Cine latinoamericano (1968-2003)

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Memorias del olvido

Utopía, resistencia y desesperanza

(1968-2003)

Jorge Majfud, PhD.

 

Índice

 

 I.      Introducción (El prostíbulo y el compromiso social)

II.      De la Utopía a la Resistencia

III.      Memoria para la Utopía

IV.      Desmemoria para el Fin de la Historia

V.      En búsqueda de la memoria perdida

VI.      Ideología del olvido

VII.      Éxito y Olvido, Ética y Memoria

VIII.      Tradición y nostalgia

IX.      Estrategias de dominación y resistencia

X.      A la búsqueda de una resistencia funcional

XI.      La pérdida de la memoria colectiva


“La simple existencia de una película latinoamericana es ya un acto de resistencia”

Ignacio Ramonet

Le Monde Diplomatique, 2003

 

           I.      Introducción

El prostíbulo y el compromiso social

 

Irwin R. Blacker, profesor de famosos guionistas como Bob Gale[1], en su guía para la creación de películas exitosas, escribió: “The premise is the basis of the conflict. The premise must be clear to the writer before he begins to write”. (Blacker, 6) “The viewer needs to know why a character acts as he does–his motivation. There must be a logical inevitability to his actions. What he does may be surprising, but when considered, it must make sense, it must be rational” (35) The viewer has been watching to see how the conflict will be resolved. He may not like an unhappy resolution, but he will like it considerably more than no resolution. (15).

La preocupación del cómo se hace una película es propia de los escritores, productores y directores de Hollywood. Un buen cómo–y, con éste, la estrella–nos garantiza éxito–ventas, rentabilidad, ganancias–. Sin embargo, la preocupación del Nuevo Cine Latinoamericano ha sido, si bien no en su totalidad, por lo menos como característica identificatoria, una mayor preocupación sobre el por qué y el para qué [I]. Si el cómo interroga las técnicas de realización de una película y mantiene un diálogo complaciente con su público, el por qué interrogará las relaciones de poder, sosteniendo un diálogo crítico y acusador con la sociedad de la cual forma parte. El cómo necesita crear un conflicto y resolverlo en la misma sala de proyección, de igual forma como el sexo se inicia y culmina en un prostíbulo. De ahí en más, el cliente saldrá satisfecho y repuesto para la producción, sin llevarse mayores recuerdos de la mujer que fingió amar. Diferente, el por qué no procura la invención de un conflicto ni su resolución dentro de la sala de proyección, ya que supone que ese conflicto es anterior a su escritura y existe actualmente en la sociedad–las relaciones de dominación, la reflexión ética, el historicismo, la lucha de clases, las ideologías transparentes, etc. Por lo tanto, el conflicto deberá ser resuelto fuera de la sala oscura. En algunos casos se proponen soluciones; en otros se reconoce la imposibilidad de las mismas–desde el arte–y sólo se limitan a la exposición de una determinada problemática social e individual.

Si bien toda película tiene un por qué, ya que se produce en un determinado contexto ideológico–Mas’ud Zavarzaeh–, no todas ejercitan la incómoda virtud de la autorreflexión. Las películas que se originan sobre la base de un brillante cómo, generalmente reproducen su contexto ideológico de una forma transparente. Sin un esfuerzo de ajuste ocular–ajuste “crítico”, para el cual generalmente no está predispuesto–el espectador nunca podrá percibirlo. Al igual que otras tradiciones del cine europeo, el Nuevo Cine Latinoamericano nació y se desarrolló con la voluntad de lecturas múltiples, muchas de las cuales consistían en una mirada crítica al propio contexto ideológico, las relaciones de poder que estructuran las sociedades de las cuales surge. Inevitablemente, su semiótica tenía que ser abierta, interrogativa. No puede haber resolución final–orgasmo ideológico–porque el mismo no se circunscribe a las reglas propias del arte. Su mayor virtud es la interrogación, la trascendencia más allá del hecho cinematográfico: el rescate de la memoria colectiva. Pero no hay memoria colectiva sin crítica, ya que en su construcción intervienen otras narraciones, un contrapunto muchas veces perverso con el olvido especializado.

Con esta voluntad, para este ejercicio intelectual, recurrió a muchos elementos, a diversas revisiones. Una de ellas, como no podía ser de otra forma, ha estado referida a una desgarrada obsesión latinoamericana: la memoria.

En este breve resumen monográfico, rastrearemos el dramático proceso de transformación que ha sufrido la memoria colectiva en América Latina a través de alguna de sus películas más celebradas y resistidas.

Procuraremos mostrar la existencia de tres etapas importantes:

I. Tiempo de la utopía social.

II.  Tiempo de la resistencia y la denuncia.

III.  Tiempo de la derrota y el nihilismo.

Cada etapa, como no podía ser de otra forma, se relaciona con las ideologías en pugna por el poder.

El proceso mostrará, además, la evolución de una derrota que va desde la acción hasta los aspectos anímicos e ideológicos. Sin embargo, no se circunscribe únicamente a un número de realizadores cinematográficos con particularidades ideológicas, sino que se extiende al contexto social desde donde surge.

En resumen, este dramático proceso, social y artístico, no será otra cosa que el diálogo desigual de la región–América Latina–con el centro ideológico, económico y militar del mundo. La propia identidad latinoamericana se define en función de sus hermanos mayores, de forma conflictiva, con resabio y admiración, con demostraciones de rebeldía y sometimiento, de joven madurez y de amnesia senil.

 

 II.      De la Utopía a la Resistencia

Poco antes de iniciarse la década del “fin de la historia”, Alfredo Guevara decía: “En 1967 no apreciábamos contradicción posible entre arte y militancia, palabra esta última de contextos y sub-textos que indebidamente la igualaban a una desmedulante rutina anti-artística” (Cuadernos de Cine Número 33, 7). Por esos mismos días, cuando tuvo lugar en La Habana el IX Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, Paul Ledux, de México, decía: “Y si Becht escribía hace años ‘Qué tiempos estos en que resulta criminal hablar de la belleza de los árboles’, propusieron cambiar la frase de aquel alemán exiliado en Hollywood y hacer que se hablara sólo de la belleza de los árboles” Más adelante, parafraseando al cuento más breve de la historia, de Monterroso, advierte sobre un presente que no es más que la continuación miserable del pasado: “Y cuando despertó, la miseria aún estaba visible en la ventana” (22, 23)

Significativo fue, también, lo que expresó Miguel Littin, de Chile. En esa oportunidad recordó el primer y ahora mítico Festival de Viña del Mar (1967), donde él mismo había proclamado: “El cine en América Latina no debe seguir el camino europeo o norteamericano. Éste no es un festival de estrellas sino de realizaciones”. (35)

La “estrella” es un producto de la burguesía, del consumismo capitalista, de la idolatría fetichista y la desmemoria, mientras que las “realizaciones”, ese cine experimental y de autor, debería ser crítico y revolucionario. Sin embargo, el mismo Littin reconoce, no sin nostalgia de viejo: “en 1967 y en 1969 nuestros sueños no tenían límites, nuestra aspiración era la revolución total, nuestro espíritu estallaba en utopías; el triunfo revolucionario parecía estar al alcance de la mano”. (36)

La amenaza de la desmovilización y el olvido se deja entrever en las palabras de Jorge Sanjinés, de Bolivia: “No se trata de insuflar de ‘religiosidad política’ al pujante Nuevo Cine Latinoamericano. Nada de eso, simplemente de no perder, en ningún momento la conciencia del grave momento histórico que vivimos en nuestros países, no perder ni un momento la conciencia del sufrimiento colectivo que padecen nuestros pueblos, porque de esa conciencia sacaremos fuerza, sacaremos la voluntad de oponernos, con lo que tenemos a mano… [Debemos] reestablecer el carácter verdaderamente antiimperialista del Nuevo Cine Latinoamericano. No tenemos que avergonzarnos hoy día de haber esgrimido ese postulado antes.” (55)

Aquí ya no se trata de alcanzar la utopía, la revolución, el estado ideal de una sociedad futura, sino de no sucumbir al caos, a la extensa derrota, al olvido. Lo que será confirmado por Carlos Rebolledo, de Venezuela: “Estamos en un período histórico de acumulación de frustración colectiva” (74). Como parte de la desmemoria, entendemos la observación de un europeo, Peter B. Schumann, de lo que entonces era la República Federal de Alemania: “¿Cómo se explica, entonces, que hoy casi no haya películas políticas radicales, ni siquiera documentales, aquí en América Latina, donde las contradicciones de clase son más agudas, donde el hambre es aún más grande, la represión más violenta, la explotación más devastadora? […] ¿Dónde están las películas que encienden la mecha, como lo hiciera la tercera parte de La hora de los hornos? […] Por lo demás, en las democracias que se han expandido en América Latina se reconoce entre los cineastas más bien una voluntad socialdemocrática de transformación en lugar de un fuego revolucionario” (109). Lo cual no es extraño, ya que el cine, si bien podría considerarse, como todo arte, una vanguardia de las movilizaciones sociales, un instrumento crítico y acusador, es también un reflejo de la sociedad en la que está inmerso.

Para terminar, Julio García Espinosa, de Cuba, recordó: “nosotros defendemos un cine que se concilie con la poesía y con la militancia. Porque el arte, compañeros, como todos sabemos […] lo mismo se encuentra en los apocalípticos que en los integrados […] en los reaccionarios que en los revolucionarios” (140).

En este breve periodo de tiempo, podremos apreciar la metamorfosis de la memoria y la esperanza, desde la confianza militante[2] de La hora de los hornos (Argentina, Solanas y Getino, 1968) al escepticismo nihilista de La vendedora de rosas (Colombia, Gaviria, 1998), treinta años después.

 

 

  III.      Memoria para la Utopía

 

Sin memoria no hay conciencia. Por lo tanto, la memoria jugará un papel decisivo en este periodo que va desde la Utopía a la Resignación. En Memorias del subdesarrollo de Tomas Gutiérrez Alea (Cuba, 1968) la dialéctica del olvido-memoria cobra una trascendencia política y económica que estructura todo el discurso-reflexión de la misma. Después de retratar la sicología de Elena durante varias escenas, Gutiérrez Alea recurre a la reflexión directa del protagonista, Sergio, para que termine de explicar, de forma por demás directa, lo que se venía presintiendo desde mucho antes: Elena es América Latina, esa mujer inconstante, inestable, que no llega nunca a madurar en su carácter. Mientras vamos viendo un resumen de sus actitudes físicas, de sus gestos, Sergio se lamenta de su incapacidad de consecuencia, de consistencia, de acumular experiencia. Los cubanos–los latinoamericanos–se adaptan al momento. Elena es la imagen del subdesarrollo–lo opuesto a Hanna, la alemana que huye del régimen nazi–: es incapaz de sostener un sentimiento, y en esta idea hay un fuerte olor a tinta nietzscheana, a su recurrencia de la voluntad, del carácter, del instinto como estado de la madurez. Tampoco el carácter del pueblo ha llegado a la madurez. Es mas, se resiste. En el juicio por abuso sexual por parte de Elena y de su familia, Sergio es absuelto por la justicia formal, pero ha salido derrotado de su experiencia con la familia de Elena (el pueblo), la que ha mostrado toda la fuerza de la rigidez cultural. “Yo he visto demasiado para ser inocente–reflexiona el protagonista–; ellos tienen demasiada oscuridad en la cabeza para ser culpables”.

Décadas después, en pleno período de desesperanza, en Mujer transparente (Cuba, 1990)–recurriendo al contraste y al flashback–se hará patética esta desmemoria responsable del fracaso: aquellos que en tiempos de la utopía huían al exilio eran calificados de “escoria humana” o, simplemente, de “gusanos”, ahora volvían en forma de turistas y eran considerados “de primera clase”. Los cubanos, como la protagonista, no sólo no tenían acceso a espacios reservados para los antiguos gusanos, sino que donde estaban eran tratados con desprecio–por sus propios compatriotas, por los empleados de esos espacios. ¿Cómo era posible esto sino gracias a una impúdica desmemoria?

También en Eva Perón (Argentina, 1996) la protagonista, al enfrentarse a los obreros, a su pueblo, recurre al juego memoria-olvido: los obreros que le hacen una huelga a Perón olvidaron los beneficios que obtuvieron de él, lo que los hará débiles o incapaces de continuar la “revolución”. También el olvido de la opresión oligarca amenaza este proyecto.

 

 

   IV.      Desmemoria para el Fin de la Historia

 

El poder de las clases dominantes no es tal si su contraparte dominada no reconoce la relación simbólica–que es anterior a la material–que los une y, por ende, debe alimentar permanentemente el símbolo. El poder no necesita de argumentos para sostenerse, pero los argumentos pueden amenazarlo. A su vez, esa relación simbólica se asienta, sobre todo, en una determinada ética y en una determinada creencia. La creencia puede ser religiosa o materialista; en ambos casos, es una promesa sobre un logro futuro, ya sea la conquista de la felicidad o la salvación de la catástrofe. Estas creencias, materialistas o religiosas, son las que hace a los humanos seres únicos en la naturaleza: su presente no se explica únicamente por su pasado sino, sobre todo, por su futuro. Estamos hoy aquí no sólo porque ayer viajamos en esta dirección, sino, sobre todo, porque mañana pensamos dirigirnos a alguna otra–nuestro presente tiene una intención.

