El deseo

Esta historia no la inventé yo. Es una historia que antiguamente se contaba de muchas formas, pero siempre contaba, más o menos, lo mismo. Luego, por la urgencia de los últimos siglos, cayó en el olvido. Como las historias que importan, tal vez no sea cierta, pero es verdadera.

Cuentan que hace dos mil quinientos años había un hombre muy bueno que una noche oscura recibió la visita de Dios. No pudo verlo, pero pudo escucharlo.

El hombre se asustó porque la voz no era de este mundo. Enseguida supo que era Dios que había escuchado sus plegarias y había, por fin, decidido hablarle.

El buen hombre había enfermado y se encontraba solo, abandonado, por lo que Dios le ofreció cumplirle un deseo.

Su corazón se agitó, pero antes de que dijese nada, Dios continuó: “Siempre has sido un hombre compasivo. En tus oraciones nunca han faltado los hombres y las mujeres de tu aldea. Así que, todo lo que pidas para ti, se lo daré dos veces a cada uno de ellos”.

El hombre enmudeció y, luego de pensarlo un instante dijo:

“Está bien. Quítame un ojo”.

 

 

JM, Mayo 2018

 

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Sabía que no iba a funcionar

No iba a funcionar

de la novela Crisis

Lupita fue siempre una niña obligada a madurar a los golpes. Pero ni así maduró nunca ni yo quería que madurara. Estaba tan linda y tan cariñosa así. Toda su infancia de hambre y su adolescencia de gritos y humillaciones no la habían hecho más dura, más resistente a la suerte que le tocó en vida sino todo lo contrario. Para mí que el viejo la trataba tan mal porque la madre de Lupita había muerto en el parto y él no le perdonaba esto.

Quién sabe si hubiese sobrevivido a las calles de la villa donde la llevé para salvarla del alcoholismo del viejo. Quién sabe si hubiese tenido mejor vida entre los metros de Nueva York. Quién sabe si se hubiese venido de no ser porque yo mismo le pinté el oro y el moro del otro lado. No sufras más, Lupita, no se puede vivir así entre medias lágrimas. Yo me largo para yanquilandia y que sea lo que Dios quiera. Total, quién va a saber que tenemos una foto del Che en la cocina? La sacamos mañana mismo y a poner la mejor sonrisa en la embajada.

—No le van a dar una visa a dos pobretones como nosotros, Nacho. No tenemos ni qué comer.

—Eso no lo sabe nadie, ni tu padre ni tu hermana. Menos mi pobre vieja, que está medio ciega. Después me seguís vos.

No voy a aguantar que te vayas, me decía, y yo que no íbamos a estar separados por mucho tiempo.

—Cuánto tiempo no es mucho tiempo? Un año? Dos años?

—No, ni tanto. Serán unos meses. Apenas pueda juntar para tu pasaje de avión te venís.

Por entonces no te negaban la visa como ahora. Además Lupita tenía título de traductora, aunque en los dos años que vivimos juntos en la villa hizo dos y sólo le pagaron una porque tuve que ir yo en persona a meter la pesada. Y después que nos robaron la tele y las ollas teflón que nos había regalado la hermana de Lupita, y que por suerte no estábamos en la casucha ese sábado, le dije que en febrero yo me iba.

Nos quedamos todo el domingo mirando el techo, mirando cómo sudaba la chapa de zinc, de puro calor húmedo que había y no nos dejaba dormir. Pero no era el calor, era esta vida que nos había tocado y que no había macho que la torciera, que de haberlo sabido no venía a este mundo en estas condiciones.

Y cuándo vamos a tener un hijo así? empezaba ella, y yo nada, nada que nada porque no tenía qué decirle. Pensaba que de no haber sido más infeliz con su padre nunca la hubiese sacado de su casa. Por lo menos allí tenían cielorraso y el perro del vecino que le ladraba desde la azotea, y no se sudaba el techo en verano ni faltaba el pan y la pasta los domingos y los cuentos tristes del tano viejo antes de que el calor del tuco y el vapor del vino tinto se le subieran al marote. Claro, aunque sobraban las peleas y los gritos, qué lo parió aquella gente. Papá, tomate un café, un café por favor papá que hoy vino Nacho. Qué Nacho ni ocho cuartos, me van a decir lo que tengo que hacer en mi propia casa, háyase visto. Hacele café a tu macho a ver si no se te escapa y tengo que aguantarme otro más vago que este. Otro qué, papá, si sólo tuve dos novios. Mirá, no me hagas hablar. Por qué don Paolo? Qué tiene para decir que yo no sepa? Dos que yo sepa, decía el viejo y empezaba a entrar en calor. Y yo, por complejo de macho, quería saber cuántos novios había tenido Lupita. Lupita no es una santita. Como diez, o como once, el equipo de fútbol del barrio. No diga eso padre, que usted sabe que no es verdad, no sea malo. Malo no, que no conté los suplentes. Y luego yo que le daba a Lupita con eso del novio reconocido que había tenido y ella se defendía diciendo que yo sabía que ella era virgen cuando me conoció y no sé qué otras cosas que ni vale la pena traerlas ahora.

El corazón es ciego, le decía a Lupita. De otra forma los ojos no estarían en la cabeza; estarían en el pecho. Si no me hubiese enamorado tampoco me hubiera ido yo de la casa de la vieja. Pero hay cosas que uno no puede elegir. Me enamoré y nunca pude dejar de querer a la Lupita, como un enfermo no pude.

Pensaba en todo eso mirando el techo todo sudado y no iba a ninguna parte. Entonces ella se ponía más triste porque yo no quería hablar. Pero yo no dejaba nunca de pensar y pensar. Eso es lo que más recuerdo de esa época. Me la pasaba pensando, calculando, imaginando, fantaseando al cuete.

Hasta que en febrero del año pasado la quinta juvenil del club hizo la tan esperada gira por Los Angeles y una noche allá después del partido que empatamos dos a dos y con una pésima actuación por mi punta izquierda, me hice humo. Dejé el pozo, como decían los chicos del cole. Dicen que el técnico me anduvo buscando pero que ni se calentó conmigo. Además sabía que yo era un patadura y no tenía futuro en el club. Ni en ese ni en cualquier otro. Y como tampoco era cubano, nadie se enteró. Después me quedé manso cuando un mexicano me dio una changa en su restaurante de Santa Mónica.

Dos días me llevó conseguir trabajo y Lupita me escribía diciendo qué maravilla, qué maravilla Nacho ahí sí que vamos a poder hacer nuestras vidas en paz.

Para mí al principio eso fue el paraíso. Leer los emailes de Lupita tan contenta a pesar de que no dormía de noche por el miedo de la villa. Pero ella tenía tantas esperanzas y le daba con eso del hijo que por el momento no había que ponerse negativos, así las cosas funcionaban mejor. Entonces yo exageraba todo lo bueno de aquí o no contaba que un día me había cruzado con una mara, una patota como le dicen allá, y había tenido que entregar toda la plata de la semana. No abras la boca, me decía un panameño amigo. Te confunden con un americano por el pelo y los ojos, pero apenas dices algo y ya te adivinan que eres ilegal y que cobras cash y te siguen y te dejan sin un dólar, en el mejor de los casos.

Pero de a poco todo fue cambiando. En dos meses había juntado para el pasaje de Lupita, pero luego vino la crisis y el primero en volar antes de que el restaurante cerrara fui yo, porque era el nuevo, me decían. Igual mandé la plata para Lupita para que se viniera, porque ya no aguantábamos más. No pensé que después iba a ser tan difícil conseguir chamba.

Con Lupita anduvimos buscando en Los Angeles y después en Las Vegas y después en toda Arizona hasta que terminamos en San Antonio, con la promesa de un boricua que tenía una empresa de limpieza. La verdad que no era tan fácil limpiar hoteles y oficinas como parecía al principio. El patrón siempre estaba desconforme con nuestro trabajo. Cuando no era muy lento era muy descuidado. Llegué a pensar que nos tomaba el pelo, o nosotros no entendíamos qué era lo que quería, y dos semanas después quedamos en la calle de nuevo.

En la calle literalmente, porque teníamos que esperar en una esquina de madrugada porque allí levantaban trabajadores sin papeles. Y yo y la Lupita allí en medio de puros hombres que por suerte no se portaban mal con nosotros, sino todo lo contrario, pero la verdad que yo siempre andaba con el Jesús en la boca y mirando para todos lados a ver quién iba a meterse con la Lupita. Tanto que en este trabajo no ponía atención en las camionetas que pasaban y levantaban trabajadores. Los mexicanos eran los más hábiles en esto y tuve que mirar y aprender de ellos. A veces Lupita me decía por qué no me había acercado al de la camioneta blanca, al del auto negro, que parecía con buen trabajo, pero la verdad es que no quería dejarla allí sola, esperando, antes que amaneciera del todo y entonces me hacía el distraído o que no nos convenía ese por esto o por aquello.

Hasta que pasó una SUV negra y le hizo seña a uno y éste me vino a decir que quería a la muchacha. Yo me fui hasta la camioneta y el tipo de lentes oscuros a esa hora del día no me inspiró mucha confianza. Tenía chamba para domésticas en casa de familia con plata, decía, pero atrás yo no veía a ninguna otra mujer. Lupita, más pálida que de costumbre y con los labios temblando me dijo que no podíamos dejar escapar otra porque no íbamos a tener para comer.

Yo no dije nada pero ella terminó subiendo atrás seguro que contra su propia voluntad. Y cuando arrancó la camioneta ella me hizo así con su manito y me tiró un beso triste. Yo sabía que iba llorando porque la conozco. Yo sabía que eso no iba a funcionar ni esta puta vida iba a funcionar. 

 

Jorge Majfud

 

Cyborgs (ensayos)

 

 

La lengua de Dios

La lengua de Dios

Un incidente menor nos fastidió el viaje, una tarde en una gasolinera rural de Alabama, a un costado de la 59, casi llegando a Mississippi. Un tipo, más alto que cualquiera de nosotros, se había molestado porque nos escuchó hablando español ente las góndolas de helados y periódicos. Al parecer, el detonante fue cuando Thomas continuó hablando español con el cajero que, increíblemente, no era sikh ni hindú sino un muchacho que luego resultó ser de Honduras. El hombre no pudo esperar en la cola y dijo que debíamos hablar inglés, que esto era América, no México. En su camisa a cuadros vi problemas.

Aunque me había prometido mil veces desinteresarme del mundo, porque el mundo al fin y al cabo no valía la pena de tantas penas, por un viejo instinto criminal terminé respondiendo que en América e, incluso, en Estados Unidos se hablaba español desde mucho antes que inglés, y que nunca se había dejado de hablar español. Que hasta el signo de dólares, esa con una rayita, era la abreviación de Pesos, de PS, es decir, $, y que si a veces tenía dos rayitas se debían a las columnas de Hércules de la bandera española. Que si la gente que ignoraba que el español no era un idioma extranjero en Estados Unidos, que si alguien de por allí no sabía que la cultura hispana era una cultura más de este país, no sólo era un ignorante de la historia de su propio país sino que además era un ignorante.

Tal vez debí pensar que ante cualquier eventualidad mis amigos tendrían la obligación moral de defenderme. De otra forma no se entendía ese uso tan despojado de palabras que podrían costarle un diente a cualquiera. “Al menos que tu osadía se debiera a alguna condición propia de esas que padecen los argentinos, que van del exceso de confianza a cierta tendencia al suicidio, estilo Che Guevara”, me dijo luego Douglas.

El hombre de la camisa a cuadros no esperó a que terminase con mi conmovedora defensa del idioma y de la cultura hispana y me agarró por donde mejor podía.

What? Usted, pequeño malhablado —dijo—, ¿pretende enseñarle historia americana a un americano?

—Por ahí si…

—¿Sabe usted en qué idioma está escrita la constitución de este país?

—Sí, claro que lo sé. Un grupito de intelectuales, de esos que ya no se ven entre los políticos, revolucionarios y progresistas radicales…

Wait, wait, wait —me interrumpió—. En aquella época no había progres ni liberales como ahora, gracias a toda esa basura que traen ustedes del otro lado.

—Sí que eran liberales, progresistas y revolucionarios radicales como nunca los hubo después, ni siquiera en Francia. Por algo los libros Thomas Jefferson, el fundador de la democracia americana, estuvieron prohibidos por años después de su muerte. Unos pobres analfabetos lo habían acusado de ateo. En esa época no había homosexuales.

Detrás del hombre de camisas a cuadros, Carlos festejó la respuesta con un gesto obsceno. El tipo se movió nervioso, como si estuviese a punto de cambiar sus argumentos con un puñetazo de esos que solo se ven en las películas viejas.

—A ver, señor sabiondo —dijo el hombre, esbozando una sonrisa—. No cambie de tema. Por casualidad, ¿sabe usted en qué idioma está escrita la constitución de América?

—En inglés —dije.

— YeahpIn English. ¿Vio? Por algo la constitución de este país fue escrita en inglés. Entonces, si la misma constitución está escrita en inglés, todos los habitantes de este país deben hablar inglés para que entiendan lo que dice y entiendan las leyes de este país. Period.

—Señor, ¿es usted creyente? —pregunté, advirtiendo que el hombre de la camisa a cuadros llevaba una cruz tatuada debajo de la oreja derecha.

—Por supuesto —dijo el hombre, con una evidente excitación—. Soy cristiano, como todos aquí.

Next customer —dijo el hondureño.

—Bueno, al menos no es masón, como algunos de los padres fundadores. Es decir, que usted va a la iglesia los domingos y todo eso.

—A la casa de Dios —aclaró el aludido.

—Entonces ha leído la Biblia alguna vez.

—¿Bromea?

—Es decir, usted es un acérrimo defensor del uso del hebreo, el arameo y el griego en las iglesias. Obviamente usted lee la Biblia en alguno de esos idiomas, ya que fueron esos idiomas los elegidos por Dios para hablar y escribir hasta que un día, por alguna razón, decidió callarse.

Next customer in line, please —insistió el hondureño.

El hombre de la camisa a cuadros me hizo a un lado y puso las cervezas sobre el mostrador. Las pagó y, entes de irse, me señaló con un dedo:

—Aprende inglés. Tienes un acento horrible. Y tu amigo peor.

—Acento de Boston —dije.

—Lo hablan mal todos ustedes, yall —insistió el hombre, mientras abría la puerta de salida con las nalgas y nos miraba con cara de muy pocos amigos.

—Pero lo escribimos muy bien, eh —insistí, aunque el mensaje nunca llegó a destino.

Carlos se había fastidiado con este incidente y había dicho que no iba a comprar café ni nada en aquel lugar.

—Estos yanquis son unos hijos de puta —dijo Carlos.

—Hijo mío —dijo una vieja con acento sureño que había estado escuchando la conversación mientras se servía café—. No me incluya en ese grupo. No le dé el gusto a esa pobre gente.

 

Jorge Majfud

Periodico Irreverentes (ESpaña)

La Republica (Uruguay)

Tacuarembo2030 (Uruguay)

 

El ayudante II

El Burro 

 

En cuanto al burro, diré que con mi gestión salió perdiendo ampliamente. Como si fuese el responsable de los reclamos del Basilisco, lo olvidaron atado en el poste de luz, día y noche, con un balde de agua diez centímetros por fuera del círculo que describía la cuerda. Dos noches seguidas tuve que filtrarme por entre las chatarras para acercarle el agua, pero el burro no salía de su posición de estatua triste. Se quedaba mirándolo, reposando sobre sus patas chuecas, como si en lugar de patas estuviese apoyado sobre cuatro muletas, con sus enormes orejas caídas y sus ojeras blancas, con la barriga cayéndole, más por debilidad del espinazo que por exceso de alimentación, negándose tozudamente a probar el agua que aquel intruso bondadoso le ofrecía, como si ya no le quedase posibilidades de confiar en ser humano alguno y prefiriese seguir sufriendo de sed a morir envenenado.

La última noche, Ramabad le dejó el balde contra el poste, a riesgo de que se dieran cuanta de su incursión, y al día siguiente se olvidó del asunto. Luego supo, por el comentario divertido del verdulero, que el mecánico había puesto al burro en penitencia de trabajo, ya que, como todos saben, estas pequeñas bestias son muy tercas y rezongonas, y con frecuencia se niegan a obedecer. Junto con el tarado del pueblo, lo hicieron trabajar a jornada doble, llevando y trayendo carcazas de carrozas sin ruedas, sangrando a veces por los costados, por donde se iban a incrustar los ejes y las chapas herrumbradas cuando la pequeña bestia no podía avanzar y, tras el tirón, la cuerda le respondía trayéndolo de nuevo hacia atrás con mayor violencia. El burro dividió al pueblo en dos: los menos, que veían con malos ojos el maltrato que recibía día tras día, y los más, que se divertían con sus patas chuecas, torcidas por el esfuerzo, y se morían de risa a causa de los rebuznidos que cada tanto daba cuando el General del Casco Dorado levantaba su vara como si fuese una espada. Especial éxito tuvo la idea anónima de colocarle al burro un viejo sombrero de fino paño escocés, con dos agujeros para que salieran por allí sus enormes orejas, el que fue quitado por el mecánico, apenas lo vio de lejos, furioso porque aquello que tiraba de un chasis era un burro, no un hombre. Y como el mecánico no estaba dispuesto a perder su tiempo buscando al culpable de semejante burla, descargó toda su rabia en las ya maltrechas costillas del animal, que tuvo que sufrir patada tras patada por haber prestado su imagen para semejante ofensa a la especie humana.

—No pegue a él, patrón —decía el General—. Mire cómo llora.

A lo que el patrón respondía, en alarido: No seas tarado, ¿no sabes que los burros siempre facen ansí? Cada bicho tiene un ruido e eso no quiere decir que sea llorando. Las hienas dicen ja-ja cuando pelean e eso no quiere decir que se rían por algo. Vas a ver que si doy éle con esto cada vez que rebuzna, va a perder la costumbre.

¿Por qué una persona puede odiar tanto a un animal inocente? No es posible saberlo a ciencia cierta. También los críos de Calataid tenían la afición a torturar y matar gatos, casi siempre ahogados en aquello que aparentemente más los atemoriza: el agua. Con todo, los gatos se resistían al sacrificio y solían clavar las uñas y los dientes en las manos de sus torturadores, dando de ésta forma más y mejores argumentos a estos últimos. Pero en el caso del burro no era así. Aquella pequeña bestia era incapaz de devolverle una patada a nadie. Su cara de tristeza y sus condiciones de bicho pacífico daban lástima y rabia al mismo tiempo, porque uno no se explicaba cómo era capaz de soportar día tras día, palo tras palo sin tomar medidas en el asunto, como cualquier ser humano normal.

Con el tiempo se impuso la idea de que el burro traía defectos de nacimiento y, probablemente, de raza. Muchos eran de la idea de que Lucifer montaba sobre su lomo desde al atardecer hasta el alba. Sólo así podía explicarse una inteligencia sobreanimal que no podía serle propia sino prestada. Se lo comparó con los demás animales y se notó que, a diferencia de cada uno de los perros, de los alazanes y hasta de los gatos, era él el único que se resistía a obedecer al mecánico. Por lo tanto, mal no estaba que éste quisiera imponerse, como un dueño de casa se impone a la ferocidad de su perro, al atropello de su caballo, a la rebelión de los gatos o a los caprichos de su mujer. Claro, «imponerse» no significaba estar todo el día dándole palos, sino todo lo contrario: un hombre que debe recurrir a la violencia para hacerse respetar está siendo, de alguna forma, resistido. La violencia sólo podía ser un recurso temporal. Sin embargo, lo temporal pareció en algún momento no tener fin, y esto comenzó a preocupar al pueblo, que llegó a sospechar que el burro era incapaz de comprender el mensaje y, de a poco, se pasó de las risas al mal humor. Más de un exaltado anunció en rueda de amigos que, la próxima vez que escuchara los rebuznidos del burro, él mismo iría con un palo y le molería las costillas. Tal vez ansí le faga caso a otro, ya que no a su propio dueño. Pero si bien el burro era un servidor de Lucifer, matarlo hubiese significado entregarlo en ofrenda. Lo que correspondía era exorcizarle el demonio a palos.

Después de la muerte de don Luzardo, el burro pasó días enteros moviendo toneladas de fierros, tirando y soportando los latigazos del mecánico, sin rebuznar al final. Hasta que fue visto un mediodía, a la hora de la siesta, con una soga al cuello y arrastrando un pedazo de carroza por el camino de las locas. Más de uno se levantó de la siesta, intrigado por el misterioso ruido que hacía la carcaza sobre el empedrado y vio al burro andando, despacio y sin tregua.

—Finalmente aprendió a tirar de los fierros sin rebuznar. Mas miren que dio trabajo, el fijo de puta!

Al principio, algunos se rieron y se volvieron a sus casas para comentar lo que habían visto: ese burro era como una persona, dijeron años después. Con el tiempo, no sólo se recordaban sus ocurrencias, sino que se le atribuían actos humanos, casi todos cómicos, porque pocas cosas causan más gracia a una persona que la conducta humana de un animal, así como lo inverso asusta y produce asco. El burro del mecánico prefería los bombones de chocolate a las galletas, decían algunos; el burro del mecánico se rascaba una oreja con la pezuña de su mano derecha; el burro lloraba cuando le gritaban; no, en verdad no lloraba, protestaba como tu abuelo; ¿alguna vez vieron al burro escondiéndose detrás de un árbol para orinar? Pero mientras vivía, llegó a enfurecer hasta el padre D’Ángelo cuando el General se apareció en la puerta de la iglesia montando en él.

—¿Puedes mí decir adónde vas, fijo? —fue la pregunta del cura, que le salió al cruce antes de que el tarado se metiera con bestia y todo a la casa de Dios.

—¿Io, padre?

—¿A quién más crees que estyo fablándole?

—Sí, es cierto —decía el General, mostrando sus hermosos dientes y moviendo la cabeza como si estuviese confirmando algo todo el tiempo.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué, padre?

—Repito la pregunta, más despacio, a ver si puedes responder: ¿qué sos  faciendo arriba de ese burro, con las dos patas en los escalones de mi iglesia?

—No sé, padrecito.

—¡Cómo es posible que fagas las cosas sin saber! Cuando uno no sabe qué hace, queda se quieto, ¿entiendes fijo?

—Como cuando pienso en la patrona e toco aquí abajo, padre, e no sé por qué fago eso, sí.

―Bueno, bueno, bueno, llega. Ya dije a vos que eso queda entre nos dos. ¡No tienes por qué repetir élo! Eso no es nada bueno, cuántas veces voy a decir a vos? Memoriza quello qué digo e no repitas élo. ¿Acaso quieres que todo el pueblo entere de quello que faces? ¿Sabes qué dirán?

—No sé, padrecito.

—¡Dirán que cada día semejas más al burro!

—Sí, es cierto… Siempre pasa eso mismo, padrecito. Soy el más olvidadizo…

—Por favor fijo, marcha de aquí, mas antes quita de tu cabeza esa corona de espinas, antes que vea a vos más gente.

—Sí, padre. Soy el más distraído. Eso es, distraído. Subí al burro para facer una vueltita e él solito trajo a mí fasta aquí. Si no detiene élo vos, padre, mete nos al templo conmigo e todo.

