Sobre la verdad y otras mentiras
En la prehistoria epistemológica no existía la discusión iluminista que separó razón y experiencia. Por entonces, no había alternativa; como para algunos modernos, la verdad era aquello que se podía ver: un búfalo, un cuchillo, el sol, la luna, el espíritu de los antepasados y la magia del brujo.
Años atrás, en la región norte de Mozambique, un macúa me contó, con fanáticos detalles, cómo una mujer había convertido un saco de arena en un saco de azúcar. No solo había visto cambiar de color la arena, de rojo a blanco puro; también había experimentado el nuevo gusto. Al mismo tiempo que reconocía que semejante transformación era imposible, afirmaba que era la pura verdad. ¿Por qué? Porque lo había visto con sus propios ojos y lo había probado con su propia lengua.
—Dígame, ¿usted sabe qué son los sueños? ―le pregunté, no sin desconfianza en mí mismo.
—Sí, yo sueño todas las noches. —contestó el macúa.
—¿Qué fue lo último que soñó?
—Esta noche soñé que iba en un avión, volando entre las nubes.
—¿Viajó alguna vez en avión, entonces?
—No. Solo he visto aviones de lejos, volando.
—Pero usted estaba ahí. El señor vio y escuchó el avión desde adentro, volando entre las nubes.
—Sí.
—Entonces es verdad que estuvo alguna vez en un avión.
—No, no es verdad.
Por entonces yo abusé de las artimañas de la dialéctica. Pero ese es un juego válido solo para los hijos de Grecia, no para los otros. A mi amigo macúa no le produjo ningún efecto la conversación. Tal vez se quedó con la misma impresión novedosa que me quedé yo al conocerlos un poco.
Todavía más emocionadas son las historias que se cuentan en las aldeas del mato africano. Para las culturas “salvajes”, todo lo que se ve es real. Para los herederos de Grecia no: la verdad es lo que se esconde detrás de la apariencia. Se cuenta que una vez un crítico de Platón le reprochó que solo había visto caballos singulares, pero nunca había visto categorías, algo como una “caballosidad”. A lo que el filósofo respondió: “Eso es porque usted, señor, tiene ojos pero no inteligencia”.
Ya antes de Platón inteligencia significaba algo así como el poder de ver lo invisible. Es decir, el fuego de Heráclito, la inercia de Galileo, la gravedad de Newton, la voluntad de Schopenhauer, la lucha de clases de Marx, la libido de Freud. De la negación de la experiencia nació el racionalismo griego (por lo cual no se puede hablar de “ciencia griega” en el mismo sentido que la entendemos hoy). Algo más tarde se propuso que esa Invisibilidad también (o solamente) podía ser percibida con otra facultad humana: la fe; y en ese conflictivo romance invirtieron años los escolásticos. Muchas religiones, desde las indianas hasta el cristianismo primitivo, concluyeron que todo lo visible era engañoso y, por lo tanto, perverso. (“Omnia quae visibiliter fiunt in hoc mundo, possunt firei per daemones”; es decir, “todo lo que ocurre visiblemente en este mundo puede ser hecho por los demonios”). Para los griegos, detrás de lo aparente estaba la razón; para los cristianos, Dios o el Demonio; para los modernos y para los vulgares detrás de todo está el sexo. —Bien, pero tanto a los hechizados africanos como a los que solo tienen ojos para ver caballos hay que recordarles que no es verdad todo lo que se ve ni se ve todo lo que es verdad.
Universos paralelos
Una vez en el remoto poblado de Pemba, Mozambique, tuve la oportunidad de compartir unos días con uno de los hijos del libertador y primer presidente mozambicano Samora Machel, muerto en un sospechoso accidente de avión en 1986 (un año después su madre, Graça Machel, se casaría con Nelson Mandela).
había estudiado en Europa y por entonces estaba dirigiendo operaciones militares en el norte de su país. Una noche nuestra conversación giró en torno a ciertas historias de espíritus animales que habían invadido una aldea. Considerando su origen capitalino y su formación europea, le pregunté si creía en la magia de los hechiceros. N. frunció la frente y la boca como alguien que no se anima a reconocer que cree en Dios en medio de una reunión de ateos. Pero finalmente respondió que sí con una historia. Cuando más joven, una bruja había predicho que él o su hermano iba a morir pronto. Antes del mes, N. cayó enfermo y poco después su hermano tuvo un accidente automovilístico. Y murió. Cuando terminó su historia, N. me miró con obviedad. Con mi expresión más occidental, dije: “Bueno, ¿y dónde está la prueba?”.
Alguien que estaba a mi lado suspiró molesto; no era posible que alguien tuviese tantas dificultades para entender una prueba irrefutable.
“Yo no veo la prueba ―insistí―; lo único que veo es un crimen inducido”.
Creo que mis amigos intentaron cambiar de tema cuando notaron que los puntos de vistas se habían radicalizado demasiado.
Veámoslo desde un punto de vista psicológico, que si no es el mejor tampoco ha de ser peor que la interpretación mágica. Consideremos que, después de la revelación, tanto N. como su hermano debieron quedar muy perturbados; sobre todo porque ambos eran africanos de pura ley y muy susceptibles a las palabras de una adivina con fama. La enfermedad de N. debió golpear directamente a su hermano, ya que eso indicaba quién sería el mortal aludido. ¿No es éste el mejor estado psicológico para que se produzca un accidente, real o involuntario?
Reconozco que estoy siendo algo injusto al exponer un razonamiento que es propio de nuestra mentalidad occidental a lectores que seguramente serán occidentales. No estoy afirmado que ésta sea la verdad, sino que ninguna de las dos realidades puede ser probada absolutamente. Las creaturas proyectamos sobre toda la realidad una determinada visión del mundo que ha sido sugerida o verificada por una parte mínima de esa realidad. Porque la Realidad es infinita y nuestras facultades intelectuales son limitadas; porque no podemos evitar generalizar una comprensión; porque no podemos, o nos cuesta mucho ver el mundo a través de dos verdades diferentes.
Solo podemos decir que una proposición es verdadera cuando se integra a aquellas verdades básicas que no estamos dispuestos a modificar. Este compromiso es simple cuando relaciona axiomas y corolarios matemáticos, pero se vuelve harto complejo cuando escapa a esa ciencia tautológica.
Jorge Majfud