Pero el futuro también está hecho de pasado, tanto como el pasado está hecho de futuro–de utopías. Dominar–acción propia del presente–significa controlar tanto el pasado como el futuro. Y en ambos casos la memoria es el objetivo, la materia prima con la cual la ideología dominante trabajará. Esto es, la memoria debe ser construida para un determinado fin; y construir significa seleccionar, modificar, ubicar, limpiar y desechar.

 

        V.      En búsqueda de la memoria perdida

En Latinoamérica, el Arte y el Poder son enemigos. Por lo menos cuando hablamos de Arte y Poder con mayúsculas. Mientras que los crímenes y genocidios, las desapariciones y las violaciones se perpetuaron en el silencio de la Justicia e, incluso, de las sociedades, el arte–principalmente la literatura y el cine–han tomado el desafío de recordar. Bastaría con recordar algunas películas representativas en países donde la impunidad ha marcado la conciencia–o inconciencia–de la sociedad. En este caso, sólo algunas de las películas más vistas y comentadas que se produjeron en Argentina después de la última dictadura militar(1976-1983): La historia oficial [3] (Puenzo, 1985), Hay unos tipos abajo ( Alfaro y Filippelli, 1985), La noche de los lápices (Olivera, 1986), La republica perdida (Pérez, 1986), La deuda interna (Pereira, 1988), La amiga (1989), El lado oscuro (Suárez, 1992), 1977, casa tomada (Pilotti, 1997), Por esos ojos (Arijón y Martínez, 1997), Garage Olimpo (Bechis, 1999), Botín de Guerra (Blaustein, 1999), Operación Walsh (Gordillo, 2000), Ni vivo ni muerto (Ruiz, 2001), Kamchatka, etc.

La relación de la historia y la memoria es compleja y conflictiva en cualquier sociedad y, probablemente, lo es aún más en sociedades como la rioplatense. Especialmente cuando sus historias más recientes están atravesadas por las peores violaciones a los Derechos Humanos que las Buenas Costumbres pretendieron ocultar detrás del Orden Salvador.

Pero, ¿qué recordar y qué olvidar? ¿Es bueno recordar o sólo sirve para atarnos al pasado? Hasta el momento, preguntas de este género no han sido nunca consideradas desde el discurso oficial y público sin una fuerte dosis de carga ideológica. En ocasiones, la izquierda política se ha servido de la memoria para su propia reivindicación; por otro lado, la derecha–autodefinida, no sin razón, como eterno “centro”–ha manipulado el olvido como forma de aumentar su radio de dominación económica, bajo la amenaza del “regreso al desorden” que, contradiciendo a la bandera brasileña, nos impida alcanzar el “progreso”. Y en esta carrera hacia el progreso–confundido sistemáticamente con el modelo materialista del primer mundo–todo es válido. Incluso el olvido.

 

   VI.      Ideología del olvido

Mariana Pianca, en La política de la dislocación (o retorno a la memoria del futuro), nos recuerda que esta ideología del olvido–reconocible en la posmodernidad y, sobre todo, con la aparición meteórica de los legitimadores del poder, del orden actual, del orden inevitable, del mejor de los mundos posible, de F. Fukuyama–no es una novedad, sino que había sido advertida ya en 1966 por Ángel Rama[4] bajo el nombre de “apaciguamiento ideológico” (Pianca 118).

En el caso del Río de la Plata, el olvido fue organizado por la clase política y confirmado, de alguna forma, por la resignación de gran parte de la población. En Argentina se llamó “Punto Final”, e incluyó el clásico perdón que en sociedades inmaduras, o con tendencia a la hipocresía, está reservado siempre para mayoristas del crimen organizado. En Uruguay ni siquiera existió la oportunidad de iniciar juicios contra los violadores de los Derechos Humanos, ya que una previa ley de amnistía a los subversivos debía legitimar una amnistía posterior a los militares, la que llegó con la ley de Caducidad Punitiva del Estado, la cual fue confirmada por la población en un referéndum que dividió al país en dos. También aquí se podría aplicar las palabras de Marina Pianca: “Los que continuaron tercamente preguntando, indagando, parecieron señalados como arqueólogos subversivos, desenterradores de muertos o, simplemente, provocadores” (130).

Mariana Pianca dice, recordando a Eduardo Grünter, que vivimos en un mundo que se construye y decontruye a partir de “hechos discursivos”. Cuando “percepción” y “hecho discursivo” entran en contradicción, vence el hecho discursivo, dado que tales hechos discursivos han sido legitimados por sectores hegemónicos que han logrado equiparar dicho discurso con la idea de desarrollo, de progreso, de éxito. Siguiendo a Grünter, coincidimos plenamente: “la victoria de una cultura y una ideología dominante es tanto más poderosa en la medida en que el proceso de su imposición haya pasado desapercibido” (123). Esta ideología del olvido –reconocible en la posmodernidad y, sobre todo, con la aparición meteórica de los legitimadores del poder, del orden actual, del orden inevitable, del mejor de los mundos posible de F. Fukuyama– no es una novedad, sino que había sido advertida ya en 1966 por Ángel Rama[5].

Esta dialéctica es una de las bases de la dominación moral de nuestras sociedades. Pero la estructura de esta dominación es compleja y está compuesta por distintos niveles, por esferas de dominio que no siempre son concéntricas, no siempre coinciden y, por lo general, se yuxtaponen.

Dos de estas esferas, quizás las más importantes para comprender a nuestras sociedades, se refieren a la cultura y a la ideología.

Veámoslo un instante, más de cerca.

La primera (la cultura) forma y refleja la sensibilidad de los pueblos, es objeto y sujeto al mismo tiempo; la segunda (la ideología) enmarca y, en ocasiones, dirige el pensamiento que se traduce luego en una acción de organización con fines específicos. Que sepamos, hasta ahora, toda ideología ha servido los intereses de un determinado grupo social en desmedro de otro, lo que tal vez es una antigua herencia de las guerras intertrivales y de la insoslayable lucha de clases[6]. Ricos sobre pobres, hombres sobre mujeres, blancos sobre negros, etc.

Repito que, a mi entender, una ideología –cualquiera– tiene por objetivo único la conquista del poder social –el control y dominio en el proceso de evolución del espíritu humano. (En otro momento hemos hecho la categorización de “espíritu” como la presencia del “otro” en el individuo y en la sociedad al mismo tiempo. Sin el otro –vivo o muerto– no hay espíritu humano. El “yo humano” es la composición de la herencia social e histórica, es decir, cultural; el “yo animal” –físico y psicológico– es lo único verdaderamente individual que poseemos los seres humanos).

A su vez, el poder es el principal narrador de la historia. Su narración describe sus propios actos y los predice; los provoca. A la ideología dominante (aquella que ha conseguido monopolizar el poder) se opondrán ideologías de resistencia, las que, por lo general, deberán recurrir al mismo instrumento: la moral, base legitimadora de cualquier empresa, justa o injusta, democrática o despótica, pacífica o guerrera. Por supuesto que quiero decir que también la ética es una construcción ideológica. Sin embargo, y en base a determinados principios morales, podríamos llegar a decir que la mejor de las ideologías posibles sería aquella que oprimiese al menor número de personas en beneficio del número mayor [coeficiente ideológico tendiente a cero: Ik=(Im/Imx); Ik≠0, Ik0].

Por absoluto que fuese, el poder nunca actuó sin una legitimación ética, ya sea poder religioso, económico, financiero, político o militar. Para el poder absoluto, de nada importa la racionalidad o la justicia ética de un determinado discurso legitimador: lo que importa es que el discurso ético sirva a sus intereses. Cuando deja de servirle, simplemente lo pasa por encima con un nuevo discurso. Los que sufren o resisten este poder, sólo les quedará la posibilidad de recurrir a la razón y a la construcción de una justicia, es decir, a un nuevo discurso basado en los principios construidos por la historia –para nuestro tiempo: democracia, libertad, igualdad, fraternidad. El poder dominante procurará integrar estos principios a su discurso, pero nunca a su acción, ya que por regla general interfieren con sus intereses. Y éstos siempre estarán primeros.

A la cultura le corresponde organizar el lenguaje semiótico, instrumento omnipresente que es monopolizado por la ideología dominante. Y todos sabemos que no hay nada más difícil de ver que aquello que se encuentra en todas partes.

A la ideología dominante le corresponderá la articulación de un discurso que establezca cuál es el bien y cuál es el mal (es decir, en nuestro tiempo, el progreso y el fracaso, el orden y la violencia, lo patriótico y lo antipatriótico, el héroe de guerra y el terrorista, etc.) A la cultura, en cambio, la corresponderá el papel de traducir ese discurso al lenguaje local –cuando la ideología procede de afuera–, o deberá expandirla por toda la comunidad internacional –cuando el discurso procede de un sector interior de la misma–. Por lo general, el principal instrumento transmisor de este discurso es la clase dirigente, en primer lugar, y la clase política, en segundo. El disidente se puede encontrar dentro de este segundo grupo, pero difícilmente logre infiltrarse con alguna posibilidad dentro de los primeros, sin correr el riesgo de ser absorbido o expulsado por su fuerza. Como lo desarrolla Mas’ud Zavarzaeh, el disidente terminará por formar parte de la tradición; al no significar una crítica material al orden imperante, se transformará en parte integrada del mismo[7] (Zavarzaeh 152 y 225).

Apropiándose del material de la cultura –de la tradición–, el discurso del éxito –de lo eternamente nuevo– deberá ser identificado con los personajes que en el pasado fueron figuras positivas para la cultura actual, personajes que, a su vez, fueron dibujados por la misma ideología imperante o por una ideología dominante pasada. Así, cuando la ideología del varón dominante se ve debilitada por un discurso contestatario femenino –marxista–, la ideología hegemónica procurará apropiarse de dicho discurso en beneficio propio. De esa forma, los hombres, en ocasiones y en la dosis justa, son reemplazados por mujeres, pero la dominación –económica, religiosa y financiera– de una determinada clase se mantiene. Lo mismo ocurrirá con la reivindicación de los negros. Seremos testigos de un espectáculo obsceno: el reemplazo de hombres blancos, de algunos sectores más visibles del poder, por mujeres negras. Los íconos culturales de la posmodernidad cambian al mismo tiempo que la estructura de dominación se mantiene: las masas de poblaciones negras continúan sumergidas en los extractos más bajos de las sociedades, disimuladas por brillantes excepciones públicas.

Para mantener una antigua estructura de explotación y dominación, identificándose al mismo tiempo con la modernidad, el progreso y el éxito, el capitalismo posmoderno debe manipular los recursos culturales con los que cuenta a cada instante. Debe trascender los límites de su propia región cultural, identificándose con la Libertad, la Justicia, el Bien y la Seguridad. Sus valores deben presentarse como universales, no importa sobre qué cultura, sobre qué religión extienda su Ley. Y, sobre todo, debe convencernos de que no hay alternativa a su modelo.

Pero sí la hay. Es la Sociedad Desobediente.

Sin embargo, la alternativa a una ideología dominante no es una ideología opositora que busque destronar a la primera para imponerse, a su vez, en el trono, en el centro, como fue el proyecto marxista. También las ideologías resistentes, como puede serlo el feminismo, terminan por inmovilizar el valor crítico de los individuos en beneficio de un aparato bélico. Es probable que esa construcción que llamamos Sociedad Desobediente termine por desaparecer a manos de las Fuerzas del Orden o cobre las características de una ideología. Pero aún en este caso debería tomar conciencia y distancia de los prejuicios y perjuicios que esta transformación conlleva siempre: la disfunción del pensamiento libre, radicalmente crítico, indomable –eternamente joven, porque una sociedad madura tendrá un espíritu joven o volverá a la obediencia de su infancia; paradójicamente, a la obediencia de una nueva ideología.

Bertolt Brecht alguna vez dijo que “Si las vacas hablaran no existirían los mataderos” (Pianca 134). Yo creo que si las vacas hablaran igualmente existirían los mataderos, porque existiría una ideología que las condujera a donde los ganaderos quieren que éstas vayan. No existirían los mataderos, en cambio, si las vacas hablaran y no dejaran de cuestionar el discurso, la religión de los ganaderos. Para ellas, entonces, existiría una alternativa. ¿Cómo no habría de existir, entonces, una alternativa para los hombres y mujeres que, por lo general, son más inteligentes que las vacas?

VII.      Éxito y Olvido, Ética y Memoria

En Tiempo de revancha (Adolfo Aristaran, 1981) nos ofrece una muestra de lo que podríamos llamar un “travestismo de la derrota”, que refleja no sólo las preocupaciones del arte y la filmografía latinoamericana–anotadas al inicio de este trabajo–, sino también de la sociedad toda. En el personaje encarnado por Federico Luppi–Bengoa–, tenemos a un representante del margen absorbido, al mejor estilo clásico, por el centro–un exsindicalista que procura borrar, limpiar, sanear su pasado para lograr un puesto en una mina de cobre–Por supuesto que ese centro se ha servido de un poder político despótico–la dictadura militar–, pero continúa actuando según sus mejores estrategias: la persuasión del discurso correcto, la ética de la “libre competencia”, del progreso del individuo y de la Nación. Sin embargo, esta transformación de la personalidad en un hombre ya canoso no podrá ser sostenida por mucho tiempo. Y éste presentimiento ya aparece como advertencia en su padre: “Un día te van a provocar y vas a abrir la boca”, lo cual constituye, además, una clave simbólica de la película: abrir la boca para alzar la voz de protesta ha traído hasta entonces más injusticia, represión y derrota. El margen no puede usar las mismas estrategias que el centro, porque el centro lo hace mejor, su voz es más fuerte y, lo que es peor, es más verosímil, más “centrada”, más “realista” y “madura”[8].

