Rebeldes à la carte

Diarios de Motocicleta

Bitacora (La Republica)

Rebeldes à la carte

En 1772 José Cadalso escribió Eruditos a la violeta, la parodia de un manual para aprender todo lo necesario de las artes y las ciencias en siete días. Por entonces, para la aristocracia y la nueva burguesía, la cultura era un simple medio para presumir en sociedad. En nuestro tiempo eso ya no es posible; no porque falten los pedantes sino porque la cultura de lo grave es estratégicamente despreciada cuando no ignorada. La frivolidad y la pereza intelectual ya no son obstáculos para la fama y el éxito sino un requisito.

Aunque revolución alude a “giro radical”, es decir, “vuelta de dirección”, en el contexto histórico de la Era moderna (simplifiquemos: 1650-1950) significó lo contrario: era la radicalización de lo que se entendía como “progreso de la historia”. Es decir, consistía en evitar precisamente una “vuelta atrás”, una reacción, lo que en gran parte se logró en el breve período de la Posmodernidad. Hasta finales del siglo XX las fuerzas reaccionaras en América Latina se sirvieron del poder de la fuerza militar. Luego, esa particularidad del margen se apropió de un recurso propio del centro. En su segunda gran obra, Les damnés de la terre (1961), Frantz Fanon ya había observado en África que cuando la burguesía colonialista se da cuenta de los inconvenientes de sostener su dominación por la fuerza, decide mantener un combate sobre el terreno de la cultura. Ernesto Che Guevara —que probablemente sintió una fuerte influencia del filósofo negro— razonaba en 1961, doce años antes del golpe de estado en Chile: “si un movimiento popular ocupara el gobierno de un país por amplia votación popular, y resolviese, consecuentemente, iniciar las grandes transformaciones sociales que constituyen el programa por el cual triunfó […] es lógico pensar que el ejército tomará partido por su clase, y entrará en conflicto con el gobierno constituido. Ese gobierno puede ser derribado mediante un golpe de estado más o menos incruento y volver a empezar el juego de nunca acabar”. Guevara se equivocó muchas veces, pero en esto la historia le dio la razón.

En la actualidad, con los ejércitos tradicionales en franca decadencia por todas partes (¿veremos en el siglo XXI el fin de los ejércitos?), el status quo se sirve del discurso de la neutralidad y del culto a un sustituto de su adversario. El principio es el mismo que rige para inmunizar a una persona contra alguna enfermedad usando una vacuna hecha en base al mismo virus esterilizado para provocar un aumento de la reacción inmunológica del cuerpo.

En América Latina, cuando los adolescentes piensan en un icono de la rebeldía piensan en grupos como RBD (“Rebelde”), un grupo musical nacido de una telenovela mexicana. Como bien satirizó el comediante Adal Ramones con su indiscutible genio histriónico, la rebeldía de estos “rebeldes” es terrible: qué padre animarse a usar la corbata del colegio floja y de un costado, teñirse el pelo de una onda que, way, re-rebbelde, qué padre tantos escuincles de la high so rebeldes. La canción bandera de este grupo repite hasta el hastío que “soy rebelde cuando no sigo a los demás / y soy rebelde cuando me juego hasta la piel”. Otra prueba de que la realidad se construye más con palabras que con ladrillos: si se trata de que todos sigan una conducta de rebaño, se identifica esa misma conducta con el valor contrario. “No seguir a los demás” significa, exactamente, repetir todo lo que hacen los demás. O repetir lo que tres señores inventaron una noche entre cuatro paredes y sacando cuentas, para que el rebaño se identifique con “la realidad de la calle” o “la verdadera realidad”. Así tenemos re-rebeldes con la corbata de un costado y el pelo teñido de rojo, terribles actos de osadía en un mundo que nos ha hecho libres de elegir entre cien marcas diferentes del mismo desodorante, entre condones y combustibles con aromas frutales o de flores salvajes.

