, esta prescripción —el individuo anulado en el soldado, en la imitación de sus movimientos de mecano— ha sido construida según los códigos de honor del momento: en la Edad Media, por ejemplo, los “soldados de Dios” se caracterizaban por su obediencia absoluta al Papa o al rey. Si era mujer además debía obediencia a su marido. El mártir recibía la promesa del Paraíso o los laureles del honor, inmortalizados en las crónicas reales del momento o en los cantos populares que alababan el sacrificio del individuo en beneficio del reino, es decir, de las clases en el poder. Sin embargo, y no sin paradoja, siempre han sido las clases altas las que más han moralizado sobre la lealtad del patriota al mismo tiempo que han sido éstas las primeras en entregar sus reinos al extranjero. Así ocurrió cuando los musulmanes invadieron España en el siglo VIII o cuando los españoles invadieron el Nuevo Mundo en el XVI: en ambos casos, las elites de nobles y caudillos se entendieron rápidamente con el invasor para mantener sus privilegios de clase o de género.

Desde los primeros humanistas del siglo XVI, la lucha de clase significó una conciencia nueva, la rebelión del “villano” contra el “noble”, del lector contra la autoridad del clero. Casi simultáneamente, el pensamiento puso el dedo en otras opresiones ocultas: la opresión de género (Christine de Pisan, Erasmo, Poulain de la Barre, Sor Juana, Olimpia de Gouges, Marx y Engels) y de raza (Montesinos, de las Casas, etc.). Siglos más tarde, se consolidaron los movimientos sindicales, la crítica post-colonialista y diferentes feminismos. Con excepciones (Nietzsche), la lucha del pensamiento ha sido hasta ahora contra el Poder. A veces contra un poder concreto y no pocas veces contra un Poder abstracto.

Muchos de los logros contra la verticalidad se han realizado con un precio doble: el sacrificio del mártir y el sacrificio del individuo. La sangre de los mártires libertadores (no vamos a problematizar este punto ahora) no es despreciable; sus heroísmos, su frecuente altruismo tampoco. El problema surge cuando ese mártir es elogiado como soldado y no como individuo, no como conciencia. Y si es reconocido como conciencia se espera que sus seguidores sólo continúen la obra anulando su individualidad por razones estratégicas que se asumen provisorias y se convierten en permanentes.

Desde el poder tradicional, la lógica es la misma. Como escribió Sábato en 1951, la Tumba al Soldado Desconocido es la tumba del “Hombre-cosa”. Los Estados normalmente honran a los soldados caídos porque es una forma de moralizar sobre el virtuoso sacrificio a la obediencia. Desde niños se nos impone en las secundarias el deber de jurar por “nuestra bandera”, prometiendo morir en su defensa. Si bien todos estamos inclinados a poner en riesgo nuestras vidas por alguien más, el hecho de exigirnos un cheque en blanco firmado es la pretensión de anularnos como individuos en nombre de “la patria”, sin importar las razones para oponernos a las decisiones de los gobiernos de turno. Claro que ante esta observación siempre habrá “patriotas” dispuestos a justificar aquello que no necesitaría ser justificado si no tuviese algún sentido implícito, como lo es la construcción del soldado a través de la subliminal moralización del individuo. El proceso no es muy diferente al que es sometido un futuro suicida “religioso”: antes que nada se procede a anular al individuo a través de una moralización utilitaria y con un discurso trascendente que le promete la gloria o el paraíso.

