La silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

 

 La silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

Reflexiones complementarias para la presenteción “Humanist Voice in an Often Inhumane World: The Essay Writing of Jorge Majfud”, de Dr. J. Goldstein. Georgia Southern University, Jueves 29 de marzo de 2012.

 

 El humanismo: la silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

Ahora veamos el problema según su maduración histórica.

Diacrónico

El humanismo moderno fue uno de los principales motores de la dramática revolución que marcó el fin de la Edad Media y el surgimiento del Renacimiento, dos nombres discutibles, ya que reflejan un punto de vista particular, que es el del Iluminismo y la Ilustración. De hecho, el Iluminismo del siglo XVIII es hijo del humanismo, como lo es el Renacimiento de los siglos XV y XVI.

Si tuviese que hacer un breve resumen, muy sintético, de los cientos de volúmenes que he ido estudiando sobre el tema a lo largo de los años, creo que podríamos hacer una lista de esos valores que desde el siglo de Dante, Petrarca y Averroes, sino antes, significaron una lentísima, casi imperceptible pero radical revolución que se prolonga hasta nuestros días:

1) El humanismo puso el acento en la libertad del individuo. Por definición y concepción, toda doctrina fatalista o filosofía determinista es anti-humanista.

2) Consideró que el arte y la literatura enseñan a ser seres humanos. Este es un descubrimiento de la antigua Grecia.

3) Consideró que la historia no es necesariamente un proceso de corrupción y degradación, como durante milenios lo ilustró la metáfora de las edades según los metales, que comenzaba en la Edad de Oro (el Edén) y terminaban en la Edad de Hierro. Esta concepción del tiempo y de la historia fue dominante en muchas culturas de la Antigüedad y, sobre todo, en la tradición judeocristiana.

4) Si la historia puede progresar, entonces los valores morales (por lo menos algunos) pueden cambiar según los contextos; no son inamovibles ni han sido definidos para siempre por una sola Revelación.

5) Leer es interpretar. Como consecuencia, es posible que aquí se haya comenzado a destruir la idea de que el autor es la autoridad. Esta concepción (derivada de la idea de que el Autor de la Biblia y del Corán es Dios, que leer es tratar de descubrir la intención del autor, y que por tratarse de Dios sólo podría haber una verdad única) progresivamente se fue degradando, sobre todo referido a textos no religiosos.

6) Por lo tanto, si es posible que un signo irradie varios significados posibles (no cualquier significado, de lo contrario dejaría de ser un signo), la diversidad no es un atributo del demonio sino algo meramente humano.

7) La popularización de la cultura a través de la imprenta, que los mismos humanistas provocaron, es una “vulgarización” (el conocimiento al vulgo) positiva desde un punto de vista democrático.

8) Consecuentemente, surge un interés por las culturas populares, los romances, los refranes, y las lenguas vernáculas.

9) Surge la extraña idea de que a través de la educación de los niños se podría definir un cambio social.

10) En literatura, se produce un redescubrimiento de los géneros del diálogo y la epístola.

11) El comercio no es algo maldito. Es sólo otra actividad típicamente humana que beneficia el bienestar material y la expansión de la cultura.

12) Se reconoce el valor de la multiplicidad de puntos de vista y, en consecuencia, el eclecticismo y la tolerancia.

13) El Estado y las religiones deben estar separados. El primero debe garantizar la libertad de cultos. (Siglo XIV).

Muchos humanistas, generalmente académicos, profesores de letras procedentes de Grecia y Turquía no eran religiosos. Sin embargo, los siglos XIV, XV y XVI abundarán en humanistas religiosos, como los poetas italianos, los ensayistas españoles o la gran figura holandesa, Erasmo de Róterdam. En este sentido, es probable que la crítica de los católicos humanistas a la autoridad excesiva de la iglesia (aparte de sus críticas a la corrupción eclesiástica de la época) y su concepción del valor de la lectura y la relectura des-institucionalizada, hayan preparado el camino al protestantismo. Lo cual será una nueva paradoja histórica, porque de aquí surgirán las doctrinas más fatalistas y anti-humanistas de la Era Moderna.

También podríamos considerar a Miguel de Cervantes y un siglo antes a Bartolomé de las Casas como otro humanista católico, probablemente converso, quien en las primeras décadas de la conquista española de América se opuso a la esclavitud de los indígenas por motivos humanitarios (por entonces, una elite de intelectuales apoyaba la idea de un “derecho natural” universal, algo muy parecido a lo que hoy son los “derechos humanos”), resistiendo a teólogos como Ginés de Sepúlveda que intentó justificar la esclavitud de las razas inferiores usando la Biblia. Fue necesario que pasaran cuatro siglos para que su prédica se materializara, fundamentalmente gracias a las nuevas condiciones de producción creadas por la Revolución Industrial.

Nuestro tiempo sería imposible de concebir sin la revolución humanista. Valores como la libertad, la diversidad, la igualdad, la democracia, los derechos humanos y la conciencia humana como motor de progreso moral, ahora son casi paradigmas. Hoy casi todas las religiones aceptan estos valores como fundamentales. Sin embargo, creo que es necesario observar que ninguno de esos valores fue resultado de la lucha de ninguna religión dominante sino todo lo contrario: esos nuevos valores encontraron enardecidas y brutales resistencias de las fuerzas más conservadoras, generalmente apoyadas por las iglesias oficiales de turno. La libertad fue maldecida por religiosos como Santa Teresa, quien consideraba que la obediencia y el reconocimiento de la jerarquía masculina era decisión de Dios. Hasta en el siglo XX, la democracia fue maldita en algunos países y en para algunas tradiciones religiosas era obra del Demonio que buscaba destruir las sanas jerarquías del mundo predicando desobediencia y libertad. La diversidad, hasta no hace mucho, fue vista siempre como una inmoralidad. La posibilidad de que diferentes religiones puedan tener partes de verdad, fue siempre motivo de persecuciones, torturas y guerras sangrientas. Incluso en la Europa renacentista, el antisemitismo y cualquier otro tipo de discriminación y persecución racial era considerado una obligación ética, cuando no las guerras santas, que hasta hoy sufrimos.

Es, en este sentido, que alguna vez he dicho que el humanismo es la última gran utopía de occidente. Porque es en sus principios, como el valor de la humanidad como una totalidad y de los individuos como una diversidad positiva, donde radica la esperanza de un mundo que todavía sufre de canibalismo. Dudo que haya alguna religión particular que pueda unir a la Humanidad y mitigar así sus trágicos conflictos. No dudo tanto de que son los valores humanistas los únicos capaces de unir la enorme heterogeneidad de la humanidad que, como una orquesta sinfónica, sea capaz de tocar una misma sinfonía, armónica, gracias a la diversidad de sus instrumentos.

 

 

Jorge Majfud

Jacksonville University. Abril, 2012.

majfud.org

Milenio (Mexico)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

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La imaginación de la historia

Basic Algebra Review

Basic Algebra Review

La imaginación de la historia

El inicio del siglo XXI se parece mucho al final del siglo XI. Por entonces, Europa, la periferia del desarrollo mundial, inició un lento y sistemático ataque militar y religioso al centro del imperio del momento, el imperio árabe o musulmán. Cuando hoy Occidente mira hacia el siglo XI, casi por norma olvida o no puede sacudirse la percepción en la que hemos vivido siempre: el mundo occidental como centro de la cultura, la civilización y el desarrollo económico, y la periferia africana y asiática como el mundo bárbaro y fanatizado por el proselitismo religioso.

La verdad es estrictamente la contraria. Durante la Edad Media y hasta comienzos del Renacimiento, Roma y las principales ciudades europeas, con excepción de la deliberadamente olvidada Córdoba en España, eran lo que hoy son, comparativamente, Damasco o Bagdad. Incluso menos, porque por entonces Londres y Paris eran ciudades más bien caóticas, de apenas quince mil habitantes una y cuarenta mil la otra, desarticuladas y más bien sucias. Incluso Tenochtitlán (México) era una urbe más grande, más desarrollada y mejor planificada que las principales capitales de Europa. Sólo la multicultural y vibrante Córdoba, uno de los principales centros de la civilización del mundo, tenía más de medio millón de habitantes en el siglo XI y unos siglos después de las sucesivas limpiezas étnicas había sido reducida a unas pocas decenas de miles.

Cuando la España de Fernando e Isabel y sus sucesores termina de expulsar a los judíos y moros de la península (Hispania, Spania o Al Ándalus), las ciudades y capitales vencedoras lucían bastante primitivas en comparación a Córdoba o a la Alhambra. La imaginación histórica (no muy diferente a la imaginación narrativa) tiende a identificar aquellas urbes vencedoras con las más contemporáneas Madrid, Sevilla o Londres, no en las imágenes urbanas actuales sino en los mapas dibujados por dicotomías como centro-periferia, civilización-barbarie, ciencia-mitología, razón-fuerza, tolerancia-fanatismo, etc.

Por supuesto que la triste yihad, aunque es una palabra árabe, tampoco fue un invento árabe. Las matanzas por mandato de algún dios colérico o lleno de amor y misericordia son milenarias; las usaron los mahometanos que expandieron el imperio y sirvió para promover y justificar las brutales Cruzadas cristianas contra los pueblos surorientales y contra el centro político, religioso y cultural de la época. Los “cara pálidas”, rubios de ojos claros eran el equivalente a lo que, siglos después y vistos desde un centro desplazado hacia occidente, serían los morenos de ojos negros: los bárbaros. De hecho la palabra bárbaro había surgido siglos antes, cuando el centro de la civilización era Grecia y Egipto: un bárbaro era un salvaje rubio, casi siempre germánico, violento, carente de cultura civilizada y con un idioma “balbuceante”, caótico. Al menos esa era la percepción desde el centro.

