El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)

Ernesto Che Guevara in Bolivia in

El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)

Jorge Majfud

En Canto Nacional (1973), el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal reconstruye la destrucción y el caos de su pueblo. Este estadio de descenso en el caos incluye un pájaro que en América Central es conocido como justojuez. Su nombre se deriva de su canto: “Setiembre: en las cercas de alambre canta el justo-juez / justo juez justo juez justo juez” (Canto). Para la ciencia, justojuez es heliornis áulica, pero para la tradición reprimida del continente es el ave justiciera, es la serpiente emplumada, Quetzalcóatl y sus múltiples variaciones.

Según la antigua cosmología amerindia -y más allá de las infinitas variaciones a lo largo de este vasto continente- los humanos son responsables de mantener el Cosmos en movimiento. Lo peor no es la crisis y el derrumbe cíclico, sino la inercia y la inmovilidad. La justicia de los hombres y semidioses es el motor del movimiento, a veces armónico y a veces violento, que lleva a un estado de justicia y prosperidad. Lo peor no es el infierno sino la caída del espíritu en la materia, la desacralización de la sangre y el espíritu. Una forma insospechada de esa ontología podemos encontrarla en un escritor tan europeísta como Ernesto Sábato en Argentina. Sábato se distinguió por dos recurrencias en su vida: la renuncia y la fuga, que en fórmulas europeas fue calificado como “crisis”. En su literatura el pesimismo es el tono común y en su pensamiento la idea de derrumbe final del mundo que, traducido a los códigos europeos, se expresa como el fin de la Era moderna o el fin de los valores occidentales. Una nueva cultura, no Oriental ni Occidental, ni materialista ni puramente espiritualista “debería dar la escuela de nuestro tiempo. O el mundo se derrumbará en sangrientos y calcinados escombros” (Apologías, 1979).

Como en cualquier héroe mitológico (según la teoría del monomito desarrollada por Joseph Campbell), el nacimiento de Quetzalcóatl está investido con signos trágicos o excepcionales. Quetzalcóatl nace en un mundo de conflictos y, en muchas versiones, de padres enfrentados en la lucha. Con fuertes connotaciones psicoanalíticas, algunas leyendas refieren este nacimiento como producto del erotismo de los opuestos en una lucha. La madre, una guerrera chichimeca descendiente del dios Tezcatlipoca, provoca o desafía al padre, el guerrero Mixcoatl, dejando las armas en el suelo y desnudándose. Mixcoatl igualmente tira sus flechas sobre la guerrera desnuda pero falla todos sus intentos de herirla. Luego el simbolismo se traduce directamente en la acción sexual. Después de una breve fuga por el bosque, el guerrero la posee en una cueva y la embaraza.

El mundo en que nace Quetzalcóatl (Quetzal-Quatl, “serpiente = cóatl; Cuate = hermano) es un mundo de combates, sacrificios humanos y conflictos permanentes. Quetzalcóatl matará a sus predecesores y revolucionará la sociedad eliminando -temporalmente- una de las instituciones básicas de la cultura mesoamericana: el sacrificio humano. Un período de gran creatividad sigue a esta revolución tolteca, donde prosperan las artes y el conocimiento; el pueblo de los sabios y de los artesanos, en oposición al más primitivo pero dominante pueblo azteca.

Carlos Fuentes será luego de la misma opinión: “Quetzaolcoatl se convirtió en el héroe moral de la antigüedad mesoamericana, de la misma manera que Prometeo fue el héroe del tiempo antiguo de la civilización mediterránea, su liberador, aun a costa de su propia libertad. En el caso de Quetzalcóatl, la libertad que trajo al mundo fue la luz de la educación. Una luz tan poderosa que se convirtió en la base de la legitimidad para cualquier Estado que aspire a suceder a los toltecas, heredando su legado cultural” (Espejo, 1992).

El cambio y el florecimiento de la nueva organización debe ser guiada por el hombre-dios, según todas las versiones de la cultura mesoamericana. Quetzalcóatl advierte la amenaza del hundimiento procedente del Este. Pero esta no es sólo la condición psicológica o el destino de un dios con múltiples rostros sino la naturaleza misma del cosmos mesoamericano. Los demás dioses también son conscientes de la inestabilidad en la que se encuentran, por lo que se exigen cada vez más acciones para mantener al sol y la luna en movimiento. Quetzalcóatl es elegido para ejecutar este sacrificio reparador de los dioses. Pero esta acción radical de teocidio no produce el efecto esperado y el Sol no se (con)mueve. Razón por la cual Quetzalcóatl decide autosacrificarse. Podemos deducir la importancia de este dios-hombre por el efecto de su acción, de su autosacrificio: el Sol retoma su camino y de esa forma se produce el nacimiento del la Era del Quinto sol. Todos estos mitos mesoamericanos indican la idea de que la creación del mundo es siempre incompleta. Existe una permanente “duda divina”. El resultado no es una visión del cosmos regida por el ritmo y el orden prevaleciendo sobre el caos, sino un modelo revolucionario donde una parte se enfrenta ferozmente a la otra. A cada período de orden sucede un período de revolución que mantiene en movimiento el Universo.