Ahora, alguien podría decir que, según mi perspectiva, el “revolucionario” es el modelo perfecto de individuo. A esto hay que responder con una pregunta básica: “¿qué es eso de revolucionario?”. Porque si hay una costumbre en el pensamiento de segunda mano es dar por asumido los términos centrales. Si por revolucionario entendernos aquel que sale a la calle a romper vidrieras, enardecido por un discurso redentor, mi respuesta sería no. O aquel otro que, atrapado en las viejas dicotomías maniqueístas, ha aceptado como propia la división del mundo entre ángeles y demonios, entre “ellos los malos” y “nosotros los buenos”. Ese es el perfecto soldado. Dudar de que nosotros somos los ángeles y ellos son los demonios es una forma grave de traición a la patria o a la causa, al partido o a la santa religión. Durante los tiempos de la Guerra Fría —que para América Latina fueron los tiempos de la Guerra Caliente— era común justificar el asesinato de un obrero o de un cura porque era “marxista”, siendo que los soldados que cumplían apasionadamente con su deber jamás habían leído un libro de Marx ni habían escuchado las ideas de sus víctimas. Otro tanto hacían los falsos revolucionarios, tirando bombas en un ómnibus lleno de campesinos “traidores a la causa” o de “cipayos vendidos al imperio”, en nombre de un marxismo que desconocían. Y otro tanto hacen hoy en día los Mesías de turno, confundiendo el espíritu de comunidad con el espíritu de masa. Pero ¿cómo se puede ser revolucionario repitiendo los mismos discursos y las mismas estrategias políticas del siglo XIX? ¿Por qué subestiman así al pueblo latinoamericano? ¿Por qué necesitamos tirar piedritas al Imperio de turno para definirnos o para ocuparnos de nuestras propias vidas, tanto como el Imperio necesita de la demonización de la periferia para cometer sus atrocidades (también en masa)? ¿Cuándo aportaremos a la humanidad la creación de una forma de vivir nueva y propia, de la que tanto reclamaba el cubano José Martí, y no esos viejos resabios del colonialismo hispánico que Andrés Bello equivocadamente creyó muy pronto serían superados, allá a principios del siglo XIX?

La historia está llena de conservadores fortalecidos por supuestos rivales revolucionarios. En América Latina podemos observar ciclos de diez años que van de un discurso extremo al otro y a largo plazo volvemos siempre al mismo punto de partida. Porque la obra siempre es llevada a cabo por caudillos y el último siempre es presentado como el tan esperado Salvador. Pero no sólo las viejas dictaduras latinoamericanas se alimentaron siempre de este “peligroso desorden”, sino también las grandes potencias conservadoras explotaron sabiamente los peligros del margen desestabilizador para radicalizar sus imposiciones, un (viejo) orden en peligro. Así, Orden y Desorden resultaron igualmente peligrosos. La dialéctica del poder, aún en eso que por alguna razón histórica se llama “democracia”, sería imposible sin su antítesis. Por lo general existen dos partidos, dos rivales que luchan por el poder y, de esa forma, promueven la ilusión de un posible cambio. La política tradicional no cambiará nada, como no fue la política de los papas y de los emperadores que cambiaron el mundo en el Renacimiento. Suponer lo contrario sería como igualar la historia a una telenovela, donde los malos y los buenos son tan visibles que nadie cuestiona el subyacente orden social e ideológico que es reproducido con el triunfo del bueno y el fracaso del malo.

Lo que la política puede hacer es retrasar o acelerar un proceso; sus grandes obras casi siempre son retrocesos a la barbarie. Un tirano puede inventar un genocidio en pocos meses, pero nunca avanzará la humanidad a la siguiente etapa de su destino. La Reforma luterana nace en la misma conciencia crítica de los católicos humanistas del siglo XV y XVI; el mismo feminismo le debe más al Renacimiento —regreso al “hombre” después de una tradición religiosa y patriarcal— que a las actuales “soldados” que creen que la mujer es hoy más libre gracias a una acción de confrontación con el sexo tirano y no a una larga historia de cambios y evoluciones, gracias a la apasionada mediocridad de una Oriana Fallaci en el siglo XXI y no a una crítica que tiene siglos trabajando desde diferentes culturas. O como tantos otros grupos ideológicos que se levantan un día, orgullosos, creyéndose los inventores de la pólvora.

Entonces, ¿qué paso es necesario para una verdadera revolución? (Advirtamos que nunca se cuestiona la necesidad de un cambio radical; porque la realidad es siempre insatisfactoria o porque esa es nuestra tradición política.) El primer paso —según mi modesto juicio, está de más decirlo— es una negación: el pueblo latinoamericano debe romper con el antiguo círculo, negándole autoridad al caudillo, sea este de izquierda o de derecha, si es que todavía podemos dividir la política de forma tan simple. Nuestro presente no es el presente de Bolívar, de Sarmiento, de Getúlio Vargas o de Eva Perón, aunque una narrativa de la continuidad siempre es atractiva, aunque encontramos Perones por todas partes cada quince años, luchando entre sí para mantener a la masa en la misma plaza, en el mismo estado de alienación, renovando la ilusión de la novedad, que es renovar el olvido. En México dominó durante décadas un llamado “Partido Revolucionario Institucional”; ahora en Argentina hay “Piqueteros Oficiales”. Semejante oxímoron es una afrenta a la inteligencia del pueblo y una muestra de la efectividad de la masificación ideológica, casi tan perfecta como la masificación de consumo. Lo único que permanece son las pasiones y las promesas de redención, pero el mundo y hasta América Latina son otros. No inventemos la pólvora otra vez. El nuestro es el tiempo del individuo amenazado doblemente por la alienación del consumo y de la vieja política, el individuo que ha sido disuelto en la masa y en el individualismo. Seamos desobedientes a las guerras que otros inventan para sostener un sistema anacrónico, como lo es la democracia representativa —representativa de las clases dominantes o de los demagogos de turno—, sostenida no sólo por un discurso conservador sino por la supuesta amenaza de los caudillos de antaño. No hay Salvadores. Cada vez que América Latina cree descubrir al Mesías termina donde comenzó.

