La vida humana como efecto colateral

Niños de Tilcara saliendo del cole

Image by zaqi via Flickr

La vita umana come effetto collaterale (Italian)

Bitacora (La Republica)

La vida humana como efecto colateral


 

Cada vez que regreso a Uruguay me impacta lo previsible. No descubro novedades pero mi capacidad de asombro se renueva. Siempre he considerado que la sensibilidad es la mejor aliada de la razón: es aquello que nos sorprende lo que nos obliga a reflexionar. Es la intuición la que guía a la razón y no a la inversa, como se presume siempre. Sin las emociones el análisis se pierde, como un forense buscando el origen de la vida en una morgue. Y es eso, precisamente, en lo que se está convirtiendo nuestro querido país, pequeña región geográfica y humana con un pasado brillante: en una morgue donde sus directores discuten sobre el número de muertos, sobre las causas de cada fallecimiento, sobre cómo evitar el olor nauseabundo que se incrementa día a día sin dar suficiente tiempo de recuperación a las narices que se anestesian junto con los ojos que todavía miran pero ya no ven. De vez en cuando alguno de los directores de la morgue se queja de los cadáveres: hemos diseñado todo tipo de planes sociales, les hemos inyectado suero, el aire acondicionado ha mejorado, pero ellos se niegan a levantarse. Hay gente que prefiere seguir tirada en la calle a vivir como la gente.

Hace unos días murió un niño de hambre y otro de diarrea. Poco después los gusanos comieron vivo a un pequeño de trece meses. No es necesario entrar en detalles descriptivos. Bastará con apuntarlo y no dejarlo pasar como un fenómeno climático sino de verdadera injusticia social. Al mismo tiempo que todo esto ocurre, nuestro vicepresidente continúa su heroica batalla por demostrar que los criterios para medir la pobreza son erróneos y, por lo tanto, deberíamos considerar una cifra un poco más baja de la que publican los técnicos de la salud.

Pero estos niños muertos son niños de la periferia. Marginados. Son efectos colaterales. No duelen.

En este momento me interesa entrar en el pantano. Está en juego la relación con el otro y las instituciones en general, porque cada vez que un niño muere de hambre el Estado pierde su razón de ser. Y en esto hay que decir que el Estado ha perdido la razón reiteradamente. Si la mayor Institución que se ha dado la sociedad es capaz de reparar un semáforo cada vez que se descompone, ¿cómo no es capaz de evitar que un niño se muera de hambre? He escuchado muchas veces que un gran porcentaje de los seres humanos que duermen en las calles, con la cabeza apoyada en la vereda a cero grado centígrado, bajo la violencia del clima y bajo la violencia moral de ser vistos en esa degradación, se niegan a concurrir a un local donde tienen comida y colchones. Ergo esos individuos son responsables de su desgraciada condición. En inglés hasta suena distinguido: son homeless. Pero cuántos de nosotros no nos volveríamos dementes en situaciones de violencia semejantes y reiteradas como lo están esas personas?

Pero como los pobres son “responsables” de su pobreza, así como los alcohólicos y los drogadictos son responsables de su vicio, podemos dejarlos tirados y el mundo seguirá andando. Ahora, si un hombre amenaza con tirarse de un décimo piso, ¿qué hace el Estado? En teoría, ese hombre está en su derecho de hacer con su existencia lo que quiera. Sin embargo, a nadie se le ocurriría dejarlo ejercer su derecho. ¿Por qué? Siempre argüiremos que esa persona no está bien de la cabeza y, por lo tanto, debemos ayudarla a desistir de su intento. Entonces enviamos bomberos, policías y psicólogos para “persuadirlo” de su intento, no vaya a ser que ensucie la calle y cunda el mal ejemplo. ¿Está bien esto? Más allá de una discusión filosófica sobre el derecho, la intuición nos grita que sí. Entonces, ¿por qué dejamos a un hombre tirado en la calle? ¿Por qué la mayor organización de la sociedad, el Estado, no se hace responsable por cada niño que muere de hambre, en lugar de echarle la culpa a una madre que vive en un basurero y ya ha dejado de pensar?

Mal, esto es el árbol de hojas secas. Ahora tratemos le ver el bosque.

Durante décadas, el Río de la Plata fue un río de inmigrantes. Millones de hombres y mujeres bajaron de los barcos a esta tierra desconocida para plantar su raza y sus costumbres. En su gran mayoría eran europeos, representantes orgullosos de una cultura avanzada, de una historia llena de grandes imperios y ominosas dominaciones, que muchas veces se confundió con una raza inexistente: la raza blanca. Sin embargo, aquellos abuelos nuestros que bajaron de los barcos en su mayoría eran analfabetos, víctimas de las más obscenas persecuciones o delincuentes comunes. Por lo general, gente que no tenía muchas razones para sentirse orgullosa. No porque fueran pobres y analfabetos, sino porque venían de una Europa enferma, guerrera y puritana, la mayoría de las veces arrastrando profundos prejuicios, inútiles rigurosidades morales que se parecían más a la inhumanidad y a la mentira que a la sabiduría.

Un minúsculo hecho acontecido en el puerto de Buenos Aires retrata con perfecta economía algunos de aquellos conquistadores, que no carecieron de virtudes pero que por regla general hicieron todo lo posible por olvidar sus defectos, esos mismos que la antropología intentó disimular en los libros. El milagro me lo transmitió mi tío Caíto Albernaz, un campesino sin universidad pero con muchos libros al lado del arado y una inteligencia ética demasiado fina para ser escuchada sin fastidio, destruido hace ya muchos años por la dictadura militar. Yo era un niño aún y le escuché contar, con la misma brevedad, mientras escuchábamos el canto o la queja de un ave nocturna, inubicable en el extenso horizonte del atardecer: “Todavía con las valijas en las manos, un grupo de inmigrantes se cruzó con otro grupo de otra nacionalidad, probablemente de algún país periférico de Europa. Entonces, uno le dijo a otro: Nuestra lengua es mejor porque se entiende.”

Con el tiempo, esta iluminación de la ignorancia se fue ocultando bajo una espesa capa de cultura. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro corazón occidental, aún sobrevive la actitud primitiva que considera nuestra propia lengua la mejor lengua, nuestra moral la mejor moral y, aunque nos duela, nuestros muertos las únicas víctimas. Y para darse cuenta de esto no es necesario una universidad sino la sensibilidad de aquel campesino que sabía escuchar a los pájaros.

Durante todo el siglo XX, uno de los principios éticos que justificó cada genocidio y cada matanza, en masa o a pequeña escala, fue aquel en el cual se establecía que “el fin justifica los medios”. Como era de esperar, los nobles fines nunca llegaron y, por ende, los medios terminaron por perpetuarse, es decir, los medios se impusieron como fines. (Así suele ocurrir con las Causas cuando se transforman en ideologías, o con la Fe cuando se transforma en dogma.) Lo cual es doblemente lógico, ya que si uno pretende defender la vida con la muerte, el uso de este último recurso hace imposible el logro perseguido. Al menos que el logro sea la resurrección indiscriminada.

Con el transcurso del tiempo, las retóricas y las ideologías han ido cambiando. Sólo cambiando; no han desaparecido en ningún momento. De hecho, el precepto de que “el fin justifica los medios” se encuentra tan vigente hoy como pudo estarlo en tiempos de Stalin o de Nerón. Ahora, de una forma más técnica y menos filosófica, se entiende el mismo concepto con la expresión “efectos colaterales”

Veámoslo un poco más de cerca. En los últimos cincuenta años se han venido realizando intervenciones militares, por parte de las mayores potencias mundiales, con el objetivo de mantener el Orden, la Paz, la Libertad y la Democracia. No vamos a ponerlo en duda —esto complicaría el análisis ya desde el comienzo—. En cada una de estas intervenciones en defensa de la vida ha habido muertos, por supuesto. A diferencia de las antiguas guerras, los muertos escasamente son militares (lo que hace de este oficio uno de los más seguros del mundo, más seguro que el oficio de periodista, de médico o de obrero de la construcción) y nunca son los promotores de tan arriesgadas empresas. Por regla común, los nuevos muertos son siempre civiles, algún viejo que no pudo correr a tiempo, algún joven inconsulto, sin voz ni voto, alguna mujer embarazada, algún feto abortado.

Miremos por un momento estos muertos que no nos tocan ni nos salpican. ¿Son muertos imprevistos? Creo que no. A nadie puede sorprender que en un ataque militar haya muertos. Los muertos y las guerras poseen lazos históricos, así como las guerras y los intereses corporativos. Tan previsibles son estos muertos que han sido definidos, en bloque, como “efectos colaterales”. No es cierto que las “bombas inteligentes” sean tontas; hasta un genio se equivoca, eso lo sabemos todos. Ahora, el problema ético surge cuando se acepta sin cuestionamientos que estos “efectos colaterales” son, de cualquier manera, inevitables y no detienen nunca la acción que los produce. ¿Por qué? Porque hay cosas más importantes que los “efectos colaterales”, es decir, hay cosas más importantes que la vida humana. O por lo menos de cierto tipo de vida humana.

Y aquí está el segundo problema ético. Aceptar que en un bombardeo la muerte de centenares de inocentes, hombres, niños y mujeres, puedan ser definidos como “efectos colaterales” es aceptar que existen vidas humanas de “valor colateral”. Ahora, si existen vidas humanas de valor colateral, ¿por qué se inicia una acción de este tipo en defensa de la vida? La razón y la intuición nos dice que el precepto lleva implícita la idea, no cuestionada, de que existen vidas humanas de “valor capital”.

Un momento. Ante tan grotesca conclusión, debemos preguntarnos si no hemos errado en nuestro razonamiento. Para ello, debemos hacer un ejercicio mental de verificación. Hagamos el experimento. Preguntémonos ¿qué hubiese ocurrido si por cada cinco niños negros o amarillos destrozados por un “efecto colateral” hubiesen muerto uno o dos niños blancos, con nombres y apellidos, con una residencia legible, con un pasado y una cultura común a la de aquellos pilotos que lanzaron las bombas? ¿Qué hubiese ocurrido si por cada inevitable “efecto colateral” hubiesen muerto vecinos nuestros? ¿Qué hubiese ocurrido si para “liberar” a un país lejano hubiésemos tenido que sacrificar cien niños en nuestra propia ciudad, como un inevitable “efecto colateral”? ¿Hubiese sido distinto? Pero cómo, ¿cómo puede ser distinta la muerte de una niña, lejana y desconocida, inocente y de cara sucia, a la muerte de un niño que vive cerca nuestro y habla nuestra misma lengua? Pero ¿cuál muerte es más horrible? ¿Cuál muerte es más justa y cuál es más injusta? ¿Cuál de los dos inocentes merecía más vivir?

Seguramente casi todos estarán de acuerdo en que ambos inocentes  tenían el mismo derecho a la vida. Ni más ni menos. Entonces, ¿por qué unos inocentes muertos son “efectos colaterales” y los otros podrían cambiar cualquier plan militar y, sobre todo, cualquier resultado electoral?

Si bien parece del todo lícito que, ante una agresión, un país inicie acciones militares de defensa, ¿acaso es igualmente lícito matar a inocentes ajenos en defensa de los inocentes propios, aún bajo la lógica de los “efectos colaterales”? ¿Es lícito, acaso, condenar el asesinato de inocentes propios y promover, al mismo tiempo, una acción que termine con la vida de inocentes ajenos, en nombre de algo mejor y más noble?

Un poco más acá, ¿qué hubiese ocurrido si los gusanos dejaran de comer niños pobres y comenzaran a comer niños ricos? ¿Qué ocurriría si por una negligencia administrativa comenzaran a morir niños de nuestra heroica e imprescindible well to do class?

Una “limpieza ética” debería comenzar por una limpieza semántica: deberíamos tachar el adjetivo “colateral” y subrayar el sustantivo “efecto”. Porque los inocentes destrozados por la violencia económica o armada son el más puro y directo Efecto de la acción, así, sin atenuantes eufemísticos. Le duela a quien le duela. Todo lo demás es discutible.

Esta actitud ciega de la Sociedad del Conocimiento se parece en todo a la orgullosa consideración de que “nuestra lengua es mejor porque se entiende”. Sólo que con una intensidad del todo trágica, que se podría traducir así: nuestros muertos son verdaderos porque duelen.

 

Jorge Majfud

Montevideo

25 de junio de 2003

 

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Crisis XVI

Crisis XVI

Jueves 16 de julio. Dow Jones: 8.711

Terra Bella, California. 9: 15 PM

Lupita recoge el puñado de frutillas, pero las frutillas vuelven a resbalar de su mano. Por culpa de esta mano torpe, se queja Lupita, la pobre espalda ya no resiste más. La mano sucia, agrietada, casi no tiene movimientos, casi no duele. Pero la espalda y el vientre sí. Lupe intenta recoger las frutillas otra vez pero las frutillas se alejan como en un túnel. En media hora termina su jornada. Son ocho horas de reverencias sobre la tierra, bajo el sol que da vida a las frutillas.

Pero la media hora se estira como el túnel que aleja las cinco frutillas de su mano.

Dicen que en ningún lugar se producen frutillas tan grandes y rojas, aunque no saben como las de allá, decía Lupita. En el Wal Mart huelen mejor, decía José, por el aire acondicionado. No son frutillas, son frutotas, limpiecitas y ordenaditas en cajitas tranparentes.

Ayer fue igual. 110 grados desde el mediodía hasta las cinco de la tarde. A la sombra, dice Ramón, 110 grados a la sombra. Cuánto es eso, José? Como 40 o 45 grados de allá. Luego bajó a 105 y dicen que al terminar la chamba había 95 y el sol pegaba de abajo. Lo bueno es que el sol se mueve y no te quema siempre del mismo lado. A veces es como si pegara de abajo, decía Lupita. Y cuando pega de abajo es como si una cayera en un túnel oscuro y el sol es el final.

José se reía. Las cosas que una mujer se imagina cuando es tan jovencita. Ella le había alegrado la chamba, desde que llegó hacía dos semanas. José siempre se las arreglaba para trabajar en una línea cerca y ella se sentía más segura cuando lo veía aproximándose con sus manos que eran como máquinas de juntar frutillas. La máquina de piscar, le decían. Pero cuando pasaba cerca de Lupita era como si fuese más despacio, como un nadador que desacelera para descansar.

En una de esas lo perdió de vista. Lupita rogaba a Dios que corriera la última media hora, que llegara el final, que el José dijera “al fin terminamos por hoy”, aunque Lupe sabía que su canasta no se había llenado tan de prisa como ayer y que seguro le estaban poniendo un ojo por bajo rendimiento.

Pero las frutillas, grandes como cinco corazones palpitantes, seguían cayendo por las escaleras del templo y el sol no aflojaba. Hasta que su espalda se quebró y su cara fue a dar contra la tierra seca y un olor a sangre y frutilla, espeso como la sal del mar, borró el sol al final del túnel. Un río caliente corrió por sus piernas hasta regar la madre tierra que a esa hora era como un dragón sediento. “Miguelito”, fue lo último que dijo la Lupe, casi gritando pero sin poder gritar, dijo José.

Michael, dijo la máquina de piscar que no ha vuelto hoy, era el crío que la chica nueva llevaba en sus entrañas. Dicen que ahora andan buscando a quién entregarle la compensación por la finadita.

Jorge Majfud

Milenio (Mexico)

El complejo de Malinche

A 16th century manuscript illustrating La Mali...

Image via Wikipedia

El complejo de Malinche

Las sociedades precolombinas eran matriarcales o al menos matrilineales, lo cual era una característica de las sociedades agrícolas. Los mapuches permitían la relación entre hermanos del mismo padre porque pertenecían a diferentes tótems. Los conquistadores españoles legislaron contra esta idea que consideraban una monstruosidad, pero los mapuches entendían lo mismo de los españoles que permitían el casamiento entre primos maternos. Para los mapuches, ésta era una relación incestuosa ya que ambos pertenecían al mismo tótem, no en cambio los primos paternos. Este sistema matrilineal se refleja también en la existencia de diosas mujeres, diosas de la fertilidad, como en Venezuela y otros pueblos o en la inexistencia del falo como símbolo de poder en México, quinientos años antes de Cristo.

Para el historiador Luis Vitale, la opresión de género no existía en la prehistoria porque ambos sexos realizaban las mismas tareas; “los primeros síntomas de opresión comienzan a manifestarse en la división del trabajo por sexo”.

Es probable que el sistema patriarcal no estaba tan avanzado en la América precolombina como lo estaba en la Europa del siglo XV. Mientras en Europa el feudalismo estaba basado en la propiedad privada, al mismo tiempo en América, aunque la mujer iba perdiendo espacio, aún mantenía más derechos debido a que el sistema de producción de las comunidades-base se mantenía entre pueblos como el inca o el azteca. En las crónicas de Cieza de León se ve una inversión de las funciones europeas en la región andina: la mujer trabaja la tierra y los hombres hacen ropa. Si bien es cierto que el inca y otros jefes mesoamericanos expresaban ya un tipo de organización masculina, en las bases de las sociedades indígenas las mujeres aún mantenían una cuota importante de poder que luego le será expropiado. ¿Cómo y cuando se produce el nacimiento del patriarcado y la consecuente opresión de la mujer? Más importante aun: ¿la opresión es un valor absoluto o relativo?

Del cambio de un sistema de subsistencia a un sistema donde la producción excedía el consumo, debió surgir no sólo la división del trabajo sino, también, la lucha por la apropiación de estos bienes excedentes. ¿Y quién sino los hombres estaban en mejores condiciones de apropiarse y administrar (en beneficio propio o en beneficio de la unificación de tribus) este exceso? No por una razón de fuerza doméstica, sino porque la misma sobreproducción —con sus respectivos períodos de escasez— necesitó de una clase de guerreros organizados que extendieran el dominio a otras regiones y proveyesen de esclavos para retroalimentar el nuevo sistema. Los ejércitos y las guerras serían así causa y consecuencia del patriarcado. Antes que para la defensa surgen para el ataque, para la invasión, con la lógica tendencia a sustituir al poder político por la fuerza de su propia organización armada. Y, como todo poder político y social necesita una legitimación moral, ésta fue proporcionada por mitos, religiones y una moral hecha a medida y semejanza del hombre y del sistema que lo beneficiaba y lo esclavizaba al mismo tiempo.