De esta anécdota, que pronto se conoció en todo el pueblo, se extrajeron muchas conclusiones. Sobre el burro, el turco de la tienda de la Estación dijo que pertenecía a la línea familiar de aquel otro que introdujo a Jesu en Jerusalén, y al día siguiente le hizo una oferta al mecánico para quedarse con la pequeña bestia. Pero se consideró sacrilegio y el negocio no se cerró. No era una suposición descabellada —repetía el viejo de la nariz grande, cristiano emigrado de algún lugar de Egipto, pero conocido amante de las historias fantásticas— ya que el primer burro había sido traído por los mercachifles bereberes, es decir, seguramente procedentes de Medio Oriente. Sin embargo, ninguna de estas conclusiones ayudó a mejorar la suerte del burro del mecánico. Por otra parte, la anécdota era del todo inconveniente: relacionar al burro queriendo entrar a la iglesia con el tarado encima, con el burro de Jesu entrando en Jerusalén, era acercar peligrosamente al Maestro con el ayudante del mecánico, lo que desde todo punto de vista resultaba ofensivo para la sensibilidad de Calataid. ¿Y quién era el culpable de esta vergonzosa anécdota?: el burro, ya que no el tarado, que no sabía lo que hacía, decía el pájaro.

Otras historias sobre el burro iban mejor adornadas con atributos humanos, que seguramente él desconocía o despreciaba. Lo cierto es que, la vez que se lo vio subiendo por el camino de las locas, iba solo y con rumbo fijo, al decir de la madre de la gitana, como si fuese para algún lado preciso donde pensaba dejar el último chasis. Solo y probablemente por su propia voluntad, arrastró ese chasis de camión hasta que murió ahorcado en el último repecho que separaba el pueblo del camposanto. Nunca se supo si aquello fue un suicidio impulsado por el Dictador, o un intento frustrado de libertad o ambas cosas, pero nadie volvió a compararlo con una persona, porque en el pueblo nunca nadie había querido quitarse la vida así porque sí. En todo caso lo que hizo lo hizo por burro.

 

La única que lloró al burro fue la mujer del mecánico. Ella y el ayudante arrastramos a la pequeña bestia e la enterramos sin discursos a la salida del pueblo. Ramabad los recordaba —entre triste y melancólico— caminado muy lejos en una calle más bien desierta, cuando la larga noche de Calataid aún no se iba y una nube oscura de polvo cubría lo más alto del cielo, dejando un crepúsculo todavía claro en el horizonte. Parecían tres bultos vivos —decía—, moviéndose en medio de una hoguera cósmica, pero uno de ellos iba muerto e yo llevaba élo de una pata. ¿Por qué es tan injusto el señor?, dicen que se lamentaba la mujer, pero nunca nadie supo a ciencia cierta si se refería a Dios o a su marido. La mujer lloraba como una Magdalena y el tarado la acompañaba, llorando más fuerte aún, como si no pudiese hacer nada sin discreción.

Al burro lo enterramos en campo no santo, pero bajo una cruz de palo, la que, tiempo después, fue quitada del lugar por el espíritu del señor mecánico. El dolor excesivo de la mujer del burro produjo la solidaridad de algunos, al principio, y todo tipo de comentarios después, cuando ella comenzó a volver periódicamente a dejar trozos de chocolate amargo esparcidos sobre el pequeño bulto de tierra. Lo que, a la larga, trajo una nueva tragedia, porque el mismo chocolate que no podía comer el espíritu del burro terminó atrayendo a los chanchos salvajes que, no satisfechos con el postre, dieron vuelta la mesa y desenterraron lo que quedaba del finado. Y se lo comieron también.

Los chanchos no sólo comían burros cuando andaban sueltos y con hambre, sino que había que cuidarlos en los cementerios, cada vez que moría un cristiano. Tenían la costumbre de desenterrar cualquier cosa que oliera mal, y un cajón de madera no era suficiente obstáculo para sus poderosos hocicos. Chancho que se escapaba a su dueño y se unía al grupo de los salvajes no volvía más. Enseguida le tomaban el gustito, si se me permite. Y como corría la creencia de que las balas no hacían daño en sus carnes insensibles de los cadáveres, se procuraba siempre tenerlos lo más alejados posible, sin intentar acercárseles nunca. Mejor era que anduviesen corriendo por las dunas más lejanas, con los hocicos manchados siempre de sangre, que tener que resolver qué hacer si alguno llegaba a morir cerca del pueblo.

 

Jorge Majfud

 

El ayudante

El tarado

 

El ayudante del mecánico era otro, aunque nunca nadie lo mencionó en sus especulaciones. El alcuazil habló con él dos o tres veces, sin hacer comentario alguno. Era un gallo grande y caminaba lento, algo encorvado y con la cabeza adelantada, como si quisiera disimular su enorme altura. Tenía un cabello rubio y lacio que le caía sobre los ojos, como un bellísimo casco de oro que le cubría una mirada perdida, probablemente la única mirada que tenía, la misma que un día había conservado al levantarse sin haber despertado del todo y que demostraba lo poco que comprendía del mundo que lo rodeaba, como alguien que en medio de un sueño pesado no alcanza nunca a comprender por qué los girasoles tienen ojos y los granjeros semillas ciegas en la cara. Hijo legítimo de los Pessoa, dueños de los carros de taxi y los talleres de lana sobre la Empedrada este, fue un niño rico y un adulto pobre, aunque nunca apreció la diferencia, lo cual lo hacía una especie de sabio idiota. Al igual que todos los hijos ilegítimos o adoptados por abandono, el niño de los Pessoa pensaba con la mitad del cerebro. Su padre, don Vero, lo había cambiado por un amiguito de juegos, por un crío callejero llamado el Trueque, que cuando jugaba con él siempre se quedaba con su comida o lo convencía para cambiar la ropa que llevaban puesta. El almacenero le había visto condiciones al otro y lo llamó a su lado. Hasta que terminó poniéndolo al frente del negocio para que perpetuara su nombre y su obra. Al poco tiempo, el Trueque Pessoa cumplió con las expectativas del viejo, y con creces. Como todo empresario exitoso, no despreció la política e invirtió tanto dinero en las elecciones municipales como en la compra de tintas rojas de Malí, que reemplazaron silenciosamente el antiguo azul índigo de Libia.  Casi no recibió votos, pero este detalle no le impidió obtener un cargo de confianza en la administración y la amistad de don Josef María de Rodrigo, lo que, como todo lo demás, también estaba dentro de sus cálculos.

Después de la muerte de su madre, doña Carmen Pessoa, y de la repentina demencia senil de don Vero, Eugenio lo perdió todo sin darse cuenta; lo cual no dejó de ser un alivio a la injusticia. Sin rencores, continuó sonriéndole a las moscas y coleccionando escarabajos, porque tenía terror de quedarse solo. Cuando este momento llegaba —porque es inevitable, como la muerte, decía el pájaro— se sentía incómodo consigo mismo y movía la cabeza hacia delante, como alguien que está escuchando una música de baile sin bailar. Permanentemente tenía uno o dos escarabajos en alguna de sus manos. Cuando nadie miraba a mí, abría los puños e los escarabajos trepaban del dedo más bajo al dedo más alto, como si fuesen acorazados alpinistas que no alcanzaban a percibir que subían del dedo primero al segundo y del segundo al primero, sin fatigarse jamás, hasta que por allí pasaba alguien y le gritaba tarado. Entonces el dios de los ciclos cerraba los puños y escondía los insectos, asustado, como si supiese que hacer girar escarabajos era algo sucio, indecente. Porque también circulaba —sólo entre los varones del pueblo— la versión de que el tarado manipulaba escarabajos por consejo o por imposición del cura, que de esta forma pretendía impedir que se masturbara en las orillas de los caminos, por donde podían pasar mujeres y hasta doncellas inocentes. Y como el tarado había sido muy bien equipado por la naturaleza, podría ceder a la tentación de cometer alguna desgracia. A la tentación propia o a la de alguna de las doncellas inocentes que solían salir al atardecer a pasearse por las plazas y por los caminos que entraban al pueblo, soñando con el repentino arribo de un actor de fotonovela. Sobre los resultados había discusiones: era probable que el cura haya tenido éxito, pero en todo caso un éxito parcial, porque si para un hombre inteligente siempre fue difícil dominar su propia naturaleza, era probable que más difícil le resultara al tarado.  Así que marear y aplastar escarabajos para después conseguir otros nuevos, sólo podía significar —por lo menos para un médico del siglo pasado— ceder a la tentación, rompiendo con los negros y minúsculos tabúes, para luego proteger otros en muestra de arrepentimiento. Pero ¿qué pasaría cuando ya no quedasen más escarabajos en la zona?

Eugenio Pessoa bien pudo haber sido hermano mío. Todos le tiraban alguna piedra cuando podían, como las gallinas picotean sin motivos a los pollos que caminan rengos o sufren de alguna deformación visible. Pero yo nunca fago caso, son mucho graciosos, si yo me enojo aplasto éllos, como a Romerito que se me quería volar de la mano e cacé élo en el aire e ya no se pudo mover más. Romerito, tenía la espalda roja e puntitos negros sobre quello rojo e fablaba español, decía sí, sí, era malo, pero quellos graciosos que tiran piedras e salen corriendo no, no son buenos, dice el padrecito. Para peor, nunca nadie supo de dónde sacaba los escarabajos, búsqueda que hubiese complicado a más de un genio en el pueblo; y nunca nadie supo, a ciencia cierta, qué hacía con ellos después de marearlos, lo que siempre incomodó a más de uno, ya que si bien la primera cuestión era misteriosa, la segunda era por lo menos para sospechar. Me gustaban los amarillo, con puntito rojos. Se decía que los mataba, apretándolos con los puños hasta que la cavidad de sus enormes manos quedaba anulada por la presión sobrenatural de su idiotez, lo que sin duda justificaba las piedras que le arrojaban los más chicos. E de noche cazaba la luciérnagas en camposanto, la lucecita verde, la amarilla, la roja no gustaba mí, igual las cazaba una por una fasta que no quedaban más e se facía todo oscuro. La última lucecita amarilla siempre me cuesta más, porque tiene más espacio e vuela más rápido que yo. E como es todo oscuro, mí tropiezo e catapúmbate para el suelo. Incluso se le conocían algunos gatos ahogados, con lo difícil que es ahogar gatos en el agua. Sobre esto nunca hubo pruebas, ni siquiera la falta de algún comeratones conocido, pero todos decían lo mismo y es posible que él se enorgulleciera de esas mentiras. El tarado debía percibir que la gente lo respetaba —lo poco que podían respetarlo— por lo mismo que le tiraban piedras. La gente respetaba al mecánico cuando le rompía las costillas al burro, entonces ¿por qué se molestarían con alguien aficionado a marear escarabajos? ¿O era que a la gente le molestaba que el tarado hiciera algo por decisión propia? ¿O simplemente molestaba como molesta un pollo rengo entre los pollos sanos? Vaya uno a saber. Pero también hay que decir que tuvo defensores; claro, nunca faltan los malos defensores. Algunos llegaron a decir que el tarado era más bien inocente, inofensivo la mayor parte del tiempo, aunque nadie garantizaba nada cuando estallaba en furia y, por eso, lo habían puesto con el mecánico para que gastara energías arrastrando fierros de un lado para el otro y sin ningún motivo. Más vale tarado cansado que cien imaginando cosas. Por otra parte, el mecánico necesitaba un ayudante que no fuese tan inteligente como él, dado que era un hombre casado; y el que consiguió no podía cobrar mucho, dado que era tarado.

 

Jorge Majfud

 

La elección

«Papá, tu esposa y yo nos vamos a separar»

Papá, tenemos que hablar. Sé que te resultará difícil lo que tengo que decirte pero también sé que aprenderás a aceptarlo con el tiempo…

Tu esposa y yo nos vamos a separar. Ambas vamos a formar nuevas familias. Tú vendrás conmigo y vivirás con Amalia. Amalia es la mamá que conocí en la guardería. ¿Recuerdas aquella señora de pelo negro que siempre iba con un niño rubio que usaba lentes? Bueno, es ella. No fue un amor a primera vista. Fue algo que se fue dando con el tiempo. No se cómo explicártelo. Sé que en este momento estarás pensando, “¿cómo es posible que una hija deje de querer a una madre para querer a otra?”. Pero hay cosas, sentimientos que tenemos los niños que un adulto no podría comprender jamás. Seguramente cuando seas un anciano logres comprenderlo. Los ancianos recuerdan mejor la infancia que el resto de sus vidas marcadas por la confusión y las fantasías propias de los adultos. Es por eso que te pido que no pretendas entenderlo todo. Solo acéptalo como es, ya que es una decisión tomada. Cuanto mas tardes, mas sufrirás.

Amalia tiene un hijo de cinco años, casi la misma edad que yo, por lo que estoy seguro que aprenderás a quererlo como mamá aprenderá a querer a la chica de Ignacio como si fuese yo misma.

Ya lo hemos hablado con tu esposa. A veces la relación de un hijo con alguno de sus padres no funciona y lo mejor, para evitar conflictos que hacen mal a los dos, es la separación.

Sabes que las cosas entre mamá y yo no iban bien desde hace un buen tiempo. Alguna vez, incluso, llegó a pegarme en las nalgas porque le eche el café en su computadora. Esa maldita computadora que destruyó nuestra relación de madre e hija. No la denuncié a la maestra de la escuela para no llevar las cosas a un extremo que podrían perjudicarla aun mas. Las nalgadas, esa reacción primitiva, propia de padres cavernícolas, sólo fueron la gota que colmaron el vaso. Resolvimos separarnos en bueno términos. Si, se que amas a tuesposa pero aprenderás a vivir sin ella y a querer a Amalia como quieres a mama. Podrás visitarla los fines de semana. ¿Qué pretendes? No hay una solución intermedia. Ni yo puedo vivir ya con tu esposa ni tú puedes vivir con ella y conmigo bajo el mismo techo. Imagina que ella deba cruzarse cada mañana con mi nueva madre y yo tenga ver a sus nuevos hijos abrazados a ella y llenándola de besos y ella felizmente realizada como madre. En el fondo, tampoco yo lo soportaría, por mas justo que sea.

No, tampoco es posible una tercer casa donde puedas vivir vos y mamá solos. Yo necesito a un padre y tú me necesitas también. Cuando yo cumpla dieciocho entonces sí, serás libre y podrás volver con mamá si quieres. Soy una niña todavía y tengo derecho a rehacer mi vida. Tu eres adulto, ya has vivido gran parte de tu vida, tienes experiencia y no te traumarás por este cambio. Aprenderás a aceptarlo con el tiempo.

También deberás a ser un padre comprensivo y juicioso. Amalia tiene sus defectos y virtudes, pero es una Buena mujer y una Buena madre. No es Buena en la cocina así que espero que aprendas a cocinar para los cuatro y cuando ella cocina tengas la delicadeza de elogiar su esfuerzo.

Yo sé que esto te toma un poco por sorpresa, aunque lo habrás adivinado desde hace algún tiempo. Sé que no es fácil tener que vivir y querer a otra madre como querías a tu esposa. No se trata de reemplazar tus sentimientos. Seguirás queriendo a tu esposa como siempre, solo que además deberás aprender a vivir con otra esposa y hacer tu mejor esfuerzo por quererla como yo la quiero.

Imagina que absurdo si hubiese sido tú, el padre, el que resolviera irse con otra mujer y yo, la niña, la que tuviese que enfrentar y adaptarme a un problema semejante, un problema de adultos, a un capricho de adultos? Yo tendría que querer a una nueva mamá que tú eligieras. Tal vez no lo soportaría, porque soy una niña muy pequeña. Pero tú eres un adulto y sabrás adaptarte. Obvio, eso pasaba en las sociedades salvajes de tus tatarabuelos, pero afortunadamente hoy los niños tenemos nuestros derechos conquistados. Ya no somos pequeños saquitos de lana dónde los adultos descargan todos sus caprichos y frustraciones. Ya me tocará a mí cuando sea adulta, proteger a mis niños de mis amores y desamores.

Yo sé que duele, que a tu corazón viejo le costará aceptarlo, pero no hay vuelta atrás. Tendrás que aprender a querer a Amalia como yo aprenderé a querer a Pablito como si fuese mi hermano. De hecho, va a ser mi hermano a partir de hoy. Ya verás que Amalia es una esposa encantadora…

Qué le vas a hacer, papá. No llores. La vida es así.

Jorge Majfud

Milenio , II (Mexico)

Crisis (IV)

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Crisis IV (Spanish)

Crisis (IV)

 

 

 

Saturday September 20.  Dow Jones: 11,388

San Francisco, California. 5:30 AM

 

We were feeling really laid back at Lilian’s party when he arrived with his usual two little friends, Patrick and the other guy whose name I don’t remember.  I asked Lilian if she had invited them and she just laughed, which in this case meant no, or that she had no choice but to invite them.  I had never had problems with Nacho before so don’t come at me with that stuff about animosity or predisposition, much less premeditation.

It wasn’t premeditated.  Nacho Washington Sánchez had come to the party with a gift for the young girl who was turning fifteen two days later.  Her parents had moved the celebration up so that it would fall on Saturday the 14th, and as a reward for her good grades.

Nacho Sánchez, Santa Clara, 19, had gone back to school at the age of almost twenty, after spending a time in a Georgia chicken factory.  And this time he had come back with enough maturity and motivation to carry him to the second best grades in his class.

According to his friends’ statements to the police, Nacho didn’t go to the party because of Lilian but because of Claudia Knickerbacker, the Chilean friend of the birthday girl.  And if he said goodbye to miss Wright with a hug and a kiss on the cheek, that didn’t mean anything.  Or it didn’t mean, like George Ramírez yelled at him, sexual harassment.

—The thing is that George speaks less and less Spanish all the time and he forgot or acts like he forgets that we Latinos hug and kiss more often than Yankees do.  The other stuff is inside the head of one of those repressed people who see sex everywhere and try to surgically remove it with a pair of hot tongs.  It’s true that before heading for the bus stop Nacho turned around and told him that George wasn’t a Mexican-American anymore because in Calabazas North the “Mexican” part had fallen off of him.  It wasn’t necessary, but it was after tolerating like a prince the insults that George had thrown at him since he left the Wrights’ house.

—What insults?  Do you remember any of them?

—He said to him that Nacho was a child abuser, that Lilian was still only fourteen years old and that he was going to report him to the police and he followed him around threatening him with the telephone in his hand.  Without turning around Nacho told him, sure, call 911.  The others were coming up behind.

—How many were they?

—Five or six, I don’t remember exactly.  It was dark and I was really scared that there would be a fight and we would all get pulled in.  We were about a hundred yeards from the bus stop and the bus was waiting for the light to change a block away and George decided to yell at him that he wasn’t going to call 911, but the Migra instead.  Everybody knew that Nacho’s parents were illegals and hadn’t gotten papers for as long as Nacho could remember, which was why, even though he was a citizen, he always avoided run-ins with the police, as if they would deport him or put him in jail for being the child of illegals, which he knew perfectly well was absurd but was something that was stronger than him. When his wallet got stolen in the metro to the airport he didn’t report it and chose to go back home and he missed his flight to Atlanta.  And that’s why you could say the worst to him and Nacho always kept his cool, biting back his anger but never lifting a hand, and he was strong enough to knock out a mule if he wanted to.  Not him, of course, he wasn’t illegal and the others must have known it.  But the ones coming from farther back, including John, Lilian’s older brother, who heard the part about “the Migra” and the part about “sexual harassment,” and he caught up with George who stood out because of his size and his white shirt…

—Do you want them to bring you some water?

—I started walking faster, saying that the bus was going to leave without us and I got on it.  After that I don’t know what happened.  I just saw through the window, from a distance, that they had rushed at Nacho and Barrett was trying hopelessly to rescue him from the mob.  But Barrett is smaller than me.  Then all I saw were the streetlights on Guerrero and Cesar Chavez, and I sat in the last seat with my cell phone in my hand until I got home.  But Nacho never answered any of the messages I left him asking him to call me back.  Nacho said good-bye the way he did because he was happy.  She had invited him so he would have a chance to ask the Knickerbacker girl out, and in the kitchen while they were cutting the tres leches cake Knickerbacker hadn’t told him no.  She told him that  they could go out next Saturday and that left Nacho feeling really happy.  He had such a complex because of his prematurely thinning hair at 19 years old, which he thought was sufficient reason for any pretty girl to reject him.  It’s not like the Chilean girl was a model or anything, but Nacho was blindly in love since starting back to school.

—And you?

—I don’t think that such a warm good-bye was because he was happy.  They always come across that way, they don’t respect your personal space.  They say Latinos are like that, but if they come to this country they should behave according to the rules of this country.  Here we just shake hands.  We’re not in Russia where men go around kissing each other. Much less kiss a child like that in front of her parents and all of her friends.  You’re right, her parents didn’t complain, but they also didn’t say anything when George and his friends decided to go out and teach those intruders a lesson. The Wrights are polite and when they saw that Nacho left without causing trouble they decided not to intervene.  But I’m sure they spoke with Lilian afterward, because they looked worn out.  It was because of a moral issue. A matter of principles, of values.  We couldn’t allow some nobody to come and upset the peace at the party and abuse one of the little girls. No, I don’t regret it.  I did what I had to do to defend the morality of the family.  No, it wasn’t my home, but it sort of was.  I’ve been Johnny’s friend since middle school.  No, we didn’t want to kill him, but he was asking for it.  What worse crime is there than abusing a little girl?  He didn’t fondle her, but that’s how they all start.  Them, you know who I’m talking about.  Them!  Don’t coerce my statement, I know my rights.  They don’t know how to respect personal distance and then they lose control.  No, my partents were Mexicans but they entered the country legally and they graduated from the University of San Diego. No, no, no… I’m an American, sir, make no mistake.

(from the novel Crisis)

Jorge Majfud

Translated by Bruce Campbell

 

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El puro fuego de las ideas

El puro fuego de las ideas


La rata pasa desafiante frente al fuego, a paso de cazador. Los movimientos de un felino, de un filósofo. No de una rata. Me sorprende que no me tenga miedo. Me despertó el ruido que hacía al roer uno de los libros que olvidé en el suelo antes de quedarme dormido. O tal vez se me cayó de las manos y fue a dar unos centímetros antes del fuego que arde como si el tiempo se repitiese en su infierno. Las nueve y media.

Confundí el ruido de sus dientes en la tapa del libro con la destrucción de la leña. De niño confundía el viento de la noche entre las ramas de los árboles con las olas del mar entre las rocas. Luego comprendí que comprender era devalar la metáfora. Develar la metáfora con palabras que, a su vez, cada una era una antigua metáfora escondida, con una larga historia de olas y de vientos procurando explicar lo invisible. O peor: lo que se ve.

Por suerte me despertó. La rata. Esta noche tuve un sueño espantoso. No tengo supersticiones; sólo sospecho del subconsciente. Mis ideas están cambiando. Mi lenguaje. Para mal, ahora entiendo. He dejado de creer en el valor de la inconsecuencia. ¿Hasta cuándo, señor Unamuno? Sus odas a la contradicción, sus elogios a la duda retórica y su abuso de las metáforas: si el dinero es bueno para el cuerpo, las ideas son buenas para el espíritu, ya que las ideas son como el dinero. Pero ¿quién dijo que las ideas son como el dinero? Él, claro, el señor Unamuno. Pero vaya usted a decirle algo; tendrá que escucharlo por una hora antes que lo despida amablemente a patadas. Preferirá esto último, se lo aseguro.

