Orfeo

El complejo de Orfeo

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Si el presidente o el primer ministro de un poderoso país

arrasa una horrible ciudad con alas de fuego

para salvar la vida y la civilización

para liberar a la victimas

y castigar a los fanáticos

 

Si el presidente o el primer ministro de un poderoso país

masacra a su pueblo o a un pueblo ajeno

para salvar el orden del caos invasor

para defenderse del ataque artero

de los que comen basura

 

podrá ser llamado héroe, hermano, o padre salvador

podrá ser maldecido por malditos de poca fe

podrá ser castigado con chorros de tinta

pero nunca dejará de ser

el presidente o el primer ministro de un poderoso país

 

No por masacrar horribles bestias de siete años

el presidente o el primer ministro de un poderoso país

perderá su puesto ni acortará sus días

en la profesión de administrar el poder de los demás

en la costumbre de secuestrar la opinión ajena

 

Pero si se descubre, ¡ay, si se descubre!

 

que el presidente o el primer ministro de un poderoso país

pronunció palabras ofensivas o denigrantes

contra la raza azul o la etnia amarilla,

contra el sexo derecho o el sexo izquierdo

contra la religión de las víctimas o la superstición de los pobres,

o hizo el amor en otro lugar o por el lado equivocado

 

el presidente o el primer ministro de un poderoso país

renunciará honorablemente a su cargo

para no ser expulsado del grupo de los poetas de dios

para que dios no se ofenda con un verso mal contado

para salvar la moral de todo un pueblo civilizado

 

Porque el presidente o el primer ministro de un poderoso país

puede salvar o arruinar su carrera por lo que dice,

no por lo que hace.

El presidente o el primer ministro de un poderoso país

nunca dejará de ser el presidente o el primer ministro de un poderoso país

por el numero con ceros de horribles muertos de siete años.

 

Horribles hombres y mujeres abortados a los siete años

Seres deformes sin cabezas y sin piernas, sin sueños, insensibles, inexistentes

que el presidente o el primer ministro de un poderoso país

decidió suprimir sin querer, porque era necesario

porque la vida siempre está primero

para seguir siendo el presidente o el primer ministro de un poderoso país

 

para seguir siendo el poeta maldito

que cuida esas palabras

que cuidan los hechos

que protegen la vida, el derecho y la civilización de los hombres

amenazados por aquellos otros horribles hombres y mujeres de siete años

sin cabezas, sin piernas y mirando sin mirar

 

mirando sin mirar

la mano salvadora y justiciera

el verbo que se hace luz y crea el mundo y protege a sus dueños

a través de los versos que como salmos repiten los verdaderos fieles

del presidente o del primer ministro de un poderoso país

Jorge Majfud

 

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La marca país

El soylent verde y sus síntoma lingüísticos

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Los países ya no son países. Ni siquiera compañías. Son productos. De ahí que últimamente se insista tanto en hablar de “la marca Grecia”, “la marca España” o “la marca México”. Mejor dicho, los grandes medios hablan de marcas en lugar de países, ya que la gente común no usa este lenguaje. No todavía, porque sabemos que es cuestión de tiempo.

Probablemente el más reciente sinceramiento lingüístico que ha inundado los grandes medios de comunicación (y que en español muchas veces son anglicismos inadvertidos por el uso sistemático) comenzó cuando se comenzó a llamar “consumidores” a los ciudadanos, cuando los derechos humanos dejaron lugar a los “derechos de los consumidores” y a las oportunidades de trabajo simplemente se los reconoció como “nichos del mercado”, primero, y “nichos” a secas, después.

A partir de la comprensible exigencia sobre “la calidad del producto” y de “un mundo más eficiente”, se fue dibujando un ser monodimensional que lógicamente abandonó otras no menos obsesivas disputas ideológicas por algo menos heroico y conformista, pero no menos peligroso, como lo es la obsesión por un nirvana llamado “éxito” que, en última instancia, se reduce a un par de números estadísticos, cuyo rey y santo es el PIB de un país. Ahora no sólo los gobiernos están obsesionados con medírsela y comparárselas con la del vecino, sino que cada “consumidor” necesita asegurarse que la sociedad anónima de consumidores que integra es capaz de realizar el milagro complementario de que los “consumidores” mantengan fuertes tasas de “producción” y “crecimiento”.