No obstante los nuevos imperios prehispánicos, en sus bases las mujeres continuaban compartiendo el poder y el protagonismo social que no tenían las europeas en sus propios reinos. La idea de la función “natural” de la mujer como ama de casa es resistida por las mujeres indo-americanas hasta que el modelo patriarcal europeo es impuesto por los conquistadores. Sin embargo, varios datos nos revelan que el patriarcado ya había surgido antes de la conquista en las clases altas, en la administración de los imperios. Varias crónicas y relatos tradicionales escritos en el siglo XVI —Cieza de León, pero ejemplo— nos refieren la costumbre de los oprimidos por los españoles a oprimir a sus propios hermanos más pobres, reproduciendo así la verticalidad del poder. También tenemos noticia por el Inca Gracilazo de la Vega, que el inca Auquititu ordenó perseguir a los homosexuales para que “en pública plaza [los] quemasen vivos […]; así mismo quemasen sus casas”. Y, con un estilo que no escapa al relato bíblico de Sodoma y Gomorra, “pregonasen por ley inviolable que de allí en delante se guardasen en caer en semejante delito, so pena de que por el pecado de uno sería asolado todo su pueblo y quemados sus moradores en general”. La persecución y ejecución de los homosexuales es un claro síntoma de un patriarcado incipiente, más si consideramos que no tenemos la misma historia de incineraciones de lesbianas. La valoración de la virginidad en la mujer es otro, pero este era mucho más raro y hasta inexistente entre los pueblos originarios de América.

Si bien podemos considerar que la división del trabajo pudo tener una función ventajosa para los dos sexos y para la sociedad en un determinado momento, también sabemos que el patriarcado, como cualquier sistema de poder, nunca fue democrático y mucho menos inocente en su moralización. En el mundo precolombino ese patriarcado incipiente se materializó en la presencia de jefes y caudillos indígenas que progresivamente fueron traicionando al resto de sus propias sociedades por un beneficio de género y de clase. Si bien es cierto que hubo algunos caudillos rebeldes —como Tupac Amaru—, también sabemos que los conquistadores se sirvieron de esta clase privilegiada para dominar a millones de habitantes de estas tierras. ¿Cómo se comprende que unos pocos de miles de españoles sometieran a civilizaciones avanzadísimas y gigantescas en número como la inca, la maya o la azteca, compuesta de millones de habitantes? Hubo muchos factores, como las enfermedades europeas —primeras armas biológicas de destrucción masiva—, pero ninguno de estos elementos hubiese sido suficiente sin la función servil de los caciques nativos. Éstos, para mantener el poder y los privilegios que tenían en sus sociedades se entendieron rápidamente con los blancos invasores. No es casualidad que en un mundo que luego se caracterizaría por frecuentes conductas machistas hayan surgido tantas mujeres rebeldes que, desde el nacimiento de América se opusieron al invasor y organizaron levantamientos de todo tipo. La traición de los caciques no fue sólo una traición de clase sino también una traición del patriarcado. No es casualidad que otra de las características que sufrimos aún hoy en América Latina sea, precisamente, la división. Esta división alguna vez fue un elemento estratégico de la dominación española sobre el continente mestizo; luego se convirtió en una institución psicológica y social, en una ideología que llevó a la formación de países y nacionalismos liliputienses o gigantescos egoísmos. La misma división que luego sirvió para mantener pueblos enteros en la más prolongada opresión.

Sin embargo, la idea de que la opresión surge con la división del trabajo —en este caso, división por sexos— es arbitraria si no asumimos que la opresión de la división del trabajo no radica en la división misma sino en la imposición de la misma. De otra forma, esta especialización podría entenderse como una colaboración estratégica. Ahora, ¿por qué la división debería darse por sexos? La respuesta positiva a esta pregunta dejaría de ser también arbitraria si consideramos un contexto neolítico o de expansión política, donde el trabajo agrícola y las luchas por la posesión de espacios y producción eran definidos por la fuerza y no por algún tipo de derecho más racional que sirviera a todos por igual. Lo cual indica que superado este contexto histórico la división del trabajo por sexos volvería ser parte de la arbitrariedad, impuesta por la violencia ideológica y moral del patriarcado. Queda, aun así, la posibilidad de la persistencia de una diferencia biológica que justifique, por ejemplo, el predominio masculino en el ajedrez o de la mujer en el lenguaje. Aun así, como las posible diferencias de inteligencias debidas al factor vagamente definido como “racial”, si existen son insignificantes cuando se comparan con las diferencias que impone una cultura o el nivel de educación de los individuos comparados.

Lo que podemos llamar “complejo de Malinche” aparece ya definido de otra forma en los versos acusatorios de Sor Juana en el siglo XVII. Es aquella mujer —y aquella sociedad— oprimida por un sistema patriarcal que se beneficia de las contradicciones del mismo sistema. Y es juzgada históricamente por las deficiencias morales de su manipulación, como si fuese un individuo aislado y no producto de un sistema y una mentalidad histórica que reproduce lo que condena.

Jorge Majfud

Lincoln University, agosto 2008

El sexo imperfecto. ¿Por qué Sor Juana no es Santa?

Cada poder hegemónico en cada tiempo establece los límites de lo normal y, en consecuencia, de lo natural. Así, el poder que ordenaba la sociedad patriarcal se reservaba (se reserva) el derecho incuestionable de definir qué era un hombre y qué era una mujer. Cada vez que algún exaltado recurre al mediocre argumento de que “así han sido las cosas desde que el mundo es mundo”, sitúa el origen del mundo en un reciente período de la historia de la humanidad.

Como cualquier sistema, el patriarcado cumplió con una función organizadora. Probablemente, en algún momento, fue un orden conveniente a la mayoría de la sociedad, incluida las mujeres. No creo que la opresión surja con el patriarcado, sino cuando éste pretende perpetuarse imponiéndose a los procesos que van de la sobrevivencia a la liberación del género humano. Si el patriarcado era un sistema de valores lógico para un sistema agrícola de producción y sobrevivencia, hoy ya no significa más que una tradición opresora y, desde hace tiempo, bastante hipócrita.

En 1583, el reverenciado Fray Luis de León escribió La perfecta casada como libro de consejos útiles para el matrimonio. Allí, como en cualquier otro texto de la tradición, se entiende que una mujer excepcionalmente virtuosa es una mujer varonil. “Lo que aquí decimos mujer de valor; y pudiéramos decir mujer varonil (…) quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de corazón, industria y riqueza y poder”. Luego: “en el hombre ser dotado de entendimiento y razón, no pone en él loa, porque tenerlo es su propia naturaleza (…) Si va a decir la verdad, ramo de deshonestidades es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido”. Luego: “Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: ‘Hagámosle un ayudador su semejante’ (Gén. 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer y el fin para que Dios la crió, es para que fuese ayudadora del marido”. Cien años antes de que Sor Juana fuese condenada por hablar demasiado y por defender su derecho de hablar, la naturaleza de la mujer estaba bien definida: “es justo que [las mujeres] se precien de callar todas, así aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin verg��enza descubrir lo que saben, porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco”. Luego: “porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. (…) Así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender,  por consiguiente les tasó las palabras y las razones”. Pero el moralizador de turno no carecía de ternura: “no piensen que las crió Dios y las dio al hombre sólo para que le guarden la casa, sino para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y todos generalmente acogimiento agradable”.

Ya en el nuevo siglo, Francisco Cascales, entendía que la mujer debía luchar contra su naturaleza, que no sólo estaba determinada sino que además era mala o defectuosa: “La aguja y la rueca —escribió el militar y catedrático, en 1653— son las armas de la mujer, y tan fuertes, que armada con ellas resistirá al enemigo más orgulloso de quien fuere tentada”. Lo que equivalía a decir que la rueca era el arma de un sistema opresor.

Juan de Zabaleta, notable figura del Siglo de Oro español, sentenció en 1653 que “en la poesía no hay sustancia; en el entendimiento de una mujer tampoco”. Y luego: “la mujer naturalmente es chismosa”, la mujer poeta “añade más locura a su locura. (…) La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantas forma la naturaleza (…) Si me fuera lícito, la quemara yo viva. Al que celebra a una mujer por poeta, Dios se la de por mujer, para que conozca lo que celebra”. En su siguiente libro, el abogado escribió: “la palabra esposa lo más que significa es comodidad, lo menos es deleite.” Sin embargo, el hombre “por adorar a una  mujer le quita adoración al Criador”. Zabaleta llega a veces a crear metáforas con cierto valor estético: la mujer en la iglesia “con el abanico en la mano aviva con su aire el incendio en que se abraza”. (1654)

En 1575, el médico Juan Huarte nos decía que los testículos afirman el temperamento más que el corazón, mientras que en la mujer “el miembro que más asido está de las alteraciones del útero, dicen todos los médicos, es el cerebro, aunque no haya razón en qué fundar esta correspondencia”. Hipócrates, Galeno, Sigmund Freud y la barra brava de Boca Juniors estarían de acuerdo. El sabio e ingenioso, según el médico español, tiene un hijo contrario cuando predomina la simiente de la mujer; y de una mujer no puede salir hijo sabio. Por eso cuando el hombre predomina, siendo bruto y torpe sale hijo ingenioso.

En su libro sobre Fernando, otro célebre moralista, Baltasar Gracián, dedica unas líneas finales a la reina Isabel. “Lo que más ayudó a Fernando —escribió el jesuita— [fue] doña Isabel su católica consorte, aquella gran princesa que, siendo mujer, excedió los límites de varón”. Aunque hubo mujeres notables, “reinan comúnmente en este sexo las pasiones de tal modo, que no dejan lugar al consejo, a la espera, a la prudencia, partes esenciales del gobierno, y con la potencia se aumenta su tiranía. (…) Ordinariamente, las varoniles fueron muy prudentes”. Después: “En España han pasado siempre plaza de varones las varoniles hembras, y en la casa de Austria han sido siempre estimadas y empleadas”. (1641)

Creo que la idea de la mujer varonil como mujer virtuosa es consecuente con la tolerancia al lesbianismo del sistema de valores del patriarcado que, al mismo tiempo, condenaba la homosexualidad masculina a la hoguera, tanto en Medio Oriente, en Europa como en entre los incas imperiales. Donde existía un predominio mayor del matriarcado, ni la virginidad de la mujer ni la homosexualidad de los hombres eran custodiadas con tanto fervor.

Una mujer famosa —beatificada, santificada y doctorada por la iglesia Católica— Santa Teresa, escribió en 1578: “La flaqueza es natural y es muy flaca, en especial en las mujeres”. Recomendando un extremo rigor con las súbditas, la futura santa argumentaba: “No creo que hay cosa en el mundo, que tanto dañe a un perlado, como no ser temido, y que piensen los súbditos que puedan tratar con él, como con igual, en especial para mujeres, que si una vez entiende que hay en el perlado tanta blandura… será dificultoso el gobernarlas”. Pero esta naturaleza deficiente no sólo impedía el buen orden social sino también el logro místico. Al igual que Buda, en su célebre libro Las moradas la misma santa reconocía la natural “torpeza de las mujeres” que dificultaba alcanzar el centro del misterio divino.

Es del todo comprensible que una mujer al servicio del orden patriarcal, como Santa Teresa, haya sido beatificada, mientras otra religiosa que se opuso abiertamente a esta estructura nunca haya sido reconocida como tal. Yo resumiría el lema de Santa Teresa con una sola palabra: obediencia, sobre todo obediencia social.

Santa Teresa murió de vieja y sin los martirios propios de los santos. Sor Juana, en cambio, debió sufrir la tortura psicológica, moral y, finalmente física, hasta que murió a los cuarenta y cuatro años, sirviendo a su prójimo en la peste de 1695. Pero nada de eso importa para canonizarla santa cuando “la peor de todas” cometió el pecado de cuestionar la autoridad. ¿Por qué no proponer, entonces, Santa Juana Inés de la Cruz, santa de las mujeres oprimidas?

Quienes rechazan los méritos religiosos de Sor Juana aducen un valor político en su figura, cuando no meramente literario. En otro ensayo ya anotamos el valor político de la vida y muerte de Jesús, históricamente negado. Lo político y lo estético en Santa Teresa —la “patrona de los escritores”— llena tanto sus obras y sus pensamientos como lo religioso y lo místico. Sin embargo, una posición política hegemónica es una política invisible: es omnipresente. Sólo aquella que resiste la hegemonía, que contesta el discurso dominante se hace visible.

Cuando en una plaza le doy un beso en la boca a mi esposa, estoy ejerciendo una sexualidad hegemónica, que es la heterosexual. Si dos mujeres o dos hombres hacen lo mismo no sólo están ejerciendo su homosexualidad sino también un desafío al orden hegemónico que premia a unos y castiga a otros. Cada vez que un hombre sale a la calle vestido de mujer tradicional, inevitablemente está haciendo política —visible. También yo hago política cuando salgo a la calle vestido de hombre (tradicional), pero mi declaración coincide con la política hegemónica, es transparente, invisible, parece apolítica, neutral. Es por esta razón que el acto del marginal siempre se convierte en política visible.

Lo mismo podemos entender del factor político y religioso en dos mujeres tan diferentes como Santa Teresa y Sor Juana. Quizás ésta sea una de las razones por la cual una ha sido repetidamente honrada por la tradición religiosa y la otra reducida al círculo literario o a los seculares billetes de doscientos pesos mexicanos, símbolo del mundo material, abstracción del pecado.

Jorge Majfud

Diciembre de 2006

Sexo y poder: para una semiótica de la violencia

En 1992 el chileno Ariel Dorfman estrenó su obra La Muerte y la Doncella. Aunque sin referencias explícitas, el drama alude a los años de la dictadura de Augusto Pinochet y a los primeros años de la recuperación formal de la democracia en Chile. Paulina Salas es el personaje que representa a las mujeres violadas por el régimen y por todos los regímenes dictatoriales de la época, de la historia universal, que practicaron con sadismo la tortura física y la tortura moral. La violación sexual tiene, en este caso y en todos los demás, la particularidad de combinar en un mismo acto casi todas las formas de violencia humana de la que son incapaces el resto de las bestias animales. Razón por la cual no deberíamos llamar a este tipo de bípedos implumes “animales” sino “cierta clase tradicional de hombre”.

Otro personaje de la obra es un médico, Roberto Miranda, que también representa a una clase célebre de sofisticados colaboradores de la barbarie: casi siempre las sesiones de tortura eran acompañadas con los avances de la ciencia: instrumentos más avanzados que los empleados por la antigua inquisición eclesiástica en europea, como la picana eléctrica; métodos terriblemente sutiles como el principio de incertidumbre, descubierto o redescubierto por los nazis en la culta Alemania de los años treinta y cuarenta. Para toda esta tecnología de la barbarie era necesario contar con técnicos con muchos años de estudio y con una cultura enferma que la legitimara. Ejércitos de médicos al servicio del sadismo acompañaron las sesiones de tortura en América del Sur, especialmente en los años de la mal llamada Guerra Fría.

El tercer personaje de esta obra es el esposo de Paulina, Gerardo Escobar. El abogado Escobar representa la transición, aquel grupo encargado de zurcir con pinzas las sangrantes y dolorosas heridas sociales. Como ha sido común en América Latina, cada vez que se inventaron comisiones de reconciliación se apelaron primero a necesidades políticas antes que morales. Es decir, la verdad no importa tanto como el orden. Un poco de verdad está bien, porque es el reclamo de las víctimas; toda no es posible, porque molesta a los violadores de los Derechos Humanos. Quienes en el Cono Sur reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad fuimos calificados, invariablemente de extremistas, radicales y revoltosos, en un momento en que era necesaria la Paz. Sin embargo, como ya había observado el ecuatoriano Juan Montalvo (Ojeada sobre América, 1866), la guerra es una desgracia propia de los seres humanos, pero la paz que tenemos en América es la paz de los esclavos. O, dicho en un lenguaje de nuestros años setenta, es la paz de los cementerios.

Paulina lo sabe. Una noche su esposo regresa a casa acompañado por un médico que amablemente lo auxilió en la ruta, cuando el auto de Gerardo se descompuso. Paulina reconoce la voz de su violador. Después de otras visitas, Paulina decide secuestrarlo en su propia casa. Lo ata a una silla y lo amenaza para que confiese. Mientras lo apunta con un arma, Paulina dice: “pero no lo voy a matar porque sea culpable, Doctor. Lo voy a matar porque no se ha arrepentido un carajo. Sólo puedo perdonar a alguien que se arrepiente de verdad, que se levanta ante sus semejantes y dice esto yo lo hice, lo hice y nunca más lo voy a hacer”.

Finalmente Paulina libera a su supuesto torturador sin lograr una confesión de la parte acusada. No se puede acusar a Dorfman de crear una escena maniqueísta donde Paulina no se toma venganza, acentuando la bondad de las víctimas. No, porque la historia presente no registra casos diferentes y mucho menos éstos han sido la norma. La norma, más bien, ha sido la impunidad, por lo cual podemos decir que La Muerte y la Doncella es un drama, además de realista, absolutamente verosímil. Además de estar construido con personajes concretos, representan tres clases de latinoamericanos. Todos conocimos alguna vez a una Paulina, a un Gonzalo y a un Roberto; aunque no todos pudieron reconocerlos por sus sonrisas o por sus voces amables.

Un problema que se deriva de este drama trasciende la esfera social, política y tal vez moral. Cuando el esposo de Paulina observa que la venganza no procede porque “nosotros no podemos usar los métodos de ellos, nosotros somos diferentes”, ella responde con ironía: “no es una venganza. Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”. En varias oportunidades Paulina y Roberto deben quedarse solos en la casa. Sin la presencia conciliadora y vigilante del esposo, Paulina podría ejercer toda la violencia contra su violador. De esta situación se deriva un problema: Paulina podría ejercer toda la fuerza física hasta matar al médico. Incluso la tortura. Pero ¿cómo podría ejercer la otra violencia, tal vez la peor de todas, la violencia moral? “Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”, podría traducirse en “pienso hacerle a él lo mismo que él me hizo a mí”.

Es entonces que surge una significativa asimetría: ¿por qué Paulina no podría violar sexualmente a su antiguo violador? Es decir, ¿por qué ese acto de aparente violencia, en un nuevo coito heterosexual, no resultaría una humillación para él y sí una nueva humillación para ella?

