Los caminos abiertos de América Latina

Galeano in 1984

Image via Wikipedia

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

Los caminos abiertos de América Latina

El escritor y periodista del Corriere della Sera, Maurizio Chierici, en uno de sus libros sobre América Latina (La scommessa delle Americhe, 2006) se refiere a mi optimismo sobre el futuro del continente relacionado a un supuesto cambio de ánimo hacia la potencia del norte. Aunque quizás con un dejo de ironía (equivocadamente cree que soy “molto amato e premiato negli Stati Uniti”), cita algunas observaciones sobre la historia del continente que recuerdan la alternancia de amor y odio, admiración y desprecio según la percepción geopolítica de un imperio o del otro, el monarquismo español y la república norteamericana.

Pero éstos son sólo síntomas de una evolución histórica que va más allá de América Latina y que encuentra a este continente en una situación de inmejorable oportunidad, más allá de las crisis que vendrán. Sin caer en el anacronismo de asumir una “psicología de los pueblos”, independiente de sus condiciones históricas y materiales, creo que hay sobrados indicios —ya que no aún pruebas— de que las regiones culturales participan de un paradigma particular desde el cual ven el mundo y a sí mismos y actúan en consecuencia. No es el momento de ampliar aquí sobre esa “forma de pensar” de nuestro continente sino apenas recordar, en pocas líneas sintéticas, el marco histórico que también impone sus condiciones a cualquier libertad, individual o colectiva.

Entiendo que ese marco está definido por la progresiva e inevitable democracia directa, producto ideológico de la radicalización del humanismo y de la modernidad, causa y consecuencia del desarrollo de las tecnologías no militares de los últimos siglos. Toda forma de democracia es siempre relativa y progresiva; el adjetivo “directa” sugiere un imposible valor absoluto de la democracia, por lo cual sería preferible usar la definición de Democracia progresiva, a riesgo de arrastrar una especie de oximoron: una Democracia conservadora es una idea contradictoria. Pero este último es un problema menor. Dejémoslo como digresión o nota al pie.

La democracia progresiva no reemplazará las formas de la democracia representativa sino antes el significado y la práctica de la misma. Más que un problema político e ideológico es un problema cultural e histórico. Este es el punto que considero central y no los odios

y amores —a veces frívolos, a veces trágicos— entre América Latina y Estados Unidos, tal como se desprende de algunas lecturas como la que me atribuye el mismo Chierici. ¿Pero qué distingue el siglo XIX del siglo XXI, además de la progresión de la I?

Las independencias políticas del siglo XIX en Amétrica Latina no fueron tales sino, en gran medida, lo contrario: aunque necesarias e inevitables, aunque llenas de entusiasmo creativo de sus hombres de armas y letras, también sirvieron para consolidar un estado social conservador, por lo cual deberíamos llamarlas “revoluciones conservadoras” o “contrarrevoluciones del siglo XIX”. Los revolucionarios de entonces, casi todos intelectuales o militares, terminaron sus días traicionados, amargados o en el exilio. A mediados del siglo XIX la oligarquía rompió el molde y ya no surgieron militares revolucionarios sino perfectos reaccionarios. Los pueblos, que poco y nada participaron en este proyecto creador, permanecieron relegados de la dinámica de la historia, ingiriendo ideas novedosas que nunca pudieron digerir gracias a una prolongada dieta de obediencia y terror moral prescripta por los venerados señores feudales. Una de las mayores descolonizaciones de la historia se convirtió en intracolonización. Como siempre, la reacción tiene sus mejores estrategias asentadas en algún tipo de cambio. Pero el nuevo saco de fuerza no sólo se impuso por sus estructuras económicas de países meramente exportadores sino también por su ideología dependiente.

Ligados al centro mundial del industrialismo naciente quedaron las aristocracias rurales y portuarias y también los eternos discursos que acusaban a ese centro lejano de todo el mal del mundo. No reconocer la relación opresor/oprimido o beneficiario/explotado fue (y es) tan peligroso como hacer del imperialismo europeo-americano un tema único y fatal, al cual sólo queda oponer una resistencia de vidrios rotos que siempre sirve para legitimar la reacción. A veces esa “resistencia”, como en Ernesto Sábato, se convierte en una muletilla, en una abstracción sin salida, algo muy parecido a una mera reacción.

Ahora, si no podemos protagonizar una revolución creativa, mal sustituto es una revuelta conservadora —esa vieja válvula de escape del status quo— en nombre de la rebelión. No podemos renunciar al primer paso, la crítica y la protesta, pero tampoco detenernos ahí, satisfechos sin haber alcanzado el objetivo fundamental que es la creación colectiva, eso que José Martí reclamó en vano.

Por mi parte, insisto que un proyecto concreto a impulsar es la democracia progresiva, ese necesario estadio posterior a la democracia representativa, progresivamente reaccionaria. Esta nueva realidad, en América Latina irá reemplazando la independencia estructural e ideológica de las tradicionales clases dominantes, la obsesión por los líderes y caudillos y el desuso de su autocompasión. Inevitablemente replanteará el sitio desde el cual se relaciona con el resto del mundo.

Este cambio será (es) simultáneo con un proceso semejante a nivel mundial. La igualación de fuerzas nacionales y regionales, no tanto por la caída de unas sino por la emergencia de otras equivale a la progresiva derogación de las antiguas fronteras de clases, a una reformulación de la dinámica de los grupos sociales en la era digital. Y esta revolución sólo se puede materializar desde abajo. Desde arriba, desde los gobiernos, se puede acelerar este proceso delegando responsabilidades en la población, autocontroles de las gestiones públicas y promoviendo planes de integración y educación que apunten a la autonomía de la creatividad individual y colectiva que supere la cultura estandarizante y todavía vertical de la era industrial.

Si en el siglo XIX se produjo un cambio de forma más que una revolución social, el siglo XXI verá un cambio social, más que una revolución de las formas. Como subsisten las tradiciones parasitarias de las monarquías en sistemas sociales articulados por la democracia representativa, así subsistirán mañana los parlamentos en una sociedad progresivamente desobediente a esta rígida tradición. No por ser un lugar común dejaremos de repetirlo: en la educación está, ahora más que nunca, el factor más sensible para este cambio que prescribió el humanismo desde el siglo XIV. Esa educación dejará de estar fundamentalmente en el aula tradicional. El aula sólo será el punto de encuentro de estudiantes y especialistas pero ya no el pupitre uniformizador de la sociedad programada para obedecer todo lo que viene de arriba.

Sé que nuestro querido amigo Eduardo Galeano me disculpará por parafrasear en este artículo el título del libro de ensayos más reconocido en el continente. También sé que él, como muchos pero no como tantos, están deseosos de ver cicatrizar esas mismas venas para comenzar a andar.

Jorge Majfud

Noviembre 2007

Os caminhos abertos da América Latina

O escritor e jornalista do Corriere della Será, Maurizio Chierici, em um de seus livros sobre a América Latina (La scommessa delle Americhe, 2006), refere-se ao meu otimismo sobre o futuro do continente relacionado a uma suposta mudança de ânimo dirigida à potência do Norte. Porém, talvez com um toque de ironia (acredita, equivocadamente, que sou “molto amato e premiato negli Stati Uniti”), cita algumas observações sobre a história do continente que recordam a alternância de amor e ódio, admiração e desprezo, segundo a percepção geopolítica de um império ou de outro, o monarquismo espanhol e a república norte-americana.

Mas esses são apenas sintomas de uma evolução histórica que vai muito além da América Latina, e que encontram o continente em uma situação de insuperável oportunidade, para lá das crises que virão.

Sem cair no anacronismo de assumir uma “psicologia dos povos”, independentemente de suas condições históricas e materiais, creio que há indícios de sobra —já que não ainda provas— de que as regiões culturais participam de um paradigma particular, desde o qual vêem o mundo e a si próprios, e atuam em conseqüência. Não é o momento de se estender aqui sobre essa “forma de pensar” de nosso continente, mas apenas recordar, em poucas linhas sintéticas, o marco histórico que também impõe suas condições sobre qualquer liberdade, individual ou coletiva.

Entendo que esse marco está definido pela progressiva e inevitável democracia direta, produto ideológico da radicalização do humanismo e da modernidade, causa e conseqüência do desenvolvimento das tecnologias não militares dos últimos séculos. Toda forma de democracia é sempre relativa e progressiva; o adjetivo “direta” sugere um impossível valor absoluto da democracia, pelo que seria prefer��vel usar a definição de democracia progressiva, com o risco de arrastar uma espécie de oxímoro: uma democracia conservadora é uma idéia contraditória. Mas este último é um problema menor. Deixemo-lo como digressão ou nota de pé de página.

A democracia progressiva não substituirá as formas da democracia representativa, mas antes o significado e a prática da mesma. Mais que um problema político e ideológico é um problema cultural e histórico. Este é o ponto que considero central, e não os ódios e amores —às vezes frívolos, às vezes trágicos— entre a América Latina e os Estados Unidos, tal como se conclui de algumas leituras, e como a que me atribui o próprio Chierici.

Mas o que distingue o século XIX do século XXI, além do avanço do I?

As independências políticas do século XIX na América Latina assim não o foram, mas sim, em grande medida, o contrário: embora necessárias e inevitáveis, ainda que cheias de entusiasmo criativo de seus homens de armas e letras, também serviram para consolidar um estado social conservador, motivo pelo qual deveríamos chamá-las “revoluções conservadoras” ou “contra-revoluções do século XIX”.

Os revolucionários de então, quase todos intelectuais ou militares, terminaram seus dias traídos, amargurados ou no exílio. Em meados do século XIX, a oligarquia rompeu com o modelo, e já não surgiram militares revolucionários, mas perfeitos reacionários. Os povos, que pouco ou nada participaram desse projeto criador, permaneceram relegados da dinâmica da história, engolindo idéias inovadoras que nunca puderam digerir, graças a uma prolongada dieta de obediência e terror moral prescrita pelos venerados senhores feudais.

Uma das maiores descolonizações da história converteu-se em intracolonização. Como sempre, a reação tem suas melhores estratégias assentadas em algum tipo de transformação. Contudo, a nova camisa de força não somente se impôs às suas estruturas econômicas como países meramente exportadores, mas também por sua ideologia dependente. As aristocracias rurais e portuárias ficaram ligadas ao centro mundial do nascente industrialismo, assim como também os eternos discursos que acusavam esse eixo distante por todo o mal do mundo.

Não reconhecer a relação opressor/oprimido ou beneficiário/explorado foi (e é) tão perigoso como fazer do imperialismo europeu-americano um tema único e fatal, ao qual só resta opor uma resistência de vidraças quebradas, que sempre serve para legitimar a reação. Às vezes, essa “resistência”, como em Ernesto Sábato, converte-se em um estribilho, em uma abstração sem saída, algo muito parecido a uma mera reação.

Agora, se não podemos protagonizar uma revolução criativa, péssima substituta é uma revolta conservadora —esta velha válvula de escape do status quo— em nome da rebelião. Não podemos renunciar ao primeiro passo, à crítica e ao protesto, mas tampouco parar aí, satisfeitos sem haver alcançado o objetivo fundamental que é a criação coletiva, algo que José Martí reclamou em vão.

Por meu lado, insisto que um projeto concreto a ser impulsionado é a democracia progressiva, este necessário estágio posterior à democracia representativa, paulatinamente reacionária. Esta nova realidade, na América Latina, irá substituindo a independência estrutural e ideológica das tradicionais classes dominantes, a obsessão pelos líderes e caudilhos e o desuso de sua autocompaixão. Recolocará, inevitavelmente, o lugar desde o qual se relaciona com o resto do mundo. Tal mudança será simultânea com um processo semelhante em nível mundial.

A paridade de forças nacionais e regionais, não tanto pela queda de umas mas pela emergência de outras, equivale à progressiva derrogação das antigas fronteiras de classes, a uma reformulação da dinâmica dos grupos sociais na era digital. E esta revolução só pode se materializar a partir de baixo. Do alto, desde os governos, pode-se acelerar esse processo delegando responsabilidades à população, autocontrole da gestão pública, e promover projetos de integração e educação que apontem para a autonomia da criatividade individual e coletiva, que superem a cultura padronizada e ainda vertical da era industrial.

Se no século XIX produziu-se uma mudança de forma, mais que uma revolução social, o século XXI verá uma mudança social, mais que uma revolução das formas. Como subsistem as tradições parasitárias das monarquias em sistemas sociais articulados pela democracia representativa, assim subsistirão, amanhã, os parlamentos em uma sociedade progressivamente desobediente a essa rígida tradição. Nem por ser um lugar comum deixaremos de repeti-lo: na educação está, agora mais que nunca, o fator mais sensível para essa transformação que o humanismo prescreveu desde o século XIV. Essa educação deixará de estar fundamentalmente na aula tradicional. A classe somente será o ponto de encontro de estudantes e especialistas, e não mais le pupitre uniformizador da sociedade, programada para obedecer tudo o que vem de cima.

Sei que nosso querido amigo Eduardo Galeano me desculpará por parafrasear neste artigo o título do livro de ensaios mais reconhecido no continente. Também sei que ele, como muitos mas não como tantos, estão desejosos de ver cicatrizar essas mesmas veias para começar a andar.

Dr. Jorge Majfud

Novembro de 2007

Tradução do espanhol para o português de Omar L. de Barros Filho

La realidad del deseo

La realidad del deseo

El 28 de octubre de 1963, Ernesto Che Guevara le contestaba a Pablo Díaz González, quien había escrito un artículo apologético sobre el propio Guevara: “debo agradecerte lo bien que me tratas; demasiado bien creo. Me parece, además, que tú también te tratas bastante bien”. La sorna rioplatense y, a la vez, la frontalidad —chocante y poco diplomática, según recordó Jorge Edwards en una reunión de embajadores en La Habana— no se detiene ahí: “La primera cosa que debe hacer un revolucionario que escribe historia es ceñirse a la verdad como un dedo en un guante. Tú lo hiciste, pero el guante era de boxeo y así no se vale. Mi consejo: relee el artículo, quítale todo lo que tú sepas que no es verdad y ten cuidado con todo lo que no te conste que sea verdad”. Significativamente, el 26 de febrero de 1964, en el Año de la Economía, en otra carta a José Madero Mestre el mismo Guevara responde: “Solo una afirmación para que piense: Anteponer la ineficiencia capitalista con la eficiencia socialista en el manejo de la fábrica es confundir deseo con realidad. Es en la distribución donde el socialismo alcanza ventajas indudables”. Más adelante: “Desgraciadamente, a los ojos de la mayoría de nuestro pueblo, y a los míos propios, llega más la apologética de un sistema que el análisis científico de él. Esto no nos ayuda en el trabajo de esclarecimiento y todo nuestro esfuerzo está destinado a invitar a pensar…” La idea de Guevara sobre el “hombre nuevo” iba más allá de la simple buena distribución, simplificada en una carta informal, pero ese no es el punto que voy a abordar ahora.

El ejemplo sirve para introducir la actitud con que se aborda la actual tesis del descalabro de Estados Unidos en la literatura ensayística y periodística más reciente. Claro que en este caso parece estar apoyado por aquello que el mismo Guevara reclamaba: un análisis científico, objetivo, de los economistas, además de “confundir deseo con realidad”. Pero como vimos en otra oportunidad, si por algo se caracteriza la ciencia es por sus errores, aunque, a diferencia de los errores teológicos, políticos, metafísicos y religiosos, la ciencia suele tener la honestidad de reconocerlos. A los otros les basta con no reconocer un error para que no exista.

Podemos aceptar como hecho histórico que la economía norteamericana —como la de muchos otros países— tiene un comportamiento cíclico, como las manchas del Sol. Es probable, según todos los cálculos, que más que cíclico se trate de una progresivo enlentecimiento de la Gran Maquinaria. No obstante, en cada análisis se dejan afuera algunos factores que pueden ser decisivos para cualquier pronóstico. Uno de ellos es el factor psicológico y cultural.

El mayor capital que ha tenido siempre Estados Unidos es su optimismo crónico. Yo los he visto hundirse en el más profundo pantano y estirar la mano con entusiasmo por la existencia de una pequeña rama. La queja, una de nuestras características latinoamericanas, es rara entre esta gente. Su optimismo llega a los límites de un fructífero autoengaño: cuando se hacen ricos después de apostar el alma en un arriesgado negocio, se lo atribuyen a Dios. Pero cuando quiebran o su casa se incendia por un rayo, no culpan al Cielo de la tragedia sino a la naturaleza o a un error de cálculo. Y si se sienten obligados a atribuirle a Dios sus males —al fin y al cabo nada ocurre sin Su consentimiento—, lo justifican con el libro de Job: sólo se trata de una prueba del Señor a la inquebrantable fe de sus preferidos. Más allá de la verdad o falsedad teológica de este razonamiento, de lo que no quedan dudas es de su invalorable función político-económica e, incluso, existencial.

No hace mucho una muchacha me mostraba las fotos de su casa arrasada por el incendio provocado por un rayo. Mientras describía el pasado irreconocible de cada escombro, iba señalando lo poco que se había salvado del fuego como si se tratase de una ganancia. Para completar, me comentó todo lo que había aprendido de Benjamín Franklin, a raíz del desastre. En otra oportunidad, vi cómo un hombre subía a la montaña de escombros en la que había quedado convertida su casa después de un huracán. Después de hurgar un rato, rescató una camisa y un par de objetos más y los levantó como si fuese un trofeo, para que lo vieran los demás con una sonrisa que despistaría a cualquier extranjero.

El optimismo americano es uno de los factores principales de su economía y de su historia. Aunque la cultura de la cuantificación lo simplifique bajo la etiqueta de “consumer confidence”, no se trata de un optimismo circunstancial, dictado por la realidad, sino un optimismo crónico, a veces ciego, consolidado por una cultura. Si bien el optimismo ciego puede perder a mucha gente, a un norteamericano lo salva, si no para Dios o para la justicia, al menos para la economía. Entre los escombros siempre ven una oportunidad de levantar algo mejor, aunque la lógica indique lo contrario. Este es un país acostumbrado a las catástrofes y, además, construido en la idea de una amenaza permanente. De ahí esa tendencia periódica a tolerar la sustitución de la defensa por un ataque.

Por otro lado, no se trata de un país habitado por un único yankee con una ideología única. Hay profundas divisiones sobre lo que debe ser el futuro. Aunque los conservadores más radicales quieran hacer creer que el Mal siempre viene de afuera —con esa tendencia feudalista a las murallas, físicas y mentales—, para muchos liberals y otros opositores el mayor problema radica en su interior, en las poderosas elites que desde la oscuridad dirigen la fuerza bruta. Ante este diagnóstico, a veces tenebroso, persisten en un optimismo crónico de que pronto estos males serán superados.

No sin paradoja, los conservadores más radicales han operado un cambio en la tradición liberal de este país. En la narración de la historia reciente, se acepta que a mediados de los ’90 se produjo una “revolución conservadora”. En mi opinión, ésta se inició a principio de los ’80, como reacción al temblor cultural de los ’60. De igual forma, es posible que Estados Unidos se encuentre hoy al borde de una revolución silenciosa que se profundice en la próxima década. Es probable que ese terremoto sea más radical de lo que podemos imaginar en este momento. Porque tampoco se debe subestimar la capacidad de una rebelión cultural en un país que nació de una revolución histórica y tiene por derecho constitucional la desobediencia civil. Ni se debe subestimar el optimismo de la izquierda norteamericana, uno de los más resistentes a los cataclismos de los últimos treinta años.

En los años ’60 los intelectuales latinoamericanos insistieron sobre el valor del optimismo como un factor revolucionario, como el motor creador de la nueva realidad. Este estímulo de carácter moral —que no tenía nada de materialismo dialéctico— fue responsable del último gran temblor de la historia del continente. Fue derrotado por la maquinaria reaccionaria de los ejércitos tradicionales, por insuficiencia propia o por el exceso del optimismo capitalista.

Quizás el pragmatismo norteamericano consista en no ver la realidad. Su optimismo crónico confunde deseo con realidad. Cuando la realidad no se ajusta al deseo, peor para ella.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Octubre 2007

La réalité du désir : L’optimisme chronique étasunien

Par Jorge Majfud *

Le 28 octobre 1963, Ernesto Che Guevara répondait à Pablo Diaz González, qui avait écrit un article apologétique sur le même Guevara :

« je dois te remercier de me traiter si bien ; trop bien je crois. Il me semble, de plus, que tu traites assez bien aussi. »

Le ton sarcastique du Rio de la Plata et, en même temps, le caractère frontal -choquante et peu diplomatique-, comme s’est souvenu Jorge Edwards lors d’une réunion d’ambassadeurs à La Havane – ne s’arrête pas là :

« La première chose que doit faire un révolutionnaire qui écrit l’histoire est de ceindre la vérité comme un doigt dans un gant. Tu l’as fait, mais le gant était de boxe et ainsi cela ne sert à rien. Mon conseil : relit l’article, enlève tout ce que tu sais qui n’est pas vrai et prend soin avec tout ce dont tu n’es pas sûr qu’il le soit. »

De façon significative, le 26 février 1964, durant l’Année de l’Économie, dans une autre lettre à José Madero Mestre le même Guevara répond :

« Une affirmation seulement pour que vous réfléchissiez : Préférer l’inefficacité capitaliste à l’efficacité socialiste dans la gestion des usines, c’ est de confondre désir avec réalité. C’est dans la répartition que le socialisme atteint des avantages indubitables. »

Plus loin :

« Malheureusement, aux yeux de la majorité de notre peuple, et au miens, l’apologétique d’un système y parvient plus que l’analyse scientifique de celui-ci. Cela ne nous aide pas dans notre travail d’élucidation et tout notre effort est destiné à inviter à penser … »

L’idée de Guevara sur l’ « homme nouveaux » allait au-delà de la simple bonne répartition, simplifiée dans une lettre informelle, mais ce n’est pas le point que je vais aborder maintenant.

L’exemple sert à introduire l’attitude avec laquelle est abordée l’actuelle thèse de l’effondrement des États-Unis dans la littérature essayiste et journalistique plus récente. Il est clair que dans ce cas elle semble être appuyée par ce que le même Guevara réclamait : une analyse scientifique, objective, des économistes, en plus de «confondre désir avec réalité». Mais comme nous avons déjà vu dans une autre occasion, si la science se caractérise bien par quelque chose c’est par ses erreurs, bien que, à la différence des erreurs théologiques, politiques, métaphysiques et religieuses, la science ait l’honnêteté de les reconnaître. Les autres il leur suffit de ne pas reconnaître l’erreur pour qu’elle n’existe pas.

Nous pouvons accepter comme fait historique que l’économie étasunienne -comme celle de beaucoup d’autres pays – a un comportement cyclique, comme les taches du Soleil. C’est probable, selon tous les calculs que plus que cyclique, il s’agisse d’un ralentissement progressif de la Grande Machinerie. Cependant, dans chaque analyse, restent hors analyse, quelques facteurs qui peuvent être décisifs pour tout pronostic. L’un d’eux est le facteur psychologique et culturel.

Le principal capital qu’ont toujours eu les États-Unis c’est leur optimisme chronique. Je les ai vu couler dans le marais le plus profond et étirer la main avec enthousiasme à cause de l’existence d’une petite branche. La plainte, l’une de nos caractéristiques latino-américaines, est rare parmi ces gens. Leur optimisme arrive aux limites d’une auto tromperie fructueuse : quand ils deviennent riches, après avoir parié leur âme dans une affaire risquée, ils l’attribuent à Dieu. Mais quand ils font faillite ou que leur maison prend feu à cause de la foudre, ils n’accusent pas le Ciel de la tragédie mais la nature ou une erreur de calcul. Et s’ils se sentent obligés d’attribuer à Dieu leurs malheurs – rien n’arrive finalement sans Son consentement-, ils le justifient avec le livre de Job : il s’agit seulement d’une épreuve du Seigneur inébranlable à la foi de ses préférés. Au-delà de la vérité ou de la fausseté théologique de ce raisonnement, ce qui ne fait pas de doute c’est son inestimable fonction politico-économique et, y compris, existentielle.

Il n’y a pas longtemps une fille me montrait les photos de sa maison terrassée par un incendie provoqué par la foudre. Tandis qu’elle décrivait le passé méconnaissable de chaque ruine, elle remarquait le peu des choses qui avaient été sauvées du feu comme s’il s’agissait d’un gain. Pour compléter, elle m’a commenté tout ce quelle ‘avait appris de Benjamin Franklin, à la suite du désastre. Dans une autre occasion, j’ai vu comment un homme montait sur la montagne de décombres qu’était devenue sa maison après un ouragan. Après avoir remué un moment, il a pu sauver une chemise et deux objets et il les a levés comme si c’était un trophée, pour que les autres le voient avec un sourire qui dérouterait tout étranger.

L’optimisme étasunien est l’un des facteurs principaux de son économie et de son histoire. Bien que la culture de la quantification le simplifie sous l’étiquette de « consumer confidence  », il ne s’agit pas d’un optimisme circonstanciel, dicté par la réalité, mais d’un optimisme chronique, parfois aveugle, consolidé par une culture. Bien que l’optimisme aveugle puisse perdre beaucoup de gens, il sauve un Étasunien, si ce n’est pour Dieu ou la justice, au moins pour l’économie. Parmi les décombre, ils voient toujours une occasion de lever quelque chose de meilleur, bien que la logique indique le contraire. C’est un pays habitué aux catastrophes et, de plus, construit dans l’idée d’une menace permanente. De là cette tendance périodique de tolérer la substitution de la défense par une attaque.

D’un autre côté, il ne s’agit pas d’un pays habité par un yankee unique avec une idéologie unique. Il y a des divisions profondes sur ce que doit être leur avenir. Bien que les conservateurs les plus radicaux veuillent faire croire que le Malheur vient toujours de dehors – avec cette tendance féodale aux murailles, physiques et mentales-, pour beaucoup de liberals et autres adversaires le plus grand problème réside dans son intérieur, dans les élites puissantes qui depuis l’obscurité dirigent la force brute. Devant ce diagnostic, parfois ténébreux, ils persistent dans un optimisme chronique dont qui fait que bientôt ces malheurs seront surpassés.

Non sans paradoxe, les conservateurs les plus radicaux ont opéré un changement dans la tradition libérale de ce pays. Dans la narration de l’histoire récente, il est accepté que vers le milieu des années 90 s’est produit « une révolution conservatrice ». Selon mon opinion, celle-ci s’est initiée au début des années 80, en réaction au tremblement culturel des années 60. D’une forme égale, il est possible que les États-Unis se trouvent aujourd’hui au bord d’une révolution silencieuse qui va s’approfondir durant la prochaine décennie. Il est probable que ce tremblement de terre soit plus radical que nous pouvons imaginer en ce moment. Parce qu’il ne faut pas non plus sous-estimer la capacité d’une rébellion culturelle dans un pays qui est né d’une révolution historique et qui a droit dans la constitution à la désobéissance civile. Il ne faut pas non plus sous-estimer l’optimisme de la gauche étasunienne, l’une des plus résistantes aux cataclysmes des trente dernières années.

Dans les années 60 les intellectuels latinoaméricains ont insisté sur la valeur de l’optimisme comme un facteur révolutionnaire, comme un moteur créateur de la nouvelle réalité. Cette stimulation de caractère moral – qui n’avait rien du matérialisme dialectique – a été responsable du dernier grand tremblement de l’histoire du continent. Elle a été battue par la machinerie réactionnaire des armées traditionnelles, par sa propre insuffisance ou par l’excès de l’optimisme capitaliste.

Peut-être le pragmatisme étasunien consiste à ne pas voir la réalité. Son optimisme chronique confond désir avec réalité. Quand la réalité ne s’adapte pas au désir, tant pis pour elle.

* Jorge Majfud est professeur à The University of Georgia.

Traduction de l’espagnol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Rebeldes à la carte

Diarios de Motocicleta

Bitacora (La Republica)

Rebeldes à la carte

En 1772 José Cadalso escribió Eruditos a la violeta, la parodia de un manual para aprender todo lo necesario de las artes y las ciencias en siete días. Por entonces, para la aristocracia y la nueva burguesía, la cultura era un simple medio para presumir en sociedad. En nuestro tiempo eso ya no es posible; no porque falten los pedantes sino porque la cultura de lo grave es estratégicamente despreciada cuando no ignorada. La frivolidad y la pereza intelectual ya no son obstáculos para la fama y el éxito sino un requisito.

Aunque revolución alude a “giro radical”, es decir, “vuelta de dirección”, en el contexto histórico de la Era moderna (simplifiquemos: 1650-1950) significó lo contrario: era la radicalización de lo que se entendía como “progreso de la historia”. Es decir, consistía en evitar precisamente una “vuelta atrás”, una reacción, lo que en gran parte se logró en el breve período de la Posmodernidad. Hasta finales del siglo XX las fuerzas reaccionaras en América Latina se sirvieron del poder de la fuerza militar. Luego, esa particularidad del margen se apropió de un recurso propio del centro. En su segunda gran obra, Les damnés de la terre (1961), Frantz Fanon ya había observado en África que cuando la burguesía colonialista se da cuenta de los inconvenientes de sostener su dominación por la fuerza, decide mantener un combate sobre el terreno de la cultura. Ernesto Che Guevara —que probablemente sintió una fuerte influencia del filósofo negro— razonaba en 1961, doce años antes del golpe de estado en Chile: “si un movimiento popular ocupara el gobierno de un país por amplia votación popular, y resolviese, consecuentemente, iniciar las grandes transformaciones sociales que constituyen el programa por el cual triunfó […] es lógico pensar que el ejército tomará partido por su clase, y entrará en conflicto con el gobierno constituido. Ese gobierno puede ser derribado mediante un golpe de estado más o menos incruento y volver a empezar el juego de nunca acabar”. Guevara se equivocó muchas veces, pero en esto la historia le dio la razón.

En la actualidad, con los ejércitos tradicionales en franca decadencia por todas partes (¿veremos en el siglo XXI el fin de los ejércitos?), el status quo se sirve del discurso de la neutralidad y del culto a un sustituto de su adversario. El principio es el mismo que rige para inmunizar a una persona contra alguna enfermedad usando una vacuna hecha en base al mismo virus esterilizado para provocar un aumento de la reacción inmunológica del cuerpo.

En América Latina, cuando los adolescentes piensan en un icono de la rebeldía piensan en grupos como RBD (“Rebelde”), un grupo musical nacido de una telenovela mexicana. Como bien satirizó el comediante Adal Ramones con su indiscutible genio histriónico, la rebeldía de estos “rebeldes” es terrible: qué padre animarse a usar la corbata del colegio floja y de un costado, teñirse el pelo de una onda que, way, re-rebbelde, qué padre tantos escuincles de la high so rebeldes. La canción bandera de este grupo repite hasta el hastío que “soy rebelde cuando no sigo a los demás / y soy rebelde cuando me juego hasta la piel”. Otra prueba de que la realidad se construye más con palabras que con ladrillos: si se trata de que todos sigan una conducta de rebaño, se identifica esa misma conducta con el valor contrario. “No seguir a los demás” significa, exactamente, repetir todo lo que hacen los demás. O repetir lo que tres señores inventaron una noche entre cuatro paredes y sacando cuentas, para que el rebaño se identifique con “la realidad de la calle” o “la verdadera realidad”. Así tenemos re-rebeldes con la corbata de un costado y el pelo teñido de rojo, terribles actos de osadía en un mundo que nos ha hecho libres de elegir entre cien marcas diferentes del mismo desodorante, entre condones y combustibles con aromas frutales o de flores salvajes.

Al mismo tiempo que se repiten lugares comunes, se repite también la inocente pretensión de ser absolutamente originales. Incluso la idea de que ser progresista pretende significar un rechazo a todo lo dado, todo lo heredado de la historia en nombre de la originalidad, es paradójica. Pero si negásemos o destruyésemos todo lo que existe, no seríamos progresistas sino reaccionarios. No hay progreso posible sin una memoria y sin el reconocimiento de un proceso histórico previo (la ideología posmodernista niega todo posible progreso, excepto el tecnológico; de ahí su complaciente reacción o indiferencia radical). Ese proceso se realiza con sus propias contradicciones, avances y retrocesos, suponiendo un objetivo común de la historia, del cual soy partidario. El mismo Pablo Picasso, paradigma del genio creador, del destructor del pasado y de la creación de realidades inexistentes hasta él, fundamentó toda su obra en un inicial, profundo y serio estudio sobre las artes plásticas. El mismo cubismo posterior le debe al arte africano casi toda su originalidad. Lo mismo podemos decir de The Beatles y todo aquel grupo verdaderamente “creador”. La idea del creador, del artista innovador que destruye todos los cánones para crear un arte “rebelde”, en base a su propia ignorancia, no es más que una vana voluntad de contestar a la sociedad que se le opone y ejercitar, al mismo tiempo, su propia pereza intelectual. Pero de ninguna forma es un acto original y mucho menos independiente de esas fuerzas hegemónicas que guían su rebeldía. Ser famoso por quince minutos, como profetizó Andy Warhol, o por tres meses de inactividad bajo la lupa que confiere la fama, como los personajes de Gran Hermano cuyo paradigma moral es “ser uno mismo”—como si “uno mismo” no fuese el resultado de una deformación social, ideológica y cultural—, revindicar que “detrás de su obra y sus actos” no hay nada más que el “yo del artista”, libre y rebelde, es una fantasía. Ni siquiera es una fantasía del individuo, ni siquiera es producto de su rebeldía sino todo lo contrario: es la consecuencia lógica y complaciente de una cultura del consumo que vende la idea de libertad del individuo, de una ideología del vaciamiento del significado (Barthes, Derrida, Lyotard), una cultura del consumo sin ventanas ni puertas de salidas que convierte a la cultura ya no en una inquisidora de su propias raíces sino en una sirvienta de las necesidades del mercado, del apaciguamiento social e ideológico, de la domesticación del rebelde recluido en su propio yo que se cree original y aislado y, sin embargo, se parece a una lata de sopas Campbell en una góndola de Wall Mart o de Carrefour. Pero visto desde una perspectiva histórica más amplia, no hay libertad ni hay originalidad ni hay individuo. Hay masa, consumidora y complaciente. El artista es eso: no un creador, sino un reproductor (comprometido). Razón de la paradoja inicial: el rebelde no es un revolucionario, es un conservador. Por el contrario, el progresista no es un elefante en el bazar de la civilización; es un constructor de “nuevas realidades” a partir de la conservación y rescate de un tesoro infinitamente superior a sus propias fuerzas: toda la obra de la humanidad, recogida por la historia, por la memoria viva de la crítica permanente, por un respeto mínimo a la cultura de las culturas.

Hay momentos en la historia en que las fuerzas conservadoras se sirven de los rebeldes esterilizados, en que los individuos que pretenden ser originales en base a un conocido elogio a la ignorancia, apenas son reaccionarios, ya que pretender ser originales sin una cultura previa, sin una memoria y sin la valoración y cuidado de la obra histórica que la humanidad ha realizado siglo tras siglo, es pretender ser un hombre de las cavernas en la era digital. Es decir, un hombre sin historia, sin memoria colectiva, orgulloso de su originalidad, de su rebeldía liliputiense.

El problema no está en la forma. El problema surge cuando en nombre de la originalidad se bombardea la catedral de Colonia o Notre Dame o el Taj Mahal para levantar allí un supermercado o una discoteca. Y si estos monumentos de la memoria han sido producto de la injusticia social de su momento, por eso mismo lo ha de estimar la cultura. A nadie se le ocurriría quitar de allí las pirámides de Gizeh porque fueron construidas por esclavos. Por eso los soldados de Napoleón, cuando se divertían disparándole a la Esfinge eran bárbaros. No porque aprobemos la esclavitud sino por lo contrario: porque la pérdida de la memoria colectiva, de la memoria —viva o muerta— de la historia nos hunde en la esclavitud de la mediocridad, requisito indispensable para cualquier tipo de opresión. Al decir de F. Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, “la jovialidad del esclavo [es la] que no sabe hacerse responsable de ninguna cosa grave, ni aspirar a nada grande, ni tener algo pasado o futuro en mayor estima que el presente”.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Setiembre 2007

Diarios de motocicleta y

los rebeldes de nuestro tiempo

En 1773, el falso “indio neto”, Concolorcolvo, realizó junto con Don Alonso un viaje por Sudamérica, iniciado en el Río de la Plata y culminado en Perú. No sólo el recorrido geográfico es semejante al realizado casi dos siglos después por Ernesto Guevara y Alberto Grandos sino también la pretendida legitimación intelectual de la crónica y el rechazo de la historización libresca de Europa. En su diario de viaje, Concolorcorvo anotó que los criollos sabían más de la historia europea que de la suya propia, tópico que reaparecerá en Diarios de motocicleta en el mismo espacio mítico: Perú. Pero si la ideología del falso inca victimizaba a los abnegados conquistadores y difamaba a los salvajes habitantes de estas tierras, el punto de vista del nuevo mártir latinoamericano debía ser el opuesto. Como nos dice Joseph Campbell (en El héroe de las mil caras), el héroe mítico debe hacer un viaje de iniciación, descender al infierno antes de la iluminación. En un lenguaje latinoamericanista, esto significa concientização. Una vez obtenida, procede la comunicación del Hombre Nuevo y finalmente su sacrificio. El mito es más que la realidad y menos también. Mircea Eliade (en El mito del eterno retorno) nos recuerda su naturaleza oral, es decir, alejada de las complejidades del texto escrito y del tiempo histórico, lineal. Todo mito, luego de alcanzado su arquetipo, se mantiene invariable, funcional a un determinado conocimiento que se supone inmanente a todo ser humano, más allá de su tiempo y de su contexto.

En Diarios de motocicleta el mismo texto fílmico incluye, al inicio, una autoreferencia a otro par célebre y desigual (necesariamente desigual, entiendo, porque se trata, además, de héroes dialécticos): Don Quijote y Sancho Panza. La identificación de La poderosa con Rocinante —ambos son nombres paradójicos— pretende completar la composición mítico-estética; la motocicleta cumple una función simbólica, al extremo del fetiche, ya que desaparece rápidamente en la historia pero predomina en el título y en toda la iconografía de la obra. El par Granados-Guevara invertirá sus papeles a medida que avance la narración, al igual que lo hicieron los mismos personajes de Cervantes, en su momento. Pero esta última referencia se pierde en la película. Importa más anotar que también la alusión al antihéroe manchego es una alusión directa —aunque no deliberada— al héroe latino, desde Cervantes: el héroe en tiempos de la Contrarreforma —al igual que el Robin Hood en tiempos de la peste negra, de las revueltas campesinas y del cuestionamiento al papado— se lanza al mundo, a la aventura, para hacer justicia. Como si fuera una oscura herencia gnóstica, para nuestra subcultura católica el mundo es el orden del demiurgo, del mal. América Latina es una de sus últimas creaciones. Por lo tanto, como El Zorro, el héroe latino sólo puede ser marginal. Diferente —y no sin paradoja histórica—, para el héroe protestante (Superman & Co., incluido un héroe gótico como Batman) los buenos están en el poder y los malos escondidos en la clandestinidad, en cavernas profundas, amenazando con adueñarse de un mundo que ya tiene dueño. Superman no es un héroe dialéctico y por eso es solitario; cuando Batman pierde a Robin en los años ‘90, radicaliza ese mismo perfil: expresión pura de la fuerza bruta, de la hegemonía que no se cuestiona ni rinde explicaciones de sus acciones. “Luchar por la justicia” no es más que restablecer el poder hegemónico imperante que los marginales quieren destruir. Ambos, el héroe latino y el héroe anglosajón, ocultan sus identidades; los primeros se la ocultan al poder central, los segundos a los villanos marginales. Ambos se travisten, porque el poder como la verdad siempre están ocultos. Pero si el héroe latino es mítico el anglosajón es mitómano. La batalla trascendente (por el poder, por la verdad) se produce en el cielo o en el infierno, pero nunca en el plano medio de los mortales. Diarios de motocicleta narra el nacimiento de uno de estos héroes míticos (de perfil latino) que, en el recorrido de su largo viaje, debe sumergirse en el Hades antes de ascender al Olimpo. La atracción irresistible consiste en narrarlo desde el espacio humano, vulnerable, no mítico. Semejante, sería una película que narre la vida de Jesús antes de su bautismo en el río Jordán.

Como la independencia de América Latina nunca aconteció, era natural el surgimiento de una figura redentora y es natural su sobrevivencia mítica. Más profundo aún que la ideología que encarnó como ideal supremo, era la necesidad del mesías que rescataría a un pueblo largamente oprimido, empantanado, como pocos, en su propio pasado, bajo la doble tentación de matar al opresor o dejarse seducir por él hasta los límites de las “relaciones carnales” (sic Carlos Menem). Ahora, si bien el Che Guevara histórico es mucho más que un arquetipo, es sólo éste, el arquetipo mítico, el que aparece en el subtexto de Diarios de motocicleta —y en los consumidores de “rebeldes” anglosajones—, recreado desde sus propias debilidades humanas. Pese a todo, el mito del Che Guevara no puede alcanzar la categoría absoluta de los mitos antiguos. Se lo impiden la enorme cantidad de documentos escritos y una mentalidad moderna proclive a la duda crítica. Por otro lado, se lo facilita una cultura ultramoderna: habiendo renunciado a su principal vocación, la revolución, nuestro tiempo se ha decidido por la iconolatría y la mitologización de la historia, por un pensamiento basado en lenguajes —en sistemas independientes de juegos, como el informático—, no en ideas que busquen la comprensión global de cada una de sus partes. Sumergida en un mar de textos digitales, la mentalidad ultramoderna se descansa en la micronarrativa de la publicidad, en la imagen simbólica y en el slogan, simplificador y repetitivo. El nuevo fetiche lleva la marca de su propio tiempo: el consumo estético y la antidialéctica publicitaria. Para ésta, más allá de cualquier narrativa está el mensaje directo, fragmentario. No hay relación entre un evento y el próximo, lo cual no es entendido como un defecto sino como una virtud. (Es nuestra etapa de autismo social e histórico, propia de una transición.) Pero para que cada evento entre en el círculo del consumo, debe adecuarse a los parámetros desproblematizadores. El arte abandona sus pretensiones de cambiar las expectativas de los consumidores y se especializa en satisfacer esas mismas expectativas, según una cultura hegemónica mayor que se caracteriza por su práctica mitómana. Es decir, la obra de arte —en este caso Diarios de motocicleta— debe alejarse de lo “políticamente incorrecto” lo cual incluye, también, confirmar un perfil de rebeldía, de individualidad del héroe. Así se forja el paradigma del rebelde integrado, para el cual la rebeldía consiste en cambiarse el color de pelo y ponerse aros en la lengua para “expresarse a sí mismo”. De la misma forma, también el héroe o el intelectual apocalíptico se transforma en un lubricante de la gran maquinaria, en lubricante complaciente de la masa.

Ambas carencias y virtudes del mito moderno afectan a la película Diarios de motocicleta: si no hay mito absoluto, sino mito problemático, tampoco una reconstrucción del mito tradicional puede estar a salvo de los extremos de la crítica. Toda obra de arte posee un componente político y al mismo tiempo es más que política; pero en ocasiones esta dimensión es tan gravitante que resulta tan artificial excluirla de un análisis de la obra como describir la sonrisa de la Gioconda sin considerar algún tipo de emoción en el referente. A ello sumemos que, como ocurre en casi todo el cine cubano desde la Revolución, el texto más importante no está explícito en la obra misma, en la narración fílmica, sino en su propio contexto. Es decir, es lo que podríamos llamar una obra de arte histórica. A diferencia de Edipo Rey (obra de arte mitológica), para la cual el contexto es irrelevante o apenas anecdótico. Excluir el contexto político-histórico en las películas del Nuevo Cine Latinoamericano y del más actual cine cubano (dentro y fuera de la isla), sería una exageración semejante a reducir el Pato Donald a su subtexto ideológico. Lo cual no es imposible, porque el subtexto existe, pero el resultado de semejante ejercicio es más propio del arte mismo que del análisis crítico: es una creación libre, estimulada por el referente; no una creación crítica, condicionada por aquel. El contexto hollywoodense, en cambio, puede ser desconsiderado, no por su ausencia sino por su omnipresencia. El cine revolucionario o problemático es una respuesta a una hegemonía y, por lo tanto, se transforma en un arte político. De igual forma, la heterosexualidad, al ser asumida como hegemónica, pierde ese (explícito) carácter político; el gay, por el contrario, al confrontarse con una reivindicación inevitablemente transforma su sexualidad en un hecho político.

En Diarios de Motocicleta la hibridez consiste en unir estos dos polos, en partes desiguales. El héroe revolucionario, pasada la amenaza histórica, no se convierte en pieza de museo sino en algo más inofensivo: es integrado. Pero para su digestión, antes debe ser pasterizado hasta lograr un carácter opuesto al Che Guevara histórico. También el mito pierde sus aristas filosas (políticas, por ejemplo); se convierte en producto de consumo: rápido, fácil, desechable. Si en apariencia vence la ética del rebelde, en definitiva triunfa su propia neutralización como elemento problemático, ya que no hay un compromiso material del neorebelde sino su propia complacencia simbólica. La ética del rebelde es neutralizada con la estética hegemónica.

En otro plano, entiendo que no es la emotividad de la película, como ha anotado profusamente la crítica, su punto más débil. Después de Bertolt Brecht pareciera que es casi imposible reconocer en el arte de catarsis algún mérito. Después del gran Nietzsche y del no tan grande Ortega y Gasset, la masa ha pasado a ser la receptora de todo el desprecio de la inteligencia culta. Mercado y espíritu son antagónicos, como la cantidad lo es a la calidad; por lo tanto, según esta escuela, pueblo y profundidad deben serlo también. Pero el arte no es nada sin las emociones y éstas no son propiedad de una elite de intelectuales (menos de intelectuales inconmovibles). Por otro lado, para este tipo de complejos, es más fácil el rechazo que la apología, ya que en la primera el crítico se coloca a sí mismo en un plano superior a la obra en cuestión y en el segundo renuncia al privilegio. La crítica se ha mofado del “sentimentalismo” de Diarios de motocicleta, lo cual es característico de cualquier comentarista que se ubique en el plano de privilegio por el solo hecho de sonreírse: llorar, emocionarse, es de seres inferiores, generalmente femeninos y con poca penetración crítica. Por las dudas, hay que mofarse de las emociones. Pero si esta película logra emocionar es por mérito propio, más aún si lo hace en momentos de cierta cursilería. Ahora, si esta inocencia es el motivo de la emoción de un grupo social, deberíamos reconocer que nuestro juicio debe ser relativo a los objetivos de una obra de arte. También Shakespeare hace llorar con un amor cursi y romántico como el de Romeo y Julieta. (Hoy en día, otros genios hacen llorar con amores más sofisticados; pero más bien se trata de un llanto intelectual.)

Podemos anotar, entonces, que los mayores defectos de esta película están, no en su capacidad de emocionar a un grupo social x, sino en su incapacidad de sostener la emoción en un grupo social y —asumido como superior al grupo social x—, interrumpiéndola con momentos de inverosímil inocencia de su protagonista. Desde este punto de vista (y), Diarios de Motocicleta falla en varios momentos, de forma progresiva hasta alcanzar un final muy inferior a cualquier expectativa. Si la historia no podía incluir el momento trágico de su muerte —lo que hubiese completado el canon clásico, para un grupo social x— al menos se pudo haber dejado abierto el final con un verdadero cambio psicológico en el protagonista. Un viaje y una concientización merecen, al menos, un bildungsroman.

Sin embargo, Diarios de Motocicleta se sostiene por un metatexto infinito: sin él, la película sería el road movie de un ocioso señorito de la clase media burguesa de Buenos Aires. Nada en ella nos muestra a un hombre excepcional, sino todo lo contrario. Incluso, si por un lado se pretende resaltar la honestidad original del protagonista, sus facultades intelectuales están permanentemente puestas en duda. El discurso “latinoamericanista” que atrapa la atención de Alberto y del resto de las personas en medio de su fiesta de cumpleaños, en el leprosario de San Pablo, es más propio de Cantinflas que de un futuro mito de la política mundial. El final es totalmente decepcionante. La despedida de Ernesto y Alberto en un aeropuerto de Venezuela es patética. Hay que imaginarse a un Che Guevara confesando, con una gran dificultad de expresión oral, que el viaje lo había cambiado. ¿No se trataba, precisamente, de eso? Pero el protagonista debe decirlo porque la película fracasa al mostrar ese cambio. Tampoco era necesario que comentara, como si ni él se lo creyese: “Tantas injusticias, ¿no?…” seguido de unos puntos suspensivos que revelan la carencia de lo que más proliferaba en el Che Guevara histórico, en el héroe dialéctico: su verborragia, aunque a veces desprolija; su creatividad literaria condensada en aforismos, luego convertidos en refranes populares o en muletillas del propio Jean-Paul Sartre. Si estas palabras pudieron haber sido las verdaderas palabras que pronunció Ernesto Guevara en ese preciso momento, habría que quitarlas por inverosímiles. En la vida diaria, la mayoría de las cosas que decimos son triviales y hasta estúpidas. Pero procuramos no ponerlas en un libro. Menos en el final de una película que tiene al Che Guevara como protagonista central. Todo lo cual nos hace pensar que cuando Salles eligió el tema de su próxima película realizó la mitad de una gran obra; pero la otra mitad era demasiado grande.

Finalmente, anotemos que la canción de Jorge Drexler, ganadora del primer Oscar a la música para una canción en español, no forma parte de la emotividad de la narración. Esta asociación, música-historia, históricamente ha sido fructífera: cuando uno de los términos del par fallaba, era salvado por el otro. En este caso la canción premiada fue relegada al final, como cortina musical de los créditos, cuando la hipnosis de la historia se ha interrumpido y los espectadores comienzan a pensar dónde dejaron el auto. Drexler tiene composiciones harto más impactantes que “Al otro lado del río”, pero, como todo premio, éste también forma parte de un contexto que debe ser analizado más ampliamente por la crítica. Una de las claves es el mismo hecho de que la mitomanía de la academia no lo dejó interpretar su propia canción en la entrega de los premios (la ausencia de un Che García Bernal en la premiación, en protesta por este hecho, es la respuesta del rebelde integrado que se corresponde con las expectativas del mercado y con el estilo de su lenguaje), eligiendo a Antonio Banderas (El Zorro), por su imagen y no, obviamente, por su voz. Lo que hubiese equivalido a entregarle el premio Nobel a Mario Benedetti a condición de que el discurso de agradecimiento lo dijera Jennifer López, explicando cómo pensaba decorar la Casa Blanca si fuese presidenta de Estados Unidos (sic).

Jorge Majfud

Athens, diciembre 2005

Diarios de motocicleta. Dir. Walter Salles. Brasil, 2004.Dur.: 115 min.

Journal de motocyclette

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier, janvier 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

Journal de motocyclette (film), Réalisateur Walter Salles. Brésil 2004, durée : 115 minutes.

En 1773, le faux «indien archétypal» Concolorcolvo, réalisa, joint à Don Alonso, un voyage en Amérique du Sud, qui débuta par le Rio de la Plata pour se terminer au Pérou. Non seulement le parcours géographique réalisé il y a deux siècles est semblable à celui entreprit par Ernesto Guevara et Alberto Granados mais aussi est semblable la prétendue légitimation intellectuelle et le rejet de «l’historisation» livresque européenne. Dans son journal de voyage, Concolorcolvo nota que les créoles en savaient plus sur l’histoire européenne que sur leur propre histoire, cliché qui réapparaîtra dans Journal de motocyclette, cliché du même espace mythique  : le Pérou. Mais si l’idéologie du faux inca victimisait les dévoués “conquistadors” et diffamait les sauvages habitants de ces terres, le point de vue du nouveau martyr latino-américain devrait être à l’opposé. Comme nous le dit Joseph Campbell (dans Le héros aux mille figures), le héros mythique doit faire un voyage aux enfers avant l’illumination. Dans le langage latino-américaniste, cela signifie conscientisation. Une fois obtenue, advient la communication de l’Homme Nouveau et, finalement, son sacrifice. Le mythe est plus que la réalité, et moins aussi. Mircea Eliade dans Le mythe de l’éternel retour nous rappelle sa nature morale, c’est-à-dire, éloignée des complexités du texte écrit et du temps historique, linéaire. Tout mythe, à la suite d’avoir atteint son archétype, reste invariable, fonctionnel pour une connaissance déterminée qu’on suppose immanente à tout être humain, au-delà de son époque et de son contexte.

Dans Journal de motocyclette, ce même texte filmique inclut, au commencement, une auto-référence à un autre héros célèbre et inégal (nécessairement inégal j’entends, parce qu’il s’agit, en plus, de héros dialectiques)  : Don Quichotte et Sancho Panza. L’identification de la Poderosa avec Rossinante –les deux sont des noms paradoxaux– prétend compléter la composition mythique-esthétique  ; la motocyclette accomplit une fonction symbolique, à l’extrême du fétiche, quoiqu’elle disparaisse rapidement dans l’histoire mais prédomine dans le titre et dans toute l’iconographie de l’œuvre. Celle de Granados-Guevara inversera leurs rôles à mesure qu’avancera la narration, de même que firent les personnages de Cervantès, en leur temps. Mais cette dernière référence se perd dans le film. Il importe plus de noter que l’allusion aussi à l’anti-héros de la Mancha est une allusion directe –quoique non délibérée– au héros latino, à partir de Cervantès : le héros des temps de la Contre-Réforme –à l’égal de Robin des bois du temps de la peste noire, des révoltes paysannes et du questionnement envers la papauté– se lance à la poursuite du monde, de l’aventure, afin de faire justice. Comme s’il s’agissait d’un obscur héritage gnostique pour notre sous-culture catholique, le monde est de l’ordre du démiurge, du mal. L’Amérique Latine est une de ses dernières créations. Pour le moment, comme Zorro, le héros latino ne peut être que marginal. Cela est différent –et non sans paradoxe historique– pour le héros protestant (Superman & Co., incluant un héros gothique comme Batman) : les bons sont au pouvoir et les méchants cachés dans la clandestinité, dans de profondes cavernes, menaçant de gouverner le monde qui, déjà, possède un maître. Superman n’est pas un héros dialectique et c’est pour cela qu’il est solitaire ; lorsque Batman perd Robin, dans les années 90, ce même profil se radicalise : l’expression pure de la force brute, de l’hégémonie qui ne se questionne pas, qui n’a pas de comptes à rendre. “Lutter pour la justice” n’est rien de plus que rétablir le pouvoir hégémonique régnant que les marginaux veulent détruire. Les deux, le héros latino et le héros anglo-saxon, cachent leur identité : les premiers la cachent au pouvoir central, les seconds chez les paysans marginaux. Les deux se travestissent parce que le pouvoir comme la vérité sont toujours cachés. Mais si le héros latino est mythique, le héros anglo-saxon est mythomane. La bataille transcendante (pour le pouvoir, pour la vérité) se produit dans le ciel ou en enfer, mais jamais sur le plan moyen des mortels. Journal de motocyclette raconte la naissance d’un de ces héros mythiques (de profil latino) qui, dans le parcours de son long voyage, doit s’immerger dans l’Hadès avant son ascension sur l’Olympe. L’attraction irrésistible consiste à le raconter à partir de l’espace humain, vulnérable, non mythique. Pareillement serait un film qui raconterait la vie de Jésus avant son baptême dans le Jourdain.