En el siglo XI estos bárbaros europeos que se dirigieron a África y Oriente en milicias desorganizadas primero y luego con ejércitos mejor financiados, se encontraban a una gran distancia cultural del centro: eran fanáticos religiosos que tenían sueños de guerras santas y esperaban en compensación el Paraíso. Analfabetos casi por unanimidad, desconocían la tolerancia, la diversidad de filosofía, la razón dialéctica y mucho más las ciencias. En el centro, en las principales urbes del imperio islámico, las New York y las Paris de entonces, las ciencias eran disciplinas comunes. Aunque hubo un esfuerzo de siglos por disimularlo, la memoria persiste, inadvertida, hasta en las palabras que usamos hoy, como algebra, algoritmo (del matemático persa Al-Juarismi, base de la informática moderna) astronomía, almanaque, nadir, zenit, química, alcohol, jarabe, albóndiga, alquiler, albañil, almacén, ojalá, almohada, alcalde, almirante, guitarra, ajedrez, aduana, ahorro, cheque, hasta los mismos números arábigos, etc. Seguramente ninguno sin una historia atrás que incluye a otros pueblos y culturas más antiguos.

Pero la ignorancia de que no sólo las religiones y la filosofía modernas se asientan en antiguas culturas de países hoy periféricos sino también la ciencia moderna, llevó a la prestigiosa periodista italiana, Oriana Fallaci, a afirmar: “Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión… Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?” (2002). Esta es una idea común y extendida. Lo que demuestra, una vez más, que la historia se hace de memoria pero sobre todo de fatales olvidos.

Será gracias al inglés Adelardo de Bath y Roger Bacon que traficaron las nuevas ideas de África y Medio Oriente, que Europa comenzó a considerar que la razón y el empirismo, no la autoridad, podían ser instrumentos de la verdad. Lo más importante: instrumentos democráticos, ya que no eran propiedad que se heredaba como se heredaba la nobleza de sangre y la nobleza moral.

Pero la interpretación y representación de la historia está plagada de intereses, no sólo de los poderes dominantes de cada momento. En su momento, el imperio islámico se encargó de mostrar una imagen convenientemente negativa de los cristianos, como los imperios anglosajones emergentes hicieron con la leyenda negra española, parte real y parte exagerada. La representación histórica también está plagada de intereses conscientes e inconscientes de cada individuo. Algunos tienen una tendencia irremediable en acusar al otro y defender lo propio. Otros, tenemos una tendencia, igualmente irremediable, de poner el dedo en la llaga: en el Norte señalamos sus propios defectos; en el Sur somos críticos con aquello mismo que defendemos en el Norte. En Occidente señalamos los crímenes de Occidente; en Oriente le señalamos la basura que promueve el orgullo chauvinista de Oriente.

Claro que siempre es posible que lleguemos a un punto en que el diálogo es imposible. No se puede dialogar con convencidos chauvinistas, ultranacionalistas y disimulados racistas. Es más fácil dialogar con un orangután y llegar a un acuerdo. En estos casos es la fuerza la que resuelve el conflicto a favor de la justicia o de la injusticia. Porque la fuerza es ciega, no la justicia. Pero antes de llegar a este triste extremo siempre hay que buscar una alternativa. En términos personales siempre queda la opción del alejamiento y la serena indiferencia. Sobre todo para aquellos que no queremos ni podemos hacer uso de la fuerza.

La imaginación histórica es la segunda mayor fortaleza del chauvinismo. La primera, sigue siendo “el brazo armado de Dios” —no Dios, espero.

Jorge Majfud

Julio 2011

majfud.org

Jacksonville University

Milenio (Mexico)

La Republica (Uruguay)

Juan de Valdés: observaciones lingüísticas de un humanista renacentista

Juan de Valdés

Juan de Valdés

Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua. [1535] Edición de Cristina Barbolani. Madrid: Cátedra, 1982.

Juan de Valdés: observaciones lingüísticas de un humanista renacentista.

 

Juan de Valdés, hermano de Alfonso de Valdés (autor de Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, 1527) fue uno de los tantos humanistas de la escuela de Erasmo de Roterdam. Los humanistas no abundaban mucho en España (como no abundarán los ilustrados), pero tampoco eran raros en la iglesia católica del siglo XVI, el siglo de las reformas y contrarreformas.  Juan escribió algunos o quizás muchos libros religiosos que no firmó con su verdadero nombre por temor a la policía teológica de la época. A estas malas costumbres sumaba el frecuente pecado de ser un cristiano de sangre impura, lo que en la época significaba tener algún abuelo o abuela judía, musulmana o conversa. También los Valdés tenían algún tío incinerado por la Inquisición. También, como todos los humanistas de la época, consideraban que la tolerancia y la libertad no eran atributos del demonio, como lo afirmarían otros intelectuales de la iglesia, como Santa Teresa y la mayoía de los políticos españoles hasta el siglo XX, para los cuales la democracia era una ofensa al orden vertical establecido por Dios. Muchos otros continuaron ese desprecio, desde los carlistas hasta Ortega y Gasset, el filósofo más celebrado de España en el siglo XX y autor del reaccionario La rebelión de las masas en 1930.  

Debido a este ambiente progresivamente irrespirable, Juan de Valdés fue procesado por la Inquisición; la última vez huyó de España.

Esta idea de fundar una verdad en la razón y no en la autoridad, importada del mundo islámico a Europa, entre otros, por el inglés Adelardo de Bath, tuvo una traducción bastante directa en humanistas como Juan de Valdés: “entender es mejor que creer”. En algún momento se debió descubrir que para esto no sólo la razón y la lógica eran medios legítimos sino también la observación.

Pero Valdés también fue un primitivo e interesante observador de la lengua castellana. Este interés lingüístico y sobre todo la observación del idioma popular era propio de los humanistas y, además, por entonces las questione della lingua estaban en pleno apogeo en Italia. Por supuesto que Juan de Valdés está más en la línea de los lingüistas actuales que básicamente observan y procuran explicar un fenómeno y muy lejos de su compatriota Antonio de Nebrija (autor de la primera gramática europea en lengua vulgar) y el inquebrantable espíritu conservador de la Real Academia. El relativismo de Valdés está en consonancia con la tolerancia de los humanistas y en cortocircuito con los puristas prescriptivistas más contemporaneos: “yo uso así para distinguir esto de aquello […] pero si me entiende tanto escribiendo “megior” como “mejor” no me parece que es sacar de quicios mi lengua, antes adornarla con la agena” (162).

Sabemos que los dos géneros literarios de los humanistas eran, no por casualidad, la epístola y el diálogo (veremos la obra de su hermano Alfonso y de un contemporáneo de ambos, Fray Antonio de Guevara, el autor de Epístolas familiares, 1539, que leería el francés Montagne décadas más tarde). Erasmo no sólo era un obsesivo escritor de cartas, sino que esta práctica y este género continúan la línea de Platón, Cicerón y Petrarca.

Valdés descubre el “uso” de la lengua (la lengua hablada, el castellano) y lo contrapone al “arte” lingüístico (la gramática, la lengua estudiada, el latín). En la lengua hablada predomina la forma en que es usada. Las normas guían, pero no son suficientes para hablar una lengua. Valdés no sólo usa los ejemplos literarios sino también los refranes populares, coplas, villancicos y romances populares haciendo referencia al mismo Erasmo, quien escribió un libro de refranes en latín (126). Luego usa él mismo varios de su tierra como: “las letras no embotan las lanzas” (127), lo que en Cervantes dejará de ser una aclaración para convertirse en un canon: el hombre de “armas y letras” (un clásico, también, de la realidad latinoamericana del siglo XX.). Entre este cúmulo de curiosidades encontramos uno de los refranes más universales: “Cargado de hierro, cargado de miedo” (176). El editor de 1982 nos recuerda que el mismo refrán se encuentra en la Celestina (XII, pág. 143, Clásicos Castellanos). Otros refranes bosquejan el espíritu de la época tanto como la inherente condición humana: “A quien mucho mal es ducho, poco bien se le hace mucho” (198);  Y en la página 257: “Malo es errar y peor es perseverar” (también en la Celestina, del latin “Malum est errare et peius perseverare”).

Por supuesto, en Diálogos (escrito en 1533, publicado en 1737) tampoco faltan los chistes anticlericales, de estilo erasmista: “Vedme aquí, ‘más obediente que un fraile descalço cuando es combidado para algún vanquete’” (131).

Con frecuencia el autor usa estos refranes para ejemplificar sus reglas gramaticales, porque entiende que son la autoridad del uso (151). Otros refranes populares de la época revelan el etnicismo ignorado en siglos posteriores y sus prejuicios: “fue la negra al baño y truxo que contar un año” (158).

Valdés reconoce que el castellano es una síntesis de lenguas, como la original de España, la de los godos, la del los romanos, el latín, y la de los moros, el árabe (132). Creía que la lengua original de España era la griega o la de los vizcaínos, porque (como pensaban otros) así como los romanos no pudieron someter por las armas a Vizacya tampoco pudieron imponerle su idioma (132).

Valdés era de la idea de que los vocablos envejecen. Como todo humanista de su época conocía Arte Poética de Horacio (194). Pero unas sesenta páginas más adelante demuestra que aun un humanista de la época estaba atrapado en la idea de pureza y concluye con una afirmación inaceptable para los lingüistas modernos: cree que el castellano, al ser mezcla de tantas lenguas, no se puede reducir a reglas (153).

No obstante, más allá de estos detalles gramaticales, creo que hay otras observaciones mucho más relevadoras, como lo es cierta distinción social entre las formas del “vos” y de la más moderna “tú”.

Según Juan de Valdés, “también escribimos ya y yo porque la y es consonante” (163), lo que quizás para un lingüista pueda ser prueba de la “y”  fricativa postalveolar sonora (la ʒ del “sheismo”). Para mí es otro indicio (no me animo a afirmar que es una prueba) de que el acento de la época, además de la gramática, se debía parecer más al acento rioplatense que al mexicano o, incluso, al castellano hablado en el centro y norte de España.

A la pregunta de ¿por qué se escribe (en el siglo XVI) unas veces omitiendo la “d” en vocablos como tomá, otras tomad, unas comprá, otras comprad, unas comé, otras comed”, la respuesta de Valdés es harto significativa, casi un tesoro histórico:

“Póngola por dos respetos: el uno para henchir más el vocablo, y el otro por que haya diferencia entre el toma con el acento en la o, que es cuando hablo con un muy inferior, a quien digo , y tomá, con el acento en la a, que es para cuando hablo con un casi igual, a quien digo vos”  (171).