El mi novela La reina de América (2001) cuando la protagonista logra vengarse de su violador, ahora investida con el poder de una nueva posición económica, contrata a hombres que secuestran al violador y, a su vez, lo violan en una relación forzosamente homosexual mientras ella presencia la escena, como en un teatro, la violencia de su revancha. ¿Por qué no podía ser ella quién humillara personalmente al agresor practicando su propia heterosexualidad? ¿Por qué esto es imposible? ¿Es parte del lenguaje ético-patriarcal que la víctima debe conservar para vengarse? ¿Deriva, entonces, tanto la violencia moral como la dignidad, de los códigos establecidos por el propio sexo masculino (o por el sistema de producción al que responde el patriarcado, es decir, a la forma de sobrevivencia agrícola y preindustrial)?

Octavio Paz, mejorando en El laberinto de la soledad (1950) la producción de su coterráneo Samuel Ramos (El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), entiende que “quien penetra” ofende, conquista. “Abrirse (ser “chingado”, “rajarse”), exponerse es una forma de derrota y humillación. Es hombría no “rajarse”. “Abrirse”, significa una traición. “Rajada” es la herida femenina que no cicatriza. El mismo Jean-Paul Sarte veía al cuerpo femenino como portador de una abertura.

Opuesto a la virginidad de María (Guadalupe), está la otra supuesta madre mexicana: la Malinche, “la chingada”. Desde un punto de vista psicoanalítico, son equiparables —¿sólo en la psicología masculina, portadora de los valores dominantes?— la tierra mexicana que es conquistada, penetrada por el conquistador blanco, con Marina, la Malinche que abre su cuerpo. (El conquistador que sube a la montaña o pisa la Luna, ambos sustitutos de lo femenino, no clava solo una bandera; clava una estaca, un falo.) Malinche no hace algo muy diferente que los caciques que le abrieron las puertas al bárbaro de piel blanca, Hernán Cortés. Malinche tenía más razones para detestar el poder local de entonces, pero la condena su sexo: la conquista sexual de la mujer, de la madre, es una penetración ofensiva. La traición de los otros jefes masculinos —olvidemos que eran tribus sometidas por otro imperio, el azteca— se olvida, no duele tanto, no significa una herida moral.

Pero es una herida colonial. El patriarcado no es una particularidad de las antiguas comunidades de base en la América precolombina. Más bien es un sistema europeo e incipientemente un sistema de la cúpula imperial inca y azteca. Pero no de sus bases donde todavía la mujer y los mitos a la fertilidad —no a la virginidad— predominaban. La aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego se hace presente en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas.

Ahora, más acá de este límite antropológico, que establece la relatividad de los valores morales, hay elementos absolutos: tanto la víctima como el victimario reconocen un acto de violación: la violencia es un valor absoluto y que el más fuerte decide ejercer sobre el más débil. Esto es fácilmente definido como un acto inmoral. No hay dudas en su valor presente. La especulación, el cuestionamiento de cómo se forman esos valores, esos códigos a lo largo de la historia humana pertenecen al pensamiento especulativo. Nos ayudan a comprender el por qué de una relación humana, de unos valores morales; pero son absolutamente innecesarios a la hora de reconocer qué es una violación de los derechos humanos y qué no lo es. Por esta razón, los criminales no tienen perdón de la justicia humana —la única que depende de nosotros, la única que estamos obligados a comprender y reclamar.

Jorge Majfud

Diciembre de 2006

The University of Georgia

Les tortionnaires pleurent aussi

Mais ils ne comprennent pas ou ne veulent pas comprendre

L’oubli est une institution centrale dans tout type de mythe. Sur l’oubli on élève des statues et des monuments que le temps pétrifie et rend intouchables. Sous l’ombre de ces statues agonise la revendication des victimes. Un vieil exemple dans notre pays est le génocide indigène qui, pour plusieurs, est politiquement incovenable de reconnaître. Pour des raisons évidentes de mythologie nationale. On n’a pas entendu non plus le repentir public de ces hauts prêtres qui bénissaient les armes du dictateur Videla avant qu’il n’écrase son peuple; ou de ces autres prêtres qui légitimèrent de façons diverses et abondantes les dictatures de ce côté et de l’autre du Rio de la Plata. Ni de ces médecins qui collaborèrent dans des sessions systématiques de tortures.

N’espérons pas un repentir des criminels afin de les humilier. Ils s’humilièrent eus-mêmes. Mais ils ne réclament ni l’oubli ni le pardon, ni même n’ont eu la  valeur de se repentir des crimes les plus bas qu’à connus l’humanité.

En 1979, Mario Benedetti publia au Mexique la brève oeuvre de théâtre “Pedro et le capitaine”. Je ne peux pas dire que ce soit le meilleur de Mario, à partir d’un point de vue strictement littéraire – supposant qu’en littérature puisse exister quelque chose de « strictement littéraire » — il nous sert comme témoignage politique et culturel d’une époque: le tortionnaire aux gants blancs retire la capuche à sa victime et lui confesse: “il y a quelques collègues qui ne veulent pas que le détenu les voit. Et ils ont en cela quelque raison. Le châtiment génère des rancunes et personne ne sait jamais ce qu’apportera le futur. Qui te dit qu’un de ces jours cette situation ne s’inversera pas et que ce ne sera pas toi qui sera là à m’interroger ? Il existe d’autres prédictions dans l’oeuvre de Benedetti, mais je me les réserve par pudeur devant le récent suicide d’un des militaires cités devant la justice. Cependant, le tortionnaire de Pedro reconnaît qu’une semblable possibilité était improbable: les terroristes d’état avaient pris leurs mesures.

Cependant, sur deux choses se trompèrent ceux qui pensèrent ainsi: premièrement l’impunité parfaite n’est pas possible; deuxièmement, ceux qui aujourd’hui interrogent ces monstres de notre civilisation jouissent de toutes les garanties d’une jugement avec défense, sans contraites physiques et sans menaces pour leurs familles – le point le plus faible de ceux qui supportèrent la torture jusqu’à la mort.

La seule torture des hommes – pour les appeler de quelque façon —  comme le lieutenant colonel José Nino Gavazzo, comme le colonel Jorge « pajarito » [1] Silveira, comme le colonel Giberto Vàsquez, comme le colonel Ernesto Ramas, comme le colonel Luis Maurente, et comme les ex-policiers Ricardo « Conejo »[2] Medina et José Sande Lima, est l’exposition publique de leur manque de dignité, maintenant que nous écartons tout type de remord. Une autre oeuvre de théâtre a exprimé cette condition. Dans “La Mort et la Jeune Fille” (1992), Ariel Dorfman réfléchit par la voix d’un de ses personnages. Pauline, la femme violée, qui reconnaît dans un médecin son tortionnaire, projette un jugement clandestin et à un moment le menace: “Mais je ne vais pas vous tuer parce que vous êtes coupable, Docteur, je vais vous tuer parce que vous n’avez pas l’ombre d’un repentir. Je peux seulement pardonner à quelqu’un qui se repent véritablement, qui se lève devant ses semblables et dit: cela je l’ai fait, je l’ai fait et jamais plus je ne le referai”. Le supposé tortionnaire est finalement libéré afin de convivre parmi ses victimes. Je ne prends pas un exemple réel: je prends un exemple vraisemblable qui inclue des milliers d’exemples réels.

Cette obscène convivance de victimes et de victimaires a contaminé l’âme de nos sociétés. Ni la mort ni la réclusion du peu d’anciens assassins qui restent ne résolvent rien en soi. Mais la valeur de la justice est toujours absolue. Dans notre cas, au moins, suffirait quelconque des deux raisons: premièrement, l’impunité est un affront moral pour les victimes et le pire exemple pour le reste de la société ; deuxièmement, le soupçon et le présugé s’arrogent le droit de (pré) juger de la même façon tous ceux qui paraissent égaux, par quelque arbitraire ou circonstantielle condition, comme peut l’être le fait d’appartenir ou d’avoir appartenu à l’armée. Ceux qui sont libres de faute devraient être les premiers à se joindre à l’appel universellement légitime du reste de la société. Ou à se résigner à leur propre honte et à celle d’autrui.

Six militaires et deux ex-policiers ont été envoyé en prison pour la disparition d’une seule personne dans un pays voisin. Sans doute c’est un échantillon disproportionné. Mais c’est déjà cela, et si les lois du passé doivent peser sur les nouvelles générations, ce devrait être les historiens qui prennent à charge le travail que jamais les juges ne purent réaliser dans quelconque démocratie minimum. Comme l’a si bien suggéré le gouvernement actuel de Tabaré Vázquez, il n’y aura pas une « histoire officielle ». Cette réussite d’une démocratie mûre, est une possibilité qui n’est pas considérée par l’imagination de ceux qui s’indignent chaque fois qu’un professeur donne sa version des faits historiques les plus récents. Que préfèrent-ils, le silence complice? Ou peut-être la version unique, « officielle » des vieux terroristes d’état? Ou l’ingénue et machiavélique dialectique du “je sais ce que je dis parce que je l’ai vécu” ? (comme s’ils n’y avaient pas autant d’expériences opposées d’un même fait, autant de “je sais ce que je dis” contradictoires de personnes qui vécurent à un même époque).

Quoique les nouveaux historiens – considérés dans toute leur diversité sociale – n’ont pas le pouvoir d’administrer le châtiment, déjà avec la vérité nous aurons presque toute la justice que réclament ceux qui perdirent en 1989 la lutte contre la Loi d’Impunité ; la vérité que réclament les nouvelles générations qui doivent souffrir de nos vieux traumas, parce que l’histoire n’est pas ce qui est écrit dans les « textes uniques » , mais les idées et les passions des morts qui survivent, inévitablement, pour le bien ou pour le mal, chez les vivants.

Quoique les auteurs d’un terrorisme organisé sur tout un continent paient pour la disparition d’une seule personne et non pour la mort et la torture de milliers, c’est déjà cela ; parce que de cette façon, au moins, nous dérogeons à la vielle coutume selon laquelle un voleur de poules allait irrémédiablement en prison pendant  que les génocides étaient toujours absous –comme si sur le marché du crime il y avait toujours un escompte pour les grossistes. Certains militaires devraient être reconnaissants qu’on puisse encore faire des discours publics en protestation à ceux qui réclament la vérité. La vaillance que la majorité d’entre-eux ne purent jamais mettre en preuve dans aucune guerre – exceptée celle dans les sessions de tortures et de viols de femmes – ressurgit avec tout l’orgueil de l’impunité. Ils jouissent d’un droit qu’ils nièrent violemment à un pays  pendant plus d’une décade ; et stratégiquement, ils continuèrent à le lui nier vingt-cinq années de plus. Jusqu’à aujourd’hui. Un droit qui leur sert afin de protester à ce qu’ils entendent comme une « provocation », un dangereux « révisionisme », un incommode rappel, un affront à l’Institution. Un droit qui leur sert  à démontrer qu’encore ils ne comprennent rien, ou qu’ils ne veulent rien comprendre. Ils ne comprennent pas que dans une démocratie minimum on ne peut vivre sans réviser le passé, sans exiger la vérité et la justice – selon une justice minimum. Encore, ils ne comprennent pas ou ne veulent pas comprendre.

Ils se trompent, d’un autre côté, ceux qui croient que ces horreurs ne vont pas se répéter à l’avenir. Cela a été cru par l’humanité depuis des temps antérieurs aux césars. Depuis ces temps l’impunité ne les pas empêchées: elle les a promues, complice d’une lâcheté ou de la complaisance d’un présent apparemment stable et d’une morale apparemment confortable.

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Septembre 2006

[1] Pajarito: petit oiseau  [ N. du T.  ]

[2] Conejo: lapin  [ N. du T. ]

Palabras que curan, palabras que matan

what are word for?

Image by Darwin Bell via Flickr

La Republica (Uruguay)

Palabras que curan, palabras que matan


Desde el siglo anterior, se impuso la idea de que la palabra es la solución de todas las cosas. El diálogo se confundió con la discusión y la palabra se convirtió en sinónimo tiránico de “comunicación”. El silencio fue maldecido. Pocos se plantean la posibilidad de que el uso de la palabra pueda ser más útil y efectivo como veneno que como antídoto, como tortura que como placer. Pero la verdad sigue ahí, como decían los antiguos griegos, escondida darás de lo aparente. Ya nadie recuerda que en algún tiempo “sabiduría” y “silencio” eran sinónimos. Ahora, si este extremo asiático es insostenible en la práctica y en el pensamiento social, también debería serlo el extremo occidental de pretender abusar del recurso de la palabra. Ambos extremos son el mandala budista y el afiebrado proselitismo judeo-cristiano-musulán.

No sin paradoja, sigue siendo la palabra el instrumento para acusar a la palabra, a su uso indiscriminado. La palabra cura tanto como mata. La palabra, sirve para comunicar y para incomunicar, para develar y para ocultar, para liberar y para dominar. Desde que el psicoanálisis entronó la palabra a un nivel místico de curación científica, la palabra ha sufrido una progresiva devaluación por inflación. La confesión, que antes servía, entre otras cosas, como instrumento de dominación social a través del terror del individuo angustiado por el pecado sexual, renovó su superstición original de liberación de la culpa. Con la palabra creó Dios el mundo y por la palabra perdió la humanidad el Paraíso. Casi todas las grandes religiones se basan en el misterio de la palabra tanto como las filosofías que se oponen a ellas. Sobre todo, la palabra escrita se ha convertido hoy en campo de batalla entre la omnipresencia del poder y la resistencia del margen, en una lucha por no sucumbir en un mar infinito de palabras, producto de la estratégica inflación del mercado, y la revalorización de la palabra por algún tipo de razón: razón crítica, razón histórica, razón lógica o razón dialéctica.

Pero la razón nunca es un poder en sí mismo. De nada sirve razonar ante un paquidermo, ante el César o ante alguien que sufre los efectos de una droga poderosa. La razón no puede hacer nada sino ante quienes pueden hacer uso de ella y, además, están dispuestos a renunciar a la fuerza bruta de su interés propio. La razón necesita que la fuerza bruta renuncie a sus propias posibilidades para realizar esa otra superstición llamada “la fuerza de la razón”, ya que la razón no posee ninguna fuerza. Es falso decir que el teorema de Pitágoras posee una fuerza incontestable, ya que basta con que alguien diga que no es verdad y luego nos de con un palo en la cabeza para demostrarnos que la razón no tiene ninguna chance ante la fuerza bruta, que es la única y verdadera fuerza. Para que la razón tenga fuerza como para que una moneda tenga valor, es necesario que haya alguien más, aparte del interesado, que lo reconozca. ¿Qué valor tendría un Picasso en un mundo de ciegos o en el siglo XVI?

Ahora, ¿qué significa “tomar conciencia” sino advertir correctamente cuál elección nos beneficia? De aquí derivamos a dos posibilidades: si tomamos la opción de bajarle con un palo en la cabeza a quien pretende demostrarnos el teorema de Pitágoras, porque nos perjudica en las ganancias de otra fe, estamos actuando en beneficio propio. En principio, ese acto de barbarie sería una forma de “tomar de conciencia”. Pero cuando esa conciencia se amplía, puede surgir otro problema. Mi acto, a largo plazo, tendrá efectos negativos. Cuando sea más viejo y más débil alguien repetirá, por venganza o por buen ejemplo, mi acción. Es entonces que decido no bajarle un palo sobre la cabeza de mi adversario razonador. Eso comienza a llamarse “civilismo” o “cultura de la convivencia” que, en la tradición bíblica se conoce como la regla de oro: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti mismo”. Pero el egoísmo sobrevive, nada más que ahora ha tomado conciencia y se ha hecho más sutil y sofisticado, como un buen jugador de ajedrez que es capaz de sacrificar un peón para salvar una torre o viceversa, si ese movimiento incomprensible lleva a su adversario a un seguro jaque mate.

La primitiva prescripción cristiana de amar a los demás como a uno mismo, revela que, al menos como punto de partida, uno mismo es lo más importante y lo más amado de uno mismo. Sin embargo, la prescripción ya significa un cambio sobre la interesada “regla de oro” y una promesa de elevación: por este camino de renuncias la recompensa por el bien de un acto será el mismo bien del acto, hasta que olvidemos el origen egoísta del mismo acto de amor democrático. El egoísmo es un valor negativo en cualquier cultura. Excepto en la ideología ultracapitalista: está bien pisarle la cabeza a nuestra competencia porque eso favorece al conjunto, es decir, a nuestra competencia. Si le bajo un palo al razonador de Pitágoras le estaría haciendo un bien, ya que con eso me beneficio personalmente. Luego podré ejercitar el crédito de la compasión ofreciéndole una aspirina.

La idea utópica de algunos revolucionarios soñadores fue, por mucho tiempo, la creación de un “hombre nuevo”. En síntesis, este hombre estaría más allá de los actos egoístas y de la fiebre materialista por la cual se mide todo éxito. Evidentemente fracasaron. Pero como todo éxito y todo fracaso humano es siempre relativo. Aquellos soñadores, que en su desesperada necesidad de agarrarse de algo concreto se agarraron del marxismo, fueron derrotados por la fuerza del palo: el capitalismo demostró ser mejor productor de bienes materiales, aunque todavía no haya demostrado ser mejor productor de bienes morales. Pero no hay que confundir fracaso con derrota. El socialismo, y sobre todo esa parodia de socialismo que eran los países bajo la órbita de la Unión Soviética, fueron derrotados por un sistema mucho más efectivo creando capitales que, como ya lo sabían Pericles y Tucídides, es la base de cualquier triunfo militar. Triunfo que luego se transforma, por la fuerza de la repetición, en triunfo moral.

No obstante, la derrota de la utopía no ha sido un fracaso histórico ni la utopía era una propuesta imposible. La mayoría de los Derechos Humanos de los que se jactan los defensores del capitalismo no han surgido por el capitalismo mismo sino a pesar del capitalismo. La moral siempre viene corriendo detrás de los sistemas económicos: la abolición de la esclavitud, los derechos de la mujer y la educación universal eran antiguas proposiciones utópicas que no se impusieron en la práctica y en el discurso hasta después de la Revolución industrial, cuando el sistema exigía asalariados, más mano de obra en las industrias y en las oficinas y más obreros capaces de leer un manual o las señales de tránsito.