Sabemos que todo lenguaje es la expresión de muchas dimensiones materiales y existenciales, pero los poderes dominantes en cada momento son los agentes principales de su manipulación y colonización semántica (de la creación y mutación de ideoléxicos). Un lenguaje refleja y reproduce valores. Esto es fácil comprenderlo e, incluso, es relativamente muy simple probarlo en, por lo menos, la evolución que desde la Edad Media han seguido los actuales idiomas de origen europeo. Todo lo cual nos sugiere que el lenguaje, aun siendo un cuerpo vivo, es al mismo tiempo un objeto arqueológico y un instrumento de predicción. No es sólo un instrumento o un medio de comunicación sino, además, el campo de batalla de diferentes grupos sociales e históricos con valores e intereses en conflicto. Por lo tanto, también es el trofeo principal del ganador, es decir, de aquellos que ejercen un poder que, aun sin ser absoluto, es dominante por la sola razón de su diferencia.

Basta echar una mirada a Grecia o a España para comprobar cómo la naturaleza del poder social ya no se expresa de formas tan directas y visuales como en el pasado, a través de ejércitos en las calles y de gobiernos dictatoriales. Eso ya había quedado claro a finales del siglo XX. También parecía bastante claro que el poder ejercido a través de algo tan simbólico y virtual como el dinero, cada vez iba a necesitar menos de estos recursos. Por entonces, veíamos cómo organismos como el FMI y otros bancos presionaban o tomaban las decisiones por los gobiernos más débiles de America latina. Aunque sugerimos que un día estos dioses sordos serían ignorados por aquellos países que entraban en crisis, no nos imaginamos que quince años después las víctimas de la tiranía financiera serían los propios países europeos.

Estos países no sólo han perdido autonomía política y monetaria, no sólo sus gobiernos no gobiernan sino que se han reducido al rol de interlocutores, sino que hasta el más humilde ciudadano (o “consumidor”, como un hincha de fútbol que paga por su entrada pero no puede incidir en el resultado del partido más allá de unos gritos desesperados) suspira por el buen o mal humor de los índices bursátiles, de las primas de riesgo, del crecimiento del producto bruto y de la brutalidad de una tiranía del “realismo economicista” que ya no necesita presidentes militares ni exiliados ni presos políticos. En alguna medida, todos son presos financieros y los jóvenes exiliados monetarios.

Mientras termino de bosquejar estas pocas notas, escucho en la televisión española, una vez más, como al comienzo, que la huelga de infomativistas en Grecia, en solidaridad con la clausura de la televisión pública (antes las clausuras de medios en países pequeños eran hechas por gobiernos salvadores con un señor vestido de militar al estilo Fidel Castro o Rafael Videla) “es un golpe importante para la marca Grecia”.

Mientras tanto, los verdaderos tiranos, los magos del mundo de las finanzas que pueden hacer algunos billones de dólares, de euros o de bites en un sólo día, los dueños de la prosperidad, de la verdad, del realismo y de la realidad, festejan en sus castillos de cristal el sano y natural ciclo económico que lleva de crisis en crisis. Todo lo bueno que disfrutamos hoy en día se lo debemos a ellos y a su sagrado sistema de poderes. No a Arquímedes, ni a Newton, ni a Voltaire, ni a Jefferson, ni a Pasteur, ni a Martin L. King, ni a los millones de hombres y mujeres de las ciencias, de las humanidades, de las industrias, de las pequeñas o de las más innovadoras empresas. Las crisis mundiales son lo mejor que puede pasarles a estos mercaderes de carne humana. Son numerosas las pruebas (basta mirar sus balances) de que estas crisis tienen el maravilloso efecto de multiplicar sus capitales, mientras el resto de los verdaderos productores (conocidos como consumidores) financia sus inversiones con los impuestos que el maldito Estado les garantiza para proteger sus aventuras, mientras el resto pierde sus casas o endeuda a sus hijos.