Tiempo de revancha culmina con una escena más simbólica que verosímil, pero necesaria: el protagonista triunfa y pronuncia una sola palabra en la ducha, en un espacio íntimo: “ganamos”. Pero luego de advertir que el enemigo permanece amenazante–ha sido ofendido pero no destruido–, se corta la lengua con la frialdad de un cirujano. La lengua no le sirvió para salvarse sino, por el contrario, terminó por someterlo y esclavizarlo. Por si fuese poco, su integración a la órbita del centro ideológico había sido gracias a su lengua. Con ella había mentido y ocultado su pasado. No la había necesitado para derrotar al poder, para revindicarse como hombre ético, para honrar su memoria y justificar su propia existencia, pero por ella podría volver a caer. Como dijo su padre al comienzo, un día iba a decir lo que no debía y volvería a perderse.

Tiempo de revancha está estructurada como una película clásica de género policial. Sin embargo, no debemos incluirla en el vasto grupo compuesto por el juego razonable, vulgar y clásico del género anglosajón. Como tantas otras realizaciones del cine latinoamericano, su épica consiste en ver su propia sociedad desde el margen. Sus defectos muchas veces son la crítica, el cuestionamiento y la incomprensión del mercado. Su mayor virtud, quizá, sea haber logrado una magnífica metáfora sobre la dialéctica del poder, una dura y ácida ironía de la lucha de clases.

Desde otro punto de vista, y no desde la tragedia de los años oscuros de las dictaduras sino desde la resignación de los integrados, podemos considerar a El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001) Aquí se expresa de forma más explícita el conflicto entre éxito económico y desmemoria, entre integración a la modernidad–o posmodernidad–del capitalismo consumista o la inquisición en la mala conciencia que ha olvidado. Quizás Norma Aleandro represente a la Argentina: ese pasado de inmigrante, casi romántico, hermoso, que se ha enfermado de olvido. Al mismo tiempo su hijo–los argentinos–luchan por lograr su reconocimiento y lo hace a través del olvido, sin que este mecanismo sea más efectivo que pernicioso.

El discurso del éxito, como lo llama Pianca (120), fue una marca profunda en la Argentina de los años ’90, con su sueño de estar ya en el “primer mundo”–promesa del presidente Carlos Saúl Menem–. Es necesario olvidar para progresar, para evitar el conflicto, el pasado. En El hijo de la novia existe no sólo este conflicto de memoria-olvido sino también de tradición-modernidad. La tradición–la familia–está salpicada por elementos de la vida norteamericana, como lo son la exposición en primeros planos de Burguer King y de la Coca-Cola. Lo nuevo del primer mundo es la imagen de progreso que ha sido impuesta por una ideología dominante, una ideología del éxito y es, al mismo tiempo, el olvido como requisito previo.

De la misma forma que podemos entender el olvido o la desmemoria como un síntoma de decadencia senil, también podemos percibir, no la incapacidad de recordar sino la voluntad de no hacerlo, como un rasgo típico de la inmadurez.

Quizá sea en el personaje del vendedor–Roberto–, en Historias mínimas (Sorín, 2002) donde más patente se hace la idea de estar perdido en un laberinto: en un laberinto dialéctico, en un laberinto psicológico, en un laberinto físico–el vendedor ha recorrido más de dos millones de kilómetros–. Andar y recorrer sin parar no es ya una forma de conocimiento, de memorización, sino de olvido. Al igual que el trabajo compulsivo del protagonista de El hijo de la novia, el viaje interminable hacia ninguna parte del vendedor en Historias mínimas, es una actividad obsesiva que anestesia, que impide la memoria y la conciencia de nuestro origen y nuestros objetivos, como individuo y como sociedad. Lo que es confirmado, a cada momento, con su propia autodestrucción y la interminable serie de reiniciaos–adaptación a nuevos trabajos, sobrevivencia con nuevos proyectos que no se llevan a cabo o se frustran con la participación de su propio autor.

VIII.      Tradición y nostalgia

 

En el caso de El hijo de la novia hay una sátira inicial al mundo contemporáneo representado, fundamentalmente, en la figura de Rafael (Darín) y la ya clásica relación de dependencia y alineación que éste mantiene con su teléfono celular.

Como no podía ser de otra forma, la sociedad se filtra en las historias familiares y personales, pero en este caso también lo hace de una forma consciente: la crisis económica argentina, la corrupción de las relaciones públicas, etc.

Sin embargo subsiste–y es razón de ese mismo conflicto–la tradición de la amistad y “la familia”, acentuada en el Río de la Plata (concretamente Buenos Aires) por la tradición italiana. Los personajes pertenecen a una familia de inmigrantes italianos, típica.

Pero la crisis (o encrucijada) no sólo es económica sino que, además, representa un cambio en las relaciones personales. Las nuevas formas de vida se filtran entre las viejas para producir un cambio negativo, la mayoría de las veces. En El hijo de la novia ese cambio está representado por el estresante mundo de los negocios que exigen al hijo vivir por y para su trabajo, en contraste con el idílico mundo de su padre quien, junto con su madre, pudo iniciar el restaurante y desarrollarlo de forma romántica, entes que puramente materialista. Aún así, la locura de la carrera no es suficiente. Apenas da para no caerse en la crisis económica y ante la competencia foránea pero a un muy alto precio: la salud de Rafael y el deterioro de sus relaciones afectivas. Éstas, no sólo están representadas en su incapacidad de comunicación con sus parejas y su hija–la cual se siente ignorada–, sino también en su relación con su madre.

Sin embargo, aquí aparece otra dimensión de El hijo de la novia, la cual traspasa el presente del protagonista: el comercio emotivo con su madre, a través de los signos afectivos, ha sido igualmente insatisfactorio y, cuando parecía haber sido resuelto por una hiperactividad laboral, en procura del éxito, se revela inmutable, como una deuda pendiente que, a causa de la enfermedad de su madre, parece imposible de pagar.

El hijo de la novia comienza con una escena que sabemos–por su técnica narrativa y fotográfica, por su vestuario, por intuición–pertenece a la infancia de alguno de los protagonistas. Niños jugando con una pelota vieja, en un escenario marginal, destruido, casi cementerio, vistiendo camisetas de los clubes de fútbol de Buenos Aires, Boca y River, desarrollan un “pequeño” conflicto de poder infantil. Es momento en que aparece el Zorro (Rafael Belverdere, en su infancia) con una onda o gomera para hacer justicia[9]. Ésta, como muchas otras escenas en la película son de corte clásico: el niño justiciero se convertirá en otra cosa, pero jamás olvidará su pasado ideal y se encargará de traducirlo y repetirlo como legitimación de sus actos futuros. Cuando se convierta en empresario gastronómico, le recordará a su padre–o, mejor dicho, pondrá en boca de su padre–que él le enseñó a luchar por “ideales”. A lo cual su padre (Héctor Alterio) se lo negará haciendo uso de la parodia y el humor.

Luego de las imágenes nostálgicas de la infancia–marca de fábrica del Río de la Plata, de la filosofía del tango, del cariño protector de “la nona”–irrumpe el presente con toda su locura–también arquetípica–: el mismo dueño de los ojos azules come apurado, al mismo tiempo que trabaja, ordena y habla por su celular en todo momento y en cualquier lugar[10]. Acentuando esta imagen de la alineación posmoderna, el teléfono celular es borrado de la imagen mediante el uso del micrófono y el audífono (lo que facilita hablar sin dejar de “trabajar”), lo cual refuerza una imagen patética: el nuevo trabajador, el empresario habla solo, está tan alienado como su madre. O más –como en muchas partes de la película se sugerirá.

Cuando los tres llegan de regreso al geriátrico, la madre dice: “Yo a tu papá no lo dejo aquí”. Luego de entrar, su imagen se superpondrá con la imagen del rostro de su hijo reflejada en la puerta de vidrio, lo cual supone un cuestionamiento: no queda claro si es “lógico” si la madre debe estar allí o con su familia, pero en todo momento se le hecha la culpa a “esa enfermedad” que sufre su madre: la pérdida de la memoria, que le impide vivir entre los demás.

El festejo del cumpleaños de la madre lo hacen el hijo y el padre en ausencia de la homenajeada, que aún vive en la misma ciudad. Esta significativa ausencia es multisignificante: la madre es una desaparecida–no está viva ni está muerta–de alguna forma, es el pasado que se ha ido. Ambos brindan con el mejor champagne a mirando una ausencia, mientras dicen: “Feliz cumpleaños, mami”. Pero, al mismo tiempo, el festejo es absurdo, carece del sujeto, quienes lo han organizado han perdido el sentido de la ceremonia, no por la demencia de la madre sino de ellos mismos, lo cual será revertido, en parte, hacia el final, lo cual comienza a fraguarse en este preciso instante.

El protagonista principal, Rafael, hará explícita sus conflictos emocionales. El quiebre de la relación con su madre–la mama, la nona protectora–a consecuencia de una desobediencia suya–el haber abandonado la carrera de abogacía–dejará una huella profunda en él, en el hijo no reconocido, no aceptado por su madre. Pero el hijo tratará de demostrarle, desesperadamente, que él “no es un inútil”, a pesar que no llegó a ser “m’ijo el dotor”. De nada servirá que su padre cuestione esta interpretación grabada en su consciente-inconsciente: “¿Quién te dijo que eras el inútil de la familia?”

En este caso conflicto de Rafael será, sobre todo, egoísta pero atendible: él necesita que su madre le reconozca su valor, pero ella ya no puede hacerlo. De todas formas, se empeña en obtener un signo de este reconocimiento y lo que obtiene es una confesión: también la madre sufrió el “desamor” de su madre.

Ahora, ¿cómo se supone que Rafael procuró superar este conflicto, esta carencia de reconocimiento maternal? A través de la obsesiva realización laboral. Una actividad que no sólo le impediría detenerse a pensar–el querer y creer que debía estar en todos los detalles de su negocio–sino que, además, le procuraría éxito: “Me ha ido mucho mejor que unos cuantos profesionales que conozco”, dice Rafael, lo cual no sólo es una realidad social en Argentina, sino un objetivo del personaje que necesita compararse con lo que estima más importante (resultado del modelo materno). Ahora, esta desesperada carrera por demostrar ese éxito laboral que, supuestamente, supliría la carencia, el protagonista necesita estar solo. Los otros y sus afectos significan un obstáculo en su carrera competitiva. Esto no sólo se refleja en la relación con su exmujer, sino con todos los demás. A su novia le propone “más libertad”, a pesar de que la quiere, a su hija le advierte: “No te pongas hincha pelotas que de vos no me puedo divorciar”.

Para mantener este orden mecánico, también las relaciones familiares, fragmentadas por las separaciones, divorcios, desencuentros, nuevas uniones, deben estructurarse como los negocios: “Hoy es jueves–dice la hija–; me toca con papá”. Acto seguido, y después de una disputa de posesión, el padre se la lleva corriendo, con la misma urgencia que lleva con sus asuntos profesionales.

Pero el  ataque al corazón debe suponer un dramático llamado de atención. Significará una inflexión en su vida, lo cual se hace patente apenas despierta en la cama del hospital. Entonces reconoce que uno de sus sueños es “irse a la mierda”.

Esa es su solución inicial: ante el conflicto irresuelto, huye–voluntad de olvido. El trabajo obsesivo también era una forma de huida, por lo cual no es en este momento cuando reconduce su vida. Irse a México a criar caballos es un cambio más de forma que de contenido.

Sin embargo, creo que la simbología más importante de El hijo de la novia–y la que estructura una trama subterránea–es la que se refiere a la zaga de El Zorro [II], el justiciero. Éste aparecerá reiteradamente, ya desde el inicio en el juego de los niños, luego en el mundo de los adultos, con frecuentes alusiones a cada personaje –como el del sargento García, etc–, o en las películas que Rafael verá en soledad en sus momentos de crisis existencial.

El Zorro es un justiciero y, como todos los arquetipos de la época, es un solitario–como El Llanero, etc–. Para este arquetipo, el éxito y la justicia dependen de un solo hombre y, por si fuese poco, es posible.

Sólo el amigo recurrirá a esta historia para contradecir al discurso positivista del héroe infantil: “Los de catorce siguen fregando a los de ocho”. Pero el Sargento García ha descubierto la triste verdad y, además, ha sido derrotado.

   IX.      Estrategias de dominación y resistencia

Para Zavarzaeh, la relación entre el centro y el margen es una relación de oposiciones, conflictiva, entre exclusión e inclusión. Su crisis es uno de los síntomas de la Posmodernidad –“[The] relation between the center and the margin […] is itself a symptom of the crisis of posmodernity and uncertainty about the norms that might “justify” and “explain” the acts one undertakes”. (169)

Sin embargo, ¿qué significa, exactamente, “crisis” de la relación tradicional entre el centro y el margen? Sin duda que ésta no ha cambiado desde el neolítico: hay un centro desde el cual se emite un discurso predominante que es, al mismo tiempo, excluyente. Quienes son perjudicados por ese discurso o quienes lo resisten deben, necesariamente, ubicarse al margen. La crisis de esta relación dialéctica significa, antes que nada, una conciencia y un cuestionamiento ético de esta relación, mucho antes que un cambio estructural–espacial–del centro tradicional.

Ahora bien, cómo somete el centro y cómo se defiende el margen, cómo reacciona el margen y cómo se reorganiza el centro?