Pero quizás todavía podemos pensar que los seres humanos somos algo más que simples máquinas de producir riquezas y justificarlas con “valores morales” hechas a su medida.

En el siglo XX, la fuerza principal de dominación fue la fuerza de los ejércitos. El siglo XXI dista mucho de desembarazarse de esa maldición surgida en el Neolítico y perfeccionada en los dos últimos siglos. Sin embargo, si este lenguaje del poder persiste y se radicaliza, ello se debe a una reacción a una creciente fuerza histórica, durante siglos dormida: la fuerza de los individuos todavía integrante de “la masa”. Cuando esta fuerza se radicalice, los ejércitos ya nada podrán hacer. Hay dos áreas del tablero que están siendo conquistadas: los medios de creación de riqueza material y los medios de comunicación. La palabra seguirá curando y matando, pero ya no estará al servicio del poder de una minoría sedienta de oro y de sangre.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Noviembre 2007

Palavras que curam, palavras que matam

Desde o século anterior, afirmou-se a idéia de que a palavra é a solução de todas as coisas. O diálogo se confundiu com a discussão e a palavra se converteu em sinônimo tirânico de “comunicação”. O silêncio ficou maldito. Poucos se colocam a possibilidade de que o uso da palavra possa ser mais útil e efetivo como veneno que como antídoto, como tortura que como prazer. Já ninguém recorda que há algum tempo “sabedoria” e “silêncio” eram sinônimos. Agora, se este extremo asiático é insustentável na prática e no pensamento social, também deveria sê-lo no extremo ocidental de pretender abusar do recurso da palavra. Ambos extremos são a mandala budista e o febril proselitismo judeucristãomuçulmano.

Não sem paradoxo, a palavra segue sendo o instrumento para acusar a palavra, por seu uso indiscriminado. A palavra tanto cura como mata. A palavra serve para comunicar e para incomunicar, para desvelar e para ocultar, para libertar e para dominar. Desde que a psicanálise entronou a palavra em um nível místico de cura científica, a palavra sofreu uma progressiva desvalorização por inflação. A confissão, que antes servia, entre outras coisas, como instrumento de dominação social, através do terror do indivíduo angustiado pelo pecado sexual, renovou sua superstição original de libertação da culpa. Com a palavra, Deus criou o mundo e, pela palavra, a humanidade perdeu o Paraíso. Quase todas as grandes religiões baseiam-se no mistério da palavra, tanto como as filosofias que se opõem a elas. A palavra escrita, sobretudo, converteu-se hoje em campo de batalha entre a onipresença do poder e a resistência da margem, em uma luta para não sucumbir em um mar infinito de palavras, produto da estratégica inflação do mercado e a revalorização da palavra por algum tipo de razão: razão crítica, razão histórica, razão lógica ou razão dialética.

Mas a razão nunca é um poder em si mesmo. De nada serve raciocinar diante de um paquiderme, frente a César ou de alguém que sofre os efeitos de uma droga poderosa. A razão não pode fazer nada a não ser diante daqueles que podem fazer uso dela e, além disso, estejam dispostos a renunciar à força bruta de seu próprio interesse. A razão necessita que a força bruta renuncie às suas próprias possibilidades para realizar essa outra superstição chamada “a força da razão”, já que a razão não possui nenhuma força. É falso dizer que o teorema de Pitágoras possui uma força incontestável, já que basta que alguém diga que não é verdade e, depois, nos bata com um pau na cabeça para nos demonstrar que a razão não tem nenhuma chance contra a força bruta, que é a única e verdadeira força. Para que a razão tenha força para fazer com que uma moeda tenha valor, é necessário que haja alguém mais, além do interessado, que o reconheça. Que valor teria um Picasso em um mundo de cegos, ou no século XVI?

Agora, o que significa “tomar consciência” a não ser observar corretamente qual escolha nos beneficia? Daqui derivamos para duas possibilidades: se optamos por bater com um pau na cabeça de quem pretende nos demonstrar o teorema de Pitágoras, porque nos prejudica nos lucros de outra fé, estamos atuando em benefício próprio. Em princípio, este ato de barbárie seria uma forma de “ganho de consciência”. Mas, quando essa consciência se amplia, pode surgir outro problema. Meu ato, a longo prazo, terá efeitos negativos. Quando for mais velho e mais fraco, alguém repetirá minha ação, por vingança ou como bom exemplo. É então que decido não cair de pau sobre a cabeça de meu adversário explicador. Isso começa a se chamar de “civilidade” ou “cultura da convivência” que, na tradição bíblica, é conhecida como a “regra de ouro”: “não faças aos outros o que não queres que façam a ti mesmo”. Mas o egoísmo sobrevive, apenas agora tomou consciência e se fez mais sutil e sofisticado, como um bom jogador de xadrez que é capaz de sacrificar um peão para salvar uma torre ou vice-versa, se este movimento incompreensível leva seu adversário a um seguro xeque-mate.

A primitiva prescrição cristã de amar aos outros como a si próprio revela que, ao menos como ponto de partida, cada um é o mais importante e o mais amado por si próprio. Entretanto, a determinação já significa uma mudança sobre a interessada “regra de ouro” e uma promessa de elevação: por este caminho de renúncias, a recompensa pelo bem de um ato será o próprio bem do ato, até que esqueçamos a origem egoísta do amor democrático. O egoísmo é um valor negativo em qualquer cultura, exceto na ideologia ultracapitalista: está correto pisar a cabeça de nosso competidor porque isso favorece o conjunto, quer dizer, a nossa competição. Se bato com um pau no explicador de Pitágoras, estaria lhe fazendo um bem, já que com isso me beneficio pessoalmente. Depois poderei exercitar o crédito da compaixão lhe oferecendo uma aspirina.

A idéia utópica de alguns revolucionários sonhadores foi, por muito tempo, a criação de um “homem novo”. Em síntese, este homem estaria além dos atos egoístas e da febre materialista pela qual se mede todo o sucesso. Fracassaram, evidentemente. Mas, qualquer êxito e qualquer fracasso humano é sempre relativo. Aqueles sonhadores que, em sua desesperada necessidade de fixar-se em algo concreto, agarraram-se ao marxismo, foram derrotados pela força do porrete: o capitalismo demonstrou ser melhor produtor de bens materiais, embora ainda não tenha demonstrado ser melhor produtor de bens morais. Porém, não devemos confundir fracasso com derrota. O socialismo, e sobretudo esta paródia de socialismo que eram os países sob a órbita da  União Soviética, foram derrotados por um sistema muito mais efetivo, criando capitais que, como já o sabiam Péricles e Tucídides, é a base de qualquer triunfo militar. Triunfo que depois se transforma, pela força da repetição, em triunfo moral.

Não obstante, a derrota da utopia não foi um fracasso histórico, nem a utopia era uma proposta impossível. A maioria dos Direitos Humanos dos quais se jactam os defensores do capitalismo não surgiram do próprio capitalismo, mas apesar do capitalismo. A moral sempre vem correndo atrás dos sistemas econômicos: a abolição da escravatura, os direitos da mulher e a educação universal eram antigas proposições utópicas que não se impuseram na prática e no discurso até depois da Revolução Industrial, quando o sistema exigia assalariados, mais mão-de-obra nas indústrias e nos escritórios, e mais trabalhadores capazes de ler um manual ou os sinais de trânsito.

Mas, talvez ainda possamos pensar que os seres humanos somos algo mais que simples máquinas de produzir riquezas e justificá-las com “valores morais” feitas sob medida.

No século XX, a força principal de dominação foi a força dos exércitos. O século XXI ainda está muito distante de se livrar desta maldição surgida no Neolítico e aperfeiçoada nos dois últimos séculos. Entretanto, se a linguagem do poder persiste e se radicaliza, isso se deve à reação a uma crescente força histórica, durante séculos adormecida: a força dos indivíduos ainda integrante da “massa”. Quando essa força se radicalizar, os exércitos nada poderão fazer. Há duas zonas do tabuleiro que estão sendo conquistadas: os meios de criação de riqueza material e os meios de comunicação. A palavra seguirá curando e matando, mas já não estará a serviço do poder de uma minoria sedenta de ouro e de sangue.

Por Dr. Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

El sexo imperfecto

Painted in 1750

Image via Wikipedia

The Imperfect Sex. Why Is Sor Juana Not a Saint?

Monthly Review

 

El sexo imperfecto.

¿Por qué Sor Juana no es Santa?

Cada poder hegemónico en cada tiempo establece los límites de lo normal y, en consecuencia, de lo natural. Así, el poder que ordenaba la sociedad patriarcal se reservaba (se reserva) el derecho incuestionable de definir qué era un hombre y qué era una mujer. Cada vez que algún exaltado recurre al mediocre argumento de que “así han sido las cosas desde que el mundo es mundo”, sitúa el origen del mundo en un reciente período de la historia de la humanidad.

Como cualquier sistema, el patriarcado cumplió con una función organizadora. Probablemente, en algún momento, fue un orden conveniente a la mayoría de la sociedad, incluida las mujeres. No creo que la opresión surja con el patriarcado, sino cuando éste pretende perpetuarse imponiéndose a los procesos que van de la sobrevivencia a la liberación del género humano. Si el patriarcado era un sistema de valores lógico para un sistema agrícola de producción y sobrevivencia, hoy ya no significa más que una tradición opresora y, desde hace tiempo, bastante hipócrita.

En 1583, el reverenciado Fray Luis de León escribió La perfecta casada como libro de consejos útiles para el matrimonio. Allí, como en cualquier otro texto de la tradición, se entiende que una mujer excepcionalmente virtuosa es una mujer varonil. “Lo que aquí decimos mujer de valor; y pudiéramos decir mujer varonil (…) quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de corazón, industria y riqueza y poder”. Luego: “en el hombre ser dotado de entendimiento y razón, no pone en él loa, porque tenerlo es su propia naturaleza (…) Si va a decir la verdad, ramo de deshonestidades es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido”. Luego: “Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: ‘Hagámosle un ayudador su semejante’ (Gén. 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer y el fin para que Dios la crió, es para que fuese ayudadora del marido”. Cien años antes de que Sor Juana fuese condenada por hablar demasiado y por defender su derecho de hablar, la naturaleza de la mujer estaba bien definida: “es justo que [las mujeres] se precien de callar todas, así aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben, porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco”. Luego: “porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. (…) Así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender,  por consiguiente les tasó las palabras y las razones”. Pero el moralizador de turno no carecía de ternura: “no piensen que las crió Dios y las dio al hombre sólo para que le guarden la casa, sino para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y todos generalmente acogimiento agradable”.

Ya en el nuevo siglo, Francisco Cascales, entendía que la mujer debía luchar contra su naturaleza, que no sólo estaba determinada sino que además era mala o defectuosa: “La aguja y la rueca —escribió el militar y catedrático, en 1653— son las armas de la mujer, y tan fuertes, que armada con ellas resistirá al enemigo más orgulloso de quien fuere tentada”. Lo que equivalía a decir que la rueca era el arma de un sistema opresor.

Juan de Zabaleta, notable figura del Siglo de Oro español, sentenció en 1653 que “en la poesía no hay sustancia; en el entendimiento de una mujer tampoco”. Y luego: “la mujer naturalmente es chismosa”, la mujer poeta “añade más locura a su locura. (…) La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantas forma la naturaleza (…) Si me fuera lícito, la quemara yo viva. Al que celebra a una mujer por poeta, Dios se la de por mujer, para que conozca lo que celebra”. En su siguiente libro, el abogado escribió: “la palabra esposa lo más que significa es comodidad, lo menos es deleite.” Sin embargo, el hombre “por adorar a una  mujer le quita adoración al Criador”. Zabaleta llega a veces a crear metáforas con cierto valor estético: la mujer en la iglesia “con el abanico en la mano aviva con su aire el incendio en que se abraza”. (1654)

En 1575, el médico Juan Huarte nos decía que los testículos afirman el temperamento más que el corazón, mientras que en la mujer “el miembro que más asido está de las alteraciones del útero, dicen todos los médicos, es el cerebro, aunque no haya razón en qué fundar esta correspondencia”. Hipócrates, Galeno, Sigmund Freud y la barra brava de Boca Juniors estarían de acuerdo. El sabio e ingenioso, según el médico español, tiene un hijo contrario cuando predomina la simiente de la mujer; y de una mujer no puede salir hijo sabio. Por eso cuando el hombre predomina, siendo bruto y torpe sale hijo ingenioso.

En su libro sobre Fernando, otro célebre moralista, Baltasar Gracián, dedica unas líneas finales a la reina Isabel. “Lo que más ayudó a Fernando —escribió el jesuita— [fue] doña Isabel su católica consorte, aquella gran princesa que, siendo mujer, excedió los límites de varón”. Aunque hubo mujeres notables, “reinan comúnmente en este sexo las pasiones de tal modo, que no dejan lugar al consejo, a la espera, a la prudencia, partes esenciales del gobierno, y con la potencia se aumenta su tiranía. (…) Ordinariamente, las varoniles fueron muy prudentes”. Después: “En España han pasado siempre plaza de varones las varoniles hembras, y en la casa de Austria han sido siempre estimadas y empleadas”. (1641)

Creo que la idea de la mujer varonil como mujer virtuosa es consecuente con la tolerancia al lesbianismo del sistema de valores del patriarcado que, al mismo tiempo, condenaba la homosexualidad masculina a la hoguera, tanto en Medio Oriente, en Europa como en entre los incas imperiales. Donde existía un predominio mayor del matriarcado, ni la virginidad de la mujer ni la homosexualidad de los hombres eran custodiadas con tanto fervor.

Una mujer famosa —beatificada, santificada y doctorada por la iglesia Católica— Santa Teresa, escribió en 1578: “La flaqueza es natural y es muy flaca, en especial en las mujeres”. Recomendando un extremo rigor con las súbditas, la futura santa argumentaba: “No creo que hay cosa en el mundo, que tanto dañe a un perlado, como no ser temido, y que piensen los súbditos que puedan tratar con él, como con igual, en especial para mujeres, que si una vez entiende que hay en el perlado tanta blandura… será dificultoso el gobernarlas”. Pero esta naturaleza deficiente no sólo impedía el buen orden social sino también el logro místico. Al igual que Buda, en su célebre libro Las moradas la misma santa reconocía la natural “torpeza de las mujeres” que dificultaba alcanzar el centro del misterio divino.

Es del todo comprensible que una mujer al servicio del orden patriarcal, como Santa Teresa, haya sido beatificada, mientras otra religiosa que se opuso abiertamente a esta estructura nunca haya sido reconocida como tal. Yo resumiría el lema de Santa Teresa con una sola palabra: obediencia, sobre todo obediencia social.

Santa Teresa murió de vieja y sin los martirios propios de los santos. Sor Juana, en cambio, debió sufrir la tortura psicológica, moral y, finalmente física, hasta que murió a los cuarenta y cuatro años, sirviendo a su prójimo en la peste de 1695. Pero nada de eso importa para canonizarla santa cuando “la peor de todas” cometió el pecado de cuestionar la autoridad. ¿Por qué no proponer, entonces, Santa Juana Inés de la Cruz, santa de las mujeres oprimidas?

Quienes rechazan los méritos religiosos de Sor Juana aducen un valor político en su figura, cuando no meramente literario. En otro ensayo ya anotamos el valor político de la vida y muerte de Jesús, históricamente negado. Lo político y lo estético en Santa Teresa —la “patrona de los escritores”— llena tanto sus obras y sus pensamientos como lo religioso y lo místico. Sin embargo, una posición política hegemónica es una política invisible: es omnipresente. Sólo aquella que resiste la hegemonía, que contesta el discurso dominante se hace visible.

Cuando en una plaza le doy un beso en la boca a mi esposa, estoy ejerciendo una sexualidad hegemónica, que es la heterosexual. Si dos mujeres o dos hombres hacen lo mismo no sólo están ejerciendo su homosexualidad sino también un desafío al orden hegemónico que premia a unos y castiga a otros. Cada vez que un hombre sale a la calle vestido de mujer tradicional, inevitablemente está haciendo política —visible. También yo hago política cuando salgo a la calle vestido de hombre (tradicional), pero mi declaración coincide con la política hegemónica, es transparente, invisible, parece apolítica, neutral. Es por esta razón que el acto del marginal siempre se convierte en política visible.

Lo mismo podemos entender del factor político y religioso en dos mujeres tan diferentes como Santa Teresa y Sor Juana. Quizás ésta sea una de las razones por la cual una ha sido repetidamente honrada por la tradición religiosa y la otra reducida al círculo literario o a los seculares billetes de doscientos pesos mexicanos, símbolo del mundo material, abstracción del pecado.

Jorge Majfud

22 de diciembre de 2006

The Imperfect Sex.

Why Is Sor Juana Not a Saint?

Dr. Jorge Majfud

Every hegemonic power in every historical period establishes the limits of what is normal and, consequently, of what is natural.  Thus, the power that ordered patriarchal society reserved for itself (reserves for itself) the unquestionable right to define what was a man and what was a woman.  Every time some exalted person takes recourse to the mediocre argument that “things have been like this since the beginning of the world,” he situates the origin of the world in a recent period of the history of humanity.

Like any system, patriarchy fulfilled an organizing function.  Probably, at some moment, it was an order convenient to the majority of society, including women.  I don’t believe that oppression arises from patriarchy, but instead when the latter attempts to perpetuate itself by imposing itself on processes that range from the survival to the liberation of human kind.  If patriarchy was once a logical system of values for an agricultural system of production and survival, today it no longer means anything more than an oppressive, and for some time now, hypocritical tradition.