Como cerdos destinados a la chacinería, primero los consumidores aprenden a ejercitar su hambre voraz. Hasta que llega la temporada de ajustes y sacrificios, y se les reclama esa carne tan preciada en los banquetes. Por algo todavía hay empresas intentando patentar el genoma humano. Todo lo que recuerda a aquella conocida película norteamericana de ciencia ficción de 1973, Soylent Green, que predecía para 2022 una catástrofe ecológica y la comercialización camuflada de carne humana bajo el aspecto de un derivado del plancton, según la propaganda, soylent verde.

Jorge Majfud

junio 2013

Milenio (Mexico)

La Gaceta (Argentina)

La Republica (Uruguay)

Naufragando entre las marcas (majfud) tv 5 Publicidad (majfud) tv 4 Publicidad (majfud) tv 3 Publicidad (majfud) tv 2 Publicidad (majfud) 1

La literatura del poder

La literatura del poder

 

El fetichismo nunca pudo estar exento de una narración que lo recorriese de pies a cabeza pero la imagen era el elemento central que lo definía. Con el mito, esta jerarquía se invirtió. La palabra oral era el centro y las imágenes derivaban de ella. Mucho más tarde la escritura rompió la forma circular y eterna del mito y creó la percepción lineal de la historia, marcada por un inicio y un final y construida por infinitas singularidades. En la Biblia, como en muchos otros escritos sagrados, el principio y el final del tiempo son dramáticos. Diferentes al mito, la creación y la destrucción no se repiten.

El Dios o los dioses que vencieron en el neolítico eligieron la palabra y maldijeron las imágenes. Pero las imágenes volvieron, de alguna forma, con el fetichismo o con la iconolatría católica y de las religiones periféricas.

En el siglo XX el fetichismo laico tuvo un regreso espectacular, pero el recurso del mito no cedió su espacio central. Por el contrario, los discursos sobre el dominio de la imagen son eso, discursos, narrativas que crean y recrean la nueva realidad.

La clase política dominante y la clase financiera están educadas en las universidades donde la palabra es alfa y omega. Sólo los consumidores de las clases manufactureras, quienes rara vez acceden a estos círculos de poder, están más expuestos a la lógica de la imagen, a la publicidad. Pero como la publicidad y la propaganda son resultados de una cultura letrada, de una crítica y de una técnica de producción, es la palabra la que gobierna. Aún en las fotografías de carteles y en los comerciales con imágenes mudas, es la referencia a una historia ya conocida la que da sentido y significado al caos fetichista. Significa que X es mejor que sus adversarios y su sentido es el mismo que en todos: seguir consumiendo, desodorantes, autos o presidentes.

La imagen de un bombardeo alude a una guerra. A esa imagen llamamoshecho y a esa guerra llamamos realidad. Pero ese fragmento cobra significado de un hecho gracias a la narración del periodista y, en un marco mayor, su sentido es justificar o condenar u ocultar una acción política.

Cuando una cadena como Fox News repitió sin pausa los argumentos del gobierno de George Bush para invadir Irak, una abrumadora mayoría de la población de Estados Unidos creyó en la veracidad de esos argumentos y la guerra se hizo realidad. Cuando la narración no pudo ser sostenida, no sólo por los hechos sino por una contranarración apoyada en esos hechos y en un creciente poder contestatario, el gobierno modificó su narratura para suturar la fractura anterior. Mientras no hay un reconocimiento pleno de un error, el error no existe. Y para que esto no ocurra lo mejor es realizar reconocimientos parciales, pequeños fracasos como forma de negociar la verosimilitud de la nueva narratura.

Cuando don Quijote es el rey, los gigantes malvados son destruidos por sus cañones y el delirante Sancho Panza que protesta que no hay gigantes muertos sino molineros destrozados entre los escombros es neutralizado por la verborragia realista y responsable de don Quijote rey. Neutralizado, en el mejor de los casos.

El poder secreto de la palabra, del discurso hegemónico, radica en declarar la importancia insobornable de los hechos. Pero no son los hechos los que construyen los hechos; son las palabras. Aunque las imágenes —sustitutos de los hechos— son cuidadas hasta en sus detalles mínimos, nada importan al lado del poder de lanarratura.