Antes o después de sentarme frente al fuego había estado leyendo, con fastidio, un ataque a La ideocracia, publicado en 1944. Sin duda, ésta es la parte central de mi pesadilla. Una carta dirigida a mi amigo Ramiro de Maeztu. Antes o después me quedé dormido frente al fuego y soñé que me ardía un pié. Literalmente, se me hacía llama un pié y no podía moverlo. Estaba Ulises allí, mi gato, entre el fuego y yo, probablemente fuera del sueño. Ulises desapareció en un cerrar y abrir de ojos; quizás fue persiguiendo un llanto de mujer que llegaba desde la calle. Yo también quise ir a ver y no pude. Un cansancio infinito me lo impidió. Pensé que alguien vendría en mi ayuda pero solo pude contemplar las llamas subiéndome por la tela del pantalón. Al principio sentí un poco de dolor y luego casi nada. Una puerta que se golpeó violentamente con el viento y poca cosa más. Me tranquilizó la idea de que ya no podía volver a golpearse, que la corriente de aire no me amenazaría más con una de esas horribles pestes que tiene a la gente incómoda, y que no tendría que levantarme ya.

Ahora volvamos a lo que interesa. No recuerdo haber escrito alguna vez esa carta, ese ensayito incendiario, según la nota al pie, hace 36 años. Luego —¿o fue antes?— soñé que leía un ensayo escrito por mí mismo en el que defendía públicamente el valor del dinero como conciencia colectiva y el valor de las ideas puras como guías del espíritu, que no son vida y forma sino esencia. Fue un sueño, una advertencia de un subconsciente que se está volviendo más sabio que mi propia conciencia, que mi verdadero yo. Fue un sueño y algo más. Debió ser un sueño porque no estaba Ulises y la mujer lloraba sin parar. Pero hubiese sido un sueño más, absurdo como casi todos, si no me hubiese despertado agitado, al borde de un ataque, sudando y abrazado por las llamas del infierno. La mujer, la rata, el fuego, La ideocracia. Hubiese sido un sueño más si hubiese sido sólo el sueño de esta madrugada y no el mismo sueño que tuve hace siete días y que todavía me perturba la razón. Hubiese sido sólo un sueño más si en lugar de defender la idea del dinero como conciencia colectiva la hubiese atacado y si en lugar de mi firma y una fecha futura al pie —diciembre, 1944—, dijese 1907 o  1920.

Ahora lo sé. Es una advertencia. ¿Cómo no me di cuenta antes? Mis ideas están cambiando peligrosamente. Mis adversarios que han luchado siempre por la República o por la Monarquía siempre han corrido todos los riesgos, como el cobarde y miserable riesgo de morir. Pero nunca pasaron por esto, estoy seguro. Nunca tuvieron miedo de cambiar algún día alguna de esas ideas que servían para poner en riesgo sus propias vidas. ¡Fortuna de los necios, pero fortuna al fin! Los necios comparten símbolos como el de “la patria”, “la libertad”, “los ideales” y el “honor”, pero se matan por sus significados. Y yo, vaya el diablo a saber, he vivido durante mucho tiempo orgulloso de mi principio filosófico de impune contradicción. La heroica coherencia de ser contradictorio toda la vida, porque los hombres son contradictorios, porque la vida lo es. Porque las razones del coeur no son las del air, sino las razones del cul… Pero, quizás ahora lo advierto, todo puede ser contradictorio, menos un filósofo.

Debería tomar nota de esto antes que me olvide. Luego ando todo el día tratando de recordar una idea que había concebido en sueños o poco antes de dormir, y que por alguna razón consideraba clave para develar un misterio que nunca se resuelve. Pero cuando estoy cayendo en sueño, no tengo fuerzas para reponerme y tomar lápiz y papel. Conozco mis debilidades de gusano problemático, y por eso siempre tengo una pluma al lado de la cama, en la mesa de noche o en el suelo, en el bolsillo de un pantalón o en la camisa. También es cierto que cuando más la necesito no la encuentro o no puedo llegar hasta ella. Cuando no tengo papel escribo en la mano izquierda, en un brazo o en el ombligo. Cuando no tengo pluma desordeno la mesa de noche para recordarme al despertar que algo debo recordar. Con frecuencia lo logro. Es como si hablase directamente con un viejo conocido, con el que seré mañana o algún día. Como en este preciso momento. Debería tomar nota de todo esto, pero ¿cómo debo escribirlo para ponerme a salvo del terrorista dialéctico que dentro de nueve años levantará su espada contra éstas, que serán sus viejas ideas? Recurriré a la ficción. Un cuento, por ejemplo, que describa fielmente este preciso momento. Algo que por incomprensible sea irrefutable. Recordaré este momento, aunque mis críticos de siempre dirán que es una sucia ficción recargada de ideas. No me importará; siempre han dicho lo mismo y lo mismo he seguido haciendo yo. Que mi estilo es torpe, que no tengo estilo o que repito los mismos recursos, que me contradigo o que no sé definir lo que pienso. Pero si todo eso es verdad no menos cierto es que pocos como yo han dejado la sangre sobre el papel. Yo soy más importante que mis escritos, que mis ideas y mis críticos no hacen más que confirmarlo insulto tras insulto. Pero al final, ellos siempre son ellos, en plural para la Historia, y Unamuno soy yo. Es decir, el único adversario que puedo temer soy yo mismo, ese que seré dentro de nueve años.

Las nueve treinta y tres. Ya he despertado, estoy sentado pero no puedo moverme para tomar la pluma. Es como si tampoco quisiera hacerlo. Me dura la angustia, la ansiedad de la pesadilla con forma de texto. Pero no lloro; la mujer llora por mí. Mi rostro debe ser la misma piedra de siempre, inexpresiva, tallada como una locura de Gaudí. Me limito a mirar mi pie derecho que ha comenzado a arder. Es una llamita muy pequeña, pero así comienzan todos los grandes incendios. Como… Y, sin embargo, no me preocupa. Hasta diría que en su feroz belleza encierra una pequeña esperanza. ¿Por qué habría de preocuparme si ni siquiera me duele? En otro momento hubiese pateado con fuerza o me hubiese arrancado el zapato. Como si fuese algo verdaderamente urgente. No lo es, claro. Lo urgente debe ser siempre lo más importante, y lo más importante es resolver cómo evitar ser aquel que seré en 1944, cómo evitar perderme en el infierno equívoco de la historia, donde cabalgan el Gengis Khan, el falso Alfonso III y el verdadero Ortega y Gasset.

Ulises no está. Simplemente se ha marchado, por ilógico que parezca. Ese es su lugar, lo he visto defenderlo con uñas y dientes. Odia el frío de esta época, pero más odia que usurpen su territorio. Su alfombra. Confundí su ausencia con un sueño, pero debo pensar que simplemente se ha marchado en búsqueda de la mujer. Los gatos son habitantes de la noche, de los sueños. Es decir, no puedo estar soñando con su ausencia. Pero su alfombra está desprotegida y una rata le ha pasado por encima.

No quiero ver esto como otra premonición, como un símbolo o una metáfora que sólo ven los místicos en estados muy agudos del espíritu. Sólo me hace pensar muchas cosas. Pienso, por ejemplo, en mi propia ausencia. No debería preocuparle esto a alguien que se ha ganado el Paraíso o el Infierno hace mucho tiempo. No pienso en mi muerte, sino en mi ausencia. En 1944 seguiré escribiendo, pero estaré ausente. Y mis enemigos pisarán impunemente mi alfombra. Esto último no podría publicarlo nunca; las ratas me acusarían de soberbia, y nada más difícil de refutar que el quejido de una horda de ratas cuando las arrastra la corriente.

Debo evitar disolverme en el caos, y para ello me encuentro en la difícil situación ya no de refutar o contradecir lo que he afirmado en otro lugar y en otro tiempo, cuando se supone que era más ignorante que hoy y menos sabio, sino que debo refutar algo que diré con furor y convencimiento dentro de diez años más.

Es una tarea totalmente nueva. Me he pasado lo mejor de mi vida refutando al que fui años atrás, con la autoridad de la madurez. Nunca, he de creer, me sentí en el compromiso de combatir a quien seré dentro de un tiempo desconocido e inimaginable. Deberé hacerlo ahora, también desde la superioridad de la madurez, pero con la atroz desventaja de la incomprensión ajena: pocos o nadie aceptará que quien seré será inferior a quien soy, que quien seré dentro de ocho años será un filósofo en decadencia, un hombre repentinamente senil, con la siempre engañosa pretensión de una mayor experiencia, con el abuso religioso que confieren unas barbas más blancas y una mirada más perdida, una voz incomprensible. Porque nuestra Europa sigue confiando más en la vejez que en la juventud. De España ni que hablar; no es confianza lo que tenemos por los viejos sino miedo, miedo profundo a los jóvenes. Yo mismo quería ser viejo a los veinte. Imitaba el cansancio de los viejos mientras esperaba con paciencia los primeros trazos blancos en mi barba. Pero en el fondo, mi espíritu fue siempre joven. Ligero, eufórico, contradictorio. Claro, es fácil decirlo ahora que soy irremediablemente un anciano. Ya no puedo esperar cambios alentadores en mi cuerpo. Mucho menos en mi mente, en esta mente fatigada que amenaza con perder el control. Fatigada y, lo que es peor, desilusionada.

Las nueve treinta y tres. No hace tanto, entonces, que llora la mujer; no hace tanto que se fue Ulises y detrás vino la rata para rescatarme de esa pesadilla.

Si sólo creyera que fue un sueño y nada más… Pero debería darme cuenta de que no sólo voy camino a destruir todas mis actuales convicciones, sino que además el riesgo corro de pasarme al bando enemigo, al bando de aquellos políticos y pensadores que, de este lado y del otro del Atlántico, defienden la idea de la naturaleza divina del dinero, de las ciencias y de las ideas puras, de la lucha armada y de la lucha de clases. El fuego podría destruir a quien no soy todavía, a quien seré después de hoy, pero el que seré mañana puede destruir todo lo que fui hasta hoy y no estaré presente para defenderme. Así ha sido siempre sin que nadie lo advierta. Por esta razón, nadie puede afirmar que con el tiempo los hombres se vuelven más lúcidos, pero es seguro que se hacen más cobardes… Quizás por eso me angustia tanto este sueño, esta misteriosa revelación.

Todos saben que odio las ideas puras, las ideas que nos gobiernan. Ya lo dije. Lo digo una vez más sólo para no olvidarlo, antes de hundirme en lo aparente, en la inconciencia de quien seré. Pero de nada sirve que lo escriba. He escrito demasiado, en vano. Luego me ha servido para derramar fuego de tinta fresca sobre la tinta apagada en el papel. ¿Qué dirán mis amigos, mis discípulos, mis seguidores, cuando me vean (otra vez) cambiar sin pudor? Si hubiese perdido la fe en Dios podría seguir predicando, en el convencimiento de que la creencia, verdadera o engañosa, es buena para la gente. Pero cuando uno deja de creer en las ideas que hasta ayer creyó, que hasta ayer eran útiles y beneficiosas, deja de tener razones para seguir defendiéndolas.

Es cierto que uno cambia con los años, cambia de ideas como cambia de ropa. Cambia uno mismo, cambia Unamuno. Vaya novedad. Acerca de los cambios físicos prefiero no hablar. Para eso están los médicos y las viejas quejumbrosas. Pero algo permanece igual y ha de ser el espíritu. Por verdad o por ilusión, uno espera de él lo opuesto al vergonzoso espectáculo del cuerpo, y quizás por eso uno se hace filósofo. Para vencer a la muerte, para distraer o para despreciar el dolor. Son verdaderos los hombres que pasan por la entrada de la cueva, pero las sombras no lo son menos. Ni más ni menos. (No olvidar subrayar ese ni más ni menos; ahora está tan de moda atribuirle más realidad a las sombras que a los cuerpos que las proyectan.) Pero los hombres no podemos con nuestras manías de antiguos guerreros y hacemos de cada nueva idea una nueva arma de combate, y de nuestra identidad una trinchera. Entonces ya no basta con afirmar algo nuevo; también es necesario negar algo viejo. O todo lo demás.

Si al menos la rata que seré tuviese esta lucidez y dejara en pie esto último que estoy diciendo y que no dije hasta hoy. Pero no. Aseguro que no lo hará. Yo me negaré otra vez, me destruiré, me hundiré en la vergüenza y en el ridículo ajeno. La rata roerá lo mejor que fui, lo mejor que dejé a la humanidad. No estaré presente para defenderme de mí mismo

Por eso es hora de actuar. Ya tengo una estrategia precisa. Desde hoy en delante, y hasta que la lucidez me lo permita, articularé un pensamiento que justifique todas las locuras por venir. Es más, todo lo que diga en el futuro, procurando negar mis ideas de hoy, deberán ser confirmaciones, no de las ideas que tendré sino de las ideas que defiendo hoy, confirmaciones de las ideas que pretenderé negar. Podría comenzar diciendo, “para demostrar esta hipótesis, yo mismo la atacaré dentro de diez años, yo mismo afirmaré lo contrario”.

Dejaré de atacar al pobre pensador que fui hace diez años y comenzaré a atacar al perverso pensador que seré de aquí a tantos más. Claro, algún necio pensará, ¿cómo saber si el pensador lúcido es el que soy hoy? Simplemente, mi querido lector, porque uno debe actuar conforme a sus convicciones. Y si fui capaz de advertir este problema hoy y no ayer ni mañana, ha de ser porque hoy soy el mejor de los tres que fui y seré. Hoy soy el mejor de los tres Unamunos y, por lo tanto, ganará el que hoy soy. Si mañana no soy capaz de desarticular el plan que concibo hoy, no mereceré la pena. Yo, el verdadero Yo, el mejor de los Yo, el más lúcido, vencerá. La verdad está en el éxito, el triunfo es la verdad. Por esta lógica razón, no estoy dispuesto a escuchar a nadie más que a mí mismo. Ni siquiera a los otros que no soy ahora mismo, aquí y ahora.

Comenzaré esta misma noche. O tal vez mañana, cuando esté más repuesto. Estoy muy cansado, como un escultor que ha debido luchar por mucho tiempo con un gran bloque de piedra para rescatar de sus entrañas una delicada imagen de mujer, de la virgen con su hijo caído en brazos. He estado intentando despertar desde hace tres minutos. O más, porque es probable que el reloj se haya descompuesto. Se quedó en las nueve treinta y tres. No quiero especular sobre este hecho, pero comienzo a hacer cosas de forma inevitable. A los treinta y tres años tuve mi crisis espiritual. A la misma edad Jesús y todos los demás líderes espirituales que han sobrevivido a la muerte.

Bueno, basta, pongamos manos a la obra. Apenas pueda moverme me moveré. Apenas pueda salir de este infierno, saldré. Al menos que el fuego haga innecesaria la realización de tan genial tarea, al menos que…

He visto a la rata volver sobre sus pasos y pasar entre mis pies. Tenía manchas de sangre en el hocico, aunque no podría decirlo con certeza. Mi profundo cansancio, la luz infernal del fuego deforma los colores y la rata ha desaparecido debajo de mi sillón donde arde la pequeña llamita de mi pié derecho. Sólo siento el ruido que hacen sus dientes en las tapas del libro, en sus páginas, como si fuese carne o papel que se quema en la cocina a leña. Es probable que ni siquiera sea necesario el fuego.

 

Jorge Majfud

2005

 

El jefe

El jefe


Cuando estaba nervioso, el alcalde se contaba los dedos de la mano. Pero el viernes de noche, mientras intentaba leer algunas revistas salvadas del fuego de la Matriz, notó algo extraño: tenía nueve. Volvió a contar: nueve, otra vez. Entonces, repitió esta operación hasta que, abrumado por la evidencia, levantó la mirada hacia un cuadro de Goya y se quedó pensando. Siempre había creído que tenía diez dedos. ¿De dónde podía venirle esta convicción? Lo había visto en la demás gente. El ingeniero tenía diez, aunque no estaba del todo seguro, porque nunca se los había contado. Pero siempre hablaba del sistema decimal, o algo así. El ingeniero contaba muy bien y le había dicho que todo se repite de diez en diez porque teníamos diez dedos. Pero, ¿todos tenemos diez dedos?—se preguntó el alcalde, ahora algo nervioso. Él tenía nueve, y nunca nadie se lo había dicho. Tal vez lo habían disimulado, porque la gente siempre temía molestarlo. “En el fondo me tienen miedo” se dijo y sonrió orgulloso. Sin embargo, tampoco nadie le había dicho que tenía nueve dedos cuando era un simple cantinero, en el club Libertad.  Tal vez la gente ya le tenía miedo. O tal vez perdió un dedo después de que lo eligieron para alcalde. Toda esa gente alrededor, manoseándolo, queriendo llevarse un recuerdo de él. ¿Pero cuándo, exactamente, pudo haber perdido un dedo? Eso duele mucho, o debe doler, por lo que difícilmente pueda pasar inadvertido, ni por el que lo pierde ni por la demás gente que está alrededor. O el dolor había sido tan intenso que le había provocado amnesia, como cuando uno ve algo que no quiere ver y se desmaya o despierta de la pesadilla. ¿O estaba perdiendo los dedos de la mano como los diabéticos pierden los dedos del pie, sin dolor? ¿Qué habría sido del dedo perdido? ¿Cuál de las protuberancias que tenía en las manos había sido alguna vez la raíz del dedo desaparecido? Miró a su alrededor. Miró el cuadro: una mujer que sostenía el ataúd con la sardina sonreía, mostraba cinco dedos en una mano. La otra mano no se veía, pero es de suponer que también tenía cinco dedos, ya que la naturaleza animal suele ser simétrica, sino en sus proporciones por lo menos en la cantidad de sus elementos que la componen. Aunque el corazón era uno solo y no estaba al medio, como la nariz o el pene. Estaba desviado, un poco inclinado, prueba quizás de su imperfección y del desorden de todos los sentimientos que salían o pasaban por sus válvulas: amores, odios, alegrías, tristezas… Un verdadero caos. Pero salvo este detalle, el resto de la naturaleza es simétrica: los hombres, las mujeres, los trenes y las hojas de los árboles. Apenas terminó este razonamiento se sintió feliz: en realidad parecía muy inteligente. Por algo lo habían elegido gobernador de toda la ciudad, es decir, de todo ser humano conocido a la redonda. Si no fuese por el desierto que los rodea, sería gobernador también de las aldeas vecinas. Tendría un imperio. También el vicealcalde, quien siempre se encargaba de todo y quien lo impulsó a meterse en política, decía lo mismo. Había llegado a alcalde por su portentosa inteligencia y por sus habilidades oratorias. Se lo decía siempre el vicealcalde.

Uno, dos, tres… nueve. Se quitó los zapatos y volvió a contar: esta vez llegó hasta diez, no con alivio sino con un dejo de preocupación, porque la cifra alcanzada confirmaba que le faltaba un dedo en una de las manos. Volvió a sus manos y contó al revés, procurando determinar en qué mano faltaba el dedo en cuestión. Nueve, ocho, siete… uno. Estaban todos. No, había procedido mal. Debía comenzar por diez y si llegaba a dos, era porque realmente le faltaba un dedo y, de paso, sabría a qué mano había pertenecido. Volvió a contar y descubrió que le faltaba uno en la mano izquierda. Aunque todo eso era discutible, como decidir cuándo empezará el nuevo milenio, si en el dos mil o en el dos mil uno. Todo depende si consideramos que existe un año cero, que no existe, como no existe un dedo cero, sino que se empieza por el uno… ¿Y si realmente le faltaba un dedo? Claro, no lo había notado antes porque siempre firmaba con el pulgar de la derecha. Miró las dos manos a la mayor distancia que le permitían los brazos y comparó una con otra: le faltaba el índice izquierdo, lo que demostraba las limitaciones de la lógica matemática. Donde faltaba había quedado una especie de joroba. La mano se parecía más bien a una especie de cisne. Lo sabía por las fotos de los libros que estaban en los sótanos de la comuna. Se sintió molesto: si hubiese descubierto un dedo de más, sería otra cosa. Tal vez se hubiese sentido orgulloso. Pero un dedo de menos lo inquietaba, y no sabía por qué. Por un momento, se le cruzó la idea de obligar a sus funcionarios a tener no más de nueve dedos, sumados en ambas manos, pero la desechó enseguida, diciéndose a sí mismo y en voz baja, que él era un gobernante democrático y tolerante. Mandar cortar dedos sin una justificación era una práctica salvaje de los camelleros que hablaban algarabía. Claro, podría encontrar una razón. Siempre hay una razón para todo. Los evasores de alcabales, por ejemplo, merecían un castigo justo y ejemplar. Bastaba con un decreto que la asamblea discutiría acaloradamente dos o tres meses para finalmente confirmar una medida tan necesaria. Es mejor perder un dedo y no la mano, una muela y no la cabeza. Así la mitad de la población carecería de un dedo… Pero sería la mitad menos orgullosa y él pertenecería a ese ingrato grupo de malditos. Por lo tanto, mejor proceder al revés. Podría ascender de rango a todos aquellos que carecieran de un dedo, al menos. Eso sí. Eso sería algo positivo, porque enseñaría a los demás que lo importante en la vida es la superación personal a partir de alguna carencia. Y pronto esa carencia terminaría por convertirse en una virtud, en un signo de distinción. Sí, ya sabía, como siempre uno trataba de distinguirse de los pobres, de los infradotados, pero ellos siempre terminaban por imitar las costumbres de los nobles. Seguramente en pocos años todo el mundo terminará por cortarse un dedo. Maldición, dijo golpeando la mesa con su mano de cinco dedos.

Quiso pensar en otra cosa. De debajo de una pila de papeles viejos, tomó un La Aldaba de 1974. En la página de atrás el loco de la corneta había puesto una larga cita de Martin Heidegger. Leyó con la desconfianza habitual en esos casos: Fenomenología del espíritu de Hegel. Estaba en alemán. O en un español antiguo, de ahí su dificultad, con esas horribles lo, las, les, los que sólo servían para confundir.

«Si sólo al final el saber absoluto es de una forma total él mismo, saber que sabe, y si es esto al devenir tal, en tanto llega a sí mismo, pero sólo lo llega a sí mismo en tanto el saber se deviene otro, entonces en el inicio de su andadura hacia sí mismo aún no debe estarlo en y consigo mismo. Todavía debe ser otro y, es más, incluso sin todavía haber devenido otro. El saber absoluto debe ser otro al inicio de la experiencia que la conciencia hace consigo misma, experiencia que, más aún, no es otra que el movimiento, la historia donde acontece el llegar-a-sí-mismo en el devenir-se-otro».