In 1583, the revered Fray Luis de León wrote La perfecta casada (The Perfect Wife) as a book of useful advice for marriage.  There, as with any other text of the tradition, it is understood that an exceptionally virtuous woman is a manly woman.  “What here we call woman of principle; and we might say manly woman (…) means virtue of spirit and strength of heart, industry and wealth and power.”  Then: “in the man to be gifted with understanding and reason, does not make him worthy of praise, because having this is his own nature (…) If the truth be told, it is a bouquet of dishonesties for the chaste woman to think she could not be so, or that in being so she does something for which she should be thanked.”  Then: “God, when he decided to marry man by giving him woman, said: ‘Let us make for him a help mate’ (Gen. 2); from whence it is understood that the natural place of woman and the end for which God created her, is for her to be a helper to her husband.”  A hundred years before Sor Juana would be condemned for speaking too much and for defending her right to speak, the nature of woman was well defined: “it is right for [women] to pride themselves on being silent, both those for whom it is convenient to cover up their lack of knowledge, and those who might shamelessly reveal what they know, because in all of them it is not only an agreeable condition, but a proper virtue, to speak little and be silent.”  Then: “because, just as nature, as we have said and will say, made women to remain in the home as its keepers, so also it obliged them to keep their mouths closed. (…) Just as the good and honest woman was not made by nature for the study of the sciences nor for negotiation of hardships, but for a simple and domestic profession, it also limited their understanding, and therefore it rationed their words and reason.”  But the moralizer of the day was not lacking in tenderness: “do not think that God created them and gave them to man only for them to keep the home, but also to console him and give him joy.  So that in her the tired and angry husband might find rest, and the children love, and the family piety, and all of them generally an agreeable refuge.”

By the next century, Francisco Cascales believed that woman had to struggle against her nature, which was not only determined but evil or defective besides: “The needle and the distaff – wrote the military man and university professor, in 1653 – are the woman’s weapons, and so strong, that armed with them she will resist the most prideful enemy to tempt her.”  Which amounted to saying that the distaff was the weapon of an oppressive system.

Juan de Zabaleta, notable figure of the Spanish Golden Age, declared in 1653 that “in poetry there is no substance; nor in the understanding of a woman.”  And later: “woman is naturally gossipy,” the woman poet “adds more madness to her madness (…) The woman poet is the most imperfect and abhorrent animal formed by nature (…) If it were permitted of me, I would burn her alive.  He who celebrates a woman for being a poet, God should give her to him as a wife, so that he might know what he celebrates.”  In his following book, the lawyer wrote: “the word wife means comfort more than anything, pleasure the least.”  Nonetheless, man “by adoring a woman takes adoration away from the Creator.”  Zabaleta at times goes so far as to create metaphors with a certain aesthetic value: the woman in church “with her fan in hand enlivens with its air the fire that encircles her.” (1654)

In 1575,the physician Juan Huarte informed us that the testicles affirm the temperament more than the heart, while in the woman “the organ that is most gripped by the alterations of the uterus, according to all the physicians, is the brain, although there may be no grounds on which to base this correspondence.”  Hippocrates, Galeno, Sigmund Freud and the most fanatical supporters of the Boca Juniors soccer team would all agree.  The wise and ingenious man, according to the Spanish physician, has a son with contrary traits when the woman’s seed predominates, and no wise child can come from a woman.  For this reason, when the man predominates, even when he is brutish and stupid a clever son results.

In his book about Fernando (a.k.a. the Catholic Monarch Ferdinand), another renowned moralist, Baltasar Gracián, dedicates some final lines to Queen Isabel.  “What most aided Fernando – wrote the Jesuit – [was] doña Isabel his Catholic consort, that great princess who, even though a woman, exceeded the limits of a man.”  Although there were noteworthy women, “commonly in this sex the passions reign in such a way that they leave no room for counsel, for patience, for prudence, essential parts of government, and with  power their tyranny is augmented. (…) Ordinarily, manly women were very prudent.”  Later: “In Spain manly females have always endured a position for males, and in the house of Austria they have always been respected and employed.” (1641)

I believe that the idea of the manly woman as virtuous woman is consistent with the tolerance of lesbianism by the same patriarchal system of values that condemned masculine homosexuality to burn at the stake, whether in the Middle East, in Europe or among the imperial Incas.  Where there was a greater predominance for matriarchy, neither the virginity of the woman nor the homosexuality of men was watched over with such fervor.

A famous woman – beatified, sainted and given a doctorate by the Catholic Church – Saint Teresa, wrote in 1578: “Weakness is natural and it is very weak, especially in women.”  Recommending an extreme discipline with the nuns, the future saint argued: “I do not believe there is anything in the world that could damage a prelate more than to not be feared, and for his subjects to think they may deal with him as with an equal, especially for women, for once understanding that there is in the prelate such softness… governing them will be difficult.”  But this deficient nature impeded not only the proper social order but mystical achievement as well.  Just like Buddha, in her famous book Las moradas the same saint recognized the natural “stupidity of women” that made it difficult for them to reach the center of the divine mystery.

It is perfectly understandable that a woman at the service of the patriarchal order, like Saint Teresa, would have been beatified, while another religious woman who openly opposed this structure would never have been recognized as such.  I would sum up Saint Teresa’s slogan in just one word: obedience, above all social obedience.

Saint Teresa died an old woman and without the martyrdom proper to the saints.  Sor Juana, in contrast, was made to suffer psychological, moral and, finally, physical torture until she died at the age of fourty-four, serving her fellow man in the epidemic of 1695.  But none of that matters for canonizing her as a saint when “the worst of all women” committed the sin of questioning authority.  Why not propose, then, Saint Juana Inés de la Cruz, patron saint of oppressed women?

Those who reject Sor Juana’s religious merits adduce a political value in her figure, when not merely a literary one.  In another essay we already noted the political value of the life and death of Jesus, a value historically denied.  The political and the aesthetic in Santa Teresa – the “patron saint of writers” – fill her works and thoughts as much as the religious and the mystical do.  Nonetheless, a hegemonic political position is an invisible politics: it is omnipresent.  Only that politics which resists the hegemony, which contests the dominant discourse becomes visible.

When I kiss my wife on the mouth in a public square, I am exercising a hegemonic sexuality, which is the heterosexual one.  If two women or two men do the same thing they are not only exercising their homosexuality but also a challenge to the hegemonic order which rewards some and punishes others.  Each time a man goes out on the street dressed as a traditional woman, inevitably he is making a – visible – political statement.  I also make a political statement when I go out on the street dressed as a (traditional) man, but my declaration coincides with the hegemonic politics, is transparent, invisible, appears apolitical, neutral.  It is for this reason that the act of the marginalized becomes a visible politics.

We can understand in the same way the political and religious factor in two women as different as Saint Teresa and Sor Juana.  Perhaps this is one of the reasons for which one of them has been repeatedly honored by the religious tradition and the other reduced to the literary circle or to the Mexican two-hundred peso notes, symbol of the material world, abstraction of sin.

Translated by

Dr. Bruce Campbell

St. John’s University

Dr. Jorge Majfud was born in Tacuarembó, Uruguay in 1969. He majored in Architecture and in 1996 graduated from the Universidad de la República in Montevideo. He travelled extensively to gather material that would later become part of his novels and essays, and was a professor at the Universidad Hispanoamericana de Costa Rica and at Escuela Técnica del Uruguay, where he taught mathematics and art. He received his PhD degree at the University of Georgia. He currently teaches Latin American Literature at Lincoln University of Pennsylvania. His publications include: Hacia qué patrias del silencio / memorias de un desaparecido (novel, 1996); Crítica de la pasión pura (essays, 1998); La reina de América (novel, 2001); La narración de lo invisible / Significados ideológicos de América Latina (essays, 2006); Perdona nuestros pecados (short stories, 2007) and La ciudad de la Luna (novel, 2008). His stories and essays have been translated into Portuguese, French, English, German, Italian and Greek.

Dr. Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program. He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003) and ¡Viva la historieta! Mexican Comics, NAFTA, and the Politics of Globalization (University Press of Mississippi, 2009).

Sexo y poder: para una semiótica de la violencia

En 1992 el chileno Ariel Dorfman estrenó su obra La Muerte y la Doncella. Aunque sin referencias explícitas, el drama alude a los años de la dictadura de Augusto Pinochet y a los primeros años de la recuperación formal de la democracia en Chile. Paulina Salas es el personaje que representa a las mujeres violadas por el régimen y por todos los regímenes dictatoriales de la época, de la historia universal, que practicaron con sadismo la tortura física y la tortura moral. La violación sexual tiene, en este caso y en todos los demás, la particularidad de combinar en un mismo acto casi todas las formas de violencia humana de la que son incapaces el resto de las bestias animales. Razón por la cual no deberíamos llamar a este tipo de bípedos implumes “animales” sino “cierta clase tradicional de hombre”.

Otro personaje de la obra es un médico, Roberto Miranda, que también representa a una clase célebre de sofisticados colaboradores de la barbarie: casi siempre las sesiones de tortura eran acompañadas con los avances de la ciencia: instrumentos más avanzados que los empleados por la antigua inquisición eclesiástica en europea, como la picana eléctrica; métodos terriblemente sutiles como el principio de incertidumbre, descubierto o redescubierto por los nazis en la culta Alemania de los años treinta y cuarenta. Para toda esta tecnología de la barbarie era necesario contar con técnicos con muchos años de estudio y con una cultura enferma que la legitimara. Ejércitos de médicos al servicio del sadismo acompañaron las sesiones de tortura en América del Sur, especialmente en los años de la mal llamada Guerra Fría.

El tercer personaje de esta obra es el esposo de Paulina, Gerardo Escobar. El abogado Escobar representa la transición, aquel grupo encargado de zurcir con pinzas las sangrantes y dolorosas heridas sociales. Como ha sido común en América Latina, cada vez que se inventaron comisiones de reconciliación se apelaron primero a necesidades políticas antes que morales. Es decir, la verdad no importa tanto como el orden. Un poco de verdad está bien, porque es el reclamo de las víctimas; toda no es posible, porque molesta a los violadores de los Derechos Humanos. Quienes en el Cono Sur reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad fuimos calificados, invariablemente de extremistas, radicales y revoltosos, en un momento en que era necesaria la Paz. Sin embargo, como ya había observado el ecuatoriano Juan Montalvo (Ojeada sobre América, 1866), la guerra es una desgracia propia de los seres humanos, pero la paz que tenemos en América es la paz de los esclavos. O, dicho en un lenguaje de nuestros años setenta, es la paz de los cementerios.

Paulina lo sabe. Una noche su esposo regresa a casa acompañado por un médico que amablemente lo auxilió en la ruta, cuando el auto de Gerardo se descompuso. Paulina reconoce la voz de su violador. Después de otras visitas, Paulina decide secuestrarlo en su propia casa. Lo ata a una silla y lo amenaza para que confiese. Mientras lo apunta con un arma, Paulina dice: “pero no lo voy a matar porque sea culpable, Doctor. Lo voy a matar porque no se ha arrepentido un carajo. Sólo puedo perdonar a alguien que se arrepiente de verdad, que se levanta ante sus semejantes y dice esto yo lo hice, lo hice y nunca más lo voy a hacer”.

Finalmente Paulina libera a su supuesto torturador sin lograr una confesión de la parte acusada. No se puede acusar a Dorfman de crear una escena maniqueísta donde Paulina no se toma venganza, acentuando la bondad de las víctimas. No, porque la historia presente no registra casos diferentes y mucho menos éstos han sido la norma. La norma, más bien, ha sido la impunidad, por lo cual podemos decir que La Muerte y la Doncella es un drama, además de realista, absolutamente verosímil. Además de estar construido con personajes concretos, representan tres clases de latinoamericanos. Todos conocimos alguna vez a una Paulina, a un Gonzalo y a un Roberto; aunque no todos pudieron reconocerlos por sus sonrisas o por sus voces amables.

Un problema que se deriva de este drama trasciende la esfera social, política y tal vez moral. Cuando el esposo de Paulina observa que la venganza no procede porque “nosotros no podemos usar los métodos de ellos, nosotros somos diferentes”, ella responde con ironía: “no es una venganza. Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”. En varias oportunidades Paulina y Roberto deben quedarse solos en la casa. Sin la presencia conciliadora y vigilante del esposo, Paulina podría ejercer toda la violencia contra su violador. De esta situación se deriva un problema: Paulina podría ejercer toda la fuerza física hasta matar al médico. Incluso la tortura. Pero ¿cómo podría ejercer la otra violencia, tal vez la peor de todas, la violencia moral? “Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”, podría traducirse en “pienso hacerle a él lo mismo que él me hizo a mí”.

Es entonces que surge una significativa asimetría: ¿por qué Paulina no podría violar sexualmente a su antiguo violador? Es decir, ¿por qué ese acto de aparente violencia, en un nuevo coito heterosexual, no resultaría una humillación para él y sí una nueva humillación para ella?

El mi novela La reina de América (2001) cuando la protagonista logra vengarse de su violador, ahora investida con el poder de una nueva posición económica, contrata a hombres que secuestran al violador y, a su vez, lo violan en una relación forzosamente homosexual mientras ella presencia la escena, como en un teatro, la violencia de su revancha. ¿Por qué no podía ser ella quién humillara personalmente al agresor practicando su propia heterosexualidad? ¿Por qué esto es imposible? ¿Es parte del lenguaje ético-patriarcal que la víctima debe conservar para vengarse? ¿Deriva, entonces, tanto la violencia moral como la dignidad, de los códigos establecidos por el propio sexo masculino (o por el sistema de producción al que responde el patriarcado, es decir, a la forma de sobrevivencia agrícola y preindustrial)?

Octavio Paz, mejorando en El laberinto de la soledad (1950) la producción de su coterráneo Samuel Ramos (El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), entiende que “quien penetra” ofende, conquista. “Abrirse (ser “chingado”, “rajarse”), exponerse es una forma de derrota y humillación. Es hombría no “rajarse”. “Abrirse”, significa una traición. “Rajada” es la herida femenina que no cicatriza. El mismo Jean-Paul Sarte veía al cuerpo femenino como portador de una abertura.

Opuesto a la virginidad de María (Guadalupe), está la otra supuesta madre mexicana: la Malinche, “la chingada”. Desde un punto de vista psicoanalítico, son equiparables —¿sólo en la psicología masculina, portadora de los valores dominantes?— la tierra mexicana que es conquistada, penetrada por el conquistador blanco, con Marina, la Malinche que abre su cuerpo. (El conquistador que sube a la montaña o pisa la Luna, ambos sustitutos de lo femenino, no clava solo una bandera; clava una estaca, un falo.) Malinche no hace algo muy diferente que los caciques que le abrieron las puertas al bárbaro de piel blanca, Hernán Cortés. Malinche tenía más razones para detestar el poder local de entonces, pero la condena su sexo: la conquista sexual de la mujer, de la madre, es una penetración ofensiva. La traición de los otros jefes masculinos —olvidemos que eran tribus sometidas por otro imperio, el azteca— se olvida, no duele tanto, no significa una herida moral.

Pero es una herida colonial. El patriarcado no es una particularidad de las antiguas comunidades de base en la América precolombina. Más bien es un sistema europeo e incipientemente un sistema de la cúpula imperial inca y azteca. Pero no de sus bases donde todavía la mujer y los mitos a la fertilidad —no a la virginidad— predominaban. La aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego se hace presente en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas.

Ahora, más acá de este límite antropológico, que establece la relatividad de los valores morales, hay elementos absolutos: tanto la víctima como el victimario reconocen un acto de violación: la violencia es un valor absoluto y que el más fuerte decide ejercer sobre el más débil. Esto es fácilmente definido como un acto inmoral. No hay dudas en su valor presente. La especulación, el cuestionamiento de cómo se forman esos valores, esos códigos a lo largo de la historia humana pertenecen al pensamiento especulativo. Nos ayudan a comprender el por qué de una relación humana, de unos valores morales; pero son absolutamente innecesarios a la hora de reconocer qué es una violación de los derechos humanos y qué no lo es. Por esta razón, los criminales no tienen perdón de la justicia humana —la única que depende de nosotros, la única que estamos obligados a comprender y reclamar.

Jorge Majfud

9 de diciembre de 2006

The University of Georgia

El espíritu (de) partido

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Bitacora (La Republica)

El espíritu (de) partido

En la novela Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sábato, un personaje observaba que el mérito de un pensador consistía en descubrir que una piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno. Sin duda aludía a las leyes de Newton. En su libro de ensayos, Hombres y engranajes (1951), había observado algo semejante: alguien que cambia una oveja por un saco de trigo está haciendo una abstracción al equiparar dos cosas aparentemente tan diferentes. En el mismo sentido podríamos decir que toda ley —física, matemática o del derecho— es una abstracción, ya que da un valor general a un conjunto de cosas aparentemente diferentes.

Por lo común, en nuestras percepciones diarias procedemos de forma inversa. Sobre todo cuando los objetos de nuestras percepciones y de nuestros pensamientos son aquellos que más nos importan, aquellos que más amamos y más tememos: los otros seres humanos.

Una vez dibujé en la pizarra una serie de figuras geométricas: media docena de triángulos, círculos y cuadrados. Aún consciente de que una pregunta suele llevar su propia respuesta, como un caballo de Troya, les pedí a mis alumnos que me dijeran cuántos conjuntos veían allí representados. La respuesta fue unánime: tres. Borré los círculos y los cuadrados y repetí la pregunta. Dos, dijo la mayoría. Alguno, más perspicaz, observó tres: como el trazo veloz de la mano no era perfecto, se podían distinguir triángulos isósceles, rectángulos y escalenos. Todos habían procedido observando las diferencias. Debí insistir, hasta que alguien dijo que también podíamos decir que desde el principio hubo un solo conjunto: un conjunto de figuras geométricas.

Cuando llegué al norte de Mozambique, supe que entre macúas y macondos había terribles rivalidades. Un macondo, que custodiaba con arco y flecha la casa donde vivía yo, me comentaba, orgulloso, que iba a atravesar de lado a lado con su flecha al primer macúa que se atreviese a entrar al patio a robar. Es cierto que aquí operaba, en parte, una vieja ley: el débil ejerce sobre otros de su misma condición la moral de los más fuertes, en este caso la nuestra, la moral de los blancos que disponíamos de algunos bienes materiales y, sobre todo, del prestigio de una cultura asumida como “superior” por ambas partes. Pero también, y sobre todo en este caso, intervenía un factor más autóctono: los macondes eran habitualmente empleados como guardias por su fama de “honestidad” (me remito a la ley antes sugerida). Además, se consideraban un pueblo cazador y guerrero. Los macúas, en cambio, eran agricultores y muy dóciles en su trato, por lo cual eran empleados como obreros en la extracción de madera o en la incipiente construcción de todo tipo de obras.

Le dije a mi amigo macondo que ese no era el propósito de su trabajo, que más valía que se robasen algo a tener que lamentar una muerte. Mi consejo debió dar resultado porque más tarde, un par de noches, desaparecieron unas camisas que yo había tendido en el patio para secar.