Esta observación me recuerda mucho a lo que años atrás observé en el portugués de Mozambique. Alguien de una clase superior podía llamar “você” a un inferior, pero no viceversa (“o senhor João X”). Subvertir este orden clasista, racista y rígidamente colonialista era una ofensa contra el honor de quien estaba un poco más arriba; es decir, era un ataque contra el establishment.

Indicios como el que apunta Valdez a principios del siglo XVI, el siglo de la conquista, parte del Siglo de Oro de las letras y del oro americano, siempre me han conducido a pensar que el cambio de la forma “vos” en España por el “tú” se debió a las mismas razones clasistas y colonialistas. Como había intuido Nebrija en 1492, la lengua es era “compañera del Imperio”.

Tal vez esta distinción lingüística pudo haberse acentuado en Cuba y México durante la colonia, lo que no en el Río de la Plata, dado el carácter distinto de los indígenas del sur y del gaucho, que en el siglo XIX sorprendió a Charles Darwin por su incomprensible autoestima a pesar de su pobreza. También Simón Bolívar advirtió esta diferencia que luego fue detestada en el resto de América latina como simple vanagloria argentina: “El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad. […] El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del Rey […] El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas” (“Carta de Jamaica”, 1815). Está de más aclarar que todas estas observaciones se refieren al siglo XIX.

En su Dialogo, Valdés se extiende en otros detalles menos cruciales para la vida de los pueblos. Por ejemplo, atribuye el cambio de la “f” latina por la castellana “h” a la influencia árabe (171), cambio frecuente si comparamos el castellano con el portugués o gallego, aunque probablemente el silencio de la ache provenga del vasco. Luego reconoce que evita “güerta”, “güevo” y prefiere escribir “huerta”, “huevo” porque encuentra feo el sonido “gu” (176). No explica el por qué de la “fealdad” aunque también aquí sospecho que hay otra razón de clase social: como lo demuestran las revistas y los programas de moda, los pobres y todos aquellos que necesitan trabajar para vivir han sido siempre feos, villanos.

Para terminar dejemos una observación a manera de hipótesis para lingüistas: según Valdés, la palabra latina “ignorantia” en castellano se escribía o se debía escribir “iñorancia” para que se pronunciara igual. Como en toscano “signor” y en castellano “señor” (187). Sin embargo hoy en día no se pronuncia como “ñ” castellana ni como “gn” toscana. Lo cual podría ser un indicio (como cuando observamos los cambios de pronunciación del inglés británico al inglés americano) de que la grafía haya modificado la fonética, es decir, es posible que la cultura escrita, ilustrada, haya sido políticamente tan fuerte como para modificar en algún grado el uso de las mayorías analfabetas, así como anteriormente la escritura debió seguir la oralidad de un idioma consolidado (aunque tal vez Jacques Derrida no estaría de acuerdo).

Jorge Majfud

majfud.org

Jacksonville University

Neotraba (mexico)

Milenio (Mexico)

Milenio (Mexico)

Lecturas: 1486. Fernando de Pulgar, cronista de los reyes

Wedding portrait of King Ferdinand II of Aragó...

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Pulgar, Fernando del. Claros varones de Castilla. [1486] Madrid: Espasa-Calpe, 1942.

Fernando de Pulgar, cronista de los reyes

Fernando de Pulgar fue “cronista oficial” del rey castellano Juan II y de su hijo, Enrique IV, antes de servir como embajador en Roma de los reyes católicos de España, Fernando e Isabel; los reyes más importantes en la península Ibérica. Probablemente este hombre, que para nosotros es apenas un nombre, nació en Toledo, en 1430, en una familia judía y murió o desapareció en 1493, mucho después de convertirse al cristianismo. Como todos saben, 1492 fue el año del descubrimiento de América, de la expulsión de moros y judíos de España y el año de la primera publicación de la Gramática de la lengua castellana de Antonio Nebrija, primera gramática europea sobre una lengua vulgar. Algunos críticos y biógrafos lo han definido como humanista.

Este libro se compone de una serie de biografías minúsculas sobre personajes de su siglo, aparentemente poco objetivas y muy probablemente con el objetivo de adular a algún hombre poderoso de la época, además de la no menos poderosa Isabel.

Sobre el almirante Don Fadrique.

El almirante don Fadrique era abuelo de Fernando de Aragón. A las pocas líneas de recorrido ya apreciamos un rasgo común en la literatura y en la cultura hispánica de siglos posteriores: aparecen las figuras “intermedias” del poder. Los malos y excesivos son los “condestables”, como el de Castilla. El rey, en cabio, es incuestionable. El héroe (víctima) que estaba por debajo de los estamentos del poder, también.

Otra particularidad del relato, sobre todo considerando la época y su condición de converso, es la narración en primera persona. El narrador se convierte en autor: opina. Fernando Pulgar se entretiene analizando la conducta de un lejano romano que se suicidó, a diferencia del almirante Fadrique que vivió hasta viejo: “Si hay razones para alabar su vida no la hay para alabar su muerte”, ya que fue suicidio. Luego siguen largos discursos moralizantes.

El marqués de Santillana

Ya leímos con algún cuidado la Carta del Marqués de Santillana. Como era común e importante por demás en su época, Pulgar se detiene en las virtudes físicas de esta alma extraordinaria. Era “hermoso en las faciones de su rostro, de linaje noble castellano e muy antiguo” y admirador de los “ommes de ciencia” (36).

Huérfano de madre y padre perdió sus tierras y luego las recuperó. Pulgar refiere que el famoso poeta era alabado como hombre de ciencias y de armas y no escatima elogios por su valor ante el combate. Fue capitán en batallas contra cristianos y moros, donde fue vencedor y vencido. (39). Cuando el rey don Juan lo elige para luchar contra los moros, recibió la noticia “con alegre cara” (40).

Otra vez, como volverá a hacerlo cuando se describa a don Narváez (104) Pulgar hace referencia a los romanos como contraejemplo moral. Menciona a un capitán que debía degollar (hasta su propio “fijo”) para ser obedecido (42). El marqués de Santillana “en corte era grand Febo, por su clara gouernación, e en campo era Anibal, por su grand esfuerço” (43).

Un dicho de la época (podemos sospechar que no era de origen cristiano) aseguraba que las virtudes traen alegría y los vicios tristeza. Y como el marqués la mayor parte del tiempo estaba alegre, entonces debía ser virtuoso (46).

Feneció sus días a la edad de 65 años.

El conde Don Rodrigo de Villandrando

Para resaltar las virtudes de su biografiado, el autor, a pesar de ser un converso, se esmera en presentar a su personaje con orígenes “fijodalgo” aunque sea hijo de un escudero. El otro recurso es la descripción física: buen estado, fuerte, etc.

Por supuesto, también aquí se alaba el “estrago” y matanzas que hace el héroe al enemigo en la guerra. La guerra era la principal fuente de honor de la nobleza, y el honor el principal código moral. Así, don Rodrigo guerra en Francia y contra los ingleses. Rechaza la oferta de un capitán inglés para compartir el pan y el vino, porque después no le tendría tanta “ira” y no podría hacer tanto daño como debiera.

De grandes virtudes físicas y morales, murió muy anciano, a los 70.

El conde Cifuentes

Más descripciones físicas. Tenía la lengua çeçeosa. “Era ijodalgo [sin ache] de limpia sangre” (72). Es decir, no tenía una gota de sangre judía o sangre mora.

En uso de algunos valores o poses posmodernas, este autor del siglo XV destaca en el conde Cifuentes la franqueza, porque decía lo que le parecía con elegancia cuando otros callaban por no molestar. Alaba el hecho de que cuando recibió riquezas y el título de conde de la villa de Cifuentes [sic] por parte del rey Enrrique [sic], no cambió su persona ni hizo extravagancias, como si siempre hubiese sido noble y rico (77).

Murió muy anciano, a los 65 años, “al fin, entrado ya en los días de la vejez, en los cuales suele más reinar en los ommes la auaricia” (77).

El maestre Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes

Actuó en tierras de moros eventualmente. Batallas con moros e con cristianos (igual que los otros). Entra en Granada y asalta los muros. Lucha contra los moros pero no recibe la ayuda que esperaba de los cristianos. Se elogia el arrojo y la disposición para la guerra. Muere a los 70 años.

Don Rodríguez de Narváez

Peleó contra los moros, los cuales, según Pulgar, eran mañosos en este arte, los sometió y los obligó a someterse como vasallos y a pagar impuestos al rey (104).

Si los romanos eran crueles, los castellanos eran muy apreciados por su valor. Eso quedó demostrado cuando hubo guerra en otros países cristianos. “sope que ouo guerra en Francia, e en Nápoles, e en otras partes, donde concurrieron gentes de muchas naciones, e fui informado que el capitán francés o italiano tenía entonces por muy bien fornecida la escuadra de su gente, cuando podía aver en ella algunos caballeros castellanos, porque conoscía dellos tener esfuerzo e constancia de los peligros más que los de otras naciones” (106).

Sin embargo, cuando hubo guerras en Castilla no llegaron guerreros de otras partes. La explicación del autor es que así como no se lleva hierro a Vizcaya, donde abunda, los guerreros extranjeros no iban a Castilla porque allí había muchos caballeros valerosos y así su valor sería poco estimado (106).

Del cardenal de San Sixto

Después de Narváez, Pulgar deja los guerreros y se ocupa de la otra clase honorable, los religiosos profesionales.

También en estos casos abundará en descripciones físicas (otro hombre alto) y en aclaraciones étnicas: el santo era de linaje de judíos, pero convertidos a “nuestra sancta fe Católica” (108). Seguidamente, alaba sus conocimientos en la ciencia de la teología.

Del cardenal San Ángelo

El cardenal era un hombre alto, “hermoso” y de linaje de fijosdalgo. Se resalta la falta cobdicia y la permanente alegría como virtudes. También algunas virtudes pr’acticas, lo cual es una rareza, tal vez porque recordaba a los crueles romanos, aficionados a las obras civiles: el cardenal también promovió la construcción de un puente.