Es importante anotar que el centro es el principal productor de “legitimaciones”, es decir, el principal redactor del discurso ético predominante. Pero este discurso necesita de un enemigo: el margen. Personalmente, creo que una de las fortalezas del centro en relación con la “res intermedia” consiste en mantener una clara relación ético simbólica con el margen. Es decir, el centro necesita del margen. Sin el peligro y la amenaza, no podría existir una dominación ideológica efectiva. Es por esta razón que el centro debe combatir el surgimiento ético-contestatario del margen, pero nunca suprimirlo completamente. Si no existiera un margen, el centro lo inventaría. Esa relación perversa que se alimenta de antagonismos ha sido una característica de casi toda América Latina. Su herencia, incluso, se ha trasmitido invisible pero poderosamente a “democracias” como la uruguaya o la argentina.

Una segunda forma de “manipulación ideológica” que practica el centro, aparte del antagonismo, es la “absorción”. Lo que también podríamos llamar, “integración de la exclusión” o “anulación del discenso[11]” (Zavarzaeh 178).

Lo que aún queda sin aclarar es si el centro es plural o no. Sabemos que el margen lo es, pero la respuesta no es tan clara cuando interrogamos al centro. Cabrían dos posibilidades: a) el centro es único, por naturaleza ideológica y de organización jerárquica; o b) el centro es una pluralidad “coherente”, es decir, capaz de integrar los distintos niveles y categorías de discursos de dominación: racial, de clase, económico, de género, etc.–una mujer de clase dominante sería, de alguna forma y al mismo tiempo, marginal por su sexo.

Sabemos que parte fundamental de la ideología dominante, la ideología “central”, consiste en asociar al margen con descalificativos éticos, como pueden serlo de orden social, sexual o de producción. Es decir, el margen es improductivo, desordenado, peligroso para el orden y la seguridad, sexualmente desviado o contra natura, inmaduro, etc.

En las películas de Hollywood, el margen finalmente se integra al centro–el hippie, el bohemio, el contestatario, la mujer “libertina”, etc., terminan fracasando o integrándose a la estructura capitalista. En ocasiones, el margen aparece como una forma inocente que cumplirá una función “reformadora” de algunos elementos disfuncionales del centro–al que deberá ayudar a recuperar su propia centralidad en tiempos de “desviación”. En otros momentos, el margen aparece reconociéndose a sí mismo como incapaz de cambios serios y como característica de la inmadurez psicológica, ideológica, productiva y moral de la sociedad a la que critica.

Por el contrario, en películas latinoamericanas como El crimen del padre Amaro el centro triunfa finalmente en la trama, pero este triunfo significa una derrota ética necesaria en la meta-trama, es decir en las lecturas probables del espectador. El centro se revela, esta vez, como inmoral, corrupto. También en esta película se da una paradoja que, aunque pueda sorprender, no es para nada propiedad de la posmodernidad, sino de los orígenes del cristianismo: el centro representa la fuerza y el poder social, la dominación, al mismo tiempo que la marginalidad ética. Desde este punto de vista, este discurso es marginal. Sólo el poder del dominante puede imponer una censura de expresión; pero el censurador es, históricamente, el que ha perdido la batalla por la legitimación ética, porque su discurso es insuficiente. El personaje del padre Natalio representa al típico marginado: se encuentra en la clandestinidad política y eclesiástica. También se encuentra marginado por el poder político, civil, representado por el periódico del pueblo. Sin embargo, es el único “héroe-ético” que sobrevive en la aniquilación ética de la película. Su derrota, la excomulgación–la separación definitiva de la corrupción y del poder– como la de Jesús, es la única forma efectiva de triunfo moral.

Como afirma el profesor de la Universidad de Berkeley, Mas’ud Zavarzaeh, el disentimiento es parte de la tradición de los sistemas actuales de dominación. La tradición integra y resuelve dos tópicos fundamentales de las sociedades capitalistas: lo nuevo y lo permanente. Para ello, la tradición recurre a la “deshistorización” de los hechos sociales y políticos. Integra en su propio discurso al “disidente”, al rebelde, como resultados necesarios de una sociedad dinámica, moderna y pluralista–democrática.

Pero esta “deshistorización” es una especie dramática y paradójica de olvido a través de la memoria, de memorización del olvido: la ingestión de los hechos históricos por  parte de una tradición ideologizada.

En el caso de América Latina, el rebelde, el subversivo, cuando no logró en un gran movimiento revolucionario destruir la estructura de dominio social–lo cual constituye la regla general–, terminó integrándose a una tradición aún más perversa: operó como justificación del dominio despótico de los poderes políticos, religiosos y militares.

 

        X.      A la búsqueda de una resistencia funcional

Zuzana M. Pick, recordando los tiempos de militancia política de los años ’60, apuntó: “As I have written elsewhere, the films of the movement called for ‘direct political action: denouncing injustice, misery and exploitation, analyzing [their] causes and consequences, replacing humanism by violence” (Pick 302).

En la búsqueda perpetua del cambio, las estrategias y las propuestas fueron diversas. Acorde con los años ’60, ésta respuesta frecuentemente se inclinó por formas violentas. Glauber Rocha lo definía de la siguiente forma: “The most noble cultural manifestation of hungry is violence” “It is the initial moment when the colonizer became aware of the colonized” (Rocha 60)

Podemos observar un cambio y conjeturar una explicación: luego de las dictaduras latinoamericanas de los años ’70 y ’80, el llamado de una acción violenta como forma de provocar un cambio–el eterno cambio que nunca llega–ha dejado lugar a una búsqueda más “humanista”–¿o simplemente moderada?–de el mismo cambio. “This discourse of ‘present-ness’ is crucial to many of the films of New Latin american Cinema” Los directores y realizadores concientemente se han involucrado en un rol protagónico como agentes de cambio social. “Their films served to make ideological positions explicit and to intervene ideologically in favor of social change through aesthetic strategies (…)” (304)

Coherente con su obsesiva búsqueda del cambio, abrumada con un presente siempre adverso, el arte latinoamericano ha buscado también obsesivamente ser un agente de cambio. Diferente al criterio Hollywoodense, donde el orden social no está en cuestión, donde, por el contrario, el esfuerzo debe concentrarse en mantenerlo antes que modificarlo. Tanto la literatura como el cine latinoamericano han buscado el cambio, ora a través de la exposición de una realidad injusta, ora a través del discurso alternativo. Es lo que el realizador argentino Fernando Birri, refiriéndose al cine de los últimas décadas, un intento de “una poética de transformación de la realidad”. (93)

Aunque con mayor escepticismo, en los años noventa el arte latinoamericano ha buscado la transformación de la sociedad pero ya no a través del sacrificio del individuo sino, precisamente, reivindicándolo. Revindicándolo ante los discursos abstractos de las ideologías de la izquierda tradicional y del llamado de la ideología dominante–la capitalista–para una renuncia a sus reivindicaciones presente con la esperanza de un logro futuro que nunca llega.

XI.      La pérdida de la memoria colectiva

Si bien encontraremos una tradición intermedia donde la memoria se convierte en la denuncia, en la reescritura de la historia olvidada, también tendremos un género “documental”, en el amplio sentido de la palabra, donde se recoge el presente y se lo convierte en memoria futura, como son los casos de La vendedora de rosas y La virgen de los sicarios.

Dentro del primer grupo podríamos ubicar, como ejemplos, a La historia oficial (Argentina, 1983), Amanecer Rojo (México, 1989), Botín de Guerra (Argentina 1999), Kamchatka (Argentina 2002). En todas, el discurso es de denuncia contra “la historia oficial”, contra la historia escrita por el poder, ya sea estatal, religioso o económico. La principal motivación de esta reescritura es política y, en todos los caos, consiste en una lucha por la recuperación de la memoria, no sólo aquella memoria ocultada por el poder sino aquella otra deformada por el mismo.

Si al comienzo decíamos, refiriéndonos a los años revolucionarios de los ’60, que no había conciencia sin memoria, ahora debemos decir que sin memoria no hay verdad.

Una tercer etapa en esta via crusis de la memoria latinoamericana la constituye la pérdida de la memoria colectiva la que, paradójicamente, se transformará en un documento futuro: en memoria del olvido.

En esta etapa vamos a mencionar dos ejemplos, como lo son La virgen de los sicarios y La vendedora de rosas. Ambas, desde propuestas diferentes, desafían la tradicional estructura del cine hollywoodense y revierten el precepto de arte como medio de diversión o de belleza, del arte como objeto estético, puramente–si alguna vez existió realmente esta forma puritana del arte sin implicaciones éticas–. Ambas películas no sólo procuran exponer una realidad dramática y conocida por muchos, sino que serán un día la mejor fuente documental para aquellos que procuren entender algo de nuestros presentes, concretamente del presente de las sociedades marginales de América Latina.

Sin embargo, aquí ya no tenemos la denuncia con el objetivo de una reescritura de la historia. Ya no se busca “recuperar” una memoria perdida, sino exponer la tragedia del olvido más desgarrador y absoluto. Mucho menos relación tiene con la memoria de la Utopía. Aquí no sólo no se busca alcanzar la sociedad perfecta, sino que ni siquiera se pretende la resistencia de una sociedad derrotada: un profundo y oscuro nihilismo, a veces autocomplaciente, recorre estas propuestas cinematográficas. Una violenta concordancia con la realidad, la degradación de la vida, la muerte–el olvido. Aquí el presente contrasta violentamente y nos señala el género cinematográfico de ciencia-ficción-catástrofe, donde el mundo ha sucumbido al caos y la gente–una clase sumergida, lejos de los poderosos, como siempre–busca desesperadamente sobrevivir entre la peor miseria y abandono, entre la violencia y la alineación. La vendedora de rosas nos dice que ese futuro ya llegó, que el caos es ahora, que el mundo ya se ha perdido. La destrucción, la decadencia–moral y material–conviven con elementos de la modernidad, con símbolos de un lejano mundo desarrollado, con el recuerdo fragmentado de objetos que alguna vez fueron útiles, que alguna vez formaron parte de un orden lleno de memoria. Sólo que aquí, a diferencia de Hollywood, no hay promesas de redención, no hay héroes organizando la resistencia, incubando la rebelión. No hay esperanza, sino la muerte. La muerte para alcanzar la liberación virginal; la muerte–como de hecho sucede–para volver a los brazos de la madre.

Para los personajes de La vendedora de Rosas, los símbolos–la memoria colectiva–han perdido su significado; el texto, su memoria. El hecho de la “pérdida de la memoria colectiva”, está acentuada no sólo por las drogas–que todo lo borran–, sino también por la edad de sus protagonistas principales–niñas, niños–y por la pobreza del lenguaje que es, en suma, memoria colectiva.

No hay ficción, en el sentido tradicional del término; los actores no son profesionales y su papel es representarse a sí mismos. O, más aún, no representan nada, sino que continúan su vida como si la cámara no estuviese presente. Ya no se trata del neorrealismo nacido de los barrios pobres de Italia y de América Latina: es crudo hiperrealismo, desechos humanos–supuestamente vivos aún–excretados a las cloacas de la ciudad moderna.

Paradójicamente, así como los huesos de un hombre primitivo sirven hoy para recordar al resto de los hombres y mujeres que lo rodearon, sin que alguno de ellos se lo haya propuesto nunca, así servirán estas memorias del olvido, para recordar lo que fuimos alguna vez–si algún día tenemos la suerte de dejar de ser eso que también que somos.

§   §   §   §

Bibliografía

  • Blacker, Irwing R. The elements of Screenwriting, Macmillan , New York, 1996.
  • Cook, David A. A history of Narrative Film, David. W.W. Norton & Company, Inc.
  • Cuadernos de Cine Número 33. El nuevo cine Latinoamericano en el mundo de hoy. Memorias del IX Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Universidad Autónoma de México. México, 1988.
  • El crimen del padre Amaro. (México, 2002) Dirección: Carlos Carrera. Producción: Alfredo y Daniel Ripstein.
  • El hijo de la novia. Argentina, 2001. Dir. Juan José Campanella. Perf. Ricardo Darín, Norma Aleandro.
  • Gómez-Tarín, Francisco Javier. Cine y revolución en Latinoamérica. IV Jornadas de Lenguas y Culturas Amerindias.
  • Historias mínimas. Argentina 2002. Dir. Carlos Sorín.
  • Kamchatka. Argentina, 2002. Dir: Piñeiro. Perf. Ricardo Darín.
  • La historia oficial. Argentina 1984. Perf. Norma Aleandro
  • La hora de los hornos. Argentina, Solanas y Getino, 1968.
  • La vendedora de rosas. Colombia, 1998. Dirección: Gaviria.
  • La virgen de los sicarios. Colombia. Guión: Fernando Vallejo. Director: Barbet Schroeder.
  • Memorias del subdesarrollo. Dir. Tomas Gutiérrez Alea, Cuba 1968
  • Pianca, Marina. La política de la dislocación (o retorno a la memoria del futuro), en Memoria colectiva y Políticas del olvido, Argentina y Uruguay, 1970-1990. Beatriz Viterbo Editora, Buenos Aires, 1997.
  • Pick, Zuzana M. The New Latin America Cinema/ A modernist Critique of Modernity. En New Latin America Cinema, Edited by Michael T. Martin, Wayne State University Press, Detroit, 1997.
  • Pick, Zuzana M., The New Latin america Cinema/ A modernist Critique of Modernity. En New Latin America Cinema, Edited by Michael T. Martin, Wayne State University Press, Detroit, 1997.
  • Rocha, Glauber, An Esthetic of Hunger. The New Latin America Cinema/ A modernist Critique of Modernity. En New Latin America Cinema, Edited by Michael T. Martin, Wayne State University Press, Detroit, 1997.
  • Selles Gómes, Paulo Emílio, “Cinema: A Trajectory within underdevelopment”, Austin: University of Texas Press, 1988.
  • Stam, Robert, Burgoyne, Robert, Flitterman-Lewins Sandy Nuevos conceptos de la teoría del cine. Ed. Piados 1999. Página 215.
  • Tiempo de revancha. Dirección: Adolfo Aristaran. Guión: Emilio Kauderer. 1981
  • Zavarzaeh, Mas’ud, Seeing Films Politically, pg. 169. State University of New York Press, Albany, 1991.