Comme l’indépendance de l’Amérique Latine ne fut jamais réalisée, l’apparition d’une figure rédemptrice allait de soi, et sa survivance aussi. Plus profonde encore que l’idéologie qu’elle incarna comme idéal suprême était la nécessité du messie qui rachèterait un peuple longuement opprimé, embourbé comme peu d’autres, dans son passé, sous la double tentation de tuer l’oppresseur ou de se laisser séduire par lui jusqu’aux limites des «relations charnelles» (sic. Carlos Menem). Maintenant, encore que le Che Guevara est beaucoup plus qu’un archétype, c’est seulement lui, l’archétype mythique, celui qui apparaît dans les sous-titres de Journal de motocyclette – et dans les consommations de «rebelles» anglo-saxons -, recréé à partir de ses propres faiblesses humaines. Malgré tout, le mythe du Che Guevara ne peut atteindre la catégorie absolue des mythes antiques. Il en est empêché par l’énorme quantité de documents écrits et par une mentalité moderne encline au doute critique. D’un autre côté, cela est facilité par une culture ultra-moderne : ayant renoncé à sa principale vocation, la révolution, notre époque s’est décidée pour l’iconolâtrie et la mythologisation de l’histoire, par un penser basé sur les langages – sur des systèmes indépendants de jeux, comme l’informatique -, non sur des idées qui cherchent la compréhension globale de chacune de ses parties. Submergée dans une mer de textes digitaux, la mentalité ultra-moderne se repose dans la micro-narration de la publicité, dans l’image symbolique et sur le slogan simplificateur et répétitif. Le nouveau fétiche porte la marque de son propre temps : la consommation esthétique et l’anti-dialectique publicitaire. Pour celle-ci, en deçà de quelconque narration est le message direct, fragmentaire. Il n’y a pas de relation entre un événement et le suivant, lequel n’est pas compris comme un défaut mais comme une vertu. (C’est notre étape d’autisme social et historique propre à une transition). Mais, afin que chaque événement entre dans le cercle de la consommation, il doit s’adapter aux paramètres déproblémisateurs. L’art abandonne ses prétentions de changer les attentes des consommateurs et se spécialise à satisfaire ces mêmes attentes selon une culture hégémonique plus grande qui se caractérise par sa pratique mythomane. C’est dire, l’œuvre d’art – dans ce cas Journal de motocyclette – doit s’éloigner du «politiquement incorrect» lequel inclut, aussi, de confirmer un profil de rébellion, d’individualité du héros. Ainsi se forge le profil du rebelle intégré, pour lequel la rébellion consiste à changer la couleur de ses cheveux et à se mettre des anneaux sur la langue afin de «s’exprimer à lui-même». De la même façon, le héros aussi ou l’intellectuel apocalyptique se transforme en lubrifiant de la grande machine, en lubrifiant complaisant de la masse.

Les deux, les carences et les vertus du mythe moderne affectent le film. Journal de motocyclette : s’il n’y a pas de mythe absolu, sinon de mythe problématique, une reconstruction du mythe traditionnel non plus ne peut être à l’abri des sujets de la critique. Toute œuvre d’art possède une composante politique, et en même temps, est plus que politique ; mais, en certaines occasions, cette dimension est si gravitante qu’il devient si artificiel de l’exclure de l’analyse de l’œuvre comme de décrire le sourire de la Joconde sans considérer quelque type d’émotion dans le référent. A cela nous ajoutons que, comme cela arrive dans presque tout le cinéma cubain depuis la Révolution, le texte le plus important n’est pas explicite dans l’œuvre elle-même, dans la narration filmique, mais dans son propre contexte. C’est-à-dire, c’est ce que nous pourrions appeler une œuvre d’art historique. A la différence d’Œdipe Roi (œuvre d’art mythologique) pour laquelle le contexte est sans importance ou à peine anecdotique. Exclure le contexte politico-historique des films du Nouveau Cinéma latino-américain, et du plus actuel cinéma cubain (dans l’île et à l’extérieur) serait une exagération semblable à réduire le Canard Donald à ses sous-titres idéologiques. Ce qui n’est pas impossible, parce que le sous-titre existe, mais le résultat d’un semblable exercice est plus du propre de l’art même que de l’analyse critique : c’est une création libre, stimulante pour le référent, non une création critique conditionnée par cette dernière. Le contexte hollywoodien, en échange, peut être inconsidéré, non par son absence mais par son omniprésence. Le cinéma révolutionnaire ou problématique est une réponse à une hégémonie et, pour le moment, se transforme en un art politique. D’égale façon, l’hétérosexualité, à être assumée comme hégémonique, perd ce (explicite) caractère politique ; le gai, au contraire, à se confronter dans une revendication inévitablement transforme sa sexualité en un fait politique.

Dans Journal de motocyclette, l’hybridité consiste à unir ces deux pôles, en parties inégaux. Le héros révolutionnaire, passée la menace historique, ne se convertit pas en une pièce de musée mais en quelque chose de plus inoffensif : il est intégré. Et pour sa digestion, il doit être pasteurisé jusqu’à obtenir un caractère opposé à celui du Che Guevara historique. Ainsi, le mythe perd ses artistes aiguisés (politiques, par exemple) ; il se convertit en produit de consommation : rapide, facile, jetable. Si, en apparence, vainc l’éthique du rebelle, en définitive triomphe sa propre neutralisation comme élément problématique, puisqu’il n’y a pas de compromis matériel du néo-rebelle mais sa propre complaisance symbolique. L’éthique du rebelle est neutralisée par l’éthique hégémonique.

Sur un autre plan, je comprends que ce n’est pas l’émotivité du film, comme l’a noté abondamment la critique, son point le plus faible. A la suite de Bertolt Brecht, il paraîtrait que c’est presque impossible de reconnaître dans l’art de catharsis quelque mérite. A la suite du grand Nietzsche et du non moins grand Ortega y Gasset, la masse est devenue la réceptrice du mépris de l’intelligence culte. Marché et esprit sont antagoniques, comme la quantité l’est de la qualité ; pour le moment, selon cette école, le peuple et la profondeur doivent l’être aussi. Mais l’art n’est rien sans les émotions, et ces dernières ne sont pas la propriété d’une élite d’intellectuels (encore moins d’intellectuels inébranlables). D’un autre côté, pour ce type de complexes, le rejet est plus facile que l’apologie, puisque dans le premier cas le critique se met lui-même sur un plan supérieur à l’œuvre en question, et, dans le deuxième cas, il renonce à ce privilège. La critique s’est moquée du «sentimentalisme» de Journal de motocyclette, ce qui est caractéristique de quelconque commentateur qui se situe sur le plan du privilège par le seul fait de sourire : pleurer, s’émouvoir, cela appartient aux êtres inférieurs, généralement féminins et avec peu de pénétration critique. En cas de doute, il n’y a qu’à rire des émotions. Mais si ce film arrive à émouvoir c’est par son propre mérite, plus encore s’il le fait en des moments de certain snobisme. Maintenant, si cette innocence est le motif de l’émotion d’un groupe social, nous devrions reconnaître que notre jugement doit être relatif aux objectifs d’une œuvre d’art. Shakespeare aussi fait pleurer avec un amour maniéré et romantique comme celui de Roméo et Juliette. (Jusqu’à ce jour, d’autres génies font pleurer avec des amours plus sophistiqués ; mais il s’agit bien plus d’un pleur intellectual).

Nous pouvons noter, alors, que les plus grands défauts de ce film sont, non dans sa capacité d’émouvoir un groupe social x, mais dans l’incapacité à soutenir l’émotion chez un groupe social y – assumé comme supérieur au groupe social x – l’interrompant par des moments d’invraisemblable innocence de son protagoniste. A partir de ce point de vue (y), Journal de motocyclette échoue à plusieurs moments, de façon progressive, jusqu’à atteindre un final très inférieur à quelque attente. Si l’histoire ne pouvait inclure le moment tragique de sa mort –ce qui eut complété le canon classique, pour un groupe social x– au moins on a pu laissé ouvert le final avec un véritable changement psychologique chez le protagoniste. Un voyage et une conscientisation méritent, à tout le moins, un «bildungsroman».

Cependant, Journal de motocyclette se soutient par un méta texte infini : sans lui, le film serait un «road movie» d’un oisif petit monsieur de la classe moyenne bourgeoise de Buenos Aires. Rien en cela nous montre un homme exceptionnel, mais tout le contraire. Même, si d’un côté on prétend faire ressortir l’honnêteté originale du protagoniste, ses facultés intellectuelles sont mises en doute d’une façon permanente. Le discours «latino-américaniste» qui capte l’attention d’Alberto et du reste des personnes au milieu de la fête pour son anniversaire, à la léproserie de San Pablo, est plus le propre de Cantinflas que d’un futur mythe de la politique mondiale. Le final est totalement décevant. Les adieux d’Ernesto et d’Alberto dans un aéroport du Venezuela sont pathétiques. Nous avons à nous imaginer un Che Guevara avouant, avec une grande difficulté orale, que le voyage l’avait changé. Ne s’agissait-il pas, nécessairement, de cela ? Mais le protagoniste doit le dire parce que le film échoue à montrer ce changement. Il n’était pas nécessaire non plus qu’il commentât, comme si lui non plus ne l’avait cru : “tant d’injustices, non ?…” suivit de quelques points de suspension qui révèlent la carence de ce qui proliférait le plus chez le Che Guevara historique, chez le héros dialectique : sa «verborragie», quoique souvent non-exhaustive, sa créativité littéraire condensée en aphorismes, par la suite convertis en proverbes populaires ou en mots de Jean-Paul Sartre lui-même. Si ces paroles purent avoir été les véritables paroles que prononça Ernesto Guevara à ce moment précis, nous devrions les considérer comme invraisemblables. Dans la vie quotidienne, la plus grande partie des choses que nous disons sont triviales, voire même stupides. Mais nous tâcherons de ne pas les publier. Encore moins dans le final d’un film qui a comme protagoniste central Che Guevara. Tout ceci nous fait penser que, lorsque Salles choisit le thème de son prochain film, il réalisa la moitié d’une grande œuvre ; mais l’autre moitié est trop grande.

Finalement, notons que la chanson de Jorge Drexler, gagnante du premier Oscar consacré à la musique pour une chanson en espagnol, ne prend pas part à l’émotivité de la narration. Cette association musique-histoire, historiquement, a été fructueuse : lorsqu’un des termes de la paire manquait, il était sauvé par l’autre. Dans ce cas-ci, la chanson récompensée fur reléguée au final comme rideau musical de créance, lorsque l’hypnose de l’histoire se fut interrompue et que les spectateurs commençaient à penser au lieu où ils avaient garé leur voiture. Drexler a des compositions possédant plus d’impact que “De l’autre côté du fleuve”, mais comme tout prix, celui-ci fait aussi partie d’un contexte qui doit être analysé plus amplement par la critique. Une des clés est le fait même que la mythomanie de l’académie ne lui a pas laissé interpréter sa propre chanson pendant la cérémonie (l’absence d’un Che García Bernal, en protestation contre ce fait, est la réponse du rebelle intégré qui correspond aux attentes du marché et au style de son langage), choisissant Antonio Banderas (Zorro), pour son image et non, évidemment, pour sa voix. Ce qui eut équivalu à remettre le prix Nobel à Mario Benedetti à condition que le discours de remerciement fût prononcé par Jennifer López, expliquant comment elle pensait décorer la Maison Blanche si elle devait devenir présidente des États-Unis (sic).

Dr. Jorge Majfud

Athens, décembre 2005

Afroamérica

Afroamérica

 

 

 

En Uruguay todos los años se celebra el Día del Patrimonio nacional, que en realidad son tres días. Este año estuvo dedicado a la herencia afrouruguaya. En nuestro país, como en el resto de América Latina y en Estados Unidos, la reivindicación oficial de una cultura subalterna, representante de grupos étnicos históricamente marginados como lo ha sido la población negra y la indígena, es un arma de doble filo. En Uruguay, por ejemplo, el candombe y el carnaval han sido siempre identificados con hombres y mujeres de piel negra. Ambos son expresiones legítimas y valiosas de nuestro país, pero también esta suerte de especialización étnica ayuda a promover un estereotipo y, por lo tanto, resulta en un saco de fuerza psicológico y moral que impide o dificulta aquello por lo cual una cultura se define: herencia, renovación, crítica y creatividad.

Lo mismo podemos decir cuando se acusa de impostor a alguien que se define como amerindio o indígena por el hecho de no usar plumas en la cabeza o de hablar español o de no arrancarles el corazón a los turistas del mundo civilizado. Es decir, se acepta que un francés o un norteamericano no vistan ni se comporten como un burgués del siglo XVIII, porque se asume que hay una dinámica cultural, una evolución que hace legítimo un cambio radical dentro de una misma tradición. Pero se pone el grito en el cielo o se ironiza cuando un guaraní o un aymará escriben un correo electrónico o conducen el mismo automóvil que un americano moderno. O se acusa a los antiguos mexicanos de sacrificar víctimas humanas, como si no hubiesen sido capaces de evolucionar como evolucionó el cristianismo desde el siglo XVI, abandonando la repetida práctica de la tortura y la incineración pública de víctimas humanas, también en nombre de Dios, pero de un dios misericordioso.

Una de las mayores amenazas de una cultura hegemónica es la fosilización de aquellas otras que representan un cuestionamiento a su legitimidad o a su hegemonía. La idea monotemática de un hombre negro tocando un tambor y una mujer negra bailando semidesnuda, como objeto sexual de consumo interno y para la exportación, contribuye a restringir —no necesito aclarar que es mi opinión— la potencialidad de la población negra que de esa forma no se autorepresenta, ni es vista por los demás, como protagonista en otras áreas de la sociedad. Si es un pintor blanco, se destacará por sus temas “afro” y se dará un baño de “pueblo”, aunque el grupo aludido represente al nueve por ciento de la población. Probablemente será reconocido como un gran artista plástico y un mal tamborilero, ya que el blanco es asumido como el “observador natural” de la irracionalidad y la sensualidad del primitivo africano, según la centenaria tradición eurocéntrica. De la misma forma que, después del Renacimiento y de Miguel Ángel, abundan desnudos femeninos en la pintura europea (en algún caso, rodeados de hombres vestidos) y en los medios contemporáneos de entretenimiento: el que observa, el macho blanco, es quien domina y así realiza un juicio sexual y estético. Mirar, representar, es ordenar, establecer, dominar. El observado se hace objeto, se hace cosa. Y la crítica contribuye abstrayendo los valores estéticos de los valores éticos o ideológicos, aplaudiendo aquellos y negando éstos.

En resumen, al mismo tiempo que reconocemos el valor de una actividad cultural como el candombe y el carnaval, no debemos dejarnos hipnotizar por un edificio de símbolos y valores que por exceso de iluminación ocultan la rígida estructura principal que nos atrapa. Aunque los uruguayos nos autorepresentamos como antirracistas por excelencia, debemos reconocer que existe una discriminación social de hecho —aunque creo que nunca tan grave como en gran parte de Estados Unidos— que ha relegado a la población negra a un lugar casi inexistente en la política, en las universidades y en los altos puestos públicos y privados. Sí, existe una poderosa cultura afroamericana, afrocubana, afrouruguaya, etc. Pero definir a alguien como afroamericano por el mero color se su piel es parte de la violencia dulce. ¿Por qué los blancos no se llaman “euroamericanos”, incluso allí donde son minorías? Todo esto me recuerda a una emisora local en Mozambique que reportaba un accidente diciendo que habían resultado heridos “tres personas y dos macúas”. Las personas eran blancos; los macúas eran negros.

No en vano aquellos refugios de esclavos perseguidos que en Brasil se llamaban “quilombos”, en Uruguay y Argentina pasó a significar “prostíbulo”, “promiscuidad” o, en el mejor de los casos, “desorden”.  Nadie dice “blanco roñoso”, “blanco sucio”, o “estás haciendo cosa de blanco” (excepto en el caso del gallego inmigrante), pero al sustantivo “negro” se sigue naturalmente una larga lista de descalificativos que la costumbre ha hecho algo natural. “Café para negro no necesita azúcar”. “Negro fino” es un oximoron o una curiosidad, etc.

Si hoy vamos a la página de nuestra querida Universidad de la República del Uruguay, leeremos una actitud típica de nuestra historia que se expresa por eufemismos: “La población del Uruguay es de origen europeo, sobre todo español e italiano, sin perjuicio de otras nacionalidades, producto de una política inmigratoria de puertas abiertas. También existe una reducida presencia de la raza negra que llegó al país, de las costas africanas, en tiempos de la dominación española. En cuanto a la población indígena hace más de un siglo que los últimos indios desaparecieron de todo el territorio nacional, lo que diferencia a la población del Uruguay de la de los demás países de Hispanoamérica…”

La población indígena no “desapareció”; (1) usurparon sus tierras y los asesinaron a todos los que pudieron, en nombre de la civilización y (2) no desaparecieron como queremos creer, están ahí, mezclados de alguna forma en nuestras sangres y negados por nuestra cultura, como lo estaban árabes y judíos negados por la España imperial, que de esa forma organizó su propia decadencia. Aunque nunca nos lo dijeron en la escuela ni se menciona en la cultura pública, el sol de nuestra bandera, como el sol de la bandera argentina, no es otro que el Inti sol de los incas, en su diseño y en su origen, para no entrar a detallar que nuestro castellano está lleno de estructuras y palabras quechuas, guaraníes, etc. Por su parte, la población negra no “llegó” de turismo a este continente sino por la violencia del secuestro, por la violencia física y moral. La violencia física ha cesado, pero no aún la violencia moral y, deberíamos agregar, la “violencia cultural”. Con el agravante que la violencia física suele cicatrizar rápidamente; no tan fácilmente la violencia moral, como lo demuestra la psicología y la historia de los pueblos.

No es cierto que seamos tan blancos como nos hemos creído siempre, con una lógica que, con humor negro, se resumía en la expresión: “en Uruguay y Argentina somos más civilizados porque matamos a todos los salvajes”. Esta crítica necesaria no degrada los méritos que han tenido nuestros países contribuyendo a la historia, especialmente a principios de siglo XX y quizás en este principio de siglo XXI. Pero para seguir adelante primero debemos confesarnos. No ante el cura, sino ante nuestra propia conciencia histórica.

 

 

Jorge Majfud.

The University of Georgia

 

 

 

 

Afroamérique

Jorge Majfud

The University of Georgia

Traduction de Guy Everard Mbarga

 

 

L’Uruguay célèbre chaque année la Journée du Patrimoine national qui dure en fait trois jours. Cette année, elle a été dédiée à l’héritage afrouruguayen. Dans mon pays, comme dans le reste de l’Amérique Latine et aux États-Unis, la revendication officielle d’une culture subalterne, représentante de groupes ethniques historiquement marginalisés comme l’ont été les populations noires et indigènes est une arme à double tranchant.

En Uruguay, par exemple, le candombe et le carnaval ont toujours été identifiés avec les hommes et les femmes noirs. Les deux sont des expressions  légitimes et précieuses de notre pays, mais également, ce genre de spécialisation ethnique contribue à promouvoir un stéréotype, et devient ainsi une poche de force psychologique et morale qui empêche ou rend difficile ce par quoi une culture se définit : héritage, renouvellement, critique et créativité.

On peut dire la même chose lorsqu’on accuse d’imposture celui qui se définit comme amérindien ou indigène du fait qu’il ne met pas de plume sur la tête ou parce qu’il parle l’Espagnol ou parce qu’il n’arrache pas le cœur des touristes du monde civilisé.

Cela signifie que l’on accepte qu’un français ou un nord américain ne s’habillent pas ou ne se comportent pas comme un bourgeois du 18ème siècle, car on assume qu’il y a une dynamique culturelle, une évolution qui rend légitime  un changement radical au sein d’une même tradition.

Pourtant on est surpris ou l’on trouve ironique qu’un guaraní ou un aymará écrive un courrier électronique ou conduise la même automobile qu’un américain moderne.

Ou on accuse les anciens mexicains de faire des sacrifices humains, comme s’ils n’auraient pas été capables d’évoluer comme le christianisme l’a fait depuis le 16ème siècle, en abandonnant la pratique répétée de la torture et de l’incinération publique des victimes humaines, toujours au nom de Dieu, mais d’un dieu miséricordieux.

Une des plus grandes menaces d’une culture hégémonique est la fossilisation de ces autres qui représentent un questionnement à sa légitimité ou à son hégémonie. Pour la même raison, cette culture dominante applaudira et récompensera tout ce qui lui convient de maintenir dans des limites connues.

Aux États-Unis, on assume que les noirs sont de bons boxeurs et de bons basketteurs. Le vrai noir écoute du rap à un volume qui fait remuer son auto. Les automobiles des noirs sont extravagantes et ils ne fréquentent pas les universités. Les noirs marchent en dansant, mettent un foulard sur la tête, portes d’énormes pantalons et marchent en s’empoignant une partie de la braguette pour que leur vêtement ne tombe pas. Etcétera. Et on appelle tout cela “afro”, ce qui démontre que ce sont des réactions sans conséquences structurelles à une culture dominante, européenne , et par conséquent une conséquence de ce qui est européen, blanc. Tout cela n’a rien d’ “afro” si ce n’est la couleur obscure de la peau —tout au moins, je ne me souviens de rien de pareil de mon expérience en Afrique—; ils ont beaucoup plus de la culture blanche ou européenne, de l’idéologie capitaliste à la religion, en passant, naturellement par un ressentiment historique justifié, qui explose périodiquement face à n’importe quel petit incident.

Dans mon pays, l’idée monothématique d’un homme noir jouant au tambour et d’une femme noire qui danse à demi nue, comme objet sexuel de consommation interne et pour l’exportation, contribue à restreindre—pas besoin de clarifier, c’est mon avis— la potentialité de la population noire qui ne s’auto présente pas ainsi, et n’est pas vue par les autres comme acteur dans d’autres sphères de la société . Si c’est un peintre blanc, il se distinguera par ses sujets “afro” et prendra un bain de “foule”, même si le groupe évoqué représente 9% de la population. Il sera probablement reconnu comme un grand artiste plasticien et un mauvais joueur de tambour, puisque on assume que le blanc est l’”observateur naturel” de l’irrationalité et de la sensualité du primitif africain, selon la tradition eurocentrique centenaire.

De la même façon, après la Renaissance et Miguel Ángel, les nus de femmes abondent dans la peinture européenne (des fois entourés d’hommes vêtus) et dans les médias contemporains de divertissement : celui qui observe, le macho blanc est celui qui domine et réalise ainsi un jugement sexuel et esthétique. Regarder, représenter, c’est commander , établir, dominer. Celui qui est observé devient objet, devient chose. Et la critique y contribue en faisant abstraction des valeurs éthiques ou idéologiques, en applaudissant et en niant ceux-ci. C’est-à-dire en légitimant avec son prestige intellectuel.

En résumé, en même temps que nous reconnaissons la valeur d’une activité culturelle comme le candombe et le carnaval, je suggère que nous ne devrions pas nous laisser hypnotiser par un édifice de symboles et des valeurs qui par excès d’illumination occultent la structure rigide principale qui nous tient. Bien que nous les uruguayens nous nous auto représentions comme des antiracistes par excellence, nous devons reconnaitre qu’il existe une discrimination sociale de fait —même si je pense qu’elle n’est pas aussi grave que dans une grande partie des États-Unis— qui a relégué la population noire dans un lieu presqu’inexistant en politique, dans les universités et dans les hautes charges publiques et privés.

Pourquoi n’appelle-t-on pas “hispano”  un nord américain descendant de mexicains ou d’argentins blancs? La population noire du continent n’est pas venue en tourisme, mais par la violence de la culture européenne. Raison pour laquelle les noirs devraient s’appeler euro-américains, si ce n’était pas parce que cela signifierait un souvenir – rappel permanent d’une blessure qui reste ouverte. Oui, il existe une puissante culture aforaméricaine, afrocubaine, afrouruguayenne, etc. Mais définir quelqu’un comme  afroaméricain par le simple fait de sa couleur fait partie de la violence douce. Pourquoi les blancs ne s’appellent pas  “euro-américains”, même là ou ils sont minoritaires? Tout cela me rappelle une émission locale au Mozambique qui faisait un reportage sur un accident en disant que le bilan faisant état des blessés était de “trois personnes et deux macúas”. Les personnes étaient blanches; les macuas étaient noirs.

Ce n’est pas pour rien que les refuges d’esclaves  recherchés, qui au Brésil s’appelaient des “quilombos”, ont pris en Uruguay et en Argentine le sens de “bordel”, “promiscuité” ou dans le meilleur des cas de “désordre”. Personne ne dit “blanc crasseux”, “sale blanc”, ou “il fait des choses de blanc” (sauf dans le cas de l’immigrant galicien), mais le substantif “noir” est naturellement suivi d’une longue liste de mots dénigrants que la coutume a transformé en fait naturel. “Le Café pour noir n’a pas besoin de sucre”. “Noir fin” est un oxymoron ou une curiosité. “Candombero noir” est un irrationnel sans éducation, c’est ce personnage des bandes dessinées comiques qui dans tout le continent faisaient ressortir (ses) deux énormes lèvres, un petit cerveau plein d’innocence et un certain autisme chronique qui le rendait inapte à la politique , la littérature et les sciences.

Si nous visitions aujourd’hui la page de notre chère Université de la République de l’ Uruguay, nous lirons une attitude typique de notre histoire qui s’exprime par des euphémismes : “La population de l’Uruguay est d’origine européenne, surtout espagnole et italienne, sans le préjudice d’autres nationalités, produit d’une immigration à portes ouvertes. Il existe également une présence réduite de la race noire qui est arrivée au pays en provenance des côtes africaines, durant la période de domination espagnole.

Quant à la population indigène, il y a plus d’un siècle que les derniers indiens ont disparu de tout le territoire national, ce qui différencie la population de l’Uruguay de celle des autres pays Hispano-américains …”

La population indigène n’a pas  “disparu”; (1) ils ont usurpé leurs terres et ils ont assassinés tous ceux qu’ils ont pu, au nom de la civilisation et (2) n’ont pas disparu comme nous voulons le croire, ils sont là, mélangé d’une certaine manière dans notre sang et niés par notre culture, comme l’étaient les arabes et les juifs niés par l’Espagne impériale, qui a ainsi organisé sa propre décadence.

Bien qu’on ne nous l’a jamais dit à l’école, et qu’on ne le mentionne pas dans la culture publique, le soleil sur notre drapeau, comme celui sur le drapeau argentin, n’est rien d’autre que l’ Inti, le soleil des incas, dans son dessin et dans son origine, sans parler en détail de notre espagnol qui est plein de structures et de mots quechuas, guaranís, etc. Pour sa part, la population noire n’est pas “arrivée” en tourisme sur ce continent, sinon par le biais de la violence de l’enlèvement, par la violence physique et morale. La violence physique est terminée, mais la violence morale continue et nous devrions ajouter, la “violence culturelle”. Plus grave encore, si la violence physique cicatrise souvent rapidement; ce n’est pas aussi facile en ce qui concerne la violence morale comme le démontre la psychologie et l’histoire des peuples.

Ce n’est pas vrai que nous sommes aussi blancs que nous nous sommes toujours crû, dans une logique qui avec un humour noir se résumait en l’expression: “en Uruguay et en Argentin, nous sommes plus civilisés car nous tuons tous les sauvages”. Cette critique nécessaire n’abaisse  pas les mérites de nos pays qui ont contribué à l’histoire, particulièrement aux débuts du 20ème siècle et peut-être en ce début de 21ème siècle. Mais pour avancer, nous devons d’abord nous confesser. Pas devant le curé, mais devant notre propre conscience historique.

 

 

Jorge Majfud, écrivain,

de l’Université de Georgia.

 

Ratzinger y la batalla semántica por la liberación

Ratzinger y la batalla semántica por la liberación

 

 

Los primeros siglos del humanismo moderno (XIV…) provocaron diferentes reacciones, entre las cuales podemos observar la resistencia al ideoléxico libertad.  Santa Teresa de Ávila lo definió así: “ahora se usa más que suele, y es que toda la propia voluntad, y libertad llaman ya melancolía; […] no se debía tomar este nombre en la boca (porque parece que trae consigo libertad) sino que se llame enfermedad grave”. (Obras, 1573)

Si bien hoy en día el ideoléxico democracia se ha impuesto con una valoración positiva, casi universal, éste fue resistido de formas diversas. A más de sesenta años de la Revolución francesa, y en medio de un siglo de tensiones políticas en España, Pi i Margall reconocía que hasta entonces, la aristocracia y el clero “se reunían todavía bajo una misma bóveda para legislar sobre los intereses de los pueblos […] los proletarios no exigían, como los de hoy, las reformas de las leyes sociales para ver aliviados sus padecimientos”. Luego, respondiendo a quienes aseguraban que la discordia del siglo se debía a la libertad, Margall respondía que esa rebeldía no era producto de la libertad sino falta de la misma. (Reacción y revolución, 1854).

La lucha semántica sobre el ideoléxico liberación aparece como problema central en Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología de la liberación” (Santiago de Chile: Ed. Paulinas, 1986) del entonces cardenal Joseph Ratzinger. Tres de los principios de la lucha de los ideoléxicos consiste en (1) revalorar un término, (2) redefinirlo en sus fronteras semánticas o (3) revindicarlo cuando se trata de un ideoléxico consolidado en su valoración positiva. Para el siglo XX, el ideoléxico liberación podía tener una implicación política negativa en algunos contextos conservadores, pero en un sentido histórico y semántico más amplio su valoración es positiva.

Aunque el concepto de liberación es mucho más antiguo que el cristianismo, no es incorrecto atribuírselo como una aspiración fundamental desde sus orígenes clandestinos. Para el hinduismo era liberación de la vida (salirse del sammsara); para el cristianismo, liberación de la muerte (entrar en la vida eterna).

No obstante, Ratzinger explicaba que el surgimiento de los movimientos de liberación en su siglo se debía al fenómeno tecnológico que había provocado una excesiva concentración económica. La degradación de la historia, propia de la tradición del pensamiento religioso, es así atribuida al demonio de la máquina —esta concepción es central en el pensamiento secular de Ernesto Sábato, especialmente formulado en Hombres y Engranajes (1951)—. Atribuida la autoría del mal a un ente inerte, se suspende uno de los problemas centrales de la crítica de los llamados Movimientos de Liberación, especialmente de la Teología de la Liberación, que es aludida en todo el texto del cardenal: la inocultable relación social entre opresores y oprimidos, entre educados e ignorantes, entre herederos y desposeídos, entre ricos y pobres y el rol funcional que las iglesias tradicionales pudieron jugar en el mantenimiento de esas relaciones de poder.

Para Ratzinger, la liberación más radical es la liberación del pecado, no la liberación social e individual de las estructuras heredadas como un orden natural y divino. Pero el concepto de “pecado social”, desarrollado por los teólogos de la liberación es demasiada acusación para aquellas instituciones que han ostentado gran parte del poder social, político, económico y militar. Por lo tanto, significa una amenaza que debe ser demonizada identificándola con el marxismo y, por ende, con el pecado (individual).

La operación intelectual del autor de Instrucción… consiste no sólo en la re-definición de los campos semánticos sino que, además, ésta es realizada con otros ideoléxicos de alta abstracción: la liberación es la restitución de la libertad; es la educación para la libertad; es el uso recto de la libertad; la libertad “encuentra su verdadero sentido en la elección del bien moral. Se manifiesta como una liberación ante el mal moral”… y así ad infinitum o hasta volver al comienzo.

Diferente a la arbitrariedad calvinista de la predestinación y preferencia de Dios por el hombre rico, y consecuente con la doctrina del libre albedrío, Ratzinger reconoce que el hombre “ejerciendo su libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí mismo. En este sentido, el hombre es causa de sí mismo”. No obstante, “la imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la libertad y la dignidad de la persona”. Poco después parece contradecir lo anterior (aunque la teología medieval puede arreglarlo todo): “El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva [definición de un C(-) sólido], sino en el don de Dios que lo ha creado”.

Una vez revindicado el ideoléxico en disputa (liberación), el autor comienza la valorización de la definición revindicada por el adversario: “Pero la libertad del hombre es finita y falible. Su anhelo puede descansar sobre un bien aparente; eligiendo un bien falso, falla a la vocación de su libertad”. Luego, citando las Escrituras realiza una operación tradicional: asocia diversos ideoléxicos mediante el copulativo “es” —sin deducir uno del otro; podríamos decir que en retórica el copulativo “es”, es un “verbo legislativo”—. Así confirma la antigua valoración negativa de la desobediencia, cuya función política es entendida por sus adversarios como profiláctica: “La auténtica libertad es ‘servicio de la justicia’, mientras que, a la inversa, la elección de la desobediencia y del mal es ‘esclavitud del pecado’”. La operación sobre los campos semánticos se reduce al dictado de lo que es y no es haciendo uso de el único recurso de la asociación: desobediencia = mal. Luego, se hace implícito que esa desobediencia no sólo es institucional (referida a los teólogos de la liberación o a los movimientos seculares) sino filosófica: el libre albedrío (precepto católico) si cuestiona la interpretación de la autoridad es desobediencia, es decir, es pecado; si es pecado es esclavitud, ergo es lo contrario a la liberación. Así, la cadena de asociaciones libres (o interesadas) adquiere un estilo deductivo. “Ésta es la naturaleza profunda del pecado: el hombre se desgaja de la verdad poniendo su voluntad por encima de ésta”. Voluntad, no razón ni racionalidad.

El pecado consiste en “la voluntad de escapar a la relación de dependencia del servidor respecto a su Padre”. Todo lo cual es comprensible desde dentro de la religión y lógico desde cualquier teología. Sin embargo, al no hacerse explícita la división entre el reino de Dios y el reino del César (al no distinguirse la relación padre-niño de adulto-adulto y ley-individuo) se hace implícita la confusión entre religión y política: la desobediencia a Dios es desobediencia a las autoridades eclesiásticas y sociales.

Para los teólogos de la liberación, este enclaustramiento de estas santas y santos no era entendido como virtud de pureza sino como simple y aborrecible egoísmo. En cierto momento, Ratzinger logra una idea irrefutable: la aspiración de la liberación por la salvación eterna “no debilita el compromiso en el progreso de la ciudad terrenal, sino por el contrario le da sentido y fuerza”. Sin embargo, también se puede afirmar que la ruptura de la obediencia que unen al marginado del privilegiado no impide aspirar a la “salvación eterna”, sino lo contrario. La liberación social no impide la liberación metafísica. Sólo que luchar por la justicia terrenal con los ojos puestos en el Cielo no es una lucha que pueda calificar como altruista. Tampoco califica como justa cuando, por inocencia o por hipocresía, sirve los intereses del César.

Finalmente Ratzinger aprueba la reflexión teológica basada en la experiencia, siempre y cuando “esta reflexión sea verdaderamente una lectura de la Escritura, y no una proyección sobre la Palabra de Dios de un significado que no está contenida en ella [idea del signo unívoco], el teólogo ha de estar atento a interpretar la experiencia de la que él parte a la luz de la experiencia de la Iglesia misma. Esta experiencia de la Iglesia brilla con singular resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos. Compete a los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, discernir su autenticidad”.

Antonio Gramsci pensaba que “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia”. (Quaderni del Carcere, 1933). Tal vez tenga razón si pensamos en las aspiraciones más profundas de la metafísica religiosa. El Paraíso, la Justicia, la Justicia al fin… Si pensamos en sus consecuencias terrenales, ya es más difícil encontrar hombres más realistas que los líderes religiosos. Realistas, sobre todo porque la realidad terrenal es obra de sus propios poderes —poderes terrenales, aunque siempre en nombre del cielo.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia

Agosto 2007

 

 

 

El Jesús que secuestraron los emperadores

 

 

¿Quien me presta una escalera

para subir al madero,

para quitarle los clavos

a Jesús el Nazareno?

(Antonio Machado)

 

 

Hace unos días el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se refirió a Jesús como el más grande socialista de la historia. No me interesa aquí hacer una defensa o un ataque de su persona. Sólo quisiera hacer algunas observaciones sobre una típica reacción que causaron sus palabras por diversas partes del mundo.

Tal vez decir que Jesús era socialista es como decir que Tutankamón era egipcio o Séneca era español. No deja de ser una imprecisión semántica. Sin embargo, aquellos que en este tiempo se han acercado a mí con cara de espantados por las palabras del “chico malo” ¿lo hacían en función de algún razonamiento o simplemente en función de los códigos impuestos por un discurso dominante?

En lo personal, siempre me ha incomodado el poder acumulado en un solo hombre. Pero si el señor Chávez es un hombre poderoso en su país, en cambio no es él el responsable del actual orden que rige en el mundo. Para unos pocos, el mejor orden posible. Para la mayoría, la fuente de la violencia física y, sobre todo, moral.

Si es un escándalo imaginar a un Jesús socialista, ¿por qué no lo es, entonces, asociarlo y comprometerlo con la cultura y la ética capitalista? Si es un escándalo asociar a Jesús con el eterno rebelde, ¿por qué no lo es, en cambio, asociarlo a los intereses de los sucesivos imperios —exceptuando el más antiguo imperio romano? Aquellos que no discuten la sacralizad del capitalismo son, en gran número, fervientes seguidores de Jesús. Mejor dicho, de una imagen particular y conveniente de Jesús. En ciertos casos no sólo seguidores de su palabra, sino administradores de su mensaje.

Todos, o casi todos, estamos a favor de cierto desarrollo económico. Sin embargo, ¿por qué siempre se confunde justicia social con desarrollo económico? ¿Por qué es tan difundida aquella teología cristiana que considera el éxito económico, la riqueza, como el signo divino de haber sido elegido para entrar al Paraíso, aunque sea por el ojo de una aguja?

Tienen razón los conservadores: es una simplificación reducir a Jesús a su dimensión política. Pero esta razón se convierte en manipulación cuando se niega de plano cualquier valor político en su acción, al mismo tiempo que se usa su imagen y se invocan sus valores para justificar una determinada política. Es política negar la política en cualquier iglesia. Es política presumir de neutralidad política. No es neutral un observador que presencia pasivo la tortura o la violación de otra persona. Menos neutral es aquel que ni siquiera quiere mirar y da vuelta la cabeza para rezar. Porque si el que calla otorga, el indiferente legitima.

Es política la confirmación de un statu quo que beneficia a una clase social y mantiene sumergida otras. Es político el sermón que favorece el poder del hombre y mantiene bajo su voluntad y conveniencia a la mujer. Es terriblemente política la sola mención de Jesús o de Mahoma antes, durante y después de justificar una guerra, una matanza, una dictadura, el exterminio de un pueblo o de un solo individuo.

Lamentablemente, aunque la política no lo es todo, todo es política. Por lo cual, una de las políticas más hipócritas es afirmar que existe alguna acción social en este mundo que pueda ser apolítica. Podríamos atribuir a los animales esta maravillosa inocencia, si no supiésemos que aún las comunidades de monos y de otros mamíferos están regidas no sólo por un aclaro negocio de poderes sino, incluso, por una historia que establece categorías y privilegios. Lo cual debería ser suficiente para menguar en algo el orgullo de aquellos opresores que se consideran diferentes a los orangutanes por la sofisticada tecnología de su poder.

Hace muchos meses escribimos sobre el factor político en la muerte de Jesús. Que su muerte estuviese contaminada de política no desmerece su valor religioso sino todo lo contrario. Si el hijo de Dios bajó al mundo imperfecto de los hombres y se sumergió en una sociedad concreta, una sociedad oprimida, adquiriendo todas las limitaciones humanas, ¿por qué habría de hacerlo ignorando uno de los factores principales de esa sociedad que era, precisamente, un factor político de resistencia?

¿Por qué Jesús nació en un hogar pobre y de escasa gravitación religiosa? ¿Por qué no nació en el hogar de un rico y culto fariseo? ¿Por qué vivió casi toda su vida en un pueblito periférico, como lo era Nazareth, y no en la capital del imperio romano o en la capital religiosa, Jerusalén? ¿Por qué fue hasta Jerusalén, centro del poder político de entonces, a molestar, a desafiar al poder en nombre de la salvación y la dignidad humana más universal? Como diría un xenófobo de hoy: si no le gustaba el orden de las cosas en el centro del mundo, no debió dirigirse allí a molestar.

Recordemos que no fueron los judíos quienes mataron a Jesús sino los romanos. Aquellos romanos que nada tienen que ver con los actuales habitantes de Italia, aparte del nombre. Alguien podría argumentar que los judíos lo condenaron por razones religiosas. No digo que las razones religiosas no existieran, sino que éstas no excluyen otras razones políticas: la case alta judía, como casi todas las clases altas de los pueblos dominados por los imperios ajenos, se encontraba en una relación de privilegio que las conducía a una diplomacia complaciente con el imperio romano. Así también ocurrió en América, en tiempos de la conquista. Los romanos, en cambio, no tenían ninguna razón religiosa para sacarse de encima el problema de aquel rebelde de Nazareth. Sus razones eran, eminentemente, políticas: Jesús representaba una grave amenaza al pacífico orden establecido por el imperio.

Ahora, si vamos a discutir las opciones políticas de Jesús, podríamos referirnos a los textos canonizados después del concilio de Nicea, casi trescientos años después de su muerte. El resultado teológico y político de este concilio fundacional podría ser cuestionable. Es decir, si la vida de Jesús se desarrolló en el conflicto contra el poder político de su tiempo, si los escritores de los Evangelios, algo posteriores, sufrieron de persecuciones semejantes, no podemos decir lo mismo de aquellos religiosos que se reunieron en el año 325 por orden de un emperador, Constantino, que buscaba estabilizar y unificar su imperio, sin por ello dejar de lado otros recursos, como el asesinato de sus adversarios políticos.

Supongamos que todo esto no importa. Además hay puntos muy discutibles. Tomemos los hechos de los documentos religiosos que nos quedaron a partir de ese momento histórico. ¿Qué vemos allí?

El hijo de Dios naciendo en un establo de animales. El hijo de Dios trabajando en la modesta carpintería de su padre. El hijo de Dios rodeado de pobres, de mujeres de mala reputación, de enfermos, de seres marginados de todo tipo. El hijo de Dios expulsando a los mercaderes del templo. El hijo de Dios afirmando que más fácil sería para un camello pasar por el ojo de una aguja que un rico subiese al reino de los cielos (probablemente la voz griega kamel no significaba camello sino una soga enorme que usaban en los puertos para amarrar barcos, pero el error en la traducción no ha alterado la idea de la metáfora). El hijo de Dios cuestionando, negando el pretendido nacionalismo de Dios. El hijo de Dios superando leyes antiguas y crueles, como la pena de muerte a pedradas de una mujer adúltera. El hijo de Dios separando los asuntos del César de los asuntos de su Padre. El hijo de Dios valorando la moneda de una viuda sobre las clásicas donaciones de ricos y famosos. El hijo de Dios condenando el orgullo religioso, la ostentación económica y moral de los hombres. El hijo de Dios entrando en Jerusalén sobre un humilde burro. El hijo de Dios enfrentándose al poder religioso y político, a los fariseos de la Ley y a los infiernos imperiales del momento. El hijo de Dios difamado y humillado, muriendo bajo tortura militar, rodeado de pocos seguidores, mujeres en su mayoría. El hijo de Dios haciendo una incuestionable opción por los pobres, por los débiles y marginados por el poder, por la universalización de la condición humana, tanto en la tierra como en el cielo.

Difícil perfil para un capitalista que dedica seis días de la semana a la acumulación de dinero y medio día a lavar su conciencia en la iglesia; que ejercita una extraña compasión (tan diferente a la solidaridad) que consiste en ayudar al mundo imponiéndole sus razones por las buenas o por las malas.

Aunque Jesús sea hoy el principal instrumento de los conservadores que se aferran al poder, todavía es difícil sostener que no fuera un revolucionario. Precisamente no murió por haber sido complaciente con el poder político de turno. El poder no mata ni tortura a sus adulones; los premia. Queda para los otros el premio mayor: la dignidad. Y creo que pocas figuras en la historia, sino ninguna otra, enseña más dignidad y compromiso con la humanidad toda que Jesús de Nazaret, a quien un día habrá que descolgar de la cruz.

 

Jorge Majfud

The University of Georgia

26 de enero de 2007

 

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The Jesus the Emperors Kidnapped

 

Who will lend me a ladder

to climb up the timbering,

to remove the nails from

Jesus the Nazarene?

(Antonio Machado)

 

 

A few days ago the president of Venezuela, Hugo Chávez, referred to Jesus as the greatest socialist in history. I am not interested here in making a defense or an attack on his person. I would only like to make a few observations about a typical reaction caused by his words throughout different parts of the world.

Perhaps saying that Jesus was a socialist is like saying that Tutankhamen was Egyptian or Seneca was Spanish. It remains a semantic imprecision. Nevertheless, those who recently have approached me with a look of horror on their faces as a result of the words of the “bad boy,” did they do so on the basis of some reasoning or simply on the basis of the codes imposed by a dominant discourse?

Personally, I have always been uncomfortable with power accumulated in just one man. But although Mr. Chávez is a powerful man in his country, he is not the one responsible for the current state of the world. For an elite few, the best state possible. For most, the source of physical and, above all, moral violence.

If it is a scandal to imagine Jesus to be socialist, why is it not, then, to associate him and compromise him with capitalist culture and ethics? If it is a scandal to associate Jesus with the eternal rebel, why is it not, in contrast, to associate him with the interests of successive empires – with the exception of the ancient Roman empire? Those who do not argue the sacrality of capitalism are, in large number, fervent followers of Jesus. Better said, of a particular and convenient image of Jesus. In certain cases not only followers of his word, but administrators of his message.

All of us, or almost all of us, are in favor of certain economic development. Nonetheless, why is social justice always confused with economic development? Why is that Christian theology that considers economic success, wealth, to be the divine sign of having been chosen to enter Paradise, even if through the eye of a needle, so widely disseminated?

Conservatives are right: it is a simplification to reduce Jesus to his political dimension. But their reasoning becomes manipulation when it denies categorically any political value in his action, at the same time that his image is used and his values are invoked to justify a determined politics. It is political to deny politics in any church. It is political to presume political neutrality. An observer who passively witnesses the torture or rape of another person is not neutral. Even less neutral is he who does not even want to watch and turns his head to pray. Because if he who remains silent concedes, he who is indifferent legitimates.

The confirmation of a status quo that benefits one social class and keeps others submerged is political. The sermon that favors the power of men and keeps women under their will and convenience is political. The mere mention of Jesus or Mohammed before, during and after justifying a war, a killing, a dictatorship, the extermination of a people or of a lone individual is terribly political.

Lamentably, although politics is not everything, everything is political. Therefore, one of the most hypocritical forms of politics is to assert that some social action exists in this world that might be apolitical. We might attribute to animals this marvelous innocence, if we did not know that even communities of monkies and of other mammals are governed not only by a clear negotiation of powers but, even, by a history that establishes ranks and privileges. Which ought to be sufficient to diminish somewhat the pride of those oppressors who consider themselves different from orangutangs because of the sophisticated technology of their power.

Many months ago we wrote about the political factor in the death of Jesus. That his death was contaminated by politics does not take away from his religious value but quite the contrary. If the son of God descended to the imperfect world of men and immersed himself in a concrete society, an oppressed society, acquiring all of the human limitations, why would he have to do so ignoring one of the principle factors of that society which was, precisely, a political factor of resistance?

Why was Jesus born in a poor home and one of scarce religious orientation? Why was he not born in the home of a rich and educated pharisee? Why did he live almost his entire life in a small, peripheral town, as was Nazareth, and not in the capital of the Roman Empire or in the religious capital, Jerusalem? Why did he go to Jerusalem, the center of political power at the time, to bother, to challenge power in the name of the most universal human salvation and dignity? As a xenophobe from today would say: if he didn’t like the order of things in the center of the world, he shouldn’t have gone there to cause trouble.

We must remember that it was not the Jews who killed Jesus but the Romans. Those Romans who have nothing to do with the present day inhabitants of Italy, other than the name. Someone might argue that the Jews condemned him for religious reasons. I am not saying that religious reasons did not exist, but that these do not exlude other, political, reasons: the Jewish upper class, like almost all the upper classes of peoples dominated by foreign empires, found itself in a relationship of privilege that led it to a complacent diplomacy with the Roman Empire. This is what happened also in America, in the times of the Conquest. The Romans, in contrast, had no religious reason for taking care of the problem of that rebel from Nazareth. Their reasons were eminently political: Jesus represented a grave threat to the peaceful order established by the empire.

Now, if we are going to discuss Jesus’ political options, we might refer to the texts canonized after the first Council of Nicea, nearly three hundred years after his death. The theological and political result of this founding Council may be questionable. That is to say, if the life of Jesus developed in the conflict against the political power of his time, if the writers of the Gospels, somewhat later, suffered similar persecutions, we cannot say the same about those religious men who gathered in the year 325 by order of an emperor, Constantine, who sought to stabilize and unify his empire, without leaving aside for this purpose other means, like the assassination of his political adversaries.

Let us suppose that all of this is not important. Besides there are very debatable points. Let us take the facts of the religious documents that remain to us from that historical moment. What do we see there?

The son of God being born in an animal stable. The son of God working in the modest carpenter trade of his father. The son of God surrounded by poor people, by women of ill repute, by sick people, by marginalized beings of every type. The son of God expelling the merchants from the temple. The son of God asserting that it would be easier for a camel to pass through the eye of a needle than for a rich man to ascend to the kingdom of heaven (probably the Greek word kamel did not mean camel but an enormous rope that was used in the ports to tie up the boats, but the translation error has not altered the idea of the metaphor). The son of God questioning, denying the alleged nationalism of God. The son of God surpassing the old and cruel laws, like the penalty of death by stoning of an adulterous woman. The son of God separating the things of Ceasar from the things of the Father. The son of God valuing the coin of a widow above the traditional donations of the rich and famous. The son of God condemning religious pride, the economic and moral ostentation of men. The son of God entering into Jerusalem on a humble donkey. The son of God confronting religious and political power, the pharisees of the Law and the imperial hells of the moment. The son of God defamed and humiliated, dying under military torture, surrounded by a few followers, mostly women. The son of God making an unquestionable option for the poor, for the weak and the marginalized by power, for the universalization of the human condition, on earth as much as in heaven.

A difficult profile for a capitalist who dedicates six days of the week to the accumulation of money and half a day to clean his conscience in church; who exercises a strange compassion (so different from solidarity) that consists in helping the world by imposing his reasons like it or not.

Even though Jesus may be today the principal instrument of conservatives who grasp at power, it is still difficult to sustain that he was not a revolutionary. To be precise he did not die for having been complacent with the political power of the moment. Power does not kill or torture its bootlickers; it rewards them. For the others remains the greater prize: dignity. And I believe that few if any figures in history show more dignity and commitment with all of humanity than Jesus of Nazareth, who one day will have to be brought down from the cross.

 

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

 

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Breve historia de la idiotez ajena

Breve historia de la idiotez ajena

Esta semana el biólogo James Watson volvió a insistir sobre la antigua teoría de la inferioridad intelectual de los negros. Hace más de diez años publicamos una reflexión sobre un estudio hecho por  Charles Murray y Herrnstein sobre “ethnic differences in cognitive ability” que mostraban gráficas de coeficientes intelectuales claramente desfavorables a la raza negra. Aunque la historia del las ciencias no difiere mucho del resto de la historia, con sus aciertos y sus tradicionales equívocos, sin proceder por un rechazo a epidérmico pensamos que valía la siguiente reflexión: “supongamos que un día se demuestre que hay razas menos inteligentes (y que se defina exactamente lo que quiere decir eso de “inteligencia”, sin recaer en una explicación escolar o zoológica). En ese caso, los seres humanos deberán estar mejor preparadas para la verdad. Esto quiere decir que debemos esperar que las razas se traten entre sí como si no estuviesen unas por encima de otras sino en la misma superficie redonda de Gea. Es decir, que no se traten como ahora se tratan suponiendo una inteligencia racial uniforme” (Crítica, 1998).

Watson, de paso, ha propuesto la manipulación genética para curar la estupidez, pero no menciona si es conveniente curar la estupidez antes de realizar cualquier manipulación genética. También los nazis —y quizás Michael Jackson— eran de la misma idea que Watson. Ni Hitler ni los nazis carecían de inteligencia ni de una alta moral de criminales. Como recordó un personaje del novelista Érico Veríssimo, “durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”.

No vamos a problematizar aquí qué significa “sabiduría” por una razón de espacio, pero basta con observar que es algo que no se mide usando un gaussmeter sino recogiendo la experiencia de nuestra problemática especie, desde que se puso en pié. Pero sólo a modo de ejemplo veamos un caso que nos toca.

Por sus denuncias a la opresión de los indígenas americanos, Bartolomé de las Casas fue acusado de enfermo mental y sus indios de idiotas que merecían la esclavitud. Es cierto que sus crónicas y denuncias fueron aprovechadas para acusar a un imperio en decadencia por parte de la maquinaria publicitaria de otro imperio en ascenso, el británico. Pero esto es tema para otra reflexión.

