
capitalismo-piramidal
No diremos amén
Claro que podemos aceptar que el capitalismo no es el peor de los sistemas que ha parido la historia. Bastaría con echar una mirada a los siglos anteriores para quedarnos espantados de tanto horror. Quizás la diferencia más radical consista en su poder acumulado: por feroz e injustos que hayan sido, los antiguos imperios africanos, romanos, mesoamericanos o asiáticos nunca hicieron temblar el planeta. No porque fuesen moralmente superiores, sino porque la historia todavía no los había investido con el poder de construcción y destrucción que está ahora en las manos del sistema dominante.
Podemos reconocerle virtudes al capitalismo de nuestros días, pero no le debemos la vida. Quizás lo contrario. Por ejemplo, podemos reconocer que una de sus virtudes ha sido su efectividad en generar riquezas materiales. También una capacidad semejante para generar miseria y explotación.
Se puede entender que el capitalismo ha sido históricamente la sublimación civilizada del antiguo sistema de esclavitud en que un hombre se beneficiaba de la explotación de otro hombre, nunca sin una legitimación moral. Muchas veces, sobre todo en las periferias mundiales del Derecho, ni siquiera ha sido civilizada ni ha sido sublimación sino, simplemente, esclavitud asalariada. Pero siempre en nombre de la libertad.
Otra de sus virtudes –que es también un defecto de los demás– es su capacidad de generar falsa conciencia. Una de las ideologías más consolidadas de los últimos siglos ha sido aquella que se ha apropiado de la idea de libertad y, además, la ha opuesto estratégicamente a la idea de igualdad. Se asume como axioma que si favorecemos la igualdad destruimos la libertad y si imponemos la libertad destruimos la igualdad. Esta falsa dicotomía ha sido uno de sus fundamentos que le ha permitido a un sistema basado en la acumulación de capitales modelar las palabras y los conceptos según su propio interés: al mismo tiempo que se levanta la bandera de la libertad –libertad, a secas, como si fuese uno de los elementos de la tabla periódica– se demonizan las aspiraciones de igualdad, asociándolo a la opresión. Incluso cuando la igualdad es inevitable, se opera una nueva apropiación moral de aquellos elementos consolidados por la historia: igualdad de sexos, de raza, de religión. Al menos en la retórica.
Sin embargo, si interrogamos la historia desde el despertar del humanismo en el siglo XIII, todo proceso de liberación social ha ido acompañado de una radicalización, lenta y progresiva, de la igualdad. Esto se ha expresado no sólo en las revoluciones y en los nuevos sistemas sociales, que de a poco fueron negando el derecho divino de las castas, de las clases sociales, de los reyes y de la nobleza, sino los mismos inventos técnicos: desde la imprenta de Gutemberg hasta Windows de Bill Gates y los sistemas más abiertos han sido progresivos avances hacia la igualdad y, simultáneamente, hacia la libertad. Tanto los populares libros de bolsillo como internet surgieron en las academias impulsadas por intereses militares y terminaron rebelándose contra los poderes centralizados de donde habían surgido. Es decir, terminaron, o están en eso, integrándose a la imparable corriente del humanismo, libertario e igualitario. Esa corriente, claro, está llena de diques y frecuentes desvíos que llevan las aguas hacia unas comarcas secando a otras. Esta famosa y sensual libertad puede ser siempre una trampa ideológica. Pero si bien podemos aceptar que gran parte de nuestra libertad es más ilusión que realidad, también podemos valorar la diferencia relativa que se transforma en un valor absoluto: no es la misma libertad la de un vasallo que trabajaba para el señor feudal, la de un indio pongo que trabajaba gratis para el gamonal, que la de un joven o la de un pueblo que se rebelan o se levantan en lucha por sus derechos fundamentales (humanos, laborales o filosóficos).
Claro que la historia siempre retrocede, como la bolsa de valores: lo que se gana hoy se puede perder mañana. Pero lo que no retrocede es la conciencia histórica, al menos que se opere un blanqueado histórico a escala global, cosa que cada día es más difícil que arrasar una aldea con la vieja excusa de las tres G (God, Glory and Gold).