Limpió los lentes y tomó un lápiz para corregir los errores gramaticales:

«Así pues, si en su fenomenología el saber debe hacer consigo la experiencia en la que experimenta lo que no es y lo E que justamente en ello es con él, entonces ello sólo puede ser así si el saber mismo que hace (cumple) la experiencia, de alguna manera ya es saber absoluto. Martín Heidegger…»

Miró el dedo que no estaba. No podía olvidarse de él tan fácilmente, como alguien que despierta de una pesadilla y se da cuenta que es real. Decidió cerrar La Aldaba cuatro o cinco años atrás por esos excesivos errores gramaticales, previa votación de la Asamblea. Luego, revisó los programas de educación para recuperar los valores perdidos, el espíritu original de Calataid, reserva moral del mundo en los oscuros tiempos que han de venir, anunciados largamente por el doctor Uriburu, quien se pegó un tiro en la boca para acallar su propia voz. Eliminé la falsa educación reproductiva, la blasfema teoría de la evolución e todas las demás teorías, e mudé éllas por la enseñanza de los fechos. «Factos e no teorías» fue la lema de esa campaña, inspiración de nuestro pastor George Ruth Guerrero. E si bien la Asamblea se resistió, como siempre, finalmente comprendió la sabia medida e fasta los más progresistas prefirieron perder un ojo a quedarse ciegos. Mas tanto esfuerzo no fue suficiente, e agora la ciudad paga las consecuencias por su falta de fe.

Una mujer que lloraba o se reía lo sacó de sus cavilaciones. Era un llanto breve y ahogado que venía del otro lado de la puerta del corredor; un gemido que se repitió como en un eco reprimido. Abrió e hizo silencio, pero no escuchó más nada. Volvió a cerrar la puerta, dejando del otro lado un suspiro discreto.

Por la ventana vio varias columnas de humo negro que apresuraban el atardecer. Los vecinos habían decidido quemar colchones y cualquier elemento usado para descanso o placer. La quema colectiva provocó algunos incendios mayores que destruyeron pocas casas en Santiago y algunas más en San Patricio. De esta forma se completó la primera profecía de Aquines Moria.

Jorge Majfud

2004

Capítulo de la novela La ciudad de la Luna (2009)

 

 

Shefi

POSTED IN PROZË

Kur ishte nevrik, kryetari i bashkisë numëronte gishtat e dorës. Por të premten në darkë, ndërsa mundohej të lexonte disa revista të shpëtuara nga zjarri i Matricës, vuri re diçka të çuditshme: paskësh nëntë gishta. I numëroi përsëri: prapë, nëntë. Atëherë e përsëriti këtë veprim derisa, i tronditur nga ky zbulim, e hodhi vështrimin mbi një pikturë të Gojas dhe po mendohej. Gjithnjë kishte pasur bindjen se kishte dhjetë gishta. Nga mund t’i vinte kjo bindje? E kishte parë tek të tjerët. Inxhinieri kishte dhjetë, megjithëse nuk ishte plotësisht i sigurt, sepse nuk ia kishte numëruar. Por gjithnjë fliste për sistemin dhjetor, apo diçka të tillë. Inxhinieri numëronte shumë mirë dhe i kishte thënë që gjithçka përsëritet nga dhjeta në dhjetë, sepse kishim dhjetë gishta. Çfarë, të gjithë paskemi dhjetë gishta? – tha me vete kryetari i bashkisë, tani pak nervoz. Ai paskësh nëntë dhe askush nuk ia kishte thënë. Mbase ia mbanin të fshehur, ngaqë nuk donin ta mërzitnin. “Në fund të fundit, ma kanë frikën”, tha me vete dhe buzëqeshi me krenari. Megjithatë, edhe kur kishte qenë një banakier i thjeshtë te klubi Liria, askush nuk i kishte thënë se paskësh nëntë gishta. Kushedi, edhe atëherë mbase njerëzit ia kishin frikën. Ose ndoshta mund ta kishte humbur një gisht pasi e zgjodhën kryetar bashkie. Dreqi e merr vesh, gjithë ata njerëz që e rrethojnë, prek andej e prek këtej, kanë dashur të kenë një kujtim prej tij. Por kur, pikërisht, ta ketë humbur një gisht? Pastaj kjo gjë të dhëmb shumë, ose duhet të të dhëmbë, pastaj, është një gjë që vështirë të kalonte pa u vënë re, edhe për atë që e humbi, por edhe për të tjerët përqark tij. Ose dhimbja ka qenë aq e madhe sa duhet t’i ketë shkaktuar amnezi, si atëherë kur dikush shikon diçka që e ka tmerr ta shikojë dhe i bie të fikët ose zgjohet nga një ëndërr e keqe. Apo mos po i humbiste gishtat e dorës ashtu siç i humbasin diabetikët gishtat e këmbës, pa dhimbje?! Ç’do të kishte mbetur nga gishti i humbur? Cila nga xhungat që kishte në dorë do të kishte qenë ndonjëherë rrënja e gishtit të zhdukur? Shikoi rreth e rrotull. Shikoi pikturën: një grua që mbante arkëmortin me sardelen dhe buzëqeshte kishte pesë gishta në një dorë. Dora tjetër nuk i dukej, por merrej me mend që edhe ajo kishte pesë gishta, sepse natyra shtazore zakonisht është simetrike, në mos në përmasat e saj, të paktën në sasinë e elementëve që e përbëjnë. Megjithëse zemra ishte një e vetme dhe nuk qenkësh as në mes, siç është hunda apo palloshi. Ajo qenkësh e shmangur ca në një anë, ndoshta një provë kjo e papërsosmërisë së saj dhe e pështjellimit të gjithë ndjenjave që dalin apo kalojnë përmes valvulave të saj: dashuritë, gëzimet, trishtimet… Një kaos i vërtetë. Ama, përveç kësaj, gjithçka tjetër në natyrë është simetrike: burrat, gratë, trenat dhe gjethet e pemëve. Sa mbaroi këtë arsyetim, kryetari u ndie i lumtur: në të vërtetë dukej shumë inteligjent. Jo më kot e kishin zgjedhur të qeveriste tërë qytetin, dmth, të gjithë njerëzit që e rrethonin. Nëse qyteti nuk do të ishte i rrethuar me shkretëtirë, do të ishte guvernator edhe për fshatrat fqinje. Do të qeveriste një perandori të tërë. Po ashtu edhe zëvendës kryetari, i cili gjithnjë ngarkohej për gjithçka dhe i cili e nxiti që t’i futej politikës, thoshte të njëjtën gjë. Kishte arritur të bëhej kryetar bashkie falë inteligjencës së tij të mrekullueshme dhe aftësive të mëdha oratorike. Këtë ia thoshte përherë zëvendësi i tij.

Një, dy, tre… nëntë. Hoqi këpucët dhe ia filloi numërimit të gishtave të këmbëve: i dolën dhjetë. Tani, jo i lehtësuar, por me një mospërfillje shqetësimi, kuptoi se gishti që i mungonte ishte në njërën nga duart. Dhe filloi t’i numëronte mbrapsht duke u munduar të përcaktonte se në cilën dorë i mungonte gishti në fjalë. Nëntë, tetë, shtatë… një. Ishin të gjithë. Jo, kishte numëruar keq. Duhej filluar nga dhjeta dhe, nëse përfundonte te dyshi, do të thoshte që i mungonte vërtet një gisht dhe, në vazhdim, do ta merrte vesh se ç’dore i përkiste. I numëroi përsëri dhe e zbuloi i mungonte një gisht në dorën e majtë. Megjithëse e tërë kjo ishte e diskutueshme, njësoj si të përcaktosh se kur fillonte mijëvjeçari i ri: në vitin dy mijë, apo në vitin dy mijë e një. E gjitha varet nëse konsiderojmë se ekziston një vit zero, që nuk ekziston, ashtu si nuk ekziston një gisht zero, por që fillon nga njëshi… A thua vërtet i mungonte një gisht? Sigurisht nuk e kishte vënë re, ngaqë gjithnjë, kur firmoste, e mbante penën me gishtat e dorës së djathtë. I shtriu të dy duart përpara, sa mundi, duke i parë mirë e duke i krahasuar me njëra-tjetrën: i mungonte gishti tregues i dorës së majtë, gjë që tregonte kufijtë e logjikës matematike. Aty ku mungonte gishti dukej një lloj gunge. Dora i ngjante më shumë një mjellme. E dinte nga fotot e librave se ato ndodheshin në bodrumet e bashkisë. U mërzit: nëse do të kishte zbuluar se kishte një gisht më shumë, puna ndryshonte. Mbase do të ishte ndier krenar. Ama, një gisht më pak e shqetësonte, veç nuk e dinte pse. Për një çast i vetëtiti ideja që t’i detyronte edhe vartësit e tij të mos kishin më shumë se nëntë gishta në të dy duart së bashku, por, aty për aty, e prapsi atë mendim, duke i thënë vetes me zë të ulët se ai ishte një qeveritar demokrat dhe tolerant. Të urdhëroje të tjerët të prisnin gishtat pa kurrfarë përligjie ishte një praktikë e egër e të zotëve të deveve që flisnin arabisht. Kështu që duhej gjetur një arsye për këtë. Gjithnjë ka një arsye, për çdo gjë. Për shembull, ata që u shmangen tatimeve apo, siç i thonë ndryshe, që bëjnë evazion fiskal, e meritonin një ndëshkim të drejtë dhe shembullor. Mjaftonte me një dekret që asambleja ta diskutonte fuqimisht dy-tre muaj për të arritur në një masë shumë të nevojshme. Më mirë është të humbasësh një gisht e jo një dorë, një dhëmballë dhe jo kokën… Por gjysma do të ishte më pak krenare dhe ai i përkiste këtij grupi të fatkeqësh të mallkuar. Kështu që, më mirë le të procedohej mbrapsht. Mund t’i ngrinte në detyrë të gjithë ata të cilëve u mungonte, të paktën, një gisht. Kështu po. Kjo do të ishte diçka pozitive, sepse do t’i mësonte të tjerët që, në jetë, e rëndësishme është epërsia personale nisur nga një mangësi. Dhe së shpejti kjo mangësi do të përfundonte duke u kthyer në një virtyt, në një shenjë dalluese. Unë e dija se gjithmonë ai që përpiqet të dallohet nga të varfërit, nga të metët, gjithnjë do të përfundojë duke imituar zakonet e fisnikëve. Kështu që, në pak vite, të gjithë do të përfundonin duke e prerë një gisht. Në djall, tha duke goditur tryezën me dorën me pesë gishta.

Jorge Majfud
Përktheu nga spanjishtja Bajram Karabolli

http://www.mnvr.org/shefi/

La ciudad de la Luna (2009)

 

Obras públicas

Obras públicas


Apenas cinco años atrás, Basílides se atrevía a inventar burlas y absurdos como éstos en La Aldaba, hasta que llegó la orden de cerrar el semanario por un año. Esto impidió que saliera a la luz un descubrimiento que había hecho el mismo pseudoastrólogo en los archivos del Departamento de Obras de la alcaldía, lo cual hubiese, al menos, culminado la serie con broche de oro. Con fecha de agosto de 1945, se había olvidado el proyecto de un «paseo marítimo» que llegó a construirse en parte y que luego las arenas y la memoria de Calataid silenciaron. Los viejos planos, dibujados pacientemente y copiados con tinta azul, y las largas memorias descriptivas todavía revelaban un repentino entusiasmo progresista que de a poco se fue superando. “Tal vez el fracaso del proyecto se debió a la escasa originalidad de los santistas, a una repentina voluntad de copiar éxitos ajenos que llegaban a través de las películas americanas y de las revistas europeas” había escrito Basílides, en el artículo que no llegó a publicarse.

La historia del proyecto comenzó un día que el alcalde, don Juan Medina Medina (1859-1963), resolvió dinamizar la actividad de la ciudad con una gran obra pública que perpetuara su nombre. La idea que tuvo menos resistencia (y que terminó conquistando calurosos aplausos al final) fue la de construir un paseo marítimo que recorriese los límites extramuros de la ciudad. Sólo quedaba un detalle por resolver: ¿Cómo construir un paseo marítimo sin tener antes un mar, o por lo menos un río? La solución, según el ingeniero de la comuna, don Daniel Medina (1864-1963), era aprovechar las curvas de nivel para detectar un posible cause a llenar con agua. En la Asamblea de Ediles, explicó con detalles inconclusos, todo lo que había aprendido en la Universidad de Granada sobre cálculo de curvas de nivel, lo que no sirvió para aclarar mucho las posibilidades de tal proyecto pero en cambio duplicó el entusiasmo popular. Las curvas de niveles aparecieron, porque siempre hay un punto más bajo que  otro, sólo que no hubo forma de hacer pasar por allí ningún arroyo, por mínimo que fuese. Todo lo que no hizo cambiar de idea a las autoridades y de esa forma terminaron construyendo su ansiado Paseo Marítimo. Para llenar el cause del nuevo río se demolió parte de la antigua muralla norte y se desviaron los albañales hacia él, lo que resultaba una idea redonda: no sólo se creaba un paseo para la gente de intramuros, sino que además se solucionaban algunos problemas de saneamiento que habían complicado a sus ciudadanos durante muchos años. Se decía, por ejemplo —y, más tarde, el doctor Salvador Uriburu fue de la misma opinión— que casi todos los aljibes, los pozos de agua y la gran cisterna comunal estaban contaminadas por las aguas fecales que excretaba diariamente la ciudad. Pero esta afirmación, sobre todo luego del fracaso de las obras, fue considerada una ofensa a Calataid y ya nadie se atrevió a reconsiderarla. Según el proyecto de Daniel Medina, de cada lado del futuro Paseo-Marítimo-Albañal se plantarían árboles y flores para disimular el olor que produjo después la exposición de aguas servidas, acompañadas muchas veces por desechos humanos en su estado inicial, lo que no resultaba tan atractivo como se había pensado en el momento de la votación. Pero el pueblo demostró su buena disposición para el Progreso y no quiso hacer reparos a tan importante obra iniciada por las autoridades, lo que lo acercaba, aunque más no sea en una pequeña escala, a las maravillas acuáticas del Sena en París o del Tamesis en Londres. Con todo, ésta había sido una genialidad local, lo que ya tenía su mérito, según Basílides. Pero tan rápido como su proyecto y construcción, se organizó su abandono y olvido durante los inolvidables años sesenta. Después de la independencia de Argel, en 1962, y de los horrores causados por la guerra civil, se comprendió que la demolición del treinta y tres por ciento de la muralla de San Fernando, usada para las nuevas obras, había sido el peor pecado que se había cometido en Calataid en su larga existencia. La muralla permaneció con esa herida, como recordatorio de la barbaridad del progreso, hasta que todos olvidaron la causa que la había provocado y se comenzó su reconstrucción en el año 1963. Como fue imposible localizar las piedras originales, se decidió deconstruir dos torres para reparar el daño histórico de los Medina. Se eligieron las dos torres más altas donde, por algún tiempo y por obra de los nuevos inmigrantes, refugiados de la guerra, se habían instalado dos antenas de radio, por la cual una de ellas era conocida como la torre de Babel. Los oídos de Calataid fueron extirpados en un solo día, lo que fue recibido con alivio y algarabía por la mayoría de su población.

2004

 

 

Periodismo

Periodismo


Escribió un breve artículo justificando los hechos de la semana que comenzaba a quedar atrás y lo envió al director de La Santa Alfaguara. Años antes, cuando ingresó a la alcaldía, había comenzado colaborando en la diagramación y redacción de La Aldaba, hasta que el alcalde lo clausuró en 1977, para crear La Alfaguara de Calataid, inspirada en la fuente que había en el patio central de la alcaldía y en concordancia con el perfil más espiritual que pretendía imprimirle al nuevo periódico. La Aldaba, fundada por su propio padre en 1952, en tiempo de los Medina, salía una vez por semana, sin colores y casi sin fotos. Con la muerte del doctor y la renuncia de alguno de sus frecuentes colaboradores, La Aldaba comenzó a cambiar de estilo y, por momentos, aumentó sus lectores. La letra impresa impresionaba mucho a la gente que sólo conocía la letra manuscrita de sus vecinos, casi siempre dibujada en una libreta de almacén. Por aquel tiempo, Basílides logró convencer al anterior director de La Aldaba, un viejito ciego y casi sordo, de incluir una página de predicciones astrológicas, como las que todavía se veían en las revistas de moda que llegaron antes de 1962. ¿Y quién mejor que él mismo para ello, que tenía en casa un telescopio y sabía algo de cálculos astronómicos? Nunca nadie se preguntó de dónde salían tales predicciones, y el director olvidó pronto que el autor era el nuevo empleado de tesorería. Aunque, después de todo, su método era razonable, o por lo menos consecuente con la teoría de los cuatro elementos: si es cierto que los nacidos bajo un mismo signo heredan de los astros las mismas características psicológicas y hasta la misma suerte, entonces basta con estudiar a una sola persona por signo para saber cómo es el resto de la humanidad y qué posibilidades tiene cada uno en un futuro inmediato. Por ejemplo, Basílides sabía que la nana era de Virgo. Así que, cuando la veía deprimida o ansiosa, escribía, para esa semana: «Virgo, cuide su ansiedad.» Y luego agregaba algún acontecimiento concreto: «recibirá una buena noticia en el campo laboral,» porque sabía que determinado mes su madre le iba a aumentar el sueldo. También sabía que la mujer de don Ferrando era de Escorpio, y cuando la veía un poco más provocativa que de costumbre escribía en Escorpio: «En el amor, necesidad de cambio…» Por supuesto que nunca creyó en la astrología, pero al menos era honesto, aunque un honesto incrédulo: si todos los hombres y mujeres de Virgo no estuvieran deprimidos esa semana y por recibir un aumento de sueldo, si todos los hombres y mujeres de Escorpio no tuvieran la misma mala suerte en el amor, entonces el horóscopo no servía para lo que dice que servía. Y la culpa no era suya. Además, nunca cayó en la gracia de recomendar un número distinto de lotería para cada signo, ni en la costumbre de identificar a un signo con las habilidades artísticas y otro con las habilidades científicas, pues había notado ya, en las enciclopedias, que los nacimientos de artistas y de científicos estaban desparramados indiferentemente por todo el año. Lo cierto es que desde entonces se vendieron casi cien ejemplares más, y nunca nadie quedó desconforme con las predicciones de La Aldaba, incluso cuando leían un signo ajeno como propio o cuando Basílides se equivocaba en el orden. De paso, agregaba fragmentos imprescindibles de Heidegger que sacaba de la alacena de su padre, que asustaban tanto a la nana y le privaron del saludo de sus compañeros de trabajo.

«Al principio de su historia, el saber absoluto debe ser otro que al final. Ciertamente, pero esa alteridad no quiere decir que en el comienzo [era la luz y] el saber en modo alguno todavía no fuese saber absoluto. Bien al contrario, justamente en el inicio ya es saber absoluto, pero saber absoluto que aún no ha llegado a sí mismo, que todavía no ha devenido otro [o el mismo], sino que sólo es lo otro. Lo otro: él, el absoluto, es otro, es decir, es no absoluto, es relativo. El no-absoluto no es todavía absoluto. Pero este todavía-no es el todavía-no del absoluto, es decir, lo no-absoluto no es de alguna manera y a pesar de ello sino precisamente porque es absoluto, porque es[tá] no-absoluto: este no, en razón del cual lo absoluto puede ser relativo, pertenece al absoluto mismo, no es diferente de él, es decir, no se acuesta a su lado, extinto y muerto. La palabra “no” en “no-absoluto” en modo alguno expresa algo que siendo presente para sí yaciese al lado del absoluto, sino que el no alude a un modo del absoluto.

»(Martín Heidegger: Fenomenología del Espíritu. Curso del semestre de invierno, Friburgo, 1930-31. Edición de Der Mann ohne Eigenschaften, 1953. Traducción, introducción y notas: Heidi und seine brüder, Heide und Heger.)»

El día que nunca existió

El dia que mai va existir

El día que nunca existió


Joseph Hanlon (el autor de Who calls the shots y Peace without profit) había ido a Pemba por un reportaje para la BBC a Nteuane Samora Machel. El hijo del célebre revolucionario mozambicano se encontraba haciendo ejercicios militares en el norte; Graça, su madre, estaba en Londres recibiendo un nuevo premio y aún no era la esposa de Nelson Mandela.

Al día siguiente, Joe y su esposa Teresa programaron una recorrida por las islas y nos invitaron a Nadia y a mí para que los acompañásemos, no sé si por compromiso o porque les caímos bien en la cena con Nteuane. Salimos un viernes o un sábado desde Quizanga, en un barco de pescadores y llegamos a Ibo casi al atardecer.

Recuerdo, como esta noche, que nos instalamos en una casona antigua, propiedad de un amigo de S.M. Las habitaciones sobraban y yo imaginé que Nadia tomaría la que daba al mar. Porque allí habían máscaras y unas enormes pinturas de algún artista desconocido; y porque Nadia evitaba siempre quedarse en la misma habitación que yo. Pero después de que arrojé mi maleta sobre una de las camas de la habitación trasera, apareció ella e hizo lo mismo. Sin consultarme siquiera, dijo que iba a quedarse ahí, conmigo, porque la asustaban las máscaras que no pueden hablar.

—Prometo que no diré ni “a” en toda la noche —dije yo, fingiendo suficiencia— y que no intentaré espiarte desnuda.

—Más te vale— respondió, buscándome los ojos. Sentí en mi boca esos ojos, profundamente azules como los de su madre.

—¿Hiciste tu reporte diario?— pregunté al rato, refiriéndome a las largas cartas que le escribía a Damián. Ella le detallaba todos los paisajes que había visto durante el día, evitando (lo se) mencionar mi desinteresada compañía. Tal vez disfrutaba más escribiéndole a Damián, mirando las cosas por él que por ella misma; porque el amor es uno de esos pocos estados en que uno es feliz pero además está obligado a reconocerlo. Creo que yo también la quería de alguna forma.

—Hoy no —dijo tirándose en la cama—  No tengo luz y estoy cansada. Además hoy es un día que nunca existió. Mañana seguirá a lo que fue ayer, ya que no sabemos si fue viernes o si fue sábado… No te molesta, ¿no?

—Claro que no —dije sin haber comprendido claramente—. Se te nota cansada y algo nerviosa.

Después de dudar un instante, reconoció: —Sí, es verdad. Hace demasiado tiempo que no sé nada de Damián. Yo sé que también él estará preocupado.

—Y con más razones —agregué—. Yo que él no te hubiera dejado venir sola.

—Pero si no estoy sola!— casi gritó, incorporándose de golpe. Sin embargo, como era su costumbre, poco después me invitó a retirarme porque quería descansar.

Con el sol todavía alumbrando, salí con uno de los guardias en busca de azúcar para el té y aproveché el momento para conseguir la zuruma. El guardia fingió no comprender mi portugués pero, poco después, me prometió unas hojitas para el anochecer.

Cuando volvió a esa hora, los ingleses y Nadia estaban tomando el té en el patio, apenas alumbrados por una vela. Joe y Teresa festejaban una historia de Nadia. Debió contarles la vez que un ministro de la dictadura uruguaya se rió ante el ministro de la marina de Bolivia, porque le oí traducir lo que el boliviano le había respondido a su colega:

— At what do you laugh? Don’t you have a Ministry of Justice?

Al lado de la puerta que daba a la calle encontré la sombra del guardia (creo que se llamaba Babá o Dadá, lo que podía ser un nombre brasileño o africano);  sonriendo,  me  dijo  que con aquello me iba a sentir muy bien y que si quería podía conseguir más. Después me habló de Pangane y de otras islas más al sur; confundió América con la américa más pobre, aduló la claridad de mi portugués y no supo decirme si era quinta o sexta-feira.