Al mismo tiempo que se repiten lugares comunes, se repite también la inocente pretensión de ser absolutamente originales. Incluso la idea de que ser progresista pretende significar un rechazo a todo lo dado, todo lo heredado de la historia en nombre de la originalidad, es paradójica. Pero si negásemos o destruyésemos todo lo que existe, no seríamos progresistas sino reaccionarios. No hay progreso posible sin una memoria y sin el reconocimiento de un proceso histórico previo (la ideología posmodernista niega todo posible progreso, excepto el tecnológico; de ahí su complaciente reacción o indiferencia radical). Ese proceso se realiza con sus propias contradicciones, avances y retrocesos, suponiendo un objetivo común de la historia, del cual soy partidario. El mismo Pablo Picasso, paradigma del genio creador, del destructor del pasado y de la creación de realidades inexistentes hasta él, fundamentó toda su obra en un inicial, profundo y serio estudio sobre las artes plásticas. El mismo cubismo posterior le debe al arte africano casi toda su originalidad. Lo mismo podemos decir de The Beatles y todo aquel grupo verdaderamente “creador”. La idea del creador, del artista innovador que destruye todos los cánones para crear un arte “rebelde”, en base a su propia ignorancia, no es más que una vana voluntad de contestar a la sociedad que se le opone y ejercitar, al mismo tiempo, su propia pereza intelectual. Pero de ninguna forma es un acto original y mucho menos independiente de esas fuerzas hegemónicas que guían su rebeldía. Ser famoso por quince minutos, como profetizó Andy Warhol, o por tres meses de inactividad bajo la lupa que confiere la fama, como los personajes de Gran Hermano cuyo paradigma moral es “ser uno mismo”—como si “uno mismo” no fuese el resultado de una deformación social, ideológica y cultural—, revindicar que “detrás de su obra y sus actos” no hay nada más que el “yo del artista”, libre y rebelde, es una fantasía. Ni siquiera es una fantasía del individuo, ni siquiera es producto de su rebeldía sino todo lo contrario: es la consecuencia lógica y complaciente de una cultura del consumo que vende la idea de libertad del individuo, de una ideología del vaciamiento del significado (Barthes, Derrida, Lyotard), una cultura del consumo sin ventanas ni puertas de salidas que convierte a la cultura ya no en una inquisidora de su propias raíces sino en una sirvienta de las necesidades del mercado, del apaciguamiento social e ideológico, de la domesticación del rebelde recluido en su propio yo que se cree original y aislado y, sin embargo, se parece a una lata de sopas Campbell en una góndola de Wall Mart o de Carrefour. Pero visto desde una perspectiva histórica más amplia, no hay libertad ni hay originalidad ni hay individuo. Hay masa, consumidora y complaciente. El artista es eso: no un creador, sino un reproductor (comprometido). Razón de la paradoja inicial: el rebelde no es un revolucionario, es un conservador. Por el contrario, el progresista no es un elefante en el bazar de la civilización; es un constructor de “nuevas realidades” a partir de la conservación y rescate de un tesoro infinitamente superior a sus propias fuerzas: toda la obra de la humanidad, recogida por la historia, por la memoria viva de la crítica permanente, por un respeto mínimo a la cultura de las culturas.

Hay momentos en la historia en que las fuerzas conservadoras se sirven de los rebeldes esterilizados, en que los individuos que pretenden ser originales en base a un conocido elogio a la ignorancia, apenas son reaccionarios, ya que pretender ser originales sin una cultura previa, sin una memoria y sin la valoración y cuidado de la obra histórica que la humanidad ha realizado siglo tras siglo, es pretender ser un hombre de las cavernas en la era digital. Es decir, un hombre sin historia, sin memoria colectiva, orgulloso de su originalidad, de su rebeldía liliputiense.

El problema no está en la forma. El problema surge cuando en nombre de la originalidad se bombardea la catedral de Colonia o Notre Dame o el Taj Mahal para levantar allí un supermercado o una discoteca. Y si estos monumentos de la memoria han sido producto de la injusticia social de su momento, por eso mismo lo ha de estimar la cultura. A nadie se le ocurriría quitar de allí las pirámides de Gizeh porque fueron construidas por esclavos. Por eso los soldados de Napoleón, cuando se divertían disparándole a la Esfinge eran bárbaros. No porque aprobemos la esclavitud sino por lo contrario: porque la pérdida de la memoria colectiva, de la memoria —viva o muerta— de la historia nos hunde en la esclavitud de la mediocridad, requisito indispensable para cualquier tipo de opresión. Al decir de F. Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, “la jovialidad del esclavo [es la] que no sabe hacerse responsable de ninguna cosa grave, ni aspirar a nada grande, ni tener algo pasado o futuro en mayor estima que el presente”.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Setiembre 2007

Diarios de motocicleta y

los rebeldes de nuestro tiempo

En 1773, el falso “indio neto”, Concolorcolvo, realizó junto con Don Alonso un viaje por Sudamérica, iniciado en el Río de la Plata y culminado en Perú. No sólo el recorrido geográfico es semejante al realizado casi dos siglos después por Ernesto Guevara y Alberto Grandos sino también la pretendida legitimación intelectual de la crónica y el rechazo de la historización libresca de Europa. En su diario de viaje, Concolorcorvo anotó que los criollos sabían más de la historia europea que de la suya propia, tópico que reaparecerá en Diarios de motocicleta en el mismo espacio mítico: Perú. Pero si la ideología del falso inca victimizaba a los abnegados conquistadores y difamaba a los salvajes habitantes de estas tierras, el punto de vista del nuevo mártir latinoamericano debía ser el opuesto. Como nos dice Joseph Campbell (en El héroe de las mil caras), el héroe mítico debe hacer un viaje de iniciación, descender al infierno antes de la iluminación. En un lenguaje latinoamericanista, esto significa concientização. Una vez obtenida, procede la comunicación del Hombre Nuevo y finalmente su sacrificio. El mito es más que la realidad y menos también. Mircea Eliade (en El mito del eterno retorno) nos recuerda su naturaleza oral, es decir, alejada de las complejidades del texto escrito y del tiempo histórico, lineal. Todo mito, luego de alcanzado su arquetipo, se mantiene invariable, funcional a un determinado conocimiento que se supone inmanente a todo ser humano, más allá de su tiempo y de su contexto.