Cuando llegué era totalmente incapaz de distinguir una tribu de otra. Unas semanas después podía identificar a un maconde cuando sonreía: sus dientes habían sido afilados en forma de colmillos, como un lagarto. Unos meses más tarde ya podía identificar, de lejos, el perfil y la forma de caminar de los integrantes de una tribu y de la otra. Me temo que, para alguien nacido allí, la única realidad, o la realidad que cubría su campo visual, estaba compuesta de estas diferencias que para un extranjero son imperceptibles y para un nativo podría significar, en casos, la muerte. Con la misma frecuencia, algunos blancos de Sud África distinguían por el color de la piel al jefe del nativo: uno tenía nombre y tenía ley que lo protegiese; el otro no tenía identidad, ni siquiera cuando un árbol lo aplastaba y era enterrado como un perro.

En nuestro mundo esa tendencia, tal vez universal, se traduce en el espíritu de partido que contamina todas nuestras relaciones personales. Cuando esa particularidad se convierte en estrategia de dominación, el proceso consiste en trazar una línea que divida el terreno en dos semiplanos y luego exigir que los buenos estén del mismo lado. La pregunta “¿de qué lado estás?” lleva implícita esta división que quien responde no cuestiona cuando procura definirse por una de las dos opciones propuestas por el inquisidor que domina el discurso. Esta es la práctica en “el choque de civilizaciones”, entre los partidos políticos, entre los partidos de fútbol y entre partidos de todo tipo. (Siempre me ha llamado la atención el fenómeno de que las elecciones en casi todos los países se resuelva, generalmente, por un estrecho margen que establece dos mitades que se definen como radicalmente diferentes. Es como si un país afirmase, con fervor, que una gallina puede volar pero que no puede, que un fertilizante salvará la tierra pero la perderá, etc.)

Por regla, todo discurso dominante nos da a elegir entre negro y oscuro, asegurándonos que una de las opciones es terrible y la otra representa la salvación. Ante tan dramática dicotomía, es natural que las personas luchen hasta agotarse por una de estas opciones que significa la gran diferencia.

El mexicano Leopoldo Zea entendía que “lo humano no separa o distingue, sino que establece semejanzas. Lo humano se da, precisamente, en esta capacidad de comprensión que elimina toda espereza, toda diferencia, haciendo posible la convivencia”. (América como conciencia, 1953) Aunque parezca contradictorio, no es menos cierto lo observado por el español Tierno Galván (y reformulado por Mas’ud Zavarzadeh en Seeing Films Politically, 1991): “Incluso cuando el pobre es ejemplo para el rico, es ejemplo de la moral de los ricos”. Y después: “la moral de la compatibilidad no se acepta. Los pobres tienen su moral y los ricos la suya, y para que sea la misma es necesario que la diferencia entre pobres y ricos se destruya”. (Humanismo y sociedad, 1964)

La observación de la moral como ideología, como instrumento de dominio de una clase sobre otra, de un género sobre otro, de una raza sobre otra es un descubrimiento del marxismo. Mejor dicho, fue esta corriente de pensamiento que evidenció un problema imprevisto por los humanistas y que actualmente se lo presenta como incompatible. Un descubrimiento valioso, digamos. Sin embargo, reducir la moral a su componente ideológico sería negar cualquier base común bajo la diferencia: si entre un perro y un hombre hay evidentes elementos comunes ¿por qué un rico y un pobre, un japonés y un mexicano no podrían tener algo en común, como puede serlo en parte una sonrisa aunque no la forma de saludar?

Una postura humanista —tal vez de un humanismo todavía ingenuo— podría ser la del cubano José Martí cuando escribió, hace más de un siglo:

“Los negros, como los blancos, se dividen por sus caracteres, tímidos o valerosos, abnegados o egoístas, en los partidos diversos en que se agrupan los hombres. Los partidos políticos son agregados de preocupaciones, de aspiraciones, de intereses y de caracteres. […] La afinidad de los caracteres es más poderosa entre los hombres que la afinidad del color.” (Mi raza, 1893)

No es casualidad que estas palabras de Martí sean, al tiempo que políticas, humanistas y cristianas. No sólo los primeros humanistas surgieron dentro de la conflictiva Iglesia católica del el siglo XV, con una voz crítica, sino que la misma idea de universalidad, de fraternidad era una de las novedades sociales de la secta original de los cristianos. Ahora, la idea de “caracteres”, tanto individuales como nacionales, fue una obsesión y casi el tema central de los pensadores hispánicos de los últimos siglos. Esta división por rasgos psicológicos encubría la más obvia división de clases o de intereses.

Pero si bien es cierto que podemos descubrir una serie casi interminable de divisiones humanas, y otra serie no menor de orden de prioridades, no es menos cierto que los seres humanos poseemos algo en común, que nos diferencia de los caballos, de los títeres y de las ecuaciones de segundo grado (aunque tengamos algo de caballos, de títeres y de ecuación cerrada). Pero esas diferencias y divisiones no deberían mantenernos bajo la violencia física y moral que una parte se arroga sobre las otras, de hecho o como derecho.

El humanismo es la última gran utopía de la Era Moderna. Para sobrevivir no debe negarse el lúcido desafío de las mismas corrientes llamadas antihumanitas, como cierto tipo de marxismo o el casi tan viejo estructuralismo. Tomar consciencia significa reconocer una igualdad básica entre los seres humanos, cuestionar las diferencias surgidas del poder que reproduce las relaciones de opresores y oprimidos. El poder prefiere las divisiones bipartitas: todo se debe agrupar en un par de opuestos, cuyo objetivo no es la colaboración sino el combate. Pero el combate entre negro y oscuro, como si no existiesen los claros ni los grises ni los colores.

Claro, todo pensamiento inevitablemente afirma y niega algo. El problema radica cuando se reduce el Universo dentro de una cáscara de nuez y se nos exige una toma de partido. Es entonces que tomar conciencia significa romper nuestro estrecho círculo para mirar hacia fuera. Y reconstruir el espíritu partido.

Jorge Majfud

Athens, 1 de diciembre de 2006.

El pensamiento y la política


La crisis de la transición y el Nuevo Orden por venir.

Entiendo que una de las traiciones más graves al pensamiento es su manipulación por parte de una ideología. Otra es la demagogia o la complacencia, lo que en textos antiguos se acusa como “adulación”, y tanto da adular al rey como al pueblo, cuando de éste recibimos el sustento. Pero sálveme Dios de andar por ahí moralizando sobre los demás.

Si entendemos por ideología a un sistema de ideas que pretende explicar el vasto universo de los seres humanos, debemos reconocer que todos, de una forma u otra, poseemos una determinada ideología. El problema surge cuando nuestra actitud ante este hecho es de sumisión, de lealtad o de conveniencia y no de rebeldía. Si no estamos dispuestos a desafiar nuestras propias convicciones entonces dejamos de pensar para adoptar una actitud de combate. Es decir, nos convertimos en soldados y convertimos el pensamiento en ideología, en trinchera, en retórica; es decir, en un instrumento de algún interés político o de alguna supersticiosa lealtad. Es en este preciso momento cuando nos convertimos en obediente rebaño detrás de la ilusoria consigna de una supuesta “rebeldía”. Los beneficiados no sólo son los arengadores de un bando sino, sobre todo, los del bando contrario.

Durante casi toda la historia moderna, esta prescripción —el individuo anulado en el soldado, en la imitación de sus movimientos de mecano— ha sido construida según los códigos de honor del momento: en la Edad Media, por ejemplo, los “soldados de Dios” se caracterizaban por su obediencia absoluta al Papa o al rey. Si era mujer además debía obediencia a su marido. El mártir recibía la promesa del Paraíso o los laureles del honor, inmortalizados en las crónicas reales del momento o en los cantos populares que alababan el sacrificio del individuo en beneficio del reino, es decir, de las clases en el poder. Sin embargo, y no sin paradoja, siempre han sido las clases altas las que más han moralizado sobre la lealtad del patriota al mismo tiempo que han sido éstas las primeras en entregar sus reinos al extranjero. Así ocurrió cuando los musulmanes invadieron España en el siglo VIII o cuando los españoles invadieron el Nuevo Mundo en el XVI: en ambos casos, las elites de nobles y caudillos se entendieron rápidamente con el invasor para mantener sus privilegios de clase o de género.

Desde los primeros humanistas del siglo XVI, la lucha de clase significó una conciencia nueva, la rebelión del “villano” contra el “noble”, del lector contra la autoridad del clero. Casi simultáneamente, el pensamiento puso el dedo en otras opresiones ocultas: la opresión de género (Christine de Pisan, Erasmo, Poulain de la Barre, Sor Juana, Olimpia de Gouges, Marx y Engels) y de raza (Montesinos, de las Casas, etc.). Siglos más tarde, se consolidaron los movimientos sindicales, la crítica post-colonialista y diferentes feminismos. Con excepciones (Nietzsche), la lucha del pensamiento ha sido hasta ahora contra el Poder. A veces contra un poder concreto y no pocas veces contra un Poder abstracto.

Muchos de los logros contra la verticalidad se han realizado con un precio doble: el sacrificio del mártir y el sacrificio del individuo. La sangre de los mártires libertadores (no vamos a problematizar este punto ahora) no es despreciable; sus heroísmos, su frecuente altruismo tampoco. El problema surge cuando ese mártir es elogiado como soldado y no como individuo, no como conciencia. Y si es reconocido como conciencia se espera que sus seguidores sólo continúen la obra anulando su individualidad por razones estratégicas que se asumen provisorias y se convierten en permanentes.

Desde el poder tradicional, la lógica es la misma. Como escribió Sábato en 1951, la Tumba al Soldado Desconocido es la tumba del “Hombre-cosa”. Los Estados normalmente honran a los soldados caídos porque es una forma de moralizar sobre el virtuoso sacrificio a la obediencia. Desde niños se nos impone en las secundarias el deber de jurar por “nuestra bandera”, prometiendo morir en su defensa. Si bien todos estamos inclinados a poner en riesgo nuestras vidas por alguien más, el hecho de exigirnos un cheque en blanco firmado es la pretensión de anularnos como individuos en nombre de “la patria”, sin importar las razones para oponernos a las decisiones de los gobiernos de turno. Claro que ante esta observación siempre habrá “patriotas” dispuestos a justificar aquello que no necesitaría ser justificado si no tuviese algún sentido implícito, como lo es la construcción del soldado a través de la subliminal moralización del individuo. El proceso no es muy diferente al que es sometido un futuro suicida “religioso”: antes que nada se procede a anular al individuo a través de una moralización utilitaria y con un discurso trascendente que le promete la gloria o el paraíso.

Ahora, alguien podría decir que, según mi perspectiva, el “revolucionario” es el modelo perfecto de individuo. A esto hay que responder con una pregunta básica: “¿qué es eso de revolucionario?”. Porque si hay una costumbre en el pensamiento de segunda mano es dar por asumido los términos centrales. Si por revolucionario entendernos aquel que sale a la calle a romper vidrieras, enardecido por un discurso redentor, mi respuesta sería no. O aquel otro que, atrapado en las viejas dicotomías maniqueístas, ha aceptado como propia la división del mundo entre ángeles y demonios, entre “ellos los malos” y “nosotros los buenos”. Ese es el perfecto soldado. Dudar de que nosotros somos los ángeles y ellos son los demonios es una forma grave de traición a la patria o a la causa, al partido o a la santa religión. Durante los tiempos de la Guerra Fría —que para América Latina fueron los tiempos de la Guerra Caliente— era común justificar el asesinato de un obrero o de un cura porque era “marxista”, siendo que los soldados que cumplían apasionadamente con su deber jamás habían leído un libro de Marx ni habían escuchado las ideas de sus víctimas. Otro tanto hacían los falsos revolucionarios, tirando bombas en un ómnibus lleno de campesinos “traidores a la causa” o de “cipayos vendidos al imperio”, en nombre de un marxismo que desconocían. Y otro tanto hacen hoy en día los Mesías de turno, confundiendo el espíritu de comunidad con el espíritu de masa. Pero ¿cómo se puede ser revolucionario repitiendo los mismos discursos y las mismas estrategias políticas del siglo XIX? ¿Por qué subestiman así al pueblo latinoamericano? ¿Por qué necesitamos tirar piedritas al Imperio de turno para definirnos o para ocuparnos de nuestras propias vidas, tanto como el Imperio necesita de la demonización de la periferia para cometer sus atrocidades (también en masa)? ¿Cuándo aportaremos a la humanidad la creación de una forma de vivir nueva y propia, de la que tanto reclamaba el cubano José Martí, y no esos viejos resabios del colonialismo hispánico que Andrés Bello equivocadamente creyó muy pronto serían superados, allá a principios del siglo XIX?

La historia está llena de conservadores fortalecidos por supuestos rivales revolucionarios. En América Latina podemos observar ciclos de diez años que van de un discurso extremo al otro y a largo plazo volvemos siempre al mismo punto de partida. Porque la obra siempre es llevada a cabo por caudillos y el último siempre es presentado como el tan esperado Salvador. Pero no sólo las viejas dictaduras latinoamericanas se alimentaron siempre de este “peligroso desorden”, sino también las grandes potencias conservadoras explotaron sabiamente los peligros del margen desestabilizador para radicalizar sus imposiciones, un (viejo) orden en peligro. Así, Orden y Desorden resultaron igualmente peligrosos. La dialéctica del poder, aún en eso que por alguna razón histórica se llama “democracia”, sería imposible sin su antítesis. Por lo general existen dos partidos, dos rivales que luchan por el poder y, de esa forma, promueven la ilusión de un posible cambio. La política tradicional no cambiará nada, como no fue la política de los papas y de los emperadores que cambiaron el mundo en el Renacimiento. Suponer lo contrario sería como igualar la historia a una telenovela, donde los malos y los buenos son tan visibles que nadie cuestiona el subyacente orden social e ideológico que es reproducido con el triunfo del bueno y el fracaso del malo.

Lo que la política puede hacer es retrasar o acelerar un proceso; sus grandes obras casi siempre son retrocesos a la barbarie. Un tirano puede inventar un genocidio en pocos meses, pero nunca avanzará la humanidad a la siguiente etapa de su destino. La Reforma luterana nace en la misma conciencia crítica de los católicos humanistas del siglo XV y XVI; el mismo feminismo le debe más al Renacimiento —regreso al “hombre” después de una tradición religiosa y patriarcal— que a las actuales “soldados” que creen que la mujer es hoy más libre gracias a una acción de confrontación con el sexo tirano y no a una larga historia de cambios y evoluciones, gracias a la apasionada mediocridad de una Oriana Fallaci en el siglo XXI y no a una crítica que tiene siglos trabajando desde diferentes culturas. O como tantos otros grupos ideológicos que se levantan un día, orgullosos, creyéndose los inventores de la pólvora.

Entonces, ¿qué paso es necesario para una verdadera revolución? (Advirtamos que nunca se cuestiona la necesidad de un cambio radical; porque la realidad es siempre insatisfactoria o porque esa es nuestra tradición política.) El primer paso —según mi modesto juicio, está de más decirlo— es una negación: el pueblo latinoamericano debe romper con el antiguo círculo, negándole autoridad al caudillo, sea este de izquierda o de derecha, si es que todavía podemos dividir la política de forma tan simple. Nuestro presente no es el presente de Bolívar, de Sarmiento, de Getúlio Vargas o de Eva Perón, aunque una narrativa de la continuidad siempre es atractiva, aunque encontramos Perones por todas partes cada quince años, luchando entre sí para mantener a la masa en la misma plaza, en el mismo estado de alienación, renovando la ilusión de la novedad, que es renovar el olvido. En México dominó durante décadas un llamado “Partido Revolucionario Institucional”; ahora en Argentina hay “Piqueteros Oficiales”. Semejante oxímoron es una afrenta a la inteligencia del pueblo y una muestra de la efectividad de la masificación ideológica, casi tan perfecta como la masificación de consumo. Lo único que permanece son las pasiones y las promesas de redención, pero el mundo y hasta América Latina son otros. No inventemos la pólvora otra vez. El nuestro es el tiempo del individuo amenazado doblemente por la alienación del consumo y de la vieja política, el individuo que ha sido disuelto en la masa y en el individualismo. Seamos desobedientes a las guerras que otros inventan para sostener un sistema anacrónico, como lo es la democracia representativa —representativa de las clases dominantes o de los demagogos de turno—, sostenida no sólo por un discurso conservador sino por la supuesta amenaza de los caudillos de antaño. No hay Salvadores. Cada vez que América Latina cree descubrir al Mesías termina donde comenzó.

El segundo paso, como ya lo hemos señalado y definido hace años, es la desobediencia. El pueblo, en lugar de andar peleándose enardecidamente por un candidato o por otro, debería exigir las reformas estructurales que lleven a la participación directa en la gestión de las sociedades. Los Estados deben estar penetrados por el control ciudadano, su gestión debe ser más susceptible de cambios según los individuos y no según los burócratas de turno. Una forma nueva de referéndum deberá ser un instrumento habitual, procesado a través de los nuevos sistemas electrónicos, no como una forma excepcional para enmendar abusos del poder tradicional, sino como instrumento central de gestión y control ciudadano. En una palabra, sacar a la abusada “democracia” del prostíbulo, de un estado de aletargamiento y devolverle su principal característica: la progresiva devolución del poder a aquellos de donde proviene; el pueblo. Las decisiones sobre la producción deben residir en la creatividad de los individuos, de los grupos comunitarios antes que en los Estados o las grandes compañías monopolizadoras. La victimización del oprimido debe ser reemplazada por una rebeldía radical, una toma de acción directa del individuo, aunque sea mínima, y no una renuncia de su poder en los “padres del pueblo”, en esa eterna y confortable promesa llamada “buen gobierno”.

Yo tengo para mí que cada vez que veo, en Estados Unidos o en América Latina, una encuesta que varía dramáticamente luego de un discurso presidencial, reconozco que la desobediencia del individuo aún se encuentra lejos. El individuo aún es material e ideológicamente dependiente de la propaganda, de las decisiones y las estrategias políticas que se toman en un salón lleno de “gente importante”. Cada vez que un publicista se jacta de haber llevado a un hombre a la presidencia de un país, está insultando la inteligencia de todo un pueblo. Pero este insulto es recibido como el acto heroico de un individuo admirable. Cuando este síntoma desaparezca, podemos decir que la humanidad ha dado un nuevo paso. Un paso más hacia la desobediencia, que es como decir un paso más hacia su madurez social e individual.