El segundo paso, como ya lo hemos señalado y definido hace años, es la desobediencia. El pueblo, en lugar de andar peleándose enardecidamente por un candidato o por otro, debería exigir las reformas estructurales que lleven a la participación directa en la gestión de las sociedades. Los Estados deben estar penetrados por el control ciudadano, su gestión debe ser más susceptible de cambios según los individuos y no según los burócratas de turno. Una forma nueva de referéndum deberá ser un instrumento habitual, procesado a través de los nuevos sistemas electrónicos, no como una forma excepcional para enmendar abusos del poder tradicional, sino como instrumento central de gestión y control ciudadano. En una palabra, sacar a la abusada “democracia” del prostíbulo, de un estado de aletargamiento y devolverle su principal característica: la progresiva devolución del poder a aquellos de donde proviene; el pueblo. Las decisiones sobre la producción deben residir en la creatividad de los individuos, de los grupos comunitarios antes que en los Estados o las grandes compañías monopolizadoras. La victimización del oprimido debe ser reemplazada por una rebeldía radical, una toma de acción directa del individuo, aunque sea mínima, y no una renuncia de su poder en los “padres del pueblo”, en esa eterna y confortable promesa llamada “buen gobierno”.

Yo tengo para mí que cada vez que veo, en Estados Unidos o en América Latina, una encuesta que varía dramáticamente luego de un discurso presidencial, reconozco que la desobediencia del individuo aún se encuentra lejos. El individuo aún es material e ideológicamente dependiente de la propaganda, de las decisiones y las estrategias políticas que se toman en un salón lleno de “gente importante”. Cada vez que un publicista se jacta de haber llevado a un hombre a la presidencia de un país, está insultando la inteligencia de todo un pueblo. Pero este insulto es recibido como el acto heroico de un individuo admirable. Cuando este síntoma desaparezca, podemos decir que la humanidad ha dado un nuevo paso. Un paso más hacia la desobediencia, que es como decir un paso más hacia su madurez social e individual.

 

© Jorge Majfud

The University of Georgia, mayo 2006

 

 

 

 

Esos estúpidos intelectuales

Una vez un estudiante me preguntó: “Si América Latina ha tenido siempre tantos buenos escritores, ¿por qué es tan pobre”? La respuesta es múltiple. Primero habría que problematizar algo que parece obvio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza? ¿De qué hablamos cuando hablamos de éxito? Estoy seguro que el concepto asumido en ambos es el mismo que entiende el Pato Donald y su tío: como observó Ariel Dorfman, para los personajes de Disney sólo hay dos posibles formas de éxito: el dinero y la fama. Los personajes de Disney no trabajan ni aman: conquistan —si son machos— o seducen —si son hembras. Razón por la cual nunca encontramos allí obreros ni padres ni madres ni más amor que seducción. Lo que nos recuerda que nuestra cultura del consumo estimula el deseo y castiga el placer. Y lo que me recuerda, especialmente, lo que me dijera un viejo budista en Nepal, hace ya muchos años: “ustedes los occidentales nunca podrán ser felices; porque la cultura del deseo sólo conduce a la insatisfacción”. Si aún vive aquel sabio sin zapatos, seguramente hoy se estará tirando de las barbas al ver cómo esa cultura del deseo comienza a vencer en la India hindú.

