La invención del pasado

Portrait of Thomas Jefferson by Rembrandt Peal...

Portrait of Thomas Jefferson by Rembrandt Peale, 1805. New-York Historical Society.

De cómo defender los interese presentes con un pasado hecho a la medida.

 

Unas semanas atrás me llamaron de una radio para discutir sobre la propuesta del control de armas en Estados Unidos. Una persona, a la que respeto sin reservas, argumentó que cualquier limitación al derecho de portar armas constituye una violación a la Segunda enmienda. Razón por la cual, deduje, todos los aeropuertos y los edificios federales de Estados Unidos estarían violando sistemáticamente la Constitución.

De ahí pasó a defender el espíritu americano y los valores que fundaron a este país.

Obviamente, eso del “espíritu americano”, como el espíritu de cualquier país, es algo mucho más vago y contradictorio de lo que se cree, ya que no veo que el “espíritu” de las sociedades esclavistas del siglo XIX, cotos de caza de los conservadores modernos, sea precisamente lo que se está revindicando. Tampoco creo que “los valores” sobre los cuales los llamados Padres fundadores crearon una nueva nación sean, precisamente, los valores religiosos en general y cristianos en particular, tal como se insiste como premisa y corolario inevitables.

En toda la Constitución de Estados Unidos y en la Carta de Derechos que le sigue, no hay una sola mención a Jesús; ni siquiera a Dios (la única referencia al “Señor” es sólo una costumbre de la época para fechar un documento). Nada de lo cual significa que estos fundamentos sean antirreligiosos o anticristianos, aunque no es difícil encontrar expresiones anticlericales en figuras claves como Thomas Jefferson o Thomas Paine. La separación de la religión y el Estado fue, precisamente, uno de los elementos más radicales que introdujeron los llamados Padres Fundadores.

No obstante, la mayoría de los ciudadanos americanos está convencida que la expresión “One Nation Under God” (“Una nación sometida a Dios”) es la base de los valores que fundaron este país a fines del siglo XVII, y no pocos se la atribuyen a la Constitución o a la Carta de Derechos, cuando no a alguna figura fundacional. Todo a pesar de que esta invocación fue agregada hace apenas medio siglo.

El famoso “Juramento de lealtad” que repiten los niños en las escuelas cada año no fue escrito en 1789 ni resume el espíritu religioso de los padres fundadores: en su brevedad, resume tres olas de miedos mucho más recientes.

Su inventor, Francis Bellamy, escribió y propuso esta plegaria en 1892 con la excusa del cuarto centenario del descubrimiento europeo de América. Este cristiano y declarado socialista americano quiso poner el acento en la “unión” (“one nation indivisible”). ¿Por qué? Obviamente porque los peligros de la secesión continuaban latentes luego de finalizada la Guerra Civil pocos años atrás.

Luego, las oleadas de inmigrantes llevaron a que en los años 20 se pusiera el acento en aclarar a qué país se refería “mi bandera”, por lo cual agregaron “la bandera de Estados Unidos de America”.

Una tercer ola de miedos por el avance del comunismo en Europa hizo posible la paranoia macartista de los 50 y, en 1954, se agregó la referencia a Dios, por lo cual su aprobación por parte del congreso significó una grosera violación a la propia Constitución de Estados Unidos, ya que la enmienda más sagrada de ésta, la primera, no sólo establece el inalienable derecho a la libre expresión sino, y en lógica coherencia, establece que “el Congreso no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión”.

La Revolución americana y sus fundamentos no establecieron una base religiosa a la nueva sociedad, lo cual era moneda común en la época. Precisamente intentaban evitar esto mismo tomando todas las medidas necesarias para apartar la religión de los asuntos de un Estado que debía ser radicalmente laico, y así lo prueban no sólo la Constitución y la Carta de Derechos sino una vasta gama de ensayos y cartas de los ahora llamados Padres Fundadores.