[I] La diferencia y el acento del por qué sobre el cómo es una de las condiciones básicas en el curso de “Cine latinoamericano” del Dr. José Álvarez, en la Universidad de Georgia.

[II] Serie norteamericana popular entre los niños del Río de la Plata durante los años ’60 y ’70.


 

NOTAS  FINALES

[1] Bob Gale, screenwriter of Bak to the Future.

[2] Recientemente, Francisco Gómez Tarín (Gómez, 6) anotó que cuando hablamos de “cine revolucionario” en América Latina, no nos referimos a una revolución puramente artística –como podrían serlo gran parte de las vanguardias europeas de principios de sigo XX–sino de un cine de intervención.

[3] Premio Oscar.

[4] Ángel Rama, revista Marcha, Montevideo 20 de mayo 1966. Citado por Marina Pianca en La política de la dislocación (o retorno a la memoria del futuro), en Memoria colectiva y Políticas del olvido, Argentina y Uruguay, 1970-1990. Beatriz Viterbo Editora, Buenos Aires, 1997.

[5] Revista Marcha, Montevideo 20 de mayo 1966: reflexiones sobre el “apaciguamiento ideológico”.

[6] En los últimos tiempos, se ha recurrido a sofisticados discursos legitimadores para ocultar el sol pretendiendo que esta lucha –la lucha de clases– no existe Tanto, que la sola pronunciación de estas pocas palabras descalifica a cualquiera como “marxista fracasado”, cuando todos sabemos que si hoy los verdaderos marxistas son pocos, eran menos aún antes de la caída del muro de Berlín.

[7] “People may ‘dissent’, but dissent, it is implied, is really a form of adolescent political tantrums: one grows up and recovers from it or one regresses into life-long infantilism and is thus banished from the society of adults. (pg. 152) [Dissent] is ineffective because it is an idealistic distancing from the existing institutions of capitalism and not a materialist critique of its operations nor an intervention in its economic order and class organizations of culture.” Mas’ud Zavarzaeh, Seeing Films Politically, pg. 169. State University of New York Press, Albany, 1991. (pag. 255)

[8] “Soy un angelito –dice el viejo amigo–. No protesto. Hay que morfar. Yo les sigo el juego. No hablés, no protestés. Esto es el infierno”.

[9] Podría ser intencional el hecho de que El Zorro viste la camiseta de Boca Juniors –representante de lo popular, al extremo–y es perseguido por su clásico oponente deportivo y barrial, River Plate, –los “millonarios”

[10]La pareja de ancianos enamorados es alternativamente mostrada con el hijo de fondo, hablando frenéticamente por su teléfono celular. A las palabras calmas y comprensivas del padre contrasta la incomprensión del hijo y su vocabulario lleno de insultos y exabruptos del hijo.

[11][Hollwood films] attempt to recuperate the radical margin as a “reformist” discourse. The margin and its discourses, in a gesture of open-mindedness, as seen as having a “positive” effect on the center” Op. Cit. p. 170. “[en Desperately Seeking Susan ] margin that can form a moral coalition with the center” (178)

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cine pilitico

 

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La naturaleza erótica del poder

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El espectáculo del músculo

Los levantadores de pesas olímpicos, los boxeadores profesionales se someten a una rigurosa disciplina que construye y mantiene ese aparato muscular que cada día amenaza con desinflarse con asombrosa facilidad. El músculo necesita ejercitarse cada día para evitar la decadencia.

Pero el poder en toda su plenitud es algo más que simple fuerza muscular. El poder se construye con la fuerza psicológica del dominante y con la supuesta debilidad del dominado. Porque la vocación y el sentido último del poder consiste en liberar su energía sobre algo, la mayoría de las veces sobre alguien.

Podríamos considerar al fisicoculturismo como la abstracción inocente de la primitiva actitud de presumir de la fuerza propia para impresionar la debilidad ajena. En la mayoría de las especies animales, el macho infla alguna parte de su cuerpo, despliega todas sus plumas, organiza una danza ancestral, ruge, grita para impresionar a las hembras y a otros machos. ¿Qué otro sentido tendría ese clásico sinsentido de ir a la guerra con una banda de músicos suicidas al frente? Sólo dominando el ánimo ajeno una fuerza muscular puede ejercer plenamente su poder.

Probablemente estas leyes biológicas y psicológicas se aplican también a escala social e histórica. Cuando el desafío al poder de turno no existe se lo inventa. Porque como el sexo y el erotismo, el poder no puede estar inactivo mucho tiempo. Cuando un imperio o un pequeño dictador ven su poder en cuestión, inventan algún conflicto. Una guerra, un desplazamiento de armas, un desfile descomunal de tanques y soldados que se mueven como máquinas ante las narices de su propio pueblo y ante los ojos del resto del mundo.

Porque el poder es así de ridículo y así de trágico.

* * *

El erotismo del poder

En el erotismo clásico, la hembra, como las flores, seduce por su demostración de debilidad. La belleza de la fragilidad femenina es el premio al ejercicio del poder masculino. Probablemente este precepto y percepción de la belleza femenina es un invento masculino del neolítico y un éxito del Renacimiento primero y de Hollywood después.

Lo femenino seduce porque lo masculino conquista hasta que vence el sexo. Es un triunfo puramente simbólico y, por lo tanto, más real que la realidad. En el lenguaje tradicional este juego de poderes se describe con palabras como poseer y ser poseído, en “te haré mía” y “hazme tuya”, en símbolos como la bandera que alguien clava en la cumbre de una montaña, en una tierra conquistada o en la Luna misma.

El erotismo es tensión social que el sexo relaja. Luego llamamos arte a todo lo que contribuye al incremento de esta tensión y pornografía al resto del proceso. Por esta razón, una de las fórmulas eróticas más practicadas y menos reconocida consiste en incrementar deliberadamente esta tensión de opuestos por la distancia que media entre lo femenino y lo masculino, lo rico y lo pobre, la belleza y la fealdad, la fragilidad y el poder. De ahí la obsesión literaria y, sobre todo, la obsesión de la cultura popular y de la cultura del consumo, por lo femenino de las clases altas posando y contrastando en algún peligroso y decadente barrio de paredes despintadas, de las reinas de la música pop norteamericanas grabando sus eróticos videoclips en las favelas de Rio de Janeiro. (Para la cultura del consumo, no hay música sin excitación sexual.)

Así, como en todo carnaval, el mendigo se viste de rey, el pobre vence en el sexo, el poder se trasviste de hembra —el poder es un travesti de corazón—, la clase alta se humilla por un día, and so on.

Este orgasmo, simbólico y real, es la liberación final de la tensión social organizada por el poder. De la misma forma, en culturas más antiguas, faraones, emperadores y reyes debían sufrir y sangrar ante su pueblo una vez al año para legitimar su poder.

El amor se despliega con los mismos actos y gestos, y suele estar entreverado, pero es otra cosa.

Claro, como todo lo humano, el amor nunca se encuentra en estado químicamente puro y casi siempre se encuentra contaminado de odios, celos, envidias y todos los demás tóxicos que derivan del poder dominante.

Porque el poder dominante define las reglas del erotismo pero nada tiene que ver con el amor.

* * *
La conquista de la Luna

Porque el hombre no pisó la Luna. El hombre se la clavó.

El objetivo real de la millonaria empresa norteamericana, irguiendo el descomunal pene del Saturn V, fue la conquista simbólica, la demostración de poder ante el otro macho vencido, la Unión Soviética.

El primer hombre en la Luna fue Neil (en escocés y en irlandés, “campeón”) Armstrong, que si separamos como “Arm-strong”, en inglés significa “brazo fuerte”. Amstrong no tuvo ninguna misión práctica. El objetivo central fue la derrota del rival mediante la conquista de la Luna —es decir, de la Tierra.

El vencido tuvo que conformarse con ver al Águila, símbolo de la posesión, clavando el mástil de su bandera en el femenino más famoso de la historia, desde los mitos más antiguos hasta los poetas más modernos.

Posteriormente surgieron las teorías que negaban semejante hecho, blandiendo medio centenar de excusas fácilmente refutables, lo que también se asemeja a la negación del vencido en la conquista amorosa. El vencido confirma su derrota dedicando sus energías a difamar al vencedor.

Jorge Majfud

Febrero, 2010

Revista Amauta (Peru)

La Republica (Uruguay)

Realidad y ficción

Old books

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Realidad y ficción


El mercado de diversión y la literatura de conversión

Aceptemos la razón de que la literatura debe entretener. Pero ésta no es una razón suficiente, ni siquiera necesaria. Si esa fuese la función de la literatura —o de las literaturas—, ¿qué valor la diferenciaría de la lectura de Playboy o de la revistaCaras? ¿No es, acaso, muy divertido hurgar en las infidelidades de la princesa de Mona Co., en las extravagantes costumbres del actor mejor pagado de Hollywood o del Sol de México? ¿No es divertido enterarse cómo los semidioses tienen problemas igual que nosotros? No solo es divertido, cada tanto uno se puede hacer con algún pensamiento profundo, al estilo Luis Miguel: “no es cierto que vivo en un palacio; me duelen las cosas malas que pasan en el mundo y celebro las cosas buenas que hay en el mundo”.

Aceptemos la razón de que la literatura es emoción. Pero ¿qué valor la diferenciaría de un sueño cualquiera? ¿Por qué los libros de filosofía deben pensar y las novelas deben sentir? ¿No es este fenómeno otra dislocación, otra alineación típica de la Era Moderna que separó ética de estética, política de religión, arte de ciencia, hechos de ficción, verdad de imaginación, individuo de sociedad, hombre de naturaleza?

Aceptemos la razón de que la literatura es la expresión subjetiva del individuo contra la objetividad de la razón. Pero si fuese solo eso ¿qué valor la diferenciaría de la guía telefónica? También la guía telefónica de nuestro pueblo está llena de personajes, unos reales, otros ficticios, unos amados y otros insoportables, calles, nombres y números que representan muchas emociones para cada uno de nosotros. Sin embargo no nos referimos a la guía telefónica cuando hablamos de literatura.

Claro, alguien dirá que la concepción que estamos a punto de proponer considera a la literatura como algo por lo menos sagrado, un castillo en las nubes desde el cual se puede ver la realidad, una trinchera política donde se puede sufrirla. Y sí. Si este fuese un ensayo teológico comenzaría diciendo que la literatura es el medio que los dioses más importantes han elegido como medio de expresión a lo largo de la historia. Para liberar y para oprimir. En el siglo XX hubo muchos intentos de usar la televisión para el mismo propósito pero con tan pobres resultados que tarde o temprano terminaban recurriendo a la palabra, a la literatura. A mala literatura, pero a literatura al fin. Sin embargo no se trata de un ensayo teológico sino apenas un bosquejo sobre el valor de la literatura más allá de las distintas etapas de la historia y, sobre todo, más allá de los distintos usos y los mismos lugares que el mercado le ha asignado (ahora, muy sugestivamente se dice “nichos”; no capillas, ni bastiones, ni estante, ni vitrina, ni puestos de feria sino “nichos”).

Así como a los pueblos colonizados se les ha dado desde siempre la libertad de hacer lo que quieran dentro de unos limites específicos, es decir, se le ha dado libertades de guetos, de quilombos y de reservas, también ha habido una cruzada contra la literatura que cae mas allá de los limites del gueto ideológico del mercado, del consumismo y de la diversión, todos ejercicios de consolación, de domesticación y de obediencia social, no pocas veces en nombre de la rebeldía y la liberación. Porque si hay un recurso efectivo para la mansedumbre y la neutralización del oprimido es hacerle creer que es un rebelde. Un rebelde de gueto. Y de ahí la literatura de la complacencia.

Toda ficción, por fantástica que sea o pretenda ser, forma parte del mundo real, desde el momento en que, en lo más profundo, habla más de la realidad general del presente y la historia que de la fantasía particular de su autor. ¿De qué hablan inocentes fantasías llamadas Tarzán de los monos o King Kong sino de los valores racistas e imperialistas del mundo anglosajón de principios del siglo XX? Estas ficciones reproducen y confirman una realidad negándola con la máscara de la supuesta libertad creadora de su autor y, sobre todo, de la inocencia de la diversión. Por ello son etiquetadas como “historias fantásticas”. Otras ficciones, por el contrario, tienen la voluntad de mirar esa realidad a través de la no menos realista perspectiva de la ficción. ¿Qué son La metamorfosis de Kafka o Modern Times de Chaplin —una a través de la angustia y la otra a través del humor— sino dos agudísimas miradas sobre sus propios tiempos?

También así el periodismo de las grandes casas más tiene de ficción que narra la voz del poder internacional que de objetividad de una realidad concreta e independiente de ese poder. Y así como también hay un espacio —siempre minoritario, a veces microscópico— para el periodismo de denuncia y la crítica radical, también ha de haber un lugar para una literatura que no se conforme con la complacencia y la diversión.