Murió en Roma, a los 80 años.

El arzobispo de Sevilla

Tomó el apellido de su madre. De linaje de fijosdalgo de Galicia, tenía el sentido de la vista desarrollado y por eso gustaba de las perlas y las joyas. Procuraba la honra y la cercanía del rey Juan y luego de Enrique. Por ello cosechó celos y enemistades hasta que murió a los 55 años.

El arzobispo de Burgos

Hijo de Pablo, obispo de Burgos, lo tuvo legítimo antes de entrar en religión. También de linaje de judíos, como era común. Hablaba muy bien, aunque como otros ilustres de la ‘epoca ten’ia el defecto que “çeçeaua un poco”. El rey Juan le mandó tornar de lengua latina a lengua vulgar obras de Séneca. Se fue a los 60 años.

Semblanza de los reyes católicos

Rey Don Fernando el católico de cabellos prietos. Un siglo más tarde, en 1575, el médico Juan Huarte descubriría que el cabello rubio era consecuencia de los vapores que despedía la inteligencia de algunos españoles, sobre todo los hombres rubios que estaban en la corte y en el trono.

Moderado en sus gestos, el rey montaba a caballo en silla de la guisa e a la jineta, como hacían entonces los árabes y hacen hoy los jockeys. Escuchaba consejos, especialmente de su mujer, la reina Isabel. Había sido criado en la guerra. Gastaba demasiado tiempo en juegos de pelota y de ajedrez. Como buen marido, amaba a su esposa pero se daba a otras mujeres (148).

Cierre

Todas estas semblanzas de varones terminan con una mujer. La reina Doña Isabel la Católica. Rubia de ojos verde-azules. No bebía vino pero hablaba latín. Cuando asumió encontró una gran corrupción y diversos crímenes. Era una mujer derecha, recta al juzgar, pero no compasiva. Acabó con la herejía del reino de Aragón, realizada por los cristianos judíos, como el autor, que judaizaban, contaminaban, la religión católica.

Jorge Majfud

Hacia una hermenéutica de la historia latinoamericana

Vista parcial del Templo de Quetzalcoatl

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Hacia una hermenéutica de la historia latinoamericana

En abril de 2010 un reconocido filósofo español convocó a una reunión cerrada en una universidad de Nueva York para discutir una posible reforma del hispanismo. En el amplio penthouse de la biblioteca principal nos reunimos en un círculo una decena de profesores de diversos estados invitados especialmente para la ocasión. En cada oportunidad se la nombró como “mesa redonda”. Estaban las sillas, la forma circular y la idea de un debate equitativo sobre el rancio espíritu conservador de la tradición hispanista que había impuesto un corpus arbitrario de textos consagrados. Todos coincidimos en el rechazo a gran parte de esa tradición, sobre todo a los valores impuestos por la cultura hegemónica que había surgido después del siglo XV, en detrimento de una modernidad ilustrada más rica y más diversa que le había precedido. Uno de los panelistas insistió en la necesidad de definir “lo que era” la ilustración y no lo que “no había sido”.

En la referida mesa redonda faltaba la mesa redonda. El ejemplo ilustraba mi posición expuesta en el libro Evolución y revolución de los signos. En la sala de discusión faltaba la mesa, pero el elemento ausente estructuraba el espacio y la idea. La fuerza del ausente era tal que aún presente en el mismo nombre, “la mesa redonda”, pasaba perfectamente inadvertido ante los ojos de una decena de especialistas en cultura y lenguaje.

Entiendo que de la misma forma los elementos ausentes pueden y suelen estructurar, inducir y controlar prácticas y pensamientos a un grado que se subestima a favor de una supuesta conciencia histórica, colectiva o individual. En el libro antes referido —acabado como tesis doctoral hace varios años y en prensa en el 2010— el elemento invisible como clave de búsqueda es el elemento reprimido por la conquista y las sucesivas colonizaciones territoriales y, sobre todo, morales y culturales. Es decir, ese océano casi desconocido del mundo equívocamente llamado “pre-hispánico”, que tradicionalmente se refiere a una cultura indígena que terminó con la llegada de los europeos al continente de los pájaros. Por ejemplo, ¿por qué se ha estudiado hasta el hastío las lecturas de Sor Juana Inés de la Cruz, sus influencias provenientes del Siglo de Oro español, y no se ha estudiado las relaciones de la niña Juana Inés con sus criadas indias? ¿Cómo explicar el feminismo de la monja rebelde recurriendo al misoginismo de los escritores españoles del siglo XVI y XVII? Incluida a la misma Santa Teresa, defensora de la sumisión femenina al poder masculino citada por la misma Sor Juana, más por conveniencia política que por convicción ideológica. ¿Por qué desestimar que la llamada cultura machista de México no era tal o era mucho menos machista y misógina que la Europa de la Edad Media y del Renacimiento?

Sin embargo, el espíritu amerindio sobrevivió, no a pesar de la violencia sino, quizás, por la violencia misma de una forma muchas veces subterránea, camuflada y travestida pero fortalecida, más allá del reconocimiento artesanal y de una tradición pintoresca, fácil de consumir por el turismo y la mentalidad museística y voyerista contemporánea. Una historia que en cierta medida fue la historia de los cristianos primitivos hasta la crisis mayor de su oficialización en el siglo IV, por razones imperiales, y la historia de moros y judíos conversos en el sur de España a partir del siglo XVI.

Una de las hipótesis que he manejado en el libro anterior considera que un elemento siempre presente en la cultura y la militancia del siglo XX procede de los primeros tiempos de esa región que hoy se conoce imprecisamente como América Latina; ni todo ni tanto de l’intellectuel engagé representado por Zola o Sartre. Esta actitud, esta práctica y concepción del compromiso y la militancia del intelectual latinoamericano hunde sus raíces en la conciencia traumática de la Conquista en el siglo XVI y los siglos de brutal colonización que le siguieron.

La experiencia de la violencia y de la ilegitimidad de todo orden social está presente desde las primeras crónicas de los conquistadores y se acentúa a medida que los nativos, criollos e indígenas se abocan a la tarea de autonarración y de reflexión sobre su identidad. Pero también hay una cosmogonía que no es europea.

Como si no se tratase solo de un producto de la Conquista sino de un rasgo peninsular, la atribución de queja e insatisfacción del pensamiento popular latinoamericano se puede rastrear sin dificultades desde los Diarios de Colón hasta las crónicas de los conquistadores. Queja e insatisfacción por las magras recompensas obtenidas del saqueo, según la injusta distribución que administraba la autoridad en Europa. Queja e insatisfacción por el saqueo y la corrupción de los mandos medios, nunca del rey.

Igual, del lado de los nativos americanos la queja y la desconfianza al poder será una tradición justificada por una permanente violencia física, moral y estructural que a su vez será contestada periódicamente con la violencia de la rebelión, de la revuelta y, en casos más excepcionales, articulados por el pensamiento moderno o ilustrado, de la revolución.

Esta represión por la fuerza de la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones o revueltas que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XIX.

Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas, conservaron y adaptaron sus idiomas, sus mitos, sus prácticas de producción y reproducción y sus formas particulares de sentir y de pensar no europeos hasta bien entrado el siglo XX y, en muchos casos, hasta hoy en día. Pero también debieron adoptar, de forma ortopédica, una ideología y un corpus de valores hegemónicos que servían a su propia explotación, desde elaboradas teorías sobre la inferioridad racial de los colonizados hasta una sensibilidad estética que moldeó la percepción de la superioridad blanco-europea pasando por un corpus diverso de disquisiciones teológicas producidas en la metrópoli y de aleccionadores sermones de pueblo. Parte de esta ideología procuraba, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente.

Esa clase minoritaria que fundó las repúblicas de papel lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa mientras una población mayoritaria en vastas regiones de Perú, México y de las republicas centroamericanas hasta el siglo XX ni siquiera hablaban el español como primera lengua ni estaban enteradas del Siglo de las Luces, de la Libertad del Mercado o de la Dictadura del Proletariado más allá de las consecuencias bélicas en las que debían participar. Razón por la cual las democracias liberales por mucho tiempo y a lo largo de muchos pueblos apenas significó la legitimación de estados autoritarios al servicio de minorías dirigentes.

Es decir, aunque un estado presente de la sociedad y una forma de pensar no están rígidamente determinados por el pasado, como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. Querámoslo o no, siempre partimos de una base preestablecida sobre la cual pensamos y sentimos. No inventamos ningún lenguaje; apenas nos valemos de él para conservarlo o para cambiarlo pero no podemos actuar libremente fuera de él, fuera de los parámetros mentales en los que vinimos al mundo. Apenas si podemos ver por el ojo de la cerradura en un intento de reflexión y autoanálisis.

Por si fuesen pocas limitaciones, uno de los mayores obstáculos en las academias radica en considerar una disciplina como un feudo limitado que promueve el estudio de todo lo que caiga dentro de los límites semánticos previamente establecidos por una tradición y se niega o rechaza a lidiar con todo lo que caiga o proceda más allá de sus muros. Esta concepción de las disciplinas académicas se agravó, especialmente en el campo literario, con el auge de las corrientes posmodernas —Barthes, Derrida, Lyotard— que consideraron a un texto como un cuerpo muerto, autorreferencial, un juego lingüístico o de signos sin trascendencia epistemológica ni existencial. Básicamente significa que si uno vuelve a su casa y la encuentra hecha cenizas, no debe relacionar las cenizas con un posible incendio y menos éste con las amenazas incendiarias del vecino, ya que las cenizas son lo que son y no hay nada detrás del fenómeno.

Ya desde el humanismo renacentista el autor dejó de ser la autoridad, Dios, para ser un medio de la razón y de la historia y, en última instancia, una opinión más sobre su propio texto, junto con la del lector. En el siglo XX simplemente se lo desautorizó hasta proclamar su muerte, ya que representaba —al menos algo representaba algo— un estorbo a la libertad del lector. Una vez muerto el autor, parte fundamental del contexto, sólo quedaba negar el contexto metaliterario primero —la realidad— y el mismo contexto literario después. Hasta llegar a la idea cadavérica de que un texto no tiene ningún referente y si lo tiene, es un simple esclavo de la idea.