Ahora, por otro lado, a la pregunta original tenemos que responder con una pregunta retórica: “Bueno, ¿y cuándo en América Latina las estructuras de poder, los gobiernos y las empresas privadas que dirigieron la suerte de millones de personas, le hicieron algún caso a los intelectuales?”. Sí, en el siglo XIX hubo presidentes intelectuales, cuando no militares. En la siguiente centuria escasearon los primeros y abundaron los segundos. Aunque pienso que sería mejor escuchar un poco a alguien que ha dedicado su vida al estudio en lugar de tantas opiniones sobre política, economía y cultura de futbolistas y estrellas de la farándula, no creo que los intelectuales deberían tener una voz gravitante en la sociedad —como en algún momento pudieron tenerla Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por ejemplo— y menos en las decisiones de su destino. Sólo son otra voz, poco escuchada, pero otra voz. Quizás no peor que la voz de una gran parte de los políticos profesionales que, atrapados en su mismo “espíritu de partido”, deformados por la práctica de la defensa de posiciones comprometidas, de intereses estratégicos, de pasiones personales y electorales, están paradójicamente negados al ejercicio del ideal de cualquier “estadista”, o “educador”.

En el siglo XX los intelectuales fueron sistemáticamente ninguneados o expulsados por las estructuras de poder. Tal vez este tipo de marginaciones sea saludable para ambos. No lo es, creo, cuando la marginación es política y social. Observaba el Nobel argentino César Milstein, que cuando los militares en Argentina tomaron el poder civil en los ‘60 decretaron que nuestros países se arreglarían apenas expulsaran a todos los intelectuales que molestaban por aquellas latitudes. Brillante idea que llevaron a la práctica, para que tiempo después no hubiese tantos preguntando por ahí por qué fracasamos como países y como sociedades. En Brasil, el educador Paulo Freire fue expulsado por ignorante, según los golpistas del momento. Por citar sólo dos ejemplos autóctonos.

Pero este desdén que surge de un poder instalado en las instituciones sociales y del frecuente complejo de inferioridad de sus actores, no es propio sólo de países “subdesarrollados”. Poco tiempo atrás, cuando le preguntaron a la esposa del presidente de Estados Unidos cómo había conocido a su marido, confesó: de una forma muy extraña. Ella trabajaba en una biblioteca. Lo conoció allí, por milagro, porque su esposo no visita ese tipo de recintos. Paradojas de un país que fue fundado por intelectuales.

Tampoco en Estados Unidos escuchan a sus intelectuales aunque, paradójicamente, ha sido este país, en casi toda su historia, el refugio de disidentes, casi siempre de izquierdas, como Albert Einstein, Érico Veríssimo, Edward Wadie Said o Ariel Dorfman —por citar a los más moderados. Quizás por esa misma razón: porque no son escuchados, a no ser por otros intelectuales. Es más, siempre son los intelectuales, los escritores o los artistas críticos quienes encabezan las listas de los diez estúpidos más estúpidos del país. Entre los preferidos de estas listas han estado siempre críticos como Noam Chomsky y Susan Sontag. Las universidades son respetadas al mismo tiempo que sus profesores son burlados en los canales de radio y televisión como estúpidos izquierdistas porque se atreven a opinar de política, área que parece reservada a los talk shows. Esta actitud recuerda a la crítica del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez a su propia iglesia: “la no intervención en materia política vale para ciertos actos que comprometen la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir que ese principio no es aplicado cuando se trata de mantener el statu quo, pero es esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden establecido”. (Teología de la liberación, 1973).

Algo semejante podemos ver en la realidad universitaria de hoy en casi todo el mundo. Si se asume que la academia universitaria debe responder a un determinado interés político, religioso o ideológico, o a un determinado “proyecto” de sociedad, estamos anulando su principal fundamento. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. (En algún momento podríamos pensar que la idea de promover semejante equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, es excelente: las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda…)

Los intelectuales son estúpidos, y quienes hacen estas listas, ¿quiénes son? Los mismos de siempre: orgullosos hombres y mujeres con “sentido común”, como si esta falsificación del realismo no estuviera cargada de fantasías y de ideologías al servicio del poder del momento. “Sentido común” tenían los hombres y mujeres del pueblo que afirmaban que la Tierra era plana como una mesa; un hombre de “sentido común” fue Calvino, quien mandó quemar vivo a Miguel de Servet cuando se cansó de discutir por correspondencia con su adversario, sobre algunas ideas teológicas. Hombres de “sentido común” fueron aquellos que obligaron a Galileo Galilei a retractarse y cerrar su estúpida boca, o aquellos otros que se burlaban de las pretensiones de un carpintero llamado Jesús de Nazaret —asesinado por razones políticas y no religiosas.