Las ceremonias de honor no toman su poder de las imágenes sino porque confirman, a través de un pequeño capítulo de la gran novela, la narración central. No importa si ese “soldado desconocido” murió por la libertad de un pueblo o al servicio de una dictadura bananera o de un imperio agresor. Lo que importa es la habilidad literaria del poder para integrar ese soldado a su propia ficción. No sólo para escribir y confirmar una historia sino, sobre todo, para consolidar un presente y un futuro conveniente donde haya más soldados desconocidos deseosos de dar su vida por la misma narratura, al tiempo que cualquier posible crítica o cuestionamiento al poder se convierte en inmoral.

La repetida frase “una imagen vale por mil palabras” es otra máscara reciclada de la narratura ideoléxica. Los hechos, los órdenes políticos nacionales y mundiales se mantienen no por las imágenes que pueden ser favorables o adversas a los principales poderes sino por lo que se dice de esas imágenes. Si vemos, leemos y escuchamos los mass media del mundo, podemos observar que las imágenes de la opresión y de la guerra, aún las más crueles, pueden mover la indignación de mucha gente pero rápidamente son absorbidas, neutralizadas por la narratura ideoléxica en forma de justificaciones o convirtiendo una invasión y una masacre en un puro acto de defensa de la paz.

Cuando Estados Unidos invadió Irak esgrimiendo razones que luego se probaron falsas, muchos diarios publicaron imágenes de niños muertos, despedazados por los bombardeos. Pero nada o casi nada importó esas imágenes. Lo mismo ocurre en cualquier otro conflicto mundial cuando se enfrenta un gran ejército a un ejército irregular o a la población civil. No importa de qué lado están la razón y la justicia. El verdadero campo de batalla es el campo dialéctico y, sobre todo, el narrativo. Toda la violencia nace o se legaliza ahí. Al poder de turno tampoco le importa la dialéctica en sí mismo, la lógica del discurso que justifique una determinada acción militar, sino la verbalización fracturada y repetida de una verdad construida para el caso. “El objetivo de nuestros ataques no es Y sino X”. Pero en el ataque a X mueren cientos, miles de Ys. “El objetivo es X”. Las fotos de los inocentes Ys agonizando no importan, ya que la verbalización de la realidad es más fuerte: “el objetivo es X”, un objetivo noble, justificable, la verdad, “el objetivo es X”, y punto.

A principios del año 2009, el ejército israelí bombardeó dos refugios de la ONU. La primera vez el gobierno declaró que se había tratado de un trágico error, como en tantas otras ocasiones. Los buenos se equivocan. Los malos no; son más efectivos. Después del segundo bombardeo, el secretario general de las Naciones Unidas dijo en la Radio Pública de Estados Unidos, “We demand a full explanation” (16 de enero de 2009). Las naciones del mundo exigen una narratura completa, de mayor calidad literaria.

Sea cual sea la respuesta, si es completa —a full explanation—, será suficiente. En cualquier caso será fotocopiada, copy and paste, por quienes apoyan una medida de fuerza y criticada por quienes se oponen a ella. Pero la crítica, la literatura subversiva, no tendrá efecto —al menos no inmediato— en la realidad. Porque la imagen, el hecho, están totalmente subordinados a la narrativa del poder, genio sin par de la literatura política.

El autor es la autoridad; el autor es el poder. Como Dios, el poder crea su mundo a partir del verbo. Y lo destruye cuando el mundo no sigue su palabra.

 

Jorge Majfud

Lincoln University, agosto 2009.

 

 

 

 

 

elocuencia de la ignorancia

La elocuencia imperial de la ignorancia

 

Cierta vez alguien llamó a una radio de Georgia para opinar sobre los problemas más importantes que angustian al mundo. El locutor, como es su costumbre, lo interrumpió —Oh, man; wait-wait-wait! Stop!— diciendo que en menos de quince segundos le definiría qué es el socialismo y en qué consiste el capitalismo. Efectivamente, en quince segundos, o en menos, dio dos definiciones “completas y absolutas” de lo que es uno y lo que es el otro. Entusiasta, agregó: “y todo esto, que le hubiera llevado años en cualquier universidad, lo ha aprendido usted en quince segundos. Y gratis”. No podía faltar esta observación final, ya que se corresponde con la primera, en un mundo formado y deformado por la cultura del consumo rápido y sistemático, además del odio disimulado por las universidades. La anécdota me recuerda cuando alguien en Grecia —se atribuye la anécdota a Platón, pero este dato me parece dudoso y poco significativo— definió al hombre como “un animal bípedo e implume” y Diógenes arrojó entre la multitud un pollo desplumado: “he aquí al hombre”, ironizó.