Pero nuestra cultura del consumismo ha hecho de “la plena satisfacción del consumidor por un buen producto” un valor moral, ya sea cuando se trata de elegir presidentes, literatura, guerras lejanas, dietas, informativos, religiones o destapadores de botellas. Por si fuera poco, parte del consumo incluye la idea de la plena libertad del consumidor. Cuando el consumidor no queda complacido, tiene el derecho de cambiar de canal o de devolver el producto —excepto si son presidentes— y exigir el retorno del dinero.

Una vez alguien escribió un artículo exaltando la superioridad del sistema socialista sobre el capitalista en la producción industrial. Ernesto Che Guevara le contestó que los argumentos carecían de fundamento objetivo, que el propósito del Hombre Nuevo no consistía en competir en esa área de la pura producción de bienes materiales y que, sobre todo, no había que confundir deseo con realidad. Podemos observar que esta idea —hay un mundo real y otro ficticio— es cierta para los débiles. Cuando los débiles confunden deseo con realidad son derrotados. Cuando los fuertes confunden deseo con realidad la realidad es derrotada. De igual forma, la idea de que la historia es una narración basada en hechos y la ficción carece de ese fundamento, se comete una doble imprecisión. Primero, porque gran parte de la historia se basa en ficciones que proceden del poder; tanto la realidad como las percepciones sobre la realidad en gran medida son sus propias creaciones. Segundo, porque toda ficción basa su fenómeno en una realidad concreta, sea una realidad económica o una realidad virtual creada por el poder que deriva de esa economía o —en una visión no marxista, si se quiere—, una realidad creada por una tradición espiritual establecida en un momento critico de la historia, como puede serlo un libro sagrado, una constitución mítica como la de Estados Unidos o una variada plétora de mitos fundadores.

La literatura no escapa a nada de eso. Es ficción que forma parte de una realidad y, quiera o no, la expresa y la modifica. ¿Qué es El Quijote sino una parodia de una tradición literaria moribunda —la literatura de caballería— que expresa mejor que cualquier libro de historia la realidad de su época? Y como los seres humanos cambiamos, pensamos diferente, vemos el mundo de diversas formas y aun así somos los mismos seres humanos, más allá de las culturas y de los periodos de la historia, resulta casi inevitable que una obra como El Quijote, que haya ido tan lejos en la expresión de la razón y la locura humana, hable también de hombres y mujeres que no vivieron en su tiempo. Sí, El Quijote, a diferencia de otras novelas que han resistido la erosión de la historia, fue un éxito de ventas. Pero a diferencia de muchos otros éxitos de ventas de la época solo El Quijote es El Quijote. Porque hay algo más que pura diversión. Algo más. Ese algo más no puede ser formulado en las oficinas de marketing; ni siquiera es agotado por los mejores críticos. Y la historia paga ese algo más rescatando de vez en cuando una obra, más tarde o más temprano, del olvido.

De acuerdo, tampoco tenemos derecho nosotros a levantar a un obrero deslomado de un sillón confortable para decirle que esa película de acción, esa revista de Caras, esa novela con su happy ending, son instrumentos ideológicos, analgésicos que lo ayudan a olvidar su propia realidad, en lugar de exigirle recordar quién es y dónde está. No, dejen a ese pobre hombre, a esa pobre mujer que descanse. Pero no que descase en paz.

Un derecho similar tienen aquellos que reaccionan contra el prostíbulo que estratégicamente se llama “válvula de escape”.  ¿Por qué los escritores deberían ser meros consoladores, renunciando al más noble compromiso de incomodar con interrogantes radicales? ¿Es divertida la televisión que consume el pueblo? Aparentemente sí, de otra forma programas tan vacíos sobre la farándula no tendrían tanta audiencia. Esta excitación es el mayor anestésico colectivo. Como un músculo que se lo golpea varias veces para insensibilizarlo antes de vacunar la carne. ¿Qué ese gusto no es un producto biológico sino un gusto creado por la industria de la diversión? Sí. ¿Que ese producto inocente es lo menos inocente que existe en el mundo, como una dulce droga cuyos efectos son ocultos por la misma droga? También.

Al menos que por algún camino y en algún momento se haya perdido la inocencia. Entonces ya no basta el bombardeo de símbolos a los que diariamente es expuesta una población entera para volver a la época de la inocencia. Y es en esta ruptura, en esa perdida de la inocencia que la crítica radical tiene un rol decisivo.

Jorge Majfud

Lincoln University

Febrero 2009.

Inocencia del arte, ideología de la neutralidad

La idea de que el arte está más allá de toda realidad social se parece a la teología descarnada que proscribe interpretaciones políticas en la muerte de Jesús; o a las mitologías nacionalistas impuestas como sagrados valores universales; o a los templarios del idioma, que se escandalizan con la impureza ideológica de la lengua que usan los pueblos rebelados. En los tres casos, la reacción contra interpretaciones o deconstrucciones sociales, políticas e históricas tiene un mismo objetivo: la imposición social, política e histórica de sus propias ideologías. La misma “muerte de las ideologías” fue una de las ideologías más terribles ya que, al igual que los otros estados dictatoriales del status quo, presumía de pureza y de neutralidad.

En el caso del arte, dos ejemplos de esta ideología se tradujeron en la idea de “el arte por el arte”, en Europa, y del Modernismo en Hispanoamérica. Este último, si bien tuvo el mérito de reflexionar y practicar una visión nueva sobre los instrumentos de expresión, pronto se reveló como la “torre de marfil” que era. No sin paradoja, sus mayores representantes comenzaron cantándole a blancas princesas, inexistentes en el trópico, y terminaron convirtiéndose en las máximas figuras de la literatura comprometida del continente: Rubén Darío, José Martí, José E. Rodó, etc. Décadas más tarde, el mismo Alfonso Reyes reconocerá que en América latina no se puede hacer arte desde la torre de marfil, como en París. A lo sumo, en medio del realismo trágico se puede hacer realismo mágico.

Las torres de marfil nunca fueron construcciones indiferentes a la crudeza de la realidad del pueblo, sino formas nada neutrales de negación de la misma, por el lado de los artistas, y de consolidación de su estado, por el lado de las elites dominantes (políticamente dominantes, se entiende). Hay variaciones históricas: hoy la torre de marfil es una estratégica atalaya, un minarete o un campanario laico levantado por el mercado de consumo. El artista es menos el rey de su torre, pero su labor consiste en hacer creer que su arte es pura creación, incontaminada por las leyes del mercado o con la moral y la política hegemónica. Porque más que de contradicciones —como afirmaban los marxistas— el capitalismo tardío está construido de sutiles coherencias, de pensamiento único, etc. El capitalismo es consecuente con sus contradicciones.

La explicación de los más fieles consumidores de arte comercial es siempre la misma: buscan una forma sana de diversión que no esté contaminada de violencia o de política, todo eso que abunda en los informativos y en los escritores “difíciles”. Lo que nos recuerda que pocos partidos hay tan demagogos y populistas como el partido imperial del mercantilismo, con sus eternas promesas de juventud eterna, de satisfacción plena y de felicidad infinita. La idea de “diversión sana” lleva implícito el entendido de que la ficción fantástica o la ciencia ficción son géneros neutrales, aparte de la historia política del mundo y aparte de cualquier manipulación ideológica. Hay por lo menos cinco razones para este consenso: (1) también así pensaban grandes de la literatura, como Jorge Luis Borges; (2) escritores mediocres han confundido frecuentemente la profundidad o el compromiso del escritor con el panfleto político; (3) es lícito entender el arte desde esta perspectiva purista, porque el arte también es diversión y pasatiempo; (4) la idea de neutralidad es parte de la fuerza de una cultura hegemónica que es todo menos neutral; por último, (5) se confunde neutralidad con “valores dominantes” y a éstos con lo universal.

A partir de aquí, creo que es muy fácil advertir al menos dos grandes tipos de arte: (1) aquel que busca dis-traer, di-vertir. Es decir, aquel que procura “salirse del mundo”. Paradójicamente, la función de este tipo de arte es la inversa: el consumidor sale de su rutina laboral y entra en este tipo de ficción pasatista para recuperar energías. Una vez fuera de la sala onírica del cine, fuera del best-seller mágico, la obra no importa más que por su valor anecdótico. Es el olvido lo que importa: dentro de la obra se procura olvidar el mundo rutinario; al salir de la obra, se procura olvidar el problema planteado por la misma, ya que siempre es un problema inventado al comienzo (el muerto) y solucionado al final (el asesino era el mayordomo). Esta es la función del happy ending. Es una función socialmente reproductiva: reproduce la energía productiva y los valores del sistema que se sirve de ese individuo agotado por la rutina. La obra de arte cumple aquí la misma función que el prostíbulo y el autor es apenas la prostituta que cobra por el placer reparador.

Diferente es el tipo de arte problemático: no es confort lo que ofrece a quien entra en su territorio. No es olvido sino memoria lo que le reclama a quien sale de él. El lector, el espectador no olvidan lo expuesto en ese espacio estético porque el problema no ha sido solucionado. La gran obra no soluciona un problema porque no ha sido ella quien lo ha creado: es la exposición del problema existencial del individuo, lo que se llevará al salir de ella. Está claro que en un mundo consumista este tipo de arte no puede ser el prototipo ideal. Paradójicamente, la obra problemática es una implosión del autor-lector, una mirada hacia adentro que debería provocar una conciencia crítica en el exterior que lo rodea. La obra pasatista es lo inverso: es anestesia que impone el olvido del problema existencial reemplazándolo con la solución de un problema creado por la obra misma.

Quiero decir que, al reconocer las múltiples dimensiones y propósitos de una obra de arte —que incluye la diversión y el solo placer estético—, significa también reconocer las dimensiones ideológicas en cualquier producto cultural. Es decir, también una obra de “pura imaginación” está recargada de valores políticos, sociales, religiosos, económicos y morales. Bastaría con poner el ejemplo de la ciencia ficción en Julio Verne o de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares. La invención de Morel (1940) calificada por Borges como perfecta, es también la perfecta expresión de un escritor de la clase alta argentina que podía darse el lujo del cultivo de la imaginación más descarnada en medio de una sociedad convulsionada por “la década infame” (1930-1943) Un lujo y una necesidad para una clase que no quería ver más allá de su estrecho círculo llamado “universal”. ¿Qué hay más alejado de los problemas de la Argentina del momento que una isla perdida en medio del océano, con una máquina reproduciendo la nostalgia de una clase alta, hedonista por donde se la mire, con un individuo perseguido por la justicia que busca un Paraíso sin pobres y sin obreros? ¿Qué más alejado de un mundo en medio del holocausto de la Segunda Guerra mundial?

La libertad, quizás, sea la principal característica diferencial del arte. Y cuando esta libertad no le da vuelta la cara a la realidad trágica de su pueblo, entonces la característica se convierte en conciencia moral. La estética se reconcilia con la ética. La indiferencia nunca es neutral; sólo la ignorancia es neutral, pero resulta un problema ético y práctico promoverla en nombre de alguna virtud.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

The Terrible Innocence of Art

The idea that art exists beyond all social reality is similar to the disembodied theology that proscribes political interpretations of the death of Jesus; or to the nationalist mythologies imposed like sacred universal values; or the templars of language, who are scandalized by the ideological impurity of the language used by rebellious nations. In all three cases, the reaction against social, political and historical interpretations or deconstructions has the same objective: the social, political and historical imposition of their own ideologies. The very “death of ideologies” was one of the most terrible of ideologies since, just like the other dictatorial states of the status quo, it presumed its own purity and neutrality.

In the case of art, two examples of this ideology were translated in the idea of “art for art’s sake” in Europe, and in the Modernismo of Spanish America. This latter, although it had the merit of reflecting upon and practicing a new vision with regard to the instruments of expression, soon revealed itself to be the “ivory tower” that it was. Not without paradox, its greatest representatives began by singing the praises of white princesses, non-existent in the tropics, and ended up becoming the maximal figures of politically-engaged literature of the continent: Rubén Darío, José Martí, José Enrique Rodó, etc. Decades later, none other than Alfonso Reyes would recognize that in Latin America one cannot make art from the ivory tower, as in Paris. At most, in the midst of tragic realism one can make magical realism.

Ivory towers have never been constructions indifferent to the rawness of a people’s reality, but instead far from neutral forms of denial of that reality, on the artists’ side, and of consolidation of its state, on the side of the dominant elites (politically dominant, that is). There are historical variations: today the ivory tower is a watchtower strategy, a secular minaret or belltower raised by the consumer market. The artist is less the kind of his tower, but his labor consists in making believe that his art is pure creation, uncontaminated by the laws of the market or with hegemonic morality and politics. At the foot of the stock market tower run rivers of people, from one office to another, scaling in rapid elevators other glass towers in the name of progress, freedom, democracy and other products that spill from the communication towers. All of the towers raised with the same purpose. Because more than from contradictions – as the Marxists would assert – late capitalism is constructed from coherences, from standardized thought, etc. Capitalism is consistent with its contradictions.