En Diarios de motocicleta el mismo texto fílmico incluye, al inicio, una autoreferencia a otro par célebre y desigual (necesariamente desigual, entiendo, porque se trata, además, de héroes dialécticos): Don Quijote y Sancho Panza. La identificación de La poderosa con Rocinante —ambos son nombres paradójicos— pretende completar la composición mítico-estética; la motocicleta cumple una función simbólica, al extremo del fetiche, ya que desaparece rápidamente en la historia pero predomina en el título y en toda la iconografía de la obra. El par Granados-Guevara invertirá sus papeles a medida que avance la narración, al igual que lo hicieron los mismos personajes de Cervantes, en su momento. Pero esta última referencia se pierde en la película. Importa más anotar que también la alusión al antihéroe manchego es una alusión directa —aunque no deliberada— al héroe latino, desde Cervantes: el héroe en tiempos de la Contrarreforma —al igual que el Robin Hood en tiempos de la peste negra, de las revueltas campesinas y del cuestionamiento al papado— se lanza al mundo, a la aventura, para hacer justicia. Como si fuera una oscura herencia gnóstica, para nuestra subcultura católica el mundo es el orden del demiurgo, del mal. América Latina es una de sus últimas creaciones. Por lo tanto, como El Zorro, el héroe latino sólo puede ser marginal. Diferente —y no sin paradoja histórica—, para el héroe protestante (Superman & Co., incluido un héroe gótico como Batman) los buenos están en el poder y los malos escondidos en la clandestinidad, en cavernas profundas, amenazando con adueñarse de un mundo que ya tiene dueño. Superman no es un héroe dialéctico y por eso es solitario; cuando Batman pierde a Robin en los años ‘90, radicaliza ese mismo perfil: expresión pura de la fuerza bruta, de la hegemonía que no se cuestiona ni rinde explicaciones de sus acciones. “Luchar por la justicia” no es más que restablecer el poder hegemónico imperante que los marginales quieren destruir. Ambos, el héroe latino y el héroe anglosajón, ocultan sus identidades; los primeros se la ocultan al poder central, los segundos a los villanos marginales. Ambos se travisten, porque el poder como la verdad siempre están ocultos. Pero si el héroe latino es mítico el anglosajón es mitómano. La batalla trascendente (por el poder, por la verdad) se produce en el cielo o en el infierno, pero nunca en el plano medio de los mortales. Diarios de motocicleta narra el nacimiento de uno de estos héroes míticos (de perfil latino) que, en el recorrido de su largo viaje, debe sumergirse en el Hades antes de ascender al Olimpo. La atracción irresistible consiste en narrarlo desde el espacio humano, vulnerable, no mítico. Semejante, sería una película que narre la vida de Jesús antes de su bautismo en el río Jordán.

Como la independencia de América Latina nunca aconteció, era natural el surgimiento de una figura redentora y es natural su sobrevivencia mítica. Más profundo aún que la ideología que encarnó como ideal supremo, era la necesidad del mesías que rescataría a un pueblo largamente oprimido, empantanado, como pocos, en su propio pasado, bajo la doble tentación de matar al opresor o dejarse seducir por él hasta los límites de las “relaciones carnales” (sic Carlos Menem). Ahora, si bien el Che Guevara histórico es mucho más que un arquetipo, es sólo éste, el arquetipo mítico, el que aparece en el subtexto de Diarios de motocicleta —y en los consumidores de “rebeldes” anglosajones—, recreado desde sus propias debilidades humanas. Pese a todo, el mito del Che Guevara no puede alcanzar la categoría absoluta de los mitos antiguos. Se lo impiden la enorme cantidad de documentos escritos y una mentalidad moderna proclive a la duda crítica. Por otro lado, se lo facilita una cultura ultramoderna: habiendo renunciado a su principal vocación, la revolución, nuestro tiempo se ha decidido por la iconolatría y la mitologización de la historia, por un pensamiento basado en lenguajes —en sistemas independientes de juegos, como el informático—, no en ideas que busquen la comprensión global de cada una de sus partes. Sumergida en un mar de textos digitales, la mentalidad ultramoderna se descansa en la micronarrativa de la publicidad, en la imagen simbólica y en el slogan, simplificador y repetitivo. El nuevo fetiche lleva la marca de su propio tiempo: el consumo estético y la antidialéctica publicitaria. Para ésta, más allá de cualquier narrativa está el mensaje directo, fragmentario. No hay relación entre un evento y el próximo, lo cual no es entendido como un defecto sino como una virtud. (Es nuestra etapa de autismo social e histórico, propia de una transición.) Pero para que cada evento entre en el círculo del consumo, debe adecuarse a los parámetros desproblematizadores. El arte abandona sus pretensiones de cambiar las expectativas de los consumidores y se especializa en satisfacer esas mismas expectativas, según una cultura hegemónica mayor que se caracteriza por su práctica mitómana. Es decir, la obra de arte —en este caso Diarios de motocicleta— debe alejarse de lo “políticamente incorrecto” lo cual incluye, también, confirmar un perfil de rebeldía, de individualidad del héroe. Así se forja el paradigma del rebelde integrado, para el cual la rebeldía consiste en cambiarse el color de pelo y ponerse aros en la lengua para “expresarse a sí mismo”. De la misma forma, también el héroe o el intelectual apocalíptico se transforma en un lubricante de la gran maquinaria, en lubricante complaciente de la masa.