Jorge Majfud

The University of Georgia, mayo 2006

Las trampas de la Moral

Spaniards executing Tupac Amaru in 1572, drawi...

Image via Wikipedia

Why Culture Matters (English)

Las trampas de la Moral

Mujeres, homosexuales y la traición del patriarcado latinoamericano

Hace pocos días, en una entrevista de televisión, la madre del candidato presidencial que lidera las encuestas en Perú, Ollanta Humala, declaró que la primera acción de gobierno de su hijo debería consistir en ejecutar un par de homosexuales para que se termine la inmoralidad del mundo. Por su parte, su padre reconoció que había hecho a su hijo militar para que llegue al poder. Su hijo, un centímetro más estratégico, les recomendó que no hablaran más hasta el día de las elecciones.

La confianza de esta señora madre en un acto “simbólico” por parte de su hijo, además de criminal, es un monumento a la ingenuidad. De esta forma se supone que si el hijo de María no pudo acabar con la inmoralidad del mundo sí podrá hacerlo el hijo de la señora Humala, recurriendo a una moral farisea que el mismo Jesús condenó repetidas veces. Otros puntos son aun más trágicos y significativos: la común escala de valores de los moralistas de la Inquisición, según la cual el asesinato y la abolición de los derechos humanos son necesarios para imponer la Moral en el mundo —la moral de criminales, está de más decirlo.

Desmoraliza verificar que la alternativa a una tradición política conservadora en América Latina, basada en una cultura de abusos —de clase, de sexo y de raza— sea tan mezquina como ésta que, para peor, pretende venderse como “revolucionaria”. ¿Cómo es posible que países como Perú, con culturas indígenas tan ricas, sigan presentando alternativas tan estrechas, propias de la vieja deformación colonialista al servicio de imperios extranjeros? Elegir entre Fujimori, Alan García, Ollanta Humala y Lourdes Flores es como elegir entre negro y oscuro, entre Oeste y Oriente. ¿Dónde están los Salomón de nuestros pueblos? ¿Dónde están nuestros pueblos?

Este hecho es también significativo por provenir de una mujer, de la madre de un supuesto “líder indígena” que no es más que otro militar autoritario con un discurso diferente pero con la misma mentalidad de mesianismo moralizante de otros tiempos. Es una prueba más de la traición del patriarcado que sirvió como instrumento principal en la brutal conquista y colonización de nuestros pueblos indígenas, que aspiran liberarse usando las mismas cadenas que antes los oprimían. Trataré de explicar esta tesis, brevemente.

Por una infinidad de datos, entiendo que el sistema patriarcal no estaba tan avanzado en la América precolombina como lo estaba en la Europa del siglo XV. Si bien es cierto que el Inca y otros jefes mesoamericanos expresaban ya un tipo de organización masculina, en las bases mayoritarias de las sociedades indígenas las mujeres aún mantenían una cuota de poder que luego le será expropiado. ¿Cómo y cuando se produce el nacimiento del patriarcado y la consecuente opresión de la mujer? Podríamos dar una explicación de perfil marxista, que por el momento se me ocurre como la más clara: del cambio de un sistema de subsistencia a un sistema donde la producción excedía el consumo, surgió no sólo la división del trabajo sino, también, la lucha por la apropiación de estos bienes excedentes. ¿Y quién sino los hombres estaban en mejores condiciones de apropiarse y administrar (en beneficio propio) este exceso? No por una razón de fuerza doméstica, sino porque la misma sobreproducción —con sus respectivos períodos de escasez— necesitó de una clase de guerreros organizados que extendieran el dominio a otras regiones y proveyesen de esclavos para retroalimentar el nuevo sistema. Los ejércitos, entonces, serían causa y consecuencia del patriarcado; antes que para la defensa surgen para el ataque, para la invasión, con la lógica tendencia a sustituir al poder político por la fuerza de su propia organización armada. Y, como todo poder político y social necesita una legitimación moral, ésta fue proporcionada por mitos, religiones y una moral hecha a medida y semejanza del hombre.

En muchas comunidades de base de la América precolombina, las mujeres continuaban compartiendo el poder y el protagonismo social que no tenían las mujeres blancas en sus propios reinos. Según el historiador Luis Vitale, la idea de la función “natural” de la mujer como ama de casa es resistida por las mujeres indo-americanas hasta que el modelo patriarcal europeo es impuesto por los conquistadores.[1] Sin embargo, varios datos nos revelan que el patriarcado ya había surgido antes de la conquista en las clases altas, en la administración de los imperios. Varias crónicas y relatos tradicionales escritos en el siglo XVI —Cieza de León, pero ejemplo[2]— nos refieren la costumbre de los oprimidos por los españoles a oprimir a sus propios hermanos más pobres, reproduciendo así la verticalidad del poder. También tenemos noticia por el Inca Garcilaso de la Vega, que el inca Auquititu ordenó perseguir a los homosexuales para que “en pública plaza [los] quemasen vivos […]; así mismo quemasen sus casas”. Y, con un estilo que no escapa al relato bíblico de Sodoma y Gomorra, “pregonasen por ley inviolable que de allí en delante se guardasen en caer en semejante delito, so pena de que por el pecado de uno sería asolado todo su pueblo y quemados sus moradores en general.”[3]

La inhumana persecución y ejecución de los homosexuales es un claro síntoma de un patriarcado incipiente, más si consideramos que no tenemos la misma historia de incineraciones de lesbianas. El peligro de las mujeres al orden patriarcal se expresó de otras formas, no tanto por su práctica lésbica.

Ahora, ¿a qué me refiero con el título de este ensayo? Si bien podemos considerar que la división del trabajo pudo tener una función ventajosa para los dos sexos y para la sociedad en un determinado momento, también sabemos que el patriarcado, como cualquier sistema de poder, nunca fue democrático ni mucho menos inocente en su moralización. En el mundo precolombino ese patriarcado incipiente se materializó en la presencia de jefes y caudillos indígenas que progresivamente fueron traicionando al resto de sus propias sociedades. Si bien es cierto que hubo algunos caudillos rebeldes —como Tupac Amaru—, también sabemos que los conquistadores se sirvieron de esta clase privilegiada para dominar a millones de habitantes de estas tierras. ¿Cómo se comprende que unos pocos de miles de españoles sometieran a una civilización avanzadísima y gigantesca en número como la inca, la maya o la azteca, compuesta de millones de habitantes? Hubo muchos factores, como las enfermedades europeas —primeras armas biológicas de destrucción masiva—, pero ninguno de estos elementos hubiese sido suficiente sin la función servil de los caciques nativos. Éstos, para mantener el poder y los privilegios que tenían en sus sociedades, y para confirmar el patriarcado, se entendieron rápidamente con los blancos invasores. No es casualidad que en un mundo que luego se caracterizaría por el machismo hayan surgido tantas mujeres rebeldes que, desde el nacimiento de América se opusieron al invasor y organizaron levantamientos de todo tipo. La traición de los caiques no fue sólo una traición de clase sino también una traición del patriarcado. No es casualidad que otra de las características que sufrimos aún hoy en América Latina —y que analizáramos en un ensayo anterior— sea, precisamente, la división. Esta división alguna vez fue un elemento estratégico de la dominación española sobre el continente mestizo; luego se convirtió en una institución psicológica y social, en una ideología que llevó a la formación de países y nacionalismos liliputienses o gigantescos egoísmos. La misma división que luego sirvió para mantener pueblos enteros en la más prolongada opresión. La misma división que muestran los llamados “latinos” en Estados Unidos, según sus intereses personales más inmediatos.[4]

Entiendo que en el fondo toda la filosofía y los movimientos sociales del siglo XX —especialmente de su segunda mitad— y de nuestro principio de siglo, consiste en una lucha por el poder. La necesidad de definir si el hombre y la mujer son iguales o son diferentes, desde una posición o desde otra, apunta a una reivindicación o a una reacción. Por mucho tiempo las reivindicaciones feministas han sido más efectivas en el mundo anglosajón. Aparentemente, en Estados Unidos las mujeres habrían logrado un nivel de “igualdad” de derechos y una “anulación” de la cultura machista que aún no habrían alcanzado otros países, como muchos de América Latina. No obstante, sin negar cierto nivel de logros, estas “conquistas” pueden ser más virtuales que de hecho. Podemos pensar que el ingreso de las mujeres del primer mundo al mercado laboral fue una necesidad del sistema capitalista y que, por lo tanto, esta “liberación” puede escribirse entre comillas en muchos casos. Por si los hechos fuesen poco, y no sin paradoja, la retórica del patriarcado ha renacido en el centro del mundo anglosajón. Phillip Longman, por ejemplo, es uno de los portadores de la idea de que le patriarcado es la etapa por venir en el centro del mundo. Su teoría se asienta en la verificación que el componente poblacional es crucial para mantener un poder (imperial), desde la antigüedad greco-latina hasta los tiempos modernos. ¿Por qué? Simplemente porque mantener a la mujer en sus tradicionales funciones de madre, monja y prostituta se corresponde directamente con un aumento de la tasa de natalidad. Una prueba de esta tendencia sería, según Longman, las pasadas elecciones norteamericanas del año 2004: los estados con las tasas de natalidad más alta votaron por los conservadores triunfantes, mientras que los estados liberales, con pocos hijos, votaron por los fracasados Demócratas. (Otro estudio reveló que los estados con un rendimiento intelectual —SAT— más bajo votaron por los ganadores, mientras las ciudades universitarias votaron por los perdedores; pero este dato no se menciona).

Otra estrategia típica de los reaccionarios es ver los problemas de forma sincrónica e ignorar la perspectiva diacrónica. Si yo elimino la historia de un problema, lo que tenemos hoy se convierte en un estado “natural”, permanente y, por lo tanto, incuestionable. Por ejemplo, los más tolerantes promueven debates bajo la pregunta “¿son diferentes los hombres y las mujeres?” “¿Esta diferencia es biológica o cultural?” Pero estas preguntas, como casi todas, si no impone una respuesta restringen el conjunto de respuestas posibles. Dar dos opciones y exigir una respuesta es como trazar una línea rígida en el suelo y preguntar de qué lado están los demás. Si no están con nosotros están contra nosotros. No se permiten alternativas. Esta costumbre de negar la complejidad de la realidad es una burda estrategia ideológica que funciona a la perfección en política, pero un intelectual que se respete no puede aceptar sin rebeldía esta imposición de la ignorancia. Por lo tanto, debemos rebelarnos contra el precepto según el cual a “una pregunta no se debe responder con otra pregunta”. Respondamos a esa pregunta con otra pregunta: ¿eso que llamamos “hombre” o “mujer” es lo mismo hoy que fue hace tres mil o diez mil años? ¿Es la mujer francesa del siglo XVI la misma mujer del imperio inca o azteca de la misma época? La “mujer” ¿no puede ser a un mismo tiempo una realidad biológica y además una realidad cultural? ¿Esta necesidad de “definir” un género, ¿es una pretensión totalmente inocente, filosóficamente desinteresada?

Por la historia sabemos que eso que llamamos “hombre” o “mujer” nunca fueron exactamente la misma “cosa” ni nunca fueron absolutamente cosas diferentes. No obstante, en el debate por una definición determinada subyace el objetivo principal, no declarado: la lucha por el poder, por al liberación o por la opresión estratégica. Los responsables no son personas concretas ni es una simple estructura social, producto de una realidad económica donde se lucha por los beneficios materiales: son ambos. Pero si no podemos cambiar con una revolución un sistema económico social —en nuestro caso, el capitalismo tardío y el viejo patriarcado— que redacta los discursos y prescribe una Moral a su medida, tal vez todavía conservemos el derecho de desobedecer las retóricas usando esa vieja costumbre de cuestionar y bombardear dogmas usando argumentos. Tal vez así el pensamiento vuelva a ponerse al servicio de una búsqueda de la verdad y no al servicio del poder de turno o al servicio de las ambiciones personales.

 

 

 

© Jorge Majfud

 

Athens, marzo 2006.

 

 

 

[1] Luis Vitale. La mitad invisible de la historia. El protagonismo social de la mujer iberoamericana. Buenos Aires: Sudamericana-Planeta, 1987, pág. 47.

[2] Pedro de Cieza de León La crónica del Perú. Edición de Manuel Ballesteros. Madrid: Historia 16, 1984 [Sevilla, 1553]

[3] Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales. Prólogo, edición y cronología de Aurelio Miro Quesada. Sucre, Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 1976, pág. 147. Tanto el canibalismo de los pueblos al norte de Perú, como la acusación de sodomía de muchos de ellos, son relatados por Pedro de Cieza de León en La crónica del Perú, capítulos xix, xlix y lxiv. En este último, por ejemplo, Cieza de León dice: “Lo cual yo tengo que era así porque los señores ingas fueron limpios en esto [en el pecado de la sodomía] y también los demás señores naturales”. Sin embargo, en toda la gobernación de Popayán tampoco alcancé que cometiesen este maldito vicio, porque el demonio debía contentarse con que usasen la crueldad que cometían de comerse unos a otros […]” (Cieza, 269)

[4] Recientemente se realizó en Estados Unidos la demostración más numerosa de “latinos” en defensa de sus derechos e intereses. Cientos de miles de hispanos de todas las nacionalidades llenaron las calles de varias ciudades, desde el Oeste hasta el Este, pasando por  varios estados del centro. Una verdadera exposición de “unión”. Sin embargo, Miami, donde se encuentra una de las comunidades “latina” más numerosas del país, brilló por su ausencia. Aparentemente nadie ha señalado aún este significativo hecho.

 

 

 

 

Les pièges de la morale

Jorge Majfud

Université de Géorgie

traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier

 

Il y a quelques jours, dans une entrevue télévisée, la mère du candidat présidentiel qui conduit les enquêtes au Pérou, Ollanta Humala, déclara que la première action du gouvernement de son fils devrait consister à exécuter un couple d’homosexuels afin qu’on en termine avec l’immoralité du monde. Pour sa part, son père a reconnu qu’il avait fait de son fils un militaire afin qu’il arrive au pouvoir. Son fils, un centimètre plus stratégique, leurs avait recommandé de ne pas parler jusqu’au jour des élections.

La confiance de cette mère en un acte « symbolique » de la part de son fils, en plus d’être un acte criminel, est un monument d’ingénuité. De cette façon, on suppose que si le fils de Marie ne put en terminer avec l’immoralité du monde, lui pourra le faire, ce fils de madame Humala, faisant appel à une morale pharisienne que même Jésus condamna de façon répétée. D’autres points de vue sont malgré tout tragiques et significatifs : la commune échelle de valeur de l’Inquisition, selon laquelle l’assassinat et l’abolition des droits humains sont nécessaires afin d’imposer la Morale dans le monde – peut-on en dire plus ?

Cela démoralise de constater que l’alternative a une tradition politique conservatrice en Amérique Latine, basée sur une culture d’abus – de classe, de sexe et de race – et soit si mesquine comme celle qui, pire, prétend se vendre comme « révolutionnaire ». Comment est-il possible que des pays comme le Pérou, avec des cultures indigènes si riches, continuent de présenter des alternatives si étroites, propres de la vielle déformation colonialiste au service des empires étrangers ? Choisir entre Fujimori, Alan Garcia, Ollanta Humala et Lourdes Flores est comme choisir entre noir et obscur, entre l’Ouest et l’Orient. Où sont les Salomon de nos peuples ?

Ce fait est aussi significatif de provenir d’une femme, de la mère d’un supposé “leader indigène” qui n’est pas plus qu’un autre militaire autoritaire avec un discours différent mais avec la même mentalité de messianisme moralisant des autres temps. C’est une preuve de plus de la trahison du patriarcat qui a servi comme instrument principal dans la brutale conquête et la colonisation de nos peuples indigènes, qui aspirent à se libérer, utilisant les mêmes chaînes qui avant les opprimaient. J’essayerai d’expliquer cette thèse, brièvement.

Avec une infinité de données, je comprends que le système patriarcal n’était pas si avancé dans l’Amérique pré-colombienne comme il l’était dans l’Europe du XV è siècle. Encore que l’Inca et les autres chefs méso-américains exprimaient déjà un type d’organisation masculine sur les bases des sociétés indigènes, les femmes maintenaient encore une quote-part du pouvoir qui, par la suite leur sera exproprié. Comment et quand se produisit la naissance du patriarcat et la conséquente oppression de la femme ? Nous pourrions donner une explication de profil marxiste qui, pour le moment, m’apparaît comme étant la plus claire : du changement d’un système de subsistance à un système où la production excédait la consommation, a surgit non seulement la division du travail mais aussi la lutte pour l’appropriation de ces biens excédents. Et qui, sinon l’homme, était en de meilleures conditions d’administrer (en son bénéfice propre) cet excédent ? Non par raison de force domestique, mais parce que la même sur-production – avec ses périodes respectives de pénuries – nécessita une classe de guerriers organisés qui étendront la domination sur d’autres régions et se pourvoiront d’esclaves afin de rétro-alimenter le nouveau système. Les armées seraient alors la cause et la conséquence du patriarcat; avant la défense elles surgiront pour l’attaque, pour l’invasion, avec la tendance logique de se substituer au pouvoir politique par la force de leurs propres organisations. Et, comme tout pouvoir politique et social a besoin d’une légitimation morale, celle-ci fut fournie par les mythes, les religions et une morale faite à la mesure et à la ressemblance de l’homme.