The explanation of the most faithful consumers of commercial art is always the same: they seek a healthy form of entertainment that is not polluted by violence or politics, all that which abounds in the news media and in the “difficult” writers. Which reminds us that there are few political parties so demagogic and populist as the imperial party of commercialism, with its eternal promises of eternal youth, full satisfaction and infinite happiness. The idea of “healthy entertainment” carries an implicit understanding that fantasy and science fiction are neutral genres, separate from the political history of the world and separate from any ideological manipulation. There are at least five reasons for this consensus: 1) this is also the thinking of the literary greats, like Jorge Luis Borges; 2) mediocre writers frequently have confused the profundity or the commitment of the writer with the political pamphlet; 3) it is justifiable to understand art from this purist perspective, because art is also a form of entertainment and pastime; 4) the idea of neutrality is part of the strength of a hegemonic culture that is anything but neutral; lastly, 5) neutrality is confused with “dominant values” and the latter with universal values.

At this point, I believe that it is very easy to distinguish at least two major types of art: 1) that which seeks to distract, to divert attention (“divertir” means to entertain in Spanish). That is to say, that which seeks to “escape from the world.” Paradoxically, the function of this type of art is the inverse: the consumer departs from his work routine and enters into this kind of entertaining fiction in order to recuperate his energies. Once outside the oneiric lounge of the theater, outside the magical best-seller, the work of art no longer matters for more than its anecdotal value. It is the forgetting that matters: within the artwork one is able to forget the routine world; upon leaving the artwork, one is able to forget the problem presented by that work, since it is always a problem invented at the beginning (the murder) and solved at the end (the killer was the butler). This is the function of the happy ending. It is a socially reproductive function: it reproduces the productive energy and the values of the system that makes use of that individual worn out by routine. The work of art fulfills here the same function as the bordello and the author is little more than the prostitute who charges a fee for the reparative pleasure.

Different is the problematic type of art: it is not comfort that it offers to whomever enters into its territory. It is not forgetting but memory that it demands of he who leaves it. The reader, the viewer do not forget what is exhibited in that aesthetic space because the problem has not been solved. The great artwork does not solve a problem because the artwork is not the one who has created it: the exposition of the existential problem of the individual is what will lead to departure from it. Clearly in a consumerist world this type of art cannot be the ideal prototype. Paradoxically, the problematic artwork is an implosion of the author-reader, a gaze within that ought to provoke a critical awareness of one’s surroundings. The entertaining artwork is the inverse: it is anasthesia that imposes a forgetting of the existential problem, replacing it with the solution of a problem created by the artwork itself.

I mean to say that, recognizing the multiple dimensions and purposes of a work of art – which include entertainment and mere aesthetic pleasure – means also recognizing the ideological dimensions of any cultural product. That is to say, even a work of “pure imagination” is loaded with political, social, religious, economic and moral values. It would suffice to pose the example of the science fiction in Jules Verne or of the fantastical literature of Adolfo Bioy Casares. Morel’s Invention (1940), considered by Borges to be perfect, is also the perfect expression of a writer of the Argentine upper class who could allow himself the luxury of cultivating the starkest imagination in the midst of a society convulsed by the “infamous decade” (1930-1943). A luxury and a necessity for a class that did not want to see beyond its narrow so-called “universal” circle. What could be farther from the problems of the Argentina of the moment than a lost island in the middle of the ocean, with a machine reproducing the nostalgia of an unbelievably hedonistic upper class, with an individual pursued by justice who seeks a Paradise without poverty and without workers? What could be farther from from a world in the midst of the Holocaust of the Second World War?

Nevertheless, it is a great novel, which demonstrates that art, although it is not only aesthetics, is not only politics either, nor mere expression of the relations of power, nor mere morality, etc.

Freedom, perhaps, may be the main differential characteristic of art. And when this freedom does not turn its face away from the tragic reality of its people, then the characteristic turns into moral consciousness. Aesthetics is reconciled with ethics. Indifference is never neutral; only ignorance is neutral, but it proves to be an ethical and practical problem to promote ignorance in the name of some virtue.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La inmoralidad del arte, la maldad de los pobres

El pasado mes de octubre, en un encuentro de escritores en México, alguien del público me preguntó si pensaba que el sistema capitalista caería finalmente por sus propias contradicciones. Momentos antes yo había argumentado sobre una radicalización de la modernidad en la dimensión de la desobediencia de las sociedades. (*) Aunque aún debemos atravesar la crisis del surgimiento chino, la desobediencia es un proceso que hasta ahora no se ha revertido, sino todo lo contrario. Lo cual no significa abogar por el anarquismo (como se me ha reprochado tantas veces en Estados Unidos) sino advertir la formación de sociedades autárticas. El estado actual, que en apariencia contradice mi afirmación, por el contrario lo confirma: lo que hoy tenemos es (1) una reacción de los antiguos sistemas de dominación —toda reacción se debe a un cambio histórico que es inevitable— y (2) a la misma percepción de ese empeoramiento de las libertades de los pueblos, debida a un mayor reclamo, producto también de una creciente desobediencia. Mi respuesta al señor del público fue, simplemente, no. “Ningún sistema —dije— cae por sus propias contradicciones. No cayó por sus propias contradicciones el sistema soviético y mucho menos lo hará el sistema capitalista (o, mejor dicho, el sistema “consumista”, que poco se parece al capitalismo primitivo). El sistema capitalista, que no ha sido el peor de todos los sistemas, siempre ha sabido cómo resolver sus contradicciones. Por algo ha evolucionado y dominado durante tantos años”. Las contradicciones del sistema no sólo se resuelven con instituciones como las de educación formal; también se resuelven con narraciones ideológicas que operan de “costura” a sus propias fisuras.

Dos anécdotas me ocurrieron después, a mi regreso a Estados Unidos, las que me parecen sintomáticas de estas “costuras” del discurso que pretenden resolver las contradicciones del propio sistema que las genera. Y las resuelven de hecho, aunque eso no quiere decir que resistan a un análisis rápido. Veamos.

La primera ocurrió en una de mis clases de literatura, la cual había dejado a cargo de un sustituto por motivo de mi viaje. Una alumna se había retirado furiosa porque en la película que se estaba proyectando (Doña Bárbara, basada en el clásico de Rómulo Gallegos), había una escena “inmoral”. La muchacha, a quien respeto en su sensibilidad, furiosa argumentó que ella era una persona muy religiosa y la ofendía ese tipo de imágenes. Al contestarle que si quería comprender el arte y la cultura hispánica debía enfrentarse a escenas con mayor contenido erótico que aquellas, me respondió que conocía el argumento: algunos llaman “obra de arte” a la pornografía. Con lo cual uno debe concluir que el museo del Louvre es un prostíbulo financiado por el estado francés y Cien años de soledad es la obra de un pervertido libinidoso. Por citar algunos ejemplos amables. Aparentemente, el público anglosajón está acostumbrado a la exposición de muerte y violencia de las películas de Hollywood, a los violentos playstation games que compran a sus niños, pero le afecta algo más parecido a la vida, como lo es el erotismo. En cuanto a los informativos, ya lo dijimos, la realidad llega totalmente pasterizada.

—Si uno es estudiante de medicina —argumenté—, no tiene más remedio que enfrentase al estudio de cadáveres. Si su sensibilidad se lo impide, debe abandonar la carrera y dedicarse a otra cosa.

Pero el problema no es tan relativo como quieren presentarlo los “absolutistas” religiosos. Aunque no lo parezca, es muy fácil distinguir entre una obra de arte y una pornografía. Y no lo digo porque me escandalice esta última. Simplemente entre una y otra hay una gran diferencia de propósitos y de lecturas. La misma diferencia que hay entre alguien que ve en un niño a un niño y otro que ve en él a un objeto sexual; la misma diferencia que hay entre un “avivado” y un ginecólogo profesional. Si no somos capaces de ponernos por encima de un problema, si no somos capaces de una madurez moral que nos permita ver el problema desde arriba y no desde bajo, nunca podríamos ser capaces de ser ginecólogos, psicoanalistas ni, por supuesto, sacerdotes. Pero si hay sacerdotes que ven en un niño a un objeto sexual —faltaría que lo negásemos—, eso no quiere decir que el sacerdocio o la religión per se es una inmoralidad.

Por supuesto que semejantes argumentos sólo podrían provocarme una sonrisa. Pero no me hace gracia pretender simplificar al ser humano en nombre de la moral y no estoy dispuesto a hacerlo aunque me lo ordene el Rey o el Papa. Y entiendo que mantenerme firme en esta defensa es una defensa a la especie humana contra aquellos que pretenden salvarla castrándola de cuerpo y alma. Estos discursos moralizadores no dejan de ser sintomáticos de una sociedad que obsesivamente busca lavar sus traumas con excusas, para no ver la gravedad de sus propias acciones. Y sobre esto de “no querer ver lo que se hace” ya le dediqué otro ensayo, así que mejor lo dejo por aquí.

—Usted es demasiado liberal —me dijo más tarde R., mi alumna.

Luego el catecismo inevitable:

—¿Tiene usted hijos?

Me acordé de los viejos que siempre se escudan en su experiencia cuando ya no tienen argumentos. Como si vivir fuese algún mérito dialéctico.

—No, no aún —respondí.

—Si tuviera hijos comprendería mi posición —observó.

—¿Por qué, tiene usted hijos? —pregunté.

—No— fue la repuesta.

—Es decir que la pregunta anterior no la hizo usted, me la hicieron sus padres. ¿Con quién estoy hablando en este momento?

Opiné que para ser auténtico primero había que ser libre.

—En este mundo hay demasiada libertad —se quejó R.

—¿Cree usted en Dios? —pregunté, como un tonto.

—Sí, por supuesto.

—¿Cree por su propia voluntad o porque se lo han impuesto?

—No, no. Yo creo en Dios por mi propia voluntad.

—Es decir que la libertad sigue siendo una virtud, a pesar de todo…

Pocos días después, en otra clase, una de mis mejores alumnas me preguntó sobre el problema de las drogas en el mundo. Quería saber mi opinión sobre las posibles soluciones. La suya era que si Estados Unidos creaban trabajo en los países pobres de América Latina eso lograría terminar con el tráfico de drogas y quería saber si yo pensaba igual. Mi respuesta fue terminante (y tal vez pequé de elocuencia): no. Simplemente, no.

En la pregunta reconocí el viejo discurso hegemónico norteamericano: “nuestros problemas se deben a la existencia de malos en el mundo”. Una simplicidad a la medida de un público que antes se reconocía como ciudadano y ahora se reconoce como “consumidor”. Claro, no muy diferente es la teoría maniquea en América Latina: “todos nuestros males se los debemos al imperialismo yanqui”.

—¿Por qué no?—, preguntó sorprendida mi alumna, una muchacha con toda las buenas intenciones del mundo.

—Por la misma lógica del sistema capitalista —respondí—. Si los pobres tuviesen mayores y mejores oportunidades de trabajo eso mejoraría sus vidas, pero no eliminaría el narcotráfico, porque no son ellos los motores de este monstruoso mecanismo. La demonización de los productores es un discurso del todo estratégico —no entraré a explicar este punto tan obvio—, pero no sirve para resolver el problema ni lo ha resuelto nunca.

—¿Y cuál es la causa del problema, entonces?

—En el sistema capitalista, sobre todo en el capitalismo tardío (y dejemos de lado a Keynes por un momento), la oferta aparece siempre para satisfacer la demanda, ya sea de forma legal o ilegal. El objetivo de toda empresa es descubrir las “necesidades insatisfechas” (creadas, de forma creciente, por la propia cultura de consumo) y lograr infiltrarse en el mercado con una oferta a la medida. En español se habla de “nicho del mercado”, lo cual tiene lógicas connotaciones con la muerte. Si hay demanda de trabajadores, allí habrán inmigrantes ilegales para satisfacer la demanda y evitar que la economía se detenga. Al mismo tiempo, surgirán nuevas narraciones y nuevos “patriotas” que se organicen para salvar al país de estos sucios holgazanes venidos del sur para robarles los beneficios sociales.

Pocos pueden dudar de que los principales consumidores de drogas del mundo están en el mercado norteamericano y europeo, los dos polos del progreso mundial. La conclusión era obvia: los primeros responsables de la existencia del narcotráfico no son los pobres campesinos colombianos o peruanos o bolivianos: son los ricos consumidores del primer mundo. Aparte de los narcotraficantes, claro, que son los únicos beneficiados de este sistema perverso. Pero vaya uno a decirlo sin riesgo.

No deberíamos nosotros, minúsculos intelectuales, recordarle a los capitalistas cómo funcionan sus cosas. Ellos son los maestros en esto, aunque también son maestros en hacerse los tontos: nadie produce ni trafica algo que nadie quiere comprar. Mientras haya alguien que está interesado en comprar mierda de perro, habrá gente en el mundo que la recoja en bolsitas de nylon para su exportación. Pero culpar a las prostitutas por inmorales y absolver a los hombres por “machos” es parte del discurso ideológico de cada época. En este último caso, hubiese bastado la lucidez de Sor Juana Inés de la Cruz que a finales del siglo XVII se preguntaba «¿quién es peor / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?» Claro que los puritanos no entendieron un razonamiento tan simple e igual la condenaron al infierno.

—Si es así, entonces ¿cuál es la solución? —preguntó otro alumno, sin convencerse del todo.