Molesto por la crónica del religioso rebelde, el erudito español Marcelino Menéndez Pelayo en 1895 calificó a de las Casas de “fanático intolerante” y a Brevísima Historia, de “monstruoso delirio”. Su más célebre alumno y miembro de la Real Academia Española, Ramón Menéndez Pidal, fue de la misma opinión. En su publicitado y extenso libro, El padre Las Casas (1963) desarrolló la tesis de la enfermedad mental del sacerdote denunciante al mismo tiempo que justificó la acción de los conquistadores, como la muerte de tres mil indios en Cholula a manos de Hernán Cortés porque era una “matanza necesaria a fin de desbaratar una peligrosísima conjura que para acabar con los españoles tramaba Moctezuma”. Según Menéndez Pidal, Bartolomé de las Casas “era una víctima inconsciente de su delirio incriminatorio, de su regla de depravación inexceptuable”. Pero al regresar a España para denunciar las supuestas injusticias contra los indios, “se encontró con la gravísima sorpresa de que su opinión extrema sobre la evangelización del Nuevo Mundo tenía enfrente otra opinión, extrema también, en defensa de la esclavitud y la encomienda. Esa opinión estaba sostenida muy sabiamente por el Doctor Juan Ginés de Sepúlveda [a través de] un opúsculo escrito en elegante latín y titulado Democrates alter, sirve de justis belli causis apud Indos”. Una nota al pié dice: “Publicado con una hermosa traducción, por Menéndez Pelayo en Boletín de la Real Acad. De la Historia, XXI, 1891”. Ginés de Sepúlveda, basándose en la Biblia (Proverbios), afirmaba que “la guerra justa es causa de justa esclavitud […] siendo este principio y concentrándose al caso del Nuevo Mundo, los indios ‘son inferiores a los españoles como los niños son a los adultos, las mujeres a los hombres, los fieros y crueles a los clementísimos, […] y en fin casi diría como los simios a los hombres’”. Con frecuencia, Pidal confunde su voz narrativa con la de Sepúlveda. “Bien podemos creer que Dios ha dado clarísimos indicios para el exterminio de estos bárbaros, y no faltan doctísimos teólogos que traen a comparación los idólatras Cananeos y Amorreos, exterminados por el pueblo de Israel”. Según Fray Domingo de Soto, teólogo imperial, “por la rudeza de sus ingenios, gente servil y bárbara están obligados a servir a los de ingenio más elegante”. Menéndez Pidal insistía en su tesis de la incapacidad mental de quienes criticaban a los conquistadores, como “el indio Poma de Ayala, [que] mira con maliciosos ojos a dominicos, agustinos y mercedarios, mientras advierte que franciscanos, jesuitas y ermitaños hacen mucho bien y no toman limosna de plata”. Según Pidal, esto se debía a que “a esos indios prehistóricos, venidos de la edad neolítica, no era posible atraerlos con la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino, sino con las Florecillas Espirituales del Santo de Asís”.

En su intención de demostrar la enfermedad mental del denunciante, Pidal se encuentra con indicios contrarios y resuelve, por su parte, una regla psicológica que lo arregla todo: “el paranoico, cuando sale del tema de sus delirios, es un hombre enteramente normal”. Luego: “Las Casas es un paranoico, no un demente o loco en estado de inconsciencia. Su lucidez habitual hace que su anormalidad sea caso difícil de establecer y graduar”. Que es como decir que era tan inteligente que no podía razonar correctamente, o por su lucidez veía ilusiones. Bartolomé de las Casas “vive tan ensimismado en un mundo imaginario, que queda incapaz para percibir la realidad externa”. Una confesión significativa: “Las Casas hubiera sido, dada su extraordinaria actividad, un excelente obispo en cualquier diócesis de España, pero su constitución mental le impedía desempeñar rectamente un obispado en las Indias”. De aquí se deducen dos posibilidades: (1) América tenía un efecto mágico-narcótico en algunas personas o (2) los obispos de España eran paranoicos como de las Casas pero por ser mayoría era tenido como algo normal.

Esta idea de atribuir deficiencias mentales en el adversario dialéctico, se renueva y extiende en libros masivamente publicitados sobre América Latina, como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996) y El regreso del idiota (2007). Uno de los libros objetos de sus burlas, Para leer al pato Donald (1972) de Ariel Dorfman y Armand Matterlart, parece contestar esta posición desde el pasado. El discurso de las historietas infantiles de Disney consiste en que, “no habiendo otorgado a los buenos salvajes el privilegio del futuro y del conocimiento, todo saqueo no parece como tal, ya que extirpa lo que es superfluo”. El despojo es doble, casi siempre coronado con un happy ending: “Pobres nativos. Qué ingenuos son. Pero si ellos no usan su oro, es mejor llevárselo. En otra parte servirá de algo”. Sócrates o Galileo pudieron hacerse pasar por necios, pero ninguno de aquellos necios que los condenaron pudieron fingir inteligencia. Eso en la teoría, porque como decía Demócrates, “el que amonesta a un hombre que se cree inteligente trabaja en vano”.

En Examen de ingenios para las ciencias (1575), el médico Juan Huarte compartía la convicción científica de la época según la cual el cabello rubio —como el de su rey, Felipe II— era producto de un vapor grueso que se levantaba del conocimiento que hace el cerebro al tiempo de su nutrición. Sin embargo, afirmaba Huarte, no era el caso de los alemanes e ingleses, porque su cabello rubio nace de la quema del mucho frío. La belleza es signo de inteligencia, porque es el cuerpo su residencia. “Los padres que quisieren gozar de hijos sabios y de gran habilidad para las letras, han de procurar que nazcan varones”. La ciencia de la época sabía que para engendrar varón se debía procurar que el semen saliera del testículo derecho y entrase en el lado derecho del útero. Luego Huarte da fórmulas precisas para engendrar hijos de buen entendimiento “que es el ingenio más ordinario en España”.

En la Grecia antigua, como dice Aristóteles, se daba por hecho que los pueblos que Vivian más al sur, como el egipcio, eran naturalmente más sabios e ingeniosos que los bárbaros que habitaban en las regiones frías. Alguna vez los rubios germánicos fueron considerados bárbaros, atrasados e incapaces de civilización. Y fueron tratados como tales por los más avanzados imperios de piel oscurecida por los soles del Sur. Lo que demuestra que la estupidez no es propiedad de ninguna raza.

Jorge Majfud

The University of Georgia, octubre 2007.

Leçons de l’histoire

Par  Jorge Majfud

Traduit par Gérard Jugant, révisé par Fausto Giudice

Le jour même où Christophe Colomb quittait le port de Palos, le 3 août 1492, expirait le délai accordé aux juifs d’Espagne pour abandonner leur pays, l’Espagne. Dans l’esprit de l’amiral il y avait au moins deux puissants objectifs, deux vérités irréfutables : les richesses matérielles de l’Asie et la religion parfaite de l’Europe. Avec le premier il pensait financer la reconquête de Jérusalem ; avec le second il devait légitimer le dépouillement. Le mot “or” déborda de sa plume comme le divin et sanglant métal déborda des bateaux des conquistadores qui le suivirent.

La même année, le 2 janvier 1492, était tombée Grenade, l’ultime bastion arabe dans la péninsule. 1492 fut aussi l’année de la publication de la première grammaire castillane (la première grammaire européenne en langue “vulgaire”). Selon son auteur, Antonio de Nebrija, la langue était la “compagne de l’empire”. Immédiatement, la nouvelle puissance continua la Reconquête avec la Conquête, de l’autre côté de l’Atlantique, avec les mêmes méthodes et les mêmes convictions, confirmant la vocation globalisatrice de tout empire. Dans le centre du pouvoir il devait y avoir une langue, une religion et une race.

Le futur nationalisme espagnol se construisit ainsi sur la base de la pureté de la mémoire. C’est un fait que huit siècles plus tôt juifs et wisigoths ariens avaient appelé puis aidé les musulmans pour qu’ils remplacent Rodéric et les autres rois wisigoths qui s’étaient battus pour la même purification. Mais celle-ci n’était pas la raison principale du mépris, parce que ce n’était pas la mémoire qui importait mais l’oubli.

Les rois catholiques et les successifs rois de droit divin en finirent (ou voulurent en finir) avec l’autre Espagne, l’Espagne métisse, multiculturelle, l’Espagne où se parlaient plusieurs langues et où se pratiquaient plusieurs cultes et se mélangeaient différentes races. L’Espagne qui avait été le centre de la culture, des arts et des sciences, dans une Europe plongée dans le retard, de violentes superstitions et le provincialisme du Moyen Age. Progressivement la péninsule ferma ses frontières aux différents.

Maures et juifs durent abandonner leur pays et émigrer en Barbarie (Afrique) ou dans le reste de l’Europe, où ils s’intégrèrent aux nations périphériques qui surgirent avec de nouvelles inquiétudes sociales, économiques et intellectuelles. Au sein du pays restèrent quelques enfants illégitimes, des esclaves africains qui ne sont quasiment pas mentionnés dans l’histoire la plus connue mais qui étaient nécessaires pour les indignes tâches domestiques.

La nouvelle Espagne victorieuse  s’enferma dans un mouvement conservateur (si je peux me permettre cet oxymore). L’État et la religion s’unirent stratégiquement pour un meilleur contrôle de leur peuple dans un processus schizophrénique d’épuration.

Quelques dissidents comme Bartolomé de las Casas furent confrontés dans un procès public à ceux qui, comme Ginés de Sepulveda, arguaient que l’empire avait le droit d’intervenir et de dominer le nouveau continent parce qu’il était écrit dans la Bible (Proverbes 11:29) que “le fou devient esclave du sage”. Les autres, les soumis, le sont pour leur “lenteur d’esprit et leurs coutumes inhumaines et barbares”.

Le discours du fameux et influent théologien, sensé comme tout discours officiel, proclamait : “[les natifs] sont les gens barbares et inhumains, étrangers à la vie civile et aux coutumes pacifiques, et il sera toujours juste et conforme au droit naturel que de tels gens se soumettent à l’empire et aux nations plus cultivées et humaines, pour que grâce à leurs vertus et à la prudence de leurs lois, ils abandonnent la barbarie et se résolvent à une vie plus humaine et au culte de la vertu”. Et à un autre moment : “[ils doivent] se soumettre par les armes, si par une autre voie ce n’est pas possible, ceux qui par condition naturelle doivent obéir à d’autres et refuser leur empire”.

A cette époque on ne recourait pas aux mots “démocratie” et “liberté” parce que jusqu’au XIXe siècle ils demeuraient en Espagne des attributs du chaos humaniste, de l’anarchie et du démon. Mais chaque pouvoir impérial à chaque moment de l’histoire joue le même jeu avec des cartes différentes. Quoique certaines, comme on le voit, ne sont pas si différentes.

En dépit d’une première réaction compatissante du roi Charles V et des Lois Nouvelles qui prohibaient l’esclavage des natifs américains (les Africains n’étaient pas considérés comme sujets de droit), l’empire, au travers de ses encomenderos*, continua à réduire en esclavage et à exterminer ces peuples “étrangers à la vie pacifique” au nom du salut et de l’humanisation.

Pour en finir avec les horribles rituels aztèques qui régulièrement sacrifiaient une victime innocente à leurs dieux païens, l’empire tortura, viola et assassina en masse, au nom de la loi et du Dieu unique, authentique. Selon le frère de las Casas, une des méthodes de persuasion était d’étendre les sauvages sur un gril et de les rôtir vivants.

Mais pas seulement la torture – physique et morale – et les travaux forcés désolèrent ces terres qui avaient été habitées par des milliers de personnes ; on employa aussi des armes de destruction massive, plus concrètement des armes biologiques. La grippe et la petite vérole décimèrent des populations entières parfois  de manière involontaire et d’autres fois de manière délibérée. Comme l’avaient découvert les Anglais au nord, l’envoi de cadeaux contaminés comme des vêtements de malades ou le lancer de cadavres pestilents avaient des effets plus dévastateurs que l’artillerie lourde.

Maintenant, qui a vaincu cet empire qui fut l’un des plus grands de l’histoire ? L’Espagne.

Avec une mentalité conservatrice traversant toutes les classes sociales, qui s’obstinait à la croyance de son destin divin, de “bras armé de Dieu” (selon Menendez Pelayo), l’empire s’effondrait dans son propre passé. Sa société se fracturait et la fracture entre les riches et les pauvres augmentait en même temps que l’empire s’assurait les ressources minérales qui lui permettaient de fonctionner. Les pauvres augmentèrent en nombre et les riches augmentèrent en richesses qu’ils accumulaient au nom de Dieu et de la patrie.

L’empire devait financer les guerres qu’il menait au-delà de ses frontières et le déficit fiscal croissait au point de devenir un monstre difficile à dominer. Les réductions d’impôts bénéficièrent principalement aux classes supérieures qui bien souvent n’étaient pas obligées de les payer ou étaient exemptés d’aller en prison pour leurs dettes et détournements de fonds.

L’État fit faillite plusieurs fois. L’inépuisable source de ressources minérales qui provenait de ses colonies, bénéficiaires des lumières de l’Évangile, n’était pas suffisante : le gouvernement dépensait plus que ce qu’il recevait des terres conquises, et devait recourir aux banques italiennes.

De cette manière, quand beaucoup de pays d’Amérique (celle appelée aujourd’hui Amérique latine) devinrent indépendants, il ne restait plus de l’empire que sa terrible renommée. Le frère Servando Teresa de Mier écrivit en 1820 que si le Mexique n’était pas encore indépendant, c’était par ignorance des gens, qui n’arrivaient pas à comprendre que l’empire espagnol n’était plus un empire, mais le coin le plus pauvre d’Europe.

Un nouvel empire se consolidait, le britannique. Comme les précédents et comme ceux qui viendront, l’extension de sa langue et la prédominance de sa culture seront donc un facteur commun. Un autre sera la publicité : L’Angleterre fit tout de suite écho aux chroniques du frère de las Casas pour diffamer le vieil empire au nom d’une morale supérieure. Morale qui n’empêcha pas des crimes et des violations du même genre. Mais bien sûr, ce qui vaut ce sont les bonnes intentions : le bien, la paix, la liberté, le progrès – et Dieu, dont l’omniprésence se démontre par sa Présence dans tous les discours.

Le racisme, la discrimination, la fermeture des frontières, le messianisme religieux, les guerres pour la paix, les grands déficits budgétaires pour les financer, le conservatisme radical perdirent l’empire. Mais tous ces pêchés se résume en un seul : l’orgueil, parce que c’est cela qui empêche une puissance mondiale de voir tous les pêchés antérieurs.  Ou s’il permet de les voir, c’est comme s’il s’agissait de grandes vertus

*L’encomendero était un Espagnol auquel la Couronne d’Espagne avait confié un territoire regroupant plusieurs centaines d’Indiens, l’encomienda.(NdT)

Breve história da idiotice alheia

Esta semana o biólogo James Watson tornou a insistir na antiga teoria da inferioridade intelectual dos negros. Esta antiga teoria foi apoiada no anos 90 por um estudo de Charles Murray e Herrnstein sobre “ethnic differences in cognitive ability” que mostravam gráficos de coeficientes intelectuais claramente desfavoráveis à raça negra. Agora Watson, en passant, propôs a manipulação genética para curar a estupidez, mas não diz se é conveniente curar a estupidez antes de realizar qualquer manipulação genética. Também os nazis — e talvez Michael Jackson — tinham a mesma ideia que Watson. Nem Hitler nem os nazis careciam de inteligência nem de uma alta moral de criminosos. Como recordava um personagem do escritor Érico Veríssimo, “durante a era hitleriana os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”.

Vejamos duas breves aproximações ao mesmo problema, uma filológica e outra biológica. Ambas ideológicas.

Pelas suas denúncias da opressão dos indígenas americanos, Bartolomé de las Casas foi acusado de doente mental e os seus índios de idiotas que mereciam a escravidão. É certo que as suas crónicas e denúncias foram aproveitadas para acusar um império em decadência por parte da maquinaria publicitária de outro império em ascensão, o britânico. Mas isto é tema para outra reflexão.

Em 1895 o erudito espanhol Marcelino Menéndez Pelayo qualificou Las Casas de “fanático e intolerante” e a Brevíssima História de “monstruoso delírio”. Seu aluno mais célebre, e membro da Real Academia Espanhola, Ramón Menéndez Pidal, foi da mesma opinião. No seu publicitado e extenso livro, El padre Las Casas (1963), desenvolveu a tese da enfermidade mental do sacerdote denunciante ao mesmo tempo que justificou a acção dos conquistadores, como a morte de três mil índios em Cholula a mãos de Hernán Cortés, porque era uma “matança necessária a fim de desbaratar uma perigosíssima conjura que Moctezuma tramava para acabar com espanhóis”. Segundo Menéndez Pidal, Bartolomé de las Casas “era uma vítima inconsciente do seu delírio incriminatório, da sua regra de depravação inexceptuável”. Mas ao regressar a Espanha para denunciar as supostas injustiças contra os índios, “deparou-se com a gravíssima surpresa de que a sua opinião extrema sobre a evangelização do Novo Mundo defrontava-se com outra opinião, também extrema, em defesa da escravidão e da encomienda . Essa opinião era sustentada muito sabiamente pelo Doutor Juan Ginés de Sepúlveda num opúsculo escrito em latim elegante e intitulado Democrates alter, sirve de justis belli causis apud Indos. Uma nota ao pé diz: “Publicado com uma formosa tradução por Menéndez Pelayo em Boletín de la Real Acad. De la Historia, XXX, 1891”. Ginés de Sepúlveda, baseando-se na Bíblia (Provérbios), afirmava que “a guerra justa é causa de justa escravidão […] sendo este princípio e concentrando-se no caso do Novo Mundo, os índios “são inferiores aos espanhóis como as crianças são aos adultos, as mulheres aos homens, os feros e cruéis aos clementes, […] e por fim quase diria como os símios aos homens”. Com frequência Pidal confunde a sua voz narrativa com a de Sepúlveda. “Bem podemos crer que Deus deu claríssimos indícios para o extermínio destes bárbaros, e não faltam doutíssimos teólogos que trazem para comparação os idólatras Cananeus e Amorreus, exterminados pelo povo de Israel”. Segundo o frade Domingo de Soto, teólogo imperial, “pela rudeza dos seus engenhos, gente servil e bárbara está obrigada a servir aos de engenho mais elegante”. Menéndez Pidal insistia na sua tese da incapacidade mental daqueles que criticavam os conquistadores, como “o índio Poma da Ayala olha com olhos maliciosos dominicanos, agostinianos e mercenários, enquanto percebe que franciscanos, jesuítas e ermitões fazem muito bem e não tomam esmola de prata”. Segundo Pidal, isto devia-se ao facto de que “a esses índios pre-históricos, vindos da idade neolítica, não era possível não era possível atraí-los com a Suma Teológica de S. Tomás de Aquino e sim com Florinhas Espirituais do Santo de Assis”.

Na sua intenção de demonstrar a enfermidade mental do denunciante, Pidal depara-se com indícios contrários e resolve, pelo seu lado, uma regra psicológica que arruma tudo; “o paranóico, quando sai do tema dos seus delírios, é um homem extremamente normal”. A seguir; “Las Casas é um paranóico, não um demente ou louco em estado de inconsciência. Sua lucidez habitual faz com que a sua anormalidade seja caso difícil de estabelecer e graduar”. O que equivale a dizer que era tão inteligente que não podia raciocinar correctamente, ou por sua lucidez via ilusões. Bartolomé de las Casas “vive tão ensimesmado num mundo imaginário que se torna incapaz de perceber a realidade externa, que é a transbordante energia desenvolvida pela Espanha nos descobrimentos geográficos”. Uma confissão significativa: “Las Casas teria sido, dada a sua extraordinária actividade, um excelente bispo em qualquer diocese da Espanha, mas a sua condição mental impedia-o de desempenhar correctamente um bispado na Índias”. Daqui deduzem-se duas possibilidade: (1) a América tinha um efeito mágico-narcótico em algumas pessoas ou (2) os bispos da Espanha eram paranóicos como de las Casas mas por serem maioria eram tidos como normais.

Esta ideia de atribuir deficiências mentais ao adversário dialéctico renova-se e estende-se em livros sobre a América Latina publicitados maciçamente, como oManual del perfecto idiota latinoamericano (1996) e El regreso del idiota (2007). Um dos livros objecto de suas zombarias, Para leer al pato Donald (1972) de Ariel Dorman e Armand Mattelart, parece contestar esta posição a partir do passado. O discurso das historietas infantis de Disney consistem em que, “não havendo concedido aos bons selvagens o privilégio do futuro e do conhecimento, todo saqueio não parece como tal uma vez que extirpa o que é supérfluo”. O roubo é duplo, quase sempre coroado por um happy ending: “Pobres nativos. Como são ingénuos. Mas se eles não utilizam o seu ouro, é melhor levá-lo. Em outra parte servirá para algo”.

Sócrates ou Galileu puderam fazer-se passar nos néscios, mas nenhum daqueles néscios que os condenaram puderam fingir inteligência. Isso na teoria, porque como dizia Demócrito, “o que admoesta um homem que se crê inteligente trabalha em vão”.

Em Examen de ingenios para las ciencias (1575), o médico Juan Huarte compartilhava a convicção científica da época segundo a qual o cabelo louro — como o do seu rei, Felipe II — era produto de um vapor grosso que se levantava pela força da inteligência. Contudo, afirmava Huarte, não era o caso dos alemães e ingleses porque o seu cabelo louro nasce da queima do excesso de frio. A beleza é sinal de inteligência, porque é o corpo a sua residência. “Os pais que quiserem gozar de filhos sábios e de grande habilidade para as letras hão de procurar que nasçam varões”. A ciência da época sabia que para engendrar varão devia-se procurar que o sémen saísse do testículo direito e entrasse no lado direito do útero. A seguir Huarte dá fórmulas precisas para engendrar filhos de bom entendimento “que é o engenho mais ordinário na Espanha”.

Na Grécia antiga, como diz Aristóteles, dava-se como assentado que os povos que viviam mais ao sul, como o egípcio, eram naturalmente mais sábios e engenhosos que os bárbaros que habitavam nas regiões frias. Houve época em que os louros germânicos foram considerados bárbaros, atrasados e incapazes de civilização. E foram tratados como tais pelos impérios mais avançados de pele escurecida pelos sois do Sul. O que demonstra que a estupidez não é propriedade de nenhuma raça.

Jorge Majfud

(*) Jorge Majfud, escritor uruguaio e professor da Universidade da Georgia, EUA.

Dios se lo pague

Dios se lo pague

Alperico aprovechó su visita para regalarle al Tatius el último número de Forbes. Había un afán casi religioso en su generosidad.

—Según esta revista -dijo Alperico, eufórico, mirando a su amigo Manuel, -las 400 personas más ricas de Estados Unidos poseen más capital que los cuatro países del Mercosur. ¿Qué más prueba de la eficiencia de la gran empresa? ¿Qué serían los países sin esa fabulosa producción de capitales? ¿Sabían ustedes que este año el hombre más rico del mundo es un mexicano?

El entusiasmo eufórico de Alperico me hizo recordar aquellas palabras del historiador y diplomático español Salvador de Madariaga. Verifiqué luego el momento preciso: “La aristocracia inglesa se halla sólidamente asentada sobre el consentimiento del pueblo. (…) no se trata de una aristocracia que tiene a su merced un pueblo, sino un pueblo que dispone de una aristocracia y que se ufana de tenerla. Porque el pueblo inglés tiene su aristocracia como el banquero su automóvil de lujo. La aristocracia es, pues, una manifestación y no la causa de una tendencia general del pueblo inglés: el aristocratismo, que es tan vivaz en el hombre del pueblo (y sobre todo en su mujer) como en el cortesano”. (Ingleses, franceses, españoles. Ensayo de psicología comparada, 1942)

Lástima que Madariaga no completó su razonamiento: no se trata de un imperio que tiene a su merced a las colonias, sino de las colonias que disponen de un imperio y se ufanan de tenerlo. El colonialismo es pues, una manifestación y no la causa de la tendencia general del mundo a ser colonizado. Etcétera.

—Tengo una reunión en una hora -quise decir.

Desde hacía tiempo, me había propuesto no involucrarme en discusiones inútiles. Traté de escapar a tiempo, pero no pude.

—¿Pero saben quién es el hombre más rico del mundo, sí o no? -insistió Manuel.

—Creo que vi una foto en el diario -dije. -Una enorme sala llena de dólares hasta la mitad, muy bien ordenaditos. Se parecía a la cámara de Atahualpa, versión moderna. O a la piscina de monedas del tío del Pato Donald. Debe ser muy relajante darse un baño de ese tipo, ¿no?

—No, no. Ese dinerito era de un chino mentiroso que ni siquiera habla bien español. El hombre más rico del mundo es un latinoamericano.

—¿Se dan cuenta? —preguntó Alperico.

—Mexicano, para ser más precisos -precisó Manuel.

—Sí, estaba enterado —reconoció el Tatius. -El hombre más rico del mundo.

—¿Quién diría unos años atrás?

—Según el Banco Mundial, en realidad todavía existe en México un 53 por ciento de pobreza moderada y 20 por ciento de pobreza extrema, aunque esta realidad ha mejorado un tres por ciento en la última década.

—Ese señor ha hecho muchas donaciones, muchas más de las que harías tú, el señor aquí presente o cualquier otro en toda su buena vida.

Por alguna razón el tal Manuel había adivinado el volumen de mi cuenta bancaria.

—Sí, el sistema es generoso -dijo el Tatius. -Hasta convierte a un multimillonario rodeado de pobres en un hombre bueno rodeado de inútiles. Como el “Dios se lo pague” de aquellos esclavos que agradecían los golpes de su amo porque no habían sido tan fuertes como se lo merecían.

—Yo votaría a ese señor para presidente, no a un perdedor, a un fracasado, a un desempleado…

—Yo votaría por alguien que definiera mejor qué es eso de éxito -dije. -Nos evitaría tanta sangre, sudor y lágrimas.

—Por perdedor -dijo el Tatius, -supongo que se refieren a esos hombres y mujeres invisibles que sostienen la economía de nuestros países, ¿no?

Alperico cruzó una mirada cómplice con Manuel.

—No sé a quiénes te refieres -dijo. -Es más que obvio quiénes sostienen la economía en nuestros países. No los vagos, por supuesto. La riqueza brota desde la fuente de los ricos y al desbordarse derrama hacia los pobres.

Esta metáfora de la copa desbordando generosidad, tan repetida hoy en día en las radios y la televisión, se parecía tanto a la más antigua alegoría de las migas de pan cayendo de la mesa… Pero, por alguna razón, había cobrado un significado opuesto.

—Sin dudas es así -reconocí. -Un amigo colombiano una vez me contó un chiste de gusto muy dudoso. No me consta que sea verdad. Como en un pueblo las estadísticas indicaban que todas las mujeres sufrirían en su vida al menos una violación, el cartel de bienvenida advertía: “Si no hay forma de evitarlo, relájense y disfrútelo”.

—Y sería mejor todavía -continuó el Tatius -si la copa de los millonarios no tuviese una capacidad casi infinita.

—Tal vez la copa no derrama porque esté llena, sino porque ésa es su estrategia de sobrevivencia -especulé en voz alta.

—Por eso los fracasados son expulsados de su tierra y luego rechazados en tierras ajenas (suponiendo que los países tienen dueño). Claro que es sólo un rechazo moral, porque si fuera de hecho no habría quién construyera casas ni quien hiciera posible los alimentos frescos y baratos en la mesa de los exitosos.

—En la vida se gana y se pierde -sentenció Manuel. -Hay triunfadores y fracasados.

—¿Qué sería de tanto millonario exitoso si desaparecieran estos fracasados? No me refiero a que se quedarían sin servicio doméstico, sin qué llevarse a la boca y sin techo. Me refiero a que sus fortunas quebrarían en un país sin esas remesas de sangre y sudor, vía madre pobre.

—En un país libre cada uno es responsable de su suerte. Tómalo o déjalo; nadie obliga a nadie.

—Libertad hecha a medida, como un traje de sastre. Pero cuando el saco aprieta un poco aquí y sobra de allá y le queda mejor a otro, entonces ya no sirve, ya no es traje, ya no es libertad.

—Oferta y demanda, querido. Quien puede pagar por el traje, se lo lleva.

— Como siempre. Ésa es la moral del mercado.

—Y la nuestra.

—Claro, un pobre tercermundista tiene más opciones: uno, morirse de hambre, de frío, de calor o humillados en su propia tierra; dos, arriesgar la vida cruzando desiertos o tirándose al agua para ver si sobreviven al mortal abrazo del sol. Si logran atravesar el infierno, nunca, o casi nunca, alcanzarán el paraíso, sino el indefinido purgatorio. Los trabajadores ilegales son los intocables de nuestro maravilloso sistema. Un exitoso especulador (no digamos lavador de dinero) logra un estatus legal casi inmediato en cualquier país en el que ponen pie. Un trabajador, en cambio, debe ocultarse como el peor de los criminales, porque el trabajo es el castigo por el pecado original, según algunos excitados religiosos y según Paris Hilton y sus amigos.

—No me venga con sensiblerías de idiotas -Alperico ya había olvidado simular suficiencia. -¿En qué país no existen pobres? En Estados Unidos son más del 12 por ciento…

—Sí, una buena porción de violencia moral -el Tatius seguía simulando la suya. -Pero un norteamericano pobre no arriesgará su vida cruzando un desierto para sobrevivir o mantener a su familia. Por lo general, un pobre norteamericano (exceptuando los homeless) debe sufrir del aburrimiento de sus casas con aire acondicionado, una educación escasa, el desinterés generalizado por el origen de su triste confort y una cultura aún más superficial que la media. El estado les paga para que se queden quietos en sus casas, que es mejor que gastar dinero en cárceles y lidiar con una permanente inquietud civil. Una buena digestión sustituye cualquier crítica social.

—Bueno, che, no seas exagerado -protesté. -Es mejor que morirse de hambre.

—A ese precio, yo prefiero morirme de hambre.

—El capitalismo no tiene un pelo de tonto, en eso estamos de acuerdo.

—El sistema es virtuoso -siguió el Tatius; -si hay problemas, eso se debe a la moral defectuosa de algunos individuos. De algunos millones. La obsesión generalizada sobre lo que llaman “responsabilidad personal” les impide ver cualquier otra realidad más allá de fronteras cerradas. A veces esas fronteras son nacionales, a veces familiares, individuales… Casi siempre, dentro de estas fronteras meten a Dios, o a esa idea particular de Dios que a un tiempo predica la universalidad y practica todo tipo de sectas para Very Important Person. Se banderean con Dios, la patria y la familia, pero los saca de quicio la humanidad.

—Por humanidad quieres decir internacionalismo -dijo Manuel. -Te descubro fácil, bolche de cuarta.

Alperico sonrió, dijo que tenía cosas más productivas que hacer y se fue como había llegado, saludando al perro del Tatius que lo miraba de reojo, midiendo cuidadosamente el accionar de esa mano que acariciaba su nuca. La sospecha del canino era comprensible.

Pasé por la biblioteca central y anoté aquella cita en que otro mexicano se confesaba: “Sonrientes o coléricos, con la mano abierta o cerrada, los Estados Unidos ni nos oyen ni nos miran pero caminan, y al caminar, se meten por nuestras tierras y nos aplastan. Es imposible detener a un gigante; no lo es, aunque tampoco sea fácil, obligarlo a oír a los otros: si escucha se abre la posibilidad de la convivencia. Por razón de sus orígenes (el puritano habla con Dios y consigo mismo, no con los otros) y, sobre todo, de su poderío, los norteamericanos sobresalen en el monólogo: son elocuentes y, también, conocen el valor del silencio. Pero la conversación no es su fuerte: no saben ni escuchar ni replicar” (Octavio Paz, Posdata, 1969, a El laberinto de la soledad).

Se me ocurrió pensar que no se trataba sólo de un carácter nacional, sino de uno de los rasgos del éxito. Para confirmarlo estaban Alperico y Manuel, que si bien no eran exitosos en nada se consideraban como tales. Y la imaginación es el primer requisito para cualquier realidad.

De dónde viene la voz del pueblo?

Es probable que así como la rima servía a los trovadores para memorizar historias en una antigüedad sin prensa escrita, el ingenio cumpla la misma función de ayudamemoria. Pero si ingenio no es lo opuesto a genio, mucho menos es su sustituto. De ahí las fábulas y las parábolas. O los sofismas como: “Puedo resistir cualquier cosa, menos la tentación” (atribuido a Óscar Wilde); “un comunista es alguien que ha leído a Marx; un anticomunista es alguien que lo ha comprendido” (ídem, Ronald Reagan); o las más inteligentes ocurrencias de Groucho Marx. El sofisma es una minúscula pieza de ingenio que con frecuencia sustituye o pretende disimular la carencia de un pensamiento más complejo, algo así como el Reader’s Digest de la cultura universal.

La esperanzadora y popular frase de Lincoln, “puedes engañar a todos por poco tiempo, a unos pocos por todo el tiempo, pero no puedes engañar a todos por todo el tiempo” se parece a la de Churchill, “nunca tantos le debieron tanto a tan pocos”. Tal vez la geometría fonética – “…all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time”- conspire contra la verdad histórica. Depende lo que significa “poco tiempo” o “unos pocos”. Para déspotas y dictadores tal vez un par de décadas sea “tan poco”, pero para quienes deben sufrirlos media hora sea “tanto tiempo”.

Por otro lado, quién sabe si “engañar a mucha gente por mucho tiempo” no es otra forma triste de la verdad: si una mentira dura lo que dura una civilización, entonces ¿cómo vamos a definir esa mentira? Durante siglos, la idea de que el Sol giraba alrededor de la Tierra era unánime. El viejo sistema de Ptolomeo -bastante nuevo si consideramos que otros griegos entendían que en realidad la Tierra se movía alrededor del Sol- era la vox populi sobre cosmología. Los cálculos que consideraban el modelo de Ptolomeo podían predecir eclipses. Ese modelo cosmológico se derrumbó, poco a poco, a partir del Renacimiento. Hoy en día el heliocentrismo es vox populi. Suena por lo menos ridículo decir que en realidad el Sol gira alrededor de la Tierra. Sin embargo, esta realidad es innegable. Hasta un ciego puede verlo. Desde el punto de vista de un terrícola, paradójicamente nuestro punto de vista más común y casi siempre el único, lo que gira es el Sol, no la Tierra. Y si consideramos el primer principio einsteniano de que no hay punto de vista privilegiado ni sistema de observación único en el Universo, no hay ninguna razón para negar que el Sol gira alrededor de la Tierra. La idea heliocéntrica sólo es válida para un punto de vista (imaginario) exterior al Sistema Solar, punto de vista más simple y de más alta estética -de ahí su superioridad científica-, nunca experimentado por ser humano alguno pero fácil de concebir.

Otra paradoja de esta frase prefabricada: una de las primeras menciones escritas de vox populi, vox Dei la hace Flaccus Albinus Alcuinus hace más de mil años, precisamente para refutarla: …tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit (“…la cordura del vulgo es más bien locura”). Su raíz pagana y tal vez demagógica, autoriza al pueblo en nombre de Dios, pero/y es utilizada por toda una gama de ateos o anticlericales. Por otro lado, la burocracia que le han inventado a Dios para ayudarlo a administrar su Creación, ha practicado históricamente el lema contrario: “El poder del rey procede de Dios”. Por lo menos desde Tutankamon hasta los generalísimos y (no) muy católicos Franco, Videla, Pinochet y los neoconservadores norteamericanos. Tampoco El Vaticano recurrió jamás a la vox populi para elegir la vox Dei. ¿Cómo habría Dios de dotarnos de inteligencia y luego exigirnos una conducta de rebaño?

Desde los tiempos en que imperaba la propaganda feudal y teocrática y en tiempos de los reyes absolutistas, la vox populi fue una creación de (1) púlpitos y pupitres y de (2) historias populares de reyes y de princesas. No muy diferente a (2) las más actuales telenovelas y a las revistas de Ricos&Famosos donde se exponen las elegantes miserias de las clases dominantes para consumo moral del pueblo. Diferente, aunque no tanto, se forma hoy la vox populi en (1) los estrados políticos y los mass media dominantes.

No muy diferente de aquel primer debate blanco y negro de Nixon-Kennedy. ¿Existe algún candidato que se atreva a desafiar la sagrada opinión pública? Sí, sólo aquel que sabe no tiene probabilidades serias de ganar y no teme meter el dedo en la llaga. Pero los políticos con chance no pueden darse el lujo de incomodar esa vox populi, razón por la cual suelen acomodar el cuerpo hacia todo tipo de centros -el espacio ideológico creado por los medios- en nombre del pragmatismo. Si el objetivo mediato es la pesca de votos, ¿alguno se atrevería a decir algo que, de antemano, sabe que no caerá bien en la masa votante? Los candidatos no debaten; compiten en seducción, como si estuviesen cantando por un sueño.

Ahora, ¿quiere decir todo eso que el pueblo tiene la autoridad de imponer una conducta a sus propios candidatos? ¿Quiere decir que el pueblo tiene el poder? Para responder debemos considerar si esa opinión pública no es frecuentemente creada, o al menos influenciada por los grandes medios de comunicación -título de por sí falso y a veces demagógico-, como en la Edad Media era creada e influenciada desde el pupitre y la comunicación se reducía al sermón y el mensaje era, como hoy, el miedo.

Claro, no voy a defender la libertad de prensa en Cuba. Pero por otra parte, la repetida libertad de prensa del autoproclamado mundo libre bajo la lupa no luce igual. No me refiero sólo a la democrática autocensura de quien teme perder su empleo, o a los desempleados políticos que deben maquillar sus ideas para convencer a un posible empleador. Si en los países no libres la prensa está controlada por el Estado, ¿quién controla los medios y los fines en el mundo libre? ¿El pueblo? ¿Alguien que no pertenezca a la selecta familia de los grandes medios que ejercen la cobertura mundial, puede decidir qué tipo de noticias, qué tipo de ideas debe dominar el aire, la tierra y los mares como el pan nuestro de cada día? Cuando se dice que la nuestra es una prensa libre porque está regida por la libertad del mercado, ¿se está argumentando a favor o en contra de la libertad de la prensa y de los pueblos? ¿Quiénes deciden qué noticias y qué verdades deben ser repetidas 24 horas por CNN, Fox o Telemundo? ¿Por qué Paris Hilton llorando por dos semanas de cárcel -y luego vendiendo la historia de su delito y de su conversión moral- es primera plana y los miles de muertos por injusticias evitables son apenas un número junto con el pronóstico del tiempo?

Para completar la (auto)censura en nuestra cultura, cada vez que alguien se atreve a poner una lupa o garabatear interrogantes, es acusado de preferir los tiempos del estalinismo o algún rincón de Asia, donde la teocracia impera a su antojo. Éste es, también, parte de un conocido terrorismo ideológico del cual debemos estar intelectualmente alertas y resistentes.

La historia demuestra que los grandes cambios han sido impulsados, previstos o provocados por minorías atentas a las mayorías. Casi por regla, los pueblos han sido más bien conservadores, quizás debido a las históricas estructuras que le impusieron obediencias de plomo. La idea de que “el pueblo no se equivoca”, se parece mucho a la demagogia de “el cliente siempre tiene la razón”, aunque esté escrita con la otra mano. En el mejor sentido (humanístico), la frase vox populi, vox Dei puede referirse no a que el pueblo tiene necesariamente la razón, sino a que el pueblo es su propia razón. Es decir, toda forma de organización social lo tiene a él como sujeto y objeto. Excepto en una teocracia, donde esta razón es un dios que se arrepintió de haberle conferido libre albedrío a sus pequeñas criaturas. Excepto en el mercantilismo más ortodoxo, donde el fin es el progreso material y los medios la carne humana.

 

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

 

 

 

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

 

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

 

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

 

 

2. Stratégies du faux dilemme.

 

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

 

 

Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

 

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

 

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

 

 

 

 

¿De dónde viene la voz del pueblo?

Mixed chorus Vox Populi performing in XXIX Old...

Image via Wikipedia

Where Does the Voice of the People Come From? (English)

 

De dónde viene la voz del pueblo?

Es probable que así como la rima servía a los trovadores para memorizar historias en una antigüedad sin prensa escrita, el ingenio cumpla la misma función de ayudamemoria. Pero si ingenio no es lo opuesto a genio, mucho menos es su sustituto. De ahí las fábulas y las parábolas. O los sofismas como: “Puedo resistir cualquier cosa, menos la tentación” (atribuido a Óscar Wilde); “un comunista es alguien que ha leído a Marx; un anticomunista es alguien que lo ha comprendido” (ídem, Ronald Reagan); o las más inteligentes ocurrencias de Groucho Marx. El sofisma es una minúscula pieza de ingenio que con frecuencia sustituye o pretende disimular la carencia de un pensamiento más complejo, algo así como el Reader’s Digest de la cultura universal.

La esperanzadora y popular frase de Lincoln, “puedes engañar a todos por poco tiempo, a unos pocos por todo el tiempo, pero no puedes engañar a todos por todo el tiempo” se parece a la de Churchill, “nunca tantos le debieron tanto a tan pocos”. Tal vez la geometría fonética – “…all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time”- conspire contra la verdad histórica. Depende lo que significa “poco tiempo” o “unos pocos”. Para déspotas y dictadores tal vez un par de décadas sea “tan poco”, pero para quienes deben sufrirlos media hora sea “tanto tiempo”.

Por otro lado, quién sabe si “engañar a mucha gente por mucho tiempo” no es otra forma triste de la verdad: si una mentira dura lo que dura una civilización, entonces ¿cómo vamos a definir esa mentira? Durante siglos, la idea de que el Sol giraba alrededor de la Tierra era unánime. El viejo sistema de Ptolomeo -bastante nuevo si consideramos que otros griegos entendían que en realidad la Tierra se movía alrededor del Sol- era la vox populi sobre cosmología. Los cálculos que consideraban el modelo de Ptolomeo podían predecir eclipses. Ese modelo cosmológico se derrumbó, poco a poco, a partir del Renacimiento. Hoy en día el heliocentrismo es vox populi. Suena por lo menos ridículo decir que en realidad el Sol gira alrededor de la Tierra. Sin embargo, esta realidad es innegable. Hasta un ciego puede verlo. Desde el punto de vista de un terrícola, paradójicamente nuestro punto de vista más común y casi siempre el único, lo que gira es el Sol, no la Tierra. Y si consideramos el primer principio einsteniano de que no hay punto de vista privilegiado ni sistema de observación único en el Universo, no hay ninguna razón para negar que el Sol gira alrededor de la Tierra. La idea heliocéntrica sólo es válida para un punto de vista (imaginario) exterior al Sistema Solar, punto de vista más simple y de más alta estética -de ahí su superioridad científica-, nunca experimentado por ser humano alguno pero fácil de concebir.

Otra paradoja de esta frase prefabricada: una de las primeras menciones escritas de vox populi, vox Dei la hace Flaccus Albinus Alcuinus hace más de mil años, precisamente para refutarla: …tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit (“…la cordura del vulgo es más bien locura”). Su raíz pagana y tal vez demagógica, autoriza al pueblo en nombre de Dios, pero/y es utilizada por toda una gama de ateos o anticlericales. Por otro lado, la burocracia que le han inventado a Dios para ayudarlo a administrar su Creación, ha practicado históricamente el lema contrario: “El poder del rey procede de Dios”. Por lo menos desde Tutankamon hasta los generalísimos y (no) muy católicos Franco, Videla, Pinochet y los neoconservadores norteamericanos. Tampoco El Vaticano recurrió jamás a la vox populi para elegir la vox Dei. ¿Cómo habría Dios de dotarnos de inteligencia y luego exigirnos una conducta de rebaño?

Desde los tiempos en que imperaba la propaganda feudal y teocrática y en tiempos de los reyes absolutistas, la vox populi fue una creación de (1) púlpitos y pupitres y de (2) historias populares de reyes y de princesas. No muy diferente a (2) las más actuales telenovelas y a las revistas de Ricos&Famosos donde se exponen las elegantes miserias de las clases dominantes para consumo moral del pueblo. Diferente, aunque no tanto, se forma hoy la vox populi en (1) los estrados políticos y los mass media dominantes.

No muy diferente de aquel primer debate blanco y negro de Nixon-Kennedy. ¿Existe algún candidato que se atreva a desafiar la sagrada opinión pública? Sí, sólo aquel que sabe no tiene probabilidades serias de ganar y no teme meter el dedo en la llaga. Pero los políticos con chance no pueden darse el lujo de incomodar esa vox populi, razón por la cual suelen acomodar el cuerpo hacia todo tipo de centros -el espacio ideológico creado por los medios- en nombre del pragmatismo. Si el objetivo mediato es la pesca de votos, ¿alguno se atrevería a decir algo que, de antemano, sabe que no caerá bien en la masa votante? Los candidatos no debaten; compiten en seducción, como si estuviesen cantando por un sueño.

Ahora, ¿quiere decir todo eso que el pueblo tiene la autoridad de imponer una conducta a sus propios candidatos? ¿Quiere decir que el pueblo tiene el poder? Para responder debemos considerar si esa opinión pública no es frecuentemente creada, o al menos influenciada por los grandes medios de comunicación -título de por sí falso y a veces demagógico-, como en la Edad Media era creada e influenciada desde el pupitre y la comunicación se reducía al sermón y el mensaje era, como hoy, el miedo.

Claro, no voy a defender la libertad de prensa en Cuba. Pero por otra parte, la repetida libertad de prensa del autoproclamado mundo libre bajo la lupa no luce igual. No me refiero sólo a la democrática autocensura de quien teme perder su empleo, o a los desempleados políticos que deben maquillar sus ideas para convencer a un posible empleador. Si en los países no libres la prensa está controlada por el Estado, ¿quién controla los medios y los fines en el mundo libre? ¿El pueblo? ¿Alguien que no pertenezca a la selecta familia de los grandes medios que ejercen la cobertura mundial, puede decidir qué tipo de noticias, qué tipo de ideas debe dominar el aire, la tierra y los mares como el pan nuestro de cada día? Cuando se dice que la nuestra es una prensa libre porque está regida por la libertad del mercado, ¿se está argumentando a favor o en contra de la libertad de la prensa y de los pueblos? ¿Quiénes deciden qué noticias y qué verdades deben ser repetidas 24 horas por CNN, Fox o Telemundo? ¿Por qué Paris Hilton llorando por dos semanas de cárcel -y luego vendiendo la historia de su delito y de su conversión moral- es primera plana y los miles de muertos por injusticias evitables son apenas un número junto con el pronóstico del tiempo?

Para completar la (auto)censura en nuestra cultura, cada vez que alguien se atreve a poner una lupa o garabatear interrogantes, es acusado de preferir los tiempos del estalinismo o algún rincón de Asia, donde la teocracia impera a su antojo. Éste es, también, parte de un conocido terrorismo ideológico del cual debemos estar intelectualmente alertas y resistentes.

La historia demuestra que los grandes cambios han sido impulsados, previstos o provocados por minorías atentas a las mayorías. Casi por regla, los pueblos han sido más bien conservadores, quizás debido a las históricas estructuras que le impusieron obediencias de plomo. La idea de que “el pueblo no se equivoca”, se parece mucho a la demagogia de “el cliente siempre tiene la razón”, aunque esté escrita con la otra mano. En el mejor sentido (humanístico), la frase vox populi, vox Dei puede referirse no a que el pueblo tiene necesariamente la razón, sino a que el pueblo es su propia razón. Es decir, toda forma de organización social lo tiene a él como sujeto y objeto. Excepto en una teocracia, donde esta razón es un dios que se arrepintió de haberle conferido libre albedrío a sus pequeñas criaturas. Excepto en el mercantilismo más ortodoxo, donde el fin es el progreso material y los medios la carne humana.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

Where Does the Voice of the People Come From?

If naïve is not the opposite of genius, it is also not its substitute. This is the origin of fables and parables. Or of sophisms like: “I can resist anything, except temptation” (attributed to Oscar Wilde); “a communist is someone who has read Marx; an anti-communist is someone who has understood him” (Ronald Reagan); or Groucho Marx’s smartest bits. The sophism is a miniscule piece of naivety that frequently stands in for or pretends to cover up the absence of a more complex thought.

Lincoln’s hopeful and popular statement, “you can fool all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time,” is similar to Churchill’s, “never before have so many owed so much to so few.” Perhaps phonetic geometry – “…all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time” – conspires against historical truth. It depends on the meaning of “part of the time” and “part of the people.” For despots and dictators perhaps a couple of decades might be “so few” but to those who must suffer them a half an hour might be “so much time.”

For centuries, the idea that the Sun revolved around the Earth was unanimous. Ptolemy’s old system – pretty new if we consider that other Greeks believed that in reality the Earth moved around the Sun – was the “vox populi” on cosmology. The calculations that took Ptolemy’s model into account were able to predict eclipses. That cosmological model was overturned, bit by bit, beginning with the Rennaissance. Today heliocentrism is the “vox populi.” It at least sounds ridiculous to say that in reality the Sun revolves around the Earth. Nevertheless, this reality is undeniable. Even a blind man can see it. From the point of view of an earthling, what revolves is the Sun, not the Earth. And if we consider the first Einsteinian principle which holds that there is no privileged point of view nor solitary system of observation in the Universe, there is no reason to deny that the Sun revolves around the Earth. The heliocentric idea is only valid for a (imaginary) point of view outside the solar System, a simpler and more aesthetically accomplished point of view.

One of the first written mentions of vox populi, vox Dei is made by Flaccus Albinus Alcuinus more than a thousand years ago, precisely in order to refute it: …tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit (“…the good sense of the common people is more like madness”). Its pagan and perhaps demagogic roots authorize the people in the name of God but/and are used by a whole range of atheists or anti-clericals. On the other hand, the bureaucracy that has been invented for God in order to assist him in administering his Creation, has practiced historically the opposite slogan: “the power of the king originates from God.” At least from Tutankhamen through to the generalísimos and (not) very Catholic Franco, Videla, Pinochet and the U.S. neo-conservatives. Nor has the Vatican ever taken recourse to the “vox populi” in order to elect the “vox Dei.” How could God have given us intelligence and then demanded from us the conduct of a herd?

Since the times in which feudal and theocratic propaganda reined and in the times of the absolutist monarchs, the “vox populi” was a creation of (1) pulpits and school desks and of (2) popular stories about kings and princesses. Not very different from (2) are the most current soap operas and the magazines about the Rich&Famous where the elegant miseries of the dominant classes are placed on exhibit for the moral consumption of the people. Different from (1), although not by much, the “vox populi” is formed today on the political stage and in the dominant mass media.

Not very different from that first black-and-white Nixon-Kennedy debate. Does the candidate exist who dares to defy the sacred “public opinion”? Yes, only the one who knows that he has no serious likelihood of winning and is not afraid to stick his finger in the wound. But politicians with a chance cannot afford the luxury of making that “vox populi” uncomfortable, for which reason they tend to accommodate themselves to the center – the ideological space created by the media – in the name of pragmatism. If the ultimate goal is angling for votes, does anyone dare to say something that he knows, beforehand, will not be well received by the voting masses? Candidates do not debate; they compete in seduction, as if they were “singing for a dream.”

Now, does all this mean that the people have the authority to impose a behavior on their own candidates? Does it mean that the people have power? In order to respond we must consider whether that public opinion is not frequently created, or at least influenced by the large communication media – a title self-evidently false and at times demagogic – just like in the Middle Ages it was created and influenced from the pulpit and communication was reduced to the sermon and the message was, as today, fear.

Obviously, I am not going to defend freedom of the press in Cuba . But on the other hand the repeated freedom of the press of the self-proclaimed “free world” does not shine under close inspection. I am not referring only to the democratic self-censorship of those who fear losing their jobs, or to the unemployed politicians who must disguise their ideas in order to convince a potential employer. If in the “unfree” countries the press is controlled by the State, who controls the means (or media) and the ends in the free world? The people? Someone who does not belong to the select family of the large media that exercise “world coverage,” who can say what kind of news, what kind of ideas should dominate the air, the land and the seas like our daily bread? When it is said that ours is a free press because it is governed by the free market, is one arguing for or against the freedom of the press and of the people? Who decides which news and which truths should be repeated 24 hours a day by CNN, Fox or Telemundo? Why is it that Paris Hilton crying over a two-week jail stay – and then selling the story of her crime and of her “moral conversion” – is frontpage news but thousands of dead as a result of avoidable injustices are an item alongside the weather prediction?

In order to complete the (self)censorship in our culture, each time that someone dares to examine things closely or scribble out a few questions, they are accused of preferring the times of Stalinism or some corner of Asia where theocracy reigns at its whimsy. This is, also, part of a well-known ideological terrorism about which we must be intellectually alert and resistant.

History demonstrates that big changes have been driven, foreseen and provoked by minorities attentive to the majority. Almost as a rule, national peoples have been more conservative, perhaps owing to the historical structures that have imposed on them a leaden obedience. The idea that “the people are never wrong” is very similar to the demagoguery of “the client is always right,” even though it is written with the other hand. In the best (humanistic) sense, the phrase “vox populi, vox Dei” can refer not to the idea that the people necessarily are right, but to the idea that the people is its own truth. That is to say, every form of social organization has the people as subject and object. Except in a theocracy, where this rationality is a god who regrets having conferred free will on his little creatures. Except in the most orthodox mercantilism, where the end is material progress and the means to the end human flesh and blood.

By Dr. Jorge Majfud, August 2007.

Translated by Dr. Bruce Campbell

March 2008

El subdesarrollo y violencia de clases

El gerente de prensa del Comité Olímpico de Estados Unidos, Kevin Neuendorf, escribió en la pizarra de su delegación: “Welcome to Congo”. Así recibió a los deportistas americanos a los juegos panamericanos de Río de 2007. La prensa de todo el mundo recogió esta anécdota en sus primeras páginas, desde O Globo hasta CNN. Inmediatamente después fue despedido de la delegación. Neuendorf argumentó que se había referido al calor de Río, a pesar de que ese fin de semana se registraron 78 grados Fahrenheit (26ºC) y que en cualquier estado del sur de la Unión la temperatura suele llegar a 90 grados. Sin mencionar los 110 (43ºC) de Arizona este verano.