Ambas carencias y virtudes del mito moderno afectan a la película Diarios de motocicleta: si no hay mito absoluto, sino mito problemático, tampoco una reconstrucción del mito tradicional puede estar a salvo de los extremos de la crítica. Toda obra de arte posee un componente político y al mismo tiempo es más que política; pero en ocasiones esta dimensión es tan gravitante que resulta tan artificial excluirla de un análisis de la obra como describir la sonrisa de la Gioconda sin considerar algún tipo de emoción en el referente. A ello sumemos que, como ocurre en casi todo el cine cubano desde la Revolución, el texto más importante no está explícito en la obra misma, en la narración fílmica, sino en su propio contexto. Es decir, es lo que podríamos llamar una obra de arte histórica. A diferencia de Edipo Rey (obra de arte mitológica), para la cual el contexto es irrelevante o apenas anecdótico. Excluir el contexto político-histórico en las películas del Nuevo Cine Latinoamericano y del más actual cine cubano (dentro y fuera de la isla), sería una exageración semejante a reducir el Pato Donald a su subtexto ideológico. Lo cual no es imposible, porque el subtexto existe, pero el resultado de semejante ejercicio es más propio del arte mismo que del análisis crítico: es una creación libre, estimulada por el referente; no una creación crítica, condicionada por aquel. El contexto hollywoodense, en cambio, puede ser desconsiderado, no por su ausencia sino por su omnipresencia. El cine revolucionario o problemático es una respuesta a una hegemonía y, por lo tanto, se transforma en un arte político. De igual forma, la heterosexualidad, al ser asumida como hegemónica, pierde ese (explícito) carácter político; el gay, por el contrario, al confrontarse con una reivindicación inevitablemente transforma su sexualidad en un hecho político.

En Diarios de Motocicleta la hibridez consiste en unir estos dos polos, en partes desiguales. El héroe revolucionario, pasada la amenaza histórica, no se convierte en pieza de museo sino en algo más inofensivo: es integrado. Pero para su digestión, antes debe ser pasterizado hasta lograr un carácter opuesto al Che Guevara histórico. También el mito pierde sus aristas filosas (políticas, por ejemplo); se convierte en producto de consumo: rápido, fácil, desechable. Si en apariencia vence la ética del rebelde, en definitiva triunfa su propia neutralización como elemento problemático, ya que no hay un compromiso material del neorebelde sino su propia complacencia simbólica. La ética del rebelde es neutralizada con la estética hegemónica.

En otro plano, entiendo que no es la emotividad de la película, como ha anotado profusamente la crítica, su punto más débil. Después de Bertolt Brecht pareciera que es casi imposible reconocer en el arte de catarsis algún mérito. Después del gran Nietzsche y del no tan grande Ortega y Gasset, la masa ha pasado a ser la receptora de todo el desprecio de la inteligencia culta. Mercado y espíritu son antagónicos, como la cantidad lo es a la calidad; por lo tanto, según esta escuela, pueblo y profundidad deben serlo también. Pero el arte no es nada sin las emociones y éstas no son propiedad de una elite de intelectuales (menos de intelectuales inconmovibles). Por otro lado, para este tipo de complejos, es más fácil el rechazo que la apología, ya que en la primera el crítico se coloca a sí mismo en un plano superior a la obra en cuestión y en el segundo renuncia al privilegio. La crítica se ha mofado del “sentimentalismo” de Diarios de motocicleta, lo cual es característico de cualquier comentarista que se ubique en el plano de privilegio por el solo hecho de sonreírse: llorar, emocionarse, es de seres inferiores, generalmente femeninos y con poca penetración crítica. Por las dudas, hay que mofarse de las emociones. Pero si esta película logra emocionar es por mérito propio, más aún si lo hace en momentos de cierta cursilería. Ahora, si esta inocencia es el motivo de la emoción de un grupo social, deberíamos reconocer que nuestro juicio debe ser relativo a los objetivos de una obra de arte. También Shakespeare hace llorar con un amor cursi y romántico como el de Romeo y Julieta. (Hoy en día, otros genios hacen llorar con amores más sofisticados; pero más bien se trata de un llanto intelectual.)

Podemos anotar, entonces, que los mayores defectos de esta película están, no en su capacidad de emocionar a un grupo social x, sino en su incapacidad de sostener la emoción en un grupo social y —asumido como superior al grupo social x—, interrumpiéndola con momentos de inverosímil inocencia de su protagonista. Desde este punto de vista (y), Diarios de Motocicleta falla en varios momentos, de forma progresiva hasta alcanzar un final muy inferior a cualquier expectativa. Si la historia no podía incluir el momento trágico de su muerte —lo que hubiese completado el canon clásico, para un grupo social x— al menos se pudo haber dejado abierto el final con un verdadero cambio psicológico en el protagonista. Un viaje y una concientización merecen, al menos, un bildungsroman.