Un personaje de la novela Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, reflexionaba: “Durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”. Y más adelante: “Quando o presidente Truman e os generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor ou sacerdote?”.

Otro brasileño, Paulo Freire, nos recordó: “existe, en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida” (Pedagogía del oprimido, 1971). Aunque provista de una incipiente y precoz consciencia historicista, la monja rebelde, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz ya había advertido otro factor ahistórico que completa la respuesta: “no puede estar sin púas que la puncen quién está en lo alto […] Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya sea de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero porque es el más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido, y se defiende menos” (Respuesta a sor Filotea, 1691).

Estas últimas observaciones nos llevan a recordar —no debería ser necesario, pero nunca se debe subestimar la ignorancia del poder— que la división no radica en intelectuales y obreros, entre “cultos” e “incultos”, sino entre aquellos que respetan y defienden la cultura y el pensamiento y aquellos otros que la atacan o la ningunean. Ejemplos hay de sobra de doctores que, llegados al poder, liquidaron las universidades y la educación del pueblo mientras otros líderes sin educación formal pero con una conciencia más sensible la defendieron a ultranza —tal vez porque reconocieron en ella el camino más sólido de liberación de la pobreza y de la opresión social que divorcia brillantes discursos con las opacas realidades que promueven.

En nuestro tiempo y en los tiempos por venir, la misión del intelectual ya no será aquella escolástica mala costumbre de desplegar una erudición sin resultados concretos sino, por el contrario, la de poder realizar diferentes síntesis conceptuales, refinar y expurgar del mar de datos, ideas y divagaciones que la futura sociedad producirá, las ideas fundamentales, los pensamientos generatrices, los peligros del entusiasmo, de la propaganda y de las narraciones ideológicas; como un médico que busca detrás de los síntomas los desórdenes funcionales. Esta tarea será como ha sido siempre crítica. Como toda verdadera crítica, deberá apuntar al menos contra dos factores: el poder y la autocomplacencia. El primero —ya lo supo Descartes—, porque todo pensamiento antes de producirse como tal debe romper primero las cadenas invisibles que lo aprisionan con ideas prefabricadas, “políticamente correctas”, “moralistas”, al servicio de un determinado interés de clase, de género, de raza, etc. La segunda, porque la autocomplacencia es, en cierta forma, una consecuencia de la opresión del poder que reproduce el mismo oprimido para evitar el segundo paso que, tradicionalmente, han estado en deuda los intelectuales: la creación. Creación de caminos, de proyectos sociales y culturales, de una nueva forma de ser que tanto reclamaron Juan Bautista Alberdi, José Martí y José E. Rodó. Tal vez este déficit se haya debido a que la tarea es gigantesca para una simple elite intelectual o porque, especialmente en América Latina, la necesaria crítica, que nunca ha sido suficiente, ha absorbido todas sus energías. Pero el desafío sigue en pié y esperando.

Los intelectuales seguirán siendo una elite, como a su manera son una elite los electricistas y los calculistas. La virtud será que estas elites dejen de representarse y ser vistas en un orden vertical y comiencen a conformar una unidad más armónica y orgánica al servicio de las sociedades y no de algunas elites entronadas en el poder social. Me dirán que los intelectuales se han equivocado feo a lo largo de la historia; y tendré que darles la razón. Pero también se equivocan los electricistas, los médicos y los calculistas. Con la diferencia que, si bien cualquiera de estos errores pueden tener consecuencias trágicas en la sociedad, el trabajo del intelectual, por su naturaleza creativa sobre lo desconocido, sobre la nada, es mucho más difícil que la tarea del calculista, por ejemplo —y lo digo por experiencia personal: calcular la estructura de un edificio en altura implica una gran responsabilidad, pero su proceso no involucra, normalmente, ninguna duda fundamental.

Ernesto Che Guevara escribió en El socialismo y el hombre: “Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren la influencia de la sociedad que los creó”.

Yo no sería tan extremista: tampoco los intelectuales tienen la fórmula de la creación de ese “hombre nuevo”, reclamado por Europa en el siglo XIX. Pero sin duda podrán ser agentes estimulantes en su creación o en su desarrollo —si no se los aplasta antes, con la persecución o el ninguneo; si ellos mismos no se precipitan antes, desde esas inútiles alturas que suelen escalar, enceguecidos por sus propios —por nuestros propios egos.

 

 

© Jorge Majfud

The University of Georgia, octubre de 2006.