La indignación brasileña no sólo se debió a la arrogancia de un (norte)americano más, sino a la posibilidad de que su recuperada economía sea identificada con un país pobre de África. No había otros motivos para ofenderse porque alguien nos compare con nuestros hermanos del otro lado del Atlántico. A lo sumo sería un error o una imprecisión, fácil de aclarar con calma y sin necesidad de pedir disculpas, mucho menos ante alguien que presume de su ignorancia.

Si situamos el problema en su contexto político y económico, no sería absurdo especular que todo ha sido parte de una orquestación publicitaria, incluidas las respuestas (calculadamente) ingenuas de Neuendorf, para confirmar la responsabilidad de un individuo poco inteligente, poco culto o, por lo menos, poco resistente al calor extranjero. El efecto mediático —subterráneo, como todo buen efecto— es el de recordarle al mundo que entre Brasil y Estados Unidos aún existe una diferencia abismal, en lo que se refiere a economía, organización y poder político. ¿Por qué esta necesidad? Aunque Brasil aún no supera el promedio del crecimiento anual de las economías en desarrollo, de cualquier forma su performance es positiva y, sobre todo, optimista: si todo sigue viento en popa —si no se reincide en la otra tracción—, nuestros hermanos sudamericanos alcanzarían el potencial económico de Francia en el año 2031. Por otro lado, la tradición brasileña nunca ha pecado de la modestia canadiense. Desde sus antiguas pretensiones imperialistas del siglo XIX, pasando por “o milagre brasileiro” (que agravó las diferencias sociales en los ‘70) hasta el más reciente clima de euforia bursátil a principios del siglo XXI, Brasil siempre se ha definido como “o país do futuro” y sus obras las “mais grandes do mundo”. Todo lo cual no es menos arrogancia que la norteamericana, pero sin la práctica efectiva y opresiva. También los uruguayos, aún siendo un país pequeño, alardeamos durante medio siglo de ser “campeones, de América y del mundo”. Reconozco que este tipo de orgullo popular no es un pecado capital, pero se convierte en pecado cuando lo vemos como un defecto ajeno y como una virtud propia.

La diferencia que más incomoda —basta un análisis periódico de los eufóricos titulares de O Globo— no es ideológica ni moral sino económica y geopolítica. El real seguirá apreciándose ante el dólar hasta el 2008 y luego volverá a valores de dos años atrás. En su mejor desempeño, la economía brasileña crecerá este año la mitad porcentual del crecimiento anual chino: más o menos un 5 por ciento. Es decir, el mismo promedio de crecimiento de América latina. Igual que para Francia, Alemania y Japón, este será un año mediocre para Estados Unidos: su PBI crecerá un 2,2 por ciento. Estos datos cambiarán en el próximo año; no obstante, el 5 por ciento brasileño significa el 15 por ciento de lo generado por el dos por ciento de la producción norteamericana. Brasil, con todo su éxito económico, todavía (still) no alcanza a superar el desempeño de España o de Italia o de Canadá con sus apenas 30 millones de habitantes. Sin considerar lo que Eisenhower llamó en 1961 el “Military-Industrial Complex”.

Pero como los mercados mundiales muchas veces se mueven por “sensaciones térmicas”, no sería raro que los estrategas norteamericanos quieran recordarle al mundo que “we’re still number one”. Hace pocos días he visto en un macromercado de Estados Unidos una chapa decorativa de auto que rezaba como leyenda “[US,] Still the Number One”. Ese adverbio still sonaba dramático. Representa la sensación de que queda poco tiempo. No por casualidad, ese mismo mes (junio, 2007), el británico The Economist dedicaba su portada a la misma idea: “Still N. 1”. De hecho, China debería alcanzar el volumen de producción bruta (nunca mejor el adjetivo) de Estados Unidos en el 2025, lo cual no significa que mil trescientos millones de personas alcancen el “nivel de vida” —según estándar occidental— de los otros trescientos millones. Pero el cruce de gráficas de GDP (PBI) es significativo y, para algunos, la referencia de esa sensación de still(restless)ness. La hegemonía de Estados Unidos y la omnipresencia del dólar serán historia a mediados de este siglo. (Su mayor problema, además la mala administración actual, es la generación post-baby boom, el cual sólo se podría remediar con 3,5 millones de inmigrantes anuales en lugar del millón actual). Pero eso será bueno para el desarrollo de los mismos norteamericanos y, sobre todo, para el resto del mundo. Siempre y cuando una hegemonía no sea reemplazada por otra.

Pero la riqueza no es sustituto de desarrollo (para mí el subdesarrollo se mide por la violencia de clases), y deberá ser en este segundo término donde esté la verdadera revolución brasileña ya que, como cualquier país latinoamericano, la rígida verticalidad histórica de clases sociales (el crónico aristocraticismo), la convivencia de favelas con ostentosos palacios amurallados han sostenido cierta riqueza y frenado el desarrollo. Un país rico, azotado por la violencia callejera y por la violencia de clases, con vastas regiones de pobreza rodeando lupanares del consumo, puede entusiasmar a los turistas y a un país entero pero sólo sirve a los ricos que barren el polvo de la injusticia social debajo de la alfombra colorida de los guarismos financieros y las ideologías exculpatorias hechas a medida. Sí, eso es riqueza, pero no es desarrollo; es crecimiento, pero crecimiento de la bolsa y de la injusticia; isto é ordem, mas (ainda) não é progresso.

La justificación más común consiste en repetir que para que exista desarrollo es necesario primero la riqueza. Idea que se parece a la metáfora de la copa derramando dinero, en una sociedad vertical, según la ideología Thatcher-Reagan, a la torta de los conservadores neoliberales de América Latina, o a la promesa anarquista de la dictadura de un proletariado que tendió siempre a perpetuarse. Esta idea quedó refutada en Brasil después del crecimiento exorbitante del 10 por ciento anual (1967-1973), con el crecimiento de la concentración de la riqueza y el incremento, por ejemplo, del 10 por ciento la mortalidad infantil sólo en San Pablo. Mientras tanto, la dictadura militar propagaba entusiasta su eslogan preferido: “Brasil Potência, ame-o ou deixe-o”. Hasta fines del siglo XVIII, mucho más rico que Estados Unidos era México. Su riqueza fue su martirio histórico. Ricos también han sido muchos países capitalistas de América Latina: países ricos de sociedades pobres. Lo que refuta los argumentos principales de los capitalistas subdesarrollados que critican a Cuba por su economía y no por alguna otra falta menos excusable.

No son las palabras, entonces, lo que debería escandalizar a la prensa brasileña sino la aún (still) persistente violencia del subdesarrollo: no sólo la violencia de la delincuencia y del crimen organizado sino, sobre todo, la que procede de las históricas y radicales diferencias sociales entre ricos y pobres, entre la franja sur industrializada y el resto postergado del país. En el último período del presidente Lula ha habido mejoras en este aspecto. Sin embargo, todavía se parecen a las tradicionales limosnas de las insaciables sectas más ricas —que calman así la inequidad histórica, moral y estructural de un pueblo postergado— que a la justicia social que necesita una generación antes de morirse de vieja en nombre del futuro.

Ahora, si a lo que se referían norteamericanos y brasileños era que el Congo es el paradigma vergonzoso del subdesarrollo, habrá que decir que todos llevamos un Congo adentro —con mucho más riqueza y soberbia, pero sin la alegría que solemos encontrar en las aldeas de África.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

2. Stratégies du faux dilemme.

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

Hombres de las cavernas cibernéticas

 

 

Hombres de las cavernas cibernéticas

 

Cada vez que alguien se queja de ideas que caen fuera de un arbitrario y estrecho círculo llamado “sentido común” (en inglés “horse sense”, sentido de caballo), lo hace  esgrimiendo dos argumentos clásicos: (1) los filósofos viven en otro mundo, rodeados de libros e ideas excéntricas y (2) nosotros sabemos lo qué es la realidad porque vivimos en ella. Pero cuando preguntamos qué es “la realidad” automáticamente nos repiten una lista de ideas que otros filósofos pusieron en circulación en el siglo XIX o en el Renacimiento, mientras eran marcados por sus vecinos, cuando no encarcelados o incinerados en la santa hoguera de las buenas costumbres en nombre de un sentido común que representaba las fantasías o las realidades de la Edad Media.

El poeta cubano Nicolás Guillén, aún en nombre de lo que sus detractores pueden llamar frívolamente “populismo” —como si una cultura dominante no fuese simultáneamente populista y clasista por definición; ¿qué hay más demagógico que el mercado de consumo?—, criticó la idea de que el poeta deba repetir lo que dice el pueblo cuando “pretende la miseria hacerse pasar por sobriedad” (Tengo, 1964). Entonces recordó algo que resulta obvio y, por lo tanto, fácil de olvidar: el “hombre común” es una abstracción cuando no una clase formada y deformada por los medios de comunicación: el cine, la radio, la prensa, etc.

Tal vez el sentido común sea la incapacidad de ese hombre común para ver el mundo desde otras provincias que no sean la suya propia. La primera vez que un hombre común como Colón —común por sus ideas, no por sus acciones— vio a un caribeño, vio su escasez de armas de guerra. En su diario reportó que la conquista de aquella gente inocente sería muy fácil. No es casualidad que la violenta empresa de la Reconquista castellana se continuara en la Conquista del otro lado del Atlántico en 1492, el mismo año de culminada. Los Cortés, los Pizarro y otros “adelantados” no pudieron ver en el Nuevo Mundo otra cosa que sus propios mitos a través de la insaciable sed de dominación de la vieja Europa.

Las antiguas crónicas recuerdan cierta vez que llegó un grupo de conquistadores a un humilde pueblo y los indígenas salieron a su encuentro con un banquete que tenían preparado. Mientras comían, uno de los soldados sacó su pesada espada y le partió la cabeza a un salvaje que pretendía servirle frutas frescas. Los camaradas del noble caballero, temiendo una reacción de los salvajes, procedieron a imitarlo hasta que se retiraron de aquel pueblo dejando varios cientos de indios despedazados. Luego de una breve investigación, los mismos conquistadores informaron que el hecho se había justificado dado que una bienvenida como la que habían presenciado sólo podía ser una trampa. De esa forma, se inauguró —al menos para las crónicas o como calumnia oral— la primera acción preventiva en bien de la civilización. La idea popular de que “cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía”, hace partícipe al cielo de esa miserable condición humana.

De la misma forma, tanto la ciencia ficción como el despilfarro de recursos por colonizar nuevos planetas no son más que la expresión de la misma mentalidad agresiva que no termina por solucionar los conflictos que provoca a cada paso cuando ya está emprendiendo la expansión de sus propias convicciones en nombre de sus propias fronteras mentales. Los conquistadores (de cualquier raza, de cualquier cultura) no pueden comprender ni aceptar que seres supuestamente más primitivos (los nativos americanos) tanto como seres más evolucionados (los posibles extraterrestres) sean capaces de algo más que de una cerrada conducta militar, agresivamente explotadora de los bárbaros que no hablan nuestro idioma.

Es decir, la ciencia ficción de consumo masivo —esa inocente expresión artística, convertida en popular por el desinteresado mercado— es la expresión del lado más primitivo de la humanidad. El esquema básico consiste en dominar o ser dominados, matar o ser exterminados, como nuestros antepasados, los cro-magnones, exterminaron a los cabezones neandertales —convertidos luego en los mitológicos ogros de los bosques europeos—, hace treinta mil años. Este género podría entenderse especialmente en la Guerra Fría, pero es tan antiguo como la sed colonizadora de nuestra cultura. No es de sorprender, entonces, que los extraterrestres, supuestamente más evolucionados que nosotros, anden por ahí jugando a los acertijos y a las escondidas. Es muy probable, además, que conozcan el caso de un nazareno que tenía la precaución de usar metáforas para predicar el amor fraterno y universal y de cualquier forma lo crucificaron.

Actualmente, mientras los conflictos y las guerras asolan el mundo entero, mientras el medioambiente está en su estado más crítico, los científicos están encargados de buscar vida y agua en otros planetas. La NASA planea utilizar gases de efecto invernadero —como dióxido de carbono o metano— para aumentar la temperatura de Marte, derretir el agua congelada en sus polos y formar ríos y océanos. De esa forma —ya experimentada en nuestro propio planeta—, dejaremos de comprar agua embotellada de Suiza o de Singapur para importarla de Marte, a un precio un poco más elevado.

No podemos comunicarnos entre nosotros, no podemos conservar adecuadamente el planeta más hermoso del barrio galáctico, y procuramos colonizar planetas muertos, descubrir agua y encontrarnos con otros seres que probablemente no quieren ser encontrados por bestias intergalácticas como nosotros.

Tampoco es casualidad que el objetivo de los videojuegos sea casi siempre la aniquilación de un adversario. Jugar a matar es el tema común de estas cavernas electrónicas llenas de hombres y mujeres de Cro-Magnon. Si bien podríamos imaginar un aspecto positivo, como la posibilidad que el ejercicio de jugar a matar sustituya al ejercicio de la práctica real, queda aún la pregunta de si la violencia es una cuota humana invariable (versión psicoanalítica) o puede ser acrecentada o disminuida mediante una cultura precisa, mediante una evolución psicológica y espiritual de la humanidad. Yo creo que las dos son hipótesis sobrevivientes, pero la segunda es la única esperanza activa, es decir, una ideología que promueve una evolución de la conciencia y no la resignación de lo que hay. Si la evolución ética no existe, al menos es una mentira conveniente que nos previene de la involución cínica. También los romanos expresaban sus pasiones viendo a dos gladiadores matarse en la arena; también algunos españoles descargan la misma pasión viendo torturar y asesinar a una bestia (me refiero al toro). Tal vez los primeros sustituyeron la monstruosidad imperial con el fútbol; los segundos están en eso. Hace pocas semanas, un grupo de españoles marchó por las calles llevando consignas como “tortura no es cultura”. La protesta es una valiente resistencia a la barbarie disfrazada de tradición. Mejor no aclaremos que la historia demuestra que, en realidad, la tortura es una cultura con una tradición milenaria. Una cultura refinada hasta los límites de la barbarie y sostenida por el refinamiento cobarde de la hipocresía.

Decía Bertrand Russell que la locura de los estadios había sublimado la locura de la guerra. A veces es al revés, pero casi siempre esto es cierto. No es menos cierto, claro, que la cultura de la violencia lleva dos propósitos ocultos: (1) sublimada la supuesta libido violenta en deportes, películas y videojuegos, la violencia mayor de las injusticias sociales (injusticia, según un punto de vista humanista e iluminista), queda a salvo ante la masa exhausta y autocomplaciente; (2) es una forma de anestesia, de acostumbramiento moral, ante el periódico regreso de la violencia bruta, prehistórica, de las guerras electrónicas donde no se mata ni se asesina sino que se suprime, se elimina. Este primitivismo cibernético seduce por su apariencia de progreso, de futuro, de espectáculo, de proeza tecnológica. La ignorancia humana se camufla de inteligencia. Pobre inteligencia. Pero sigue siendo ignorancia, aunque más criminal que la simple ignorancia del cavernícola que le partía la cabeza a su vecino para vengar un robo o una ofensa. Las guerras modernas, como el género de ciencia ficción, son las expresiones más directas de una raza de cavernícolas que ha multiplicado peligrosamente su poder de partirle la cabeza al vecino pero todavía no ha acometido la valerosa empresa de la conciencia universal. Por el contrario, se defiende de esta utopía recurriendo a su única arma dialéctica: la burla y el insulto.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

Hombres de las cavernas cibern�ticas – GARA  

 

 

 

 

El subdesarrollo y violencia de clases

 

El gerente de prensa del Comité Olímpico de Estados Unidos, Kevin Neuendorf, escribió en la pizarra de su delegación: “Welcome to Congo”. Así recibió a los deportistas americanos a los juegos panamericanos de Río de 2007. La prensa de todo el mundo recogió esta anécdota en sus primeras páginas, desde O Globo hasta CNN. Inmediatamente después fue despedido de la delegación. Neuendorf argumentó que se había referido al calor de Río, a pesar de que ese fin de semana se registraron 78 grados Fahrenheit (26ºC) y que en cualquier estado del sur de la Unión la temperatura suele llegar a 90 grados. Sin mencionar los 110 (43ºC) de Arizona este verano.

La indignación brasileña no sólo se debió a la arrogancia de un (norte)americano más, sino a la posibilidad de que su recuperada economía sea identificada con un país pobre de África. No había otros motivos para ofenderse porque alguien nos compare con nuestros hermanos del otro lado del Atlántico. A lo sumo sería un error o una imprecisión, fácil de aclarar con calma y sin necesidad de pedir disculpas, mucho menos ante alguien que presume de su ignorancia.

Si situamos el problema en su contexto político y económico, no sería absurdo especular que todo ha sido parte de una orquestación publicitaria, incluidas las respuestas (calculadamente) ingenuas de Neuendorf, para confirmar la responsabilidad de un individuo poco inteligente, poco culto o, por lo menos, poco resistente al calor extranjero. El efecto mediático —subterráneo, como todo buen efecto— es el de recordarle al mundo que entre Brasil y Estados Unidos aún existe una diferencia abismal, en lo que se refiere a economía, organización y poder político. ¿Por qué esta necesidad? Aunque Brasil aún no supera el promedio del crecimiento anual de las economías en desarrollo, de cualquier forma su performance es positiva y, sobre todo, optimista: si todo sigue viento en popa —si no se reincide en la otra tracción—, nuestros hermanos sudamericanos alcanzarían el potencial económico de Francia en el año 2031. Por otro lado, la tradición brasileña nunca ha pecado de la modestia canadiense. Desde sus antiguas pretensiones imperialistas del siglo XIX, pasando por “o milagre brasileiro” (que agravó las diferencias sociales en los ‘70) hasta el más reciente clima de euforia bursátil a principios del siglo XXI, Brasil siempre se ha definido como “o país do futuro” y sus obras las “mais grandes do mundo”. Todo lo cual no es menos arrogancia que la norteamericana, pero sin la práctica efectiva y opresiva. También los uruguayos, aún siendo un país pequeño, alardeamos durante medio siglo de ser “campeones, de América y del mundo”. Reconozco que este tipo de orgullo popular no es un pecado capital, pero se convierte en pecado cuando lo vemos como un defecto ajeno y como una virtud propia.

La diferencia que más incomoda —basta un análisis periódico de los eufóricos titulares de O Globo— no es ideológica ni moral sino económica y geopolítica. El real seguirá apreciándose ante el dólar hasta el 2008 y luego volverá a valores de dos años atrás. En su mejor desempeño, la economía brasileña crecerá este año la mitad porcentual del crecimiento anual chino: más o menos un 5 por ciento. Es decir, el mismo promedio de crecimiento de América latina. Igual que para Francia, Alemania y Japón, este será un año mediocre para Estados Unidos: su PBI crecerá un 2,2 por ciento. Estos datos cambiarán en el próximo año; no obstante, el 5 por ciento brasileño significa el 15 por ciento de lo generado por el dos por ciento de la producción norteamericana. Brasil, con todo su éxito económico, todavía (still) no alcanza a superar el desempeño de España o de Italia o de Canadá con sus apenas 30 millones de habitantes. Sin considerar lo que Eisenhower llamó en 1961 el “Military-Industrial Complex”.

Pero como los mercados mundiales muchas veces se mueven por “sensaciones térmicas”, no sería raro que los estrategas norteamericanos quieran recordarle al mundo que “we’re still number one”. Hace pocos días he visto en un macromercado de Estados Unidos una chapa decorativa de auto que rezaba como leyenda “[US,] Still the Number One”. Ese adverbio still sonaba dramático. Representa la sensación de que queda poco tiempo. No por casualidad, ese mismo mes (junio, 2007), el británico The Economist dedicaba su portada a la misma idea: “Still N. 1”. De hecho, China debería alcanzar el volumen de producción bruta (nunca mejor el adjetivo) de Estados Unidos en el 2025, lo cual no significa que mil trescientos millones de personas alcancen el “nivel de vida” —según estándar occidental— de los otros trescientos millones. Pero el cruce de gráficas de GDP (PBI) es significativo y, para algunos, la referencia de esa sensación de still(restless)ness. La hegemonía de Estados Unidos y la omnipresencia del dólar serán historia a mediados de este siglo. (Su mayor problema, además la mala administración actual, es la generación post-baby boom, el cual sólo se podría remediar con 3,5 millones de inmigrantes anuales en lugar del millón actual). Pero eso será bueno para el desarrollo de los mismos norteamericanos y, sobre todo, para el resto del mundo. Siempre y cuando una hegemonía no sea reemplazada por otra.

Pero la riqueza no es sustituto de desarrollo (para mí el subdesarrollo se mide por la violencia de clases), y deberá ser en este segundo término donde esté la verdadera revolución brasileña ya que, como cualquier país latinoamericano, la rígida verticalidad histórica de clases sociales (el crónico aristocraticismo), la convivencia de favelas con ostentosos palacios amurallados han sostenido cierta riqueza y frenado el desarrollo. Un país rico, azotado por la violencia callejera y por la violencia de clases, con vastas regiones de pobreza rodeando lupanares del consumo, puede entusiasmar a los turistas y a un país entero pero sólo sirve a los ricos que barren el polvo de la injusticia social debajo de la alfombra colorida de los guarismos financieros y las ideologías exculpatorias hechas a medida. Sí, eso es riqueza, pero no es desarrollo; es crecimiento, pero crecimiento de la bolsa y de la injusticia; isto é ordem, mas (ainda) não é progresso.

La justificación más común consiste en repetir que para que exista desarrollo es necesario primero la riqueza. Idea que se parece a la metáfora de la copa derramando dinero, en una sociedad vertical, según la ideología Thatcher-Reagan, a la torta de los conservadores neoliberales de América Latina, o a la promesa anarquista de la dictadura de un proletariado que tendió siempre a perpetuarse. Esta idea quedó refutada en Brasil después del crecimiento exorbitante del 10 por ciento anual (1967-1973), con el crecimiento de la concentración de la riqueza y el incremento, por ejemplo, del 10 por ciento la mortalidad infantil sólo en San Pablo. Mientras tanto, la dictadura militar propagaba entusiasta su eslogan preferido: “Brasil Potência, ame-o ou deixe-o”. Hasta fines del siglo XVIII, mucho más rico que Estados Unidos era México. Su riqueza fue su martirio histórico. Ricos también han sido muchos países capitalistas de América Latina: países ricos de sociedades pobres. Lo que refuta los argumentos principales de los capitalistas subdesarrollados que critican a Cuba por su economía y no por alguna otra falta menos excusable.

No son las palabras, entonces, lo que debería escandalizar a la prensa brasileña sino la aún (still) persistente violencia del subdesarrollo: no sólo la violencia de la delincuencia y del crimen organizado sino, sobre todo, la que procede de las históricas y radicales diferencias sociales entre ricos y pobres, entre la franja sur industrializada y el resto postergado del país. En el último período del presidente Lula ha habido mejoras en este aspecto. Sin embargo, todavía se parecen a las tradicionales limosnas de las insaciables sectas más ricas —que calman así la inequidad histórica, moral y estructural de un pueblo postergado— que a la justicia social que necesita una generación antes de morirse de vieja en nombre del futuro.

Ahora, si a lo que se referían norteamericanos y brasileños era que el Congo es el paradigma vergonzoso del subdesarrollo, habrá que decir que todos llevamos un Congo adentro —con mucho más riqueza y soberbia, pero sin la alegría que solemos encontrar en las aldeas de África.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia  

Julio 2007

 

 

 

 

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

 

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

 

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

 

2. Stratégies du faux dilemme.

 

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

 

 

Dr. Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

 

 

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

 

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

 

https://www.alainet.org/es/articulo/122380

El subdesarrollo y violencia de clases

El subdesarrollo y violencia de clases

El gerente de prensa del Comité Olímpico de Estados Unidos, Kevin Neuendorf, escribió en la pizarra de su delegación: “Welcome to Congo”. Así recibió a los deportistas americanos a los juegos panamericanos de Río de 2007. La prensa de todo el mundo recogió esta anécdota en sus primeras páginas, desde O Globo hasta CNN. Inmediatamente después fue despedido de la delegación. Neuendorf argumentó que se había referido al calor de Río, a pesar de que ese fin de semana se registraron 78 grados Fahrenheit (26ºC) y que en cualquier estado del sur de la Unión la temperatura suele llegar a 90 grados. Sin mencionar los 110 (43ºC) de Arizona este verano.

La indignación brasileña no sólo se debió a la arrogancia de un (norte)americano más, sino a la posibilidad de que su recuperada economía sea identificada con un país pobre de África. No había otros motivos para ofenderse porque alguien nos compare con nuestros hermanos del otro lado del Atlántico. A lo sumo sería un error o una imprecisión, fácil de aclarar con calma y sin necesidad de pedir disculpas, mucho menos ante alguien que presume de su ignorancia.

Si situamos el problema en su contexto político y económico, no sería absurdo especular que todo ha sido parte de una orquestación publicitaria, incluidas las respuestas (calculadamente) ingenuas de Neuendorf, para confirmar la responsabilidad de un individuo poco inteligente, poco culto o, por lo menos, poco resistente al calor extranjero. El efecto mediático —subterráneo, como todo buen efecto— es el de recordarle al mundo que entre Brasil y Estados Unidos aún existe una diferencia abismal, en lo que se refiere a economía, organización y poder político. ¿Por qué esta necesidad? Aunque Brasil aún no supera el promedio del crecimiento anual de las economías en desarrollo, de cualquier forma su performance es positiva y, sobre todo, optimista: si todo sigue viento en popa —si no se reincide en la otra tracción—, nuestros hermanos sudamericanos alcanzarían el potencial económico de Francia en el año 2031. Por otro lado, la tradición brasileña nunca ha pecado de la modestia canadiense. Desde sus antiguas pretensiones imperialistas del siglo XIX, pasando por “o milagre brasileiro” (que agravó las diferencias sociales en los ‘70) hasta el más reciente clima de euforia bursátil a principios del siglo XXI, Brasil siempre se ha definido como “o país do futuro” y sus obras las “mais grandes do mundo”. Todo lo cual no es menos arrogancia que la norteamericana, pero sin la práctica efectiva y opresiva. También los uruguayos, aún siendo un país pequeño, alardeamos durante medio siglo de ser “campeones, de América y del mundo”. Reconozco que este tipo de orgullo popular no es un pecado capital, pero se convierte en pecado cuando lo vemos como un defecto ajeno y como una virtud propia.

La diferencia que más incomoda —basta un análisis periódico de los eufóricos titulares de O Globo— no es ideológica ni moral sino económica y geopolítica. El real seguirá apreciándose ante el dólar hasta el 2008 y luego volverá a valores de dos años atrás. En su mejor desempeño, la economía brasileña crecerá este año la mitad porcentual del crecimiento anual chino: más o menos un 5 por ciento. Es decir, el mismo promedio de crecimiento de América latina. Igual que para Francia, Alemania y Japón, este será un año mediocre para Estados Unidos: su PBI crecerá un 2,2 por ciento. Estos datos cambiarán en el próximo año; no obstante, el 5 por ciento brasileño significa el 15 por ciento de lo generado por el dos por ciento de la producción norteamericana. Brasil, con todo su éxito económico, todavía (still) no alcanza a superar el desempeño de España o de Italia o de Canadá con sus apenas 30 millones de habitantes. Sin considerar lo que Eisenhower llamó en 1961 el “Military-Industrial Complex”.

Pero como los mercados mundiales muchas veces se mueven por “sensaciones térmicas”, no sería raro que los estrategas norteamericanos quieran recordarle al mundo que “we’re still number one”. Hace pocos días he visto en un macromercado de Estados Unidos una chapa decorativa de auto que rezaba como leyenda “[US,] Still the Number One”. Ese adverbio still sonaba dramático. Representa la sensación de que queda poco tiempo. No por casualidad, ese mismo mes (junio, 2007), el británico The Economist dedicaba su portada a la misma idea: “Still N. 1”. De hecho, China debería alcanzar el volumen de producción bruta (nunca mejor el adjetivo) de Estados Unidos en el 2025, lo cual no significa que mil trescientos millones de personas alcancen el “nivel de vida” —según estándar occidental— de los otros trescientos millones. Pero el cruce de gráficas de GDP (PBI) es significativo y, para algunos, la referencia de esa sensación de still(restless)ness. La hegemonía de Estados Unidos y la omnipresencia del dólar serán historia a mediados de este siglo. (Su mayor problema, además la mala administración actual, es la generación post-baby boom, el cual sólo se podría remediar con 3,5 millones de inmigrantes anuales en lugar del millón actual). Pero eso será bueno para el desarrollo de los mismos norteamericanos y, sobre todo, para el resto del mundo. Siempre y cuando una hegemonía no sea reemplazada por otra.

Pero la riqueza no es sustituto de desarrollo (para mí el subdesarrollo se mide por la violencia de clases), y deberá ser en este segundo término donde esté la verdadera revolución brasileña ya que, como cualquier país latinoamericano, la rígida verticalidad histórica de clases sociales (el crónico aristocraticismo), la convivencia de favelas con ostentosos palacios amurallados han sostenido cierta riqueza y frenado el desarrollo. Un país rico, azotado por la violencia callejera y por la violencia de clases, con vastas regiones de pobreza rodeando lupanares del consumo, puede entusiasmar a los turistas y a un país entero pero sólo sirve a los ricos que barren el polvo de la injusticia social debajo de la alfombra colorida de los guarismos financieros y las ideologías exculpatorias hechas a medida. Sí, eso es riqueza, pero no es desarrollo; es crecimiento, pero crecimiento de la bolsa y de la injusticia; isto é ordem, mas (ainda) não é progresso.

La justificación más común consiste en repetir que para que exista desarrollo es necesario primero la riqueza. Idea que se parece a la metáfora de la copa derramando dinero, en una sociedad vertical, según la ideología Thatcher-Reagan, a la torta de los conservadores neoliberales de América Latina, o a la promesa anarquista de la dictadura de un proletariado que tendió siempre a perpetuarse. Esta idea quedó refutada en Brasil después del crecimiento exorbitante del 10 por ciento anual (1967-1973), con el crecimiento de la concentración de la riqueza y el incremento, por ejemplo, del 10 por ciento la mortalidad infantil sólo en San Pablo. Mientras tanto, la dictadura militar propagaba entusiasta su eslogan preferido: “Brasil Potência, ame-o ou deixe-o”. Hasta fines del siglo XVIII, mucho más rico que Estados Unidos era México. Su riqueza fue su martirio histórico. Ricos también han sido muchos países capitalistas de América Latina: países ricos de sociedades pobres. Lo que refuta los argumentos principales de los capitalistas subdesarrollados que critican a Cuba por su economía y no por alguna otra falta menos excusable.

No son las palabras, entonces, lo que debería escandalizar a la prensa brasileña sino la aún (still) persistente violencia del subdesarrollo: no sólo la violencia de la delincuencia y del crimen organizado sino, sobre todo, la que procede de las históricas y radicales diferencias sociales entre ricos y pobres, entre la franja sur industrializada y el resto postergado del país. En el último período del presidente Lula ha habido mejoras en este aspecto. Sin embargo, todavía se parecen a las tradicionales limosnas de las insaciables sectas más ricas —que calman así la inequidad histórica, moral y estructural de un pueblo postergado— que a la justicia social que necesita una generación antes de morirse de vieja en nombre del futuro.

Ahora, si a lo que se referían norteamericanos y brasileños era que el Congo es el paradigma vergonzoso del subdesarrollo, habrá que decir que todos llevamos un Congo adentro —con mucho más riqueza y soberbia, pero sin la alegría que solemos encontrar en las aldeas de África.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

El falso dilema entre la libertad y la igualdad

1. Diferencias que no produce la libertad

La ley V del Título Primero de Las siete partidas (*) reconocía el hecho de que el rey siempre “es puesto en lugar de Dios”. Una idea semejante sobrevivió en la misma España, ocho siglos más tarde. La leyenda de las monedas de cien pesetas que rodeaba la imagen del general Francisco Franco confirmaba esta vieja pretensión del poder: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Aquellas leyes del siglo XIII, promovidas por el rey Alfonso El Sabio, ponían en papel otras obviedades. Por ejemplo, reconocía que una de las virtudes de honra de los caballeros era su crueldad. Los nobles debían ser “crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar”. (II, T. 21, ley 2, pág. 195). Por esta razón se elegía un caballero de entre mil —de ahí la palabra militia, milicia, militar— que debía corresponder preferentemente, según las mismas leyes, a carniceros, carpinteros y herreros, porque estos trabajadores eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a la violencia.

Pero la diferenciación “lógica y natural” no sólo era de clases; también era de sexo y de raza. “Ninguna mujer —establecía el sabio código—, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios…” (III, T. 6, ley 3, pág. 247-248) De igual forma, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.

Pero la ley europea —al igual que las leyes incas comentadas por Guamán Poma Ayala— también legislaba sobre el territorio íntimo del sexo. El hombre que yacía con una mujer casada no era deshonrado, pero sí lo era su mujer en caso de imitarlo. ¿Por qué? Por una razón de desigualdad natural: “el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra [sí] porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402). Lo que de paso recuerda que la Iglesia Católica no siempre fue más conservadora que la sociedad que integraba, aunque por una razón política toleraba detalles del siguiente tipo: “Tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417).

2. Estrategias del falso dilema.

No obstante todas estas diferencias sociales establecidas por la ley y el sentido común de la época, el mismo voluminoso código reconocía que la esclavitud es “la más vil cosa de este mundo”. (IV, T. 23, ley 8). En otras palabras, “la libertad es la más cara cosa que el hombre puede haber en este mundo” (II, T. 29, Ley 1, p. 226).

Es aquí donde descubrimos uno de los anhelos humanos más profundos que, al mismo tiempo, convivía con un violento saco de fuerza impuesto por el poder de clase, el poder de género y el poder eclesiástico. Es decir, el impulso (y el ideoléxico) de libertad debía convivir en promiscuidad con su impulso contrario: los intereses sectarios de clase, de género, de raza. El principio de libertad no era reconocido como un proceso de liberación sino que debía acomodarse mortalmente a las desigualdades establecidas por la tradición que hablaba y actuaba —no sin violencia— en nombre de la libertad.

En otras palabras, la idea de libertad no sobrevivía por las diferencias sociales sino a pesar de esas diferencias. Historia que nos recuerda a todas las dictaduras modernas, llámense dictaduras, dictablandas (sic. Pinochet) o democracias.

Quienes entendemos la historia de los últimos quinientos años como la progresión imperfecta pero persistente del impulso libertario e igualitario del humanismo, no aceptamos ese tópico común que opone libertad a igualdad. Esas igualdades no significan uniformización, eliminación de las diversidades, sino todo lo contrario: somos igualmente diferentes. Las diferencias humanas son diferencias horizontales; no verticales. Las diferencias verticales son diferencias del poder. Para nuestro humanismo, democrático es sinónimo de igualitario. Es la violencia de la desigualdad la que impone uniformizaciones; es la voluntad despótica de una de las partes de la humanidad sobre las otras. Y la libertad es democrática o es simplemente la dictadura de la libertad: la dictadura de algunos hombres libres sobre otros que no lo son tanto. Porque para ejercer cualquier libertad necesitamos una cuota mínima de poder; y si este poder está mal repartido, también lo estará la libertad.

Esta vieja discusión entre libertad e igualdad asume y confirma una dicotomía que luego se traduce en banderas políticas y en discursos ideológicos: desde hace doscientos años, sus nombres son liberalismo y socialismo, derecha e izquierda. Las posiciones antagónicas se disputan el terreno semántico de la justicia social sin cuestionar el falso dilema planteado; confirmándolo.

El ideal de libertad-e-igualdad (igual libertad) es, por ahora, una utopía: la anarquía. Sin embargo, veamos que la misma valorización negativa de este ideoléxico —la anarquía es asociada automáticamente al caos—, no sólo se debe a una razón de sobrevivencia en una sociedad inmadura, sino también de la primitiva explotación del más fuerte. Es decir, la organización vertical y autoritaria de la sociedad pudo deberse a una razón de organización para la sobrevivencia del grupo, pero luego degeneró en una tradición opresiva. Es el caso del patriarcado o del militarismo. No obstante, me atrevo a decirlo, la historia de los últimos mil años ha sido una progresiva conquista de la anarquía, con sus correspondientes y lógicas reacciones de las oligarquías. Seguirá costando sangre y dolor, pero esa ola no parará más.

La sociedad estamental sobrevivió en España hasta el siglo XVIII y de hecho, aunque no de derecho, en las sociedades latinoamericanas hasta el siglo XX: los indígenas, los criollos desheredados, los inmigrantes exiliados, bajo el mando del corregidor, del hacendado o de la Mining & Fruit Co., ignoraban el goce de la práctica del derecho igualitarista en nombre del deber o de la productividad. En cierta forma, el liberalismo fue una forma de socialismo —de hecho ambos son producto de la Era Moderna y del humanismo—; para ambos, el individuo debe liberarse de las estructuras tradicionales que organizan la sociedad de forma vertical. La utopía marxista de una sociedad sin gobierno y sin burocracia —fenómeno de los países comunistas que tanto decepcionó al Che Guevara—, se parece mucho a la utopía liberal de una sociedad compuesta de individuos libres. La diferencia entre aquel liberalismo y el socialismo radicaba en una interioridad cristiana: para uno, el egoísmo era el motor de progreso; mientras para el otro, lo era la solidaridad, la cooperación. Razón por la cual uno pasó a confiar en el mercado y el otro en el progreso de la moral del “nuevo hombre”. La tradicional valorización negativa del egoísmo y el valor positivo de la solidaridad se resuelve, por parte de los nuevos liberales, en calificar a uno como realista y al otro como ingenuo. Como respuesta, los partidarios del igualitarismo calificaron a aquel realismo de hipócrita y de salvaje y a la pretendida ingenuidad como valor altruista y humano.

Pero la dicotomía sigue siendo artificial. Bastaría con preguntarse: ¿la libertad se ejerce individualmente en una sociedad o a través de los otros?; ¿la libertad individual se ejerce en colaboración o en competencia con los otros? Si la libertad de unos genera grandes diferencias de poder, ¿no será que la libertad de uno se ejerce en contra de la libertad de otros y gracias a este recorte? ¿Es lo mismo libertad que liberalismo?  ¿Es lo mismo igualdad que igualitarismo?  ¿Es lo mismo individuo que individualismo?

Incluso asumiendo que hay individuos más habilidosos que otros, ¿por qué aceptar que los primeros monopolicen o acaparen cuotas de poder que restringen el poder y la libertad de los otros? Se asume que no hay libertad en un sistema que impone la igualdad —el igualitarismo—, pero se olvida que tampoco hay libertad en un sistema que reproduce diferencias que sólo candorosamente se pueden atribuir a la “expresión natural” de las diferentes habilidades individuales. Como si cualquiera no supiese que para ser un opresor, un explotador o un tirano no es necesario ni una gran inteligencia ni grandes valores morales: basta con una ambición desbordada, una crueldad inhumana y una hipocresía legitimada por alguna que otra teoría diseñada a medida del poder de turno. Y cuando el oprimido no colabora, basta con la fuerza arrasadora de la maquinaria del ejército.

El humanismo debe enfrentarse a esta aparente contradicción sin contradicciones: la búsqueda de libertad sólo es posible a través de una progresiva igualdad, de la misma forma que la búsqueda de igualdad debe darse en una progresiva liberación de la humanidad. No vale anular o postergar una en nombre de la otra.

Jorge Majfud

The University of Georgia, 30 de marzo de 2007.

(*) Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1265] Madrid: Editorial Castalia, 1992.

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

2. Stratégies du faux dilemme.

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

Dr. Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

Traduction de l’espagnol de Estelle et Carlos Debiasi.

ideología de la neutralidad

Adolfo Bioy Casares

Image via Wikipedia

The Terrible Innocence of Art (English)

Inocencia del arte, ideología de la neutralidad

La idea de que el arte está más allá de toda realidad social se parece a la teología descarnada que proscribe interpretaciones políticas en la muerte de Jesús; o a las mitologías nacionalistas impuestas como sagrados valores universales; o a los templarios del idioma, que se escandalizan con la impureza ideológica de la lengua que usan los pueblos rebelados. En los tres casos, la reacción contra interpretaciones o deconstrucciones sociales, políticas e históricas tiene un mismo objetivo: la imposición social, política e histórica de sus propias ideologías. La misma “muerte de las ideologías” fue una de las ideologías más terribles ya que, al igual que los otros estados dictatoriales del status quo, presumía de pureza y de neutralidad.

En el caso del arte, dos ejemplos de esta ideología se tradujeron en la idea de “el arte por el arte”, en Europa, y del Modernismo en Hispanoamérica. Este último, si bien tuvo el mérito de reflexionar y practicar una visión nueva sobre los instrumentos de expresión, pronto se reveló como la “torre de marfil” que era. No sin paradoja, sus mayores representantes comenzaron cantándole a blancas princesas, inexistentes en el trópico, y terminaron convirtiéndose en las máximas figuras de la literatura comprometida del continente: Rubén Darío, José Martí, José E. Rodó, etc. Décadas más tarde, el mismo Alfonso Reyes reconocerá que en América latina no se puede hacer arte desde la torre de marfil, como en París. A lo sumo, en medio del realismo trágico se puede hacer realismo mágico.

Las torres de marfil nunca fueron construcciones indiferentes a la crudeza de la realidad del pueblo, sino formas nada neutrales de negación de la misma, por el lado de los artistas, y de consolidación de su estado, por el lado de las elites dominantes (políticamente dominantes, se entiende). Hay variaciones históricas: hoy la torre de marfil es una estratégica atalaya, un minarete o un campanario laico levantado por el mercado de consumo. El artista es menos el rey de su torre, pero su labor consiste en hacer creer que su arte es pura creación, incontaminada por las leyes del mercado o con la moral y la política hegemónica. Porque más que de contradicciones —como afirmaban los marxistas— el capitalismo tardío está construido de sutiles coherencias, de pensamiento único, etc. El capitalismo es consecuente con sus contradicciones.

La explicación de los más fieles consumidores de arte comercial es siempre la misma: buscan una forma sana de diversión que no esté contaminada de violencia o de política, todo eso que abunda en los informativos y en los escritores “difíciles”. Lo que nos recuerda que pocos partidos hay tan demagogos y populistas como el partido imperial del mercantilismo, con sus eternas promesas de juventud eterna, de satisfacción plena y de felicidad infinita. La idea de “diversión sana” lleva implícito el entendido de que la ficción fantástica o la ciencia ficción son géneros neutrales, aparte de la historia política del mundo y aparte de cualquier manipulación ideológica. Hay por lo menos cinco razones para este consenso: (1) también así pensaban grandes de la literatura, como Jorge Luis Borges; (2) escritores mediocres han confundido frecuentemente la profundidad o el compromiso del escritor con el panfleto político; (3) es lícito entender el arte desde esta perspectiva purista, porque el arte también es diversión y pasatiempo; (4) la idea de neutralidad es parte de la fuerza de una cultura hegemónica que es todo menos neutral; por último, (5) se confunde neutralidad con “valores dominantes” y a éstos con lo universal.

A partir de aquí, creo que es muy fácil advertir al menos dos grandes tipos de arte: (1) aquel que busca dis-traer, di-vertir. Es decir, aquel que procura “salirse del mundo”. Paradójicamente, la función de este tipo de arte es la inversa: el consumidor sale de su rutina laboral y entra en este tipo de ficción pasatista para recuperar energías. Una vez fuera de la sala onírica del cine, fuera del best-seller mágico, la obra no importa más que por su valor anecdótico. Es el olvido lo que importa: dentro de la obra se procura olvidar el mundo rutinario; al salir de la obra, se procura olvidar el problema planteado por la misma, ya que siempre es un problema inventado al comienzo (el muerto) y solucionado al final (el asesino era el mayordomo). Esta es la función del happy ending. Es una función socialmente reproductiva: reproduce la energía productiva y los valores del sistema que se sirve de ese individuo agotado por la rutina. La obra de arte cumple aquí la misma función que el prostíbulo y el autor es apenas la prostituta que cobra por el placer reparador.

Diferente es el tipo de arte problemático: no es confort lo que ofrece a quien entra en su territorio. No es olvido sino memoria lo que le reclama a quien sale de él. El lector, el espectador no olvidan lo expuesto en ese espacio estético porque el problema no ha sido solucionado. La gran obra no soluciona un problema porque no ha sido ella quien lo ha creado: es la exposición del problema existencial del individuo, lo que se llevará al salir de ella. Está claro que en un mundo consumista este tipo de arte no puede ser el prototipo ideal. Paradójicamente, la obra problemática es una implosión del autor-lector, una mirada hacia adentro que debería provocar una conciencia crítica en el exterior que lo rodea. La obra pasatista es lo inverso: es anestesia que impone el olvido del problema existencial reemplazándolo con la solución de un problema creado por la obra misma.

Quiero decir que, al reconocer las múltiples dimensiones y propósitos de una obra de arte —que incluye la diversión y el solo placer estético—, significa también reconocer las dimensiones ideológicas en cualquier producto cultural. Es decir, también una obra de “pura imaginación” está recargada de valores políticos, sociales, religiosos, económicos y morales. Bastaría con poner el ejemplo de la ciencia ficción en Julio Verne o de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares. La invención de Morel (1940) calificada por Borges como perfecta, es también la perfecta expresión de un escritor de la clase alta argentina que podía darse el lujo del cultivo de la imaginación más descarnada en medio de una sociedad convulsionada por “la década infame” (1930-1943) Un lujo y una necesidad para una clase que no quería ver más allá de su estrecho círculo llamado “universal”. ¿Qué hay más alejado de los problemas de la Argentina del momento que una isla perdida en medio del océano, con una máquina reproduciendo la nostalgia de una clase alta, hedonista por donde se la mire, con un individuo perseguido por la justicia que busca un Paraíso sin pobres y sin obreros? ¿Qué más alejado de un mundo en medio del holocausto de la Segunda Guerra mundial?

La libertad, quizás, sea la principal característica diferencial del arte. Y cuando esta libertad no le da vuelta la cara a la realidad trágica de su pueblo, entonces la característica se convierte en conciencia moral. La estética se reconcilia con la ética. La indiferencia nunca es neutral; sólo la ignorancia es neutral, pero resulta un problema ético y práctico promoverla en nombre de alguna virtud.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

The Terrible Innocence of Art

The idea that art exists beyond all social reality is similar to the disembodied theology that proscribes political interpretations of the death of Jesus; or to the nationalist mythologies imposed like sacred universal values; or the templars of language, who are scandalized by the ideological impurity of the language used by rebellious nations. In all three cases, the reaction against social, political and historical interpretations or deconstructions has the same objective: the social, political and historical imposition of their own ideologies. The very “death of ideologies” was one of the most terrible of ideologies since, just like the other dictatorial states of the status quo, it presumed its own purity and neutrality.

In the case of art, two examples of this ideology were translated in the idea of “art for art’s sake” in Europe, and in the Modernismo of Spanish America. This latter, although it had the merit of reflecting upon and practicing a new vision with regard to the instruments of expression, soon revealed itself to be the “ivory tower” that it was. Not without paradox, its greatest representatives began by singing the praises of white princesses, non-existent in the tropics, and ended up becoming the maximal figures of politically-engaged literature of the continent: Rubén Darío, José Martí, José Enrique Rodó, etc. Decades later, none other than Alfonso Reyes would recognize that in Latin America one cannot make art from the ivory tower, as in Paris. At most, in the midst of tragic realism one can make magical realism.

Ivory towers have never been constructions indifferent to the rawness of a people’s reality, but instead far from neutral forms of denial of that reality, on the artists’ side, and of consolidation of its state, on the side of the dominant elites (politically dominant, that is). There are historical variations: today the ivory tower is a watchtower strategy, a secular minaret or belltower raised by the consumer market. The artist is less the kind of his tower, but his labor consists in making believe that his art is pure creation, uncontaminated by the laws of the market or with hegemonic morality and politics. At the foot of the stock market tower run rivers of people, from one office to another, scaling in rapid elevators other glass towers in the name of progress, freedom, democracy and other products that spill from the communication towers. All of the towers raised with the same purpose. Because more than from contradictions – as the Marxists would assert – late capitalism is constructed from coherences, from standardized thought, etc. Capitalism is consistent with its contradictions.

The explanation of the most faithful consumers of commercial art is always the same: they seek a healthy form of entertainment that is not polluted by violence or politics, all that which abounds in the news media and in the “difficult” writers. Which reminds us that there are few political parties so demagogic and populist as the imperial party of commercialism, with its eternal promises of eternal youth, full satisfaction and infinite happiness. The idea of “healthy entertainment” carries an implicit understanding that fantasy and science fiction are neutral genres, separate from the political history of the world and separate from any ideological manipulation. There are at least five reasons for this consensus: 1) this is also the thinking of the literary greats, like Jorge Luis Borges; 2) mediocre writers frequently have confused the profundity or the commitment of the writer with the political pamphlet; 3) it is justifiable to understand art from this purist perspective, because art is also a form of entertainment and pastime; 4) the idea of neutrality is part of the strength of a hegemonic culture that is anything but neutral; lastly, 5) neutrality is confused with “dominant values” and the latter with universal values.

At this point, I believe that it is very easy to distinguish at least two major types of art: 1) that which seeks to distract, to divert attention (“divertir” means to entertain in Spanish). That is to say, that which seeks to “escape from the world.” Paradoxically, the function of this type of art is the inverse: the consumer departs from his work routine and enters into this kind of entertaining fiction in order to recuperate his energies. Once outside the oneiric lounge of the theater, outside the magical best-seller, the work of art no longer matters for more than its anecdotal value. It is the forgetting that matters: within the artwork one is able to forget the routine world; upon leaving the artwork, one is able to forget the problem presented by that work, since it is always a problem invented at the beginning (the murder) and solved at the end (the killer was the butler). This is the function of the happy ending. It is a socially reproductive function: it reproduces the productive energy and the values of the system that makes use of that individual worn out by routine. The work of art fulfills here the same function as the bordello and the author is little more than the prostitute who charges a fee for the reparative pleasure.

Different is the problematic type of art: it is not comfort that it offers to whomever enters into its territory. It is not forgetting but memory that it demands of he who leaves it. The reader, the viewer do not forget what is exhibited in that aesthetic space because the problem has not been solved. The great artwork does not solve a problem because the artwork is not the one who has created it: the exposition of the existential problem of the individual is what will lead to departure from it. Clearly in a consumerist world this type of art cannot be the ideal prototype. Paradoxically, the problematic artwork is an implosion of the author-reader, a gaze within that ought to provoke a critical awareness of one’s surroundings. The entertaining artwork is the inverse: it is anasthesia that imposes a forgetting of the existential problem, replacing it with the solution of a problem created by the artwork itself.

I mean to say that, recognizing the multiple dimensions and purposes of a work of art – which include entertainment and mere aesthetic pleasure – means also recognizing the ideological dimensions of any cultural product. That is to say, even a work of “pure imagination” is loaded with political, social, religious, economic and moral values. It would suffice to pose the example of the science fiction in Jules Verne or of the fantastical literature of Adolfo Bioy Casares. Morel’s Invention (1940), considered by Borges to be perfect, is also the perfect expression of a writer of the Argentine upper class who could allow himself the luxury of cultivating the starkest imagination in the midst of a society convulsed by the “infamous decade” (1930-1943). A luxury and a necessity for a class that did not want to see beyond its narrow so-called “universal” circle. What could be farther from the problems of the Argentina of the moment than a lost island in the middle of the ocean, with a machine reproducing the nostalgia of an unbelievably hedonistic upper class, with an individual pursued by justice who seeks a Paradise without poverty and without workers? What could be farther from from a world in the midst of the Holocaust of the Second World War?

Nevertheless, it is a great novel, which demonstrates that art, although it is not only aesthetics, is not only politics either, nor mere expression of the relations of power, nor mere morality, etc.

Freedom, perhaps, may be the main differential characteristic of art. And when this freedom does not turn its face away from the tragic reality of its people, then the characteristic turns into moral consciousness. Aesthetics is reconciled with ethics. Indifference is never neutral; only ignorance is neutral, but it proves to be an ethical and practical problem to promote ignorance in the name of some virtue.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La inmoralidad del arte, la maldad de los pobres

El pasado mes de octubre, en un encuentro de escritores en México, alguien del público me preguntó si pensaba que el sistema capitalista caería finalmente por sus propias contradicciones. Momentos antes yo había argumentado sobre una radicalización de la modernidad en la dimensión de la desobediencia de las sociedades. (*) Aunque aún debemos atravesar la crisis del surgimiento chino, la desobediencia es un proceso que hasta ahora no se ha revertido, sino todo lo contrario. Lo cual no significa abogar por el anarquismo (como se me ha reprochado tantas veces en Estados Unidos) sino advertir la formación de sociedades autárticas. El estado actual, que en apariencia contradice mi afirmación, por el contrario lo confirma: lo que hoy tenemos es (1) una reacción de los antiguos sistemas de dominación —toda reacción se debe a un cambio histórico que es inevitable— y (2) a la misma percepción de ese empeoramiento de las libertades de los pueblos, debida a un mayor reclamo, producto también de una creciente desobediencia. Mi respuesta al señor del público fue, simplemente, no. “Ningún sistema —dije— cae por sus propias contradicciones. No cayó por sus propias contradicciones el sistema soviético y mucho menos lo hará el sistema capitalista (o, mejor dicho, el sistema “consumista”, que poco se parece al capitalismo primitivo). El sistema capitalista, que no ha sido el peor de todos los sistemas, siempre ha sabido cómo resolver sus contradicciones. Por algo ha evolucionado y dominado durante tantos años”. Las contradicciones del sistema no sólo se resuelven con instituciones como las de educación formal; también se resuelven con narraciones ideológicas que operan de “costura” a sus propias fisuras.