El juego lingüístico y autoreferencial de un texto fue simultáneo a la lógica del consumo de símbolos y bienes del capitalismo americano y de la misma tecnología digital más tarde, donde la realidad no virtual y la lógica deductiva ha sido reemplazada por la dinámica de las inducciones que surgen de una segunda naturaleza construida por el programador en forma de reglas de juego, de convenciones, desde las operaciones de software hasta las mismas operaciones matemáticas de una planilla Excel. Ya no se trata de comprender una naturaleza unitaria sino las reglas fraccionadas de un juego dado. Comprender un sistema X no significa comprender un sistema Z porque al tratarse de un lenguaje (chino y bantú), de un juego (fútbol y beisbol), ambos sistemas pueden ser semejantes o incompatibles. La idea sobre el universo unitario donde “una piedra que cae y la Luna que no cae son un mismo fenómeno” ya no se aplica al mundo virtual, que es el nuevo mundo humano.

Por el contrario, no creo que una disciplina académica sea o deba ser un rodeo cerrado de especialistas, un juego o un idioma único, sino un punto de encuentro de todas las especialidades que le son ajenas. Un espacio de cruce, de choques y múltiples derivaciones. No un espacio cerrado, estático, autorreferencial. Por otra parte, también creo necesaria la rehabilitación de todo lo metaliterario como fuente principal de lo literario y lo literario como un espacio de cruce de la realidad múltiple. Esto significa una reivindicación del autor, del contexto y, sobre todo, del referente de cada texto, sea escrito, oral o visual, como el elemento que da origen y sentido final al texto.

De la misma forma, la historia en general y la historia latinoamericana en particular no debe ser vista simplemente como el resultado de lo que se desprende de los textos escritos con pretensiones de documentos. La historia latinoamericana es la historia de una tradición ilustrada sin ilustración. Es decir, basada en el uso y abuso del texto como reflejo único de la realidad que no reflejaba la realidad sino que la ocultaba, que continuaba reprimiendo la libertad y la diversidad humana en beneficio de la autoridad europea.

Por lo tanto, el estudio textual debe hacerse con un rigor hermenéutico y una forma de facilitar esta labor consiste en partir de hipótesis. Una hipótesis o clave de lectura fundamental es la irrelevancia cuando no la ausencia del componente indígena en toda la cultura, el pensamiento, la mentalidad y el “modus operandi” del continente.

De la misma forma que un idioma no se cambia en unas pocas generaciones, tampoco se cambia una forma de sentir y de pensar. Aún cuando un idioma se impone, como el español en América o el inglés en India, los pueblos multitudinarios siempre conservarán más o menos ideas y sobre todo valores, acciones y creencias que proceden de sus milenarias raíces históricas, siempre travestidas por una modernidad que ante todo es visible y casi por regla general es lo más superficial de una civilización. Para completar la paradoja y el ocultamiento de estas raíces, la misma cultura contemporánea reproduce en el área visual de su consumo lo más superficial de la cultura vernácula, como esas artesanías indígenas que se venden en Perú o en México y que son fabricadas en serie en China.

No deja de ser una paradoja que la historia siempre ha estudiado y representado la historia de la humanidad como una sucesión de hechos, casi siempre militares, casi siempre superficiales ara la historia profunda de los pueblos. Así también la historia del pensamiento se ha representado a sí misma como una sucesión de ideas que cambian, se transmiten o reaparecen cada tanto, casi siempre si no siempre, a través del hilo conductor de sus autores y lectores. Casi siempre influenciando pueblos enteros. Casi nunca a través de las subterráneas potencias de los pueblos, de las civilizaciones con sus formas de hacer y de sentir que definen o condicionan una idea, una corriente de pensamiento.

Igual las tecnologías: se considera que la imprenta en el siglo XV, la máquina a vapor del siglo XIX o Internet en el siglo XX provocaron revoluciones en las formas de sentir y de pensar de las sociedades pero no se considera por qué dichos inventos aparecieron en determinado momento y no antes cuando fueron posibles. Y si no fueron posibles por un estado x de la tecnología del momento, por qué la humanidad o un grupo representante de esa humanidad en determinado momento se obsesionó con dar una solución a un problema del que no dependía la sobrevivencia inmediata de la humanidad.

A partir de estas claves hermenéuticas de lecturas pueden releerse los textos que inventaron nuestras repúblicas y nuestras realidades, nuestros sueños y nuestros crímenes, desde el ensayo hasta la poesía y la ficción, desde Domingo Sarmiento hasta José Martí. En esta relectura deberemos tener como marco la idea de una ausencia —el texto no escrito— que, de una forma o de otra, se explicará y se revelará en la misma violencia suave de los textos escritos, como las iglesias construidas sobre los templos indígenas. Así los documentos históricos se evidencian aún más en su carácter literario, ficticio, como creadores de una realidad más real que la realidad. Como he sugerido anteriormente, es posible sospechar, sino descubrir, las huellas de Quetzalcóatl, Viracocha, de los mitos y de antiguas formas en los mismos escritos de los escritores comprometidos del siglo XX, desde Roque Dalton y Ernesto Guevara hasta Ernesto Cardenal y Eduardo Galeano.

Jorge Majfud

Jacksonville University

Enero 2010

Una sola Bolivia, blanca y próspera

Bolivian Declaration of Independence in the Ca...

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One Bolivia, White and Wealthy (English)

Una sola Bolivia, blanca y próspera

La rápida Conquista de Amerindia hubiese sido imposible sin la cosmología mesoamericana y andina. De otra forma nunca dos imperios maduros, con poblaciones millonarias y ejércitos de valor hubiesen sucumbido a la locura de un puñado de españoles. Pero también fue posible por el nuevo espíritu aventurero y guerrero de la cultura medieval de la Castilla vencedora en la Reconquista y del nuevo espíritu capitalista del Renacimiento.

Desde un punto de vista simplemente militar, ni Cortés ni Pizarro se recordarían hoy de no haber sido por la mala conciencia de dos imperios como el azteca de Moctezuma y el inca de Atahualpa. Ambos se sabían ilegítimos y les pesaba como no les pesa a ningún gobernador moderno. Los españoles conquistaron primero estas cabezas o las estrujaron y cortaron para poner en su lugar a caciques títeres y privilegiar la vieja aristocracia nativa, una historia que le puede ser muy familiar a cualquier pueblo periférico del siglo XXI.

La principal herencia estratégica de esta historia fue la progresiva división social y geográfica. Mientras se admiraba primero la revolución cultural de Estados Unidos, basada en teorías utópicas y luego simplemente se admiró su fuerza muscular, la que aparentemente procedía por uniones y anexiones, la América del sur procedía con el método inverso de las divisiones. Así se destruyeron los sueños de los hoy llamados libertadores, como Simón Bolívar, José Artigas o San Martín. Así explotaron en fragmentos de pequeñas naciones como las de América Central o las de América del Sur. Esta fragmentación fue conveniente a los nacientes imperios de la revolución Industrial y del celebrado caudillismo criollo, donde un jefe representante de la cultura agrícola-feudal se imponía sobre la ley y el progreso humanista para salvar su prosperidad, la que confundía con la prosperidad del nuevo país que iban creando estos egoísmos. Paradójicamente, como en la democracia imperial de la Atenas de Pricles, tanto el imperio británico como el americano se administraban de forma diferente, como democracias representativas. Paradójicamente, mientras el discurso de las clases prósperas en América Latina imponía el ideoléxico “patriotismo”, su práctica consistía en servir los intereses extranjeros, los suyos propios como minorías, y someter a la expoliación, expropiación y ninguneo de una mayoría que estratégicamente se consideraban minorías.

En Bolivia los indígenas fueron siempre una minoría. Minoría en los diarios, en las universidades, en la mayoría de los colegios católicos, en la imagen pública, en la política, en la televisión. El detalle radicaba en que esa minoría era por lejos más de la mitad de la población invisible. Algo así como hoy se llama minoría a los hombres y mujeres de piel negra en el Sur de Estados Unidos, allí donde suman más del cincuenta por ciento. Para no ver que la clase dirigente boliviana era la minoría étnica de una población democrática, se pretendía que un indígena, para serlo, debía llevar plumas en la cabeza y hablar el aymará del siglo XVI, antes de la contaminación de la Colonia. Como este fenómeno es imposible en cualquier pueblo y en cualquier momento de la historia, entonces le negaban ciudadanía amerindia por pecado de impureza. Para ello, el mejor recurso ahora consiste en la burla sistemática en libros harto publicitados: se burlan de aquellos que reclamaban su linaje amerindio por hablar español y encima hacerlo a través de Internet o de un teléfono celular. Por el contrario, a un buen francés o a un Japonés tradicional nunca se le exige que orinen detrás de un naranjo como en Versailles o que su mujer camine detrás con la cabeza gacha. Es decir, los pueblos amerindios no tienen más lugar que el museo y el baile para turistas. No tienen derecho al progreso, eso que no es invento de ninguna nación desarrollada sino de la Humanidad a lo largo de toda su historia.

Los recientes referéndums separatistas de Bolivia —evitemos el eufemismo—, es parte de una larga tradición, lo que demuestra que la habilidad para retener el pasado no es patrimonio exclusivo de quienes se niegan a progresar sino de quienes se consideran la vanguardia del progreso civilizador.

Desde la inauguración del humanismo en Europa, su evolución ha estado basada en principios como la igualdad entre individuos y entre grupos humanos al mismo tiempo que en la diversidad. La libertad ha sido el otro pilar, pero no la libertad del más fuerte sino la igual-libertad de todos, que es la única que hace fuerte a la especie humana. Quienes sostuvieron el falso dilema libertad-igualdad, nunca miraron que la historia demostraba la superioridad de los valores humanistas. Cada vez que hubo algún tipo de liberación la igualdad se ha visto radicalizada. Cada vez que un grupo ha impuesto su libertad sobre otros, lo ha hecho por la fuerza y en lugar de la diversidad hemos tenido uniformización.