Pero cada ola conservadora necesita inventar su propia tradición, su propio pasado y el olvido general a través de la prédica, el sermón y la propaganda. De otra forma no se explicaría por qué muchos cristianos conservadores en Estados Unidos son precisamente aquellos que defienden el libre uso de las armas dentro de fronteras y son los más propensos a las intervenciones militares afuera. Jesús fue un pacifista radical a pesar de que vivió en un tiempo brutal, cuando Palestina/Israel era una colonia del imperio romano. (Mateo 5:38-4 Lucas 22:47-51). Son contradicciones perfectamente explicables desde un punto de vista histórico pero no desde un punto de vista moral, como por ejemplo, la aversión de Jesús al militarismo, al mercantilismo y a las riquezas materiales (Mateo 21:10-17, Marcos 10-25, etc.) que desde hace un buen tiempo son la misma base moral del capitalismo o de sus más radicales defensores.

Claro que es difícil para cualquiera de nosotros seguir a Jesús en prescripciones como: “no resistas al que te haga algún mal; al contrario, si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra”. Pero mucho más difícil resulta casar estas prescripciones con la prédica y las acciones de los cristianos más conservadores de la derecha americana. Difícil pero no imposible, porque la historia nos muestra que siempre ha sido posible encontrar a alguien que nos demuestre que allí donde Moisés, Jesús o Mahoma dicen “blanco”, en realidad querían decir “negro”. O viceversa, dependiendo de la conveniencia y los intereses del momento.

En el olvido confiamos.

Jorge Majfud

Milenio (Mexico) >>, Nac.

La Gaceta (Argentina)

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la unión americana

Thomas Paine, Engraving

Image by Marion Doss via Flickr

Bitacora (La Republica)

Psicoanálisis de la unión americana

En una sociedad, las contradicciones no son un defecto sino una virtud. Peor que una sociedad contradictoria son las sociedades monolíticas, porque si un individuo es naturalmente contradictorio más ha de serlo la fusión de éstos en una sociedad cualquiera. Pero cuando una sociedad niega sus contradicciones con recurrencias obsesivas a una coherencia subliminal, puede estar revelando un aspecto neurótico de su estado actual.

La sociedad norteamericana es profundamente contradictoria y coherente, al mismo tiempo. Su coherencia es terrible y necesaria para mantener contenida todas sus contradicciones. Es una sociedad hiperfragmentada, profundamente dividida en extractos sociales, económicos y reciales. Ésta misma es la razón —y no la contradicción— de su notable patriotismo.

La misma voluntad de “unión” de estados, indica una fragmentación previa. La fragmentación está en el inconsciente de la nación más poderosa del mundo, procede de su infancia nacional. El conflicto racial marca su adolescencia, ya en la Guerra de Secesión, y no termina de resolverse nunca, a pesar de sus notables avances.

La sociedad norteamericana posee una clase media activa, productiva pero no trabajadora, orgullosa y con un sentido de la Ley y de la organización que carece, por ejemplo, nuestra América Latina. La clase media es la depositaria de los ideales y de la ética democrática de la nación. Por ello, todos en esta sociedad se consideran miembros de la misma clase media, por lo que debemos aclarar que hay una clase media alta —la de los millonarios— y una clase media baja —la de los sin techo.

Las diferencias económicas y de clases están en la Unión dramáticamente acentuadas, no de hecho sino de sospecho. La pobreza existe, pero no significa un problema nacional como en América Latina, como en otras partes más trágicas del mundo. Los pobres en Norteamérica son clase media en África, si comparamos sus ingresos y sus niveles de vida. Pero son los mismos pobres africanos si los comparamos con la clase media norteamericana. La violencia no es física, lo cual es un progreso, sino moral —lo cual no es menos doloroso.

En Norteamérica los pobres sufren de sobrealimentación hasta límites monstruosos. Hombres y mujeres que casi no pueden mover sus enormes cuerpos, recipientes de todo tipo de alimento y bebidas, recorren los supermercados en mecánicas sillas de ruedas, diseñadas especialmente para un consumo más agradable. Más agradable o más hiperbólico, porque aquí todo ha de ser mesuradamente exagerado: en verano el aire acondicionado es excesivamente frío, en invierno la calefacción es excesivamente alta; los autos son excesivamente grandes cuando sus conductoras son excesivamente pequeñas; las avenidas y autopistas son excesivamente grandes mientras que las veredas son excesivamente inexistentes —los peatones no existen mientras que el documento de identificación principal es la libreta de conducir; conduzco, ergo existo—; los cuerpos son excesivamente obesos cuando su educación es excesivamente flaca; los vasos son excesivamente grandes, la comida es excesiva —la que se come y la que se tira—, excesivas son las costumbres en esta sociedad de excesos innecesarios.