Sin embargo, Diarios de Motocicleta se sostiene por un metatexto infinito: sin él, la película sería el road movie de un ocioso señorito de la clase media burguesa de Buenos Aires. Nada en ella nos muestra a un hombre excepcional, sino todo lo contrario. Incluso, si por un lado se pretende resaltar la honestidad original del protagonista, sus facultades intelectuales están permanentemente puestas en duda. El discurso “latinoamericanista” que atrapa la atención de Alberto y del resto de las personas en medio de su fiesta de cumpleaños, en el leprosario de San Pablo, es más propio de Cantinflas que de un futuro mito de la política mundial. El final es totalmente decepcionante. La despedida de Ernesto y Alberto en un aeropuerto de Venezuela es patética. Hay que imaginarse a un Che Guevara confesando, con una gran dificultad de expresión oral, que el viaje lo había cambiado. ¿No se trataba, precisamente, de eso? Pero el protagonista debe decirlo porque la película fracasa al mostrar ese cambio. Tampoco era necesario que comentara, como si ni él se lo creyese: “Tantas injusticias, ¿no?…” seguido de unos puntos suspensivos que revelan la carencia de lo que más proliferaba en el Che Guevara histórico, en el héroe dialéctico: su verborragia, aunque a veces desprolija; su creatividad literaria condensada en aforismos, luego convertidos en refranes populares o en muletillas del propio Jean-Paul Sartre. Si estas palabras pudieron haber sido las verdaderas palabras que pronunció Ernesto Guevara en ese preciso momento, habría que quitarlas por inverosímiles. En la vida diaria, la mayoría de las cosas que decimos son triviales y hasta estúpidas. Pero procuramos no ponerlas en un libro. Menos en el final de una película que tiene al Che Guevara como protagonista central. Todo lo cual nos hace pensar que cuando Salles eligió el tema de su próxima película realizó la mitad de una gran obra; pero la otra mitad era demasiado grande.

Finalmente, anotemos que la canción de Jorge Drexler, ganadora del primer Oscar a la música para una canción en español, no forma parte de la emotividad de la narración. Esta asociación, música-historia, históricamente ha sido fructífera: cuando uno de los términos del par fallaba, era salvado por el otro. En este caso la canción premiada fue relegada al final, como cortina musical de los créditos, cuando la hipnosis de la historia se ha interrumpido y los espectadores comienzan a pensar dónde dejaron el auto. Drexler tiene composiciones harto más impactantes que “Al otro lado del río”, pero, como todo premio, éste también forma parte de un contexto que debe ser analizado más ampliamente por la crítica. Una de las claves es el mismo hecho de que la mitomanía de la academia no lo dejó interpretar su propia canción en la entrega de los premios (la ausencia de un Che García Bernal en la premiación, en protesta por este hecho, es la respuesta del rebelde integrado que se corresponde con las expectativas del mercado y con el estilo de su lenguaje), eligiendo a Antonio Banderas (El Zorro), por su imagen y no, obviamente, por su voz. Lo que hubiese equivalido a entregarle el premio Nobel a Mario Benedetti a condición de que el discurso de agradecimiento lo dijera Jennifer López, explicando cómo pensaba decorar la Casa Blanca si fuese presidenta de Estados Unidos (sic).

Jorge Majfud

Athens, diciembre 2005

Diarios de motocicleta. Dir. Walter Salles. Brasil, 2004.Dur.: 115 min.

Journal de motocyclette

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier, janvier 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

Journal de motocyclette (film), Réalisateur Walter Salles. Brésil 2004, durée : 115 minutes.

En 1773, le faux «indien archétypal» Concolorcolvo, réalisa, joint à Don Alonso, un voyage en Amérique du Sud, qui débuta par le Rio de la Plata pour se terminer au Pérou. Non seulement le parcours géographique réalisé il y a deux siècles est semblable à celui entreprit par Ernesto Guevara et Alberto Granados mais aussi est semblable la prétendue légitimation intellectuelle et le rejet de «l’historisation» livresque européenne. Dans son journal de voyage, Concolorcolvo nota que les créoles en savaient plus sur l’histoire européenne que sur leur propre histoire, cliché qui réapparaîtra dans Journal de motocyclette, cliché du même espace mythique  : le Pérou. Mais si l’idéologie du faux inca victimisait les dévoués “conquistadors” et diffamait les sauvages habitants de ces terres, le point de vue du nouveau martyr latino-américain devrait être à l’opposé. Comme nous le dit Joseph Campbell (dans Le héros aux mille figures), le héros mythique doit faire un voyage aux enfers avant l’illumination. Dans le langage latino-américaniste, cela signifie conscientisation. Une fois obtenue, advient la communication de l’Homme Nouveau et, finalement, son sacrifice. Le mythe est plus que la réalité, et moins aussi. Mircea Eliade dans Le mythe de l’éternel retour nous rappelle sa nature morale, c’est-à-dire, éloignée des complexités du texte écrit et du temps historique, linéaire. Tout mythe, à la suite d’avoir atteint son archétype, reste invariable, fonctionnel pour une connaissance déterminée qu’on suppose immanente à tout être humain, au-delà de son époque et de son contexte.