Dos anécdotas me ocurrieron después, a mi regreso a Estados Unidos, las que me parecen sintomáticas de estas “costuras” del discurso que pretenden resolver las contradicciones del propio sistema que las genera. Y las resuelven de hecho, aunque eso no quiere decir que resistan a un análisis rápido. Veamos.

La primera ocurrió en una de mis clases de literatura, la cual había dejado a cargo de un sustituto por motivo de mi viaje. Una alumna se había retirado furiosa porque en la película que se estaba proyectando (Doña Bárbara, basada en el clásico de Rómulo Gallegos), había una escena “inmoral”. La muchacha, a quien respeto en su sensibilidad, furiosa argumentó que ella era una persona muy religiosa y la ofendía ese tipo de imágenes. Al contestarle que si quería comprender el arte y la cultura hispánica debía enfrentarse a escenas con mayor contenido erótico que aquellas, me respondió que conocía el argumento: algunos llaman “obra de arte” a la pornografía. Con lo cual uno debe concluir que el museo del Louvre es un prostíbulo financiado por el estado francés y Cien años de soledad es la obra de un pervertido libinidoso. Por citar algunos ejemplos amables. Aparentemente, el público anglosajón está acostumbrado a la exposición de muerte y violencia de las películas de Hollywood, a los violentos playstation games que compran a sus niños, pero le afecta algo más parecido a la vida, como lo es el erotismo. En cuanto a los informativos, ya lo dijimos, la realidad llega totalmente pasterizada.

—Si uno es estudiante de medicina —argumenté—, no tiene más remedio que enfrentase al estudio de cadáveres. Si su sensibilidad se lo impide, debe abandonar la carrera y dedicarse a otra cosa.

Pero el problema no es tan relativo como quieren presentarlo los “absolutistas” religiosos. Aunque no lo parezca, es muy fácil distinguir entre una obra de arte y una pornografía. Y no lo digo porque me escandalice esta última. Simplemente entre una y otra hay una gran diferencia de propósitos y de lecturas. La misma diferencia que hay entre alguien que ve en un niño a un niño y otro que ve en él a un objeto sexual; la misma diferencia que hay entre un “avivado” y un ginecólogo profesional. Si no somos capaces de ponernos por encima de un problema, si no somos capaces de una madurez moral que nos permita ver el problema desde arriba y no desde bajo, nunca podríamos ser capaces de ser ginecólogos, psicoanalistas ni, por supuesto, sacerdotes. Pero si hay sacerdotes que ven en un niño a un objeto sexual —faltaría que lo negásemos—, eso no quiere decir que el sacerdocio o la religión per se es una inmoralidad.

Por supuesto que semejantes argumentos sólo podrían provocarme una sonrisa. Pero no me hace gracia pretender simplificar al ser humano en nombre de la moral y no estoy dispuesto a hacerlo aunque me lo ordene el Rey o el Papa. Y entiendo que mantenerme firme en esta defensa es una defensa a la especie humana contra aquellos que pretenden salvarla castrándola de cuerpo y alma. Estos discursos moralizadores no dejan de ser sintomáticos de una sociedad que obsesivamente busca lavar sus traumas con excusas, para no ver la gravedad de sus propias acciones. Y sobre esto de “no querer ver lo que se hace” ya le dediqué otro ensayo, así que mejor lo dejo por aquí.

—Usted es demasiado liberal —me dijo más tarde R., mi alumna.

Luego el catecismo inevitable:

—¿Tiene usted hijos?

Me acordé de los viejos que siempre se escudan en su experiencia cuando ya no tienen argumentos. Como si vivir fuese algún mérito dialéctico.

—No, no aún —respondí.

—Si tuviera hijos comprendería mi posición —observó.

—¿Por qué, tiene usted hijos? —pregunté.

—No— fue la repuesta.

—Es decir que la pregunta anterior no la hizo usted, me la hicieron sus padres. ¿Con quién estoy hablando en este momento?

Opiné que para ser auténtico primero había que ser libre.

—En este mundo hay demasiada libertad —se quejó R.

—¿Cree usted en Dios? —pregunté, como un tonto.

—Sí, por supuesto.

—¿Cree por su propia voluntad o porque se lo han impuesto?

—No, no. Yo creo en Dios por mi propia voluntad.

—Es decir que la libertad sigue siendo una virtud, a pesar de todo…

Pocos días después, en otra clase, una de mis mejores alumnas me preguntó sobre el problema de las drogas en el mundo. Quería saber mi opinión sobre las posibles soluciones. La suya era que si Estados Unidos creaban trabajo en los países pobres de América Latina eso lograría terminar con el tráfico de drogas y quería saber si yo pensaba igual. Mi respuesta fue terminante (y tal vez pequé de elocuencia): no. Simplemente, no.

En la pregunta reconocí el viejo discurso hegemónico norteamericano: “nuestros problemas se deben a la existencia de malos en el mundo”. Una simplicidad a la medida de un público que antes se reconocía como ciudadano y ahora se reconoce como “consumidor”. Claro, no muy diferente es la teoría maniquea en América Latina: “todos nuestros males se los debemos al imperialismo yanqui”.

—¿Por qué no?—, preguntó sorprendida mi alumna, una muchacha con toda las buenas intenciones del mundo.

—Por la misma lógica del sistema capitalista —respondí—. Si los pobres tuviesen mayores y mejores oportunidades de trabajo eso mejoraría sus vidas, pero no eliminaría el narcotráfico, porque no son ellos los motores de este monstruoso mecanismo. La demonización de los productores es un discurso del todo estratégico —no entraré a explicar este punto tan obvio—, pero no sirve para resolver el problema ni lo ha resuelto nunca.

—¿Y cuál es la causa del problema, entonces?

—En el sistema capitalista, sobre todo en el capitalismo tardío (y dejemos de lado a Keynes por un momento), la oferta aparece siempre para satisfacer la demanda, ya sea de forma legal o ilegal. El objetivo de toda empresa es descubrir las “necesidades insatisfechas” (creadas, de forma creciente, por la propia cultura de consumo) y lograr infiltrarse en el mercado con una oferta a la medida. En español se habla de “nicho del mercado”, lo cual tiene lógicas connotaciones con la muerte. Si hay demanda de trabajadores, allí habrán inmigrantes ilegales para satisfacer la demanda y evitar que la economía se detenga. Al mismo tiempo, surgirán nuevas narraciones y nuevos “patriotas” que se organicen para salvar al país de estos sucios holgazanes venidos del sur para robarles los beneficios sociales.

Pocos pueden dudar de que los principales consumidores de drogas del mundo están en el mercado norteamericano y europeo, los dos polos del progreso mundial. La conclusión era obvia: los primeros responsables de la existencia del narcotráfico no son los pobres campesinos colombianos o peruanos o bolivianos: son los ricos consumidores del primer mundo. Aparte de los narcotraficantes, claro, que son los únicos beneficiados de este sistema perverso. Pero vaya uno a decirlo sin riesgo.

No deberíamos nosotros, minúsculos intelectuales, recordarle a los capitalistas cómo funcionan sus cosas. Ellos son los maestros en esto, aunque también son maestros en hacerse los tontos: nadie produce ni trafica algo que nadie quiere comprar. Mientras haya alguien que está interesado en comprar mierda de perro, habrá gente en el mundo que la recoja en bolsitas de nylon para su exportación. Pero culpar a las prostitutas por inmorales y absolver a los hombres por “machos” es parte del discurso ideológico de cada época. En este último caso, hubiese bastado la lucidez de Sor Juana Inés de la Cruz que a finales del siglo XVII se preguntaba «¿quién es peor / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?» Claro que los puritanos no entendieron un razonamiento tan simple e igual la condenaron al infierno.

—Si es así, entonces ¿cuál es la solución? —preguntó otro alumno, sin convencerse del todo.

—La solución no es fácil, pero en cualquier caso está en la eliminación de la demanda, en la superación de la Cultura del Consumo. En una cultura que premia el consumo y el éxito material, ¿qué se puede esperar sino más consumo, incluido el de drogas y otros estimulantes que anestesien el profundo vacío que hay en una sociedad que todo lo cuantifica? La coca es usada en Bolivia desde hace siglos, y no podemos decir que la drogadicción haya sido un problema hasta que aparecieron los traficantes buscando satisfacer una demanda que se producía a miles de kilómetros de ahí. Yo recuerdo en un remoto rincón de África campos de marihuana que nadie consumía. Claro, apenas los nativos veían a un hombre blanco con un sombrero y unos lentes negros enseguida se la ofrecían con tal de ganarse unas monedas. Y hubiese bastado un pequeño ejército de esos consumidores extranjeros para activar el cultivo sistemático y la recolección de estas plantas hasta que unos años después pasaran por encima unos aviones arrojando pesticidas para combatir a la producción y a los miserables productores, culpables de todo mal del mundo.

La discusión terminó como suelen terminar todas las discusiones en Estados Unidos: con un formalismo democrático y consciente de las consecuencias pragmáticas: “Acepto su opinión pero no la comparto”

Hasta hoy espero argumentos que justifiquen esta natural discrepancia.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Octubre, 2005.

(*) Normalmente, la Posmodernidad se definía en oposición a los valores característicos de la Modernidad: racionalismo, logocentrsmo europeo, metanarraciones absolutistas, etc. Por lo cual podemos entender a la Posmodernidad como una Antimodernidad. Pero esto es una simplificación. Hay elementos que significan aún hoy una continuación y una radicalización de la Modernidad: es lo que llamo la Sociedad Desobediente.

L’immoralité de l’Art, la méchanceté des pauvres

Par Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier

Au mois d’octobre passé, dans une rencontre d’écrivains à Mexico, quelqu’un du public me demanda si je pensais que le système capitaliste tomberait finalement de ses propres contradictions. Quelques moments auparavant, j’avais argumenté sur une radicalisation de la modernité dans la dimension de la désobéissance des sociétés.* Bien que nous devions encore traverser la crise de l’apparition chinoise, la désobéissance est un processus qui, jusqu’à maintenant, ne s’est pas atténué, tout au contraire. Ce qui ne signifie pas plaider pour l’anarchisme (comme on me l’a si souvent reproché aux États-Unis) mais observer la formation de sociétés “autartiques”. L’état actuel, qui en apparence contredit mon affirmation, la confirme au contraire: ce que nous avons aujourd’hui est (1) une réaction des vieux systèmes de domination –toute réaction est due à un changement historique qui est inévitable –et (2) la perception même de la dégradation des libertés des peuples, due à une plus grande réclame, produit aussi d’une croissante désobéissance. Ma réponse au monsieur du public fut simplement, non. Aucun système, dis-je, ne tombe de ses propres contradictions. Le système soviétique n’a pas tombé de ses propres contradictions, et encore moins ne le fera le système capitaliste (ou, pour mieux dire, le système de “consommation de masse”, qui ressemble peu au capitalisme primitif). Le système capitaliste, qui n’a pas été le pire de tous les systèmes, a toujours su comment résoudre ses contradictions. Ce n’est pas pour rien qu’il a évolué et dominé pendant tant d’années. Les contradictions du système non seulement se résolvent avec des institutions comme celle de l’éducation formelle; elles se résolvent aussi par des narrations idéologiques qui opèrent des “coutures” à ses propres fissures.

Deus anecdotes m’arrivèrent à mon retour aux États-Unis, de celles qui m’apparaissent symptomatiques de ces “coutures”,du discours que prétendent résoudre les contradictions de ce même système qui les génère. Et elles les résolvent de fait, quoique cela ne veut pas dire qu’elles résistent à une analyse rapide. Voyons.

La première arriva dans une de mes classes de littérature, laquelle avait été laissée à un substitut pendant mon voyage au Mexique. Une étudiante s’était retirée furieuse parce que sur le film qui était projeté (Doña Bárbara, basé sur le classique de Romulo Gallegos) se trouvait une scène “immorale”. La jeune fille, très sensible, argumenta furieuse qu’elle était une personne très religieuse et que ce type d’image l’offensait. A lui répondre que si elle voulait comprendre l’art et la culture hispanique, qu’elle devrait affronter des scènes avec de plus grands contenus érotiques que cette dernière, elle me répondit qu’elle connaissait l’argument: certains appellent “œuvre d’art” la pornographie. Avec lequel quelqu’un doit conclure que le musée du Louvre est une maison de tolérance financée par l’état français et que Cent années de solitude est l’œuvre d’un perverti libidineux. Pour citer quelques exemples aimables. Apparemment, le public anglo-saxon est accoutumé aux expositions de mort et de violence des films d’Hollywood , et aux jeux violents de playstation qu’il achète à ses enfants, mais, quelque chose qui ressemble plus à la vie, tel l’érotisme, l’affecte davantage. Et en ce qui concerne les contenus informatifs, nous l’avons déjà dit, la réalité arrive totalement pasteurisée.

Si quelqu’un est étudiant en médecine, argumentai-je, il n’a pas d’autre remède que d’affronter l’étude des cadavres. Si sa sensibilité lui fait trop obstacle, il doit abandonner la carrière et s’adonner à autre chose.

Mais le problème n’est pas aussi relatif comme veulent le présenter les “absolutistes” religieux. Quoiqu’il n’y paraisse, il est très facile de distinguer entre une œuvre d’art et celle pornographique. Et je ne dis pas cela parce que cette dernière me scandalise. Simplement, entre l’une et l’autre il y a une différence d’intentions et de lectures. La même différence qu’il y a entre quelqu’un qui voit un enfant comme un enfant, et un autre qui voit en lui un objet sexuel; la même différence qu’il y a entre un “excité” et un gynécologue professionnel. Si nous ne sommes pas capables de nous mettre au-dessus d’un problème, si nous ne sommes pas capables d’une maturité morale qui nous permet de voir le problème à partir d’en-haut et non d’en-bàs, jamais nous ne pourrons être gynécologue, psychanalyste ni, bien sûr, prêtre. Et s’il y a des prêtres qui voient dans des enfants des objets sexuels, il faudrait que nous les niions –cela ne veut pas dire que la prêtrise ou la religion “en soi” est une immoralité.

Il est certain que de semblables arguments ne pourraient me susciter qu’un sourire. Mais cela ne me plaît pas du tout prétendre réduire l’être humain au nom de la morale, et je ne suis pas disposé à le faire même si me l’ordonne le Roi ou le Pape. Et j’entends rester ferme dans cette défense: c’est une défense de l’espèce humaine contre ceux qui prétendent la sauver la castrant de son corps et de son âme. Ces discours moralisateurs ne cessent d’être symptomatiques d’une société qui obsessivement cherche à laver ses traumas avec des excuses pour ne pas voir la gravité de ses propres actions. Et sur cela de “ne pas vouloir voir ce qui se fait”, j’ai déjà dédié un autre essai meilleur que je ne le fais ici.

–Vous êtes trop libéral –me dit plus tard R., mon étudiante.

Par la suite le catéchisme inévitable:

–Avez-vous des enfants?

Je pensai aux vieilles personnes qui se retranchent toujours derrière leur expérience alors qu’elles n’ont plus d’arguments. Comme si vivre fut le fait de quelque mérite dialectique.

–Non, pas encore –répondis-je.

–Si vous aviez des enfants vous comprendriez ma position –observa-t-elle.

–Pourquoi, vous avez des enfants –demandai-je?

–Non, fut la réponse.

–C’est dire que la question antérieure ne vient pas de vous, elle vient de vos parents. Avec qui suis-je en train de parler en ce moment?

Je pensai que pour être authentique qu’il fallait d’abord être libre.

–Dans ce monde il y a trop de liberté– se plaignit R.

–Croyez-vous en Dieu? –demandai-je comme un bêta.

–Oui, bien sûr.

–Y croyez-vous par vous-même ou parce qu’on vous l’a imposé?

–Non, non je crois en Dieu par ma propre volonté.

–C’est dire que la liberté continue d’être une vertu malgré tout.

Peu de jours plus tard, dans une autre classe, une autre de mes étudiantes m’interrogea sur le problème des drogues dans le monde. Elle voulait connaître mon opinion sur les solutions possibles. La sienne était que si les États-Unis créaient du travail dans les pays pauvres d’Amérique Latine, cela aurait pour effet d’en finir avec le narcotrafic, et elle voulait savoir si j’opinais dans le même sens. Ma réponse fut formelle (et peut-être péchai-je d’éloquence): non. Simplement non.

Dans la question je reconnus le vieux discours hégémonique nord-américain: “nos problèmes sont dus à l’existence des méchants dans le monde”. Une simplicité à la mesure d’un public qui avant se reconnaissait citoyen et qui maintenant se reconnaît comme “consommateur”. Bien sûr, non moins différente est la théorie manichéenne en Amérique Latine: “tous nos maux sont dus à l’impérialisme yankee”.

–Pourquoi non –me demanda surprise mon étudiante, une jeune fille avec toutes les bonnes intentions du monde.

–Par la logique même du système capitalista – répondis-je–. Si les pauvres avaient de plus grandes et de meilleures opportunités de travail, cela améliorerait leurs vies, mais cela n’éliminerait pas le narcotrafic, parce que ce ne sont pas là les moteurs de ce monstrueux mécanisme. La démonisation des producteurs est un discours avant tout stratégique –je ne commencerai pas à expliquer ce point de vue d’une telle évidence –mais cela ne sert pas à résoudre le problème et ne l’a jamais fait.

–Et quelle est la cause du problème alors?

–Dans le système capitaliste, surtout dans le capitalisme tardif (et laissons de côté Keynes pour le moment), l’offre apparaît toujours afin de satisfaire la demande, que ce soit de façon légale ou illégale. L’objectif de toute entreprise est de découvrir les “nécessités insatisfaites” (crées, de façon croissante, par la propre culture de consommation), et de réussir à s’infiltrer sur le marché avec une offre sur mesure. En espagnol, on parle de “niche de marché”, ce qui possède des connotations logiques avec la mort. S’il y a une demande de travailleurs, il y aura là des travailleurs illégaux afin de satisfaire la demande et éviter que l’économie ne s’effondre. En même temps, surgiront de nouvelles narrations et de nouveaux “patriotes” qui s’organiseront afin de sauver le pays de ces sales paresseux venus du sud afin leurs voler leurs bénéfices sociaux.

Peu peuvent douter que les principaux consommateurs de drogues dans le monde sont sur le marché nord-américain et européen, les deux pôles du progrès mondial. La conclusion est évidente: les premiers responsables du narcotrafic ne sont pas les pauvres paysans colombiens ou péruviens ou boliviens: ce sont les riches consommateurs du premier monde. Mis à part les narcotrafiquants , ce sont bien sûr les uniques bénéficiaires de ce système pervers. Mais que quelqu’un le dise sans risque.

Nous devrions nous, minuscules intellectuels, rappeler aux capitalistes comment fonctionnent leurs choses. Ils sont les maîtres en cela, quoiqu’ils soient aussi les maîtres à faire les sots: personne ne produit quelconque trafic que personne ne veut acheter. Tant qu’il y aura quelqu’un intéressé à acheter de la merde de chien, il y aura des gens dans le monde qui la ramasseront et la mettront dans du nylon pour son exportation. Mais accuser les prostitués d’immoralité et absoudre les hommes d’être “mâles” fait partie du discours idéologique de chaque époque. Dans ce dernier cas, la lucidité de Sœur Jeanne Agnès de la Croix, à la fin du XVII è siècle, eut été suffisante, laquelle se demandait: “qu’est-ce qui est pire / celle qui pèche pour la paie / ou celui qui paie pour pécher”? Bien sûr que les puritains ne comprirent pas un raisonnement aussi simple et la condamnèrent à l’enfer.

–S’il en est ainsi, quelle est la solution? –demanda un autre élève, sans être persuadé du tout.

–La solution n’est pas facile mais, dans tous les cas, c’est dans l’élimination de la demande, dans le dépassement de la Culture de Consommation. Dans une culture qui récompense la consommation et le succès matériel, à quoi peut-on s’attendre sinon à plus de consommation, incluant celle des drogues et autres stimulants qui anesthésient le vide profond qu’il y a dans une société qui quantifie tout? La coke est utilisée en Bolivie depuis des siècles, et l’on ne peut pas dire que l’addiction à cette drogue aie été un problème jusqu’à ce qu’apparaissent les trafiquants cherchant à satisfaire une demande qui se produisait à des milliers de kilomètres de là. Je me souviens d’un lointain coin d’Afrique, de champs de marijuana dont personne ne consommait. Bien sûr, à peine les natifs voyaient un homme blanc muni d’un chapeau et de lunettes fumées, on lui offrait avec cela de se faire de l’argent. Et il y eut une petite armée suffisante de ces consommateurs étrangers pour activer la culture systématique et la collecte de ces plantes jusqu’à ce que, quelques années plus tard, des avions passent arroser ces champs de pesticides afin de combattre la production et les misérables producteurs coupables de tous les maux du monde.

La discussion se termina comme ont l’habitude de se terminer toutes les discussions aux États-Unis: par un formalisme démocratique et conscient des conséquences pragmatiques: “j’accepte votre opinion mais je ne la partage pas”.

Encore aujourd’hui j’attends des arguments qui justifient cette divergence naturelle.

Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier, octobre 2005

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* Normalement, la Posmodernité se définit en opposition aux valeurs caractéristiques de la Modernité: rationalisme, logocentrisme européen, métanarrations absolutistes, etc. Sur quoi nous pouvons comprendre la Posmodernité comme une Antimodernité. Mais cela est une simplification. Il y a des éléments qui signifient encore aujourd’hui une continuation et une radicalisation de la Modernité: c’est ce que nous appelons la Société Désobéissante.

bufones del canibalpitalismo

Acto fundacional UPD. Mario Vargas Llosa.

Image via Wikipedia

Intelectuais, clérigos e bufões do canibalpitalismo (spanish)

 

Intelectuales, clérigos y bufones del canibalpitalismo

“El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia”. (Manual del perfecto idiota, pág. 226)

En el prólogo de Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), Mario Vargas Llosa ya insistía que “Mendioza, Motaner y Vargas Llosa parecen haber llegado en sus investigaciones sobre la idiotez intelectual en América Latina a la conclusión […] que el subdesarrollo es ‘una enfermedad mental’”. El novelista procura, en una suerte de dictadura monoléctica, definir ‘enfermedad mental’  “como [una] debilidad y cobardía frente a la realidad real y como una propensión neurótica a eludirla sustituyéndole una realidad ficticia”. Todo debido a “una incapacidad profunda para discriminar entre verdad y mentira, entre realidad y ficción”. En la campaña electoral que Alberto Fujimori le ganó al propio Vargas Llosa en 1990, aquel le reprochó a éste de tener “una imaginación de novelista”, lo que significaba exactamente lo mismo que años después el autor de este prólogo le reprocha a los latinoamericanos como síntoma característico de una enfermedad: nada más que calificaciones personales (enfermedad mental, incapacidad, debilidad, cobardía, etc.), sin argumentos. Es decir, esto es verdad porque lo digo yo.

Uno de los axiomas centrales del Manual consiste en hacer entender (o creer) que vivimos naturalmente en sociedades amorosas —sobre esto ya ironizó Voltaire—, donde no existen poderes interesados en dominación de ningún tipo. Los recursos de producción como el petróleo, las fuentes de sobrevivencia como el agua, la multiplicidad de monopolios, la omnipresencia de la voz de los más fuertes en los medios de comunicación, las donaciones millonarias de los billonarios a las campañas electorales, todo, es parte de un gran impulso fraterno por compartir la gracia de Dios. Criticando a los teólogos de la liberación, los autores sostienen la actitud contraria: “El término ‘liberación’ es en sí mismo conflictivo: convoca ardorosamente a la existencia de un enemigo al que hay que combatir para poner en libertad a los desdichados”. Luego: “¿Es el Dios de la justicia también el Dios de la envidia? […] A los curas de la liberación se les escapa que el capitalismo resulta ser el sistema más solidario de todos, un mundo donde la caridad […] es infinitamente mayor que cualquier otro sistema. […] En el capitalismo, todos colaboran con todos. El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia”. (Fuera de contexto cualquiera podría atribuir esta frase a Marx.) Más adelante una definición à la carte: “el capitalismo es un apalabra que simplemente describe un clima de libertad en el que todos los miembros de una comunidad se dedican a perseguir voluntariamente sus propios objetivos económicos”. Es decir, el Genghis Khan promovió el capitalismo en Asia mucho antes de los modernos narcotraficantes.

Pero un sistema dominante no sólo necesita negarse a sí mismo como tal, hacerse invisible, sino también moralizar sobre la peligrosa existencia de todo lo marginal a su propio centro. La tesis de buscar una causa del subdesarrollo en las facultades mentales de un grupo o de un pueblo definido como fracasado, no menciona en ningún momento qué función cumple la tesis en sí misma. Es decir, a quién conviene —de dónde proviene— esta catequesis ideológica.

Este libro fue citado y recomendado por políticos y presidentes como Carlos Menem en la cumbre de la euforia primermundista que asoló a los países del “continente idiota”, poco antes de la debacle económica y moral de principios de siglo. Pero no es una novedad sino una tradición intelectual, que se remonta a Sarmiento o por lo menos a Alcides Arguedas (Pueblo enfermo, 1909). Sólo que sin el correspondiente mérito histórico y literario.

En 1550, para legitimizar la explotación y genocidio de los nativos americanos, también el teólogo Ginés de Sepúlveda echó mano a la Biblia. Ante el rey y la corte que debatía la justicia o injusticia de la esclavitud denunciada por el sacerdote Bartolomé de las Casas, Sepúlveda citó el libro de Proverbios. Según el famoso teólogo, “escrito está en el libro de los Proverbios: ‘El que es necio servirá al sabio’ tales son las gentes bárbaras e inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas y será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipe y naciones más cultas y humanas”. El mismo Hernán Cortés, invocando a Dios y luego de torturar y asesinar al galope aldeas enteras, anotaba en sus cartas al rey que la virtud de su acción consistió en dejar en paz a aquellos pueblos salvajes. Para hacerlo más legal, solía leerles, en castellano, el comunicado de una inmediata sumisión al rey de España, de lo contrario serían sometidos por la fuerza. Y cuando lo hacían, escribía el héroe, los mismos caciques —que no sabían una palabra de castellano— volvían llorando, arrepentidos y reconociendo que la culpa de la destrucción de sus ladeas radicaba en su misma necedad. Por esta desobediencia al “derecho natural”, afirmaba Sepúlveda, la guerra emprendida por el imperio era una guerra justa.

Jorge Luis Borges, un intelectual funcional a su clase oligárquica, supo sin embargo usar argumentos como principal recurso retórico. Alguna vez recordó una anécdota: en una disputa entre dos, uno de ellos le arrojó un vaso de agua en la cara del otro. El agredido contestó: “Muy bien; eso fue una digresión. Ahora espero sus argumentos”. Desde un punto de vista filosófico, tal vez es una novedad histórica comenzar definiendo al adversario dialéctico como “idiota” en lugar de atacar sus ideas. Desde un punto de vista histórico no; es sólo una tradición: (des)calificar al otro para perpetuar su opresión. Estas ideas responsabilizan a los oprimidos de su opresión y al mismo tiempo niegan la existencia de ésta. Legitiman un orden heredado de un pesado pasado pero en nombre del futuro progreso material y espiritual.

Según Mario Vargas Llosa, América Latina ha producido destacados artistas, novelistas y pensadores delirantes, “tan faltos de hondura y tantos ideólogos en entredicho perpetuo con la objetividad histórica y el pragmatismo”, todos síntomas de la idiotez. Se hace implícito que en el único caso en que un escritor, un novelista latinoamericano es capaz de ver la realidad real y la objetividad histórica, en el único caso en que no estamos ante las observaciones de otro idiota, es en el suyo propio. De lo contrario sus afirmaciones se anularían a si misma, dada su supuesta condición de perfecto idiota.

No creo en absoluto que Vargas Llosa sea un idiota. Es sólo parte de una misma lógica. No es casualidad que él y los intelectuales funcionales condenen la “realidad ficticia”, como producto de una “enfermedad mental” que impide aceptar la “realidad real”. Porque realidad es lo que existe (el canibalpitalismo). Por lo tanto, si es difícil crear algo diferente al interés de un sistema dominante que crea esa realidad, más difícil aún será hacerlo si condenamos la libertad de la imaginación, como un atributo de la idiotez y el subdesarrollo. Esa misma imaginación que se venera en los revolucionarios y progresistas utópicos del pasado que no se resignaron a la “realidad real” del feudalismo o de los exitosos negreros del siglo XVIII o de la venta de carne humana en las fábricas del Progreso.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Junio 2007

Intelectuais, clérigos e bufões do canibalpitalismo

“O egoísmo capitalista resulta, pois, tão solidário que se assemelha àquele que prega a Bíblia”.

(Manual del perfecto idiota, pg. 226)

No prólogo do Manual del perfecto idiota latinoamericano, (1996) Mario Vargas Llosa já insistia em que “Mendoza, Montaner e Vargas Llosa parecem ter chegado nas suas investigações sobre a idiotice intelectual na América Latina à conclusão […] de que o subdesenvolvimento é ‘uma doença mental’“. O novelista procura, numa espécie de ditadura monoléctica, definir ‘doença mental’ “como [uma] debilidade e covardia frente à realidade real e como uma propensão neurótica a evitá-la substituindo-a por uma realidade fictícia”. Tudo devido a “uma incapacidade profunda para discriminar entre verdade e mentira, entre realidade e ficção”. Na campanha eleitoral que Alberto Fujimori ganhou ao próprio Vargas Llosa em 1990, aquele reprovou a este ter “uma imaginação de novelista”, o que significava exatamente o mesmo que anos depois o autor deste prólogo reprova aos latino-americanos como sintoma característico de uma enfermidade: simplesmente qualificações pessoais (doença mental, incapacidade, debilidade, covardia, etc.) sem argumentos. Ou seja, isto é verdade porque o digo eu.

Um dos axiomas centrais do Manual consiste em dar a entender (ou crer) que vivemos naturalmente em sociedades amorosas — sobre isto Voltaire já ironizara —, onde não existem poderes de nenhum tipo interessados na dominação. Os recursos produtivos como o petróleo, as fontes de sobrevivência como a água, a multiplicidade de monopólios, a omnipresença da voz dos mais fortes nos meios de comunicação, a doações milionários dos bilionários às campanhas eleitorais, tudo, faz parte de um grande impulso fraterno para compartilhar a graça de Deus. Criticando os teólogos da libertação, os autores sustentam a atitude contrária: “O termo ‘libertação’ é em si mesmo conflitivo: apela ardorosamente à existência de um inimigo ao qual há que combater para por os desafortunados em liberdade”. E a seguir: “Será o Deus da justiça também o Deus da inveja? […] Os curas da libertação não notam que o capitalismo acaba por ser o sistema mais solidário de todos, um mundo onde a caridade […] é infinitamente maior que qualquer outro sistema. […] No capitalismo, todos colaboram com todos. O egoísmo capitalista resulta, pois, tão solidário que assemelha-se ao que prega a Bíblia”. (Fora do contexto qualquer um poderia atribuir esta frase a Marx.) Mais adiante, uma definição à la carte: “o capitalismo é uma palavra que simplesmente descreve um clima de liberdade no qual todos os membros de uma comunidade dedicam-se a perseguir voluntariamente os seus próprios objetivos econômicos”. Ou seja, Gengis Khan promoveu o capitalismo na Ásia muito antes dos modernos narcotraficantes.

Mas um sistema dominante não só precisa negar-se a si próprio como tal, tornar-se invisível, como também moralizar acerca da perigosa existência de tudo o que é marginal no seu próprio centro. A tese de procurar uma causa do subdesenvolvimento nas faculdades mentais de um grupo ou de um povo definido como fracassado não menciona, em momento algum, que função cumpre a tese em si mesma. Ou seja, a quem convém — de onde provém — esta catequese ideológica.

Este livro foi citado e recomendado por políticos e presidentes como Carlos Menem na cimeira da euforia primeiro-mundista que assolou os países do “continente idiota”, pouco antes do desastre econômico e moral de princípios do século. Mas não é uma novidade e sim uma tradição intelectual que remonta a Sarmiento ou pelo menos a Alcides Argueda (Pueblo enfermo, 1909). Só que sem o correspondente mérito histórico e literário.

Em 1550, para legitimar a exploração e genocídio dos nativos americanos, também o teólogo Ginés de Sepúlveda lançou mão da Bíblia. Perante o rei e a corte que debatiam a justiça ou injustiça da escravidão denunciada pelo sacerdote Bartolomé de las Casas, Sepúlveda citou o livro dos Provérbios. Segundo o famoso teólogo, “escrito está no livro dos Provérbios: ‘O que é néscio servirá o sábio’, tais são as gentes bárbaras e desumanas, alheias à vida civil e aos costumes pacíficos e será sempre justo e conforme ao direito natural que tais gentes submetam-se ao império de príncipes e nações mais cultas e humanas”. O próprio Hernán Cortés, invocando Deus depois de torturar e assassinar a galope aldeias inteiras, anotava nas suas cartas ao rei que a virtude da sua acção consistiu em deixar em paz aqueles povos selvagens. Para torná-lo mais legal, costumava ler-lhes, em castelhano, o comunicado de uma imediata submissão ao rei de Espanha, do contrário seriam submetidos pela força. E quando assim faziam, escrevia o herói, os mesmos caciques — que não sabiam uma palavra de castelhano — voltavam a chorar, arrependidos e reconhecendo que a culpa da destruição das suas aldeias radicava na sua própria estupidez. Por esta desobediência ao “direito natural”, afirmava Sepúlveda, a guerra empreendida pelo império era uma guerra justa.

Jorge Luís Borges, um intelectual funcional para a sua classe oligárquica, soube entretanto usar argumentos como recurso retórico principal. Certa vez recordou uma anedota: numa disputa entre dois, um deles lançou um copo de água à carta do outro. O agredido respondeu: “Muito bem; isso foi uma digressão. Agora espero os seus argumentos”. De um ponto de vista filosófico, talvez seja uma novidade histórica começar por definir o adversário dialético como “idiota” ao invés de atacar as suas idéias. De um ponto de vista histórico não; é apenas uma tradição: (des)qualificar o outro para perpetuar a sua opressão. Estas idéias responsabilizam os oprimidos pela sua opressão e ao mesmo tempo negam a existência desta. Legitimam uma ordem herdada de um pesado passado, mas em nome do progresso material e espiritual futuro.

Segundo Mário Vargas Llosa, a América Latina produziu destacados artistas, novelistas e pensadores delirantes, “tão faltos de profundidade e tanto ideólogos em contradição perpétua com a objetividade histórica e o pragmatismo”, tudo sintoma de idiotice. Faz-se implícito que o único caso em que um escritor, um novelista latino-americano é capaz de ver a realidade real e a objetividade histórica, no único caso em que não estamos perante as observações de outro idiota, é o seu próprio. Do contrário as suas afirmações anular-se-iam por si próprias, dada a sua suposta condição de perfeito idiota.

Não creio em absoluto que Vargas Llosa seja um idiota. É só parte de uma mesma lógica. Não é por acaso que ele os intelectuais funcionais condenam a “realidade fictícia” como produto de uma “doença mental” que impede o aceitar da “realidade real”. Porque realidade é o que existe (o canibalpitalismo). Portanto, se é difícil criar algo diferente no interesse de um sistema dominante que cria essa realidade, mais difícil ainda será fazê-lo se condenamos a liberdade da imaginação como um atributo da idiotice e do subdesenvolvimento. Essa mesma imaginação que se venera nos revolucionários e progressistas utópicos do passado que não se resignaram à “realidade real” do feudalismo o dos façanhudos negreiros do século XVIII ou da venda de carne humana nas fábricas do Progresso.

[*] Jorge Majfud, escritor uruguaio, professor de Literatura Latino-americana na Universidade da Geórgia, Atlanta, EUA.

¿Cómo definimos la idiotez ideológica y quiénes pueden hacerlo?

1. La importancia de llamarse idiota

Hace unos días un señor me recomendaba leer un nuevo libro sobre la idiotez. Creo que se llamaba El regreso del idiota, Regresa el idiota, o algo así. Le dije que había leído un libro semejante hace diez años, titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano.

—Qué le pareció? —me preguntó el hombre entrecerrando los ojos, como escrutando mi reacción, como midiendo el tiempo que tardaba en responder. Siempre me tomo unos segundos para responder. Me gusta también observar las cosas que me rodean, tomar saludable distancia, manejar la tentación de ejercer mi libertad y, amablemente, irme al carajo.

—¿Qué me pareció? Divertido. Un famoso escritor que usa los puños contra sus colegas como principal arma dialéctica cuando los tiene a su alcance, dijo que era un libro con mucho humor, edificante… Yo no diría tanto. Divertido es suficiente. Claro que hay mejores.

—Sí, ese fue el padre de uno de los autores, el Nóbel Vargas Llosa.

—Mario, todavía se llama Mario.

—Bueno, pero ¿qué le pareció el libro? —insistió con ansiedad.

Tal vez no le importaba mi opinión sino la suya.

—Alguien me hizo la misma pregunta hace diez años —recordé—. Me pareció que merecía ser un best seller.

—Eso, es lo que yo decía. Y lo fue, lo fue; efectivamente, fue un best seller. Usted se dio cuenta bien rápido, como yo.

—No era tan difícil. En primer lugar, estaba escrito por especialistas en el tema.

—Sin duda —interrumpió, con contagioso entusiasmo.

—¿Quiénes más indicados para escribir sobre la idiotez, si no? Segundo, los autores son acérrimos defensores del mercado, por sobre cualquier otra cosa. Vendo, consumo, ergo soy. ¿Qué otro mérito pueden tener sino convertir un libro en un éxito de ventas? Si fuese un excelente libro con pocas ventas sería una contradicción. Supongo que para la editorial tampoco es una contradicción que se hayan vendido tantos libros en el Continente Idiota, no? En los países inteligentes y exitosos no tuvo la misma recepción.

Por alguna razón el hombre de la corbata roja advirtió algunas dudas de mi parte sobre las virtudes de sus libros preferidos. Eso significaba, para él, una declaración de guerra o algo por el estilo. Hice un amague amistoso para despedirme, pero no permitió que apoyara mi mano sobre su hombro.

—Usted debe ser de esos que defiende esas ideas idiotas de las que hablan estos libros. Es increíble que un hombre culto y educado como usted sostenga esas estupideces.

—¿Será que estudiar e investigar demasiado hacen mal? —pregunté.

—No, estudiar no hace mal, claro que no. El problema es que usted está separado de la realidad, no sabe lo que es vivir como obrero de la construcción o gerente de empresa, como nosotros.

—Sin embargo hay obreros de la construcción y gerentes de empresas que piensan radicalmente diferente a usted. ¿No será que hay otro factor? Es decir, por ejemplo, ¿no será que aquellos que tienen ideas como las suyas son más inteligentes?

—Ah, sí, eso debe ser…

Su euforia había alcanzado el climax. Iba a dejarlo con esa pequeña vanidad, pero no me contuve. Pensé en voz alta:

—No deja de ser extraño. La gente inteligente no necesita de idiotas como yo para darse cuenta de esas cosas tan obvias, no?

—Negativo, señor, negativo.

2. El Che ante una democracia imperfecta

Pocos meses atrás, una de las más serias revistas conservadoras a nivel mundial, The Economist (9 de diciembre 2006), reprodujo y amplió un estudio hecho por Latinobarómetro de Chile. Mostrando gráficas precisas, el estudio revela que en América Latina, la población del país que mayor confianza tiene en la democracia es Uruguay; la que menos confianza tiene en este ideal es Paraguay y varios países centroamericanos, a excepción de Costa Rica. Al mismo tiempo, la población que más se define “de izquierda” es Uruguay, mientras que la población que más se define “de derecha” se encuentra en los mismos países que menos confianza tienen en la democracia.

Según estos datos, y si vamos a seguir los criterios de las clásicas listas sobre idiotas latinoamericanos, habría que poner al Uruguay y algún otro país a la cabeza, de donde se deduce que tener confianza en la democracia es propio de retrasados mentales.

Estos retrasados mentales —los uruguayos, por ejemplo— tuvieron a fines del siglo XIX y principios del siglo XX un sistema lleno de injusticias y de imperfecciones, como cualquier sistema social, pero fue uno de los países con menor tasa de analfabetismo del mundo, el país con la legislación más progresista e igualitaria de la historia latinoamericana. Este pueblo concretó gran parte de lo que ahora es maldecido como “Estado de bienestar”; bajo ese estado de deficiencia mental, la mujer ganó varios derechos políticos y legales que le fueron negados en otras países del continente hasta hace pocos años; su economía estaba por encima de la de muchos países de Europa y su ingreso per capita (mayor que el argentino, el doble que el brasileño, seis veces el colombiano o el mexicano) no tenía nada que envidiarle al de Estados Unidos —si es que vamos a medir el nivel de vida por un simple parámetro económico. No fue casualidad, por ejemplo, que durante medio siglo aquel pequeño país casi monopolizara la conquista de los diversos torneos mundiales de fútbol.

Si ese país entró en decadencia (económica y deportiva) a partir de la segunda mitad del siglo XX, no fue por radicalizar su espíritu progresista sino, precisamente, por lo contrario: por quedar atrapado en una nostalgia conservadora, por dejar de ser un país construido por inmigrantes obreros y devolver todo el poder político y social a las viejas y nuevas oligarquías, empapadas de demagogia conservadora y patriotera, de un autoritarismo de derecha que se agravó a fines de los ’60 y se militarizó con la dictadura de los ’70.

El mismo Ernesto Che Guevara, en su momento de mayor radicalización ideológica y después de enfrentarse a lo que él llamaba imperialismo en la reunión de la “Alianza para el Progreso” de Punta del Este, dio un discurso en el paraninfo de la Universidad de la República del Uruguay ante una masa de estudiantes que esperaban oír palabras aún más combativas. En aquel momento (17 de agosto de 1961), Guevara, el Che, dijo:

“nosotros iniciamos [en Cuba] el camino de la lucha armada, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional, cuando no se pudo hacer otra cosa. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco a América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del Gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra ni mucho menos, en los países de América”.

El representante mítico de la revolución armada en América Latina daba la cara ante sus propios admiradores para confirmar y reconocer, sin ambigüedades, algunas radicales virtudes de aquella democracia:

“Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es, precisamente, la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir; la posibilidad, en fin, de ir creando esas condiciones que todos esperamos algún día se logren en América, para que podamos ser todos hermanos, para que no haya la explotación del hombre por el hombre, ni siga la explotación del hombre por el hombre, lo que no en todos los casos sucederá lo mismo, sin derramar sangre, sin que se produzca nada de lo que se produjo en Cuba, que es que cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”.  (Ernesto Guevara. Obra completa. Vol. II. Buenos Aires: Ediciones del plata, 1967, pág. 158)

El mismo Che, en otro discurso señaló que el pueblo norteamericano “también es víctima inocente de la ira de todos los pueblos del mundo, que confunden a veces un sistema social con un pueblo” (Congreso latinoamericano de juventudes, 1960, idem Vol. IV, pág. 74).

Un latinoamericano podría sorprenderse de la existencia de “izquierdistas” (aceptemos provisoriamente esta eterna simplificación) en Estados Unidos, porque la simplificación y la exclusión es requisito de todo nacionalismo. De la misma forma, los británicos vendieron la idea existista del libre mercado cuando ellos mismos se habían consolidado como una de las economías más proteccionistas de la Revolución industrial. La imagen de Estados Unidos como un país (económicamente) exitoso donde sólo existe el pensamiento capitalista es una falacia y fue creada artificialmente por las mismas elites conservadoras que monopolizaron los medios de comunicación y promovieron una agresiva política proselitista. Y, sobre todo en América Latina, por las clases conservadoras, enquistadas en el poder político, económico y moralista de nuestros pueblos desgastados.

Tampoco existe ninguna razón sólida para descartar la fuerza interventora de las superpotencias del mundo en la formación de nuestras realidades. Sí, seguramente América Latina es responsable de sus fracasos, de sus derrotas (no reconocer sus propias virtudes es uno de sus peores fracasos). Pero que nuestros pueblos sean responsables de sus propios errores no quita que además han sido invadidos, pisoteados y humillados repetidas veces. Quizás la primera sea una verdad incontestable, pero los pecados propios no justifican ni lavan los pecados ajenos.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Marzo 2007

El Jesús que secuestraron los emperadores

¿Quien me presta una escalera

para subir al madero,

para quitarle los clavos

a Jesús el Nazareno?

(Antonio Machado)

Hace unos días el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se refirió a Jesús como el más grande socialista de la historia. No me interesa aquí hacer una defensa o un ataque de su persona. Sólo quisiera hacer algunas observaciones sobre una típica reacción que causaron sus palabras por diversas partes del mundo.

Tal vez decir que Jesús era socialista es como decir que Tutankamón era egipcio o Séneca era español. No deja de ser una imprecisión semántica. Sin embargo, aquellos que en este tiempo se han acercado a mí con cara de espantados por las palabras del “chico malo” ¿lo hacían en función de algún razonamiento o simplemente en función de los códigos impuestos por un discurso dominante?

En lo personal, siempre me ha incomodado el poder acumulado en un solo hombre. Pero si el señor Chávez es un hombre poderoso en su país, en cambio no es él el responsable del actual orden que rige en el mundo. Para unos pocos, el mejor orden posible. Para la mayoría, la fuente de la violencia física y, sobre todo, moral.

Si es un escándalo imaginar a un Jesús socialista, ¿por qué no lo es, entonces, asociarlo y comprometerlo con la cultura y la ética capitalista? Si es un escándalo asociar a Jesús con el eterno rebelde, ¿por qué no lo es, en cambio, asociarlo a los intereses de los sucesivos imperios —exceptuando el más antiguo imperio romano? Aquellos que no discuten la sacralizad del capitalismo son, en gran número, fervientes seguidores de Jesús. Mejor dicho, de una imagen particular y conveniente de Jesús. En ciertos casos no sólo seguidores de su palabra, sino administradores de su mensaje.

Todos, o casi todos, estamos a favor de cierto desarrollo económico. Sin embargo, ¿por qué siempre se confunde justicia social con desarrollo económico? ¿Por qué es tan difundida aquella teología cristiana que considera el éxito económico, la riqueza, como el signo divino de haber sido elegido para entrar al Paraíso, aunque sea por el ojo de una aguja?

Tienen razón los conservadores: es una simplificación reducir a Jesús a su dimensión política. Pero esta razón se convierte en manipulación cuando se niega de plano cualquier valor político en su acción, al mismo tiempo que se usa su imagen y se invocan sus valores para justificar una determinada política. Es política negar la política en cualquier iglesia. Es política presumir de neutralidad política. No es neutral un observador que presencia pasivo la tortura o la violación de otra persona. Menos neutral es aquel que ni siquiera quiere mirar y da vuelta la cabeza para rezar. Porque si el que calla otorga, el indiferente legitima.

Es política la confirmación de un statu quo que beneficia a una clase social y mantiene sumergida otras. Es político el sermón que favorece el poder del hombre y mantiene bajo su voluntad y conveniencia a la mujer. Es terriblemente política la sola mención de Jesús o de Mahoma antes, durante y después de justificar una guerra, una matanza, una dictadura, el exterminio de un pueblo o de un solo individuo.

Lamentablemente, aunque la política no lo es todo, todo es política. Por lo cual, una de las políticas más hipócritas es afirmar que existe alguna acción social en este mundo que pueda ser apolítica. Podríamos atribuir a los animales esta maravillosa inocencia, si no supiésemos que aún las comunidades de monos y de otros mamíferos están regidas no sólo por un aclaro negocio de poderes sino, incluso, por una historia que establece categorías y privilegios. Lo cual debería ser suficiente para menguar en algo el orgullo de aquellos opresores que se consideran diferentes a los orangutanes por la sofisticada tecnología de su poder.

Hace muchos meses escribimos sobre el factor político en la muerte de Jesús. Que su muerte estuviese contaminada de política no desmerece su valor religioso sino todo lo contrario. Si el hijo de Dios bajó al mundo imperfecto de los hombres y se sumergió en una sociedad concreta, una sociedad oprimida, adquiriendo todas las limitaciones humanas, ¿por qué habría de hacerlo ignorando uno de los factores principales de esa sociedad que era, precisamente, un factor político de resistencia?

¿Por qué Jesús nació en un hogar pobre y de escasa gravitación religiosa? ¿Por qué no nació en el hogar de un rico y culto fariseo? ¿Por qué vivió casi toda su vida en un pueblito periférico, como lo era Nazareth, y no en la capital del imperio romano o en la capital religiosa, Jerusalén? ¿Por qué fue hasta Jerusalén, centro del poder político de entonces, a molestar, a desafiar al poder en nombre de la salvación y la dignidad humana más universal? Como diría un xenófobo de hoy: si no le gustaba el orden de las cosas en el centro del mundo, no debió dirigirse allí a molestar.

Recordemos que no fueron los judíos quienes mataron a Jesús sino los romanos. Aquellos romanos que nada tienen que ver con los actuales habitantes de Italia, aparte del nombre. Alguien podría argumentar que los judíos lo condenaron por razones religiosas. No digo que las razones religiosas no existieran, sino que éstas no excluyen otras razones políticas: la case alta judía, como casi todas las clases altas de los pueblos dominados por los imperios ajenos, se encontraba en una relación de privilegio que las conducía a una diplomacia complaciente con el imperio romano. Así también ocurrió en América, en tiempos de la conquista. Los romanos, en cambio, no tenían ninguna razón religiosa para sacarse de encima el problema de aquel rebelde de Nazareth. Sus razones eran, eminentemente, políticas: Jesús representaba una grave amenaza al pacífico orden establecido por el imperio.

Ahora, si vamos a discutir las opciones políticas de Jesús, podríamos referirnos a los textos canonizados después del concilio de Nicea, casi trescientos años después de su muerte. El resultado teológico y político de este concilio fundacional podría ser cuestionable. Es decir, si la vida de Jesús se desarrolló en el conflicto contra el poder político de su tiempo, si los escritores de los Evangelios, algo posteriores, sufrieron de persecuciones semejantes, no podemos decir lo mismo de aquellos religiosos que se reunieron en el año 325 por orden de un emperador, Constantino, que buscaba estabilizar y unificar su imperio, sin por ello dejar de lado otros recursos, como el asesinato de sus adversarios políticos.

Supongamos que todo esto no importa. Además hay puntos muy discutibles. Tomemos los hechos de los documentos religiosos que nos quedaron a partir de ese momento histórico. ¿Qué vemos allí?

El hijo de Dios naciendo en un establo de animales. El hijo de Dios trabajando en la modesta carpintería de su padre. El hijo de Dios rodeado de pobres, de mujeres de mala reputación, de enfermos, de seres marginados de todo tipo. El hijo de Dios expulsando a los mercaderes del templo. El hijo de Dios afirmando que más fácil sería para un camello pasar por el ojo de una aguja que un rico subiese al reino de los cielos (probablemente la voz griega kamel no significaba camello sino una soga enorme que usaban en los puertos para amarrar barcos, pero el error en la traducción no ha alterado la idea de la metáfora). El hijo de Dios cuestionando, negando el pretendido nacionalismo de Dios. El hijo de Dios superando leyes antiguas y crueles, como la pena de muerte a pedradas de una mujer adúltera. El hijo de Dios separando los asuntos del César de los asuntos de su Padre. El hijo de Dios valorando la moneda de una viuda sobre las clásicas donaciones de ricos y famosos. El hijo de Dios condenando el orgullo religioso, la ostentación económica y moral de los hombres. El hijo de Dios entrando en Jerusalén sobre un humilde burro. El hijo de Dios enfrentándose al poder religioso y político, a los fariseos de la Ley y a los infiernos imperiales del momento. El hijo de Dios difamado y humillado, muriendo bajo tortura militar, rodeado de pocos seguidores, mujeres en su mayoría. El hijo de Dios haciendo una incuestionable opción por los pobres, por los débiles y marginados por el poder, por la universalización de la condición humana, tanto en la tierra como en el cielo.

Difícil perfil para un capitalista que dedica seis días de la semana a la acumulación de dinero y medio día a lavar su conciencia en la iglesia; que ejercita una extraña compasión (tan diferente a la solidaridad) que consiste en ayudar al mundo imponiéndole sus razones por las buenas o por las malas.

Aunque Jesús sea hoy el principal instrumento de los conservadores que se aferran al poder, todavía es difícil sostener que no fuera un revolucionario. Precisamente no murió por haber sido complaciente con el poder político de turno. El poder no mata ni tortura a sus adulones; los premia. Queda para los otros el premio mayor: la dignidad. Y creo que pocas figuras en la historia, sino ninguna otra, enseña más dignidad y compromiso con la humanidad toda que Jesús de Nazaret, a quien un día habrá que descolgar de la cruz.

Jorge Majfud

The University of Georgia

26 de enero de 2007

¿Qué es un ideoléxico?

Little Rock, 1959. Rally at state capitol, pro...

Integración racial es comunismo

What Is an Ideolexicon? (English)

¿Qué es un ideoléxico?

Varias veces me han pedido que defina qué entiendo por ideoléxico. Nunca he dado la misma respuesta, pero eso no se debe a que la idea sea ambigua o indefinida sino todo lo contrario.

Si bien este es un neologismo, no creo que en su raíz la idea sea original: todo aquello que se nos ocurre ya otros lo intuyeron antes. Basta con leer a los antiguos griegos para descubrir allí los primeros indicios de la teoría de la evolución de Darwin (Empédocles), los átomos de Dalton o Bohr (Leucipo o Demócrito), la equivalencia de masa-energía de Einstein (Heráclito), la epistemología moderna (ídem), la psiquis bicefálica de Freud (Platón), el postestructuralismo de Derrida o Lyotard (los sofistas), etc.