Este es el nivel de la inteligencia para los ideólogos que se ocultan cobardes detrás del falso disfraz del pragmatismo. Su epistemología equivaldría a decir que uno es capaz de definir qué es el mundo en quince segundos. O en menos: el mundo es una esfera. ¿O miento? Bueno, casi una esfera. Y lo he dicho en menos de diez segundos. Ahora, ¿no será que el mundo es algo más que una esfera? En un mundo donde predomina la mentalidad del consumo —todavía entiendo que es una tara propia de la transición histórica—, ser capaces de simplificar, de no molestar con conceptos complejos es toda una virtud. Al fin y al cabo, como bien entiende N. García Canclini, el comercio ha sustituido a la política al tiempo que los consumidores han sustituido al ciudadano moderno. Siguiendo el ejemplo de nuestro sabio locutor, uno podría tener toda una taxonomía de conceptos, resumida en una sola línea cada una y, al momento de que alguien pregunte por una cosa o por la otra podríamos contestar con gran obviedad: “a es c”. Y punto. Esta seguridad siempre da la sensación de conocimiento. De hecho, es un tipo de conocimiento: es conocimiento chatarra, como las hamburguesas hechas con yeso y carne de lombrices son un tipo de comida. Pero si nuestras sociedades de la información están lejos de algún tipo sustentable de conocimiento, están aún más lejos de cualquier tipo de sabiduría.

 

El Poder y la Universidad: una contradicción sin solución

Sin la duda no habría libertad y sin libertad no tendríamos academia sino una comité político, una iglesia o una secta, donde necesariamente se deben excluir determinadas propuestas: si uno pertenece a un partido conservador no podría insistir en posiciones liberales; si uno pertenece a la iglesia católica no debería insistir con preceptos budistas, no podría negar o cuestionar la autoridad del Papa, etc. Todo lo contrario se espera de la academia: excepto el principio de “libertad de cátedra”, nada se puede prescribir, nada se debe excluir de sus cuestionamientos: ni la política, ni la religión, ni la economía, ni el arte, ni el sexo, ni nada. No tendría ningún sentido proscribir la teoría de Darwin, el marxismo o el creacionismo bajo argumentos morales, políticos o religiosos. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. Claro, en algún momento podríamos pensar que la idea de promover el equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, podría llegar a ser excelente: imaginen las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda… Es curioso que un grupo numeroso e influyente de partidarios del libre mercado no sea igualmente partidario de la libertad de cátedra: allí donde se prescribe la mano invisible del mercado se prescribe la regulación de la producción intelectual. Donde se proclama la libertad del capital se condena el libre tránsito de los trabajadores y de las ideas.

Una vez alguien me dijo, considerando que nuestra universidad es una isla de “liberales” en medio de un mar de conservadores, que si los contribuyentes supieran cuáles son los temas que se estudian en los departamentos de humanidades, al poco tiempo se quedarían sin recursos. Podríamos pensar que esta es una idea “razonable” que normalmente es aplicada a la enseñanza primaria y hasta en la enseñanza media: el Estado tiene una cierta idea de qué es bueno y qué es malo, qué es “conveniente” ensañar y qué no; no sólo para aumentar la producción de esa sociedad sino para controlarla dentro de un determinado paradigma social, político y moral. Esto depende, claro, de qué tipo de Estado estamos hablando. Lo bueno y lo malo varían si consideramos China o Francia, Cuba o México, el sistema feudal o el sistema capitalista, el capitalismo industrial o el capitalismo posindustrial.