Una de las estrategias específicas de un sistema dominante –en este caso el capitalismo– radica en que sus defensores pretenden hacernos creer que le debemos el pan y la vida al orden y a la ideología establecida. Si afuera cae nieve y adentro tenemos calefacción, eso es gracias a los capitalistas que especulan en la bolsa y así mantienen la economía de un país. Falso. Los especuladores de la bolsa no son beneficiarios, sino los beneficiados del sistema. Hay alguien que trabaja para que ese radiador funcione correctamente y no es un típico capitalista, al menos que haya sido deformado por la falsa conciencia que llevaba a los esclavos a agradecer el azote de sus amos. Si cada vez el trabajo práctico está hecho con más intelecto y con menos manos humanas, no son precisamente los técnicos ni los intelectuales prototipos de capitalistas o inversores bursátiles. Ninguno de los científicos y muy pocos inventores de la historia han sido, precisamente, capitalistas. Y si este teclado funciona más o menos bien y estas letras se imprimen en este papel, no es gracias exclusivas a esos señores que día y noche trabajan para asegurar sus propios beneficios financieros que luego confunden con el progreso material de la historia. Como si nada pudiese funcionar sin ellos.
Por el contrario, debemos empezar a dar las gracias a todos aquellos que siempre se olvidan, desde los operarios hasta los inventores de lo mejor de este mundo: desde los anónimos inventores del cero, pasando por Arquímedes, el alucinado Pitágoras, el feo de Sócrates que estimuló una forma de pensar dudando, los nuevos científicos del siglo XVII, un socialista como Albert Einstein, que como todos los demás acertó y se equivocó, fue adulado y perseguido por la Policía secreta por no dedicarse a acumular capitales, hasta Edward Said, por decir “no es así”.
En resumen, no vamos a negarles virtudes a este sistema dominante. Pero ni sueñen que sus ideólogos van a recibir de todos nosotros el terreno libre para que terminen de hacer de este mundo su propiedad privada, los dueños definitivos de Dios, la Gloria, el Oro y de toda la Buena Moral del mundo.
Jorge Majfud
Athens, noviembre 2007
Pagina/12 (Argentina)
Eva Peron
ELEMENTOS DE SEMIOLOGIA Y ANALISIS DE DISCURSO
ANALISIS DEL TEXTO “NO DIREMOS AMEN”
Leonel Ezequiel Asorey
COMISION 14313
El texto “NO DIREMOS AMEN” apareció en el diario PAGINA 12, en la sección CONTRATAPA, en Noviembre de 2007. Es un artículo de opinión –argumentativo-.
El análisis se propone dar cuenta de algunos elementos que permiten explicar la puesta en escena del discurso.
En el texto publicado se incluye una foto que es utilizada como anclaje. Esta es una primera marca o huella del Sujeto de Enunciación. Se pueden observar los siguientes elementos en esa composición: manos en situación de contar billetes y dólares. Esta imagen es una metáfora de la acumulación del capital. Idea que se desarrollará más adelante porque se menciona en forma explícita en el texto.
En cuanto al título, la modalidad del mensaje está tematizado a través del verbo en la conjugación “no diremos”. La voz es activa y pretende serinclusivo (tu + yo), si bien utiliza un sujeto tácito.
El sujeto empírico es Jorge Majfud, autor del texto. En el EXORDIOel sujeto de enunciación utiliza el recurso de instalar un otro para llevar adelante un diálogo (esta noción tiene relación con la dimensión de lo dialógico que para Bajtin le es propio a todo enunciado, dado que todo acto de enunciación remite a un otro y a una respuesta): “Claro que podemos aceptar que el capitalismo no es (…) y refuerza esa idea con “Podemos reconocerle virtudes al capitalismo (…). Al mismo tiempo crea una ilusión de cercanía con el lector (enunciatario).
Luego desaparece el sujeto de enunciación utilizando una voz pasiva (propio de la pasivación como modalidad del mensaje) en “Se puede entender que el capitalismo ha sido históricamente la sublimación (…).
En ese mismo párrafo usa otro recurso: la ironía (…) “pero siempre en nombre de la… [>>]
¿Cómo definimos la idiotez ideológica y quiénes pueden hacerlo?