Yo sospecho que el italiano Antonio Gramsci podía haber ampliado el concepto de ideoléxico en los años ’30 (quizás ya lo hizo en su Quaderni del carcere, aunque no he podido encontrar ese momento preciso entre las más de dos mil páginas de esta desarticulada obra). Una de las observaciones de Gramsci al marxismo fue la advertencia de cierta autonomía de la supraestrcutura. Es decir, si anteriormente se entendía que la infraestructura (el orden económico, productivo) determinaba la realidad supraestructural (la cultura en general), luego se vio que el proceso no sólo podía ser inverso (Max Weber) sino simultáneo o dialéctico (Althusser). Para mí, ejemplos de lo primero son la esclavitud, la educación moderna, el feminismo, etc. Los ideales humanistas que condenaban la esclavitud existían desde siglos antes de que se transformaran en un precepto social. Una explicación marxista es inmediata: sólo cuando la industria de los países desarrollados (Inglaterra y el norte de Estados Unidos) encontró un problema económico en el sistema esclavista, se impuso la nueva (práctica) moral. Lo mismo la educación universal: la uniformidad de las túnicas de los niños, el riguroso cumplimiento de horarios no hacen otra cosa que adaptar al futuro obrero a la disciplina de la industria (o del ejército), de la cultura de la estandarización. Razón por la cual hoy en día las universidades y la educación en general comenzaron un proceso inverso de des-uniformización. También los reclamos feministas son antiguos (y parte del humanismo), pero no se convierten en una exigencia moral hasta que la sociedad capitalista y las sociedades comunistas industrializadas necesitaron nuevos trabajadores y, sobre todo, nuevas asalariadas.

Aparte, podemos entender que, aunque estos logros no se hayan obtenido por una conciencia ética sino por iniciales intereses de los opresores (como el voto universal a un pueblo fácilmente manipulable por el caudillo y la propaganda), de cualquier forma el camino recorrido “hacia adelante” no se desandará tan fácilmente, aunque cambien aquellos intereses que los hicieron posible. El poder nunca es absoluto; siempre debe hacer concesiones para mantenerse.

En nuestra época, aunque el uso de la fuerza bruta como en tiempos de Atila no se desprecia del todo, ya no es posible arrasar pueblos y oprimir otros hombres y mujeres sin una legitimación. Menos en una sociedad global que, aunque todavía sumergida en las tradicionales redes de información, progresivamente tiende a arrebatarle a los poderes sectarios la narración de su propia historia. Estas legitimaciones del poder pueden ser burdas (aún confían en la frágil memoria de los pueblos obedientes o amedrentados por la violencia física y moral), pero su fuerza es el poder de manipulación semántica que produce una determinada realidad: cuando se tira una bomba desde un avión y mueren decenas de inocentes, se usan nombres como “defensa”, “liberación”, “efectos colaterales”, etc. Si la misma bomba es puesta por un individuo en un mercado y mata la misma cantidad de inocentes, ese acto es definido como “terrorista”, “bárbaro”, “asesino”, etc. Del otro lado, los ideoléxicos serán diferentes: unos son imperialistas, los otros rebeldes o patriotas.

En el siglo XIX, el argentino D. F. Sarmiento definió a José Artigas como “terrorista” (para otros libertador, rebelde), mientras el general Julio Argentino Roca se convertía en un héroe militar, en múltiples estatuas de bronce, por la limpieza étnica que su ejército llevó a cabo contra los originales dueños de la Patagonia (“No hubo batalla, fue una cabalgata bajo el sol patagónico y logramos 1600 muertos y otros 10.000 de la chusma. Era el destino de una raza salvaje que ya estaba vencida”, informó el venerado general Roca).

Es decir, un ideoléxico es una palabra o una combinación de términos que han sido colonizados en su semántica con un propósito político-ideológico (extremista, radical, patriota, normal, demócrata, buenas costumbres). Esta colonización generalmente es llevada a cabo por una cultura hegemónica, pero su mayor particularidad radica en la manipulación discursiva de un poder político hegemónico que es disputado por las ideologías resistentes. La calificación de “radical” o “extremista”, al poseer una valoración negativa, será un instrumento de lucha: cada adversario —el dominante y el marginal— procurarán asociar este ideoléxico (cuya valoración no se encuentra en disputa) a aquellos otros ideoléxicos ajenos de valoración inestable, como progresista, feminista, homosexual, liberal, globalización, civilización, etc.

En resumen, un ideoléxico es un arma semántica con un uso politikós (o sociopolítico) y al mismo tiempo es el objetivo de disputa de diferentes grupos en una sociedad. Cuando uno de ellos se consolida como valor negativo o positivo (ej., comunismo), pasa a ser un instrumento de colonización de otros ideoléxicos que se encuentran en disputa social, histórica.

A su vez, cada ideoléxico se compone de un campo semántico positivo y otro negativo cuyos límites se definen según el avance o retroceso de los grupos sociales en disputa (por ejemplo, justicia, libertad, igualdad, etc.). Es decir, cada grupo procurará definir lo que significa y lo que no significa “justicia”, “libertad”, a veces usando instrumentos clásicos como la deducción o la inducción, pero por lo general operando una suerte de declaración ontológica (A es B, B no es C) mediante la asociación o intercepción de los campos semánticos de dos o más ideoléxicos (integración racial = comunismo; igualdad + libertad = justicia, etc.)

Cuando en los años ’50 en Estados Unidos la integración racial se encontraba en disputa, quienes se oponían a este cambio se manifestaron con carteles por las calles: “race mixing is communism” (la integración racial es comunismo). La palabra “comunismo” —como “marxismo” en América Latina— se encontraba consolidada en sus valores negativos, demoníacos. Su significado y valoración no estaban en disputa. Cuando los soldados de las oligarquías latinoamericanas asesinaban a un cura o a un periodista o a un sindicalista, en cualquier caso se justificaban aduciendo que eran marxistas, sin haber leído jamás un libro de Marx y sin tener más idea del marxismo de aquella que habían recibido de la estratégica repetición diaria.

Jorge Majfud

Junio 2007.

The University of Georgia

Milenio (Mexico) 

MLA https://www.cambridge.org/core/services/aop-cambridge-core/content/view/D0E34B148C6A54BD02295DEA1E197CE1/S0030812922000839a.pdf/the-jargon-of-liberal-democracy.pdf

 

What Is an Ideolexicon?

I have been asked several times to define what I mean by ideolexicon. I have never given the same response, but that is not due to the idea being ambiguous or undefined but quite the contrary.

Although this term is a neologism, I do not believe that at root the idea is original: everything that occurs to us others have already intuited before. It is sufficient to read those ancient Greeks in order to discover there the first indications of Darwin’s theory of evolution (Empedocles), Dalton or Bohr’s atoms (Leucippius or Democritus), Einstein’s mass-energy equivalency (Heraclitus), modern epistemology (idem), Freud’s bicephalic psyche (Plato), Derrida or Lyotard’s poststructuralism (the Sophists), etc.

I suspect that the Italian Antonio Gramsci could have broadened the ideolexicon concept in the 1930s (perhaps he had already done so in his Quaderni del carcere, although I have not been able to find that precise moment among the more than two thousand pages of this disarticulated work). One of Gramsci’s observations with regard to Marxism was the warning of a certain autonomy of the superstructure. That is, if previously it was understood that the infrastructure (the productive, economic order) determined superstructural reality (culture in general), later it was seen that the process could not only be the inverse (Max Weber) but simultaneous or dialectical (Althusser). For me, examples of the first are slavery, modern education, feminism, etc. Humanist ideals that condemned slavery existed centuries before they would be transformed into a social precept. A Marxist explanation is immediate: only when the industry of the developed countries (England and the northern United States) found an economic problem with the slavery system was the new morality (and practice) imposed. The same with universal education: the uniformity of the children’s tunics, the rigorous compliance with schedules do nothing more than to adapt the future worker to the discipline of industry (or the army), the culture of standardization. For which reason today the universities and education in general have begun a reverse process of de-uniformization. Feminist demands are also ancient (and part of humanism), but they do not become a moral exigency until capitalist society and the industrialized communist societies needed new workers and, above all, new female wage workers.

Anyway, we can understand that, although these advances have not been obtained by an ethical conscience but by initial interests of the oppressors (like the universal vote for a people easily manipulable by the caudillo and propaganda), at any rate the road travelled “forward” is not walked backward so easily, even if those interests that made it possible were to change. Power is never absolute; it always must make concessions in order to maintain itself.

In our time, even though the use of brute force like in the times of Attila is not entirely looked down upon, it is no longer possible to lay waste to peoples and oppress other men and women without a legitimation. Much less in a global society that, though still submersed in the traditional networks of information, progressively tends to snatch from sectarian powers the narration of its own history. These legitimations of power may be farcical (they still trust in the fragile memory of obedient nations, or nations terrified by physical and moral violence), but their strength is the power of semantic manipulation to produce a determined reality: when a bomb is dropped from a plane and tens of innocents die, terms are used like “defense,” “liberation,” “collateral effects,” etc. If the same bomb is placed by an individual in a market and it kills the same quantity of innocents, that act is defined as “terrorist,” “barbaric,” “murderous,” etc. From the other side, the ideolexicons will be different: some are imperialists, other rebels or patriots.

In the 19th century, the Argentine D.F. Sarmiento defined José Artigas as “terrorist” (for others he was liberator, rebel), while the general Julio Argentino Roca became a military hero, in multiple bronze statues, because of the ethnic cleansing that his army carried out against the original owners of Patagonia (“There was no battle, it was a parade beneath the Patagonian sun and we achieved 1600 dead and another 10,000 of the rabble. It was the fate of a savage race that was already defeated,” informed the venerated general Roca).

Which is to say, an ideolexicon is a word or a combination of terms (extremist, radical, patriot, normal, democrat, good manners) that has been colonized in its semantics with a politico-ideological purpose. This colonization generally is carried out by a hegemonic culture, but its greatest particularity is rooted in the discursive manipulation of a hegemonic political power that is disputed by resistant ideologies. The qualification of “radical” or “extremist,” by possessing a negative valorization, will be an instrument of struggle: each adversary – the dominant and the marginal – will seek to associate this ideolexicon (whose valorization is not found to be in dispute) with those other ideolexicons whose valorization is unstable, like progressive, feminist, homosexual, liberal, globalization, civilization, etc.

In summary, an ideolexicon is a semantic weapon with a political (or socio-political) usage and at the same time it is the object of dispute of different groups in a society. When one of them is consolidated as a negative or positive value (ex., communism), it comes to be an instrument of colonization of other ideolexicons that are in social and historical dispute.

In its turn, each ideolexicon is composed of a positive semantic field and a negative one whose limits are defined according to the advance and retreat of the social groups in dispute (for example, justice, freedom, equality, etc.). That is, each group will seek to define what is meant and what is not meant by “justice,” “freedom,” at times using classical instruments like deduction and induction, but generally operating a kind of ontological declaration (A is B, B is not C) by way of association or interception of the semantic fields of two or more ideolexicons (racial integration=communism; equality+freedom=justice, etc.). When in the 1950s in the United States racial integration was in dispute, those who opposed this change demonstrated in the streets with placards: “race mixing is communism.” The word “communism” – like “Marxism” in Latin America – had been consolidated in its negative, demonized, values. Its meaning and valorization were not in dispute. When the soldiers of the Latin American oligarchies would murder a priest or a journalist or a unionist, whatever the case they justified themselves by adducing that the victims were Marxists, without having ever read a book by Marx and without having any more idea of what Marxism was than what they had received through strategic daily repetition.

Dr. Jorge Majfud

MLA https://www.cambridge.org/core/services/aop-cambridge-core/content/view/D0E34B148C6A54BD02295DEA1E197CE1/S0030812922000839a.pdf/the-jargon-of-liberal-democracy.pdf

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

La mayoría de las medicinas que se venden en forma de píldoras, recubren una determinada droga, químico o compuesto con una capa de color atractivo y gusto dulce. En español, la sabiduría popular usa esta particularidad para construir una metáfora: “tragarse la píldora” tiene una connotación negativa y expresa la acción de consumir una cosa con la forma o el gusto de otra. Es decir, creer o aceptar una verdad como hecho incuestionable sin ser conscientes de las verdaderas implicaciones. En la tradición literaria, este fenómeno epistemológico se entendía con la metáfora del caballo de Troya, también usado hoy en día para designar virus informáticos. Un ideoléxico puede entenderse como una pastilla que el discurso hegemónico prescribe e impone con seductora violencia. Por ejemplo, el ideoléxico libertad viene recubierto de una plétora de lugares comunes y dulcemente positivos (la libertad, como precepto universal lo es). Sin embargo, dentro de este recubrimiento dulce y brillante se esconden las verdaderas razones de las acciones: la dominación, la opresión, la violencia de los intereses sectarios, etc. El recubrimiento dulce y brillante anula la percepción se sus opuestos: el contenido amargo y opaco.

La tarea del crítico consiste en romper la envoltura, es des-cubrir, en des-velar el contenido de la píldora, del ideoléxico. Claro que esta tarea tiene resultados amargos, como el centro de la píldora. Los adictos a una droga no renunciarán a ella sólo porque alguien descubra las graves implicaciones de su confort momentáneo. De hecho, se resistirán a esta operación de exposición.

Analicemos un ideoléxico común en el discurso dominante del capitalismo tardío: la responsabilidad personal. De entrada vemos que su cobertura es del todo dulce y brillante. ¿Quién sería capaz de discutir el valor de la responsabilidad de cada individuo? Un posible cuestionamiento sería rápidamente anulado por una falsa alternativa: la irresponsabilidad. Pero podemos comenzar problematizando el nuevo falso dilema observando que el mismo adjetivo —personal— de este ideoléxico compuesto anula o anestesia otro menos común y más difícil de apreciar por los sentidos: no se menciona la posibilidad de la existencia de una “responsabilidad social”. Tampoco se habla o se acepta —en base a una alarga tradición religiosa— que puedan existir “pecados sociales”.

Vayamos más al centro de un caso concreto: la trágica matanza ocurrida en la Universidad de Virginia Tech. Quienes pusieron el dedo acusador —tímidamente, como siempre— en la cultura de las armas en Estados Unidos, fueron criticados en nombre del ideoléxico de la responsabilidad personal. “No son las armas las que matan gentes —comentó un amigo del rifle en un diario— sino la gente misma. El problema está en los individuos, no en las armas”. La píldora muestra un alto grado de obviedad, pero lleva nuevamente otros problemas: nadie cuestionó cómo podría hacer un desquiciado para matar a treinta personas con una piedra, con un palo o, incluso, con un cuchillo.

Esta lógica se expresa cubriendo una contradicción interna del discurso. Cuando se habla de drogas, se culpa a los productores, no a los consumidores. Pero cuando se habla de armas, se culpa del mal a los consumidores, no a los productores. La razón estiba, entiendo, en el lugar que ocupa el poder. En el caso de las drogas, los productores son los otros, no “nosotros”; en el caso de las armas, los consumidores son los otros; “nosotros” nos limitamos a su producción. El discurso hegemónico nunca menciona que si no existiese el consumo de drogas en los países ricos no existiría la producción que satisface la demanda; si no existiera esta calamidad en la ilegalidad tampoco existirían las mafias de narcotraficantes. O su existencia sería raquítica, en comparación a lo que es hoy. Pero como los otros (los productores de los países pobres) son los responsables individuales, “nosotros” (los productores de armas, los responsables administradores de la ley) estamos legitimados para producir más armas que los otros deberán consumir, para respaldar la ley —y para quebrantarla.

Si alguien, como el asesino de Virginia Tech compra un par de armas con más facilidad y cien veces más rápido con que uno puede comprar un auto, y comete una masacre, toda la responsabilidad radica en el desquiciado. Entonces, se llega a una trágica paradoja: una sociedad armada hasta los dientes está a la merced de los desquiciados que no saben ejercer correctamente su responsabilidad personal. Para corregir este problema, no se recurre a la responsabilidad social, combatiendo las armas y el sistema económico y moral que lo sustenta, sino vendiendo más armas a los individuos responsables, para que cada uno pueda ejercer con más fuerza su propia “responsabilidad personal”. Hasta que vuelve a aparecer alguien excepcionalmente enfermo —en una sociedad de santos los demonios son excepciones muy frecuentes— y comete otra masacre, esta vez más grande, ya que el poder de destrucción de las armas siempre se perfecciona, gracias a la alta tecnología y a la moral de los individuos responsables.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Abril 2007

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy

Most of the medicines that it is sold as pills cover a certain drug, chemic or compound with a coat that has an attractive color and a sweet taste. In Spanish, popular wisdom uses this characteristic to build a metaphor: “to swallow the pill” has a negative meaning and expresses the action of taking something with the shape or the taste of something else. That means, to believe or accept a truth as an unquestionable event without being conscious of the true implications. In literary tradition this epistemological phenomena is understood with the Troy Horse metaphor, which is also still use to name some computer viruses. An ideo-lexical may be understood as a pill prescribed and imposed by an hegemonic discourse with a seducing violence. For example, the ideo-lexical freedom is covered by a plethora of common and sweetly positive places (freedom, as a universal precept is so).

However, within this sweet and brilliant cover there are the true reasons behind the actions: domination, oppression, violence against sectarian interests, etc. The sweet and brilliant cover annuls the perception of its opposites: the sour and opaque content.

The job of the critic is to break the cover, to discover, to reveal the content of the pill, of the ideo-lexical. Of course, this job has bitter results, just like the center of the pill. Those who are addicted to a drug do not renounce to it just because someone might discover the grave implications of their momentary comfort. In fact, they will try to resist this operation of exposition.

Let us analyze a common ideo-lexical in the dominating discourse of late capitalism: personal responsibility. To start of we notice that its cover is totally sweet and brilliant. Who would be capable of arguing the value of the responsibility of each individual? A possible question would be quickly annulled by a fake alternative: irresponsibility. But we may start by taking the new fake dilemma as the problem by observing that the adjective itself-personal-of this compound ideo-lexical annuls or anesthetizes another one which is less common and harder to appreciate by the senses: the possibility of the existence of a “social responsibility” is never mentioned. It is also never mentioned or accepted-due to a long religious tradition-that there might be “social sins.”

Let us go deeper in a specific case: the tragic massacre which took place at the Virginia Tech University. Those people who—shyly, as ever—placed their accusing finger in the weapons culture from the United States, were criticized in the name of the personal responsibility ideo-lexical. “Weapons are not what kill people-commented a friend of the rifle in a newspaper-people are who kill people. The problem is the people, not the weapons.” The pill shows a high level of obviousness, but there are again some other problems: nobody questioned how some crazy man could kill thirty people with a stone, with a stick or even with a knife.

This logic is expressed by covering an internal contradiction in the discourse. When we talk about drugs, we are blaming the producers, not the consumers. But when we talk about weapons, we are blaming the consumers, not the producers. The reason is to be found, I believe, in the place where power is to be found. In the case of drugs, the producers are the others, not us; in the case of the weapons, the consumers are the other; we are only producing them. The hegemonic discourse never mentions that if there were no drug consumption in the wealthy countries there would be no production to satisfy that demand; if there was no illegality there would also never exist the mafia groups of drug dealers. Or at least, their existence would be minimal, compared to what we have today. But because the others (the producers from the poor countries) are individually responsible, we (the producers of weapons, who are responsible of administrating the law) are legitimized to produce more weapons which should be consumed by the others to back up the law-and to break it.

If someone like the Virginia Tech murder buys a couple of guns more easily and a hundred times faster than you can buy a car and commits a massacre, the responsibility is completely of the madman. We reach then a tragic paradox: a society that is armed to their teeth is entirely in the hands of the crazy people who do not know how to correctly control their personal responsibility. In order to solve this problem, they don’t turn to social responsibility, by fighting the weapons and the economic and moral system that sustains them, but they sell more weapons to the responsible individuals, so that every single one of them may be more capable of performing their own “personal responsibility.” Until somebody else who is exceptionally ill-in a society of saints, demons are very frequent exceptions-may appear again and commits another massacre, bigger this time, because the power of destruction of the weapons is getting more and more perfected, thanks to the high technology and the moral of the responsible individuals.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo

Uno de los sitios recurrentes para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos, tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales. La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.

En una cultura de analfabetos, la oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas, sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza; escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto, asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.

La cultura oral de la Edad Media comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás, también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no religioso, hace un giro inverso, reaccionario.

El siglo siguiente, el XVI, será el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión— surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.

El protestantismo, como lo dice su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: “el cristianismo no debe ser ‘lector’ sino ‘oyente’ de la Palabra, y ‘oírla’ es tanto como ‘vivirla’” (1952).

Podemos entender que la cultura de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese mediocre librito llamado Mein Kampf  (su título original era Contra la Mentira, la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.

En gran medida, podemos considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas representadas en las piedras de las catedrales.

En una sociedad donde los gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.

Nada en la historia es casual, aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos. Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito; hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que transmite y oculta valores y significados.

Una de las principales plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.

A medida que los poderes económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba. Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.

Jorge Majfud

The University of Georgia

16 de febrero de 2007

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L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident

«L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

Par Jorge Majfud *

El Correo . Paris, 2 février 2007.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

*Dr. Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

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Corazón de demócrata, mentalidad de aristócrata

Corazón de demócrata, mentalidad de aristócrata

En Estados Unidos se ha impuesto la idea de que éste es un país cristiano —cuanto más, judeocristiano— y conservador. Aún cuando en la discusión se acepta la diversidad como paradigma fundador, existe una creciente censura moral: definirse como conservador resulta políticamente correcto, sinónimo de virtud, de valores e ideoléxicos como pro-vida (como si los otros no lo fueran), etc. Cada vez que un progresista —un izquierdista o» stupid liberal» — intenta levantar la voz debe, en alguna medida, presumir de sus aristas conservadoras. Creo que todos somos, en diversos grados, liberales y conservadores, libre pensadores y creyentes, etc. La diferencia puede estar en las proporciones, pero la manipulación ideológica está en la inversión semántica de la realidad histórica.

Para las dos Américas, el dilema se resume así: (1) Estados Unidos es un país de derecha, conservador, religioso, aristocrático. (2) América Latina (los Estados Desunidos de América) es una nación con tendencias izquierdistas, revolucionarias, laicas, populistas. Luego se procede a un antiguo silogismo: Si Estados Unidos ha sido una nación exitosa y América Latina ha reincidido en los fracasos, ergo ésta debe copiar los valores y los procedimientos de aquella. Claro que esta prescripción de copia anglosajona ya fue propuesta y practicada por Domingo F. Sarmiento en el siglo XIX y exitosamente refutada por José Martí y luego por la realidad latinoamericana.

Sin embargo, si echamos una mirada histórica más amplia, fácilmente descubriremos una realidad contraria, lo que nos lleva a deducir que la confusión es estratégica o, al menos, es funcional.

Como hemos analizado antes, una tradición no es la simple persistencia de un pasado sino la actualización de fragmentos de ese pasado a los intereses del presente. Estados Unidos se funda en principios opuestos a los «valores tradicionales». Los venerados «padres fundadores» no sólo entendían positivamente que estaban fundando una nación revolucionaria, antiimperialista y antimonárquica, una democracia radical (para la época) basada en las subversivas ideas filosóficas del siglo XVIII, sino que, además, cuidaron de hacerlo explícito.

El tratado de paz con Argelia y Trípoli (Treaty of Tripoli) firmado por George Washington en 1796 (artículo 11, ratificado por el senado y por John Adams) dice: «el gobierno de los Estados Unidos de América no está fundado en ningún sentido sobre la Religión Cristiana». En esto se diferenciaba la nueva nación de las naciones europeas y de las islámicas. George Washington, John Adams, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y Thomas Paine pertenecieron a una clase rara de políticos intelectuales. La referencia a Dios en algunos documentos nunca suscribe a una religión particular sino que, por el contrario, expresa la intención de universalidad en la administración del poder.

No es casualidad que los revolucionarios europeos, socialistas y hasta anarquistas del siglo XIX hayan usado el ejemplo de Estados Unidos en su crítica a la aristocracia y a los reaccionarios en el poder. En la introducción a The American Journalism of Marx and Engels, Henry M. Christman lo resume así: «Muchos lectores contemporáneos se pueden sorprender al descubrir el intenso afecto que Marx y Engels tenían por Estados Unidos; para ellos, la sociedad americana era única e inspiradora de los logros democráticos que merecían el apoyo de los trabajadores y de los intelectuales radicales a lo largo del mundo, sin importar su nacionalidad.» (traducción nuestra). Karl Marx, en su desesperada miseria económica de su exilio londinense, sobrevivió diez años escribiendo artículos para Trubune de Nueva York que traducía Engels, mientras escribía El capital. Trubune era el principal diario de Estados Unidos con 200.000 ejemplares —un diario progresista.

Si nuestra sufrida América Latina abundó en movimientos de liberación, si su realidad histórica fueron frecuentes tres eres de la izquierda histórica (Revoluciones, Revueltas y Rebeliones), ello no fue por casualidad. Más acá de cualquier razonamiento, tenemos evidencias históricas de la violencia social en la cual transcurrió la mayor parte de la historia hispánica de América: una conquista violenta (para quienes cuestionan esta afirmación los remito a las abundantes Cartas de Hernán Cortés, ya que no leerán a Montesinos ni a Bartolomé de las Casas y menos a Guamán Poma Ayala), una colonización injusta y opresiva donde las palabras derecho y ley eran nada más que papel mojado. Nuestros caudillos, en su abrumadora mayoría, no hicieron otra cosa que desplazar a los españoles para reproducir la opresión de clase, de género y de raza.

Desde la Conquista, América Latina nunca tuvo una verdadera revolución capaz de fundar un cambio histórico, como en Estados Unidos. Por esta razón, la mayoría de los intelectuales pusieron grandes esperanzas en la Revolución cubana. No analizaremos aquí las múltiples razones de la derrota de esas esperanzas de Hombre Nuevo (entre las cuales estuvo la misma fuerza muscular Estados Unidos). Basta con decir que, al menos hasta ahora, no alcanzó a cubrir las expectativas de un cambio social y cultural en América latina, tal como se esperaba después del asombroso triunfo guerrillero que iniciaron ocho hombres dispersos en una playa (proeza que no pudo repetir la mayor potencia del mundo en Playa Girón, pocos años después).

Nuestra oprimida y expoliada América Latina, la vieja España y el «sur profundo» de los actuales Estados Unidos han sido históricamente aristócratas y conservadores. (En este sentido, creo que ha sido España la que ha demostrado una mayor capacidad de apertura y cambio cultural, si consideramos su larga y pasada historia.) De este sistema anacrónico donde no hay igual-libertad sino libertad para dominar, donde el poder está concentrado en clases, sectas y elites sociales, no se puede esperar progreso económico y mucho menos justicia social. Valores de un sistema semifeudal que aún hoy se reproduce en la mentalidad del gran hacendado devenido político y de un pueblo acostumbrado a obedecer al conquistador, al corregidor, al patrón, al caudillo de turno y, finalmente, a un Estado burocrático que resumía a todos los anteriores. Es decir, un pueblo normalmente obediente que periódicamente, ante los límites del abuso, estallaba en revueltas, rebeliones y aislados intentos de revoluciones.

Estados Unidos, en cambio, a finales del siglo XVIII pudo romper con una tradición milenaria en base a las nuevas ideas revolucionarias. Aunque opacado por los intereses económicos del momento (me refiero a la marcha atrás en la abolición de la esclavitud), en su momento fue una Revolución radical con resultados concretos. Entiendo que el gran desarrollo inicial de Estados Unidos no estuvo basado en valores conservadores, ni tradicionalistas, ni aristocráticos. La debilidad actual de Estados Unidos radica en no advertir esta confusión, admirando a sus padres fundadores y a su historia inicial por sus ideales contrarios.

Jorge Majfud

Junio 2007

Una democracia imperial

A juzgar por los documentos que nos quedan, Tucídides (460-396 a. C.) fue el primer filósofo de la historia que descubrió el poder como un fenómeno humano y no como una virtud que conferían los cielos o los demonios. También fue conciente del valor principal del dinero para vencer en cualquier guerra. Podemos agregar otra: Tucídides nunca creyó en el principio que tanto gustan repetir quienes no confían en los argumentos, en las revisiones críticas: “yo sé lo que digo porque lo viví”. Alguna vez anotamos que esta idea se destruye fácilmente con dos observaciones contrarias de quienes vivieron un mismo hecho. Tucídides lo evidenció así: “La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según las simpatías por unos y por otros o seguían la memoria de cada uno”. (Ed. Gredos, Madrid 1990, pág. 164)

Según Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso), para que Esparta, la otra gran ciudad, entrase en guerra con la dominante Atenas, los corintios se dirigieron a su asamblea retratando a la gran democracia enemiga: “ellos [los atenienses] son innovadores, resueltos en la concepción y ejecución de sus proyectos; vosotros tendéis a dejar las cosas como están, a no decir nada y a no llevar a cabo ni siquiera lo necesario” (236). Luego: “al igual que pasa en las técnicas, las novedades siempre se imponen”. (238)

Enterados los embajadores atenienses de este discurso, responden con las siguientes palabras: “por el mismo ejercicio del mando nos vimos obligados desde un principio a llevar el imperio a la situación actual, primero por temor, luego por honor, y finalmente por interés; y una vez que ya éramos odiados por la mayoría, y que algunos ya habían sido sometidos después de haberse sublevado, y que vosotros ya no erais nuestros amigos como antes, sino que os mostrabais suspicaces y hostiles, no parecía seguro correr el riesgo de aflojar. […] Disponer bien de los propios intereses cuando uno se enfrenta a los mayores peligros no puede provocar el resentimiento de nadie”. (244) “Tampoco hemos sido los primeros en tomar una iniciativa semejante, sino que siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a vosotros así os lo parecíamos hasta que ahora, calculando vuestros intereses, os ponéis a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. […] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderado que somos”. (126) “En todo caso, si vosotros nos vencierais y tomaras la dirección del imperio, rápidamente perderías la simpatía que os habéis atraído gracias al miedo que nosotros inspiramos.” (249) “Cuando los hombres entran en guerra, comienzan por la acción lo que debería ser su último recurso, pero cuando se encuentran en la desgracia, entonces ya recurren a las palabras” (250).

Tocados en su amor propio, la conservadora y xenófoba Esparta decide enfrentarse al expansionismo ateniense. Los atenienses, convencidos por Pericles, se niegan a negociar y enfrentan solitarios una guerra que los lleva a la catástrofe. “No debemos lamentarnos por las casas y por la tierra —advierte Pericles repitiendo un conocido tópico de la época—, sino por las personas: estos bienes no consiguen hombres, sino que son lo hombres quienes consiguen bienes”. (370)

Sin embargo, la guerra extiende muertos sobre Grecia. Más tarde, en un discurso fúnebre, Pericles (Libro II) nos da testimonio de los ideales y representaciones de los antiguos griegos, que hoy llamaríamos “preceptos humanistas”. Refiriéndose a la costumbre espartana de expulsar a cualquier extranjero de su tierra, Pericles procura un contraste moral: “nuestra ciudad está abierta a todo el mundo, y en ningún caso recurrimos a las expulsiones de los extranjeros” (451). En otro discurso completa este retrato ideológico, repitiendo ideas ya formuladas por otros filósofos de Atenas y que olvidaron los conservadores de hoy: “Tengo para mí, en efecto, que una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como estado. Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva mucho más fácilmente”. (484)

Paradójicamente, el igualitarismo humanista de Pericles no escapa al patriotismo opresor, al orgullo y a la vanidad del dominio como valores superiores. Como si la clarividencia de la “naturaleza humana” en sociedad se convirtiese en miopía al extender la mirada más allá de los límites de su propia patria. Entonces recurre a la gloria y al honor de la memoria futura como valor absoluto para cualquier sacrificio. La democracia radical intramuros se convierte en imperialismo hacia fuera: “Daos cuenta de que ella [Atenas] goza del mayor renombre entre todos los hombres por no sucumbir a las desgracias y por haber gastado en la guerra más vidas y esfuerzos que ninguna otra; pensad que también ella posee la mayor potencia conseguida hasta nuestros días, cuya memoria, aunque ahora llegáramos a ceder un poco (pues todo ha nacido para disminuir), perdurará para siempre en las generaciones futuras; se recordará que somos los griegos que hemos ejercido nuestro dominio sobre mayor número de griegos, que hemos sostenido las mayores guerras tanto contra coaliciones como contra ciudades separadas, y que hemos habitado la ciudad más rica en toda clase de recursos y la más grande. […] Ser odiados y resultar molestos de momento es lo que siempre les ha ocurrido a todos los que han pretendido dominar a otros; pero quien se expone a la envidia por los más nobles motivos toma la decisión acertada”. (491)

En su introducción crítica a esta misma edición de Gredos, Julio Calogne Ruiz recuerda que “el objetivo de Esparta no era el dominio sobre nuevas ciudades, sino el de poner fin al incremento progresivo del poderío ateniense, marcadamente imperialista. Puesto que todo el poder de Atenas venía de los tributos de los súbditos, el pretexto que dio Esparta para combatir era el de liberación de todas las ciudades griegas”. (20) Luego especula: “muchos atenienses modestos debían de darse cuenta de que su bienestar dependía básicamente de la continuidad en la dominación sobre los aliados sin pensar si esta era justa o injusta” (26).

“La cuestión del poder en el siglo V es —continúa Calogne Ruiz—, la del imperialismo de Atenas. Durante tres cuartos de siglo Atenas es un imperio y nada en la vida ateniense puede sustraerse a esa realidad”. (80)

No obstante, esta realidad, que a veces es nombrada de forma explícita por Tucídides, nunca se expresa como tema central en las mayores obras de la literatura y del pensamiento antiguo.

En The World, the Text, and the Critics Edward Said, refiriéndose a la literatura de los últimos siglos, reflexiona sobre la falsa neutralidad política de la cultura y la pretendida “libertad absoluta” de la creación literaria: “Lo que semejantes ideas encubren, mistifican, es precisamente la red que une a los intelectuales con el Estado y con un imperialismo mundial que, en el momento de cada escritura, impone su propia técnica narrativa. […] Lo que deberíamos preguntarnos es por qué tan pocos ‘grandes novelistas’ han encarado los mayores problemas socioeconómicos más allá de sus propias existencias —como el colonialismo y el imperialismo— y por qué, también, los críticos han continuado consagrando este silencio”. (p. 176; traducción nuestra)

Las históricas virtudes de Atenas —desde nuestro punto de vista humanista—, contrastan con sus defectos; significan fuertes contradicciones que no son reconocidas, sino glorificadas: Atenas se reconoce como una justa democracia al mismo tiempo que defiende su derecho a imponer sus intereses por la fuerza. Tal vez fue el imperio Británico el último imperio en enorgullecerse de esta condición. Como actualmente el pensamiento especializado y el pensamiento popular están marcados por las corrientes post-colonialistas de los años ’60, el ideoléxico imperialismo ha pasado a poseer connotaciones negativas, razón por la cual nadie quiere hacerse cargo de semejante distinción.

Jorge Majfud

Mayo, 2007

Democracias de piedra, libertades de papel, seguridades de tijera

Hace diez años, en contradicción con la ola posmodernista, desarrollamos en Crítica de la pasión pura la idea de la moral como una forma de consciencia colectiva. De la misma forma que un cardumen o un enjambre actúa y se desarrolla como un solo cuerpo, de la misma forma que James Lovelock entendía Gaia —el planeta Tierra— como un solo cuerpo vivo, también podíamos entender a la Humanidad como una consciencia en desarrollo, con unos valores básicos y comunes que trascienden las diferencias culturales.

Estos valores se basan, abrumadoramente, en la renuncia del individuo a favor del grupo, en la conciencia superadora del más primitivo precepto de la sobrevivencia del más apto, como simples individuos en competencia. Es así que surge la representación del héroe y de cualquier figura positiva a lo largo de la historia.

El problema, la traición, se produce cuando estos valores se convierten en mitos al servicio se clases y de sectas en el poder. Lo peor que le puede ocurrir a la libertad es convertirse en una estatua. Los “conflictos de intereses”, normalmente presentados como naturales, en una perspectiva trascendente significarían sólo una patología. Una cultura que apoye y legitime esta traición a la conciencia de la especie debería ser vista —para usar la misma metáfora— como una fobia autodestructiva de esa conciencia de la especie.

Probablemente una forma de democracia radical sea el próximo paso que está por dar la humanidad. ¿Cómo sabremos cuando este paso se esté produciendo? Necesitamos indicios.

Un fuerte indicio será cuando la administración de los significados deje de estar en manos de las elites, especialmente de las elites políticas. La democracia representativa representa lo reaccionario de nuestro tiempo. Pero la democracia directa no se dará por ninguna revolución brusca, liderada por individuos, ya que es, por definición, un proceso cultural donde la mayoría comienza a reclamar y compartir el poder social. Cuando esto ocurra, los parlamentos del mundo serán lo que hoy en día son los reyes de Inglaterra: un adorno oneroso del pasado, una ilusión de continuidad.

Cada vez que la “opinión pública” cambia bruscamente después de un discurso oficial, después de una campaña electoral, después del bombardeo de publicidad —fuerza que siempre procede del dinero de una minoría—, deberemos entender que ese paso se encuentra aún lejos de consolidarse. Cuando los pueblos se independicen de los discursos, cuando los discursos y las narraciones sociales no dependan de las minorías en el poder, podremos pensar en cierto avance hacia la democracia directa.

Veamos brevemente esta problemática de la lucha por el significado.

Existen palabras con escaso interés social y otras que son el tesoro en disputa, el territorio reclamado por diferentes grupos antagónicos. En el primer grupo podemos reconocer palabras como paraguas, glicemia, fama, huracán, simpático, ansiedad, etc. En el segundo grupo encontramos otros términos como libertad, democracia y justicia (vamos a llamar a éstos ideoléxicos). También realidad y normal son términos altamente conflictivos, pero por lo general se encuentran restringidos a la especulación filosófica. A no ser como instrumentos —como la definición de normal— no son objetivos directos del poder social.

La eterna lucha por el poder social crea una cultura de partido que hace visible los llamados partidos políticos. Por lo general, son estos mismos partidos los que hacen posible la continuidad de un determinado poder social creando la ilusión de un posible cambio. Por esta cultura, las personas tendemos a posicionarnos ante cada problema social antes de un análisis desapasionado del mismo. La lealtad ideológica o el amor propio no deberían involucrarse en estos casos, pero no podemos negar que son piezas fundamentales de la disputa dialéctica y a todos nos pesan.

Todo conflicto se establece en un tiempo presente pero obsesivamente recurre a un pasado prestigioso, consolidado. Recurriendo a esa misma historia, cada grupo antagónico, sea en México o en Estados Unidos, buscará conquistar el campo semántico con diferentes narraciones, cada una de las cuales tendrá como requisito la unidad y la continuidad de ese hilo narrativo. Rara vez los grupos en disputa prueban algo; por lo general narran. Como en una novela tradicional, la narración no depende tanto de los hechos exteriores al relato sino de la coherencia interna y verosimilitud que posea esa narración. Por ello, que uno de los actores en disputa —un diputado, un presidente— reconozca un error, se convierte en una grieta mayor que si la realidad lo contradice todos los días. ¿Por qué? Porque la imaginación es más fuerte que la realidad y ésta, por lo general, no se puede observar sino a través de un discurso, de una narración.

La diferencia radica en qué intereses mueve cada narración. No es lo mismo un esclavo recibiendo azotes y agradeciendo por el favor recibido que otra versión de los hechos que cuestiona ese concepto de justicia. Tal vez la objetividad no exista, pero siempre existirá la presunción de la realidad y, por ende, de una verdad posible.

Uno de los métodos más comunes utilizados para administrar o disputar el significado de cada término, de cada concepto, es la asociación semántica. Es el mismo recurso de la publicidad que se permite la libertad de asociar una crema de afeitar con el éxito económico o un lubricante para autos con el éxito sexual.

Cuando el valor de la integración racial se encontraba en disputa en el discurso social de los años ’50 y ’60 en Estados Unidos, varios grupos de blancos sureños desfilaban por las calles portando carteles que declaraban: Race mixing is communism (“Integración racial es comunismo”. Time, 24 de agosto de 1959). El mismo cartel en Polonia hubiese sido una declaración a favor de la integración racial, pero en tiempos de McCarthy significaba todo lo contrario: la palabra comunismo se encontraba consolidada como ideoléxico negativo. No se disputaba su significado. Todo lo que fuese asociado a ese demonio estaba condenado a morir o por lo menos al fracaso.

La historia reciente nos dice que esa asociación fracasó, al menos en la narración colectiva sobre el valor de la “integración racial”. Tanto, que hoy se usa la bandera de la diversidad como un axioma indiscutible. Razón por la cual los nuevos racistas deben integrar a sus propósitos narrativos la diversidad como valor positivo para desarrollar una nueva narración contra los inmigrantes.

En otros casos el mecanismo es semejante. Recientemente, un legislador norteamericano, criticado por llamar “tercer mundo” a Miami, declaró que está a favor de la diversidad siempre y cuando se imponga un solo idioma y una sola cultura en todo el país (World Net Daily, 13 de diciembre) y que no existan “extensos barrios étnicos donde no se habla inglés y están controlados por culturas extranjeras”. (Diario de las Américas, 11 de noviembre)

Todo poder hegemónico necesita una legitimación moral y ésta se logra construyendo una narración que integre aquellos ideoléxicos que no están en disputa. Cuando Hernán Cortés o Pizarro cortaban manos y cabezas lo hacían en nombre de la justicia divina y por mandato de Dios. Incipientemente comenzaba a surgir la idea de liberación. Los mesiánicos de turno entendían que al imponer su propia religión y su propia cultura, casi siempre por la fuerza, estaban liberando a los primitivos americanos de la idolatría.

Hoy en día el ideoléxico democracia se ha impuesto de tal forma que incluso se la usa para nombrar sistemas autoritarios o teocráticos. Los grupos minoritarios que deciden cada día la diferencia entre la vida o la muerte de miles de personas, si bien en privado no desprecian el antiguo argumento de la salvación y la justicia divina, suelen preferir en público la bandera menos problemática de la democracia y la libertad. Ambos ideoléxicos son tan positivos que su imposición se justifica aunque sea vía intravenosa.

Por imponer una cultura por la fuerza los conquistadores españoles son recordados como bárbaros. Quienes hacen lo mismo hoy en día están motivados, ahora sí, por buenas razones: la democracia, la libertad —nuestros valores, que son siempre los mejores. Pero así como los héroes de ayer son los bárbaros de hoy, los héroes de hoy serán los bárbaros de mañana.

Si la moral es sus extractos más básicos representa la consciencia colectiva de la especie, es probable que la democracia directa llegue a significar una forma de pensamiento colectivo. Paradójicamente, el pensamiento colectivo es incompatible con el pensamiento único. Esto por las razones antes anotadas: un pensamiento único puede ser el resultado de un interés sectario, de clase, de nación. Diferente, el pensamiento colectivo se perfecciona en la diversidad de todas sus posibilidades, actuando en beneficio de la Humanidad y no de minorías en conflicto.

En un escenario semejante, no es difícil imaginar una nueva era con menos conflictos sectarios y guerras absurdas que sólo benefician a siete jinetes con poder, mientras pueblos enteros mueren, con fanatismo o sin querer, en nombre del orden, la libertad y la justicia.

Jorge Majfud

The University of Georgia, december 2006.

Rock Democracies, Paper Freedoms, Scissors Securities

Ten years ago, contradicting the postmodernist wave, we developed in Crítica de la pasión pura (Critique of Pure Passion) the idea of morality as a form of collective conscience.  In the same way that a school of fish or a swarm of bees acts and develops as one body, in the same way that James Lovelock understood Gaia – Planet Earth – as one living body, we could also understand Humanity as one conscience in development, with some common and basic values that transcend cultural differences.

These values are based, overwhelmingly, on the renunciation of the individual in favor of the group, on the conscience that supercedes the more primitive precept of the survival of the fittest, as mere individuals in competition.  That is how the representation of the hero and of any other positive figure emerges throughout history.

The problem, the betrayal, is produced when these values become myths at the service of classes and sects in power.  The worst thing that can happen to freedom is for it to be turned into a statue.  The “conflicts of interests,” normally presented as natural, from a broader perspective would represent a pathology.  A culture that supports and legitimizes this betrayal of the conscience of the species should be seen – to use the same metaphor – as a self-destructive phobia of that species conscience.

Probably a form of radical democracy will be the next step humanity is ready to take.  How will we know when this step is being produced?  We need signs.

One strong sign will be when the administration of meaning ceases to lie in the hands of elites, especially of political elites.  Representative democracy represents what is reactionary about our times.  But direct democracy will not come about through any brusque revolution, led by individuals, since it is, by definition, a cultural process where the majority begins to claim and share social power.  When this occurs, the parliaments of the world will be what the royals of England are today: an onerous adornment from the past, an illusion of continuity.

Every time “public opinion” changes brusquely after an official speech, after an electoral campaign, after a bombardment of advertising – power that always flows from the money of a minority – we must understand that that next step remains far from being consolidated.  When publics become independent of the speeches, when the speeches and social narrations no longer depend on the powerful minorities, we will be able to think about certain advance toward direct democracy.

Let’s look briefly at this problematic of the struggle over meaning.

There are words with scarce social interest and others that are disputed treasure, territory claimed by different antagonistic groups.  In the first category we can recognize words like umbrella, glycemia, fame, hurricane, nice, anxiety, etc.  In the second category we find terms like freedom, democracy and justice (we will call these ideolexicons).  Reality and normal are also highly conflictive terms, but generally they are restricted to philosophical speculation.  Unless they are instruments – like the definition of normal – they are not direct objectives of social power.

The eternal struggle for social power creates a partisan culture made visible by the so-called political parties.  In general, it is these same parties that make possible the continuity of a particular social power by creating the illusion of a possible change.  Because of this culture, we tend to adopt a position with respect to each social problem instead of a dispassionate analysis of it.  Ideological loyalty or self love should not be involved in these cases, but we cannot deny that they are fundamental pieces of the dialectical dispute and they weigh on us all.

All conflict is established in a present time but recurs obsessively to a prestigious, consolidated past.  Recurring to that same history, each antagonistic group, whether in Mexico or in the United States, will seek to conquer the semantic field with different narrations, each one of which will have as a requirement the unity and continuity of that narrative thread.  Rarely do the groups in dispute prove something; generally they narrate.  Like in a traditional novel, the narration does not depend so much on facts external to the story as on the internal coherence and verisimilitude possessed by that narration.  For that reason, when one of the actors in the dispute – a congressional representative, a president – recognizes an error, this becomes a greater crack in the story than if reality contradicted him every day.  Why?  Because the imagination is stronger than reality and the latter, generally speaking, cannot be observed except through a discourse, a narration.

The difference lies in which interests are moved by each narration.  A slave receiving lashes of the whip and giving thanks for the favor received is not the same as another version of the facts which questions that concept of justice.  Perhaps objectivity does not exist, but the presumption of reality and, therefore, of a possible truth will always exist.

One of the more common methods used to administer or dispute the meaning of each term, of each concept, is semantic association.  It is the same resource that allows advertising to freely associate a shaving cream with economic success or an automotive lubricant with sexual success.

When the value of racial integration found itself in dispute in the social discourse of the 1950s and 1960s in the United States, various groups of southern whites marched through the streets carrying placards that declared: Race mixing is communism (Time, August 24, 1959).  The same placard in Poland would have been a declaration in favor of racial integration, but in the times of McCarthy it meant quite the contrary: the word communism had been consolidated as a negative ideolect.  The meaning was not disputed.  Anything that might be associated with that demon was condemned to death or at least to failure.

Recent history tells us that that association failed, at least in the collective narration about the value of “racial integration.”  So much so that today the banner of diversity is used as an inarguable axiom.  Which is why the new racists must integrate to their own purposes narratives of diversity as a positive value in order to develop a new narration against immigrants.

In other cases the mechanism is similar.  Recently, a U.S. legislator, criticized for calling Miami “third world,” declared that he is in favor of diversity as long as a single language and a single culture is imposed on the entire country, (World Net Daily, December 13) and there are no “extensive ethnic neighborhoods where English is not spoken and that are controlled by foreign cultures.” (Diario de las Américas, November 11)

All hegemonic power needs a moral legitimation and this is achieved by constructing a narration that integrates those ideolexicons that are not in dispute.  When Hernán Cortés or Pizarro cut off hands and heads they did it in the name of divine justice and by order of God.  Incipiently the idea of liberation began to emerge.  The messianic powers of the moment understood that by imposing their own religion and their own culture, almost always by force, they were liberating the primitive Americans from idolatry.

Today the ideolexicon democracy has been imposed in such a way that it is even used to name authoritarian and theocratic systems. Minority groups that decide every day the difference between life and death for thousands of people, if indeed in private they don’t devalue the old argument of salvation and divine justice, tend to prefer in public the less problematic banner of democracy and freedom.  Both ideolexicon are so positive that their imposition is justified even if it is intravenously.

Because they imposed a culture by force the Spanish conquistadors are remembered as barbaric.  Those who do the same today are motivated, this time for sure, by good reasons: democracy, freedom – our values, which are always the best.  But jast as the heroes of yesterday are today’s barbarians, the heroes of today will be the barbarians of tomorrow.

If morality and its most basic extracts represent the collective conscience of the species, it is probable that direct democracy will come to signify a form of collective thought.  Paradoxically, collective thinking is incompatible with uniform thinking.  This for reasons noted previously: uniform thinking can be the result of a sectarian interest, a class interest, a national interest.  In contrast, collective thinking is perfected in the diversity of all possibilities, acting in benefit of Humanity and not on behalf of minorities in conflict.

In a similar scenario, it is not difficult to imagine a new era with fewer sectarian conflicts and absurd wars that only benefit seven powerful riders, while entire nations die, fanatically or unwilling, in the name of order, freedom and justice.

Dr. Jorge Majfud

February 2007

Translated by Dr. Bruce Campbell

Dr. Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

La colonización de los patriotismos

1963 Spanish peseta coin with the image of Fra...

Image via Wikipedia

The Colonization of Patriotisms (Spanish)

 

La colonización intra-nacional de los patriotismos

Cierta vez, en una clase de secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Juan Carlos Onetti. La respuesta fue contundente: ese señor había recibido todo de Uruguay (educación, fama) y “se había ido” a España a hablar mal de su propio país. Es decir, se identificaba un país entero con un gobierno y una ideología, excluyendo y desmoralizando todo lo demás.

De forma implícita, se asume que existe una forma única —verdadera, honorable— de país y de ser uruguayo (chino, argentino, norteamericano, francés). Si uno está en contra de esa idea particular de país, de patria, entonces es antipatriota, es un traidor.

Un requisito fundamental para la construcción de una tradición es la memoria. Pero nunca toda la memoria, porque no hay tradición sin olvidos. El olvido —siempre más vasto— es indispensable para la adecuación de una determinada memoria a los poderes presentes que necesitan legitimarse a través de una tradición. Si asumimos que los símbolos y los mitos nacionales no son imposiciones de Dios, no nos queda más remedio que sospechar de los poderes terrenales. Es decir, una tradición no es simple e inocente memoria sino memoria conveniente. Ésta suele cristalizarse en símbolos y vacas sagradas, y nada menos objetivo que los símbolos y las vacas.

En la España de Isabel y Fernando, la exclusión fue la base de una patria previamente inexistente. La península Ibérica era, por entonces, el rincón con mayor diversidad cultural de Europa y conformada por tantos países como ésta. Ser español pasó a ser para muchos, después de la Reconquista, un ejercicio de purificación: un solo idioma, una sola religión, una sola raza. Casi quinientos años después, Francisco Franco impuso la misma idea de nación basada por lo menos en las dos primeras categorías de pureza. Camilo José Cela lo reconoció así: “Ni un solo español está libre de ver correr por sus venas sangre mora o judía” (A vueltas con España, 1973); como quien dice “nadie es perfecto”. Durante siglos los intelectuales buscaron, con obsesión, el “carácter español”, como si en la ausencia de una característica concreta se corriese el riesgo de perder la patria. Américo Castro en Los españoles… (1959) observó: “no se encontrará nada semejante a la fantasía española de imaginar españoles antes de que existiesen”. Luego criticó los escritos patrióticos que alababan lo español de Luis Vives que, aún en el extranjero “nunca olvidó Valencia”: no podría olvidar Valencia porque su familia, de origen judío, había sido perseguida y sus dos padres quemados por la inquisición. El célebre presbítero Manuel García Morente entendía que “para los españoles no hay diferencia, no hay dualidad entre la patria y la religión” (Idea de la hispanidad, 1947); “no existe el dualismo entre el César y Dios”. “España está hecha de fe cristiana y de sangre ibérica”. “En España, la religión católica constituye la razón de ser de una nacionalidad…” El gusto ultraconservador por las esencias, lo lleva a repetidas tautologías de este tipo: “el deber patriótico” es ser “fiel a la esencia de la patria”. Otro español, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), cuestionó estas ideas funcionales del poder: “Considero que todo lo que se habla de ‘carácter nacional’ es una actividad mística”. “Los caracteres nacionales se quisieron fijar como colectivos y hereditarios. Así, a veces, se recurrió a expresiones como las de ‘mal español’, ‘hijo renegado’, traidor a la ‘herencia de los padres’ para atacar a un enemigo”.

Esta estrategia del olvido y la exclusión es universal. Los chilenos, argentinos y uruguayos construimos una tradición a la medida de nuestros propios prejuicios europeístas y no en pocos momentos racistas y genocidas. Los autores de diversas limpiezas étnicas (Roca, Rivera) son honrados aún hoy en las escuelas y en los nombres de calles y ciudades. Los indígenas no sólo fueron expoliados y exterminados; también terminamos por blanquear la memoria de los salvajes indómitos. Otro español, Américo Castro, nos recuerda: “Cuando los pueblos son más creyentes que pensantes […] se hace antipático el dudar”.

Así, La patria se convierte en una idea de nación que tiende a excluir todas las demás ideas sobre la misma. Por esta razón suele convertirse en un arma de dominación negativa basada en los sentimientos positivos de pertenencia y familiaridad. Para consolidar esa arbitrariedad del poder tradicional, se recurren a otros instrumentos semánticos. Como el honor, por ejemplo.

El honor es el tributo simbólico que una sociedad impone, por medio de la violencia ideológica y moral, a aquellos individuos que deben ejercer la violencia física para defender los intereses sectarios de aquellos otros que nunca arriesgarán su propia vida en hacerlo. Por esta razón, un ideoléxico compuesto y contradictorio como “el honor de las armas” ha sobrevivido por siglos. No existe otra forma de predisponer a la muerte a un individuo por razones que no está en condiciones de comprender o, si las comprende, no está en condiciones de aceptarlas como sus propias razones. Si se trata de un soldado (el caso más común) el sueldo nunca será razón suficiente para morir. Es necesario cultivar una motivación más allá de la muerte. En el caso del mártir religioso, esta función la cumple el Paraíso; en el caso de una sociedad laica que organiza un ejército a través de un Estado secular, no queda alternativa que la retribución de una muerte ejemplar: el honor, el cumplimiento con el deber, el amor por la patria, etc. Todos ideoléxicos basados en acepciones positivas, incuestionables.