Sin embargo, si las ideologías y las culturas medievales (es decir, pre-humanistas) defendían con sangre en los ojos y en sus sermones políticos y religiosos las diferencias de clase, de raza y de género como parte de la naturaleza o del derecho divino y ahora han cambiado el discurso, no es que hayan progresado gracias a su propia tradición sino a pesar de esa tradición. No han tenido más remedio que reconocer e incluso tratar de apropiarse de ideoléxicos como “libertad”, “igualdad”, “diversidad”, “derechos de minorías”, etc., para legitimarse y extender una práctica contraria. Si la democracia era “un invento del demonio” hasta mediado del siglo XX, según esta mentalidad feudal, hoy ni el más fascista sería capaz de manifestarlo en una plaza pública. Por el contrario, su método consiste en repetir esta palabra asociándola a prácticas musculares contrarias hasta vaciarla de significado.

Así, el levantamiento de muros y fronteras es una de las características fundamentales del fascismo, sea de izquierda o de derecha, el principal adversario del humanismo radical. El fascismo siempre tiende a pensar en términos de fronteras arbitrarias. Fronteras que separan los sexos, las razas, los países, las clases. Para crear estas fronteras no sólo recurren al derecho a una seguridad conveniente, sino a la libertad e incluso a la retórica de la igualdad donde ésta no existe. Por ejemplo, se iguala el feminismo al machismo, cuando existe una diferencia de partida. Es decir, para legitimarse, el opresor procura igualarse a su adversario rebelde o se apropia de sus palabras. Así, tampoco es lo mismo el patriotismo que construye un imperio para expandirse y legitimarse que el patriotismo de un país o de una comunidad en desventaja que crea este sentimiento, muchas veces con los instrumentos de una ideología contestataria, para defenderse y liberarse reclamando la igualdad del humanismo. Es fácil advertir por qué un patriotismo o un nacionalismo puede ser fascista y el otro humanista: uno impone la diferencia de su fuerza muscular y el otro reclama el derecho a la igualdad. Pero como tenemos una sola palabra y dentro de ella se mezclan todas las circunstancias históricas, usualmente condenamos o elogiamos indiscriminadamente.

Ahora, la fuerza muscular del opresor no es suficiente; es necesaria también la tara moral del oprimido. No hace mucho una Miss Bolivia —con unos trazos de rasgos indígenas para una mirada exterior— se quejaba de que su país sea reconocido por sus cholas, cuando en realidad había otras partes del país donde las mujeres eran más lindas. Esta es la misma mentalidad de un impuro llamado Domingo Sarmiento en el siglo XIX y la mayoría de los educadores de la época.

Pero el coloniaje militar ha dejado paso al coloniaje político y éste le ha pasado la posta al coloniaje cultural. Esta es la razón por la cual un gobierno compuesto de etnias históricamente repudiadas por propios y ajenos no sólo debe lidiar con las dificultades prácticas de un mundo dominado y hecho a la medida del sistema capitalista, cuya única bandera es el interés y el beneficio de clases financieras, sino que además debe lidiar con siglos de prejuicios, racismo, sexismo y clasismo que se encuentran incrustados debajo de cada poro de la piel de cada habitante de esta adormecida América.

Como reacción a esta realidad, quienes se oponen recurren al mismo método de elevar a la cúspide caudillos, hombres o mujeres individuales a quienes hay que defender a rajatabla. Desde un punto de vista de un análisis humanista, esto es un error. Sin embargo, si consideramos que el progreso de la historia —cuando es posible— también está movido por los cambios políticos, entonces habría que reconocer que la teoría del intelectual debe hacer concesiones a la práctica del político. No obstante, otra vez, aunque dejemos en suspenso esta advertencia, no debemos olvidar que no hay progreso humanista luchando eternamente con los instrumentos de una vieja tradición opresora y antihumanista.

Pero primero lo primero: Bolivia no se puede partir en dos en base a una Bolivia rica y blanca y otra Bolivia india y pobre. ¿Qué fundamento moral puede tener un país o una región autónoma basada en principios de agudo retardo histórico y mental? ¿Por qué no se llegó a estos límites separatistas —o de “unión descentralizada”— cuando el gobierno y la sociedad estaban dominados por las tradicionales clases criollas? ¿Por qué entonces era más patriótico una Bolivia unida sin autonomías indígenas?

Jorge Majfud

The University of Georgia

Mayo 2008

One Bolivia , White and Wealthy

The rapid Conquest of Amerindia would have been impossible without the Mesoamerican and Andean cosmology. Otherwise two mature empires, with millions of inhabitants and brave armies would never have succumbed to the madness of a handful of Spaniards. But it was also possible due to the new adventurer and warrior spirit of the medieval culture of a Spanish Crown victorious in the Reconquest of Spain, and the new capitalist spirit of the Rennaissance. From a strictly military point of view, neither Cortés nor Pizarro would be remembered today if it had not been for the bad faith of two empires such as the Aztec of Moctezuma and the Incan of Atahualpa. Both knew they were illegitimate and this weighed upon them in a manner that it weighs upon no modern governor.

The Spaniards first conquered these imperial heads or crushed them and cut them off in order to replace them with puppet chiefs, privileging the old native aristocracy, a story that may seem very familiar to any peripheral nation of the 21st century.

The principal strategic legacy of this history was progressive social and geographic division. While at first the cultural revolution of the United States, based on utopian theories, was admired and then later simply its muscular power, which resulted from unions and annexations, the America of the south proceeded with the inverse method of divisions. Thus were destroyed the dreams of those today called liberators, like Simón Bolívar, José Artigas or San Martín. Thus Central America and South America exploded into the fragments of tiny nations. This fragmentation was convenient for the nascent empires of the Industrial Revolution and of the celebrated Creole caudillismo, whereby a chief representative of the feudal agrarian culture would impose himself above the law and humanist progress in order to rescue the prosperity of his class, which he confused with the prosperity of the new country. Paradoxically, as in the imperial democracy of the Athens of Pericles, both the British and American empires were administered differently, as representative democracies. Paradoxically, while the discourse of the wealthy classes in Latin America was imposing the ideolexicon “patriotism,” their practice consisted in serving foreign interests, their own as minority interests, and submitting to exploitation, expropriation and contempt a social majority that were strategically considered minorities.

In Bolivia the indigenous people were always a minority. Minority in the daily newspapers, in the universities, in the majority of Catholic schools, in the public image, in politics, in television. The problem stemmed from the fact that that minority was easily more than half of the invisible population. Somewhat like how today black men and women are called a minority in the southern United States , where they total more than fifty percent. To disguise that the fact that the Bolivian ruling class was the ethnic minority of a democratic population, one pretended that an indigenous person, in order to be one, had to wear feathers on their head and speak the Aymara of the 16th century, before the contamination of the colonial period. Since this phenomenon is impossible in any nation and in any moment of history, they were then denied Amerindian citizenship for the sin of impurity. For that, the best resource now consists of systematic mockery in well-publicized books: they mock those who would claim their Amerindian lineage for speaking Spanish and for doing so over the Internet or on a cellular telephone. By contrast, it is never demanded of a good Frenchman or of a traditional Japanese that they urinate behind an orange tree like in Versailles or that their woman walk behind them with her head lowered. Which is to say, the Amerindian peoples are out of place except in the museum and in dances for tourists. They have no right to progress, that thing which is not an invention of any developed nation but of Humanity throughout its history.

Bolivia’s recent separatist referenda – let’s dispense with the euphemism – are part of a long tradition, which demonstrates that the ability to retain the past is not the exclusive property of those who refuse to progress but those who consider themselves the vanguard of civilizing progress.

If medieval (which is to say, pre-humanist) cultures and ideologies defended until recently with blood in the eyes and in their political and religious sermons differences of class, of race, and of gender as part of nature or of divine right and now they have change their discourse, it is not because they have progressed thanks to their own tradition but despite that tradition. They have had no other recourse than to recognize and even try to appropriate ideolexicons like “freedom,” “equality,” “diversity,” “minority rights,” etc. in order to legitimate and extend a contrary practice. If democracy was an “invention of the devil” until the mid-20th century, according to this feudal mentality, today not even the most fascist would be capable of declaring it in a public square. On the contrary, their method consists of repeating this word in association with contrary muscular practices until it is emptied of meaning.

It is easy to point out why one patriotism or nationalism can be fascist and the other humanist: one imposes the difference of its muscular power and the other claims the right to equality. But since we only have one word and within it are mixed all of the historical circumstances, we usually condemn or praise indiscriminately.

Now, the muscular power of the oppressor is not sufficient; the moral defect of the oppressed is also necessary. Not long ago a Miss Bolivia – with some traces of indigenous features for an outer glance – complained that her country was recognized for its cholas (indigenous women) when in reality there were other parts of the country where the women were prettier. This is the same mentality as an impure man named Domingo Sarmiento in the 19th century and the majority of the educators of the period.

Military colonialism has given way to political colonialism and the latter has passed the baton to cultural colonialism. This is why a government composed of ethnic groups historically repudiated at home and abroad not only must contend with the practical difficulties of a world dominated by and made to order for the capitalist system, whose only flag is the interest and benefit of financial classes, but also must struggle with centuries of prejudice, racism, sexism and classism that are encrusted beneath every pore of the skin of every inhabitant of this sleeply America.

As a reaction to this reality, those who oppose it take recourse to the same method of raising up the caudillos, individual men or women who must be defended vigorously. From the point of view of humanist analysis, this is a mistake. However, if we consider that the progress of history – when it is possible – is also moved by political changes, then one would have to recognize that the theory of the intellectual must make concessions to the practice of the politician. Nevertheless, again, even though we might suspend this warning, we must not forget that there is no humanist progress through struggling eternally with the instruments of an old, oppressive and anti-humanist tradition.

But first things first: Bolivia cannot be divided in two based on one rich and white Bolivia and another indian and poor Bolivia . What moral foundation can a country or an autonomous region have based on acute mental and historical retardation? Why were these separatist – or “decentalized union” – boundaries not arrived at when the government and society were dominated by the traditional Creole classes? Why was it then more patriotic to have a united Bolivia without autonomous indigenous regions?