Dans Journal de motocyclette, ce même texte filmique inclut, au commencement, une auto-référence à un autre héros célèbre et inégal (nécessairement inégal j’entends, parce qu’il s’agit, en plus, de héros dialectiques)  : Don Quichotte et Sancho Panza. L’identification de la Poderosa avec Rossinante –les deux sont des noms paradoxaux– prétend compléter la composition mythique-esthétique  ; la motocyclette accomplit une fonction symbolique, à l’extrême du fétiche, quoiqu’elle disparaisse rapidement dans l’histoire mais prédomine dans le titre et dans toute l’iconographie de l’œuvre. Celle de Granados-Guevara inversera leurs rôles à mesure qu’avancera la narration, de même que firent les personnages de Cervantès, en leur temps. Mais cette dernière référence se perd dans le film. Il importe plus de noter que l’allusion aussi à l’anti-héros de la Mancha est une allusion directe –quoique non délibérée– au héros latino, à partir de Cervantès : le héros des temps de la Contre-Réforme –à l’égal de Robin des bois du temps de la peste noire, des révoltes paysannes et du questionnement envers la papauté– se lance à la poursuite du monde, de l’aventure, afin de faire justice. Comme s’il s’agissait d’un obscur héritage gnostique pour notre sous-culture catholique, le monde est de l’ordre du démiurge, du mal. L’Amérique Latine est une de ses dernières créations. Pour le moment, comme Zorro, le héros latino ne peut être que marginal. Cela est différent –et non sans paradoxe historique– pour le héros protestant (Superman & Co., incluant un héros gothique comme Batman) : les bons sont au pouvoir et les méchants cachés dans la clandestinité, dans de profondes cavernes, menaçant de gouverner le monde qui, déjà, possède un maître. Superman n’est pas un héros dialectique et c’est pour cela qu’il est solitaire ; lorsque Batman perd Robin, dans les années 90, ce même profil se radicalise : l’expression pure de la force brute, de l’hégémonie qui ne se questionne pas, qui n’a pas de comptes à rendre. “Lutter pour la justice” n’est rien de plus que rétablir le pouvoir hégémonique régnant que les marginaux veulent détruire. Les deux, le héros latino et le héros anglo-saxon, cachent leur identité : les premiers la cachent au pouvoir central, les seconds chez les paysans marginaux. Les deux se travestissent parce que le pouvoir comme la vérité sont toujours cachés. Mais si le héros latino est mythique, le héros anglo-saxon est mythomane. La bataille transcendante (pour le pouvoir, pour la vérité) se produit dans le ciel ou en enfer, mais jamais sur le plan moyen des mortels. Journal de motocyclette raconte la naissance d’un de ces héros mythiques (de profil latino) qui, dans le parcours de son long voyage, doit s’immerger dans l’Hadès avant son ascension sur l’Olympe. L’attraction irrésistible consiste à le raconter à partir de l’espace humain, vulnérable, non mythique. Pareillement serait un film qui raconterait la vie de Jésus avant son baptême dans le Jourdain.

Comme l’indépendance de l’Amérique Latine ne fut jamais réalisée, l’apparition d’une figure rédemptrice allait de soi, et sa survivance aussi. Plus profonde encore que l’idéologie qu’elle incarna comme idéal suprême était la nécessité du messie qui rachèterait un peuple longuement opprimé, embourbé comme peu d’autres, dans son passé, sous la double tentation de tuer l’oppresseur ou de se laisser séduire par lui jusqu’aux limites des «relations charnelles» (sic. Carlos Menem). Maintenant, encore que le Che Guevara est beaucoup plus qu’un archétype, c’est seulement lui, l’archétype mythique, celui qui apparaît dans les sous-titres de Journal de motocyclette – et dans les consommations de «rebelles» anglo-saxons -, recréé à partir de ses propres faiblesses humaines. Malgré tout, le mythe du Che Guevara ne peut atteindre la catégorie absolue des mythes antiques. Il en est empêché par l’énorme quantité de documents écrits et par une mentalité moderne encline au doute critique. D’un autre côté, cela est facilité par une culture ultra-moderne : ayant renoncé à sa principale vocation, la révolution, notre époque s’est décidée pour l’iconolâtrie et la mythologisation de l’histoire, par un penser basé sur les langages – sur des systèmes indépendants de jeux, comme l’informatique -, non sur des idées qui cherchent la compréhension globale de chacune de ses parties. Submergée dans une mer de textes digitaux, la mentalité ultra-moderne se repose dans la micro-narration de la publicité, dans l’image symbolique et sur le slogan simplificateur et répétitif. Le nouveau fétiche porte la marque de son propre temps : la consommation esthétique et l’anti-dialectique publicitaire. Pour celle-ci, en deçà de quelconque narration est le message direct, fragmentaire. Il n’y a pas de relation entre un événement et le suivant, lequel n’est pas compris comme un défaut mais comme une vertu. (C’est notre étape d’autisme social et historique propre à une transition). Mais, afin que chaque événement entre dans le cercle de la consommation, il doit s’adapter aux paramètres déproblémisateurs. L’art abandonne ses prétentions de changer les attentes des consommateurs et se spécialise à satisfaire ces mêmes attentes selon une culture hégémonique plus grande qui se caractérise par sa pratique mythomane. C’est dire, l’œuvre d’art – dans ce cas Journal de motocyclette – doit s’éloigner du «politiquement incorrect» lequel inclut, aussi, de confirmer un profil de rébellion, d’individualité du héros. Ainsi se forge le profil du rebelle intégré, pour lequel la rébellion consiste à changer la couleur de ses cheveux et à se mettre des anneaux sur la langue afin de «s’exprimer à lui-même». De la même façon, le héros aussi ou l’intellectuel apocalyptique se transforme en lubrifiant de la grande machine, en lubrifiant complaisant de la masse.