Se honra individuos (paradójicamente anónimos) porque no se puede honrar la guerra que produce esos mares de muertos sin nombres ni se puede honrar las razones financieras, políticas, los intereses de las sectas en el poder. Esto se demuestra cuando, cada día en que se recuerdan a los soldados caídos, nunca se recuerdan los motivos que llevaron a los ahora héroes a morir. Se abstrae y se descontextualiza para consolidar el símbolo y conferirle naturaleza absoluta. Podría ocurrir que existan guerras justas (como una acción de defensa o de liberación), pero aún así resulta imposible pensar que todas las guerras son justas o santas. Entonces, ¿por qué se abstrae este elemento perturbador de la conciencia colectiva? Un solo cuestionamiento es (debe ser) interpretado como una afrenta a los “héroes caídos”. De esa forma, la ganancia es cuádruple: (1) la sociedad lava sus pecados y su mala conciencia; (2) las víctimas del absurdo reciben una gratificación moral y un sentido a sus propias desgracias; (3) se previene de cualquier cuestionamiento radical sobre el sentido de las guerras pasadas; y (4) se asegura el crédito de acción para las guerras que están por venir —por unos pocos pero en nombre de todos.

Jorge Majfud

The University of Georgia

The Intra-national Colonization of Patriotisms

Once, in a high school class, we asked the teacher why she never talked about Juan Carlos Onetti.  The answer was blunt: that gentleman had received everything from Uruguay (education, fame) and “he had left” for Spain to speak ill of his own country.  That is, an entire country was identified with a government and an ideology, excluding and demoralizing everything else.

Implicitly, it is assumed that there exists a unique – true, honorable – form for the nation and of being Uruguayan (Chinese, Argentine, North American, French).  If one is against that particular idea of country, of fatherland (patria), then one is anti-patriotic, one is a traitor.

A fundamental requirement for the construction of a tradition is memory.  But never all memory, because there is no tradition without forgetting.  Forgetting – always more vast – is indispensable for the adequation of a determined memory to the present-day powers that need to legitimate themselves through a tradition.  If we assume that national symbols and myths are not imposed by God, we are left with no other remedy than to suspect earthly powers.  Which is to say, a tradition is not simple and innocent memory but convenient memory.  The latter tends to be crystalized in symbols and sacred cows, and there is nothing less objective than symbols and cows.

In the Spain of Isabel and Fernando, exclusion was the basis for a previously non-existent fatherland.  The Iberian peninsula was, at the time, the most culturally diverse corner of Europe and comprised of as many countries as the rest of Europe .  Being Spanish became for many, after the Reconquest, an exercise in purification:  one sole language, one sole religion, one sole race.  Almost five hundred years later, Francisco Franco imposed the same idea of nation based at least on the first two categories of purity.  Camilo José Cela recognized it thusly: “Not one single Spaniard is free to see Jewish or Moorish blood run through his veins” (A vueltas con España, 1973); like they say, “nobody is perfect.”  For centuries the intellectuals sought out, obsessively, the “Spanish character,” as if the absence of a concrete character ran the risk of losing the country.  Américo Castro in Los españoles…(1959) observed: “one will not find anything similar to the Spanish fantasy of imagining Spaniards before they existed.”  He then criticized the patriotic writings that praised what was Spanish about Luis Vives, who, even abroad “never forgot Valencia ”: he could not forget Valencia because his family, of Jewish origin, had been persecuted and both his parents burned by the Inquisition.  The celebrated priest Manuel García Morente believed that “for the Spanish there is no difference, there is no duality between fatherland and religion” (Idea de la hispanidad, 1947); “there exists no dualism between Caesar and God.”  “ Spain is made of Christian faith and Iberian blood.”  “In Spain , Catholic religion constitutes the purpose of a nationality…”  The ultraconservative taste for essences led him to repeated tautologies of this kind: “the patriotic duty” is to be “faithful to the essence of the fatherland.”  Another Spaniard, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), questioned these functional ideas of power: “I consider that everything that speaks of “national character” is a mystical activity.”  “National characters are meant to be established as collective and hereditary.  Thus, at times, one recurs to expressions like ‘bad Spaniard,’ ‘renegade son,’ traitor to the ‘legacy of the fathers’ in order to attack an enemy.”

This strategy of forgetting and exclusion is universal.  We Chileans, Argentines and Uruguayans constructed a tradition to the measure of our own euro-centric and not infrequently racist and genocidal prejudices.  The authors of various ethnic cleansings ( Roca , Rivera) are honored even today in the schools and in the names of streets and cities.  Indigenous people were not only expoliated and exterminated; we also ended up whitewashing the memory of the indomitable savages.  Another Spaniard, Américo Castro, reminds us: “When the people are more believers than thinkers […] it becomes unpleasant to doubt.”

Thus, The fatherland is turned into an idea of nation that tends to exclude all other ideas of nation.  For this reason it usually becomes a weapon of negative domination based on the positive sentiments of belonging and familiarity.  In order to consolidate that arbitrariness of traditional power, other semantic instruments are made use of.  Like honor, for example.

Honor is the symbolic tribute that a society imposes, by way of ideological and moral violence, on those individuals who must exercise physical violence in order to defend the sectarian interests of those others who will never risk their own life to do so.  For this reason, a composite and contradictory ideolexicon like “the honor of weapons” has survived for centuries.  There exists no other way to predispose an individual to death for reasons he is in no position to understand or, if he understands them, he is in no position to accept them as his own reasons.  If it is a matter of a soldier (the most common case) the salary will never be sufficient reason to die.  It is necessary to cultivate a motivation beyond death.  In the case of the religious martyr, this function is fulfilled by Paradise ; in the case of a secular society that organizes an army through a secular State, there is no alternative but the retribution of an exemplary death: honor, fulfillment of one’s duty, love of country, etc.  All ideolexicons based on positive, unquestionable meanings.

One honors individuals (paradoxically anonymously) because one cannot honor the war that produces seas of nameless dead, nor can one honor the financial and political reasons, the sectarian interests in power.  This is demonstrated when, each day that fallen soldiers are remembered, the motives that led the now heroes to die are never remembered.  One abstracts and decontexualizes in order to consolidate the symbol and confer upon it an absolutely natural character.  It may be that just wars exist (like an action of defense or of liberation), but even so it remains impossible to think that all wars are just or holy.  Then, why is this perturbing element abstracted from the collective conscience?  Any questioning is (must be) interpreted as an affront to the “fallen heroes.”  In this way, the benefit is quadruple: 1) society washes its sins and its bad conscience; 2) the victims of the absurd receive a moral gratification and meaning for their own disgrace; 3) any radical questioning of the sense of past wars is prevented; and 4) a loan is secured against stock for wars yet to come – for a few but in the name of all.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La enfermedad moral del patriotismo

Natural es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña. Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el patriotismo.

Por todos lados vemos inflamados discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el concepto de “interés”. Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La división interna —de clases, de intereses— no desaparece, pero se vuelve invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus “intereses”. Así, morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una virtual trascendencia del individuo en la “salvación” de su patria.

No voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con anotar que sólo la idea de “patriotismo” es insostenible, desde un punto de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad que busca, desesperadamente, su conciencia universal.

El sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del dominio de una tribu sobre las otras.

Ahora bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o menos definida —y siempre imprecisa—; que la idea de país tiene ventajas en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas (mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado de acrítica —a veces mínimo, a veces obsceno, pero ese grado, por mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda sentir “amor” por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este “entregar la vida por amor” no significa que la motivación de los hechos no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, pero lo que hace el amor puede ser deleznable. Y para que ese amor se identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del patriotismo consiste en identificarse —entre otras cosas— con el amor, es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la unión, la discriminación.

No podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio, arbitrario.

La reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la cárcel, y la lapidaria deshonra de “traidor a la patria”. Lo que demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo —con intereses y con poder— puede administrar el significado de lo que es y no es “patriota”. Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El patriota ideal no piensa.

Yo me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota como me niego a responder a una raza —otra histórica arbitrariedad de la ignorancia humana—. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el momento de jurar “dar la vida por su bandera” en su tierna infancia, gritó “no juro”, alegando que ese juramento era inválido e inútil, que  gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc. Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que cualquier otro.

Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad —así, sin discriminaciones.

Jorge Majfud

The University of Georgia

8 de junio de, 2004

La maladie morale du patriotisme

Tout ce qu’inventèrent les hommes et les femmes avant que nous naissions est naturel; tout mensonge qui ne nous questionne pas est nécessairement une vérité. Un mensonge utile ne sert jamais celui qui est trompé mais celui qui trompe. Un mensonge utile, un instrument de la perversion inhumaine, est le patriotisme.

De tout côté, nous voyons des discours patriotiques enflammés, des actes publics, des guerres et des tueries, des offenses et des contre offenses, des cérémonies d’honneur et des rites solomnels issus de cette orgueilleuse et arbitraire discrimination que l’on nomme patriotisme. Bien sûr, on ne peut bâtir des discours au nom des intérêts d’une classe sociale, déjà que la tradition n’est pas suffisante pour soutenir un concept moralement insignifiant et généralement négatif comme l’est le concept « d’intérêt ». Pour le moment, on fait appel à un concept de durée et bien construit par la tradition positive : le patriotisme. Par cela, on nie la division interne de la société mettant en valeur la division externe. La division interne – de classes, d’intérêts – ne disparaît pas, mais devient invisible et, à la longue, se consolide avec le sang du patriote qui n’appartient pas au cercle réduit des intérêts qui la promeuvent. Le patriote meurt religieusement pour sa patrie. Sa patrie accorde des médailles à ses parents, à ses enfants, et toute la sécurité à leurs « intérêts ». Ainsi, mourir est un honneur. L’honneur ne procède pas d’une réflexion morale mais du discours patriotique, du rite, des symboles nationaux, d’une transcendance virtuelle de l’individu dans le « salut » de sa patrie.

Je ne vais pas maintenant entrer dans l’analyse de la signification de la tragique substitution d’intérêt réel par patriotisme intéressé. Simplement, il me suffira de noter que seule l’idée de «patriotisme» est insoutenable, à partir d’un point de vue humain, depuis la conscience de l’espèce à laquelle nous appartenons. Bien plus, non seulement le patriotisme est insoutenable pour quelconque humanisme, mais on l’utilise afin de détruire une humanité qui cherche désespérément sa conscience universelle.

Le sentiment patriotique est passif et actif, est impulsé par les rites, par les discours et les cérémonies. Mais aussi, il est le moteur de ces derniers. Le patriotisme est la conscience égoïste de la tribu qui lui empêche l’évolution à un état de conscience universelle : la conscience humaine. Le patriotisme est un des mythes les plus consolidés depuis les derniers siècles. Par nature, le patriotisme n’est seulement que la confirmation quasi innocente de la perte de l’individualité au bénéfice d’un symbole artificiel créé par la tendance humaine millénaire de la domination d’une tribu sur les autres.

Maintenant, nous pouvons dire qu’un pays peut-être une région culturelle plus ou moins définie – et toujours imprécise -, que l’idée d’un pays possède des avantages dans l’organisation administrative de la vie publique. D’accord. Mais le revendiqué sentiment patriotique, mélange de fanatisme religieux et d’utilité séculaire, avant tout, est la négation de tous les peuples qui n’adhèrent pas à ce patriotisme. Si je suis nationaliste, si je suis patriotique, je donne une priorité morale à un ensemble d’hommes et de femmes inconnus (mes compatriotes) sur un ensemble plus ample d’inconnus (l’humanité). Je peux faire bénéficier ma famille, ma ville, mon pays dans quelque décision personnelle. De fait, toujours nous aurons tendance à faire bénéficier notre famille avant celle du voisin. Mais, je peux le faire de façon consciente, et non me servir d’un mensonge afin de justifier quelque acte délictueux de certains des intégrants de mon cercle affectif rapproché. Et le patriotisme est précisément cela : une condition d’irréflectivité. Pour être patriote je dois accepter un certain degré d’acritique – souvent minime – souvent licencieux; mais ce degré, si petit soit-il, est tout ce que possède de patriote un individu. Tout le reste est ce qu’il possède d’individualité. Cela ne nie pas que quelqu’un puisse ressentir de « l’amour » pour un lieu concret, pour un pays, et qu’il puisse donner sa vie pour sa défense. Un sentiment d’amour est irréfutable. Mais ce « donner sa vie par amour » ne signifie pas que la motivation des faits ne soit pas soutenue par une erreur, une duperie. L’amour est irréfutable, mais ce que fait l’amour, oui, peut l’être. Et pour que cet amour nous porte à la mort sans le passage obligé d’une profonde réflexion morale, un code inquestionnable est nécessaire, une condition de fanatisme, l’anesthésie d’un rite religieux : le patriotisme. De cette façon, la stratégie la plus effective du patriotisme consiste à s’identifier – entre autres choses – avec l’amour, c’est-à-dire, avec l’altruisme, quoique son objectif soit, paradoxalement, égoïste. C’est dire, au nom de l’altruisme, l’égoïsme; au nom de l’union, la discrimination.

Nous ne pouvons le nier. Tout patriotisme signifie une discrimination, un crédit que nous étendons à ceux qui partagent notre nationalité , et nous le nions à ceux qui ne la partagent pas. Maintenant, pourquoi ce crédit? Ce crédit moral seul peut avoir une fonction prophylactique, prétend éviter la critique et le questionnement envers ceux qui possèdent le bénéfice, l’alliance intérieure. Mais, c’est un crédit injuste, inhumain, discriminatoire, arbitraire.

La réflexion est questionnement, le questionnement est doute, et le doute est toujours un obstacle aux intérêts d’autrui. Un soldat qui pense gaspille inutilement ses énergies mentales. Si peut-être il refuse d’aller à une guerre qu’il considère injuste, il recevra tout le poids de la loi, la prison, et la honte lapidaire de « traître à la patrie ». Ce qui signifie, une fois de plus, que seul un groupe réduit – ayant des intérêts et du pouvoir – peut administrer le signifiant de ce qu’est ou non un « patriote ». C’est-à-dire, qu’un patriote est quelqu’un qui ne questionne pas, qui ne critique pas. Le patriote idéal ne pense pas.

Je me reconnais comme uruguayen. Je reconnais une vague région culturelle appelée Uruguay. Mais d’aucune façon je suis patriote. Je me refuse à être patriote comme je me refuse à répondre à une race – autre arbitraire historique de l’ignorance humaine -. Je me refuse à m’injecter ce sentiment militariste. Être patriote est confirmer l’arbitraire d’être né dans un lieu quelconque de ce monde, niant le même droit à un africain ou un asiatique de mériter mon plus profond respect, ma plus ferme défense comme être humain. Depuis l’enfance, les institutions sociales nous imposent ce sentiment. Il y a plusieurs années, un de mes personnages, au moment de jurer de « donner sa vie pour son drapeau », dans sa tendre

enfance, cria ‘’ je ne jure pas ‘’, alléguant que ce serment était invalide et inutile, que grâce à ce serment les assassins et les corrompus pouvaient recevoir leur crédibilité de bons citoyens, à l’égal de tout honnête travailleur. Je suis d’accord avec mon personnage. Pourquoi devrais-je aimer plus un compatriote inconnu qu’un australien inconnu, ou plus qu’un inconnu portugais? Pourquoi me faudrait-il donner ma vie pour une région du monde au détriment d’une autre? Pourquoi l’Uruguay devrait être plus sacré que le Congo ou Singapour? Pourquoi devrais-je considérer mes compatriotes plus frères qu’un algérien ou un mexicain? Oui, je me sens culturellement plus près d’un autre uruguayen, nous partageons une histoire, une façon de sentir le monde, de parler, de manger. Mais cela ne donne pas priorité à aucun de mes compatriotes afin d’être considéré être plus humain que quelconque autre individu.

Pour tout cela, et pour beaucoup plus, je ne suis pas patriote. Je serai patriote le jour où l’on reconnaîtra l’humanité comme unique patrie. Ainsi, sans discriminations.

Dr. Jorge Majfud

Traduit de l’espagnol par Pierre Trottier, juillet 2004

Trois-Rivières, Québec, Canada

Respeto sin derechos: la privatización de la moral

Respeto sin derechos: la privatización de la moral

 

A pesar de las violentas reacciones de los dueños del mundo, la ola humanista que radicaliza el reconocimiento a la igualdad fundamental entre seres humanos no parará. Pero el precio pagado en los últimos siete siglos ha sido muy alto. Como todo cambio de valores, aún cuando apunta hacia el centro del paradigma humanista (en parte aceptado por el discurso conservador, muy a su pesar), necesariamente debe ser considerado “inmoral”.

Sólo un ejemplo. La misma definición de “matrimonio entre dos personas del mismo sexo” esconde una idea preconcebida: si el cuerpo posee pene y testículos, es hombre; si posee vagina y ovarios es mujer. Se identifica el sexo biológico con el género. Sabemos que género es una construcción cultural; nada de biológico tiene que las niñas sean vestidas de rosa y los niños de celeste o que las jóvenes se mueran por lucir y actuar como una barbie mientras su hermano anda en busca de una cicatriz o de una prostituta que lo confirme como varón.

Paradójicamente, se entiende de que para ser “hombre” o “mujer” no basta con poseer un miembro viril o una matriz reproductora: es necesario, antes que nada, “comportarse como” tales, según las fórmulas naturalizadas. Al mismo tiempo, para conferirle categoría de pecado a una sexualidad diferente a la nuestra (suponiendo que todos los heterosexuales practicamos el sexo de la misma forma), se alega que esa persona ha elegido ser así. Para responder a esta acusación, los partidarios de los derechos gays alegan que su condición sexual no radica en una elección sino en un hecho genético, innato. El argumento más repetido para apoyar esta idea se formula en una pregunta retórica: “¿Han elegido los heterosexuales su heterosexualidad”? Una nueva paradoja se deriva de este argumento: para defender un derecho a la libertad se anula la libertad como principio legitimador.

Ahora, si bien podemos aceptar dos categorías antagónicas, la naturaleza y la cultura, observemos cómo ambos conceptos se manipulan en beneficio de un sector o de otro. Por ejemplo, la capacidad de dar a luz (pocas metáforas tan hermosas) es propia de las mujeres, por lo tanto podríamos definirlo como una “facultad natural”. El problema surge cuando esa facultad es interpretada por otros miembros de la sociedad según sus propios valores, es decir, según sus propios intereses. Así surgen roles femeninos que nunca han sido dictados por la naturaleza sino por el poder social.

Recientemente un legislador de mi país repitió por radio un conocido razonamiento. 1) Apoyaba el derecho de lesbianas y homosexuales a “ser diferentes”. 2) Por esta razón, no votaría a favor de la legislación que pretendía conferirles los mismos derechos legales que gozamos los heterosexuales porque 3) estaba a favor de la defensa de la familia y de los valores. 4) La defensa de la heterosexualidad es la defensa de la naturaleza, concluyó.

Veamos que alegar una defensa de los valores, sin especificar a qué valores se refiere constituye un nuevo ideoléxico. Se implica que es posible no poseer o no estar a favor de los “valores”. Sin embargo, nadie carece de un determinado sistema de valores. Aún los criminales y más aún el crimen organizado están basados en un determinado sistema de valores. Valores muy tradicionales, si repasamos la historia del crimen, sea privado, religioso o estatal.

Lo mismo podemos decir cuando al sustantivo valores se lo precisa con el adjetivo familiares: “Defendemos los valores de la familia”. Pero ¿cuál familia? “De la familia tradicional”, se responde, suponiendo una categoría absoluta, ahitórica, natural. ¿Y a cuál tradición se refiere? Ante este tipo de cuestionamiento, rápidamente se deriva a terreno seguro: las Sagradas Escrituras. Digo “seguro” por una razón social, no por sus implicaciones teológicas, ya que desde este punto de vista nada menos unánime que las interpretaciones sobre los libros sagrados.

Si la defensa es de “los valores de la familia tradicional”, podríamos entender que el discursante está a favor de la opresión de la mujer, de la negación del matrimonio interracial, interreligioso, etc. Pero no creo que muchos apoyen esta posición, ya que este tipo de “valores tradicionales” ha sido vencido en la lucha histórica a favor de un humanismo secular (no necesariamente irreligioso). Porque si muchas religiones actuales defienden las igualdades de género y de raza (y si bien el cristianismo primitivo también lo hacía en un grado radical y revolucionario para su época), una historia milenaria demuestra lo contrario. Le debemos al humanismo progresista y no a “los valores tradicionales” esos principios de los cuales ahora se ufana hasta el más reaccionario.

Cuando se asume que la prescripción de la heterosexualidad es una defensa de la naturaleza para negar los derechos matrimoniales a personas “del mismo sexo” no se explica por qué los homosexuales proceden (casi) siempre de familias heterosexuales. Más curioso aún: en la necesidad de legitimar la negación de los derechos ajenos, un sacerdote católico elogió al diputado uruguayo por defender la naturaleza. Esto demuestra la inmersión del sacerdote en el paradigma humanista. Hubiese sido más lógico y tradicional recurrir a la voluntad de Dios (asumiendo que alguien puede arrogarse este derecho) o alguna ley mosaica, de esas que Jesús solía derogar. Como se reconoce que el Estado de una sociedad abierta debe ser laico, secular, se recurre a los paradigmas del humanismo. Pero, ¿cómo hablar de natural cuando hablamos del animal menos natural de todas las especies? ¿Qué tiene de natural el celibato, la abstención sexual o el uso de faldas al estilo de la Edad Media?

Sí, por lo menos la Iglesia Católica tiene una larga tradición de reconocer culpas y errores. Lo cual es una virtud y el reconocimiento humanista de que ideas como la “infalibilidad del Papa” decretada por el Vaticano era una fantasía autoritaria. El problema radica en que quienes ostentan el poder tradicional reconocen sus errores cien años después, cuando ya nada importa a las víctimas. Como si los errores estuvieran siempre en el pasado y nunca en el presente. Como si el arrepentimiento fuese parte de la estrategia de ese poder ante el ascenso de valores contrarios.

¿Desde cuándo un derecho que yo poseo se puede ver amenazado porque un semejante lo reclame en la misma medida? ¿O es que ese semejante es semejante pero no tan ser humano como yo porque llegó después al mundo? ¿Qué derecho tenemos unos iguales a organizar un Estado para excluir a otros iguales al mismo tiempo que nos vanagloriamos de la diversidad de nuestras sociedades? ¿Por qué consideramos que le hacemos un favor a los otros al tolerarlos y no reconocemos que son ellos quienes nos hacen un favor al no revelarse violentamente para recuperar de una vez esos derechos que nosotros les negamos?

Porque el derecho a ser diferente no consiste en tener derechos diferentes sino, simplemente, los mismos.

 

Jorge Majfud

Mayo 2007

The University of Georgia

 

 

 

Without Rights: The Privatization of Morality

 

Despite the violent reactions of the owners of the world, the humanist wave that radicalizes the recognition of fundamental equality among human beings will not stop. But the price paid in the last seven centuries has been very high. Like any change in values, even when pointing to the center of the humanist paradigm (in part accepted by conservative discourse, very much despite itself), it must necessarily be considered “immoral.”

Just one example.

The very definition of “marriage between two people of the same sex” hides a preconceived idea: if the body possesses a penis and testicles, it is a man; if it possesses a vagina and ovaries it is a woman. Biological sex is identified with gender. We know that gender is a cultural construction; there is nothing biological about the fact that little girls are dressed in pink and boys in sky blue or that teenaged girls would die to look and act like a barbie doll while their brother is out looking for a scar or a prostitute to confirm his manhood.

Paradoxically, it is understood that in order to be a “man” or “woman” it is not enough to possess a virile member or a reproductive womb: it is necessary, first of all, “to behave like” such, according to the naturalized formulas. At the same time, in order to confer the category of sin upon a sexuality different from our own (supposing that all of us heterosexuals practice sex in the same manner), it is alleged that that person has chosen to be that way. To respond to this accusation, the partisans of gay rights allege that their sexual condition is not rooted in a choice but in an innate, genetic fact. The most repeated argument in support of this idea is formulated as a rhetorical question: “Have heterosexuals chosen their heterosexuality?” A new paradox is derived from this argument: in order to defend a right to freedom, freedom is annulled as a legitimating principle.

Now, although we can accept two antagonistic categories, nature and culture, we must observe how both concepts are manipulated to the benefit of one sector or another. For example, the ability to give birth (in Spanish “dar a luz,” to bring to light, one of the more beautiful metaphors) is proper to women, therefore we could define it as a “natural faculty.” The problem arises when that faculty is interpreted by other members of society according to their own values, which is to say, according to their own interests. Thus arise feminine roles that have never been dictated by nature but by social power.

Recently, a legislator from my country repeated on the radio a well-known rationale. 1) He supported the right of lesbians and homosexuals to “be different.” 2) For this reason, he would not vote in favor of legislation that attempted to extend to them the same legal rights we heterosexuals enjoy because 3) he was in favor of the defense of family and values. 4) The defense of heterosexuality is the defense of nature, he concluded.

We should observe that to allege a defense of values, without specifying to which values one refers, constitutes a new ideolexicon. The implication is that it is possible not to possess or not to be in favor of “values.” Nevertheless, nobody lacks a determinate system of values. Even criminals and even more so organized crime are based on a determinate system of values. Very traditional values, if we review the history of crime, whether private, religious or governmental.

We can say the same when the noun values is made more precise with the adjective family: “we defend family values.” But, which family? “The traditional family,” comes the response, supposing an absolute, ahistorical, natural category. And to which tradition does one refer? In the face of this kind of questioning, there is a quick retreat to safe ground: the Holy Scriptures. I say “safe” for social reasons, not because of its theological implications, since from the latter point of view there is nothing less unanymous than interpretations of the sacred books.

If the defense is of “the values of the traditional family,” we might understand that the speaker is in favor of the oppression of women, of the denial of interracial marriage, interreligious marriage, etc. But I do not believe that many people support this position, since this kind of “traditional values” has been defeated in the historical struggle in favor of a secular (not necessarily irreligious) humanism. Because if many present day religions defend gender and racial equality (and although primitive Christianity also did so in a radical and revolutionary degree for its time), a millenarian history demonstrates the contrary. We owe to progressive humanism and not to “traditional values” those principles of which even the most reactionary among us now boast.

When one assumes that the prescription of heterosexuality is a defense of nature in order to deny marriage rights to people “of the same sex” there is no explanation of why homosexuals (almost) always came from heterosexual families. Even more curious: in the need to legitimate the denial of others’ rights, a Catholic priest praised the Uruguayan legislator for defending nature. This demonstrates the immersion of the priest in the humanist paradigm. It would have been more logical and traditional to take recourse to the will of God (assuming that anyone can arrogate to himself this right) or some Mosaic law, like those that Jesus used to abolish. Since it is recognized that the State of an open society should be secular, one recurs to the paradigms of humanism. But, how does one speak of natural when we are talking about the least natural animal of all the species? What is natural about the celibate man, sexual abstention or the wearing of skirts in the style of the Middle Ages?

Yes, at least the Catholic Church has a long tradition of recognizing faults and errors. Which is a virtue and the humanist recognition that ideas like the “Papal infallibility” decreed by the Vatican was an authoritarian fantasy. The problem lies in the fact that those who hold traditional power recognize their errors a hundred years later, when it no longer matters to the victims. As if errors were always in the past and never in the present.  As if repentance were part of the strategy of that power in the face of the rise of contrary values.

Since when can a right I possess be perceived as threatened because a peer demands it in the same measure? Or is it that that peer is a peer but not as much of a human being as I because he arrived later in the world? What right do some of us equals have to organize a State in order to exclude other equals at the same time that we brag about the diversity of our societies? Why do we believe we are doing others a favor by tolerating them, instead of recognizing that they are the ones doing us a favor by not rebelling violently in order to finally recoup those rights that we deny them?

Because the right to be different does not consist of having different rights but, simply, the same.

 

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

 

 

Una democracia imperial

Ostracon bearing the name of Pericles (the fir...

Image via Wikipedia

An Imperial Democracy (English)

Una democracia imperial

A juzgar por los documentos que nos quedan, Tucídides (460-396 a. C.) fue el primer filósofo de la historia que descubrió el poder como un fenómeno humano y no como una virtud que conferían los cielos o los demonios. También fue conciente del valor principal del dinero para vencer en cualquier guerra. Podemos agregar otra: Tucídides nunca creyó en el principio que tanto gustan repetir quienes no confían en los argumentos, en las revisiones críticas: “yo sé lo que digo porque lo viví”. Alguna vez anotamos que esta idea se destruye fácilmente con dos observaciones contrarias de quienes vivieron un mismo hecho. Tucídides lo evidenció así: “La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según las simpatías por unos y por otros o seguían la memoria de cada uno”. (Ed. Gredos, Madrid 1990, pág. 164)

Según Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso), para que Esparta, la otra gran ciudad, entrase en guerra con la dominante Atenas, los corintios se dirigieron a su asamblea retratando a la gran democracia enemiga: “ellos [los atenienses] son innovadores, resueltos en la concepción y ejecución de sus proyectos; vosotros tendéis a dejar las cosas como están, a no decir nada y a no llevar a cabo ni siquiera lo necesario” (236). Luego: “al igual que pasa en las técnicas, las novedades siempre se imponen”. (238)

Enterados los embajadores atenienses de este discurso, responden con las siguientes palabras: “por el mismo ejercicio del mando nos vimos obligados desde un principio a llevar el imperio a la situación actual, primero por temor, luego por honor, y finalmente por interés; y una vez que ya éramos odiados por la mayoría, y que algunos ya habían sido sometidos después de haberse sublevado, y que vosotros ya no erais nuestros amigos como antes, sino que os mostrabais suspicaces y hostiles, no parecía seguro correr el riesgo de aflojar. […] Disponer bien de los propios intereses cuando uno se enfrenta a los mayores peligros no puede provocar el resentimiento de nadie”. (244) “Tampoco hemos sido los primeros en tomar una iniciativa semejante, sino que siempre ha prevalecido la ley de que el más débil sea oprimido por el más fuerte; creemos, además, que somos dignos de este imperio, y a vosotros así os lo parecíamos hasta que ahora, calculando vuestros intereses, os ponéis a invocar razones de justicia, razones que nunca ha puesto por delante nadie que pudiera conseguir algo por la fuerza para dejar de acrecentar sus posesiones. […] en todo caso, creemos que si otros ocuparan nuestro sitio, harían ver perfectamente lo moderado que somos”. (126) “En todo caso, si vosotros nos vencierais y tomaras la dirección del imperio, rápidamente perderías la simpatía que os habéis atraído gracias al miedo que nosotros inspiramos.” (249) “Cuando los hombres entran en guerra, comienzan por la acción lo que debería ser su último recurso, pero cuando se encuentran en la desgracia, entonces ya recurren a las palabras” (250).

Tocados en su amor propio, la conservadora y xenófoba Esparta decide enfrentarse al expansionismo ateniense. Los atenienses, convencidos por Pericles, se niegan a negociar y enfrentan solitarios una guerra que los lleva a la catástrofe. “No debemos lamentarnos por las casas y por la tierra —advierte Pericles repitiendo un conocido tópico de la época—, sino por las personas: estos bienes no consiguen hombres, sino que son lo hombres quienes consiguen bienes”. (370)

Sin embargo, la guerra extiende muertos sobre Grecia. Más tarde, en un discurso fúnebre, Pericles (Libro II) nos da testimonio de los ideales y representaciones de los antiguos griegos, que hoy llamaríamos “preceptos humanistas”. Refiriéndose a la costumbre espartana de expulsar a cualquier extranjero de su tierra, Pericles procura un contraste moral: “nuestra ciudad está abierta a todo el mundo, y en ningún caso recurrimos a las expulsiones de los extranjeros” (451). En otro discurso completa este retrato ideológico, repitiendo ideas ya formuladas por otros filósofos de Atenas y que olvidaron los conservadores de hoy: “Tengo para mí, en efecto, que una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como estado. Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva mucho más fácilmente”. (484)

Paradójicamente, el igualitarismo humanista de Pericles no escapa al patriotismo opresor, al orgullo y a la vanidad del dominio como valores superiores. Como si la clarividencia de la “naturaleza humana” en sociedad se convirtiese en miopía al extender la mirada más allá de los límites de su propia patria. Entonces recurre a la gloria y al honor de la memoria futura como valor absoluto para cualquier sacrificio. La democracia radical intramuros se convierte en imperialismo hacia fuera: “Daos cuenta de que ella [Atenas] goza del mayor renombre entre todos los hombres por no sucumbir a las desgracias y por haber gastado en la guerra más vidas y esfuerzos que ninguna otra; pensad que también ella posee la mayor potencia conseguida hasta nuestros días, cuya memoria, aunque ahora llegáramos a ceder un poco (pues todo ha nacido para disminuir), perdurará para siempre en las generaciones futuras; se recordará que somos los griegos que hemos ejercido nuestro dominio sobre mayor número de griegos, que hemos sostenido las mayores guerras tanto contra coaliciones como contra ciudades separadas, y que hemos habitado la ciudad más rica en toda clase de recursos y la más grande. […] Ser odiados y resultar molestos de momento es lo que siempre les ha ocurrido a todos los que han pretendido dominar a otros; pero quien se expone a la envidia por los más nobles motivos toma la decisión acertada”. (491)

En su introducción crítica a esta misma edición de Gredos, Julio Calogne Ruiz recuerda que “el objetivo de Esparta no era el dominio sobre nuevas ciudades, sino el de poner fin al incremento progresivo del poderío ateniense, marcadamente imperialista. Puesto que todo el poder de Atenas venía de los tributos de los súbditos, el pretexto que dio Esparta para combatir era el de liberación de todas las ciudades griegas”. (20) Luego especula: “muchos atenienses modestos debían de darse cuenta de que su bienestar dependía básicamente de la continuidad en la dominación sobre los aliados sin pensar si esta era justa o injusta” (26).

“La cuestión del poder en el siglo V es —continúa Calogne Ruiz—, la del imperialismo de Atenas. Durante tres cuartos de siglo Atenas es un imperio y nada en la vida ateniense puede sustraerse a esa realidad”. (80)

No obstante, esta realidad, que a veces es nombrada de forma explícita por Tucídides, nunca se expresa como tema central en las mayores obras de la literatura y del pensamiento antiguo.

En The World, the Text, and the Critics Edward Said, refiriéndose a la literatura de los últimos siglos, reflexiona sobre la falsa neutralidad política de la cultura y la pretendida “libertad absoluta” de la creación literaria: “Lo que semejantes ideas encubren, mistifican, es precisamente la red que une a los intelectuales con el Estado y con un imperialismo mundial que, en el momento de cada escritura, impone su propia técnica narrativa. […] Lo que deberíamos preguntarnos es por qué tan pocos ‘grandes novelistas’ han encarado los mayores problemas socioeconómicos más allá de sus propias existencias —como el colonialismo y el imperialismo— y por qué, también, los críticos han continuado consagrando este silencio”. (p. 176; traducción nuestra)

Las históricas virtudes de Atenas —desde nuestro punto de vista humanista—, contrastan con sus defectos; significan fuertes contradicciones que no son reconocidas, sino glorificadas: Atenas se reconoce como una justa democracia al mismo tiempo que defiende su derecho a imponer sus intereses por la fuerza. Tal vez fue el imperio Británico el último imperio en enorgullecerse de esta condición. Como actualmente el pensamiento especializado y el pensamiento popular están marcados por las corrientes post-colonialistas de los años ’60, el ideoléxico imperialismo ha pasado a poseer connotaciones negativas, razón por la cual nadie quiere hacerse cargo de semejante distinción.

Jorge Majfud

Mayo, 2007

An Imperial Democracy

Judging by the documents that remain to us, Thucydides (460-396 B.C.) was the first philosopher in history to discover power as a human phenomenon and not as a virtue conferred by the heavens or demons. He was also aware of the principal value of money in defeating the enemy in any war. We can add another: Thucydides never believed in the principle that those with no trust in arguments are so fond of repeating in revisionist criticism: “I know what I am talking about because I lived it.” We once noted that this idea was easily destroyed with two contradictory observations by those who experienced the same event. Thucydides demonstrated it thusly: “Investigation has been laborious because the witnesses have not given the same versions of the same deeds, but according to their sympathies for some and for others or they followed the memory of each one.” (Ed. Gredos, Madrid 1990, p. 164)

According to Thucydides, in order for Sparta, the other great city state, to go to war against the dominant Athens, the Corinthians directed themselves to their assembly with a portrait of the great enemy democracy: “they [the Athenians] are innovators, resolute in the conception and execution of their projects; you tend to leave things as they are, to say nothing and to not even carry out that which is necessary” (236). Then: “exactly as it happens in techniques, novelties always impose themselves.” (238)

Hearing of this speech, the Athenian ambassadors responded with the following words: “by the very exercise of command we saw ourselves obligated from the beginning to take the empire into the present situation, first out of fear, then out of honor, and finally out of interest; and once we were already hated by the majority […] it did not seem safe to run the risk of letting go.” (244) The law that the weaker be oppressed by the stronger has always prevailed; we believe, besides, that we are worthy of this empire, and that we appeared so to you until now, calculating your interests, you set about invoking reasons of justice, reasons that no one has ever set forth who might obtain something by force in order to stop increasing their possessions. […] in any case, we believe that if others occupied our place, they would make perfectly clear how moderate we are”; (246) “if you were to defeat us and take control of the empire, you would quickly lose the sympathy which you have attracted thanks to the fear that we inspire.” (249)

Its pride provoked, the conservative and xenophobic Sparta decides to confront Athenian expansionism. The Athenians, convinced by Pericles, refuse to negotiate and face by themselves a war that leads them to catastrophe. “We should not lament for the houses and for the land – advises Pericles, repeating a well-known topic of the period – but for the people: these goods do not obtain men, but rather it is men who obtain goods.” (370)

Nonetheless, the war extends death over Greece . In a funeral speech, Pericles (Book II) gives us testimony of the ideals and representations of the ancient Greeks, which today we would call “humanist precepts.” Refering to the Spartan custom of expelling any foreigner from their land, Pericles finds a moral contrast: “our city is open to the whole world, and in no case do we turn to expulsions of foreigners” (451) In another speech he completes this ideological portrait, repeating ideas already formulated by other philosophers of Athens and which today’s conservatives have forgotten: “a city that progresses collectively turns out to be more useful to individual interests than another that has prosperity in each one of its citizens, but is being ruined as a state. Because a man whose private affairs go well, if his fatherland is destroyed, he goes equally to ruin with it, while he who is unfortunate in a fortunate city is saved much more easily.” (484)

But humanist egalitarian that Pericles was, he did not escape from oppressive patriotism. As if Greek foresight had become myopia by extending the gaze beyond the limits of his own homeland. Radical democracy at home becomes imperialism abroad: “Realize that she [Athens] enjoys the greatest renown among all men for not succumbing to disgrace and for having expended in war more lives and effort than any other; know that she also possesses the greatest power achieved until our days, whose memory, even though we now may come to cede a little (since everything has been born in order to diminish), will endure forever in future generations; it will be remembered that it is we Greeks who have exercised our dominion over the greatest number of Greeks, who have sustained the greatest wars against both coalitions and separate cities, and who have inhabited the richest city in every kind of resources and the largest. […] To be hated and prove a nuisance for the moment is what has always happened to those who have attempted to dominate others; but whomever exposes himself to envy for the most noble motives takes the correct decision.” (491)

In his critical introduction to this same Gredos edition, Julio Calogne Ruiz recalls that Sparta ’s objective was “to put an end to the progressive increase of the Athenians’ markedly imperialist power. Given that all of Athens ’ power came from the tributes of its subjects, the pretext that Sparta gave to go to war was the liberation of all Greek cities.” (20) Then he speculates: “many ordinary Athenians must have realized that their well-being basically depended on the continuity of domination over the allies without thinking about whether this was just or unjust.” (26)

The question of power in the Fifth Century is – continues Calogne Ruiz – the question of the imperialism of Athens . For three quarters of a century Athens is an empire and nothing in Athenian life can be removed from that reality.” (80)

Nonetheless, this reality, which at times is explicitly named by Thucydides, is never expressed as a central theme in the major works of ancient thought and literature.

In The World, the Text, and the Critic Edward Said, referring to the literature of recent centuries, reflects on the false political neutrality of culture and the so-called “absolute freedom” of literary creation: “What such ideas mask, mystify, is precisely the network binding writers to the State and to a world-wide ‘metropolitan’ imperialism that, at the moment they were writing, furnished them in the novelistic techniques of narration. […] What we must ask is why so few ‘great’ novelists deal directly with the major social and economic outside facts of their existence – colonialism and imperialism – and why, too, critics of the novel have continued to honor this remarkable silence.” (p. 176)

© Dr. Jorge Majfud

The University of Georgia

Mayo, 2007

Translated by Dr. Joseph Campbell

Democracias de piedra, libertades de papel, seguridades de tijera

Hace diez años, en contradicción con la ola posmodernista, desarrollamos en Crítica de la pasión pura la idea de la moral como una forma de consciencia colectiva. De la misma forma que un cardumen o un enjambre actúa y se desarrolla como un solo cuerpo, de la misma forma que James Lovelock entendía Gaia —el planeta Tierra— como un solo cuerpo vivo, también podíamos entender a la Humanidad como una consciencia en desarrollo, con unos valores básicos y comunes que trascienden las diferencias culturales.

Estos valores se basan, abrumadoramente, en la renuncia del individuo a favor del grupo, en la conciencia superadora del más primitivo precepto de la sobrevivencia del más apto, como simples individuos en competencia. Es así que surge la representación del héroe y de cualquier figura positiva a lo largo de la historia.

El problema, la traición, se produce cuando estos valores se convierten en mitos al servicio se clases y de sectas en el poder. Lo peor que le puede ocurrir a la libertad es convertirse en una estatua. Los “conflictos de intereses”, normalmente presentados como naturales, en una perspectiva trascendente significarían sólo una patología. Una cultura que apoye y legitime esta traición a la conciencia de la especie debería ser vista —para usar la misma metáfora— como una fobia autodestructiva de esa conciencia de la especie.

Probablemente una forma de democracia radical sea el próximo paso que está por dar la humanidad. ¿Cómo sabremos cuando este paso se esté produciendo? Necesitamos indicios.

Un fuerte indicio será cuando la administración de los significados deje de estar en manos de las elites, especialmente de las elites políticas. La democracia representativa representa lo reaccionario de nuestro tiempo. Pero la democracia directa no se dará por ninguna revolución brusca, liderada por individuos, ya que es, por definición, un proceso cultural donde la mayoría comienza a reclamar y compartir el poder social. Cuando esto ocurra, los parlamentos del mundo serán lo que hoy en día son los reyes de Inglaterra: un adorno oneroso del pasado, una ilusión de continuidad.

Cada vez que la “opinión pública” cambia bruscamente después de un discurso oficial, después de una campaña electoral, después del bombardeo de publicidad —fuerza que siempre procede del dinero de una minoría—, deberemos entender que ese paso se encuentra aún lejos de consolidarse. Cuando los pueblos se independicen de los discursos, cuando los discursos y las narraciones sociales no dependan de las minorías en el poder, podremos pensar en cierto avance hacia la democracia directa.

Veamos brevemente esta problemática de la lucha por el significado.

Existen palabras con escaso interés social y otras que son el tesoro en disputa, el territorio reclamado por diferentes grupos antagónicos. En el primer grupo podemos reconocer palabras como paraguas, glicemia, fama, huracán, simpático, ansiedad, etc. En el segundo grupo encontramos otros términos como libertad, democracia y justicia (vamos a llamar a éstos ideoléxicos). También realidad y normal son términos altamente conflictivos, pero por lo general se encuentran restringidos a la especulación filosófica. A no ser como instrumentos —como la definición de normal— no son objetivos directos del poder social.

La eterna lucha por el poder social crea una cultura de partido que hace visible los llamados partidos políticos. Por lo general, son estos mismos partidos los que hacen posible la continuidad de un determinado poder social creando la ilusión de un posible cambio. Por esta cultura, las personas tendemos a posicionarnos ante cada problema social antes de un análisis desapasionado del mismo. La lealtad ideológica o el amor propio no deberían involucrarse en estos casos, pero no podemos negar que son piezas fundamentales de la disputa dialéctica y a todos nos pesan.

Todo conflicto se establece en un tiempo presente pero obsesivamente recurre a un pasado prestigioso, consolidado. Recurriendo a esa misma historia, cada grupo antagónico, sea en México o en Estados Unidos, buscará conquistar el campo semántico con diferentes narraciones, cada una de las cuales tendrá como requisito la unidad y la continuidad de ese hilo narrativo. Rara vez los grupos en disputa prueban algo; por lo general narran. Como en una novela tradicional, la narración no depende tanto de los hechos exteriores al relato sino de la coherencia interna y verosimilitud que posea esa narración. Por ello, que uno de los actores en disputa —un diputado, un presidente— reconozca un error, se convierte en una grieta mayor que si la realidad lo contradice todos los días. ¿Por qué? Porque la imaginación es más fuerte que la realidad y ésta, por lo general, no se puede observar sino a través de un discurso, de una narración.

La diferencia radica en qué intereses mueve cada narración. No es lo mismo un esclavo recibiendo azotes y agradeciendo por el favor recibido que otra versión de los hechos que cuestiona ese concepto de justicia. Tal vez la objetividad no exista, pero siempre existirá la presunción de la realidad y, por ende, de una verdad posible.

Uno de los métodos más comunes utilizados para administrar o disputar el significado de cada término, de cada concepto, es la asociación semántica. Es el mismo recurso de la publicidad que se permite la libertad de asociar una crema de afeitar con el éxito económico o un lubricante para autos con el éxito sexual.

Cuando el valor de la integración racial se encontraba en disputa en el discurso social de los años ’50 y ’60 en Estados Unidos, varios grupos de blancos sureños desfilaban por las calles portando carteles que declaraban: Race mixing is communism (“Integración racial es comunismo”. Time, 24 de agosto de 1959). El mismo cartel en Polonia hubiese sido una declaración a favor de la integración racial, pero en tiempos de McCarthy significaba todo lo contrario: la palabra comunismo se encontraba consolidada como ideoléxico negativo. No se disputaba su significado. Todo lo que fuese asociado a ese demonio estaba condenado a morir o por lo menos al fracaso.

La historia reciente nos dice que esa asociación fracasó, al menos en la narración colectiva sobre el valor de la “integración racial”. Tanto, que hoy se usa la bandera de la diversidad como un axioma indiscutible. Razón por la cual los nuevos racistas deben integrar a sus propósitos narrativos la diversidad como valor positivo para desarrollar una nueva narración contra los inmigrantes.

En otros casos el mecanismo es semejante. Recientemente, un legislador norteamericano, criticado por llamar “tercer mundo” a Miami, declaró que está a favor de la diversidad siempre y cuando se imponga un solo idioma y una sola cultura en todo el país (World Net Daily, 13 de diciembre) y que no existan “extensos barrios étnicos donde no se habla inglés y están controlados por culturas extranjeras”. (Diario de las Américas, 11 de noviembre)

Todo poder hegemónico necesita una legitimación moral y ésta se logra construyendo una narración que integre aquellos ideoléxicos que no están en disputa. Cuando Hernán Cortés o Pizarro cortaban manos y cabezas lo hacían en nombre de la justicia divina y por mandato de Dios. Incipientemente comenzaba a surgir la idea de liberación. Los mesiánicos de turno entendían que al imponer su propia religión y su propia cultura, casi siempre por la fuerza, estaban liberando a los primitivos americanos de la idolatría.

Hoy en día el ideoléxico democracia se ha impuesto de tal forma que incluso se la usa para nombrar sistemas autoritarios o teocráticos. Los grupos minoritarios que deciden cada día la diferencia entre la vida o la muerte de miles de personas, si bien en privado no desprecian el antiguo argumento de la salvación y la justicia divina, suelen preferir en público la bandera menos problemática de la democracia y la libertad. Ambos ideoléxicos son tan positivos que su imposición se justifica aunque sea vía intravenosa.

Por imponer una cultura por la fuerza los conquistadores españoles son recordados como bárbaros. Quienes hacen lo mismo hoy en día están motivados, ahora sí, por buenas razones: la democracia, la libertad —nuestros valores, que son siempre los mejores. Pero así como los héroes de ayer son los bárbaros de hoy, los héroes de hoy serán los bárbaros de mañana.

Si la moral es sus extractos más básicos representa la consciencia colectiva de la especie, es probable que la democracia directa llegue a significar una forma de pensamiento colectivo. Paradójicamente, el pensamiento colectivo es incompatible con el pensamiento único. Esto por las razones antes anotadas: un pensamiento único puede ser el resultado de un interés sectario, de clase, de nación. Diferente, el pensamiento colectivo se perfecciona en la diversidad de todas sus posibilidades, actuando en beneficio de la Humanidad y no de minorías en conflicto.

En un escenario semejante, no es difícil imaginar una nueva era con menos conflictos sectarios y guerras absurdas que sólo benefician a siete jinetes con poder, mientras pueblos enteros mueren, con fanatismo o sin querer, en nombre del orden, la libertad y la justicia.

Jorge Majfud

The University of Georgia, diciembre 2006.

Rock Democracies, Paper Freedoms, Scissors Securities

Ten years ago, contradicting the postmodernist wave, we developed in Crítica de la pasión pura (Critique of Pure Passion) the idea of morality as a form of collective conscience.  In the same way that a school of fish or a swarm of bees acts and develops as one body, in the same way that James Lovelock understood Gaia – Planet Earth – as one living body, we could also understand Humanity as one conscience in development, with some common and basic values that transcend cultural differences.

These values are based, overwhelmingly, on the renunciation of the individual in favor of the group, on the conscience that supercedes the more primitive precept of the survival of the fittest, as mere individuals in competition.  That is how the representation of the hero and of any other positive figure emerges throughout history.

The problem, the betrayal, is produced when these values become myths at the service of classes and sects in power.  The worst thing that can happen to freedom is for it to be turned into a statue.  The “conflicts of interests,” normally presented as natural, from a broader perspective would represent a pathology.  A culture that supports and legitimizes this betrayal of the conscience of the species should be seen – to use the same metaphor – as a self-destructive phobia of that species conscience.

Probably a form of radical democracy will be the next step humanity is ready to take.  How will we know when this step is being produced?  We need signs.

One strong sign will be when the administration of meaning ceases to lie in the hands of elites, especially of political elites.  Representative democracy represents what is reactionary about our times.  But direct democracy will not come about through any brusque revolution, led by individuals, since it is, by definition, a cultural process where the majority begins to claim and share social power.  When this occurs, the parliaments of the world will be what the royals of England are today: an onerous adornment from the past, an illusion of continuity.

Every time “public opinion” changes brusquely after an official speech, after an electoral campaign, after a bombardment of advertising – power that always flows from the money of a minority – we must understand that that next step remains far from being consolidated.  When publics become independent of the speeches, when the speeches and social narrations no longer depend on the powerful minorities, we will be able to think about certain advance toward direct democracy.

Let’s look briefly at this problematic of the struggle over meaning.

There are words with scarce social interest and others that are disputed treasure, territory claimed by different antagonistic groups.  In the first category we can recognize words like umbrella, glycemia, fame, hurricane, nice, anxiety, etc.  In the second category we find terms like freedom, democracy and justice (we will call these ideolexicons).  Reality and normal are also highly conflictive terms, but generally they are restricted to philosophical speculation.  Unless they are instruments – like the definition of normal – they are not direct objectives of social power.

The eternal struggle for social power creates a partisan culture made visible by the so-called political parties.  In general, it is these same parties that make possible the continuity of a particular social power by creating the illusion of a possible change.  Because of this culture, we tend to adopt a position with respect to each social problem instead of a dispassionate analysis of it.  Ideological loyalty or self love should not be involved in these cases, but we cannot deny that they are fundamental pieces of the dialectical dispute and they weigh on us all.

All conflict is established in a present time but recurs obsessively to a prestigious, consolidated past.  Recurring to that same history, each antagonistic group, whether in Mexico or in the United States, will seek to conquer the semantic field with different narrations, each one of which will have as a requirement the unity and continuity of that narrative thread.  Rarely do the groups in dispute prove something; generally they narrate.  Like in a traditional novel, the narration does not depend so much on facts external to the story as on the internal coherence and verisimilitude possessed by that narration.  For that reason, when one of the actors in the dispute – a congressional representative, a president – recognizes an error, this becomes a greater crack in the story than if reality contradicted him every day.  Why?  Because the imagination is stronger than reality and the latter, generally speaking, cannot be observed except through a discourse, a narration.

The difference lies in which interests are moved by each narration.  A slave receiving lashes of the whip and giving thanks for the favor received is not the same as another version of the facts which questions that concept of justice.  Perhaps objectivity does not exist, but the presumption of reality and, therefore, of a possible truth will always exist.

One of the more common methods used to administer or dispute the meaning of each term, of each concept, is semantic association.  It is the same resource that allows advertising to freely associate a shaving cream with economic success or an automotive lubricant with sexual success.

When the value of racial integration found itself in dispute in the social discourse of the 1950s and 1960s in the United States, various groups of southern whites marched through the streets carrying placards that declared: Race mixing is communism (Time, August 24, 1959).  The same placard in Poland would have been a declaration in favor of racial integration, but in the times of McCarthy it meant quite the contrary: the word communism had been consolidated as a negative ideolect.  The meaning was not disputed.  Anything that might be associated with that demon was condemned to death or at least to failure.

Recent history tells us that that association failed, at least in the collective narration about the value of “racial integration.”  So much so that today the banner of diversity is used as an inarguable axiom.  Which is why the new racists must integrate to their own purposes narratives of diversity as a positive value in order to develop a new narration against immigrants.