1. La importancia de llamarse idiota
Hace unos días un señor me recomendaba leer un nuevo libro sobre la idiotez. Creo que se llamaba El regreso del idiota, Regresa el idiota, o algo así. Le dije que había leído un libro semejante hace diez años, titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano.
—Qué le pareció? —me preguntó el hombre entrecerrando los ojos, como escrutando mi reacción, como midiendo el tiempo que tardaba en responder. Siempre me tomo unos segundos para responder. Me gusta también observar las cosas que me rodean, tomar saludable distancia, manejar la tentación de ejercer mi libertad y, amablemente, irme al carajo.
—¿Qué me pareció? Divertido. Un famoso escritor que usa los puños contra sus colegas como principal arma dialéctica cuando los tiene a su alcance, dijo que era un libro con mucho humor, edificante… Yo no diría tanto. Divertido es suficiente. Claro que hay mejores.
—Sí, ese fue el padre de uno de los autores, el Nóbel Vargas Llosa.
—Mario, todavía se llama Mario.
—Bueno, pero ¿qué le pareció el libro? —insistió con ansiedad.
Tal vez no le importaba mi opinión sino la suya.
—Alguien me hizo la misma pregunta hace diez años —recordé—. Me pareció que merecía ser un best seller.
—Eso, es lo que yo decía. Y lo fue, lo fue; efectivamente, fue un best seller. Usted se dio cuenta bien rápido, como yo.
—No era tan difícil. En primer lugar, estaba escrito por especialistas en el tema.
—Sin duda —interrumpió, con contagioso entusiasmo.
—¿Quiénes más indicados para escribir sobre la idiotez, si no? Segundo, los autores son acérrimos defensores del mercado, por sobre cualquier otra cosa. Vendo, consumo, ergo soy. ¿Qué otro mérito pueden tener sino convertir un libro en un éxito de ventas? Si fuese un excelente libro con pocas ventas sería una contradicción. Supongo que para la editorial tampoco es una contradicción que se hayan vendido tantos libros en el Continente Idiota, no? En los países inteligentes y exitosos no tuvo la misma recepción.
Por alguna razón el hombre de la corbata roja advirtió algunas dudas de mi parte sobre las virtudes de sus libros preferidos. Eso significaba, para él, una declaración de guerra o algo por el estilo. Hice un amague amistoso para despedirme, pero no permitió que apoyara mi mano sobre su hombro.
—Usted debe ser de esos que defiende esas ideas idiotas de las que hablan estos libros. Es increíble que un hombre culto y educado como usted sostenga esas estupideces.
—¿Será que estudiar e investigar demasiado hacen mal? —pregunté.
—No, estudiar no hace mal, claro que no. El problema es que usted está separado de la realidad, no sabe lo que es vivir como obrero de la construcción o gerente de empresa, como nosotros.
—Sin embargo hay obreros de la construcción y gerentes de empresas que piensan radicalmente diferente a usted. ¿No será que hay otro factor? Es decir, por ejemplo, ¿no será que aquellos que tienen ideas como las suyas son más inteligentes?
—Ah, sí, eso debe ser…
Su euforia había alcanzado el climax. Iba a dejarlo con esa pequeña vanidad, pero no me contuve. Pensé en voz alta:
—No deja de ser extraño. La gente inteligente no necesita de idiotas como yo para darse cuenta de esas cosas tan obvias, no?
—Negativo, señor, negativo.
2. El Che ante una democracia imperfecta
Pocos meses atrás, una de las más serias revistas conservadoras a nivel mundial, The Economist (9 de diciembre 2006), reprodujo y amplió un estudio hecho por Latinobarómetro de Chile. Mostrando gráficas precisas, el estudio revela que en América Latina, la población del país que mayor confianza tiene en la democracia es Uruguay; la que menos confianza tiene en este ideal es Paraguay y varios países centroamericanos, a excepción de Costa Rica. Al mismo tiempo, la población que más se define “de izquierda” es Uruguay, mientras que la población que más se define “de derecha” se encuentra en los mismos países que menos confianza tienen en la democracia.
Según estos datos, y si vamos a seguir los criterios de las clásicas listas sobre idiotas latinoamericanos, habría que poner al Uruguay y algún otro país a la cabeza, de donde se deduce que tener confianza en la democracia es propio de retrasados mentales.