Cuando volví al patio (estaba tan oscuro que ni siquiera notaron mis movimientos) Joe me habló sobre un baile que habría en la isla. Me sugirió que fuésemos, Nadia y yo, por lo que adiviné quería quedarse solo con su mujer esa noche. Después me sorprendió que Nadia aceptase ir; porque todo en África le molestaba: el olor de los quimoanes, los mosquitos de los macondes, el machismo de los macúas que imponía a las mujeres el acarreo del agua diaria. Yo le recordé que aún más odioso era el machismo de nuestro orgulloso mundo desarrollado, que prohibía a una mujer mirar una obra en construcción o caminar sola una noche de verano. De aquel diálogo descubrió que siempre había vivido cuidándose de algún tipo de vejación; y que detrás de sus labios desnudos y su mirada clara llevaba incorporado, desde muy joven, un velo tan hermético como ese otro visible que llevan algunas mujeres musulmanas. O peor, porque ni aún así estuvo un día segura entre nuestros latin lovers. Y que si había una raza odiosa en el mundo era, precisamente, esos representantes del sexo superior. ¿Cuándo en India, en Egipto o en Mozambique se había sentido tan amenazada  como en Montevideo o como en Chicago?

Reconozco que, a pesar de la repetida oscuridad de esa noche, Nadia llamaba la atención de cualquiera; más que de costumbre. Creo que se había arreglado con esmero; para impresionar, como en la fiesta del Buckingham Palace. El sol de África no había hecho mucho sobre su piel; porque no era posible arrancarle  otro color que no fuera el rosado vergonzoso de sus mejillas cuando alguien  le elogiaba la tranquilidad de sus ojos o el trazo ligero de su perfil; y porque le tenía tanto miedo a la intemperie extranjera que nunca salía sin una cantidad excesiva de escudo solar o de repelente para  mosquitos. Bastaba con que el calor le bajara un poco la presión para imaginarse insolada o enferma de malaria, rodeada de dos mil kilómetros de caminos intransitables.

Esperábamos tambores y negros saltando alrededor de una hoguera y lo que encontramos fue casi lo mismo pero con música  de  Madona.Mientras  hubo  combustible  parael prehistórico generador,  los  quimoanes  y Nadia  bailaron  como  animales.

Pero  la  luz  y  la  música  no  llegaron  hasta  media  noche. Poco antes, se extinguieron en un rugido casi africano. Hasta que todo quedó como en un cuarto oscuro. De a poco comenzaron a distinguirse algunas cosas, sobre todo cuando la luna salía detrás de las nubes: el mar, un enorme cajueiro que limitaba por arriba el patio, el muro de bambú, algunos rostros oscuros y con enormes risas blancas, casi siempre de mujeres con ganas de probar.

Salí a la calle y tomé por la principal, que era como una avenida ancha y arenosa, limitada de un lado y del otro por espesos árboles negros y ruinas de dos pisos, casi todas abandonadas. No encontré a Nadia y ni la busqué. ¿Tenía yo que cuidar de ella? Creo que sentí rabia y liberación al mismo tiempo. Armé el “cigarro de Mueda” y lo fumé mientras caminaba hacia la plaza.  Entré a la plaza y recorrí todas las sombras y verifiqué que tampoco allí había nadie, como si la población toda prefiriese las palhotas en la selva a los antiguos palacios portugueses. Después tomé por una de las calles secundarias y caminé hasta otra sombra sobre la arena. De repente advertí gente como fantasmas. Algunas personas rodeaban algo y murmuraban quimoane en silencio. Entonces me acerqué para ver que rodeaban a Nadia, acostada en la arena blanca y oscura mientras un hombre montaba sobre su sexo. Estoy seguro que ella me veía y veía a los demás que la miraban. Y estoy casi seguro que sonreía o hacía un gesto que no era de dolor. El hombre era uno de los guardias de la casa, el mismo que nos había acompañado al baile y el mismo que ella mató. Porque fue ella que lo mató con una asada y no yo, como me quiso hacer creer al otro día. Pero eso de nada importa; porque ese día fue el día que nunca existió y nunca nadie lo sabrá. Por otra parte, lo que me había vendido el guardia no era zuruma sino hojas de otra planta que ya no recuerdo el nombre. También en esto se equivoca mi querida Nadia.

Jorge Majfud

1997

La palabra

3am, Dubai Airport

Image by joiseyshowaa via Flickr

La palabra

Con creciente nerviosismo hacía figuras triangulares doblando el papelito donde decía 22-A. Trataba de pensar en las ventajas de la A o de la K sobre las letras intermedias. Estaba seguro que iba a pronunciar la palabra apenas se enfrentase con la mujer de la puerta H.

Esta certeza absurda lo había asustado tanto que sin mirar a ningún lado dio un paso y se salió de la fila. Fingió un malestar. Tomó su maleta y se dirigió al baño. Hizo varios movimientos sospechosos: tomó por un pasillo lleno de gente que se dirigía en dirección contraria; debió forcejear con diez o veinte personas que no advirtieron que alguien iba a contramano. Todos olían a perfume, a limpio. Los hombres llevaban trajes negros y azules. Hasta los homofóbicos llevaban medias y corbatas rosas, porque estaban de moda. Predominaban los perfumes dulces. Alguno, incluso, olía a sandía, pero sin el pegote que produce el azúcar de la sandía secada en la mano. Al menos cinco mujeres llevaban joyas auténticas, con predominancia del oro blanco. Todas se parecían. Todas debían ser hermosas, según los enormes anuncios de belleza de las vidrieras de los free shops. Labios carnosos de una boca que podría abrirse y tragar a una persona. Ojos gigantes de párpados sin arrugas.

Aunque había nacido allí, aunque había vivido cuarenta años allí, 22-A se sentía extranjero, o algo le llamaba la atención. Estaba perturbado por ofender la rigurosa rutina; ultimamente no había cumplido con los servicios habituales de los domingos; una reciente experiencia en la montaña —estuvo una semana sin conexión, alejado por un accidente climático de todos los índices que más ama— lo había mantenido bajo una leve pero sospechosa fiebre. Su nuevo estado se revelaba con enigmáticas freses, quizás pensamientos. “Un día para Dios —le decía a un amigo de la bolsa—; seis días para el Dinero”.

Tomó por otro pasillo sólo por salvarse de la corriente que lo arrastraba en un esfuerzo comprometedor. Aunque no sabía hacia dónde estaba la batería de baños que había usado media hora antes, caminó simulando seguridad. Después de varios cambios de dirección que debieron percibir las cámaras ocultas en oscuras esferas de navidad, dio con unos baños.

Entró en un gabinete arrastrando el carrito de su maleta y se forzó a orinar. Pero no tenía nada para hacer y temió que del ducto de aire lo estuviesen vigilando. Un agujero negro no revelaba la presencia de ningún ojo de vidrio. Ni su ausencia tampoco.

Los diálogos obscenos de los años sesenta que durante años fueron borrados por la rigurosa higiene moral en curso, comenzaban a regresar de una forma más digna. Con letras impresas de impecable color rojo, la empresa W quería recordarle al feliz orinante que el mundo estaba en peligro y necesitaba de su colaboración. Enfrente, en la puerta, otra leyenda prevenía al defecnate de turno de los engaños de toda forma de alivio y de la necesidad de una permanente alerta máxima.

Guardó el pene con pudor y salió, absurdamente nervioso. ¿Qué diría si alguien lo detenía y lo interrogaba? ¿Por qué estaba nervioso? Si no tuviese nada para ocultar no tendría motivos para esa palidez en el rostro, para ese sudor revelador en las manos.

Mientras se lavaba las manos pudo verlo. Esta vez sí, había una pequeña cámara. O fingía ser una cámara, no importa. Como esas semiesferas que cuelgan en las grandes tiendas. De diez, tal vez una tenga una cámara que vigila. Lo importante no es que exista o no, sino que nadie pueda afirmar con certeza si existe o no. Una especie de agnosticismo de la mirada ajena era el mejor freno a los instintos más bajos. Vigilancia que nadie podría acusar como violación de privacidad, porque todos aquellos eran lugares públicos, incluido el sector del baño donde la gente se lava las manos. Las cámaras (o la sospecha de las cámaras) estaban ahí para seguridad de la misma gente. De hecho nadie estaba en contra de este sistema, sino todo lo contrario. Habría que imaginar qué terrible sería si no existiesen esos puntos de control. Quienes de vez en cuando se atrevían a imaginarlo se horrorizaban o escribían voluminosas novelas que se vendían como pan caliente.

Por alguna razón, 22A comprendió que ir al baño y no poder orinar no podría ser nada extraordinario. Menos sospechoso. Esta idea lo calmó. Tocándose el estómago, luego la cabeza, tratando de pensar qué podía haberle hecho mal, salió de nuevo en dirección a la puerta H.

—El monstruo debe morir. ¿Qué opina usted?

—¿Cuál monstruo?

—¿Cuál más? Barbasucia.

—Oh, cierto, Barbasucia, el monstruo…

—Duda de que es un monstruo?

—¿Yo? No, no dudo. Es un monstruo.

—Entonces, ¿por qué pregunta cuál monstruo? ¿Estaba pensando en Barbavieja?

—Bueno, no. No precisamente.

—Qué otro monstruo podría merecer ser juzgado en un tribunal como el que juzgó a Barbasucia? ¿Puede explicárselo a la audiencia de Tú Noticias Show?

—Bueno, no sé…

—Pero duda.

—Sí, claro, dudo. Dudo firmemente.

—Increíble. ¿En quién está pensando?

—No puedo decirlo.

—¿Cómo que no puede? ¿No vivimos en un mundo libre, acaso?

—Yes, Sir. Vivimos en un mundo libre.

—Entonces diga lo que está pensando.

—No puedo.

—¿Acaso no es libre de decir que Barbasucia y Barbavieja son dos monstruos?

—Sí, señor, soy libre de decirlo y de repetirlo.

—¿Entonces?

—¿Soy libre de decir todo lo que pienso?

—Por supuesto. ¿Por qué lo duda?

—Cualquier cosa que diga podría ser usado en mi contra. Es mejor ser una buena persona.

—Claro, libertad y libertinaje no son lo mismo.

—Yes, Sir.

—¿Me va a decir lo que estaba pensando?

—Yes, sir.

—¿Estaba pensando que gracias a Dios los dictadores son juzgados por la justicia?

—Sí, señor. Siempre he pensado que todos los dictadores deberían ser juzgados. Me apena un poco que algunos se escapen siempre.

—Excelente. El problema es que no vivimos en un mundo perfecto. Pero sus palabras son muy valientes. Claro que semejante acto de rebeldía no hubiera sido posible bajo una dictadura monstruosa como la de Barbasucia o la de Barbavieja.

—Sí, señor.

—¿Se da cuenta que puede decirlo libremente?

—Sí, señor.

—¿Alguien lo está torturando para decir lo que no quiere decir?

—Señor, no señor.

—Comprende, entonces, el valor de la libertad?

—Sí, señor.

—Excelente. Volvemos a estudios y seguimos con Tú Noticias Show, donde Tú eres la estrella protagónica. ¿Me escucha Rene? ¿Aló me escuchan?

Pero no se puso en la fila que estaba esperando para ingresar. Quiso saber si estaba seguro de sí mismo. Por un instante se sintió mejor, ya no tenía los síntomas del pánico. Pero todavía no había alcanzado la certeza de que aunque lo obligaran, no iba a pronunciar la palabra. Sabía que bastaban fracciones de segundo para pronunciarla. Fracciones que habían sido fatales para mucha gente que, ignorantes del peligro, ignorantes de las consecuencias de sus actos, se habían atrevido a usarla en broma. Sabía del caso de un senador extranjero que había entrado en una tienda para comprar una pluma. Cuando pasó por la caja la empleada le preguntó qué era aquello. ¿Para qué diablos preguntó eso? ¿No sabía que una pluma se usa habitualmente para escribir? Aún si la pluma tenía otras funciones, por ejemplo sexuales o para servirse el pan en el desayuno, ¿qué le importaba a ella para qué quería ese objeto diminuto que se vendía en su propio negocio? Es decir, en el negocio de alguien que ella no conocía pero para el cual trabajaba día tras día bajo de aquellas luces que no permitían saber si era de día o de noche, como en los gallineros industrializados donde las buenas ponedoras no ven nunca la luz variable del sol.

Una pluma señorita. Eso debió responder el senador. Pero no, el muy torpe dijo la palabra, como si la ironía fuese reconocida por la ley. Qué tonto; la ironía sólo es reconocida por la inteligencia. Si aquello fuese aquello el senador no lo hubiese dicho. Lo dijo porque aquello no era aquello y decirlo debía ser gracioso, como cuando los surrealistas ponían en un museo una pipa y de título Esto no es una pipa.

El senador tuvo suerte porque era senador. Su país pagó una fortuna y lo dejaron libre después de varios días de cárcel. Un pobre diablo quién sabe qué. Un pobre diablo tiene que cuidarse mucho de no decir la mala palabra y, además, no parecer que está a punto de decirla.

Apenas llegó a este punto se dio cuenta que decirla era cuestión de una leve distracción. De una leve traición, de esas que un hombre o una mujer enferma suele ejercer contra su misma integridad física, arrojándose de un balcón sin razones o estampándole un beso a la mujer más puritana del continente, que al mismo tiempo es la jefa de quien depende el trabajo y la vida de un pobre diablo, un diablo enfermo.

Se puso de pié casi con rebeldía. Se puso de pié sin pensarlo. De repente se descubrió de pié, rodeado de gente que sin detener su marcha apurada lo miraba como si estuviese rayado. Comenzaba a parecer sospechoso, ahora ya no solo sospechoso para sí mismo sino para el resto de la gente. Se dio cuenta de que lejos de favorecerlo la prórroga y la meditación le estaban haciendo mal. En malas, en pésimas condiciones llegaría a la mujer de la puerta H. Se enfrentaría a la menos linda de todas las funcionarias y le diría la palabra. Cuanto más pensara más probabilidades tendría. ¿No había estado pensando en ir a la puerta H cuando de repente se vio a sí mismo parado, de un salto, al lado de su maleta gris y de las demás personas que lo veían pasar?

De repente, sin recordar los pasos anteriores, se encontró frente a la mujer de la puerta H que le preguntaba:

—¿Algo para declarar?

A lo que respondió con un silencio que sospechosamente se iba alargando.

La mujer de la puerta H lo miró y miró al guardia. El guardia se acercó sacando un transmisor de la cintura. Enseguida aparecieron dos más.

La mujer repitió la pregunta anterior.

—Algo para declarar?

—Paz —dijo.

Los guardias lo tomaron de los brazos. Sintió que unas pinzas hidráulicas le cortaban los músculos y finalmente le partían los husos.

—Paz! —gritó esta vez— un poco de Paz, sí, eso es, Paz! ¡Paz, carajo! ¡Paz, la concha de tu madre!

Los guardias lo inmovilizaron con una dosis eléctrica de alto amperaje.

Fue acusado ante tribunales de atentar contra la seguridad pública y más tarde condenado por haber ocultado a tiempo la palabra con la palabra Paz, que también es peligrosa en estos tiempos especiales. La defensa apeló el fallo recurriendo a alteraciones psiquiátricas, producto de su traumática experiencia reciente en la montaña.

Jorge Majfud

2006

Milenio (Mexico)

El ombligo del mundo, 2055

El ombligo del mundo, 2055

Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.

Juan Carlos Onetti, El astillero, 1961.

A la hora en que el día aún no ha perdido el calor exiguo de los últimos días del verano, cuando la gente termina de salir por fin de sus oficinas y los embotellamientos en las afueras de Manhattan comienzan a disolverse lentamente, a esa hora en que los comercios del downtown cierran sus puertas y bajan sus cortinas de acero hasta las casas de mascotas, adelantándose, con precaución y estrépito, a la oscuridad precoz de los atardeceres de un invierno que todavía no llega, un hombre ligero y sin prisa camina hacia el sur, escondido detrás de una barba blanca, casi amarilla por un misterioso efecto del atardecer, con la mirada fija en sus próximos dos pasos, tal vez pensativo o simplemente cansado, con una bolsa de tela gris en la espalda que deja adivinar el cuerpo ahora frío y tímido de un saxo. Luego se detiene. Deja de murmurar pensamientos largos e indescifrables, pensamientos que arrastran reflexiones poco claras sobre los efectos del atardecer en el ánimo melancólico de alguien que se narra a sí mismo su propia vida, y entra en un viejo edificio del Midtown, reciclado y extremadamente pulcro en su interior, alfombrado contra los pasos indiscretos, iluminado estratégicamente para que sus salas y pasillos dejen ver los pies y los cuerpos que entran y salen, disimulando con imprecisión los rostros que los acompañan. Un olor agradable de velas frutales llena cada recinto, mientras diferentes pantallas informan al cliente sobre los servicios accesibles esa noche.

El hombre de la barba blanca, ahora azul, se acerca a una de las máquinas y lee con cuidado. Con un dedo, también azul, elige una opción en la pantalla y la máquina le extiende un ticket que dice F. y, sin querer o sin pensarlo, como un hombre cansado que se sumerge distraídamente en un sueño profundo, continúa reflexionando sobre las cosas que lo envuelven y se introducen en esa repentina nostalgia, como un huracán mudo e invisible se introduce en una casa y extrae de ella los muebles, los pedazos de puertas, los cuadros que colgaron allí por años y los va desparramando por la ciudad. Diferentes pasillos lo conducen, como en un aeropuerto, a una pequeña puerta que vuelve a repetir F. Entra y deja el bulto en una pequeña mesita. Se sienta al lado y espera. Mira: la cámara F es pequeña y familiar, apenas más grande que un cuarto de baño y desprovista de los aparatos que se pueden encontrar en uno de esos.

Una de las paredes mayores es de vidrio y comunica visualmente con la otra cámara gemela, tan parecida a la anterior que cualquiera confundiría el cristal transparente con un espejo, si no fuera por el detalle de que del otro lado no se encuentra el que mira.

Espera que se encienda la luz violeta. Generalmente no demora más de tres o cuatro minutos, pero hay que considerar que a esta altura del año la gente está más concentrada en su trabajo. No tardará; de todas formas, no tardará en encenderse la luz y el tiempo sólo comenzará a correr desde entonces: cinco minutos. Y mientras repite “no tardará”, saca el saxo de la bolsa y comienza a tocar algunas notas sin demasiado orden. Sospecha del correcto funcionamiento de uno de los botones. El temor de que el instrumento se descomponga le recuerda los días de su juventud. Hasta que por fin se enciende la luz y aparece alguien.

Alguien. Como era de esperar, es una mujer. Más precisamente, una mujer joven, con uniforme de colegio, aunque nunca es posible determinar si lo que la persona lleva se corresponde realmente con alguna de sus actividades diarias o ha sido elegida para la ocasión. Casi siempre es así. Como la máscara de calavera que lleva puesta. Mucha gente opta por las máscaras, porque si bien Nueva York es infinita, siempre queda la posibilidad de que uno reconozca en la calle a alguien que pudo haber visto en un Confesionario, deformado por la luz azul pero en ocasiones reconocible por la fuerza de sus ojos.

[Por otra parte, todavía hay gente que siente timidez al desnudarse, ya sea en un lugar público o en su propia casa. Todos saben que en cada momento están siendo filmados o escuchados (por el gobierno o por uno de esos imperios privados que se han arrogado el derecho de decidir por los demás), aunque nadie advierta la presencia de alguna cámara o de algún micrófono oculto. Sin embargo, no todos se han acostumbrado a ese conocimiento con la suficiente naturalidad. Podría ocurrir que el funcionario de turno reconociera a la persona que, en su propia casa, se desnuda o se apresta a defecar en ese momento; o que no resistiera la tentación de publicar esas imágenes en la Red Global. Y si bien esto último es delito federal, nada garantiza que mañana o pasado aparezca el video de un cura católico masturbándose en algún rincón de Nueva Guinea o de la hija de un pobre profesor explorando su cuerpo virgen en su cuarto de San Pablo. Al fin y al cabo, el crimen también es delito federal y no por ello ni por todas estas medidas de seguridad ha disminuido. Tal vez ahora se pueda prevenirlo. Poco tiempo atrás, estudios neurológicos de laboratorio descubrieron que no sólo los sueños producen ondas energéticas en el cerebro sino también el pensamiento hablado. A partir de entonces resultó relativamente sencillo darse cuenta que cada palabra posee un nivel de energía y una frecuencia de onda particular, dependiendo de las lógicas variaciones de los dialectos y de la emotividad diferente que cada palabra tiene en distintas regiones de un mismo país. Y así como en la antigua informática una letra o un número eran la combinación de dos impulsos diferentes, lo que luego se transforma en palabras, en sonidos y en imágenes, se terminó por inventar un sistema decodificador del pensamiento hablado. Como en el pasado, esto tuvo importantes aplicaciones militares, casi exclusivamente. De la red de espionaje Echelon se pasó a espiar el pensamiento de cada individuo. Con el nuevo sistema, se procesaron nueve millones de pensamientos por segundo en todo el mundo. Dependiendo de determinados parámetros de pensamiento, el sistema seleccionaba aquellos que pudieran ser de interés del Gobierno, de la empresa financiadora de la Red o de algún funcionario de turno, motivado más por el azar y el aburrimiento que por intereses de Seguridad Nacional. Así que no sólo se espió a terroristas, a artistas, a posibles filósofos y a inventores de nuevas estrategias comerciales, sino también a conocidas estrellas del cine y de la vida diaria, creándose de esa forma un verdadero tráfico ilegal de fantasías eróticas, casi siempre producidas por mujeres, como solía ocurrir en el pasado con las imágenes de Internet. Sólo unos pocos advirtieron esta actividad secreta y omnipresente de la Inteligencia Militar—que terminaba por cumplir la profecía bíblica del Génesis—y la denunciaron diez minutos antes de ser detenidos por las Fuerzas del Orden. Los que la recibieron por la Red Global de Resistencia la callaron mientras pudieron. De este grupo, una minoría no fue enviada a manicomios, porque tuvieron la rara habilidad—esa habilidad tan particular de los seres humanos y que consiste en romper todas las reglas previsibles a fuerza de genialidad—de crear nuevas formas de pensamiento codificado. Como se comprenderá, no es posible describir qué tipo de forma pudieron ser esas, ya que ningún sistema de lectura pudo compararla con parámetros de pensamiento conocidos hasta el momento de la programación de dicho Dios-máquina. Pero todo ha sido advertido por los resultados: muchas personas en el mundo dejaron de pensar, por lo menos eso registran los sistemas de lectura de pensamientos más avanzados. O de hecho nunca pudieron hacerlo. Y es por esa misma falta de acostumbramiento al progreso de la Sociedad Global, que muchas personas pasaron de los lentes oscuros al uso de máscaras, del pensamiento libre a la distracción y el divertimento. Como el velo trae malos recuerdos a algunas personas, han proliferado otras formas de ocultamiento: hay máscaras para ir al baño, máscaras para dormir en días de calor o para hacer el amor de forma ilícita. Hay una máscara para cada cosa y ninguna deja traslucir algún aspecto de la personalidad de quién la lleva, lo que ha llevado a una perfección en el arte de borrar lo distinto. Porque si no es posible ocultarse del Gran Dios-máquina, por lo menos es posible que nuestros semejantes no nos reconozcan con facilidad, en caso de producirse el milagro de la fama. Sin embargo, en este proceso de abstracción del ser humano, siempre queda algún detalle insignificante que, a la larga, termina por convertirse en un elemento de máxima significación. A veces es un lunar en una nalga, otras veces cierto perfil de un muslo o de los hombros. Todo esto provocaba en la gente un sentimiento de tristeza e insatisfacción que se confundía con la felicidad. Sin embargo, nada de esto era inevitable. Como solía ocurrir antiguamente, tal vez se hubiese sido suficiente el sólo cuestionamiento del actual estado de cosas, de no ser porque Alguien lo había previsto transformándolo en una empresa por lo menos improbable, ya que los críticos y los filósofos habían sido exterminados, condenados al olvido o enterrados bajo una lápida con la misma e irrefutable inscripción: IDIOTA. Por el contrario, es posible que se continúe perfeccionando la solución inicial: no pasará mucho tiempo para que se vean por las calles personas ataviadas de pies a cabeza, sino por un denso paño negro como en Oriente, tal vez por sucesivas manipulaciones de la apariencia personal.]