In other cases the mechanism is similar.  Recently, a U.S. legislator, criticized for calling Miami “third world,” declared that he is in favor of diversity as long as a single language and a single culture is imposed on the entire country, (World Net Daily, December 13) and there are no “extensive ethnic neighborhoods where English is not spoken and that are controlled by foreign cultures.” (Diario de las Américas, November 11)

All hegemonic power needs a moral legitimation and this is achieved by constructing a narration that integrates those ideolexicons that are not in dispute.  When Hernán Cortés or Pizarro cut off hands and heads they did it in the name of divine justice and by order of God.  Incipiently the idea of liberation began to emerge.  The messianic powers of the moment understood that by imposing their own religion and their own culture, almost always by force, they were liberating the primitive Americans from idolatry.

Today the ideolexicon democracy has been imposed in such a way that it is even used to name authoritarian and theocratic systems. Minority groups that decide every day the difference between life and death for thousands of people, if indeed in private they don’t devalue the old argument of salvation and divine justice, tend to prefer in public the less problematic banner of democracy and freedom.  Both ideolexicon are so positive that their imposition is justified even if it is intravenously.

Because they imposed a culture by force the Spanish conquistadors are remembered as barbaric.  Those who do the same today are motivated, this time for sure, by good reasons: democracy, freedom – our values, which are always the best.  But jast as the heroes of yesterday are today’s barbarians, the heroes of today will be the barbarians of tomorrow.

If morality and its most basic extracts represent the collective conscience of the species, it is probable that direct democracy will come to signify a form of collective thought.  Paradoxically, collective thinking is incompatible with uniform thinking.  This for reasons noted previously: uniform thinking can be the result of a sectarian interest, a class interest, a national interest.  In contrast, collective thinking is perfected in the diversity of all possibilities, acting in benefit of Humanity and not on behalf of minorities in conflict.

In a similar scenario, it is not difficult to imagine a new era with fewer sectarian conflicts and absurd wars that only benefit seven powerful riders, while entire nations die, fanatically or unwilling, in the name of order, freedom and justice.

Dr. Jorge Majfud

February 2007

Translated by Dr. Bruce Campbell

El miedo a la libertad: sobre izquierdas y derechas

c. 1868

Image via Wikipedia

Fear of Freedom: On the Left and the Right (English)

El miedo a la libertad: sobre izquierdas y derechas

Por lo general, un fenómeno histórico se naturaliza gracias a la desmemoria (de ahí el valor político de la neutralidad y del olvido). Claro que no todas son razones políticas: se suponía que del corazón procedía un nervio que terminaba en uno de los dedos de la mano izquierda, razón por la cual hoy se usa allí el anillo de bodas. Un hombre lleva a su novia al altar con el brazo izquierdo porque siglos atrás otros novios debían dejar la derecha libre para empuñar la espada destinada a ensartar al enemigo.

Los carruajes circulaban por el lado izquierdo de los caminos: la derecha del chofer empuñaba el arma para defenderse de los otros conductores. Por razones políticas, la Francia y la Norteamérica revolucionarias eligieron circular por la otra mano y Napoleón lo confirmó, no por ser revolucionario sino porque era zurdo. Darse la mano o saludar con la derecha en alto pudo significar lo mismo: era la forma de verificar amistosamente que uno no estaba armado.

A pesar de que la derecha significaba la violencia, simbólicamente era asociada con todas las virtudes. El caballero que cruzaba solitario o junto a otros nobles los campos de Europa y Medio Oriente estimaba su mano derecha por muchas razones, entre las cuales estaba la identificación con la defensa.

En un mundo violento, la derecha servía para defenderse, por lo tanto poseía un valor superior a la izquierda y a la razón. No se discutía que la derecha servía para defenderse de otras derechas en una cultura de la violencia. Igual, los ejércitos se justifican aún hoy por la defensa de la patria y del honor y no por el ataque a otras patrias y a otros honores. Right, destra, derecha, derecho, diestro pasan a ser sinónimos de virtud mientras que la izquierda se identifica con lo siniestro (la sinistra). La cultura alimentaba la superstición de que un zurdo era un socio del Mal y a los niños en las escuelas se les ataba la mano izquierda y se los forzaba a escribir con la derecha.

Al mismo tiempo, como ya observara Saussure, un signo no tiene por qué tener alguna relación necesaria con su significado. El hecho de que Jacobinos y Girondinos se sentaran de un lado o en el otro de la Asamblea Nacional de la Francia revolucionaria fue meramente circunstancial.

Lo que no es accidental es la creación de campos semánticos (el establecimiento de ideoléxicos) en la lucha por el poder social.

Veinte o treinta años atrás en el Cono Sur era suficiente declararse izquierdista para ir a la cárcel o perder la vida en una sesión de tortura. Casi la mayoría de los ciudadanos y casi todos los medios de prensa cuidaban -de formas diversas- de identificarse con la derecha. Ser de derecha no sólo era políticamente correcto sino, además, una necesidad de sobrevivencia. La valoración de este ideoléxico ha cambiado de forma dramática. Lo demuestra un reciente juicio que tiene lugar en Uruguay. Búsqueda, un semanario muy conocido, ha entablado juicio contra un senador de la república, José Korzeniak, porque lo definió como «de derecha». Si esta actitud fuera generalizada, tendríamos que decir que la censura ya no procede del poder político hacia los medios de comunicación, como antes, sino de los medios de comunicación hacia los políticos en el poder. Lo cual sería una interesante rareza histórica.

Otra rareza la constituye el proceso. La jueza del caso debió llamar a diferentes testigos para definir qué es derecha y qué es izquierda. Se asume que el proceso judicial debe resolver un problema filosófico que nunca ha quedado cerrado ni resuelto. El ejercicio dialéctico es totalmente saludable, pero la forma y el lugar resultan por lo menos surrealistas.

Supongo que si se demostrase que Búsqueda no es de derecha el senador perdería el juicio, pero si se demostrase lo contrario, sería absuelto de su delito. No obstante, de aquí se desprende otro problema. ¿Cómo, es delito la libertad de expresión? ¿Qué importa si Búsqueda es de derecha o es de izquierda para la ley? ¿Por qué se debería considerar un insulto o un delito civil ser de derecha? ¿No es de derecha toda la oposición al gobierno y quien sabe si no también el gobierno mismo desde algún punto de vista más radical?

Descartamos las pretensiones de independencia, de neutralidad o de objetividad, porque esas supersticiones ya fueron demolidas por pensadores como Edward Said. Nada en la cultura es neutral, aunque la voluntad de objetividad sea una virtud utópica a la que no debemos renunciar. Parte de la honestidad intelectual consiste en reconocer que nuestro punto de vista es humano y no necesariamente el punto de vista de Dios. Históricamente se prescribe neutralidad política sólo cuando se trabaja a favor de un statu quo, ya que todo orden social implica una red de valores políticos impuesta por la violencia de su pretendida neutralidad.

Si el senador es de izquierda o de derecha, si este o aquel diario son de izquierda o de derecha, eso le corresponde juzgar a cada ciudadano. Lo único que cada ciudadano debe exigirle a la ley, a la justicia, es que respete y proteja su derecho de opinar lo que se le antoje y su derecho a hacerlo en cualquier medio. En una sociedad abierta, la censura sólo debería proceder de la razón o de la fuerza de los argumentos. Si fuese posible un consenso social sobre un tema x, éste debería derivar de la más absoluta libertad de expresión y no de la imposición de la fuerza de alguna autoridad o del miedo al «delito de opinión».

¿Es que los uruguayos, que tanto nos enorgullecemos de nuestra tradición democrática, todavía no podemos superar los parámetros mentales de la dictadura? ¿Por qué ese miedo a la libertad?

En muchos de nuestros países todavía proliferan los juicios por razones de «honor». La impronta del duelo a muerte -herencia de los violentos caballeros de la Edad Media- proyecta sus trazas sobre una mentalidad anacrónica. Como el célebre «honor de las armas», ideoléxico paradójico, si los hay, ya que nada menos indicado para ostentar honor que los instrumentos de la muerte.

Alguien podría argumentar que si Juan me insulta eso mancha mi honor. Sin embargo, aún en ese extremo, en una sociedad abierta yo tendría el mismo derecho a responder al hipotético agravio usando los mismos medios. Pero la misma idea de que alguien puede agraviar a otra persona recurriendo al insulto es una construcción equívoca: quien insulta gratuitamente insulta su propia inteligencia. Si supiésemos desarrollar una cultura de la libertad y desterrar el implícito miedo al debate y la disidencia, el insulto sería un recurso indeseado como lo es hoy batirse en un ridículo duelo de armas. Por la misma razón, dejaríamos de confundir las críticas con el agravio personal.

Puedo entender que la apología del delito sea considerada un delito en sí, pero todavía no hemos podido demostrar cabalmente que llamando a alguien o a un medio de prensa con el título de «derecha» sea una apología del delito. Primero, porque ser de derecha no induce necesariamente (de forma directa y deliberada) al robo o al crimen. Segundo, porque conocemos personas que creen honestamente que ser de derecha es una virtud y no un insultante defecto. Tercero, porque nadie está a salvo de actos y de opiniones de derecha.

Jorge Majfud

Mayo 2007

Entre o curandeiro e o terapeuta, o medo da liberdade

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Em nosso tempo histórico podem ser reconhecidos vários êxitos humanistas em progresso, como a desobediência das massas, a progressiva equiparação dos direitos humanos e a aceitação da diversidade como acompanhante dessa igualdade radical entre indivíduos. Mas também deve ser registrada a progressão de outras taras. Por exemplo, nossa cultura subestimou em uma medida crescente e insuportável a vontade do indivíduo, ao mesmo tempo que fez da individualidade um ilusório ídolo de barro.

Talvez se trate de um processo dialético. Ao mesmo tempo que a humanidade pugna por sua liberação social, impõe-se uma idéia panfletária da liberdade. O indivíduo converte-se em um ente individualista, intoxicado por uma overdose de discursos que apelam à idéia de sua liberdade. Assim, acreditamo-nos livres como um pássaro no céu, que, fatalmente, segue as rotas magnéticas da migração.

A política partidária em seus fins tradicionais tende a isso. Ainda que possa ser um instrumento (provisório) de ação pela libertação, sua própria constituição procura e exige a obediência e a renúncia à liberdade – do poder – dos indivíduos que seguem seus líderes.

Em muitos aspectos, também a psicologia dominante, a psicologia populista colocou o problema desse modo. Um médico, em geral, não nos exige fé para curar uma fratura ou baixar nosso colesterol. Um curandeiro ou um terapeuta sim (sempre haverá maravilhosas exceções). Se o curandeiro ou o terapeuta fracassam, não serão responsáveis: o responsável é o paciente, o homem ou a mulher sem fé, o doente que resiste à cura. Isso é parte de uma equivocada tradição cristã, a qual, em última instância, leva sua verdade: a revolução interior, a cura final, radica no  indivíduo, em sua própria responsabilidade, em sua vontade de liberdade.

O problema é que a mesma cultura dominante fez da vontade uma antigüidade. Os ladrões são considerados enfermos, como os alcoólatras e os fumantes. Os enfermos ou os diferentes, que antes deviam sofrer a perseguição e a fogueira, agora são, indiscriminadamente, vítimas, objetos ou sujeitos da compaixão. Uma cultura que considera “doença” qualquer conduta indesejada deveria considerar a si mesma uma cultura doente.

Como parte da sociedade de consumo, proliferam as terapias para todo tipo e gosto, sob a benção do “politicamente correto”. Ali aparecem os Dom Francisco – não nego seu bom coração – falando em tom piedoso com um senhor que bate em sua mulher: “Senhor, você está doente. Deve pedir ajuda. Deve fazer uma terapia”. Isso é dito na televisão e todos aplaudem, inclusive o homem que, com lágrimas nos olhos, bateu em sua mulher durante dez anos.

Se o homem reconhece que é mau e aceita o regramento de uma terapia, é promovido a herói moderno, exemplo de civilização. E claro, em parte, o método dá resultado. O bom é que, como no curandeirismo, essa superstição funciona porque quem paga pelo serviço sempre obtém algo em troca. O dinheiro substituiu as folhas de tabaco e as defumações, e o senhor ou a senhora especialista em corações, desde seu impressionante espaço xamânico, substituiu o bruxo ou o padre que aliviava e curava os pecados com cem avemarias em troca da vontade e da liberdade do crente.

Mas não importa. Sejamos práticos enquanto isso. Terapia para emagrecer, terapia para engordar, terapia de casal para não separar, terapia de casal para separar, terapia para sobreviver à terapia, terapias de quarenta e cinco minutos para ser feliz à vista. É nosso tempo, e é preciso jogar com as cartas que estão sobre a mesa. O método dá resultado, embora a cura seja um sintoma da doença. Pela mesma razão resulta que falhamos todos: por esquecermos que, mais que doentes, somos apenas indignos de um mínimo de vontade pela liberdade. Pagamos a um estranho para que nos resolva os problemas que não podemos resolver por falta de vontade. Você fuma e não pode deixar de fazê-lo? Mentira, senhor, você não quer deixar de fumar e ponto. Você é infiel, violento, jogador, ambicioso, avaro, sexomaníaco? Você não está doente, você é um cretino, de acordo com os padrões dos últimos cinco mil anos.

Claro que no limite da irracionalidade um indivíduo deixa de ser responsável por seus atos e se converte em um doente. Neste caso, necessita ajuda. A vítima costuma compartilhar um grau de responsabilidade que alimenta o opressor, embora a responsabilidade do opressor esteja multiplicada pela quota de poder que mantém. O problema é quando temos uma sociedade composta de entes que cada vez se declaram menos responsáveis por seus atos. Outro sintoma da Sociedade Autista. Divíduos ou indivíduos que pretendem resolver tudo, pagando a um terceiro para que alimente uma enfermidade cultural, com um alívio de suas próprias debilidades

Paradoxalmente, as nossas são sociedades que se vangloriam de altos padrões de liberdade. Mas uma sociedade que negue ou subestime o valor da vontade do indivíduo também está doente. Como dizia o hindú M. N. Roy (Radical Humanism, 1952), com um tom existencialista, só a liberdade individual é real (“freedom is real only as individual freedom”). Não existe plena liberação individual sem a progressiva liberação social, mas o objetivo da sociedade e de sua liberação segue sendo a liberdade de consciência do indivíduo. Os humanistas não apostamos na liberação budista ou a do ermitão, porque essa pretendida pureza da alma está suja de egoísmo.

Mas, entre outras pedras que será necessário remover no caminho da libertação social e individual, estão as superstições modernas, que renovam a disciplina dos indivíduos, segundo opressivos clichês socialmente consagrados pela preguiça intelectual. Quer dizer, deixar de mover-nos como rebanhos obedientes. A sociedade de consumo vende a idéia da liberdade a cada ovelha, ao mesmo tempo em que não acredita nela. Como dizia um personagem de Juan Goytisolo (Makbara, 1980), avançando como num slogan publicitário: “Confiar seu poder de decisão em nossas próprias mãos será sempre a forma mais segura de decidir por você mesmo”.

El falso dilema entre la libertad y la igualdad

1. Diferencias que no produce la libertad

La ley V del Título Primero de Las siete partidas (*) reconocía el hecho de que el rey siempre “es puesto en lugar de Dios”. Una idea semejante sobrevivió en la misma España, ocho siglos más tarde. La leyenda de las monedas de cien pesetas que rodeaba la imagen del general Francisco Franco confirmaba esta vieja pretensión del poder: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Aquellas leyes del siglo XIII, promovidas por el rey Alfonso El Sabio, ponían en papel otras obviedades. Por ejemplo, reconocía que una de las virtudes de honra de los caballeros era su crueldad. Los nobles debían ser “crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar”. (II, T. 21, ley 2, pág. 195). Por esta razón se elegía un caballero de entre mil —de ahí la palabra militia, milicia, militar— que debía corresponder preferentemente, según las mismas leyes, a carniceros, carpinteros y herreros, porque estos trabajadores eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a la violencia.

Pero la diferenciación “lógica y natural” no sólo era de clases; también era de sexo y de raza. “Ninguna mujer —establecía el sabio código—, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios…” (III, T. 6, ley 3, pág. 247-248) De igual forma, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.

Pero la ley europea —al igual que las leyes incas comentadas por Guamán Poma Ayala— también legislaba sobre el territorio íntimo del sexo. El hombre que yacía con una mujer casada no era deshonrado, pero sí lo era su mujer en caso de imitarlo. ¿Por qué? Por una razón de desigualdad natural: “el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra [sí] porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402). Lo que de paso recuerda que la Iglesia Católica no siempre fue más conservadora que la sociedad que integraba, aunque por una razón política toleraba detalles del siguiente tipo: “Tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417).

2. Estrategias del falso dilema

No obstante todas estas diferencias sociales establecidas por la ley y el sentido común de la época, el mismo voluminoso código reconocía que la esclavitud es “la más vil cosa de este mundo”. (IV, T. 23, ley 8). En otras palabras, “la libertad es la más cara cosa que el hombre puede haber en este mundo” (II, T. 29, Ley 1, p. 226).

Es aquí donde descubrimos uno de los anhelos humanos más profundos que, al mismo tiempo, convivía con un violento saco de fuerza impuesto por el poder de clase, el poder de género y el poder eclesiástico. Es decir, el impulso (y el ideoléxico) de libertad debía convivir en promiscuidad con su impulso contrario: los intereses sectarios de clase, de género, de raza. El principio de libertad no era reconocido como un proceso de liberación sino que debía acomodarse mortalmente a las desigualdades establecidas por la tradición que hablaba y actuaba —no sin violencia— en nombre de la libertad.

En otras palabras, la idea de libertad no sobrevivía por las diferencias sociales sino a pesar de esas diferencias. Historia que nos recuerda a todas las dictaduras modernas, llámense dictaduras, dictablandas (sic. Pinochet) o democracias.

Quienes entendemos la historia de los últimos quinientos años como la progresión imperfecta pero persistente del impulso libertario e igualitario del humanismo, no aceptamos ese tópico común que opone libertad a igualdad. Esas igualdades no significan uniformización, eliminación de las diversidades, sino todo lo contrario: somos igualmente diferentes. Las diferencias humanas son diferencias horizontales; no verticales. Las diferencias verticales son diferencias del poder. Para nuestro humanismo, democrático es sinónimo de igualitario. Es la violencia de la desigualdad la que impone uniformizaciones; es la voluntad despótica de una de las partes de la humanidad sobre las otras. Y la libertad es democrática o es simplemente la dictadura de la libertad: la dictadura de algunos hombres libres sobre otros que no lo son tanto. Porque para ejercer cualquier libertad necesitamos una cuota mínima de poder; y si este poder está mal repartido, también lo estará la libertad.

Esta vieja discusión entre libertad e igualdad asume y confirma una dicotomía que luego se traduce en banderas políticas y en discursos ideológicos: desde hace doscientos años, sus nombres son liberalismo y socialismo, derecha e izquierda. Las posiciones antagónicas se disputan el terreno semántico de la justicia social sin cuestionar el falso dilema planteado; confirmándolo.

El ideal de libertad-e-igualdad (igual libertad) es, por ahora, una utopía: la anarquía. Sin embargo, veamos que la misma valorización negativa de este ideoléxico —la anarquía es asociada automáticamente al caos—, no sólo se debe a una razón de sobrevivencia en una sociedad inmadura, sino también de la primitiva explotación del más fuerte. Es decir, la organización vertical y autoritaria de la sociedad pudo deberse a una razón de organización para la sobrevivencia del grupo, pero luego degeneró en una tradición opresiva. Es el caso del patriarcado o del militarismo. No obstante, me atrevo a decirlo, la historia de los últimos mil años ha sido una progresiva conquista de la anarquía, con sus correspondientes y lógicas reacciones de las oligarquías. Seguirá costando sangre y dolor, pero esa ola no parará más.

La sociedad estamental sobrevivió en España hasta el siglo XVIII y de hecho, aunque no de derecho, en las sociedades latinoamericanas hasta el siglo XX: los indígenas, los criollos desheredados, los inmigrantes exiliados, bajo el mando del corregidor, del hacendado o de la Mining & Fruit Co., ignoraban el goce de la práctica del derecho igualitarista en nombre del deber o de la productividad. En cierta forma, el liberalismo fue una forma de socialismo —de hecho ambos son producto de la Era Moderna y del humanismo—; para ambos, el individuo debe liberarse de las estructuras tradicionales que organizan la sociedad de forma vertical. La utopía marxista de una sociedad sin gobierno y sin burocracia —fenómeno de los países comunistas que tanto decepcionó al Che Guevara—, se parece mucho a la utopía liberal de una sociedad compuesta de individuos libres. La diferencia entre aquel liberalismo y el socialismo radicaba en una interioridad cristiana: para uno, el egoísmo era el motor de progreso; mientras para el otro, lo era la solidaridad, la cooperación. Razón por la cual uno pasó a confiar en el mercado y el otro en el progreso de la moral del “nuevo hombre”. La tradicional valorización negativa del egoísmo y el valor positivo de la solidaridad se resuelve, por parte de los nuevos liberales, en calificar a uno como realista y al otro como ingenuo. Como respuesta, los partidarios del igualitarismo calificaron a aquel realismo de hipócrita y de salvaje y a la pretendida ingenuidad como valor altruista y humano.

Pero la dicotomía sigue siendo artificial. Bastaría con preguntarse: ¿la libertad se ejerce individualmente en una sociedad o a través de los otros?; ¿la libertad individual se ejerce en colaboración o en competencia con los otros? Si la libertad de unos genera grandes diferencias de poder, ¿no será que la libertad de uno se ejerce en contra de la libertad de otros y gracias a este recorte? ¿Es lo mismo libertad que liberalismo?  ¿Es lo mismo igualdad que igualitarismo?  ¿Es lo mismo individuo que individualismo?

Incluso asumiendo que hay individuos más habilidosos que otros, ¿por qué aceptar que los primeros monopolicen o acaparen cuotas de poder que restringen el poder y la libertad de los otros? Se asume que no hay libertad en un sistema que impone la igualdad —el igualitarismo—, pero se olvida que tampoco hay libertad en un sistema que reproduce diferencias que sólo candorosamente se pueden atribuir a la “expresión natural” de las diferentes habilidades individuales. Como si cualquiera no supiese que para ser un opresor, un explotador o un tirano no es necesario ni una gran inteligencia ni grandes valores morales: basta con una ambición desbordada, una crueldad inhumana y una hipocresía legitimada por alguna que otra teoría diseñada a medida del poder de turno. Y cuando el oprimido no colabora, basta con la fuerza arrasadora de la maquinaria del ejército.

El humanismo debe enfrentarse a esta aparente contradicción sin contradicciones: la búsqueda de libertad sólo es posible a través de una progresiva igualdad, de la misma forma que la búsqueda de igualdad debe darse en una progresiva liberación de la humanidad. No vale anular o postergar una en nombre de la otra.

Jorge Majfud

The University of Georgia, 30 de marzo de 2007.

(*) Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1265] Madrid: Editorial Castalia, 1992.

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité

1. Les différences que la liberté ne produit pas

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

2. Stratégies du faux dilemme

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

One of the war memorial pylons on a snowy day ...

Image via Wikipedia

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy (English)

Virginia Tech: un análisis ideoléxico de una tragedia

La mayoría de las medicinas que se venden en forma de píldoras, recubren una determinada droga, químico o compuesto con una capa de color atractivo y gusto dulce. En español, la sabiduría popular usa esta particularidad para construir una metáfora: “tragarse la píldora” tiene una connotación negativa y expresa la acción de consumir una cosa con la forma o el gusto de otra. Es decir, creer o aceptar una verdad como hecho incuestionable sin ser conscientes de las verdaderas implicaciones. En la tradición literaria, este fenómeno epistemológico se entendía con la metáfora del caballo de Troya, también usado hoy en día para designar virus informáticos. Un ideoléxico puede entenderse como una pastilla que el discurso hegemónico prescribe e impone con seductora violencia. Por ejemplo, el ideoléxico libertad viene recubierto de una plétora de lugares comunes y dulcemente positivos (la libertad, como precepto universal lo es). Sin embargo, dentro de este recubrimiento dulce y brillante se esconden las verdaderas razones de las acciones: la dominación, la opresión, la violencia de los intereses sectarios, etc. El recubrimiento dulce y brillante anula la percepción se sus opuestos: el contenido amargo y opaco.

La tarea del crítico consiste en romper la envoltura, es des-cubrir, en des-velar el contenido de la píldora, del ideoléxico. Claro que esta tarea tiene resultados amargos, como el centro de la píldora. Los adictos a una droga no renunciarán a ella sólo porque alguien descubra las graves implicaciones de su confort momentáneo. De hecho, se resistirán a esta operación de exposición.

Analicemos un ideoléxico común en el discurso dominante del capitalismo tardío: la responsabilidad personal. De entrada vemos que su cobertura es del todo dulce y brillante. ¿Quién sería capaz de discutir el valor de la responsabilidad de cada individuo? Un posible cuestionamiento sería rápidamente anulado por una falsa alternativa: la irresponsabilidad. Pero podemos comenzar problematizando el nuevo falso dilema observando que el mismo adjetivo —personal— de este ideoléxico compuesto anula o anestesia otro menos común y más difícil de apreciar por los sentidos: no se menciona la posibilidad de la existencia de una “responsabilidad social”. Tampoco se habla o se acepta —en base a una alarga tradición religiosa— que puedan existir “pecados sociales”.

Vayamos más al centro de un caso concreto: la trágica matanza ocurrida en la Universidad de Virginia Tech. Quienes pusieron el dedo acusador —tímidamente, como siempre— en la cultura de las armas en Estados Unidos, fueron criticados en nombre del ideoléxico de la responsabilidad personal. “No son las armas las que matan gentes —comentó un amigo del rifle en un diario— sino la gente misma. El problema está en los individuos, no en las armas”. La píldora muestra un alto grado de obviedad, pero lleva nuevamente otros problemas: nadie cuestionó cómo podría hacer un desquiciado para matar a treinta personas con una piedra, con un palo o, incluso, con un cuchillo.

Esta lógica se expresa cubriendo una contradicción interna del discurso. Cuando se habla de drogas, se culpa a los productores, no a los consumidores. Pero cuando se habla de armas, se culpa del mal a los consumidores, no a los productores. La razón estiba, entiendo, en el lugar que ocupa el poder. En el caso de las drogas, los productores son los otros, no “nosotros”; en el caso de las armas, los consumidores son los otros; “nosotros” nos limitamos a su producción. El discurso hegemónico nunca menciona que si no existiese el consumo de drogas en los países ricos no existiría la producción que satisface la demanda; si no existiera esta calamidad en la ilegalidad tampoco existirían las mafias de narcotraficantes. O su existencia sería raquítica, en comparación a lo que es hoy. Pero como los otros (los productores de los países pobres) son los responsables individuales, “nosotros” (los productores de armas, los responsables administradores de la ley) estamos legitimados para producir más armas que los otros deberán consumir, para respaldar la ley —y para quebrantarla.

Si alguien, como el asesino de Virginia Tech compra un par de armas con más facilidad y cien veces más rápido con que uno puede comprar un auto, y comete una masacre, toda la responsabilidad radica en el desquiciado. Entonces, se llega a una trágica paradoja: una sociedad armada hasta los dientes está a la merced de los desquiciados que no saben ejercer correctamente su responsabilidad personal. Para corregir este problema, no se recurre a la responsabilidad social, combatiendo las armas y el sistema económico y moral que lo sustenta, sino vendiendo más armas a los individuos responsables, para que cada uno pueda ejercer con más fuerza su propia “responsabilidad personal”. Hasta que vuelve a aparecer alguien excepcionalmente enfermo —en una sociedad de santos los demonios son excepciones muy frecuentes— y comete otra masacre, esta vez más grande, ya que el poder de destrucción de las armas siempre se perfecciona, gracias a la alta tecnología y a la moral de los individuos responsables.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Abril 2007

Virginia Tech: an ideo-lexical analysis of a tragedy

Most of the medicines that it is sold as pills cover a certain drug, chemic or compound with a coat that has an attractive color and a sweet taste. In Spanish, popular wisdom uses this characteristic to build a metaphor: “to swallow the pill” has a negative meaning and expresses the action of taking something with the shape or the taste of something else. That means, to believe or accept a truth as an unquestionable event without being conscious of the true implications. In literary tradition this epistemological phenomena is understood with the Troy Horse metaphor, which is also still use to name some computer viruses. An ideo-lexical may be understood as a pill prescribed and imposed by an hegemonic discourse with a seducing violence. For example, the ideo-lexical freedom is covered by a plethora of common and sweetly positive places (freedom, as a universal precept is so).

However, within this sweet and brilliant cover there are the true reasons behind the actions: domination, oppression, violence against sectarian interests, etc. The sweet and brilliant cover annuls the perception of its opposites: the sour and opaque content.

The job of the critic is to break the cover, to discover, to reveal the content of the pill, of the ideo-lexical. Of course, this job has bitter results, just like the center of the pill. Those who are addicted to a drug do not renounce to it just because someone might discover the grave implications of their momentary comfort. In fact, they will try to resist this operation of exposition.

Let us analyze a common ideo-lexical in the dominating discourse of late capitalism: personal responsibility. To start of we notice that its cover is totally sweet and brilliant. Who would be capable of arguing the value of the responsibility of each individual? A possible question would be quickly annulled by a fake alternative: irresponsibility. But we may start by taking the new fake dilemma as the problem by observing that the adjective itself-personal-of this compound ideo-lexical annuls or anesthetizes another one which is less common and harder to appreciate by the senses: the possibility of the existence of a “social responsibility” is never mentioned. It is also never mentioned or accepted-due to a long religious tradition-that there might be “social sins.”

Let us go deeper in a specific case: the tragic massacre which took place at the Virginia Tech University. Those people who—shyly, as ever—placed their accusing finger in the weapons culture from the United States, were criticized in the name of the personal responsibility ideo-lexical. “Weapons are not what kill people-commented a friend of the rifle in a newspaper-people are who kill people. The problem is the people, not the weapons.” The pill shows a high level of obviousness, but there are again some other problems: nobody questioned how some crazy man could kill thirty people with a stone, with a stick or even with a knife.

This logic is expressed by covering an internal contradiction in the discourse. When we talk about drugs, we are blaming the producers, not the consumers. But when we talk about weapons, we are blaming the consumers, not the producers. The reason is to be found, I believe, in the place where power is to be found. In the case of drugs, the producers are the others, not us; in the case of the weapons, the consumers are the other; we are only producing them. The hegemonic discourse never mentions that if there were no drug consumption in the wealthy countries there would be no production to satisfy that demand; if there was no illegality there would also never exist the mafia groups of drug dealers. Or at least, their existence would be minimal, compared to what we have today. But because the others (the producers from the poor countries) are individually responsible, we (the producers of weapons, who are responsible of administrating the law) are legitimized to produce more weapons which should be consumed by the others to back up the law-and to break it.

If someone like the Virginia Tech murder buys a couple of guns more easily and a hundred times faster than you can buy a car and commits a massacre, the responsibility is completely of the madman. We reach then a tragic paradox: a society that is armed to their teeth is entirely in the hands of the crazy people who do not know how to correctly control their personal responsibility. In order to solve this problem, they don’t turn to social responsibility, by fighting the weapons and the economic and moral system that sustains them, but they sell more weapons to the responsible individuals, so that every single one of them may be more capable of performing their own “personal responsibility.” Until somebody else who is exceptionally ill-in a society of saints, demons are very frequent exceptions-may appear again and commits another massacre, bigger this time, because the power of destruction of the weapons is getting more and more perfected, thanks to the high technology and the moral of the responsible individuals.

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo

Uno de los sitios recurrentes para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos, tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales. La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.

En una cultura de analfabetos, la oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas, sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza; escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto, asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.

La cultura oral de la Edad Media comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás, también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no religioso, hace un giro inverso, reaccionario.

El siglo siguiente, el XVI, será el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión— surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.

El protestantismo, como lo dice su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: “el cristianismo no debe ser ‘lector’ sino ‘oyente’ de la Palabra, y ‘oírla’ es tanto como ‘vivirla’” (1952).

Podemos entender que la cultura de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese mediocre librito llamado Mein Kampf  (su título original era Contra la Mentira, la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.

En gran medida, podemos considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas representadas en las piedras de las catedrales.

En una sociedad donde los gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.

Nada en la historia es casual, aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos. Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito; hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que transmite y oculta valores y significados.

Una de las principales plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.

A medida que los poderes económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba. Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident

«L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

El falso dilema entre la libertad y la igualdad

El falso dilema entre la libertad y la igualdad

 

1. Diferencias que no produce la libertad

 

La ley V del Título Primero de Las siete partidas (*) reconocía el hecho de que el rey siempre “es puesto en lugar de Dios”. Una idea semejante sobrevivió en la misma España, ocho siglos más tarde. La leyenda de las monedas de cien pesetas que rodeaba la imagen del general Francisco Franco confirmaba esta vieja pretensión del poder: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Aquellas leyes del siglo XIII, promovidas por el rey Alfonso El Sabio, ponían en papel otras obviedades. Por ejemplo, reconocía que una de las virtudes de honra de los caballeros era su crueldad. Los nobles debían ser “crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar”. (II, T. 21, ley 2, pág. 195). Por esta razón se elegía un caballero de entre mil —de ahí la palabra militia, milicia, militar— que debía corresponder preferentemente, según las mismas leyes, a carniceros, carpinteros y herreros, porque estos trabajadores eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a la violencia.

Pero la diferenciación “lógica y natural” no sólo era de clases; también era de sexo y de raza. “Ninguna mujer —establecía el sabio código—, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios…” (III, T. 6, ley 3, pág. 247-248) De igual forma, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.

Pero la ley europea —al igual que las leyes incas comentadas por Guamán Poma Ayala— también legislaba sobre el territorio íntimo del sexo. El hombre que yacía con una mujer casada no era deshonrado, pero sí lo era su mujer en caso de imitarlo. ¿Por qué? Por una razón de desigualdad natural: “el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra [sí] porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402). Lo que de paso recuerda que la Iglesia Católica no siempre fue más conservadora que la sociedad que integraba, aunque por una razón política toleraba detalles del siguiente tipo: “Tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417).

 

2. Estrategias del falso dilema.

No obstante todas estas diferencias sociales establecidas por la ley y el sentido común de la época, el mismo voluminoso código reconocía que la esclavitud es “la más vil cosa de este mundo”. (IV, T. 23, ley 8). En otras palabras, “la libertad es la más cara cosa que el hombre puede haber en este mundo” (II, T. 29, Ley 1, p. 226).

Es aquí donde descubrimos uno de los anhelos humanos más profundos que, al mismo tiempo, convivía con un violento saco de fuerza impuesto por el poder de clase, el poder de género y el poder eclesiástico. Es decir, el impulso (y el ideoléxico) de libertad debía convivir en promiscuidad con su impulso contrario: los intereses sectarios de clase, de género, de raza. El principio de libertad no era reconocido como un proceso de liberación sino que debía acomodarse mortalmente a las desigualdades establecidas por la tradición que hablaba y actuaba —no sin violencia— en nombre de la libertad.

En otras palabras, la idea de libertad no sobrevivía por las diferencias sociales sino a pesar de esas diferencias. Historia que nos recuerda a todas las dictaduras modernas, llámense dictaduras, dictablandas (sic. Pinochet) o democracias.

Quienes entendemos la historia de los últimos quinientos años como la progresión imperfecta pero persistente del impulso libertario e igualitario del humanismo, no aceptamos ese tópico común que opone libertad a igualdad. Esas igualdades no significan uniformización, eliminación de las diversidades, sino todo lo contrario: somos igualmente diferentes. Las diferencias humanas son diferencias horizontales; no verticales. Las diferencias verticales son diferencias del poder. Para nuestro humanismo, democrático es sinónimo de igualitario. Es la violencia de la desigualdad la que impone uniformizaciones; es la voluntad despótica de una de las partes de la humanidad sobre las otras. Y la libertad es democrática o es simplemente la dictadura de la libertad: la dictadura de algunos hombres libres sobre otros que no lo son tanto. Porque para ejercer cualquier libertad necesitamos una cuota mínima de poder; y si este poder está mal repartido, también lo estará la libertad.

Esta vieja discusión entre libertad e igualdad asume y confirma una dicotomía que luego se traduce en banderas políticas y en discursos ideológicos: desde hace doscientos años, sus nombres son liberalismo y socialismo, derecha e izquierda. Las posiciones antagónicas se disputan el terreno semántico de la justicia social sin cuestionar el falso dilema planteado; confirmándolo.

El ideal de libertad-e-igualdad (igual libertad) es, por ahora, una utopía: la anarquía. Sin embargo, veamos que la misma valorización negativa de este ideoléxico —la anarquía es asociada automáticamente al caos—, no sólo se debe a una razón de sobrevivencia en una sociedad inmadura, sino también de la primitiva explotación del más fuerte. Es decir, la organización vertical y autoritaria de la sociedad pudo deberse a una razón de organización para la sobrevivencia del grupo, pero luego degeneró en una tradición opresiva. Es el caso del patriarcado o del militarismo. No obstante, me atrevo a decirlo, la historia de los últimos mil años ha sido una progresiva conquista de la anarquía, con sus correspondientes y lógicas reacciones de las oligarquías. Seguirá costando sangre y dolor, pero esa ola no parará más.

La sociedad estamental sobrevivió en España hasta el siglo XVIII y de hecho, aunque no de derecho, en las sociedades latinoamericanas hasta el siglo XX: los indígenas, los criollos desheredados, los inmigrantes exiliados, bajo el mando del corregidor, del hacendado o de la Mining & Fruit Co., ignoraban el goce de la práctica del derecho igualitarista en nombre del deber o de la productividad. En cierta forma, el liberalismo fue una forma de socialismo —de hecho ambos son producto de la Era Moderna y del humanismo—; para ambos, el individuo debe liberarse de las estructuras tradicionales que organizan la sociedad de forma vertical. La utopía marxista de una sociedad sin gobierno y sin burocracia —fenómeno de los países comunistas que tanto decepcionó al Che Guevara—, se parece mucho a la utopía liberal de una sociedad compuesta de individuos libres. La diferencia entre aquel liberalismo y el socialismo radicaba en una interioridad cristiana: para uno, el egoísmo era el motor de progreso; mientras para el otro, lo era la solidaridad, la cooperación. Razón por la cual uno pasó a confiar en el mercado y el otro en el progreso de la moral del “nuevo hombre”. La tradicional valorización negativa del egoísmo y el valor positivo de la solidaridad se resuelve, por parte de los nuevos liberales, en calificar a uno como realista y al otro como ingenuo. Como respuesta, los partidarios del igualitarismo calificaron a aquel realismo de hipócrita y de salvaje y a la pretendida ingenuidad como valor altruista y humano.

Pero la dicotomía sigue siendo artificial. Bastaría con preguntarse: ¿la libertad se ejerce individualmente en una sociedad o a través de los otros?; ¿la libertad individual se ejerce en colaboración o en competencia con los otros? Si la libertad de unos genera grandes diferencias de poder, ¿no será que la libertad de uno se ejerce en contra de la libertad de otros y gracias a este recorte? ¿Es lo mismo libertad que liberalismo?  ¿Es lo mismo igualdad que igualitarismo?  ¿Es lo mismo individuo que individualismo?

Incluso asumiendo que hay individuos más habilidosos que otros, ¿por qué aceptar que los primeros monopolicen o acaparen cuotas de poder que restringen el poder y la libertad de los otros? Se asume que no hay libertad en un sistema que impone la igualdad —el igualitarismo—, pero se olvida que tampoco hay libertad en un sistema que reproduce diferencias que sólo candorosamente se pueden atribuir a la “expresión natural” de las diferentes habilidades individuales. Como si cualquiera no supiese que para ser un opresor, un explotador o un tirano no es necesario ni una gran inteligencia ni grandes valores morales: basta con una ambición desbordada, una crueldad inhumana y una hipocresía legitimada por alguna que otra teoría diseñada a medida del poder de turno. Y cuando el oprimido no colabora, basta con la fuerza arrasadora de la maquinaria del ejército.

El humanismo debe enfrentarse a esta aparente contradicción sin contradicciones: la búsqueda de libertad sólo es posible a través de una progresiva igualdad, de la misma forma que la búsqueda de igualdad debe darse en una progresiva liberación de la humanidad. No vale anular o postergar una en nombre de la otra.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia, marzo de 2007.

 

(*) Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1265] Madrid: Editorial Castalia, 1992.

 

 

 

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

 

 

 

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

 

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

 

 

2. Stratégies du faux dilemme.

 

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

 

 

Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

 

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

 

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

 

 

 

Libertad y Liberalismo

 

 

Libertad y liberalismo no son sinónimos; son antónimos, al igual que, por ejemplo, fraterno y fraternidad, Cristo y cristianismo, pacifico y pacifismo, razón y racionalismo, mercado y mercantilismo, justicia y justicialismo, Batlle y batllismo, and so on. Por no mencionar esa larga lista de nombres de políticos célebres que, después de su muerte, terminan siendo asociados al inevitable “ismo” y a una práctica en todo diferente a la original. Más adelante nos ocuparemos de otro par problemático que es fundamental para descifrar la nueva Sociedad Desobediente: individuo e individualismo. Todos son pares de opuestos aunque, por lo general, los segundos términos surgen de los primeros y, al separarse, terminan por negarlos —como en toda herejía.

Lo único que “libertad” y “liberalismo” tienen en común, además de su raíz etimológica, es su relación con el poder. Como lo definimos antes, no existe libertad sin cierta dosis de poder; ni siquiera se puede ser libre si el otro posee un poder excesivo. Hasta aquí, podemos entender cualquier tipo de libertad, incluida la libertad de conciencia de un prisionero.

Pero cuando hablamos de “liberalismo” lo estamos haciendo en un campo más restringido —el sociológico—  y, por lo tanto, al tratar de analizar qué relación mantiene con la “liberad” no tenemos más remedio que restringir ésta misma al campo de la otra, ya que la libertad, a secas, es una condición humana que puede abarcar casi toda su existencia humana.

El liberalismo, como todo “ismo”, es una ideología, a pesar de que fueron los neoliberalistas los que proclamaron, hace unos años, la muerte de las ideologías. Una ideología de la misma categoría que el marxismo, por ejemplo, aunque menos compleja y menos incómoda —y aquí radica una de sus ventajas estratégicas: es apta para todo público, como Tom y Jerry. Pero lo que a mí me interesa del liberalismo es su propia paradoja: con un origen etimológico común a la libertad, y con pretensiones semejantes, su resultado ideológico se opone a la libertad, por la misma relación luterana que mantiene con el poder. El conflicto se origina en el objeto de sus buenas intenciones. En su estado ideal, el liberalismo exitista propone la libertad irrestricta de los mercados como paso previo a la felicidad de los seres humanos, lo que lleva, inevitablemente, al sometimiento del resto de los individuos que no participan de sus beneficios ni logran convertirse en mercancía. Para superar esta contradicción —libertad de los mercados, sumisión de los individuos—, los liberalistas insisten en que el progreso material de una clase verdaderamente libre arrastrará al resto de la población —obediente y libre sólo en potencia y hasta su muerte— a un estado de bienestar. Lo cual es ética y teóricamente dudoso, pero podría llegar a ser aceptado si la experiencia en laboratorios, como el latinoamericano, hubiese dado resultados positivos alguna vez. La experiencia parece demostrar lo contrario, y para ello basta con estudiar cualquier estadística mundial de organismos confiables, como los de la ONU o de ciertas ONGs.

En este momento, es valioso distinguir, creo yo, entre otro de los pares de opuestos: mercado y mercantilismo. El segundo es la perversión del primero. Veámoslo desde un punto de vista histórico. Durante miles de años, el mercado fue el principal instrumento de intercambio entre los pueblos, no sólo de bienes sino, y quizá sobre todo, de cultura. Con las caravanas de camellos y de barcazas viajaron y se difundieron conocimientos científicos y tecnológicos, religiones y lenguas exóticas. Y hasta es probable que gracias al comercio se hayan evitado muchas guerras. El mercado funcionó, muchas veces, como excusa para las relaciones sociales y para las relaciones entre naciones que se desconocían, a través de los objetos. Incluso el regateo, que se practica hoy en muchas partes del mundo sospechoso, es más una tradición folklórica que una prueba de la avaricia individual. En algunas partes del mundo hemos experimentado cómo el vendedor se molestaba cuando pagábamos el primer precio propuesto sin pedir rebaja, con lo cual no sólo le negábamos el diálogo sino que, además, le demostrábamos arrogancia.

Sin embargo, en su esencia, el mercado actual es todo lo contrario. Su paradigma es la agresión y la supresión del otro —de las otras lenguas, de las otras formas de ver el mundo—. Porque el mundo se ha convertido en un gigantesco campo de fútbol americano, donde los gerentes juntan manos y cantan victoria en el centro del campo antes de aplastar al adversario. Incluso las universidades y las academias más especializadas no dejan lugar a dudas: la competencia es a muerte, y la nueva ética se basa en la eficacia y el éxito impiadoso. Hasta los problemas psicológicos y existenciales de los perdedores se trata en sesiones místico-deportivas donde el paciente debe lograr sacar lo mejor de sí: el ansia irrefrenable de éxito, ya sea a través del grito temerario de “yo venceré” o por algún sacrificio físico como sostener en cada mano una piedra caliente. Hasta que el aprendiz logra la iluminación y queda pronto para el asenso a subgerente. La más mínima debilidad en la estrategia por imponer un jabón, un “buen libro”, el mejor sistema para adelgazar sin sufrimientos o para creer en la verdadera religión sin padecimientos puede terminar en la desaparición de la empresa y, por ende, del puesto de trabajo de decenas de personas. Por ello se necesitan gerentes y empleados agresivos —la agresión es la nueva virtud, así como antes lo era la valentía o el altruismo—, verdaderos subjefes de tribu, mercenarios que no tengan misericordia por el adversario. Si el adversario desaparece, es decir si los dependientes de la competencia quedan en la calle, habremos tenido éxito y nuestro camino habrá sido allanado a la gloria bancaria. Pues bien, ésta es la ética contemporánea del mercantilismo. Pero el mercado es otra cosa.

Recuerdo que cuando hace muchos años apareció el “Manual del perfecto Idiota latinoamericano”, escrito por tres notables liberalistas que explicaban por qué nuestro continente no progresaba, un periodista me preguntó qué opinaba del mismo. Le dije que no podía hacerlo porque aún no lo había leído, pero estaba seguro que iba a tener un gran éxito de ventas. Primero, porque no se puede esperar otra cosa en estos tiempos de tres liberalistas a ultranza, sino ventas; segundo, porque estaba escrito por especialistas en la materia, si nos remitimos al título. Pocos años después, una ola neoliberalista, inteligente, cubrió el continente de costa a costa y, cuando las aguas bajaron un poco, todos pudimos ver el desagradable espectáculo de desolación que había provocado: pueblos y estados empobrecidos, quebrados, marginalización de la clase media, desempleo a niveles nunca vistos, recesión, hombres y mujeres asaltados por banqueros, niños violados en sus derechos más básicos, violencia, hambre, suicidio y, sobre todo, derrumbare moral, en el doble sentido de la palabra. Si antes América Latina había sido un continente pobre, ahora era un continente desmoralizado. Si alguna vez fue una india violada, ahora era una prostituta avergonzada. Con la particularidad, como escribimos el año pasado, de que la ausencia de la experiencia del fin impediría el cambio. (“El progresivo e irremediable fracaso del sistema mercantilista y neoliberal […], si no es asumido por sus viejos defensores, se debe a que el mismo no provocó en Argentina el derrumbe del obelisco ni de cualquier otro objeto, como lo fue la caída del muro de Berlín —el derrumbe de objetos, el No, ha sido siempre el hecho con más fuerza simbólica que ha experimentado la raza humana desde la época de los megalitos; en segundo lugar ha estado la erección de los mismos, el Si, como pudieron ser las pirámides de Egipto, los obeliscos, las torres y otras excitaciones—. Por desgracia, en Argentina sólo ocurrieron hechos concretos: desempleo, violencia, hambre y desesperación por doquier. La muerte por desnutrición de niños no es un hecho simbólico, pese a su significación. Nada de eso es simbólico […] y, por lo tanto, hasta los argentinos se resisten a asumir el fracaso del liberalismo mercantilista.” (1)

Por otra parte, consideremos que este modelo de sociedad liberalista se da a una escala planetaria en relación con las naciones. Existe una clase nacional que tiene el poder de ser libre y otra clase de naciones que tiene el derecho de permanecer callada. Como ya lo intuimos antes, esta relación entre “naciones” tenderá a desaparecer por muchos motivos, uno de los cuales consiste en el progresivo anacronismo del concepto de “país” o de “nación”, desde un punto de vista político (no cultural). Pero éste no es el punto ahora.

Me importa observar que el liberalismo contemporáneo es la legitimación ética e ideológica del abuso que una minoría hace del resto de la sociedad —si cabe el término “sociedad” en una relación semejante—. Desde un punto de vista psicológico, no es raro, entonces, que aquellos caracteres personales más autoritarios, que en otros tiempos apoyaron dictaduras militares en América Latina sean, en su amplia mayoría, los nuevos “liberalistas”. (Lo cual no quiere decir que no haya liberalistas honestos y democráticos, casi liberales, como unos cuantos amigos que tengo.)

Un ejemplo histórico y paradigmático de este carácter, creo yo, lo constituye Martin Lutero: reformador libertario, inventor de una especie de liberalismo religioso, mantuvo siempre una relación conflictiva con el poder. En su teología, el autoritarismo se aplicaba siempre a los que estaban por debajo y la sumisión a los que estaban por arriba. Claro que no se discutía las razones de por qué alguien estaba abajo o arriba, o debía ser considerado en esa posición social. Por otra parte, está de más decir, esta relación vertical de abajo y arriba no se corresponde con una sociedad verdaderamente justa, es decir, libre. Como testimonio histórico y psicológico del autoritarismo liberal quedaron estas palabras del reformador religioso: “Dios permitiría la subsistencia del gobierno, no importa cuán malo fuese, antes que permitir motines de la chusma, no importa cuán justificada estuviese” “Por lo tanto, dejemos que todos aquellos que puedan hacerlo castiguen, maten y hieran abierta o secretamente, pues debemos recordar que nada puede ser más vergonzoso, perjudicial o diabólico que un rebelde” (Against the robbing and Murdering Hordes of Peasants, 1525)

En su raíz, el liberalismo asume que la libertad no puede ser un bien democrático. A esa versión democrática de la libertad llaman, de forma imprecisa, despectiva y amenazante, anarquía. A la anarquía se la suprime con el Orden; a la desobediencia con el Sometimiento y —para usar una expresión clásica— a la inseguridad se la arregla con “mano dura”. Mano dura para imponer orden a los de abajo, según Lutero, un orden militar, un orden financiero. Porque, como ya dijimos en otro espacio, por regla general cada clase social siempre teme más a los que están por debajo que a los que están por encima; teme más al desorden de los de abajo que a la sumisión hacia los de arriba y, por ende, teme más al cambio que a la perpetuación de un orden injusto. Por esta razón —y hasta el advenimiento de la Sociedad Desobediente—, los pueblos siempre han sido más conservadores que los líderes individuales que en algún momento de la historia terminaron por encabezar grandes movimientos sociales. Cada tanto ocurren singularidades históricas; a las tensiones crecientes siguen rupturas, revoluciones. Y éstas, las revoluciones, cuando se dan en su más profundo sentido, generalmente excluyen la violencia, la cual ha sido, históricamente, la mejor excusa para la imposición de una continuidad. Porque si los terroristas usan el miedo para cambiar un orden social, el poder usa el mismo miedo para mantenerlo. Ambos conciben a la sociedad como una agrupación inmadura, incapaz de ser libre y proclive a la manipulación por su propio bien.

No es casualidad, entonces, que los modelos verticales de organización social, como lo es la estructura jerárquica de los ejércitos, de las iglesias tradicionales y del antiguo orden de castas, sea parte indisoluble de la mentalidad autoritaria. Y porque la autoridad siempre se ejerce desde arriba —lo cual ya ha sido comprendido hace millones de años por los animales salvajes que se yerguen para dominar o impresionar al adversario—, no puede ser verdaderamente satisfecha en una sociedad horizontal, verdaderamente libre y democrática —la futura Sociedad Desobediente. (2)

Es, en este sentido, que podemos entender que pocas cosas hay tan antidemocráticas como el sistema de clases sociales, ya sea de derecha o de izquierda. Y si bien podemos asumir que las formaciones de clases en cualquier sociedad es un hecho humano e inevitable —según el estadista María Sanguinetti—, no veo razón alguna para defender una ideología que estimule un fenómeno antidemocrático en lugar de combatirlo. Ésta es otra prueba, entiendo yo, de que en ocasiones la utopía es más constructiva que el pragmatismo. De igual forma, entendemos que el crimen y la violencia son inherentes a la raza humana, y no por ello debemos hacer una apología de esas desgracias que todos podemos llevar dentro. ¿Qué es la moral sino la represión de los instintos propios en beneficio de esa novedad que es la sociedad? Sin sociedad no existe ningún tipo de moral; sin el otro no existe el espíritu humano, en el entendido de que éste es, en sí, esa relación.

Cualquier orden es siempre una variación arbitraria del desorden. Mi orden es el desorden del otro, y cuando lo impongo me convierto en un ser autoritario y sólo libre en términos liberalistas. El liberalismo da libertad efectiva a los más poderosos y una promesa imposible de liberar a los más débiles. Su orden social es, necesariamente, vertical.

En el modelo de sociedad neoliberalista no hay individuos, como se presume, sino mercenarios sociales. Liberalismo es libertad del poder, legitimación de la autoridad del comercio, sumisión del hombre ante el símbolo. El símbolo es el dinero (hoy ya ni siquiera con la presencia concreta del cobre o del oro) que relaciona, de forma abstracta y sin cuestionamientos, al opresor con el oprimido. Lo simbólico del liberalismo es la libertad. Pero la libertad de una sociedad es otra cosa: es la madura y serena desobediencia —la sociedad esférica.

 

 

Jorge Majfud

Montevideo, junio de 2003