Hace casi diez años dábamos una charla inaugural para el V Salón Internacional del Libro Africano y el XI Encuentro de Editores en Canarias, en el TEA de Tenerife sobre “La cultura radical”. Por entones, y aún hoy, ésta sobrevive gracias al trabajo de artistas, escritores, periodistas, críticos y editores que deben sacrificar tiempo y ahorros por una actividad poco o nada remunerada, salvando así lo más humano de la cultura de los últimos milenios. (En lo posible, uso el plural de la primera persona porque no me gusta el singular; mucha gente se me ha quejado por esto, pero se me antoja seguir escribiendo así.)
También nos lamentábamos de la tiranía del mercado editorial, dominado por unas pocas firmas internacionales dedicadas, en gran medida, a publicar obras vendibles, elogiadas por la crítica con el recurrente “es de lectura fácil”, consecuencia directa de las reglas del mercado que desplazan todo lo que no se adecúe a la macdonalización del mundo: una gran variedad de lo mismo vendida como el colmo de la libertad. Es decir, la libertad del mercado, la libertad de los capitales; no la libertad humana, infinitamente más compleja y con múltiples dimensiones, algunas exploradas por el arte, la ciencia y la filosofía y otras aún por explorar.
Hace por lo menos quince años, tampoco podíamos liberarnos de ese pesimismo que hoy se ha materializado de forma alegre y optimista: “Mientras las universidades logran robots que se parecen cada vez más a los seres humanos, no sólo por su inteligencia probada sino ahora también por sus habilidades de expresar y recibir emociones, los hábitos consumistas nos están haciendo cada vez más similares a los robots”. Ahora, el problema no es solo que los bots y las inteligencias artificiales aprenden lo mejor y lo peor de nosotros, los todavía seres humanos, sino que nosotros y, sobre todo, nuestros hijos, están aprendiendo de los bots y de las inteligencias artificiales. Esta nueva realidad, percibida como un mundo hipercomplejo, paradójicamente lleva a una simplificación radical del pensamiento y del lenguaje. Éste último será más fácil de cuantificar, porque es un área de la ciencia lingüística. El primero, la simplificación del pensamiento, es mucho más difícil, ya que pertenece al mundo cualitativo del arte y de la filosofía.
Pero vayamos unos pasos atrás y detengámonos un momento en un problema más específico. Si no me equivoco, desde hace un buen tiempo, la izquierda y la derecha también se han puesto de acuerdo para hacer de la cultura un producto de consumo, es decir, algo fácil de digerir, un mero placer momentáneo, una diversión, un crítica indulgente con los poderes de turno que rigen el mundo a través de su masiva red de influencia económica, financiera, política, militar y mediática. Claro que en el caso de la izquierda la vergüenza es doble.
La derecha se ofende porque alguien usa un lenguaje inclusivo y, como en Estados Unidos, en nombre de la democracia y la libertad se dedica a prohibir libros que propongan la mirada del oprimido. Sólo en la ciudad en la que resido, Jacksonville, en el pasado año se han prohibido 176 libros. La lista posee un patrón previsible; bastaría con mencionar solo uno título, como el de Kathleen Connors, The Life of Rosa Parks.
Por su parte, la izquierda no quiere escuchar palabras como negro, por lo cual hay que reescribir hasta los discursos de los senadores confederados, miembros del Ku Klux Klan o pro nazis para que sus discursos no hieran la sensibilidad de los oprimidos, para que algún estudiante no se ofenda y su profesor pierda su trabajo, como ya ha ocurrido muchas veces. Lo que hacen, en realidad, es seguirle el juego a sus supuestos antagónicos: racistas, sexistas, clasistas, cipayos e imperialistas.
¿Cómo alguien puede luchar contra el racismo si ni siquiera puede citar un texto racista con toda la crudeza y violencia con la que fue usado? Ofenderse porque el David de Miguel Ángel está desnudo, llamarlo pornografía y expulsar a la profesora de arte como acaba de ocurrir en Florida. Reescribir novelas, ensayos y remover poemas porque hieren la sensibilidad, como le ocurrió al poeta Eugen Gomringer en un muro de la universidad de Berlín por incluir la palabra “admirador” la que, según sus estudiantes, denigra a la mujer. Como le ha ocurrido al verso de Pablo Neruda “me gusta cuando callas” y un largo etcétera. ¿Einstein no era un buen esposo? De acuerdo, ¿pero vamos a refutar la Teoría de la Relatividad en base a ese argumento?
¿Cuándo nos convertimos en seres unidimensionales? Después de tener vidas tridimensionales nos pasamos a vivir en el universo de dos dimensiones de las pantallas y a pensar y sentir en una sola dimensión. El peligro de la creatura unidimensional es que, como ocurre con los trenes, una vez que alguien viene en dirección opuesta no hay otra resolución que el choque y el descarrilamiento.
Esta simplificación radical del ser humano tiene que beneficiar a alguien; de otra forma no se explica. Entiendo que es producto de la cultura consumista y beneficia a quienes venden cosas e ideas simplificadas, cosas pensadas para ser vendidas en masa y consumidas en masa. Cosas simples, como un desodorante, un iPhone, un queso hecho de soja, una ideología hecha de una sola frase que sirve para todo o una secta que se debe llamar religión: si la realidad contradice las expectativas, cierra los ojos y reza; la realidad no cambiará, pero la verás como quieres verla hasta que cambie como no quieres que cambie…
De izquierda a derecha, esta pseudo sensibilidad no es más que otra muestra de corrupción promovida por los medios que promueven la adicción a la notoriedad inmediata y, sobre todo, es un inequívoco signo de cobardía intelectual. Nuestro tiempo es el tiempo del miedo y de la cobardía, del odio y el fanatismo, de la irracionalidad y la violencia. No es un producto espontáneo de la historia sino un resultado funcional al surrealismo político que lo ha creado para que la humanidad olvide que las obscenas diferencias sociales, que la mortal destrucción del planeta no son algo que se van a solucionar con un sistema que lo ha creado: el capitalismo radical que acusa de radical a cualquier otra forma de pensar y de existir.
Como en muchos otros casos, mis libros contienen palabras ofensivas. No están allí para insultar a nadie sino, precisamente, para ofender y herir sensibilidades. Hay muchas formas de despertar una conciencia; esa es una, no dejándose intimidar por la moralina burguesa, puritana e hipócrita que es capaz de matar negros y pobres sin asco pero se ofende cuando lee o escucha la palabras “negro”, “machista”, “vagina” o “imperialismo”.
Cuando me muera háganme un favor: no me insulten corrigiendo mis insignificantes textos para hacerlos más amables con los lectores. Déjenlos como están o déjenlos sin leer. Déjenlos descansar en paz.
jorge majfud, marzo 2023