Por un momento, el músico abandona sus pensamientos melancólicos y vuelve a la salita del confesionario. Mira a la joven con cuidado. A juzgar por sus piernas, se podría decir que aún no ha terminado la secundaria. Hay otros detalles que lo confirman: su timidez, por ejemplo. Ha pasado un minuto y aún se mantiene de pie, explorando con su máscara de muerte la cámara, como si fuese la primera vez que entra a una, mirando a través del cristal como si quisiera reconocer al hombre de barba blanca, sentado en una silla, contra la otra pared, con un saxo sobre las rodillas y con la mirada triste, fija en ninguna parte.  Por un instante piensa que el hombre es ciego, pero es sólo una impresión pasajera. Sería absurdo y, además, acaba de mover los ojos hacia sus pies. Es decir, la está mirando. Eso le recuerda que el tiempo se va y hay que comenzar. Entonces tantea con una mano la solidez del cristal, como un movimiento instintivo y que sólo sirve para perder más tiempo. Sabe que tiene tres centímetros de espesor y que es antibalas, pero igual tantea con disimulada fuerza. Hubiese preferido que en su primera vez hubiese un hombre joven, aunque tiene sus ventajas: le da más asco y menos miedo. Luego verifica que ha cerrado la puerta con llave y comienza a desnudarse. Sin duda, es una joven vergonzosa. Sus caderas aún no se han destacado del resto del cuerpo: predomina su altura, cierto parecido con algún personaje de El Greco que ha visto la semana anterior en el MOMA, acentuado por esa luz fría del confesionario, a un paso de ser confirmada o descartada por un sentimiento trágico que amenaza con instalarse del otro lado del cristal. Podría ser su padre, su abuelo. Pero así es esto. “Deseas lo que condenas”, le había dicho la amiga. “Necesitas abrir una válvula de escape, y el sexo es la válvula de la moral” Pero la moral estaba ahí, para aumentar la tensión y el deseo, como ese vidrio que la protegía. La máscara no es lo más apropiado, piensa el músico. Una vez un hombre se suicidó en un confesionario. Pero es preferible no recordar esas cosas ahora; bastante tiempo le ha llevado limar las aristas filosas de algunos recuerdos. De acuerdo, el olvido es un arte de moda, aunque es mal practicado: los médicos nos obligan a recordar lo más desagradable de nuestra existencia, aquello que la sensibilidad echó a los sótanos de la memoria, al tiempo que la estupidez mediática se divierte destruyendo lo que queda en el salón principal.

Bien, no ha terminado de desnudarse completamente, pero se detiene. Observa otra vez a través del cristal. El viejo que le ha tocado en la gemela no se ha movido desde que ella entró. No está ciego. Tampoco está muerto. Podrían haberla engañado poniendo un maniquí, uno de esos hologramas animados que alguna vez estuvieron de moda, antes que volvieran los hombres de carne y hueso. Pero no; está tan vivo como triste. Su tristeza se contagia a través del vidrio. Es como la pobreza: salpica. Una amiga le había contado que los hombres, apenas las ven entrar, se pegan contra el cristal, casi siempre exponiendo lo suyo, y tarde o temprano terminaban por ensuciarlo. Incluso, una vez le había tocado una mujer que mordía el cristal como si estuviese rabiosa, allí mismo donde otros hombres habían hecho sus necesidades esparciendo su semen idiota. De esta historia le había quedado en la retina la imagen casi imposible de una mujer mordiendo un vidrio por el lado plano, hasta que en la casa de otra amiga descubrió a una perra haciendo lo mismo para pedirle a su dueña que le abriese la puerta del fondo.

Eso le habían contado de los hombres. No era el caso de este viejo. Así que se sintió segura del todo, y terminó por desnudarse. Se paró cerca del cristal y dio media vuelta, con la punta de los pies resistiéndose al giro. Luego se quedó mirándolo un instante. No había de qué temer, porque así como la seguridad de aquellos recintos era rigurosa, también lo era la higiene: un minuto después de desocupada la sala, se llenaba automáticamente con radiación desinfectante, por lo cual no había posibilidades de contagio alguno. De hecho, no se conocía ningún caso de contagio, por lo cual el Ministerio de Salud certificaba cada año la seguridad de los Confesionarios. Por otro o por el mismo lado, el Gobierno Central invirtió casi la mitad de su presupuesto anual en una campaña moralizadora que ya se ha integrado al consciente colectivo, y que consistió en promover la práctica de la masturbación. Sin duda, todos los estudios científicos habían demostrado las ventajas higiénicas de esta costumbre, a lo que hubo que agregar los beneficios de la clonación y de la reproducción asistida, más tarde llamada “reproducción controlada”. Una vez removida la vergüenza de ser filmado en un acto masturbatorio, gracias a la campaña remoralizadora del gobierno y de las instituciones privadas sobre Relaciones Sexuales, la pornografía adquirió un lugar predominante es la sociedad y en la psicología del ciudadano medio. Todo lo que significó un avance en la natural necesidad de libertad que existe en cada ser humano. No disminuyó el interés por el sexo sino todo lo contrario; sólo se produjo una verdadera revolución en la práctica sexual, con la curiosa eliminación del coito en la clase educada.

Él también la miraba, aunque ahora sus ojos demostraban sorpresa, más sorpresa que desinterés. Ella insistió y fue mucho más allá: con el corazón agitado, se sacó la máscara y lo miró a los ojos. Una sonrisa viva ocurrió en él, un segundo antes que sonara la chicharra. Excederse un minuto del tiempo límite significaría el pago de un ticket nuevo, por lo que la joven tomó apresuradamente la ropa que estaba en el suelo, se vistió y salió sin volver a mirar hacia atrás.

El músico salió sin la misma prisa, notando que la joven había olvidado su máscara en el piso. Imaginó que en ese preciso instante ella estaría saliendo por la Quinta, mientras su camino lo conducía lentamente a la Sexta. En la Quinta tal vez tomaría un taxi y se perdería entre los diez millones de anónimos que habitan la ciudad. No volvería a ver esa sonrisa que había esperado ver (eso lo pensaba ahora) durante años, desde que se inventaron los confesionarios. Durante años había visto mujeres de todo tipo, hombres a veces, ensayando y repitiendo esas poses que debían ser consideradas obscenas, esperando furiosas que él reaccionara intentando romper el cristal irrompible, o algo así, como si les hiciera falta algo del peligro que se evitaban en los confesionarios.

Para ser más exactos, había estado esperando esa sonrisa desde que llegó a Nueva York, cuarenta y tantos años atrás. Era la sonrisa, incluso diría que era la mirada, el gesto, la presencia fantasmal de aquella joven que amó cuarenta y tantos años atrás. Es decir que tal vez nunca había entrado nadie a la cámara gemela del confesionario, la última vez, sino su atormentada imaginación, afiebrada por el primer resfrío del invierno del año 2055, que casi lo mató, impidiéndole trabajar en el Central Park y, lo que era peor, sumergiéndolo en una profunda y comprensible nostalgia de viejo.

Jorge Majfud

2000

El primer hombre

Leaving traces on soft sand dunes in Tadrart A...

El primer hombre

El primer hombre


Realidad es la locura que permanece

y locura es esta realidad

que ya se desvanece


El doctor Uriburu había vuelto una noche de una casa de curación clandestina, en Gitanera, con una historia que nunca reveló en vida. Según él, no había ido allí en busca de mujeres sino de un camellero de nombre Ibrahim que lo engañaba vendiéndole falsas traducciones del árabe. Una de estas historias —«El primer hombre»— que el doctor retocó en su sintaxis, procedía de una columna de las cisternas de Garama. Como había explicado en otros folios, estas columnas estaban escritas en griego y en latín, en forma de apretada espiral que cubría todo el fuste como una cinta, de arriba a abajo.

Según esta historia, hubo una época en que los hombres y las mujeres poblaban el mundo sin saber por qué nacían y morían, como el resto de las cosas. En realidad, solían ver animales muertos, árboles incendiados por rayos fulminantes, hermanos abatidos, padres y madres agonizantes. Pero los ejemplos no eran lo suficientemente abrumadores como para temer el propio fin de cada uno. Lloraban por sus muertos, pero no los asustaba desaparecer.

Ocurrió un día que uno de ellos tuvo una idea extraordinaria, a todas luces inconcebible: él mismo, quien había visto morir a un hermano, también se iba a morir. Durante muchos días estuvo triste, sentado sobre una piedra al borde del río. Había comenzado a contemplar su imagen en el espejo del río (cuando todavía había ríos) y se había perdido más tarde en la contemplación de los árboles, del cielo que lo cubría, del sol poniéndose detrás del perfil de las montañas y las estrellas. Con la salida del nuevo sol no mejoró su situación.

Seguía triste, profundamente triste y no sabía por qué. Era sencillo; estaba triste porque había descubierto que la muerte lo esperaba en el cruce de algún camino. Pero para alguien que había vivido treinta años sin saberlo era un descubrimiento todavía oscuro. Casi no tenía palabras para explicar esta idea. Es decir, que aún más tiempo tardó en entender que todo camino conducía al mismo punto. Se dijo que este lugar era siempre triste, porque aunque era el punto común de todos los caminos allí siempre iba a llegar solo. Entonces comprendió por qué la gente lloraba cuando alguien querido partía hacia las estrellas, tan lejos que no podían volver a verlo nunca más.

Después de varios días de vagar por la soledad del desierto (cuando el desierto aún no era mortal para un hombre solo), concibió una nueva e inevitable idea: si le contaba a los demás por qué se encontraba en ese estado de pena, seguramente dejaría de sufrir. O su sufrimiento no sería tan pesado. Había descubierto que un hombre no puede sostener él sólo una revelación tan pesada, que debe compartirla con los demás, ya que ellos también compartían su mismo destino. Descubrió que, por esta razón, los demás son, de alguna forma, uno mismo.

Entonces se sonrió, por primera vez desde aquel terrible día, y subió hasta la aldea. Una columna de humo le indicó el camino. Debajo de esa columna, supo que otros hombres y otras mujeres (esas otras formas de sí mismo) asaban un cerdo salvaje.

“Un cerdo muerto”, pensó, por un momento con miedo.

En el camino se encontró con un joven que jugaba con una pluma de ganso y sintió que no podía esperar a llegar a la aldea para contar lo que le había ocurrido.

Al principio el joven de la pluma no comprendió, ya que siempre había pensado que algo ocurre cuando acontece afuera, como un ave que es derribada con una lanza o como una tormenta que arroja fuego sobre la montaña. Pero ¿cómo podía ocurrir algo adentro de una persona que no sea sólo el latido del corazón?

El hombre comprendió que el joven no había comprendido y se apresuró a llegar a la aldea.

Al día siguiente, el joven de la pluma, que había pasado la noche en la pradera, llegó a la aldea y supo que el hombre que le había contado la historia más extraña e inolvidable de su vida había sido asesinado. Mejor dicho, había sido sacrificado a los nuevos dioses de la montaña. Supo también que lo habían matado por algo que sabía, por algo que había descubierto por sí solo en el río, o quién sabe cuándo, según le dijeron. Entonces el joven sintió tanto miedo que huyó desesperado, consciente ahora de que poseía algo que los hombres querían o despreciaban. Y mientras huía, también supo que ese algo no era una piedra, ni era un fantasma ni era un demonio sino algo que había aprendido, algo que había descubierto y que llevaba consigo en alguna parte.

Trató de recordar qué era aquello que tanto aterraba a la aldea y recordó lo que le había ocurrido al primer hombre. Recordó que el hombre sabía que iba a morir, tal como ocurrió el día después. El hombre lo había predicho, por lo tanto era verdad.

Sin embargo, algo aún más terrible o maravilloso había ocurrido: el joven de la pluma también sabía que el primer hombre iba a morir, sin dudas, mucho antes de que la gente de la aldea se lo dijera. No tenía por qué dudarlo, porque por entonces no existía la mentira.

Entonces ya no pudo deshacerse de esa idea y la idea comenzó a propagarse como una epidemia: no sólo sabía que él se iba a morir, sino también todos los demás, de una forma o de otra, más tarde o más temprano. Lo nuevo, lo terrible no había sido tanto la muerte como la conciencia de llevarla adentro desde aquel día.

El joven siguió huyendo y, cada vez que se encontraba con alguien en el camino que le preguntaba por qué huía, contaba esta historia, porque aún no había aprendido a mentir. De forma que la idea de que todos moriremos algún día prendió tan fuerte en cada uno y contagió tan fácilmente a los demás, que pronto no hubo sobre la tierra ya nadie que no lo supiera.

Durante siglos los hombres buscaron un consuelo a su más profunda angustia, pero todas las respuestas parecieron pequeñas ante la muerte. Hasta que alguien, no se sabe quién, descubrió la verdad. Y como vieron que a todos servía como respuesta a los temores del primer hombre, la defendieron con su sangre y con la sangre de los demás, primero, y con la mentira después.

Jorge Majfud

2005

Milenio , II (Mexico)

La Era de Barbaria

 

Jerusalem

Image by George Eastman House via Flickr

L’ era della Barbarie (Italian)

The Age of Barbaria (English)

La Era de Barbaria


En el año de Barbaria se comenzaron los viajes anuales al año treinta y tres. Se eligió ese año porque, según las encuestas, la crucifixión de Cristo llamaba la atención de más gente en Occidente, y se pensó en este sector social por razones económicas, ya que los viajes al pasado no habían sido dirigidos ni mucho menos financiados por el gobierno de ningún país, como alguna vez ocurrió con los primeros viajes al espacio, sino por una empresa privada. El grupo financiero que hizo posible la maravilla de viajar por el tiempo fue Axa, a instancias de el Ordenador mayor de Tecnologías Blue, que sugirió infinitas ganancias por prestación de “servicios turísticos”, como en su momento se llamó. Desde entonces, varios grupos de treinta personas han viajado al año treinta y tres para presenciar la muerte del Nazareno, como antiguamente hacían los turistas comunes cuando en cada equinoccio se concentraban al pie de la pirámide de Chitchen-Itzá, para presenciar la formación de la serpiente con las sombras que la pirámide arrojaba sobre sí misma.

El mayor inconveniente que encontró Axa fue el reducido número de turistas que podían asistir al evento por vez, lo que generaba ganancias que no estaban acordes con las expectativas millonarias de la inversión, por lo que de a poco se fue llevando ese número hasta la cifra de cuarenta y cinco, a riesgo de llamar la atención de los antiguos pobladores de Jerusalén. Luego la cifra fue conservada sin alteraciones, a instancia de uno de los principales accionistas de la empresa que arguyó, razonablemente, que la conservación de ese hecho histórico en estado original era la base que justificaba los viajes, y que si cada grupo producía alteraciones en los hechos, ello repercutiría en un abandono del interés general por realizar ese tipo de viajes.

Con el tiempo se comprobó que cada alteración histórica de los hechos, por mínima que fuera, era casi imposible de reparar. Lo que ocurría cuando alguno de los viajantes no respetaba las reglas de juego y pretendía llevarse algún recuerdo del lugar. Como fue el caso más conocido de Adam Parcker que, con increíble destreza, logró recortar un trozo triangular de la túnica roja del Nazareno, probablemente en el momento en que éste cae rendido por el cansancio. El hurto no significó alguna alteración en las Sagradas Escrituras, pero le sirvió a Parcker para hacerse rico y famoso, ya que el diminuto trozo de lienzo pasó a costar una fortuna y no pocos de los viajeros que se tomaron la molestia y el gasto de retroceder miles de años lo hicieron para ver dónde le falta al Nazareno el “Triángulo de Parcker”.

Algunos pocos han puesto objeciones a este tipo de viajes que, aseguran, terminarán por destruir la historia sin que podamos advertirlo. En efecto, es así: por cada cambio que se introduce en un día cualquiera, infinitos cambios se derivan de él, siglo tras siglo, diluyéndose de a poco o multiplicándose en sus efectos. Para advertir un mínimo cambio en el año treinta y tres sería inútil recurrir a las Sagradas Escrituras, porque todas las ediciones, por igual, acusarían el golpe olvidando completamente el hecho original. Cabría una posibilidad de rastrear cada cambio proyectando otros viajes a años anteriores al año de Barbaria, pero a nadie le importaría un proyecto semejante y no habría forma alguna de financiarlo.

Tampoco importa ya la discusión sobre si la historia debe quedar como está o es lícito modificarla. Pero esto último es, en todo caso, peligroso, ya que es imposible prever los cambios resultantes que produciría cualquier alteración. Sabemos que cualquier cambio podría no ser catastrófico para la especie humana, pero sería catastrófico para los individuos: no seriamos nosotros los que estaríamos vivos ahora, sino cualquier otro.

En una posición contraria se encuentran los grupos religiosos más radicales. Los servicios de información de Barbaria han descubierto recientemente que un grupo de evangelistas, pertenecientes a la Iglesia Verdadera de Dios, de Sao Pablo, hará el viaje al año treinta y tres. Gracias a la limosna de sus fieles, el grupo ha logrado reunir la suma varias veces millonaria que cobra Axa por el ticket. Lo que aún no se ha podido confirmar son las intenciones del grupo. Se dice que pretenden hacer volar el Gólgota e incendiar Jerusalén en el momento de la Crucifixión, para que de esa forma lleguemos al tan ansiado Fin de los tiempos. Toda la historia desaparecería; todo el mundo, incluidos los judíos, reconocerían el error, se volverían al cristianismo en el año treinta y tres y el mundo entero viviría bajo el Reino de Dios, tal como estaba descrito en los Evangelios. Lo cual es discutido por otra gente.

Otros no se explican cómo los viajantes pueden presenciar la crucifixión sin tratar de evitarla. La respuesta teológica es obvia, por lo cual los menos interesados en evitar el martirio del Mesías son sus propios seguidores. Pero para los demás, que son la mayoría, Axa ha decretado sus propias reglas éticas: “De la misma forma que no evitamos la muerte de un siervo entre las garras de un león, cuando viajamos al África, tampoco debemos evitar las aparentes injusticias que se comenten con el Nazareno. Nuestro deber moral es conservar la naturaleza y la historia como están”. La crucifixión es patrimonio de la Humanidad, pero, sobre todo, sus derechos han sido adquiridos totalmente por Axa.

De hecho, los cambios serán cada vez más inevitables. Después de seis años de viajes al año treinta y tres, se pueden ver, a los pies de la cruz, tapas de refrescos y escrituras con lápiz químico en el palo mayor, algunas de las cuales rezan: “tengo fe en mi señor”, y otras sólo se limitan a poner el nombre de quien estuvo por allí, junto con la fecha de partida, para que las futuras generaciones de viajantes lo recuerden. Por supuesto, también la empresa comienza a ceder ante la presión de los clientes insatisfechos, apuntando a un mejoramiento radical en los servicios. Por ejemplo, Barbaria acaba de enviar un representante técnico al año veintiséis para que logre la producción de cinco mil metros cúbicos de asfalto y negocie con Pilatos la construcción de un corredor más confortable para vía Dolorosa, lo que hará menos fatigosa la recorrida de los viajantes y, además, sería un gesto misericordioso con el Nazareno que más de una vez se rompió los pies con las piedras que no veía en su camino. Se ha calculado que la mejora no significará cambios en las Sagradas Escrituras, ya que allí no se demuestra preocupación especial por el urbanismo de la ciudad.

Con estas medidas, Axa pretende ponerse a salvo de la lluvia de reclamos que viene sufriendo por supuestas insuficiencias del servicio, teniendo que enfrentar últimamente juicios muy costosos de clientes que han gastado una fortuna y no han regresado complacidos. El motivo de los reclamos no siempre es causado por el fuerte calor de Jerusalén, o por la congestión en la que se encuentra atrapada la ciudad el día de la crucifixión. Sobre todo se debe a las expectativas no satisfechas de los viajantes. La empresa se defiende diciendo que las Sagradas Escrituras no fueron escritas bajo su control de calidad, sino que son solo documentos históricos y, por lo tanto, exagerados. Allí donde muere el Nazareno, en lugar de haber una noche profunda y estremecedora apenas se oscurece el cielo por una concentración excesiva de nubes, y nada más. Los católicos han declarado que este hecho, como todos los referidos en los Evangelios, debe tomarse en su valor simbólico y no meramente descriptivo. Pero a la mayor parte de la gente no satisfizo la respuesta de Axa ni la del Papa Juan XXV, que salió en defensa de la multinacional, gracias a la cual la gente ahora puede estar más cerca de Dios.


Jorge Majfud

Jerusalén, 1995

Milenio (Mexico)

Milenio II (Mexico)

 

En nombre del bien supremo

En nombre del bien supremo


A la sexta o séptima noche de encierro, tal como había predicho el doctor, se le quitaron las manchas de la peste. Cuando lo subieron esa tarde oscura, y vimos que esta vez el reo estaba limpio, procedimos inmediatamente a ejecutar el mandato democrático del jurado.

El tiempo había desmejorado. Un clima imposible se instaló durante tres días sobre el desierto de Aurora. Soplaba un viento gélido del norte, cargado de lascas de hielo que pinchaban la piel de la cara. Abajo, en el aljibe, Santoro no había notado este cambio. Pero afuera el frío era insoportable. Quizá este fenómeno había sido una de las razones para que las cosas se precipitaran. La espera en la plaza comenzaba a impacientar a la gente; corrían el riesgo, también nosotros, de pescarnos una nueva epidemia.

Llevaron a Santoro a la plaza Matriz, en un carretón cerrado, vigilado por dos muchachos que no conocía. Iban uniformados. En sus rostros aún podían verse vestigios de una infancia muy reciente, disimulada por un gesto adusto que habrían copiado de algún alférez experimentado, que les había enseñado a ser hombres y a amar a su patria con fanática obediencia. Sus ojos reflejaban todo el orgullo de guerreros a sueldo que aún no han muerto.

En la plaza se había reunido todo el pueblo. El alivio que había comenzado a sentir al salir de la torre de Abel terminó cuando escuchó de lejos a la multitud, murmurando. Era como si en su cabeza hubiesen apoyado una pesada máquina moledora de maíz y en ese momento la hubiesen puesto a funcionar.

Una vez en la plaza, lo empujaron hacia el centro y le desataron las manos. El nuevo monaguillo dijo una frase en latín que Santoro no comprendió. Luego un funcionario con uniforme azul puso en sus manos un hacha de picar leña y me indicó el camino. En el centro habían construido una plataforma de madera. Olía a leña fresca. Arriba estaba el asesino, revolcándose, envuelto en una tela negra.