Les deux, les carences et les vertus du mythe moderne affectent le film. Journal de motocyclette : s’il n’y a pas de mythe absolu, sinon de mythe problématique, une reconstruction du mythe traditionnel non plus ne peut être à l’abri des sujets de la critique. Toute œuvre d’art possède une composante politique, et en même temps, est plus que politique ; mais, en certaines occasions, cette dimension est si gravitante qu’il devient si artificiel de l’exclure de l’analyse de l’œuvre comme de décrire le sourire de la Joconde sans considérer quelque type d’émotion dans le référent. A cela nous ajoutons que, comme cela arrive dans presque tout le cinéma cubain depuis la Révolution, le texte le plus important n’est pas explicite dans l’œuvre elle-même, dans la narration filmique, mais dans son propre contexte. C’est-à-dire, c’est ce que nous pourrions appeler une œuvre d’art historique. A la différence d’Œdipe Roi (œuvre d’art mythologique) pour laquelle le contexte est sans importance ou à peine anecdotique. Exclure le contexte politico-historique des films du Nouveau Cinéma latino-américain, et du plus actuel cinéma cubain (dans l’île et à l’extérieur) serait une exagération semblable à réduire le Canard Donald à ses sous-titres idéologiques. Ce qui n’est pas impossible, parce que le sous-titre existe, mais le résultat d’un semblable exercice est plus du propre de l’art même que de l’analyse critique : c’est une création libre, stimulante pour le référent, non une création critique conditionnée par cette dernière. Le contexte hollywoodien, en échange, peut être inconsidéré, non par son absence mais par son omniprésence. Le cinéma révolutionnaire ou problématique est une réponse à une hégémonie et, pour le moment, se transforme en un art politique. D’égale façon, l’hétérosexualité, à être assumée comme hégémonique, perd ce (explicite) caractère politique ; le gai, au contraire, à se confronter dans une revendication inévitablement transforme sa sexualité en un fait politique.

Dans Journal de motocyclette, l’hybridité consiste à unir ces deux pôles, en parties inégaux. Le héros révolutionnaire, passée la menace historique, ne se convertit pas en une pièce de musée mais en quelque chose de plus inoffensif : il est intégré. Et pour sa digestion, il doit être pasteurisé jusqu’à obtenir un caractère opposé à celui du Che Guevara historique. Ainsi, le mythe perd ses artistes aiguisés (politiques, par exemple) ; il se convertit en produit de consommation : rapide, facile, jetable. Si, en apparence, vainc l’éthique du rebelle, en définitive triomphe sa propre neutralisation comme élément problématique, puisqu’il n’y a pas de compromis matériel du néo-rebelle mais sa propre complaisance symbolique. L’éthique du rebelle est neutralisée par l’éthique hégémonique.

Sur un autre plan, je comprends que ce n’est pas l’émotivité du film, comme l’a noté abondamment la critique, son point le plus faible. A la suite de Bertolt Brecht, il paraîtrait que c’est presque impossible de reconnaître dans l’art de catharsis quelque mérite. A la suite du grand Nietzsche et du non moins grand Ortega y Gasset, la masse est devenue la réceptrice du mépris de l’intelligence culte. Marché et esprit sont antagoniques, comme la quantité l’est de la qualité ; pour le moment, selon cette école, le peuple et la profondeur doivent l’être aussi. Mais l’art n’est rien sans les émotions, et ces dernières ne sont pas la propriété d’une élite d’intellectuels (encore moins d’intellectuels inébranlables). D’un autre côté, pour ce type de complexes, le rejet est plus facile que l’apologie, puisque dans le premier cas le critique se met lui-même sur un plan supérieur à l’œuvre en question, et, dans le deuxième cas, il renonce à ce privilège. La critique s’est moquée du «sentimentalisme» de Journal de motocyclette, ce qui est caractéristique de quelconque commentateur qui se situe sur le plan du privilège par le seul fait de sourire : pleurer, s’émouvoir, cela appartient aux êtres inférieurs, généralement féminins et avec peu de pénétration critique. En cas de doute, il n’y a qu’à rire des émotions. Mais si ce film arrive à émouvoir c’est par son propre mérite, plus encore s’il le fait en des moments de certain snobisme. Maintenant, si cette innocence est le motif de l’émotion d’un groupe social, nous devrions reconnaître que notre jugement doit être relatif aux objectifs d’une œuvre d’art. Shakespeare aussi fait pleurer avec un amour maniéré et romantique comme celui de Roméo et Juliette. (Jusqu’à ce jour, d’autres génies font pleurer avec des amours plus sophistiqués ; mais il s’agit bien plus d’un pleur intellectual).