—La solución no es fácil, pero en cualquier caso está en la eliminación de la demanda, en la superación de la Cultura del Consumo. En una cultura que premia el consumo y el éxito material, ¿qué se puede esperar sino más consumo, incluido el de drogas y otros estimulantes que anestesien el profundo vacío que hay en una sociedad que todo lo cuantifica? La coca es usada en Bolivia desde hace siglos, y no podemos decir que la drogadicción haya sido un problema hasta que aparecieron los traficantes buscando satisfacer una demanda que se producía a miles de kilómetros de ahí. Yo recuerdo en un remoto rincón de África campos de marihuana que nadie consumía. Claro, apenas los nativos veían a un hombre blanco con un sombrero y unos lentes negros enseguida se la ofrecían con tal de ganarse unas monedas. Y hubiese bastado un pequeño ejército de esos consumidores extranjeros para activar el cultivo sistemático y la recolección de estas plantas hasta que unos años después pasaran por encima unos aviones arrojando pesticidas para combatir a la producción y a los miserables productores, culpables de todo mal del mundo.

La discusión terminó como suelen terminar todas las discusiones en Estados Unidos: con un formalismo democrático y consciente de las consecuencias pragmáticas: “Acepto su opinión pero no la comparto”

Hasta hoy espero argumentos que justifiquen esta natural discrepancia.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Octubre, 2005.

(*) Normalmente, la Posmodernidad se definía en oposición a los valores característicos de la Modernidad: racionalismo, logocentrsmo europeo, metanarraciones absolutistas, etc. Por lo cual podemos entender a la Posmodernidad como una Antimodernidad. Pero esto es una simplificación. Hay elementos que significan aún hoy una continuación y una radicalización de la Modernidad: es lo que llamo la Sociedad Desobediente.

L’immoralité de l’Art, la méchanceté des pauvres

Par Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier

Au mois d’octobre passé, dans une rencontre d’écrivains à Mexico, quelqu’un du public me demanda si je pensais que le système capitaliste tomberait finalement de ses propres contradictions. Quelques moments auparavant, j’avais argumenté sur une radicalisation de la modernité dans la dimension de la désobéissance des sociétés.* Bien que nous devions encore traverser la crise de l’apparition chinoise, la désobéissance est un processus qui, jusqu’à maintenant, ne s’est pas atténué, tout au contraire. Ce qui ne signifie pas plaider pour l’anarchisme (comme on me l’a si souvent reproché aux États-Unis) mais observer la formation de sociétés “autartiques”. L’état actuel, qui en apparence contredit mon affirmation, la confirme au contraire: ce que nous avons aujourd’hui est (1) une réaction des vieux systèmes de domination –toute réaction est due à un changement historique qui est inévitable –et (2) la perception même de la dégradation des libertés des peuples, due à une plus grande réclame, produit aussi d’une croissante désobéissance. Ma réponse au monsieur du public fut simplement, non. Aucun système, dis-je, ne tombe de ses propres contradictions. Le système soviétique n’a pas tombé de ses propres contradictions, et encore moins ne le fera le système capitaliste (ou, pour mieux dire, le système de “consommation de masse”, qui ressemble peu au capitalisme primitif). Le système capitaliste, qui n’a pas été le pire de tous les systèmes, a toujours su comment résoudre ses contradictions. Ce n’est pas pour rien qu’il a évolué et dominé pendant tant d’années. Les contradictions du système non seulement se résolvent avec des institutions comme celle de l’éducation formelle; elles se résolvent aussi par des narrations idéologiques qui opèrent des “coutures” à ses propres fissures.

Deus anecdotes m’arrivèrent à mon retour aux États-Unis, de celles qui m’apparaissent symptomatiques de ces “coutures”,du discours que prétendent résoudre les contradictions de ce même système qui les génère. Et elles les résolvent de fait, quoique cela ne veut pas dire qu’elles résistent à une analyse rapide. Voyons.

La première arriva dans une de mes classes de littérature, laquelle avait été laissée à un substitut pendant mon voyage au Mexique. Une étudiante s’était retirée furieuse parce que sur le film qui était projeté (Doña Bárbara, basé sur le classique de Romulo Gallegos) se trouvait une scène “immorale”. La jeune fille, très sensible, argumenta furieuse qu’elle était une personne très religieuse et que ce type d’image l’offensait. A lui répondre que si elle voulait comprendre l’art et la culture hispanique, qu’elle devrait affronter des scènes avec de plus grands contenus érotiques que cette dernière, elle me répondit qu’elle connaissait l’argument: certains appellent “œuvre d’art” la pornographie. Avec lequel quelqu’un doit conclure que le musée du Louvre est une maison de tolérance financée par l’état français et que Cent années de solitude est l’œuvre d’un perverti libidineux. Pour citer quelques exemples aimables. Apparemment, le public anglo-saxon est accoutumé aux expositions de mort et de violence des films d’Hollywood , et aux jeux violents de playstation qu’il achète à ses enfants, mais, quelque chose qui ressemble plus à la vie, tel l’érotisme, l’affecte davantage. Et en ce qui concerne les contenus informatifs, nous l’avons déjà dit, la réalité arrive totalement pasteurisée.

Si quelqu’un est étudiant en médecine, argumentai-je, il n’a pas d’autre remède que d’affronter l’étude des cadavres. Si sa sensibilité lui fait trop obstacle, il doit abandonner la carrière et s’adonner à autre chose.

Mais le problème n’est pas aussi relatif comme veulent le présenter les “absolutistes” religieux. Quoiqu’il n’y paraisse, il est très facile de distinguer entre une œuvre d’art et celle pornographique. Et je ne dis pas cela parce que cette dernière me scandalise. Simplement, entre l’une et l’autre il y a une différence d’intentions et de lectures. La même différence qu’il y a entre quelqu’un qui voit un enfant comme un enfant, et un autre qui voit en lui un objet sexuel; la même différence qu’il y a entre un “excité” et un gynécologue professionnel. Si nous ne sommes pas capables de nous mettre au-dessus d’un problème, si nous ne sommes pas capables d’une maturité morale qui nous permet de voir le problème à partir d’en-haut et non d’en-bàs, jamais nous ne pourrons être gynécologue, psychanalyste ni, bien sûr, prêtre. Et s’il y a des prêtres qui voient dans des enfants des objets sexuels, il faudrait que nous les niions –cela ne veut pas dire que la prêtrise ou la religion “en soi” est une immoralité.

Il est certain que de semblables arguments ne pourraient me susciter qu’un sourire. Mais cela ne me plaît pas du tout prétendre réduire l’être humain au nom de la morale, et je ne suis pas disposé à le faire même si me l’ordonne le Roi ou le Pape. Et j’entends rester ferme dans cette défense: c’est une défense de l’espèce humaine contre ceux qui prétendent la sauver la castrant de son corps et de son âme. Ces discours moralisateurs ne cessent d’être symptomatiques d’une société qui obsessivement cherche à laver ses traumas avec des excuses pour ne pas voir la gravité de ses propres actions. Et sur cela de “ne pas vouloir voir ce qui se fait”, j’ai déjà dédié un autre essai meilleur que je ne le fais ici.

–Vous êtes trop libéral –me dit plus tard R., mon étudiante.

Par la suite le catéchisme inévitable:

–Avez-vous des enfants?

Je pensai aux vieilles personnes qui se retranchent toujours derrière leur expérience alors qu’elles n’ont plus d’arguments. Comme si vivre fut le fait de quelque mérite dialectique.

–Non, pas encore –répondis-je.

–Si vous aviez des enfants vous comprendriez ma position –observa-t-elle.

–Pourquoi, vous avez des enfants –demandai-je?

–Non, fut la réponse.

–C’est dire que la question antérieure ne vient pas de vous, elle vient de vos parents. Avec qui suis-je en train de parler en ce moment?

Je pensai que pour être authentique qu’il fallait d’abord être libre.

–Dans ce monde il y a trop de liberté– se plaignit R.

–Croyez-vous en Dieu? –demandai-je comme un bêta.

–Oui, bien sûr.

–Y croyez-vous par vous-même ou parce qu’on vous l’a imposé?

–Non, non je crois en Dieu par ma propre volonté.

–C’est dire que la liberté continue d’être une vertu malgré tout.

Peu de jours plus tard, dans une autre classe, une autre de mes étudiantes m’interrogea sur le problème des drogues dans le monde. Elle voulait connaître mon opinion sur les solutions possibles. La sienne était que si les États-Unis créaient du travail dans les pays pauvres d’Amérique Latine, cela aurait pour effet d’en finir avec le narcotrafic, et elle voulait savoir si j’opinais dans le même sens. Ma réponse fut formelle (et peut-être péchai-je d’éloquence): non. Simplement non.

Dans la question je reconnus le vieux discours hégémonique nord-américain: “nos problèmes sont dus à l’existence des méchants dans le monde”. Une simplicité à la mesure d’un public qui avant se reconnaissait citoyen et qui maintenant se reconnaît comme “consommateur”. Bien sûr, non moins différente est la théorie manichéenne en Amérique Latine: “tous nos maux sont dus à l’impérialisme yankee”.

–Pourquoi non –me demanda surprise mon étudiante, une jeune fille avec toutes les bonnes intentions du monde.

–Par la logique même du système capitalista – répondis-je–. Si les pauvres avaient de plus grandes et de meilleures opportunités de travail, cela améliorerait leurs vies, mais cela n’éliminerait pas le narcotrafic, parce que ce ne sont pas là les moteurs de ce monstrueux mécanisme. La démonisation des producteurs est un discours avant tout stratégique –je ne commencerai pas à expliquer ce point de vue d’une telle évidence –mais cela ne sert pas à résoudre le problème et ne l’a jamais fait.

–Et quelle est la cause du problème alors?

–Dans le système capitaliste, surtout dans le capitalisme tardif (et laissons de côté Keynes pour le moment), l’offre apparaît toujours afin de satisfaire la demande, que ce soit de façon légale ou illégale. L’objectif de toute entreprise est de découvrir les “nécessités insatisfaites” (crées, de façon croissante, par la propre culture de consommation), et de réussir à s’infiltrer sur le marché avec une offre sur mesure. En espagnol, on parle de “niche de marché”, ce qui possède des connotations logiques avec la mort. S’il y a une demande de travailleurs, il y aura là des travailleurs illégaux afin de satisfaire la demande et éviter que l’économie ne s’effondre. En même temps, surgiront de nouvelles narrations et de nouveaux “patriotes” qui s’organiseront afin de sauver le pays de ces sales paresseux venus du sud afin leurs voler leurs bénéfices sociaux.

Peu peuvent douter que les principaux consommateurs de drogues dans le monde sont sur le marché nord-américain et européen, les deux pôles du progrès mondial. La conclusion est évidente: les premiers responsables du narcotrafic ne sont pas les pauvres paysans colombiens ou péruviens ou boliviens: ce sont les riches consommateurs du premier monde. Mis à part les narcotrafiquants , ce sont bien sûr les uniques bénéficiaires de ce système pervers. Mais que quelqu’un le dise sans risque.

Nous devrions nous, minuscules intellectuels, rappeler aux capitalistes comment fonctionnent leurs choses. Ils sont les maîtres en cela, quoiqu’ils soient aussi les maîtres à faire les sots: personne ne produit quelconque trafic que personne ne veut acheter. Tant qu’il y aura quelqu’un intéressé à acheter de la merde de chien, il y aura des gens dans le monde qui la ramasseront et la mettront dans du nylon pour son exportation. Mais accuser les prostitués d’immoralité et absoudre les hommes d’être “mâles” fait partie du discours idéologique de chaque époque. Dans ce dernier cas, la lucidité de Sœur Jeanne Agnès de la Croix, à la fin du XVII è siècle, eut été suffisante, laquelle se demandait: “qu’est-ce qui est pire / celle qui pèche pour la paie / ou celui qui paie pour pécher”? Bien sûr que les puritains ne comprirent pas un raisonnement aussi simple et la condamnèrent à l’enfer.

–S’il en est ainsi, quelle est la solution? –demanda un autre élève, sans être persuadé du tout.

–La solution n’est pas facile mais, dans tous les cas, c’est dans l’élimination de la demande, dans le dépassement de la Culture de Consommation. Dans une culture qui récompense la consommation et le succès matériel, à quoi peut-on s’attendre sinon à plus de consommation, incluant celle des drogues et autres stimulants qui anesthésient le vide profond qu’il y a dans une société qui quantifie tout? La coke est utilisée en Bolivie depuis des siècles, et l’on ne peut pas dire que l’addiction à cette drogue aie été un problème jusqu’à ce qu’apparaissent les trafiquants cherchant à satisfaire une demande qui se produisait à des milliers de kilomètres de là. Je me souviens d’un lointain coin d’Afrique, de champs de marijuana dont personne ne consommait. Bien sûr, à peine les natifs voyaient un homme blanc muni d’un chapeau et de lunettes fumées, on lui offrait avec cela de se faire de l’argent. Et il y eut une petite armée suffisante de ces consommateurs étrangers pour activer la culture systématique et la collecte de ces plantes jusqu’à ce que, quelques années plus tard, des avions passent arroser ces champs de pesticides afin de combattre la production et les misérables producteurs coupables de tous les maux du monde.

La discussion se termina comme ont l’habitude de se terminer toutes les discussions aux États-Unis: par un formalisme démocratique et conscient des conséquences pragmatiques: “j’accepte votre opinion mais je ne la partage pas”.

Encore aujourd’hui j’attends des arguments qui justifient cette divergence naturelle.

Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier, octobre 2005

* Normalement, la Posmodernité se définit en opposition aux valeurs caractéristiques de la Modernité: rationalisme, logocentrisme européen, métanarrations absolutistes, etc. Sur quoi nous pouvons comprendre la Posmodernité comme une Antimodernité. Mais cela est une simplification. Il y a des éléments qui signifient encore aujourd’hui une continuation et une radicalisation de la Modernité: c’est ce que nous appelons la Société Désobéissante.