—Terminemos con esto de una sola vez —dijo el hombre y se retiró.

Santoro hizo un gesto de desaprobación; o de temor. Tomó el hacha pero la dejó caer al suelo. Una expresión de fastidio general se hizo sentir con pocas palabras. A un costado, pero muy cerca de allí, un grupo de mujeres murmuraba una oración, tal vez un rosario en latín. Al principio, pocos las reconocieron por sus vestidos largos y oscuros. No eran las monjas teresitas, porque las santas del convento nunca salían de sus oraciones. Probablemente no supieran que ya se había resuelto el enigma del Mayor Augusto (probablemente no supieran que el Mayor Augusto había sido asesinado ni mucho menos que se murmuraban obscenas relaciones con su hija).

Luego se supo que las mujeres pertenecían a una rama escindida de la iglesia del pastor George Ruth Guerrero y, a pesar de sus votos protestantes, habían encontrado en el estudio del latín un camino al origen de la verdadera fe.

Pero en la deforme cabeza de Santoro estas palabras incomprensibles rebotaron sin encontrar un sentido. Miró hacia los costados y vio una multitud sin límites, llenando cada uno de los rincones de la plaza y de las calles y los callejones que iban a dar ahí. No gritaban, pero rugían como el mar que había visto en una película, días antes. La máquina de moler maíz volvió a dar vueltas y a hacer estallar los granos mientras el asesino se revolcaba en el centro, emitiendo gemidos que no se oían claramente porque un paño le llenaba la boca.

Advirtiendo la incipiente desobediencia de reo, el alguacil se abrió paso entre la multitud hasta alcanzar el centro. Con una estaca trazó una línea casi imaginaria en el suelo gastado de la plaza, y dijo:

—Aquellos que son del lado de la justicia, deste lado, e aquellos que no, dellotro.

Hubo alguna tímida protesta, pero finalmente todos se pusieron “deste lado”. Es decir, el asesino y Santoro quedaron del otro.

—No tiene nada que temer —intentó consolarlo Aquines Moria—. Cumpla con su deber de ciudadano e cruce la línea. Sus hijos serán agradecidos un día. Tendrá pagado ansí todos sus pecados e los pecados de sus padres.

—¡Vamos, no tenemos toda la noche! ¡Congelamos nos!

Cumplió con su deber. Golpeó al asesino con el revés del hacha. No quería cortarlo, no quería sentir el filo en la carne, no quería ver sangre. Sólo quería que se dejara de mover, como un pez afuera del agua. Sólo quería acortarle el tormento de alguien que sabe va a morir, tarde o temprano, en medio de una multitud excitada y gozosa.

—¡Mata élo, mata élo de una vez!

Le dio otro golpe, esta vez un poco más fuerte que el anterior.

—¡Divino! ¡Mata amí también! —gritaba una mujer, tocándose los senos.

—Isso es, mi gallo, mata élo de una vez —gritaban todos al mismo tiempo.

—¡Mata élo! —uno.

—Sabía que no iba a nos defraudar —otro.

—Es uno déllos nuestros —y otro más.

Siguió golpeando con fuerza la bolsa negra, pero no había caso. No había forma que se quedara quieta.

—¡Divino! —seguía gritando la mujer de los senos enormes—. No apurés vos tanto.

—Sí, termina élo de una vez —pedía otro.

—¡En la testa!

—En la mollera, más aí.

—Eso es, en la testa.

Sin duda, era una buena idea. Con la algarabía, no se le había ocurrido. Tenía que haber comenzado por allí, con un solo y preciso golpe. Esa hubiese sido la mejor forma de evitarle tanto dolor.

—¡Termina élo, termina élo!

Fue en la cabeza. Sólo así dejó de retorcerse y la gente saltó de alegría.

El Santoro estuvo sin sentido un largo rato. Cuando el griterío aflojó, como una tormenta de arena que se retira, Santoro se acercó al asesino y lo sacó de la bolsa. Tenía el traje de pájaro puesto. Lo habían agarrado así o lo habían obligado a ponérselo, para terminar no sólo con el asesino del Mayor Augusto sino, sobre todo, con el mito del pájaro justiciero; mito que seguramente a esa altura ya se había confundido con el gallo negro, el cual, se decía, no era posible verlo dos veces sin morir de un infarto.

Sus ojos apenas se movieron para quitarse la sangre que no le dejaban ver.

—No sufras, hermano —dijo el pájaro—; yo maté al Mayor Augusto. Alguien tenía que hacerlo…

Estaba reventado. Quiso decir algo, algo importante, algo que debía importarle más a Santoro que al pájaro (o eso le pareció a Santoro). Pero su rostro se quedó en una especie de sonrisa pensativa. Y no parpadeó más.

A partir de ese día, todo volvió al orden en Aurora, lentamente. Santero, el loco de la trompeta, se sentó extramuros a esperar el tren y allí permaneció como un mendigo. Secretamente, todos sabían qué esperaba y, también en secreto, todos esperaban la aparición del tren, por última vez. Mientras tanto, Santoro pregonaba que el desierto sepultaría la ciudad maldita. Le perdonaron esta repetida ofensa porque estaba loco, porque sus días estaban contados y porque finalmente reconocieron que Evita, la duna mayor, comenzaba a desbordar la muralla de Santiago. La próxima tormenta de arena —decía Santoro—, la próxima tormenta olvidará la ciudad santa. Entonces, la despreciable humanidad nunca se enterará de su orgullosa existencia, de su heroica misión en la tierra.

La noche siguiente, algunos seguidores del pájaro recordaron, en voz baja, en un rincón de la placita triangular de San Patricio, el día del juicio. Recordaron cómo su propio hermano lo había matado con un hacha, desprendiéndole las piernas del resto del cuerpo. Y alguno, incluso, dijo que antes de morir, poco antes de alzar el vuelo, el pájaro había recitado:

Realidad es la locura que permanece
y locura es esta realidad

que ya se desvanece

Y como una maldición, continuaron recordando otros versos. Nadie sabe quiénes fueron los primeros en guardar los hechos de la Restauración y los versos prohibidos de Aurora. Ni siquiera, nadie supo si algunos versos habían sido recordados la noche siguiente a la ejecución o nacían de las bocas murmurantes de los nuevos recitadores. Pero en cualquier caso, decían que eran los versos del pájaro y su virtud consistía en haber continuado escribiendo muchos años después de su muerte. No más allá de Aurora, porque quienes lo intentaron murieron ahogados en el desierto que, junto con sus muros de espesura sobrehumana, protege a la ciudad santa.

Algún lugar del mundo, setiembre 2007

 

 

La sociedad amurallada

La sociedad amurallada

Con el paso de los años, y gracias a una atenta observación de sus clientes, el doctor Salvador Uriburu había descubierto que la mayoría de la población de Calataid carecía del origen europeo que alardeaba. En sus ojos, en sus manos, persistían los esclavos nígros que repararon las murallas en el siglo IX y seguramente los más antiguos esclavos que construyeron las cisternas en tiempos de Garama. En sus gestos rituales persistían los seguidores de Kahina, la sacerdotisa del desierto africano convertida al judaísmo antes de la llegada del islam. Dentro de la minoría blanca, también la diversidad era notable, pero había sido puesta en suspenso mientras estaban ocupados en considerarse la clase representativa (y fundadora) del pueblo. Los mismos ojos azules podían encontrarse detrás de unos párpados rusos o detrás de otros irlandeses; los mismos cabellos rubios podían cubrir un cráneo germano u otro gallego. ¿Cómo era posible -había escrito Salvador Uriburu- que un pueblo tan diverso fuese tan racista y, al mismo tiempo, desbordara tanto patriotismo, tanto amor fanático por una misma bandera? ¿Cómo se puede venerar el conjunto y al mismo tiempo despreciar las partes que lo conforman? Al menos que la veneración patriótica no sea otra cosa que la Mentira Necesaria que una de las partes alimenta para usar a las otras partes en beneficio propio.

En una de sus últimas apariciones públicas, en mayo de 1967, en la sala de notables del club Libertad, el doctor Uriburu había ensayado un ejercicio que molestó a los nuevos tradicionalistas, una vez que fueron capaces de descifrar el cuestionamiento. Salvador Uriburu había dibujado, en una pizarra negra, una serie de al menos 15 triángulos, círculos y cuadrados. Cuando preguntó a los presentes cuántos tipos de dibujos veían allí, todos estuvieron de acuerdo en que veían tres. Cuando les pidió que eligieran uno de esos tres tipos, todos eligieron el grupo de los triángulos, y el doctor volvió a preguntarles cuántos grupos veían en el grupo de triángulos. Todos dijeron que había, por lo menos, dos grupos: un grupo de triángulos isósceles y un grupo de triángulos rectángulos.

—Más o menos isósceles y más o menos rectángulos —dijo uno con perspicacia, advirtiendo que los dibujos no eran perfectos.

—Las figuras no son perfectas —confirmó Salvador Uriburu—, como los humanos. Y como los humanos todos vieron primero las diferencias, aquello que las figuras tenían de diferente, antes que ver lo que tenían en común.

—No es verdad —dijo alguien—, los triángulos tienen algo en común entre sí. Cada uno tiene tres lados, tres ángulos.

—También los círculos y los cuadrados tienen algo en común: todos son figuras geométricas. Pero nadie observó que también había un único grupo de dibujos, el grupo de las figuras geométricas.

Salvador Uriburu no puso nombres ni aclaró el ejemplo, como era su costumbre. A quien le caiga el sayo que se lo ponga. Pero después de meses de discutir la extraña y pedante exposición de las figuritas del doctor, el pastor George Ruth Guerrero llegó a la conclusión de que este tipo de pensamiento le venía al doctorcito de la secta de los humanistas y, seguramente, de los alumbrados.

—El grupo de las figuras geométricas —concluyó el pastor, con el índice erecto— representaba a la humanidad e cada grupo de figuras representaba una raza, una religión, una desviación e ansí sucesivamente. Los humanistas quieren facernos creer que la verdad no existe; que es igual la fe de los moros e de los judíos que la verdadera fe de los cristianos, la raza de los elegidos e la raza de los pecadores, la moral de nostros padres e la sodomía de los modernos, los vestidos de nostras mujeres e la desnudez impúdica de las nigerianas.

Lo acusaron de gnóstico. Se sabía, por rumores y por revistas llegadas de la Francia, que el Heterodoxo había conquistado el resto de Europa con una creencia insólita: la verdad no existía; cualquier herejía podía ser tomada como un sustituto de la verdadera fe y de la razón lógica. Y se decía que alguien intentaba introducir todo eso en Calataid.

La alusión fue directa, pero el doctor Uriburu no respondió. La última vez que entró en la sala de notables, en agosto de 1967, se esperaba que dijera que estaba a favor o en contra de esta superstición, que definiera, de una vez por todas, de qué lado estaba. En lugar de esto, salió con otra de sus figuras que no se correspondía con su profesión de científico, y mucho menos con la del creyente, lo que demostraba su irremediable descenso en el misticismo, en la secta de los alumbrados que, se decía, se reunía todos los jueves en una cámara desconocida de las antiguas cisternas.

—Una vez un hombre subió a una montaña de arena —dijo— y al llegar a la cumbre decidió que ésa era la única montaña del desierto. Sin embargo, enseguida advirtió que otros habían hecho lo mismo, desde otras cumbres. Entonces dijo que la suya, la que estaba bajo sus pies, era la verdadera. Otro hombre, tal vez una mujer, decidió bajar de su duna y subió a otra, y luego a otra, hasta que comprendió (quizás sobre la duna más alta) que las dunas eran muchas, infinitas para sus fuerzas. Entonces, cansado, dijo que el desierto no era una duna de arena en particular, sino todas las dunas juntas. Dijo que había unas dunas más altas y otras más pequeñas, que un solo puñado de arena, de cualquiera de ellas, no representaba a una duna en particular sino a todo el desierto, pero que ninguno, como ninguna de las dunas, era el desierto, completamente. También dijo que las dunas se movían, que aquella duna verdadera, que permitía la única perspectiva del desierto y de sí mima, cambiaba permanentemente de tamaño y de lugar, y que ignorarlo era parte inseparable de cualquier verdad única. A diferencia de otro caminante exhausto, este descubrimiento no lo llevó a negar la existencia de todas las dunas, sino la pretensión arbitraria de que sólo había una en la inmensidad del desierto. Negó que un puñado de arena tuviera menos valor y menos permanencia que aquella duna arbitraria y pretenciosa. Es decir, negó unas ideas y afirmó otras; no fue indiferente a la eterna búsqueda de la verdad. Y por eso fue igualmente perseguido en nombre del desierto, hasta que una tormenta de arena puso fin a la disputa.

Un silencio indescriptible siguió al nuevo enigma del doctor. Luego un murmullo reprimido llenó la sala. Alguien tomó la palabra para anunciar el final de la reunión y recordó la fecha de la próxima. Sonó la campana; todos se levantaron y salieron sin saludarlo. Sabía que también les molestaba que dudase de la tolerancia y de la libertad de Calataid, recurriendo a metáforas como si fuese una víctima de la Inquisición o viviese en tiempos del bárbaro Nerón.

Uriburu se quedó sentado, mirando por la ventana los viejos y rapaces que pasaban montando en bicicletas y no podían verlo, con las manos en los bolsillos de su saco, jugando con un puñado de arena. Perdió la razón veinte días después. Un extraño diagnóstico, de su puño y letra, concluía que Calataid padecía de “autismo social”. El autismo, decían sus libros, es producto del crecimiento acelerado del cerebro que, en lugar de aumentar la inteligencia, la reduce o la hace inútil debido a la presión de la masa encefálica contra las paredes del cráneo. Para el doctor Uriburu, más preocupado por la arqueología que por la biología, las murallas de Calataid habían provocado el mismo efecto con el crecimiento de su orgullo o de población. Por lo tanto, era inútil pretender curar a los individuos si la sociedad estaba enferma. De hecho, suponer que la sociedad y los individuos son dos cosas diferentes es un artificio de la vista y de la medicina, que identifica cuerpos, no espíritus. Y Calataid era incapaz de relacionar dos hechos diferentes con una explicación común. Más aún: era incapaz de reconocer su propia memoria, grabada escandalosamente en las piedras, en los vacíos húmedos de sus entrañas, y negada o encubierta por el más reciente invento de una tradición.

Jorge Majfud

Del libro Perdona nuestros pecados (2007)

Squawk Back (SA)

Las entrañas de la bestia

Las entrañas de la bestia


1.

Es de noche, o anochece. G. se ha sentado, como cada día a las 19:00, en su sillón de la biblioteca, con un vaso de whisky lleno hasta la mitad, sin hielo, y mira el televisor nuevo que le entregó un viajero a cambio de una cuenta incobrable. Lo mira sin entusiasmo; no le atrae la novedad. Una mujer sonríe, sale del mar y sube a un auto descapotable. Bebe un sorbo largo y vuelve a sentir ese calor que en pocos minutos más lo dejarán del todo relajado, fugazmente feliz, como si su tristeza hubiese sido sólo un error, un estado injustificado del ánimo. Un hombre saca un revólver y apunta al espectador, o a la pantalla, o a una cámara que tal vez ahora está descompuesta y archivada en algún sótano de Londres. James Bond, agente 007, con licencia para matar. A G. le gusta esa música, porque no suena ahora; está sonando en algún tiempo indescifrable. Túru-túrun-túru. La mujer es hermosa y no se preocupa en vano. Todo termina bien. Ahora la música viene del Caribe o desde una isla griega. G. no alcanza a descubrirlo; pero no importa. La imagen de esas olas es hermosa, eterna. Tal vez el alcohol ya hizo efecto. Se sonríe, se relaja otra vez y luego baja las cejas preocupado: alguien golpea con la mano de bronce que cuelga de la puerta de entrada.

De inmediato recuerda la carta que le dejaron la otra noche por debajo de la puerta:

«Desde el mismo momento que recibas este único aviso, empiezá a temblar. No a rezar, porque sabemos que sos un ateo hijo de puta que no cree en nada».

No son golpes amables, se da cuenta. Ha sido una orden.

«Ahora sabemos bien dónde vivís y dónde está la madriguera en la que se esconden tus amigos, los intelectuales que pretenden arruinar este país que no les pertenece. Sabemos muy bien dónde trabajan para difundir mentiras sobre la gente honrada que, aunque les pese, defenderá a la Patria de los comunistas, de montoneros, de los judíos y de los homosexuales. Por haber enfrentado a Dios y a la Patria, los exterminaremos como a ratas».

Entonces G. se levanta, ya relajado pero todavía triste, atraviesa la sala con esculturas, abre y los ve a los tres, uniformados de autoridad, de prepotencia.

—Señor J. G. —oye que dice el primero, el que ordena, el que no pide, el que está por encima de los cuatro y entra sin esperar.

G. no responde. Tampoco fue una pregunta. El coronel entra con los dedos cruzados detrás de la espalda, como gustan hacer los que admiran a Napoleón o a algún otro genio militar cuando está pensando en la Historia. Gira sobre su talón izquierdo y lo mira.

—Perdón, buenas noches —dice el coronel, casi amable, sonriendo— ¿Podemos pasar?

Así es, está relajado, pero todavía triste.

—Qué se les ofrece —dice G., al tiempo que piensa que esa frase la debió escuchar anoche en la televisión. Era un hombre alto y oscuro que había asesinado a otro y lo perseguía la policía.

—Venimos a hacerle una visita. Rutina, en realidad. Nos gusta ir de casa en casa, aunque le confieso que prefiero ir al cine —el coronel habla alto, como si estuviese acostumbrado a hablar en un colegio de sordos, mientras camina de un lado para el otro, por la misma senda—, pero cuando la patria llama no podemos negarnos— termina y toma un bloc de hojas que G. tiene siempre al lado del teléfono.

—Sargento —dice, entregándole el bloc— guárdelo, que nos puede servir.

—Sí, mi coronel.

Al lado, debajo de la guía telefónica, queda la carta de advertencia:

«Limpiaremos este país de las ratas, especialmente de aquellas ratas que, como usted, bajaron de las bodegas de los barcos. Y seguiremos cumpliendo con nuestro deber patriótico, mandando al infierno a los que pretenden acabar con la Libertad de nuestra Nación, sin esperar a que leyes mariconas le dejen tiempo para reproducirse.

«Abra bien los ojos, no duerma, porque lo estaremos vigilando día y noche para cumplir con nuestro irrenunciable mandato.

Libertad, Patria y Honor».

2.

El coronel le pide los lentes. G. duda, luego se los da. Con un ademán barroco, el coronel se los prueba, mira a sus subordinados y pregunta qué tal se ve. Los dos aprueban con una mueca exagerada. Luego trata de leer otro lomo de libro, evitando tocarlo.

—Caramba —dice— así se ve todo distinto.

Esta vez se anima y toma un libro, lo abre y hace que lee para una fotografía.

—A ver, soldado, ¿no parezco un intelectual?

—Sí mi coronel, parece un intelectual.

—Yo diría, un hombre inteligente.

—Eso es, mi coronel. Debería quedarse con los lentes de Cuatro Ojos.

—Soldado, ¿no le dije que tuviera respeto cuando se está en casa ajena? —le reprocha el coronel. Y luego, fingiendo que intenta olvidarlo, vuelve a mirar el libro que tiene en sus manos y pregunta:

—Dígame, doctor…

—No soy doctor, usted lo sabe.

—Bueno, digamos que no tuvo una educación formal, pero para mí es doctor. Con tanto libro amontonado, cómo podría llamarlo? Además, ¿no da usted clases en la Universidad? ¿Qué es lo que enseña, doctor?

—Literatura anglosajona… —dice G., casi disculpándose.

—¡Qué bien suena eso! Pero, dígame, profesor, ¿para qué sirve eso? —dice el coronel y lo mira, victorioso. Siempre que hace preguntas de ese tipo sale bien parado.

—¿Para qué sirve la literatura, profesor?

G. ha estado pensando la respuesta. Una pregunta obvia. Por eso, tal vez, nunca se la planteó seriamente y ahora el señor coronel viene a poner el dedo en la llaga. Sin mirarlo y sin salir de ese ligero ensimismamiento producido por la tristeza o por el alcohol, G. murmura:

—¿Para qué sirve la literatura..? Bueno, para muchas cosas. Pero si usted está preocupado por las utilidades y los beneficios, como lo sospecho en su pregunta, le diré que difícilmente un espíritu estrecho albergue una gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa…

G. se detiene; probablemente ha cometido un error, en todo caso intrascendente: ha querido responder con una idea en un momento en que cualquier idea o cualquier razonamiento es apenas el marco escenográfico de una acción cuyo desenlace ya está resuelto de antemano.

Baja las cejas hasta tapar casi totalmente los ojos, mientras se pregunta qué tiene él de aquellos vikingos que cruzaron el Atlántico norte hace mil años. Desde niño se los imaginaba como dioses que sólo conocían el miedo ajeno. Recorría los caminos húmedos de Fyn, donde vivía el abuelo Sune, rodeado de los campos de los Jørgensen, y no se imaginaba el dolor de la barbarie, el sudor agitado de la guerra, la tristeza del abandono. Ahí estaba delante de él ese hombre uniformado, de pelo negro y de hablar deliberadamente pausado, que en esencia no era otra cosa que uno de aquellos bárbaros que hundían barcos en Nydam Mose. Ese hombre tenía más de vikingo que él, que sólo tenía la sangre y que soñaba cada noche que un grupo de romanos invencibles habían decidido matarlo. G. levantaba una espada con mango de oro, como si con ese gesto estuviese formulando una acción mágica de sus antepasados que pondría en fuga a sus enemigos. Pero la espada se volvía tan pesada que sus dos brazos no podían sostenerla, y se caía con la punta contra el piso, momento en que los hombres de pelo muy negro aprovechaban para acercarse a él y lo rodeaban con espadas más livianas y más filosas. Y así lo mataban. Es decir, así despertaba con el corazón golpeándole la garganta y los oídos, como si fuese a reventar por el esfuerzo. Más de una vez G. pensó que moriría de esa forma, y que la gente diría, al día siguiente: «pasó de un sueño al otro», porque la gente tiene la idea que morir en la cama es una de las mejores formas de cumplir con lo inevitable, cuando en realidad puede ser una de las formas más violentas de morir, una forma irreal, víctima de una ficción que termina con un golpe en la puerta o un estruendo accidental en la calle, poniendo fin a la madre de todas las ficciones que es la vida.

En la televisión un hombre habla de frente a la cámara y con un micrófono que le tapa toda la boca y parte de la nariz. Parece preocupado. Se da vuelta y pregunta algo a otro que está al lado:

¿Cómo te sentís en el equipo?

Bueno, la verdad que bien. Llegar hasta aquí es lo más grande que le puede pasar a un jugador de fúbol, porque un equipo Grande como Peñarol es lo más grande que hay, la verdad.

G. se dirige a su botella de whisky. No está nervioso. Sólo está triste y quisiera emborracharse, definitivamente.

¿Cómo es la relación con los demás compañeros de equipo? ¿Te sentís cómodo, te llevás bien con todos ellos?

—¿Cómo, no nos sirve? —le reprocha el coronel, cambiando de tono.

—Sí, claro.