Nous pouvons noter, alors, que les plus grands défauts de ce film sont, non dans sa capacité d’émouvoir un groupe social x, mais dans l’incapacité à soutenir l’émotion chez un groupe social y – assumé comme supérieur au groupe social x – l’interrompant par des moments d’invraisemblable innocence de son protagoniste. A partir de ce point de vue (y), Journal de motocyclette échoue à plusieurs moments, de façon progressive, jusqu’à atteindre un final très inférieur à quelque attente. Si l’histoire ne pouvait inclure le moment tragique de sa mort –ce qui eut complété le canon classique, pour un groupe social x– au moins on a pu laissé ouvert le final avec un véritable changement psychologique chez le protagoniste. Un voyage et une conscientisation méritent, à tout le moins, un «bildungsroman».

Cependant, Journal de motocyclette se soutient par un méta texte infini : sans lui, le film serait un «road movie» d’un oisif petit monsieur de la classe moyenne bourgeoise de Buenos Aires. Rien en cela nous montre un homme exceptionnel, mais tout le contraire. Même, si d’un côté on prétend faire ressortir l’honnêteté originale du protagoniste, ses facultés intellectuelles sont mises en doute d’une façon permanente. Le discours «latino-américaniste» qui capte l’attention d’Alberto et du reste des personnes au milieu de la fête pour son anniversaire, à la léproserie de San Pablo, est plus le propre de Cantinflas que d’un futur mythe de la politique mondiale. Le final est totalement décevant. Les adieux d’Ernesto et d’Alberto dans un aéroport du Venezuela sont pathétiques. Nous avons à nous imaginer un Che Guevara avouant, avec une grande difficulté orale, que le voyage l’avait changé. Ne s’agissait-il pas, nécessairement, de cela ? Mais le protagoniste doit le dire parce que le film échoue à montrer ce changement. Il n’était pas nécessaire non plus qu’il commentât, comme si lui non plus ne l’avait cru : “tant d’injustices, non ?…” suivit de quelques points de suspension qui révèlent la carence de ce qui proliférait le plus chez le Che Guevara historique, chez le héros dialectique : sa «verborragie», quoique souvent non-exhaustive, sa créativité littéraire condensée en aphorismes, par la suite convertis en proverbes populaires ou en mots de Jean-Paul Sartre lui-même. Si ces paroles purent avoir été les véritables paroles que prononça Ernesto Guevara à ce moment précis, nous devrions les considérer comme invraisemblables. Dans la vie quotidienne, la plus grande partie des choses que nous disons sont triviales, voire même stupides. Mais nous tâcherons de ne pas les publier. Encore moins dans le final d’un film qui a comme protagoniste central Che Guevara. Tout ceci nous fait penser que, lorsque Salles choisit le thème de son prochain film, il réalisa la moitié d’une grande œuvre ; mais l’autre moitié est trop grande.

Finalement, notons que la chanson de Jorge Drexler, gagnante du premier Oscar consacré à la musique pour une chanson en espagnol, ne prend pas part à l’émotivité de la narration. Cette association musique-histoire, historiquement, a été fructueuse : lorsqu’un des termes de la paire manquait, il était sauvé par l’autre. Dans ce cas-ci, la chanson récompensée fur reléguée au final comme rideau musical de créance, lorsque l’hypnose de l’histoire se fut interrompue et que les spectateurs commençaient à penser au lieu où ils avaient garé leur voiture. Drexler a des compositions possédant plus d’impact que “De l’autre côté du fleuve”, mais comme tout prix, celui-ci fait aussi partie d’un contexte qui doit être analysé plus amplement par la critique. Une des clés est le fait même que la mythomanie de l’académie ne lui a pas laissé interpréter sa propre chanson pendant la cérémonie (l’absence d’un Che García Bernal, en protestation contre ce fait, est la réponse du rebelle intégré qui correspond aux attentes du marché et au style de son langage), choisissant Antonio Banderas (Zorro), pour son image et non, évidemment, pour sa voix. Ce qui eut équivalu à remettre le prix Nobel à Mario Benedetti à condition que le discours de remerciement fût prononcé par Jennifer López, expliquant comment elle pensait décorer la Maison Blanche si elle devait devenir présidente des États-Unis (sic).

Dr. Jorge Majfud

Athens, décembre 2005

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.