Estos retrasados mentales —los uruguayos, por ejemplo— tuvieron a fines del siglo XIX y principios del siglo XX un sistema lleno de injusticias y de imperfecciones, como cualquier sistema social, pero fue uno de los países con menor tasa de analfabetismo del mundo, el país con la legislación más progresista e igualitaria de la historia latinoamericana. Este pueblo concretó gran parte de lo que ahora es maldecido como “Estado de bienestar”; bajo ese estado de deficiencia mental, la mujer ganó varios derechos políticos y legales que le fueron negados en otras países del continente hasta hace pocos años; su economía estaba por encima de la de muchos países de Europa y su ingreso per capita (mayor que el argentino, el doble que el brasileño, seis veces el colombiano o el mexicano) no tenía nada que envidiarle al de Estados Unidos —si es que vamos a medir el nivel de vida por un simple parámetro económico. No fue casualidad, por ejemplo, que durante medio siglo aquel pequeño país casi monopolizara la conquista de los diversos torneos mundiales de fútbol.
Si ese país entró en decadencia (económica y deportiva) a partir de la segunda mitad del siglo XX, no fue por radicalizar su espíritu progresista sino, precisamente, por lo contrario: por quedar atrapado en una nostalgia conservadora, por dejar de ser un país construido por inmigrantes obreros y devolver todo el poder político y social a las viejas y nuevas oligarquías, empapadas de demagogia conservadora y patriotera, de un autoritarismo de derecha que se agravó a fines de los ’60 y se militarizó con la dictadura de los ’70.
El mismo Ernesto Che Guevara, en su momento de mayor radicalización ideológica y después de enfrentarse a lo que él llamaba imperialismo en la reunión de la “Alianza para el Progreso” de Punta del Este, dio un discurso en el paraninfo de la Universidad de la República del Uruguay ante una masa de estudiantes que esperaban oír palabras aún más combativas. En aquel momento (17 de agosto de 1961), Guevara, el Che, dijo:
“nosotros iniciamos [en Cuba] el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco a América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra ni mucho menos, en los países de América”.
El representante mítico de la revolución armada en América Latina daba la cara ante sus propios admiradores para confirmar y reconocer, sin ambigüedades, algunas radicales virtudes de aquella democracia:
“Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es, precisamente, la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre, ni siga la explotación del hombre por el hombre, lo que no en todos los casos sucederá lo mismo, sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”. (Ernesto Guevara. Obra completa. Vol. II. Buenos Aires: Ediciones del plata, 1967, pág. 158)
El mismo Che, en otro discurso señaló que el pueblo norteamericano “también es víctima inocente de la ira de todos los pueblos del mundo, que confunden a veces un sistema social con un pueblo” (Congreso latinoamericano de juventudes, 1960, idem Vol. IV, pág. 74).
Un latinoamericano podría sorprenderse de la existencia de “izquierdistas” (aceptemos provisoriamente esta eterna simplificación) en Estados Unidos, porque la simplificación y la exclusión es requisito de todo nacionalismo. De la misma forma, los británicos vendieron la idea existista del libre mercado cuando ellos mismos se habían consolidado como una de las economías más proteccionistas de la Revolución industrial. La imagen de Estados Unidos como un país (económicamente) exitoso donde sólo existe el pensamiento capitalista es una falacia y fue creada artificialmente por las mismas elites conservadoras que monopolizaron los medios de comunicación y promovieron una agresiva política proselitista. Y, sobre todo en América Latina, por las clases conservadoras, enquistadas en el poder político, económico y moralista de nuestros pueblos desgastados.
Tampoco existe ninguna razón sólida para descartar la fuerza interventora de las superpotencias del mundo en la formación de nuestras realidades. Sí, seguramente América Latina es responsable de sus fracasos, de sus derrotas (no reconocer sus propias virtudes es uno de sus peores fracasos). Pero que nuestros pueblos sean responsables de sus propios errores no quita que además han sido invadidos, pisoteados y humillados repetidas veces. Quizás la primera sea una verdad incontestable, pero los pecados propios no justifican ni lavan los pecados ajenos.
Jorge Majfud
The University of Georgia
Marzo 2007
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