No obstante, en una sociedad marcada por el consumismo y el materialismo, sus iglesias compiten frente a frente y lado a lado en número y tamaño. Las iglesias son muchas y están llenas de gente. Casi todos los miembros de esta sociedad son religiosos o pertenecen activamente a alguna religión. Estas observaciones pueden ser contradictorias o dos partes de una rígida lógica psicoanalítica o tributaria que prefiero soslayar ahora.

Todas estas contradicciones que hunden su raíz en el inconsciente nacional, se “resuelven”, aparentemente —en el doble sentido de la palabra— con los omnipresentes símbolos de “unión”, con el exaltado sentimiento de patriotismo. Como en pocas partes del mundo, la bandera nacional forma parte del decorado interior y exterior de los hogares. Este recurrente símbolo se expone ante los otros miembros porque confirma la Unión. En pocos casos, recuerdan constantemente al inmigrante dónde están. Pero el símbolo que tan fuertemente significa “unión” interna, representa la división exterior. La bandera de la Unión expuesta en otros países significa “el otro”, el amigo o el adversario, pero siempre la División. En el reino de Mongo, significa poderosamente todo lo que no es Mongo.

La sociedad norteamericana es hermosamente cosmopolita en grandes regiones. Si consideramos que McDonald’s es un tipo de comida, podríamos decir que es la comida típica nacional. Si no la consideramos como alimento, veremos que la comida típica nacional es la comida china, la italiana, la española, la tailandesa, la india y, sobre todo, la mexicana.

Norteamérica es un crisol de razas, de lenguas, de culturas, de religiones, de comidas y de costumbres. Pero un crisol donde, para bien y para mal, las partes se entreveran pero no se funden. Para bien no se confunden; para mal, conviven pero no se conocen. Para bien, hombres y mujeres conviven; para mal, no se reconocen. En pocos lugares del mundo, sino en ninguno, tantas culturas se juntan tanto y se conocen tan poco. Como en aquella famosa torre, en pocas partes del mundo se conoce tan poco del resto del mundo teniendo al mundo adentro. Pero la salva el mito de la Unión, de la unidad heterogénea.

Como hemos visto, unión y fragmentación son los componentes contradictorios de una misma lógica. Ahora, veamos cómo también la integración es parte constituyente de la exclusión.

La sociedad americana sufre una especie de “ansiedad de exclusión”. Es por ello que aparecen, otra vez, la recurrencia a símbolos que unen-separan. Sociedades fraternales de todo tipo, banderas, gorros, camisetas y mucho más con la insignia del club deportivo, de la universidad a la que se asiste; música étnica, vestimentas (pseudo)étnicas, etc. Existe una clara y mitológica necesidad de exaltar los valores individuales pero, al mismo tiempo, suele existir una pérdida absoluta del individuo, de la individualidad, en el individualismo.

El individualismo se opone al individuo, ya que no lo deja ser libre: es una competencia, una asimilación en un grupo al cual, inconscientemente, se procura destruir, someter, según las mismas relaciones de poder que imperan en la sociedad. Identificarse con un grupo para diferenciarse del resto y luego identificarse con el resto para resolver la contradicción original. Por si fuese poco, esa concepción del individuo se identifica con la idea de “libertad”, lo cual ayuda a glutinar el caos en virtuosa diversidad. Pero es una libertad, en todo caso, física, una libertad de competencia.

Sin embargo, el individuo está mucho más estreñido en márgenes ya asignados y preetablecidos, de lo que considera o debe considerar él mismo. La ideología dominante impone una autorepresentación de sí mismo como ser libre. Es decir, la ideología dominante resuelve la contradicción con un discurso opuesto al sospechado. Crea otra realidad a su medida. Y, en cierta forma, es muy efectiva, no sólo para mantener un determinado orden de control social, sino, sobre todo, para crear la idea de Felicidad.

© Jorge Majfud

The Universoty of Georgia, mayo de 2004