No obstante, cualquier universidad que se precie de un mínimo de dignidad, coherente con su historia milenaria, no puede basarse en la imposición de tabúes ideológicos o prescripciones paradigmáticas —lo cual no significa que la academia no sufra de estas mismas limitaciones, ya que es parte de una sociedad—. La academia desaparece, literalmente, cada vez que el Estado o el mercado de bienes y males, con sus intereses propios, prescriben o proscriben algo, por mínimo que sea. La paradoja de la academia es que no puede (ni debe) ser económicamente autosuficiente al mismo tiempo que no debería ser ideológicamente dependiente de la mano que le provee los recursos necesarios para su existencia, ya sea pública o privada. Claro que la asignación de recursos por parte del Estado a un área o a la otra, que las donaciones privadas a un campo y no al otro, dirigen con frecuencia el rumbo de la actividad intelectual. Pero si eso es lo que realmente ocurre no es por ello que se define históricamente la academia y mucho menos el pensamiento. Claro que un estado, una institución, puede negarle recursos económicos a sus universidades, argumentando que allí se generan ideas contrarias a sus propios intereses. Claro que puede hacerlo. ¿Y por qué no lo hace? Porque desde ese momento el Estado no puede ser considerado un estado democrático que promueve el libre pensamiento y la nvestigación. Por esta razón, la relación que une al Estado y a la Universidad es una relación mutuamente interesada, basada en una irresoluble contradicción.

 

Elocuencia y barbarie: las estrategias del poder

La Academia —la pretendida libertad de cátedra— nunca ha estado más amenazada que en tiempos de estratégicas luchas políticas. Cuando el proselitismo del miedo, principal instrumento del discurso hegemónico, invade todos los rincones de la sociedad, se hace invisible y se perpetúa bajo la idea de un orden “natural”, atemporal. Son los tiempos en que la ignorancia y la apatía del pueblo son sistemáticamente organizadas por la propaganda y la elocuencia de los arengadores públicos. Son los tiempos en que la violencia de la uniformidad quema hombres, mujeres y libros. Recordemos apenas un ejemplo, que la historia se ha empecinado en borrar de la memoria humana.

La famosa Escuela de traductores de Toledo se desarrolló durante gran parte del siglo XII gracias a un período de tolerancia racial, política y religiosa, en una región dominada y arrasada sucesivamente por árabes y godos. El método de esta Escuela consistía en traducir los libros de ciencia y filosofía del árabe a la lengua romance española. El mediador era, por lo general, un judío que leía árabe y recitaba en lengua vulgar para que un cristiano lo escribiese en latín. Así conocieron en Occidente a Ptolomeo, Aristóteles, Euclides, Avicena, Plotino, las enciclopedias de medicina, etcétera. También llegaron a Toledo en aquella época el inglés Abelardo de Bath y el francés Pierre le Venerable, abad de Cluny, quien le encargó al judío Pedro de Toledo la traducción del Corán al latín, la cual fue acabada en 1143. El más famoso traductor fue Gherard de Cremona, un italiano que tradujo al latín 87 obras, entre ellas el Almagesto de Ptolomaios. Al mismo tiempo trabajaban los pensadores aristotélicos en Al-Andalus, como el famoso Averroes. El célebre rey cristiano Alfonso X el Sabio, inspirado por la cultura de las cortes taifales, especialmente de la toledana e impulsado por colaboradores judíos, inició más tarde las traducciones arábigo-españolas, a la lengua romance. Pero éstos no eran excepciones. Otras familias de judíos también se dedicaron a traducir textos árabes —al tiempo que producían sus propias novedades—. En Cataluña, Jacob Ibn Tiddlon (Propacius Iudaeus) fue traductor y autor de Almanach, obra leída y admirada por Copérnico, Calvius y Kepler. No deberíamos olvidar, además, que, como dice Reyna Pastor, “Azarquiel, en un principio reputado forjador, llegó a ser el astrónomo y matemático más famoso de su época. Discutió a Ptolomeo, descubrió el movimiento de los planetas alrededor del Sol y el recorrido elíptico de Mercurio usando instrumentos de su invención: […] especies de astrolabios. A ello debe agregarse las llamadas ‘Tablas toledanas’, base de las ‘Tablas Alfonsinas’ de Alfonso el Sabio”.[1] La lista de sabios y de obras es inabarcable y sería aún mayor si el dictador Almanzor no hubiese quemado los cuatrocientos mil volúmenes de la biblioteca de Córdoba.[2] Bastaría con decir que España fue el principal centro intelectual de Europa y que gracias a esta libertad y respeto intelectual por la diversidad no sólo se salvó gran parte de la cultura antigua sino que, además, se impulsó los cambios que llevaron a Europa a un auge civilizatorio que ya todos conocemos.