—Veo que usted no es muy amable con sus visitas. ¿Para qué me gasto yo en enseñarles a mis muchachos buenos modales si estamos en casa de un mal educado? Como siempre, mucha cultura y poca educación, como dice el General.

La verdad que sí, el compañerismo es muy bueno y pienso que todos nos estamos preparando muy bien para sacar al equipo adelante, como es que la gente quiere.

G. sirve whisky para tres más. Le acerca uno a cada uno, menos al que se entretiene dando vueltas por la biblioteca. Tiene una mandíbula cuadrada que se destaca del resto de la cara. Mira con atención y saca un libro de un estante que está contra el piso y pregunta, mi Coronel, qué idioma es éste con una o atravesada por un palito? El Coronel lee: Søren Kierkegaard, Frygt og Baeven. Ha leído con dificultad. No comprende y se fastidia. Tira el libro sobre el escritorio y sentencia: es ruso, soldado, alguna mierda de esas que leen los bolches.

—Es danés —dice G.

—Es ruso —ordena el Coronel—. Si yo te digo que es ruso, es ruso, ¿escuchaste, mierda?

—Es ruso —repite G. Está pensando en el segundo cajón de su escritorio. Por un momento lo mira. Cuando esté totalmente borracho podrá hacerlo. No debe ser tan difícil: sólo hay que poner el caño en la sien y apretar el gatillo. Tal vez duela menos que el dentista. Nadie va a lamentarlo, a excepción de Gutiérrez, al que todavía le debe un cheque que no pudo cubrir el viernes pasado. Sólo tiene que esperar el momento adecuado, porque ellos no permitirán que se mate así nomás. Primero tiene que sufrir, mi coronel, hay que hacerlo comer la mierda de su madre, qué tanto joder, al fin y al cabo usted bien sabe por qué estamos aquí, ¿o no?

—No, exactamente.

Hay un rumor de que el técnico es muy exigente con el plantel y que el Pato Lima sería dejado de lado a consecuencia del tiro penal marrado en el último encuentro —una imagen en cámara lenta muestra a un jugador de Peñarol con las manos en la cintura, acomodando el cuerpo a la espera de la orden del juez. Mastica chicle, lo que no se corresponde con la imagen serena que intenta dejar—. ¿Qué piensa un centrojad como vos que fue dirigido por tantos técnicos anteriormente?

Bueno, yo creo que el Pato es un gran jugador y excelente persona y que algunas cosas que se dicen en la cancha son producto de la calentura del momento. Pero con la cabeza más fría pienso que se va a arreglar todo y el Pato volverá al equipo —Toma carrera, flotando en el aire de aquella noche, se aproxima a la pelota y patea. La pelota demora en despegarse de su pie y, cuando lo hace, se transforma en una especie deformada de pelota de rugby blanca, hasta que el arquero la detiene, casi sin esfuerzo.

En momentos en que estamos viendo las imágenes de aquel momento fatal para el Pato, quisiéramos saber, desde estudios, cuál es, para Almeida, la posición del técnico respecto a todo lo que se ha dicho del caso Pato Lima – Pastoriza.

Comprendido, comprendido. Te traslado la pregunta: ¿Pastoriza López?

Con el técnico no llevamos muy bien. Precisamente, el otro día estábamos comentando con el Cabeza y decíamos que era increíble lo claro que es el técnico en las charlas y lo bien que deja la idea en claro de lo que quiere.

El coronel se acerca a G., despacio y con las manos colgando detrás.

¿Cuál es la idea del técnico para esta difícil prueba que se les avecina?

Lo mira un instante, entre irónico y a punto de estallar.

Bueno, él nos pide siempre que juguemos al fúbol, que metamos para adelante y que cuando la perdamos la pelota la tratemos de recuperar.

—¿A qué está jugando?

—No lo sé —dice G., casi borracho, totalmente triste— pero estoy acostumbrándome. Llegan tres señores, rompen el cielorraso de mi habitación buscando armas o dinero, me insultan. A veces me escupen en la cara y luego se van. Al final siempre vuelven.

—¡Uy!, el señorito está molesto porque la institución, Salvaguardia de la Patria, le escupe en la cara. Y usted, ¿no nos escupe en la bandera?

G. no responde. Se sirve más whisky y procura acercarse al segundo cajón del escritorio. Pero el coronel le ordena que se siente en el sillón que acaba de quedar libre. La bandera. G. se recuesta y siente el calor que acaba de dejar el soldado. Es un calor de cuerpo, como cualquier otro. G. sólo piensa en el segundo cajón. No le importa lo que pueda estar diciendo el coronel acerca de los derechos y los deberes a la patria.

—En cada Institución del Estado —reflexiona el coronel— deberían poner a la entrada un cartel con la Ley Primera: Cuando la Patria está en peligro no hay derechos para nadie. Sólo obligaciones. Eso tenía que haberlo dicho Sócrates, que murió por su patria.

—¿Pero Sócrates no era un filósofo? —pregunta uno de los soldados.

—Claro, pero murió por su patria. También hay filósofos que defienden la patria. El Sócrates era un subversivo y se liquidó tomando el veneno. Así deberían hacer todos los vendepatrias.

Gracias Jaime. Mucha suerte a los muchachos de Peñarol y que sean bienvenidos a la Argentina. Suerte también a nuestro Independiente, Pepe.

Por supuesto, esperamos que los Diablos Rojos sean agraciados con mayor fortuna en el próximo partido y que nos sepan representar como Nación.

Estoy seguro que sí, Pepe, dados los antecedentes de la institución roja…

Por supuesto. No debemos olvidar además que por algún misterio del Destino le ha tocado ser a Independiente precisamente el club que más veces ha ganado la copa Libertadores de América.

Para reflexionar, realmente. Te mandamos un saludo. Chau.

—G. intenta levantarse, pero el coronel le pone una mano en un hombro y lo vuelve a hundir en el sillón.

Del deporte ahora nos vamos a la escena internacional…

—Vayamos al grano —dice—. Le voy a contar, ya que dice no saber, por qué estamos de visita. Nos enteramos de que usted viajó a Montevideo, el día 14. No se puede uno confiar de una limpiadora; debería despedirla… ¿Es así o no?

—Debería despedirla —dice G., mientras mira que en alguna parte del mundo un edificio de diez pisos se derrumba y un río se desborda arrastrando en su corriente una vaca muerta.

—Viajó a Montevideo, sí o no.

—Sí —dice G., y luego confirma, sin necesidad—: me fui a Montevideo.

Detrás de la vaca flota un hombre que todavía está vivo, porque intenta agarrarse a un cable de corriente eléctrica. La mano se desprende del cable y el cuerpo desaparece.

—Ya, ya. Sabemos que se fue a Montevideo. Chocolate por la noticia. Pero lo que queremos saber es otra cosa —dice el coronel, volviendo a caminar de un lado para el otro con los dedos cruzados sobre las nalgas—. ¿Acaso usted no sabía que no puede viajar a Montevideo sin un permiso especial?

—Sí.

—Pero usted no tenía ningún permiso especial y de todas formas se dio una vuelta por la tacita del Plata.

—Sí. Solicité ante su Superioridad ese permiso especial y me lo negaron.

«En Mar del Plata soy feliz», dice la canción… Estamos en contacto directo con Mar del Plata. Atento Luisito, atento. ¿Me escucha?

—Bien, el cómo ya lo sabemos: usted falsificó documentos. Queda por saber lo más importante: el para qué. ¿Qué fue a hacer a Montevideo?

—Fui a buscar a una mujer.

—Carajo, qué romántico resultó el judío —dice el coronel, fingiendo sorpresa. G. no corrige esa confusión de razas—. Por favor, señor G., recién tomé una merienda, un capuchino con medialunas en el bar de la esquina, mientras esperábamos que el señor llegara. Hágame el favor, no me corte la digestión. Dentro de tres años me jubilo, pero ni piense que voy a esperar tres años para pasar a mejor vida. Le voy a ser sincero: yo tengo por principio no hacerme mala sangre. Pienso que hay que llevar las cosas con la mayor tranquilidad posible, con calma, no hay que gritar para ordenar algo. En eso me parezco a usted; no me gusta levantar la voz. Si yo cumplo bien o mal mi trabajo, igual recibo el mismo sueldo. Así que no pienso complicarme mucho en el trabajo ni voy a hacer horas extras con un judío de mierda que se las toma de avivado. Le sugiero que no nos retenga hasta las nueve de la noche, que es cuando termina mi turno, porque puedo comenzar a ponerme de mal humor.

G. no escucha, ha perdido el hilo del pensamiento militar. Logra ponerse de pie y se acerca a la botella de whisky, que ahora pone encima del segundo cajón. Sabe que si no lo agarra a tiempo ellos la descubrirán. Y será pronto, porque el soldado de la mandíbula de pelícano continúa hurgando detrás de los libros. Seguirá por el escritorio hasta abrir el segundo cajón. G. recuerda un hombre que conoció en Zárate, con una mandíbula como esa. Lo habían operado y le habían limado el hueso varias veces, pero la mandíbula le seguía creciendo. Era mozo en un bar.

—Así es —dice, como para sí mismo—. Fui a buscar a una mujer, a Montevideo.

—Oíme, hijo de puta —lo interrumpe el Coronel hundiéndole el índice en la mejilla—, dejate de estupideces. Nadie se arriesga así por una mujer. Estamos en el siglo XX, ¿me entendiste?

—Sí, lo entiendo, perfectamente —dice G., subrayando para sí la última palabra. En el siglo XX no se mata ni se muere por esas cosas. En el siglo XX la gente es juzgada por sus ideas políticas; no por sus sentimientos. Los delincuentes de mi partido se protegen mientras que cualquier honesto hombre del partido de enfrente puede ser objeto de la tortura, el incendio o la cárcel. ¿Cómo semejantes abstracciones pueden desencadenar tantas pasiones?

—Entonces cantá. ¿Qué fuiste a hacer a Montevideo?

—Fui a buscar a una mujer.

 

3.

Las rejas se abren con estrépito y G. es conducido hasta una sala oscura, con olor a humedad, a cenicero y con una lámpara sobre una mesa de acero inoxidable. Lo está esperando el coronel, sonriente, recién afeitado y con un bigote prolijo, fino y bien recortado. A G. ya no le parece tan delgado.

—Siéntese, tengo buenas noticias. Lo dejaremos en libertad, ya que pudimos comprobar que no estaba mintiendo. Efectivamente, la mujer que usted estaba buscando existe. Se llama Mabel Moreno… —dice el coronel, poniéndose los lentes para leer un informe—. Mabel Moreno Zubizarreta. Aquí dice que se conocieron en un barco. La señorita venía con su padre, desde España. Al llegar a Montevideo, su padre murió de un paro cardíaco, probablemente por el disgusto que le ocasionó su propia hija, enamorándose de un anarquista vagabundo, varios años mayor que ella. Y usted la abandonó a su suerte, continuando su ruta a Buenos Aires…

G. levanta por primera vez la vista y la dirige hacia el coronel que está leyendo un papel. Casi no alcanza a verlo bien por la lámpara que se interpone.

—¿Contento? No se puede quejar, hicimos el trabajo por usted. Deberíamos cobrarle.

—Mabel —dice G., con una voz muy débil y se da cuenta de que casi no puede hablar. Pero insiste:— Mabel… ¿Dónde vive?

—En Montevideo, ¿no? A ver, déjeme ver… —el coronel vuelve a leer con esfuerzo, acercándose a la luz de la lámpara—. Calle Rincón y Piedras. Barrio: Ciudad Vieja.

G. quiere saber más, pero se calla. Sabe que de todas formas se lo dirán.

—¿No pregunta más detalles? Pensé que estaba muy interesado en esa mujer. De otra forma no se hubiera jugado el pellejo cruzando el charco. Y no nos hubieras jodido a nosotros, teniendo que ir personalmente a verificar de que nos estabas diciendo la verdad. Cosa que me calentó un poquito, porque yo sé que estás metido con los bolches grandes y también sé que un día te voy a agarrar.

El coronel camina tratando de pensar y continúa:

—Como le decía, hicimos el trabajo por usted, porque la inteligencia militar es superior a la inteligencia culta. Lo felicito, señor G., su mujer es hermosa, una hermosísima prostituta.

Los otros cuatro que estaban en la sala esperaban este momento. Fijaron sus miradas en el rostro abatido de G. Alguno dirá que ni se inmutó. Otros dirán que se le notó que se le venía el mundo abajo. Nunca se pondrán de acuerdo.

—Una hermosa prostituta que trabaja cerca del puerto —insiste el coronel, por si la frase anterior no hubiese llegado muy profundo— ¿Sabía usted que su amada, la mujer por la cual usted arriesgó su vida, se acuesta con otros hombres por dinero?

El coronel lo mira más de cerca. G. casi no reacciona y el coronel se pone furioso. Le grita:

—¡No le importa!

—No… —responde débilmente, G.

—Ah, no le importa —dice el coronel, volviendo a su posición vertical, desilusionado—. Tal vez le importe saber cuánto me cobró por media hora. ¿No calcula? Trescientos pesos uruguayos, que en moneda nacional… no sé cuánto es. Pero no importa, porque eso lo pagó el Estado, digamos los contribuyentes como usted.

Definitivamente, ya no hay expresiones vivas en el rostro de G. Los demás renuncian a observarlo. Uno se retira diciendo que no vale la pena. Los otros se quedan porque saben que hay más.

—Trescientos pesos… —reflexiona el coronel—. Trescientos pesos por media hora que estuvo gritando como loca, porque por algo me decían Cabo Largo, siendo que nunca fui cabo. Tal vez al señor no le moleste que su amada sea una prostituta porque no nos cree. Claro, pero por algo pertenecemos al ejército argentino: lo prevemos todo —dice el coronel, tomando de la mesa un sobre de papel manila. Adentro hay unas fotografías ampliadas, en blanco y negro. Las saca y las estudia un momento.

—Hemos sacado algunas instantáneas, porque el gobierno nos paga pero debemos rendirle cuentas de nuestras actividades y gastos. ¿Qué le parece? Yo le muestro una foto de medio cuerpo y usted me dice si es ella o no.

Elige y finalmente pone una de frente a G. Es Mabel que aparece casi de perfil, mirando a la cámara un poco asustada.

—¿Es ella, su Julieta, sí o no?

G. no responde.

—Bueno, tal vez esa fotografía no la represente bien —dice el coronel— A veces ocurre. Hay fotos que no se parecen al modelo. A ver, si le muestro otras tal vez la termine por reconocer.

G. no responde; sólo mueve los ojos, de vez en cuando, para comprobar que es Mabel que aparece en todas las fotos.

—Bueno, en fin, tal vez no sea su Mabel. Así que podré mostrarle todas sin que se escandalice demasiado. Ésta es mi favorita —dice el coronel como si la admirara un momento antes de exponerla a cincuenta centímetros de la cara de G.— El que aparece arriba, de espaldas, es el agente Fabiolo. Nadie diría que es el agente Fabiolo, porque nadie lo conoce por las nalgas y el muy vergonzoso escondió la cabeza. Qué muchacho. Bueno, en realidad, todos lo hombres somos vergonzosos. ¿No se ha fijado usted que en las revistas pornográficas la mujer es siempre la que da la cara, mientras que el macho que las está cogiendo la esconde? La mujer siempre pierde la vergüenza más rápido. Y dicen que la vergüenza es como el virgo: se lo pierde y después no hay vuelta atrás. Bueno, aunque tal vez usted nunca haya visto una revista pornográfica. Aproveche ahora y disfrute con nosotros de estas tomas de película.

G. no quiere que lo vean con los ojos húmedos; inclina la cabeza procurando mirar para otro lado, pero atrás se encuentra con la cara sonriente de un soldado. El coronel ha ganado otra vez, piensa el soldado.

—No vaya a pensar que obligamos a esta pobre mujer a hacer lo que parece que está haciendo aquí —sigue diciendo el coronel—. No, no, señor. Eso no es de hombres. Además no quisiéramos tener problemas con nuestros hermanos uruguayos. En realidad le pagamos por el servicio, que es un trabajo como cualquier otro. Y ningún trabajo es vergonzoso. El trabajo honra a la gente. Y mira que le dimos unos pesos más por las fotografías, que fue lo único que no le gustó.

 

Jorge Majfud


Del libro Perdona nuestros pecados (2007)

 

Apócrifo romano

A modo de ficción:

Apócrifo romano


En la frontera del Imperio y del mundo, un hombre anciano se lamentaba día y noche y esperaba inútilmente la muerte. Mientras esperaba decía esta historia a quienes se arriesgaban a llegar hasta allí:

He descubierto que en los subsuelos del Imperio mi nombre es maldito. Perseguir a los que me recuerdan así sería inútil y solo aumentaría la triste fama que prolongará mi sombra hasta el fin de los tiempos. Me recordarán por un solo día, apagado para siempre en Palestina.

Cuando comenzaron las protestas (no contra mi gobierno ni contra el Imperio, sino contra un solo hombre) no pensé en la gravedad de un hecho tan insignificante. Yo sabía que al Cesar sólo podría importarle el orden, no la justicia; además, el rebelde no era romano.

Diré que yo, de alguna forma, sabía mi destino, como alguien que ha recibido la revelación en un sueño absurdo que rápidamente hecha en el olvido. Durante las protestas pensé, una y otra vez, en la memoria de aquel pueblo que yo gobernaba. También sabía del caso de un reo griego, filósofo o charlatán de profesión, que había sido condenado a muerte y los eruditos lo recordaban más a él que a Pericles. Yo aprendí en aquella tierra, ahora lejana, que la Eternidad depende de ese momento confuso y fugaz que es la vida. Roma no es eterna y un día sólo será recuerdo de piedras y libros; y no será lo mejor del Imperio lo que recordará el porvenir.

Cuando todos me pedían que crucificara al rebelde y nadie sabía por qué, pedí consejo a otros menos grandes que yo. A los romanos no les importaba o se divertían, por lo que debí recurrir, varias veces, a Joacim de Samaria, un hombre sabio que antes quise usar para entender a su pueblo.

“Dime, Joacim”, le pregunté aquel día o el día antes, “¿Qué puedo hacer yo en estas circunstancias? Debo ser juez y no alcanzo a distinguir el agua clara del agua mala. ¿Es que acaso puedo hacer algo? He oído que el mismo rebelde ha anunciado su muerte, así como otros de tu pueblo anunciaron su llegada”.

“El mundo está en tus manos”, dijo el anciano.

“No!”, grité, “…aún no está en mis manos. Antes seré Emperador en Roma”.

“Tal vez Roma y todas las Romas por venir te recuerden por éste día, mi rey”.

“¿Y qué dirá de mí?”

“¿Cómo saberlo? Yo soy un hombre ciego”, contestó el anciano.

“Tan ciego como cualquiera. ¡Daría mis ojos por ver el futuro!”

“Aunque tuvieses mil ojos no lo verías, mi rey, porque el futuro no existe para los hombres. Sólo existe en Dios que lo abarca todo”.

“Si tu dios lo sabe, ¿entonces, el futuro existe en alguna parte”, razonó el gobernador. “Si Dios o el rebelde pueden predecir lo que ocurrirá, lo que está por hacerse ya fue hecho…” concluí, con elocuencia. Me sentí satisfecho de aquel triunfo sobre el sabio extranjero.

Cuando el rebelde estuvo delante de mí, el gobernador comencé a interrogarlo, titubeante; supe que era una forma indigna para un futuro Cesar y casi no contuve la cólera.

“¿Así que tú eres rey?”, pregunté.

“Tú lo has dicho”, dijo aquel hombre, oscuro y sereno como si nada le importase. “Vine a este mundo para traer la Verdad. Y aquellos que pueden entenderla me escucharán”.

“¿Y qué es la verdad?”, me apresuré a preguntar, seguro de que no tendría una respuesta tan grande.

Hubo un silencio infinito por respuesta. En seguida volvió a estallar la multitud impaciente: “¡Que suelten al hijo del hombre!”, comenzó a gritar la multitud, refiriéndose a otro reo que había usado las armas contra Roma, no las palabras. Y los Césares siempre temerán más a las palabras que a las armas.

Traté de ser cauteloso. Calculé mis posibilidades. Comprendí que si elegía mal, Palestina ardería en llamas. Tantos no se podían equivocar, por lo que la decisión debía ser una en la mente clara de un rey.

Cuando los soldados acabaron de azotar al rebelde, el volví a sacar al reo y le dijo al pueblo:

“Miren, aquí está, lo he sacado para que vean que no encuentro en él delito alguno”.

Pero el pueblo volvió a insistir:

“Mátenlo, crucifícalo…!”

“Mejor llévenlo y crucifíquenlo ustedes mismos”, fue mi respuesta.

“No, nosotros no podemos”, volvieron a gritar, casi al unísono. A un lado, los señores de la Ley esperaban con paciencia que la masa enardecida reparase el orden sagrado.

Entonces, vi entrar al Rebelde y le preguntó:

“¿De dónde eres tú, que me pones en este cruce de caminos?”

Pero el Rebelde no contestó esta vez como no había contestado la vez anterior.

“¿No piensas responderme? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte o para dejarte en libertad?”

“No tendrías ninguna autoridad si Dios no te la hubiera dado”.

Entonces yo, el gobernador de Palestina, finalmente cedí ante la multitud o ante la arrogancia de aquel reo. Decidí por el bien de la Ley farisea y por la paz de Roma.

Entregué al peligroso rebelde para la cruz, y como el suyo no era un delito contra los dioses sino contra la política del César y de nuestros aliados, lo hice ajusticiar junto con otros ladrones.

Los gritos de aquel día llegaron hasta el palacio. El pueblo y sus sacerdotes quedaron satisfechos. Menos una infame minoría. La minoría de siempre.

Lo crucificaron al mediodía y, hasta la media tarde, toda la tierra se oscureció. Un frío profundo cubrió palacio y quizás la ciudad entera.

“¿Qué es lo que ocurre, mi rey?”, preguntó Joacim, desde algún rincón oscuro.

“Tú no puedes verlo, pero toda la Tierra se ha oscurecido y es por el Rebelde”, murmuré.

“Roma y el mundo te recordarán por este día”, dijo el ciego.

“¿Cómo puedo ser yo el culpable? ¿Acaso no dices tú que Dios conoce lo que pasó y lo que vendrá? Si tu Dios sabía que hoy me equivocaría, ¿cómo podría yo ser libre de no hacerlo?”

“Escucha, mi rey”, dijo el ciego, “yo no puedo ver el presente que tú ves. Tampoco puedo ver el futuro. Sin embargo, ahora yo sé, casi como antes lo sabía el rebelde, que te equivocaste. Pero este conocimiento, oh, mi rey, ¿acaso suprime algo de la libertad que tuviste este día para elegir?”

Quizás eso son el destino y la libertad juntos. Ahora sólo me queda el consuelo de que aquel puñado de hombres y mujeres un día será el mismo pueblo de Roma. Mi fama se extenderá, oscura y maldita sobre la tierra, pero yo volveré a ser el honorable gobernador de una provincia del imperio, decidiendo con libertad a favor de su destino. Y volveré a ser infamemente recordado por otro puñado de reos, sólo por cumplir con mi deber divino. Ahora conozco definitivamente mis otros destinos. Pero volveré a creer que soy libre, investido con todo el poder de Roma.

 

Jorge Majfud

Jerusalem 1995