By Dr. Jorge Majfud. The University of Georgia .

Translated by Dr. Bruce Campbell

Respeto sin derechos: la privatización de la moral

A pesar de las violentas reacciones de los dueños del mundo, la ola humanista que radicaliza el reconocimiento a la igualdad fundamental entre seres humanos no parará. Pero el precio pagado en los últimos siete siglos ha sido muy alto. Como todo cambio de valores, aún cuando apunta hacia el centro del paradigma humanista (en parte aceptado por el discurso conservador, muy a su pesar), necesariamente debe ser considerado “inmoral”.

Sólo un ejemplo. La misma definición de “matrimonio entre dos personas del mismo sexo” esconde una idea preconcebida: si el cuerpo posee pene y testículos, es hombre; si posee vagina y ovarios es mujer. Se identifica el sexo biológico con el género. Sabemos que género es una construcción cultural; nada de biológico tiene que las niñas sean vestidas de rosa y los niños de celeste o que las jóvenes se mueran por lucir y actuar como una barbie mientras su hermano anda en busca de una cicatriz o de una prostituta que lo confirme como varón.

Paradójicamente, se entiende de que para ser “hombre” o “mujer” no basta con poseer un miembro viril o una matriz reproductora: es necesario, antes que nada, “comportarse como” tales, según las fórmulas naturalizadas. Al mismo tiempo, para conferirle categoría de pecado a una sexualidad diferente a la nuestra (suponiendo que todos los heterosexuales practicamos el sexo de la misma forma), se alega que esa persona ha elegido ser así. Para responder a esta acusación, los partidarios de los derechos gays alegan que su condición sexual no radica en una elección sino en un hecho genético, innato. El argumento más repetido para apoyar esta idea se formula en una pregunta retórica: “¿Han elegido los heterosexuales su heterosexualidad”? Una nueva paradoja se deriva de este argumento: para defender un derecho a la libertad se anula la libertad como principio legitimador.

Ahora, si bien podemos aceptar dos categorías antagónicas, la naturaleza y la cultura, observemos cómo ambos conceptos se manipulan en beneficio de un sector o de otro. Por ejemplo, la capacidad de dar a luz (pocas metáforas tan hermosas) es propia de las mujeres, por lo tanto podríamos definirlo como una “facultad natural”. El problema surge cuando esa facultad es interpretada por otros miembros de la sociedad según sus propios valores, es decir, según sus propios intereses. Así surgen roles femeninos que nunca han sido dictados por la naturaleza sino por el poder social.

Recientemente un legislador de mi país repitió por radio un conocido razonamiento. 1) Apoyaba el derecho de lesbianas y homosexuales a “ser diferentes”. 2) Por esta razón, no votaría a favor de la legislación que pretendía conferirles los mismos derechos legales que gozamos los heterosexuales porque 3) estaba a favor de la defensa de la familia y de los valores. 4) La defensa de la heterosexualidad es la defensa de la naturaleza, concluyó.

Veamos que alegar una defensa de los valores, sin especificar a qué valores se refiere constituye un nuevo ideoléxico. Se implica que es posible no poseer o no estar a favor de los “valores”. Sin embargo, nadie carece de un determinado sistema de valores. Aún los criminales y más aún el crimen organizado están basados en un determinado sistema de valores. Valores muy tradicionales, si repasamos la historia del crimen, sea privado, religioso o estatal.

Lo mismo podemos decir cuando al sustantivo valores se lo precisa con el adjetivo familiares: “Defendemos los valores de la familia”. Pero ¿cuál familia? “De la familia tradicional”, se responde, suponiendo una categoría absoluta, ahitórica, natural. ¿Y a cuál tradición se refiere? Ante este tipo de cuestionamiento, rápidamente se deriva a terreno seguro: las Sagradas Escrituras. Digo “seguro” por una razón social, no por sus implicaciones teológicas, ya que desde este punto de vista nada menos unánime que las interpretaciones sobre los libros sagrados.

Si la defensa es de “los valores de la familia tradicional”, podríamos entender que el discursante está a favor de la opresión de la mujer, de la negación del matrimonio interracial, interreligioso, etc. Pero no creo que muchos apoyen esta posición, ya que este tipo de “valores tradicionales” ha sido vencido en la lucha histórica a favor de un humanismo secular (no necesariamente irreligioso). Porque si muchas religiones actuales defienden las igualdades de género y de raza (y si bien el cristianismo primitivo también lo hacía en un grado radical y revolucionario para su época), una historia milenaria demuestra lo contrario. Le debemos al humanismo progresista y no a “los valores tradicionales” esos principios de los cuales ahora se ufana hasta el más reaccionario.

Cuando se asume que la prescripción de la heterosexualidad es una defensa de la naturaleza para negar los derechos matrimoniales a personas “del mismo sexo” no se explica por qué los homosexuales proceden (casi) siempre de familias heterosexuales. Más curioso aún: en la necesidad de legitimar la negación de los derechos ajenos, un sacerdote católico elogió al diputado uruguayo por defender la naturaleza. Esto demuestra la inmersión del sacerdote en el paradigma humanista. Hubiese sido más lógico y tradicional recurrir a la voluntad de Dios (asumiendo que alguien puede arrogarse este derecho) o alguna ley mosaica, de esas que Jesús solía derogar. Como se reconoce que el Estado de una sociedad abierta debe ser laico, secular, se recurre a los paradigmas del humanismo. Pero, ¿cómo hablar de natural cuando hablamos del animal menos natural de todas las especies? ¿Qué tiene de natural el celibato, la abstención sexual o el uso de faldas al estilo de la Edad Media?

Sí, por lo menos la Iglesia Católica tiene una larga tradición de reconocer culpas y errores. Lo cual es una virtud y el reconocimiento humanista de que ideas como la “infalibilidad del Papa” decretada por el Vaticano era una fantasía autoritaria. El problema radica en que quienes ostentan el poder tradicional reconocen sus errores cien años después, cuando ya nada importa a las víctimas. Como si los errores estuvieran siempre en el pasado y nunca en el presente. Como si el arrepentimiento fuese parte de la estrategia de ese poder ante el ascenso de valores contrarios.

¿Desde cuándo un derecho que yo poseo se puede ver amenazado porque un semejante lo reclame en la misma medida? ¿O es que ese semejante es semejante pero no tan ser humano como yo porque llegó después al mundo? ¿Qué derecho tenemos unos iguales a organizar un Estado para excluir a otros iguales al mismo tiempo que nos vanagloriamos de la diversidad de nuestras sociedades? ¿Por qué consideramos que le hacemos un favor a los otros al tolerarlos y no reconocemos que son ellos quienes nos hacen un favor al no revelarse violentamente para recuperar de una vez esos derechos que nosotros les negamos?

Porque el derecho a ser diferente no consiste en tener derechos diferentes sino, simplemente, los mismos.

Jorge Majfud

Mayo 2007

The University of Georgia

Without Rights: The Privatization of Morality

Despite the violent reactions of the owners of the world, the humanist wave that radicalizes the recognition of fundamental equality among human beings will not stop. But the price paid in the last seven centuries has been very high. Like any change in values, even when pointing to the center of the humanist paradigm (in part accepted by conservative discourse, very much despite itself), it must necessarily be considered “immoral.”

Just one example.

The very definition of “marriage between two people of the same sex” hides a preconceived idea: if the body possesses a penis and testicles, it is a man; if it possesses a vagina and ovaries it is a woman. Biological sex is identified with gender. We know that gender is a cultural construction; there is nothing biological about the fact that little girls are dressed in pink and boys in sky blue or that teenaged girls would die to look and act like a barbie doll while their brother is out looking for a scar or a prostitute to confirm his manhood.

Paradoxically, it is understood that in order to be a “man” or “woman” it is not enough to possess a virile member or a reproductive womb: it is necessary, first of all, “to behave like” such, according to the naturalized formulas. At the same time, in order to confer the category of sin upon a sexuality different from our own (supposing that all of us heterosexuals practice sex in the same manner), it is alleged that that person has chosen to be that way. To respond to this accusation, the partisans of gay rights allege that their sexual condition is not rooted in a choice but in an innate, genetic fact. The most repeated argument in support of this idea is formulated as a rhetorical question: “Have heterosexuals chosen their heterosexuality?” A new paradox is derived from this argument: in order to defend a right to freedom, freedom is annulled as a legitimating principle.

Now, although we can accept two antagonistic categories, nature and culture, we must observe how both concepts are manipulated to the benefit of one sector or another. For example, the ability to give birth (in Spanish “dar a luz,” to bring to light, one of the more beautiful metaphors) is proper to women, therefore we could define it as a “natural faculty.” The problem arises when that faculty is interpreted by other members of society according to their own values, which is to say, according to their own interests. Thus arise feminine roles that have never been dictated by nature but by social power.

Recently, a legislator from my country repeated on the radio a well-known rationale. 1) He supported the right of lesbians and homosexuals to “be different.” 2) For this reason, he would not vote in favor of legislation that attempted to extend to them the same legal rights we heterosexuals enjoy because 3) he was in favor of the defense of family and values. 4) The defense of heterosexuality is the defense of nature, he concluded.

We should observe that to allege a defense of values, without specifying to which values one refers, constitutes a new ideolexicon. The implication is that it is possible not to possess or not to be in favor of “values.” Nevertheless, nobody lacks a determinate system of values. Even criminals and even more so organized crime are based on a determinate system of values. Very traditional values, if we review the history of crime, whether private, religious or governmental.

We can say the same when the noun values is made more precise with the adjective family: “we defend family values.” But, which family? “The traditional family,” comes the response, supposing an absolute, ahistorical, natural category. And to which tradition does one refer? In the face of this kind of questioning, there is a quick retreat to safe ground: the Holy Scriptures. I say “safe” for social reasons, not because of its theological implications, since from the latter point of view there is nothing less unanymous than interpretations of the sacred books.