Como es vieja costumbre de la historia, el fanatismo religioso —miserable esclavo de otras preocupaciones más terrenales— acabó con este período de paz y de florecimiento cultural. A partir de 1180, cesa en la iglesia el nombramiento de obispos extranjeros y comienza una etapa signada por un sentimiento nacionalista que, al decir de Amarill Chanady al referirse a América Latina, es siempre producto de una negación violenta sobre el otro, de una obligación de olvidar en búsqueda de una unidad[3]. A finales del siglo XII se unifican las iglesias hispanas y romana. En 1188, pensando en la necesidad de una “guerra santa”, el papa Clemente III envía una carta al obispo de Toledo prometiendo perdón de todos los pecados para aquellos que luchen contra los sarracenos, al igual que para aquellos que mueran en la Cruzada. En una carta del 29 de octubre de 1192 al arzobispo de Toledo, su sucesor, el papa Celestino III, citando a la Biblia, decreta: “No es contrario a la fe católica exterminar y perseguir a los sarracenos”.[4] Mucho después de la expulsión de los moros de Toledo, y como consecuencia de la larga Reconquista, en 1391 se practicará una nueva matanza que reducirá la población judía a la mitad. Una vez más Dios es secuestrado en nombre de intereses políticos. La víctima, como siempre, no será sólo la Academia sino, lo que es peor, el ser humano.

Algo me dice que nuestros tiempos no se diferencian mucho de aquella Edad Media, llena de oscuridades pero no tan oscura como se la representan en las escuelas primarias. Vivimos en el imperio de las simplificaciones; no en la Edad Media de Alfonso el Sabio sino en la de Pedro el Terrible; no en la Edad Media de la brillante Córdoba o de la Toledo tolerante sino de las Cruzadas y la Guerras Santas, de los héroes que luchan por salvar la Civilización en nombre de Dios, tirando bombas y arengando a los fieles contra el infiel.

Los necios han puesto el mundo entre dos cáscaras de nuez y han proclamado su conocimiento absoluto. Ya no queda nada por discutir. Just do it. Los nacionalismos, los estrechos patriotismos, los discursos bélicos destruyen cada día la necesaria serenidad del pensamiento. Demagogos y maquiavelos excitan la sangre y anestesian el alma. El objetivo inmediato es ganar, destruir al enemigo, un enemigo previamente creado —ese perfecto aliado de los viejos opresores que nunca falla. El objetivo a largo plazo es mantener las cosas como están.

Claro que siempre es posible salirse de la prisión de las cosas obvias. Cuando Diógenes, el filósofo vagabundo de Atenas fue capturado y llevado como esclavo a Creta le preguntaron qué era lo que mejor sabía hacer: “Mandar”, dijo el padre del cinismo.

 

 

© Jorge Majfud

The University of Georgia, abril 2006.

 

 

[1] Pastor de Togneri, Reyna. Del Islam al Cristianismo. En las fronteras de dos formaciones económico-sociales: XI-XIII. Barcelona: Ediciones Península, 1975, pág. 77.

[2] Aguilar Gavilán, Enrique. Historia de Córdoba. Madrid: Sílex, 1995, pág. 42.

[3] Chanady TA \s «Chanady» , Amarill. Latin American Identity and Constructions of Difference. Minneapolis: University of Minessota Press, 1994, pág. xix. Chandy también cita a Renan y a Homi Bhabha, quienes hacen la misma observación: “As Renan TA \l «Renan» \s «Renan» \c 1  writes, ‘unity is always affected by means of brutality.’ What that means is not only that the nonhegemonic sectors of society are ‘obligated to forget’, and concomitantly obligated to adopt dominant cultural paradigms in several spheres, but that ‘forgetting’ is the result of marginalization and silencing, if not annihilation”; “Being obligated to forget became the basis of remembering the nation” (xx).

[4] Pastor de Togneri, Reyna, pág. 173.