Dans beaucoup de communautés de base de l’Amérique pré-colombienne, les femmes continuaient de partager le pouvoir et le rôle social principal que n’avaient pas les femmes blanches dans leurs propres royaumes. Selon l’historien Luis Vitale, l’idée de la fonction « naturelle » de la femme comme maîtresse de maison est supportée par les femmes indo-américaines jusqu’à ce que le modèle patriarcal européen soit imposé par les conquistadors. Cependant, plusieurs données nous révèlent que le patriarcat était déjà apparu avant la conquête chez les classes hautes, dans l’administration des empires. Plusieurs chroniques et récits traditionnels écrits au XVI è siècle – Cieza de Leòn, par exemple – nous rapportent la coutume des opprimés par les Espagnols à opprimer leurs propres frères plus pauvres, reproduisant ainsi la verticalité du pouvoir. Aussi, nous avons la nouvelle de l’Inca Gracilazo de la Vega, que l’Inca Auquititu avait l’habitude de persécuter les homosexuels et “qu’on les brûlait vifs sur la place publique […]; parallèlement, qu’on brûlait leurs maisons”. Et, avec un style qui n’échappe pas au récit biblique de Sodome et Gomorrhe, “ il fut annoncé publiquement, comme loi inviolable, que sur son domaine on se garde bien de commettre un semblable délit, sous peine que pour le péché d’un seul serait dévasté tout un peuple et brûlés ses habitants en général “.

L’inhumaine persécution et exécution des homosexuels est un évident symptôme d’un patriarcat naissant, plus si nous considérons que nous n’avons pas la même histoire d’incinérations de lesbiennes. Le danger des femmes pour l’ordre patriarcal s’est exprimé sous d’autres formes, pas tant par sa pratique lesbique.

Maintenant, à quoi me référé-je avec le titre de cet essai ? Nous pouvons aussi bien considérer que la division du travail put avoir une fonction avantageuse pour les deus sexes et pour la société à un moment déterminé; nous savons aussi que le patriarcat, comme quelconque système de pouvoir, ne fut jamais démocratique, ni moins innocent dans sa moralisation. Dans le monde pré-colombien, ce patriarcat naissant s’est matérialisé par la présence de chefs et de caciques indigènes qui progressivement furent trahis par le reste de leurs propres sociétés. Quoiqu’il est certain qu’il y eût quelques caciques rebelles – comme Tupac Amaru -, nous savons aussi que les conquistadors se servirent de cette classe privilégiée afin de dominer des millions d’habitants de ces terres. Comment peut-on comprendre que quelques milliers d’espagnols furent capables de soumettre une civilisation très avancée et gigantesque en nombre comme celles des Incas, des Mayas ou des Aztèques, composées de millions d’habitants ? Il y eut plusieurs facteurs, comme les maladies européennes – premières armes biologiques de destruction massive -, mais aucun de ces éléments n’eut été suffisant sans la fonction servile des caciques indigènes. Ces derniers, afin de maintenir le pouvoir et les privilèges qu’ils avaient sur leurs sociétés, et afin de confirmer le patriarcat, s’entendirent rapidement avec les envahisseurs blancs. Ce n’est pas par hasard que dans un monde qui, par la suite, se caractérisera par le machisme, aient surgis tant de femmes rebelles qui, à partir de la naissance de l’Amérique, s’opposèrent à l’envahisseur et organisèrent des soulèvements de toutes sortes. La trahison des caciques ne fut pas seulement une trahison de classe, mais aussi une trahison du patriarcat. Ce n’est pas par hasard qu’une autre des caractéristiques dont nous souffrons encore aujourd’hui en Amérique Latine – et que nous analyserons dans un essai postérieur – soit, précisément, la division. Cette division fut quelques fois un élément stratégique de la domination espagnole sur le continent métis; par la suite elle se convertit en une institution psychologique et sociale, en une idéologie qui mena à la formation de pays et de nationalismes lilliputiens ou à des égoïsmes gigantesques. La même division qui, par la suite, a servit afin de maintenir des peuples entiers dans l’oppression la plus prolongée. La même qui montre ceux qu’on appelle « latinos » aux États-Unis, selon leurs intérêts personnels les plus immédiats .

Je comprends que dans le fond toute la philosophie et les mouvements sociaux du XX è siècle – spécialement de sa seconde moitié – et de notre début de siècle, consiste dans une lutte pour le pouvoir. La nécessité de définir si l’homme et la femme sont égaux ou différents, à partir d’une position ou d’une autre, vise à une revendication ou à une réaction. Depuis longtemps, les revendications féministes ont été plus effectives dans le monde anglo-saxon. Apparemment, aux États-Unis, les femmes auraient obtenu un niveau « d’égalité » de droits et une « annulation » de la culture machiste que n’auraient pas encore atteints d’autres pays, comme plusieurs pays en Amérique Latine. Néanmoins, sans nier un certain degré d’obtention, ces “conquêtes” peuvent être plus virtuelles qu’effectives. Nous pouvons penser que le revenu des femmes du premier monde sur le marché du travail fut une nécessité du système capitaliste, et que par conséquent, cette “libération” peut s’écrire entre guillemets dans plusieurs cas. Comme si les faits fussent peu, et non sans paradoxes, la rhétorique du patriarcat a repris naissance dans le centre du monde anglo-saxon. Phillip Longman, par exemple, est un des porteurs de l’idée que le patriarcat est l’étape à venir dans le centre du monde. Sa théorie s’asseoit sur la vérification que la composante villageoise est cruciale afin de maintenir un pouvoir (impérial) à partir de l’antiquité gréco-latine jusqu’aux temps modernes. Pourquoi ? Simplement parce que maintenir la femme dans ses traditionnelles fonctions de mère, de nonne et de prostituée correspond directement avec une augmentation du taux de natalité. Une preuve de cette tendance serait, selon Longman, les dernières élections américaines de 2004 : les états avec les taux de natalité les plus hauts votèrent pour les conservateurs qui ont triomphés, pendant que les états libéraux, avec peu d’enfants, votèrent pour les démocrates. ( Une autre étude a révélé que les états avec un rendement intellectuel – SAT – bas votèrent pour les gagnants, pendant que les cités universitaires votèrent pour les perdants; mais on ne mentionne pas ces données).

Une autre stratégie typique des réactionnaires est de voir le problème de façon synchrone et d’ignorer la perspective diachronique. Si j’élimine l’histoire d’un problème, ce que nous avons aujourd’hui est un état « naturel », permanent et, par conséquent, inquestionnable. Par exemple, les plus tolérants promeuvent les débats sur la question “ est-ce que les hommes et les femmes sont différents ? Cette différence, est-elle biologique ou culturelle ? “ Mais ces questions, comme presque toutes, si l’on n’ impose pas une réponse, restreignent l’ensemble des réponses possibles. Donner deux options et exiger une réponse est comme tracer une ligne rigide sur le sol et demander de quel côté sont les autres. S’ils ne sont pas « avec nous », ils sont « contre nous ». On ne se permet pas d’alternatives. Cette coutume de nier la complexité de la réalité est une grossière stratégie idéologique qui fonctionne à la perfection en politique, mais un intellectuel qui se respecte ne peut accepter sans révolte cette imposition de l’ignorance. Par conséquent, nous devons nous rebeller contre le précepte selon lequel “ on ne doit répondre à une question par une question “. Répondons à cette question par cette autre question : ce que nous appelons « homme » ou « femme », est-ce le même aujourd’hui qu’il y a trois mille ou dix mille années ? Est-ce que la femme française du XVI è siècle était la même femme de l’empire inca ou aztèque du même siècle ? La « femme », ne peut-elle pas être à la fois une réalité biologique et en plus une réalité culturelle ? Cette nécessité de “définir” un genre, est-ce une prétention totalement innocente, philosophiquement désintéressée ?

Par l’histoire nous savons que ce que nous appelons “homme” ou “femme” ne furent jamais exactement la même “chose”, ni ne furent jamais absolument des choses différentes. Cependant, dans le débat pour une « définition » déterminée, l’objet principal est sous-jacent, non déclaré : la lutte pour le pouvoir, pour la libération ou pour l’oppression stratégique. Les responsables ne sont pas des personnes concrètes, ni une simple structure sociale, produit d’une réalité économique où on lutte pour les bénéfices matériels : ce sont les deux. Mais si nous ne pouvons pas changer avec une révolution un système économique social – dans notre cas, le capitalisme tardif et le vieux patriarcat – qui rédige les discours et prescrit une Morale à sa mesure, peut-être que nous conservons encore le droit de désobéir aux rhétoriques utilisant cette coutume de questionner et de bombarder les dogmes avec des arguments. Peut-être ainsi le penser en viendra à se mettre au service d’une recherche de la vérité et non au service du pouvoir en place et au service des ambitions personnelles.

 

Jorge Majfud

27 mars 2006

Traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier, avril 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

 

 

 

 

Women, Gays, and the Treason of Latin American Patriarchy

A few days ago, in a television interview, the mother of the presidential candidate who leads the polls in Peru, Ollanta Humala, declared that the first action of her son’s administration should consist of executing a couple of homosexuals in order to put an end to the immorality in the world. For his part, the candidate’s father acknowledged that he had raised his son to be a military man so that he could rise to power. The son, a centimeter more strategic, recommended that they not speak further until election day.

The confidence of this righteous mother in a “symbolic” act carried out by her son, besides being criminal, is a monument to naivety. Only naively could one assume that even though Mary’s son was unable to put an end to the immorality of the world, Mrs. Humala’s son would indeed be able to do so, thus turning to a Pharisean morality that Jesus repeatedly condemned. Other points are even more tragic and meaningful: a scale of values shared with the Spanish Inquisition’s moralists, according to which assassination and the abolition of human rights are necessary to impose Morality on the world – the morality of criminals, needless to say.

It is demoralizing to confirm that the alternative to a conservative political tradition in Latin America, based on a culture of abuses – of class, sex, and race – could be so small-minded as this, an alternative that, to make things worse, attempts to sell itself as “revolutionary.” How is it possible that countries like Peru, with such rich indigenous cultures, could continue to present such limited alternatives, products of the old colonialist deformation at the service of foreign empires? Choosing between Fujimori, Alan García, Ollanta Humala and Lourdes Flores is like choosing between black and dark. Where are the Solomons of our people? Where are our people?

The comment referenced above is also significant because it comes from a woman, from the mother of a supposed “indigenous leader” who is just another authoritarian military man with a different discourse but with the same messianic, moralizing mentality from other times. It is further evidence of a betrayal by the patriarchy that served as the main instrument in the brutal conquest and colonization of our indigenous peoples, who now aspire to liberate themselves using the same chains that oppressed them before. I will try to explain this thesis, briefly.

Based on endless data, I understand that the patriarchal system was not as advanced in pre-Columbian America as it was in the Europe of the 15th century. If indeed it is true that the Inca and other Mesoamerican chiefs represented by then a kind of masculine organization, at the majoritarian base of the indigenous societies women still maintained a degree of power that would later be expropriated from them. When and how was the birth of the patriarchy produced, with the resulting oppression of women? We might offer an explanation from a Marxist perspective, which strikes me as the clearest on this point: with the shift from a subsistence economy to a system where production exceeded consumption, there emerged not only a division of labor but, also, struggle over the appropriation of surplus goods. And who other than the men were in better position to appropriate and administer (to their own benefit) this surplus? Not because of strength within the household, but because overproduction itself – with its respective periods of scarcity – required a class of organized warriors who could extend control to other regions and provide slaves for nourishing the new system. The armies, therefore, would be cause and consequence of the patriarchy; before serving for defense they emerged for the purposes of attack, with the logical habit of substituting political power for the strength of its own armed organization. And, since any political and social power needs moral legitimacy, this latter was provided for through myths, religions and a morality cut to the measure and appearance of man.

In many of the base communities of pre-Columbian America, the indigenous women continued sharing a power and social agency that white women were denied in their own kingdoms. According to the historian Luis Vitale, the idea of the “natural” function of the woman as housewife was resisted by Indo-american women until the patriarchal European model was imposed.[1] Nonetheless, several facts reveal to us that the patriarchy had already emerged in the upper classes prior to the conquest, in the administration of the indigenous empires. Several chronicles and traditional stories written in the 16th century – Cieza de León, for example[2] – refer us to the custom among those oppressed by the Spaniards of oppressing their own poorer brothers, thereby reproducing the verticality of power. We also learn from the Inca Garcilaso de la Vega that the Inca Auquititu ordered the pursuit of homosexuals so that “in the public plaza [they] be burned alive […]; and their houses burned in the same way.” And, with a style comparable to the biblical story of Sodom and Gomorra, “that it be proclaimed as inviolable law that hence forth they shall refrain from committing such crimes, under penalty of the sin of one causing the destruction of his entire town and the razing of its homes in general.”[3]

The inhuman persecution and execution of homosexuals is a clear symptom of the incipient patriarchy, even more so if we consider that we don’t have the same history of incinerating lesbians. The danger that women posed to the patriarchal order was expressed in other forms, not so much by their practice of lesbianism.

Now, what am I referring to in the title of this essay? If indeed we can assume that the division of labor had an advantageous function for both sexes and for society in a given moment, we also know that patriarchy, like any other system of power, was never democratic nor, much less, innocent in its moralizing. In the pre-Columbian world the incipient patriarchy materialized in the presence of indigenous chiefs and caudillos who began to increasingly betray the rest of their own societies. If indeed it is true that there were a few rebel caudillos – like Tupac Amaru -, we also know that the European conquistadors made use of this privileged class in order to dominate millions of inhabitants of the region. How else can one comprehend that a few thousand Spaniards could subjugate a numerically gigantic and incredibly advanced civilization such as Incan society, composed of millions? There were many factors, like the European diseases – the first biological weapons of mass destruction -, but none of these elements would have been sufficient without the servile role of the native chieftains. These latter, in order to maintain the power and privileges they enjoyed in their societies, and in order to reaffirm the patriarchy, quickly reached an understanding with the white invaders. It is no coincidence that in a world later characterized by its machismo there would have emerged so many rebellious women who, from the birth of America opposed the invaders and organized every manner of uprising. The betrayal by the chieftains was not only a class-based betrayal but also the treason of the patriarchy. It is no accident that another one of the defining characteristics that we continue to suffer today in Latin America – analyzed in a previous essay – would be, precisely, our dividedness. This division was once a strategic element for Spanish domination of the mestizo continent; later it became a psychological and social institution, an ideology that led to the formation of countries and Lilliputian nationalisms or gigantic egoisms. The same division that later served to prolong the oppression of entire peoples. The same division that the so-called “Latinos” demonstrate in the United States, according to their personal and most immediate interests.[4]

In the social philosophy and social movements of the 20th century – especially the second half – and of our current century, I see a fundamental struggle for power. The need to define whether man and woman are equal or different, from one position to the next, indicates either a demand or a reaction. For a long time feminist demands have been more effective in the Anglo-Saxon world. Apparently, in the United States women have achieved a level of “equality” of rights and “annulment” of the machista culture that has not been reached in other countries, like many in Latin America. Nonetheless, without denying a certain level of achievement, these “conquests” may be more virtual than real. We can reasonably note, for example, that the inclusion of First World women in the labor market was a necessity of the capitalist system and that, therefore, this “liberation” can be placed in quotation marks in many cases. As if social reality were irrelevant, and not without paradox, the rhetoric of patriarchy has experienced a renaissance in the Anglo-Saxon world. Phillip Longman, for example, is one of the purveyors of the idea that the patriarchy is the coming order in the economic center of the world. His theory is based on the assertion that the demographic component has been crucial to maintaining (imperial) power, from Greco-Roman antiquity to modern times. Why? Simply because limiting women to their traditional roles as mother, nun and prostitute shows a direct correlation with an increase in the birth rate. Proof of this tendency, according to Longman, would be the U.S. elections in 2004: the states with the highest birth rates voted for the triumphant conservatives, while the liberal states, with fewer children, voted for the failed Democrats. (Another study showed that the states with lower intellectual performance – SAT scores – voted for the winners, while university towns voted for the losers; but this fact receives no mention from Longman.)

Another strategy typical of the reactionaries is to look at problems synchronically and ignore the diachronic perspective. If I eliminate the history of a problem, what exists today becomes a “natural,” permanent, and therefore unquestionable, state. For example, the more tolerant conservatives promote debates under the question “Are men and women different?” and “Is this difference biological or cultural?” But these questions, like most debate questions, restrict the set of possible answers, when they don’t impose one outright. Giving two choices and demanding a response is like tracing a rigid line on the floor and asking on which side people stand. This habit of denying the complexity of reality is a reductive ideological strategy that works perfectly well in politics, but a self-respecting intellectual cannot accept without resistance such an imposition of ignorance. Therefore, we must resist the precept according to which “a question should not be answered with another question.” Let’s respond to those questions with another question: What we’re calling “man” or “woman,” is that the same today as it was three thousand or ten thousand years ago? Is the French woman of the 16th century the same woman of the Incan or Aztec empire of the same period? This “woman,” couldn’t she be at the same time a biological reality and a cultural reality as well? This need to “define” a gender, is that a totally innocent, philosophically disinterested desire?

From history we know that what we’re now calling “man” or “woman” were never exactly the same “thing” nor absolutely different things. Nevertheless, in the debate over a fixed definition there is an underlying, unstated, main objective: a power struggle, for either liberation or strategic oppression. The proponents of this struggle are neither concrete people nor simply a social structure, product of an economic reality where struggle is engaged over material benefits: they are both. But if we cannot change through revolution the social and economic system – in our case, late capitalism and the old patriarchy – which authors the discourses and prescribes a Morality tailored to its own needs, perhaps we should still reserve the right to disobey the rhetoric, using the old custom of questioning and bombarding dogma with rational argument. Perhaps in this way thought might once again be placed at the service of a search for truth instead of serving power or personal ambition.

Jorge Majfud

The University of Georgia, March 2006

Translated by Bruce Campbell

Minneapolis, April 2006

 

 

[1] Luis Vitale. La mitad invisible de la historia. El protagonismo social de la mujer iberoamericana. Buenos Aires: Sudamericana-Planeta, 1987, p. 47.

[2] Pedro de Cieza de León La crónica del Perú. Edición de Manuel Ballesteros. Madrid: Historia 16, 1984 [Sevilla, 1553]

[3] Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales. Prólogo, edición y cronología de Aurelio Miro Quesada. Sucre, Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 1976, p. 147. Both the canibalism of the northern peoples of Peru and the accusation of sodomy against many of them are related by Pedro de Cieza de León in La crónica del Perú, chapters xix, xlix y lxiv.

[4] Recently the United States witnessed the largest demonstration ever of “Latinos” in defense of their rights and interest. Hundreds of thousands of Hispanics of all nationalities filled the streets of several cities, from west to east, and including several states in the center of the country. A true exhibit of “unity.” Nevertheless, Miami, home of one of the largest “Latino” communities in the country, was conspicuously absent.