If the defense is of “the values of the traditional family,” we might understand that the speaker is in favor of the oppression of women, of the denial of interracial marriage, interreligious marriage, etc. But I do not believe that many people support this position, since this kind of “traditional values” has been defeated in the historical struggle in favor of a secular (not necessarily irreligious) humanism. Because if many present day religions defend gender and racial equality (and although primitive Christianity also did so in a radical and revolutionary degree for its time), a millenarian history demonstrates the contrary. We owe to progressive humanism and not to “traditional values” those principles of which even the most reactionary among us now boast.

When one assumes that the prescription of heterosexuality is a defense of nature in order to deny marriage rights to people “of the same sex” there is no explanation of why homosexuals (almost) always came from heterosexual families. Even more curious: in the need to legitimate the denial of others’ rights, a Catholic priest praised the Uruguayan legislator for defending nature. This demonstrates the immersion of the priest in the humanist paradigm. It would have been more logical and traditional to take recourse to the will of God (assuming that anyone can arrogate to himself this right) or some Mosaic law, like those that Jesus used to abolish. Since it is recognized that the State of an open society should be secular, one recurs to the paradigms of humanism. But, how does one speak of natural when we are talking about the least natural animal of all the species? What is natural about the celibate man, sexual abstention or the wearing of skirts in the style of the Middle Ages?

Yes, at least the Catholic Church has a long tradition of recognizing faults and errors. Which is a virtue and the humanist recognition that ideas like the “Papal infallibility” decreed by the Vatican was an authoritarian fantasy. The problem lies in the fact that those who hold traditional power recognize their errors a hundred years later, when it no longer matters to the victims. As if errors were always in the past and never in the present.  As if repentance were part of the strategy of that power in the face of the rise of contrary values.

Since when can a right I possess be perceived as threatened because a peer demands it in the same measure? Or is it that that peer is a peer but not as much of a human being as I because he arrived later in the world? What right do some of us equals have to organize a State in order to exclude other equals at the same time that we brag about the diversity of our societies? Why do we believe we are doing others a favor by tolerating them, instead of recognizing that they are the ones doing us a favor by not rebelling violently in order to finally recoup those rights that we deny them?

Because the right to be different does not consist of having different rights but, simply, the same.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo

Anonymous portrait of Johannes Gutenberg dated...

Image via Wikipedia

The Rebellion of the Readers, Key to Our Century (English)

La rebelión de los lectores, la clave de nuestro siglo


Uno de los sitios recurrentes para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos, tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales. La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.

En una cultura de analfabetos, la oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas, sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza; escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto, asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.

La cultura oral de la Edad Media comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás, también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no religioso, hace un giro inverso, reaccionario.

El siglo siguiente, el XVI, será el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión— surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.

El protestantismo, como lo dice su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: “el cristianismo no debe ser ‘lector’ sino ‘oyente’ de la Palabra, y ‘oírla’ es tanto como ‘vivirla’” (1952).

Podemos entender que la cultura de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese mediocre librito llamado Mein Kampf  (su título original era Contra la Mentira, la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.

En gran medida, podemos considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas representadas en las piedras de las catedrales.

En una sociedad donde los gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.

Nada en la historia es casual, aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos. Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito; hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que transmite y oculta valores y significados.

Una de las principales plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.

A medida que los poderes económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba. Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.

© Jorge Majfud

The University of Georgia, febrero de 2007

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

Jorge Majfud

2 de febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

Jorge Majfud, Paris, évrier 2007.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

El nacimiento del humanismo moderno

Ibn Rushd of Córdoba, detail from the fresco &...

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El nacimiento del humanismo moderno

El término moderno de humanismo deriva del nombre dado a los humanistas en el Renacimiento. A su vez, este nombre proviene de humanities, también llamado studia humanitatis, que incluye el campo de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral. Puede resultar extraño que no se considere habitualmente la cultura cosmopolita del sur de España que, mucho antes que los humanistas italianos, practicaron el mismo hábito de la erudición sobre textos antiguos —griegos, hebreos, árabes y latinos— además del cultivo de las ciencias exactas y de facto. Charles Lohr observa que la especulación filosófica del medioevo estuvo dominada por el neoplatonismo islámico, especialmente por Averroes. Siglos más tarde, tanto Copérnico como Galileo reconocieron de forma explícita la influencia de los griegos en sus visiones geométricas del Universo que los llevó a aceptar modelos más simples como el heliocéntrico y las fórmulas matemáticas que estaban detrás de sus movimientos. Gran parte de los textos griegos eran consultados por los mismos científicos y humanistas italianos en sus traducciones al árabe, disponibles en España.

En el siglo que sigue a la caída de Constantinopla en 1453, momento de inicio de una importante emigración de los eruditos griegos a Italia, casi todo el corpus de comentarios griegos a Aristóteles estaba disponible ya en ediciones griegas y en traducciones al latín. Los humanistas solían estar vinculados a la docencia. El 31 por ciento de los humanistas italianos en el siglo XV habían sido profesores en algún momento de sus carreras. Es probable que Vergerio haya sido uno de los primeros modernos en considerar la historia como fuente de conocimiento —además de la lógica— y a la filosofía moral como guía de conducta. Según Vergerio, la historia provee de la luz de la experiencia, un conocimiento acumulativo que nos sirve para complementar la fuerza de la razón y la retórica. Benjamín Kohl entiende que fue Vergerio quien separó, por primera vez, el estudio de los clásicos de la tradicional visión cristiana del Medioevo.

Más tarde, la dicotomía humanismo-religión se convirtió en una de las formas más comunes para definir cada uno de los pares que se oponen. Luego de recordar la diferencia entre el pecado original de los semitas y el robo del fuego a los dioses por parte de Prometeo en beneficio de la humanidad, Nietzsche concluye: “Y de ese modo el primer problema filosófico establece inmediatamente una contradicción penosa e insoluble entre hombre y dios, y coloca esa contradicción como un peñasco a la puerta de toda cultura”. Sin embargo, en muchos momentos de su evolución o transformación, el humanismo estuvo asociado y sostenido por religiosos desde las mismas iglesias tradicionales de Europa. Por otra parte, según John D’Amico, al mismo tiempo que los humanistas entraban en el terreno teológico, tuvieron que compatibilizar la literatura y la filosofía con la teología en curso. Ese “puente” fue la filosofía moral. Más aún: los padres de la iglesia, griegos y latinos, recurrieron a los humanistas porque ellos encarnaban aquellos valores que los escolásticos habían rechazado. Los padres eran parte de la literatura antigua y los humanistas estaban en el proceso reescribirlo. Incluso el papa Nicolás V creía que la gran diseminación de los textos griegos repercutiría en un rejuvenecimiento del clérigo y de la Iglesia en general.

Sin embargo el redescubrimiento de la literatura clásica en Italia se remonta aún antes. La enseñanza de gramática y literatura griega es introducida a la península por el diplomático Manuel Chrysoloras, quien enseñó en Florencia desde 1397 hasta 1400. Tanto el conocimiento como la fuerza de expresión se constituyeron en las dos aristas principales de la educación. La nueva educación en universidades como Padua, continuó siendo un reducto predominantemente masculino y restringido a la aristocracia.

A diferencia de la filosofía griega de la antigüedad, de otras disciplinas medievales como la escolástica, o de los primeros filósofos modernos, los humanistas comienzan a pensar en términos individuales y según la experiencia; no sobre mentes incorpóreas ni sobre la razón pura. Montaigne es un ejemplo de esta reflexión individual por la cual podríamos entender la existencia de una conexión entre el humanismo renacentista y el existencialismo moderno. Podemos agregar a su antecesor, Antonio de Guevara, quizás menos conocido por los lectores contemporáneos pero leído por el mismo ensayista francés. Les epistresEpístolas familiares (1539-43)— había sido lectura predilecta del padre de Montaigne, aunque éste no las apreció de la misma forma. En España, aparte de Antonio de Guevara, muchos humanistas como Alfonso de Valdés y su hermano Juan participaron de esta corriente de pensamiento que, además, se expresó como una corriente estética. El estilo del diálogo y la epístola eran propios de un género literario fronterizo entre la narrativa y el ensayo. Dice Luca Bianchini que la preferencia de los humanistas por el género del diálogo reflejaba sus propias ideas acerca de la conquista compartida de la verdad, su confianza en el poder de la palabra, la relación necesaria entre dialéctica y retórica (¿entre socratismo y sofismo?), la confianza del aprendizaje como un intercambio de ideas entre hombres libres y, finalmente, el deseo de imitar a los antiguos. En los hechos, como en Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, el diálogo es una suerte de monólogo a dos voces donde uno de los personajes, el alter ego del autor, lleva siempre la razón, mientras que el otro sirve de motivador y es, generalmente, un débil contendiente dialéctico.

No debemos olvidar otro rasgo de los humanistas: su interés por la cultura popular. De ahí el estudio de los refranes o de la lengua vulgar. En Diálogo de la lengua (1535), de Juan Valdés, se aprecia la exposición de temas gramaticales sobre castellano oral y escrito, en forma de diálogo. Esta mirada hacia lo popular como fuente de conocimiento permanecerá en la cultura posterior, pero progresivamente el pueblo pasará de ser considerado objeto de estudio a convertirse en sujeto. Al menos en la teoría revolucionaria de los dos últimos siglos.

Es probable que este rasgo, que también distinguió el idealismo del arte heleno del realismo del arte romano, proceda de la antigua Roma. Donald Kelley recuerda una frase de Cicerón: “sin la historia uno permanecería siempre como un niño”. Un poco antes, el mismo Kelley, citando la reconocida retórica de Petrarca —“¿Qué otra cosa es la historia sino una alabanza de Roma?”— había referido la herencia intelectual del poeta italiano.

Kelley observa que Petrarca no solo creó una tradición académica sino además una leyenda sobre cómo interpretar la historia. De forma más explícita, el petrarquista Coluccio Salutati continuó el énfasis sobre el rol central que jugaba la historia tanto en la política como en la ética.

Esta nueva dimensión de lo particular y transitorio, de lo individual y lo colectivo, del cuestionamiento a la inmutabilidad y universalidad de la experiencia particular, tenga una relación cercana con la conciencia de la política en la escritura de la historia. Lo cual no niega una condición humana que trasciende las edades. La confirma.

Jorge Majfud

Jacksonville University

majfud.org