Es significativa la idea de que Quetzalcóatl representa al creador de la nueva humanidad. En la leyenda del Quinto sol, la humanidad es creada luego de cuatro intentos fracasados de los dioses, que se negaban a intentarlo por quinta vez. El hombre nuevo, como en Ernesto Che Guevara (veremos más adelante) es resultado, también imperfecto, de Quetzalcóatl. Según la Leyenda de los soles, la serpiente emplumada restaura la vida humana a través de un viaje del héroe -elemento arquetípico- a las tierras de los muertos. Quetzalcóatl le reclama a Mictlantecuhtli los huesos de los ancestros para hacer una “nueva humanidad”. Para ello, el dios de los muertos le pide una tarea imposible: soplar una caracola sin agujero. Enfrentado al engaño, Quetzalcóatl recurre a seres naturales, a los gusanos y las abejas para que perforen la caracola y la hagan sonar. El señor del bajomundo -consecuente con una dialéctica entre hechos y palabras- consciente en entregar los huesos a Quetzalcóatl, pero ordena a sus sirvientes detenerlo. Quetzalcóatl desafía al señor de la muerte verbalmente e intenta escapar del infierno. Pero los demonios crean un abismo donde cae y muere, rompiendo los huesos. Su doble lo regenera y así puede escapar del abismo. Pero los huesos están rotos y Quetzalcóatl debe dárselos así a su consorte, Cihuacoatl-Quilaztli, quien los pone en su mortero de piedra y los muele. Quetzalcóatl sangra su pene sobre ellos (la idea de que el alma humana descendía del cielo al vientre materno es propia de la cultura tolteca), de donde nace un niño varón y cuatro días después una niña. De ellos desciende la humanidad, la nueva humanidad. (Continúa)

Jorge Majfud, PhD

Lincoln University

La Republica (Uruguay)

La Republica (II) (Uruguay)

  1. El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)
  2. El eterno retorno de Quetzalcoatl (II)
  3. El eterno retorno de Quetzalcóatl (III)
  4. El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

Anuncio publicitario

Las raíces del pensamiento indoamericano (I y II)

Es: Túpac Amaru II es ejecutado por el virrey ...

Las raíces del pensamiento indoamericano

Floración, muerte y renacimiento (I)

Según Frantz Fanon, el objetivo de la lucha de liberación no era sólo la desaparición del colonizador sino también la desaparición del colonizado. El nuevo humanismo no sólo se definía por el resultado de esta lucha sino por la lucha misma (Damnés, 173).[1] También en la América Latina del siglo XX las revoluciones y movimientos de liberación se diferenciaban de las revoluciones del siglo de la creación de las nuevas repúblicas. Si en el siglo XIX el objetivo era el desplazamiento del colonizador por la clase criolla, en el siglo XX los movimientos de liberación habían madurado la idea de un cambio moral aparte del cambio estructural. Uno no podía ser la consecuencia del otro. El revolucionario, la vanguardia histórica, podía actuar directamente sobre el estímulo moral —el trabajo voluntario, el desprecio por el valor monetario en el caso de la Cuba de Ernesto Guevara— para provocar un cambio social, pero el hombre nuevo no llegaría sin antes alcanzarse el cambio social. El hombre nuevo es el individuo liberado como opresor y como oprimido, es el individuo hecho pueblo, significa el renacimiento de la humanidad.

Pero el hombre nuevo, la nueva humanidad como en Prometeo y en Quetzalcóatl, nace del sacrificio, de la sangre del mártir que es aquel que ha alcanzado la conciencia pero no la plenitud aun de un estado superior. Quetzalcóatl, según Laurete Séroujé “es el símbolo del viento que arrastra las leyes que someten la materia: él aproxima y reconcilia los opuestos; convierte la muerte en verdadera vida y hace brotar una realidad prodigiosa del opaco dominio cotidiano” (Pensamiento, 151). La poética de Ernesto Cardenal lo versifica así: “un hombre nuevo y un nuevo canto / por eso moriste en la guerrilla urbana” (Oráculo, 21). Esta idea que identifica el sacrificio con la vida plena y opone la sangre al oro, una como representante de la vida sagrada y el otro como caída en el mundo material de la muerte, es común en la literatura de la cultura popular latinoamericana. Lo cual se opone radicalmente a la literatura policial anglosajona donde la sangre —siempre abundante— significa muerte y el beneficio económico o el prestigio social es el premio para quienes resuelven el misterio que amenazó el orden establecido.

En el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, es común la idea de las parejas generadoras y de la fertilidad de la naturaleza tras el sacrificio del individuo. Antes de que existieran los hombres, por una disputa de pelota, los hermanos Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú fueron enjuiciados, sacrificados y enterrados en el ‘Puchal Chah’, pista de cenizas donde se tiraban las pelotas en el juego. Le cortaron la cabeza a Hun-Hunahpú y enterraron su cuerpo decapitado junto con su hermano. Luego colgaron la cabeza de las ramas de un árbol de jícara al lado del camino. “Y el árbol, que siempre había sido estéril, se cubrió de pronto de frutos del ‘vach tzima’ o sea, del jícaro” (66).[2]

Una idea semejante relata el mito del Incarrí —o “inca rey”—conocido en el Perú de la colonia hasta mediados del siglo XIX, según el cual la cabeza del Inca ha sido enterrada bajo Cuzco o bajo Lima y se encuentra germinando el resto del cuerpo para renacer un día y volver a reestablecer el orden perdido (Fergunson, 148). Este mito, según Ángel Rama, “por sus características ha nacido dentro de la Colonia, anudando elementos de la mitología prehispánica, alguno de los cuales se encuentran consignados en los textos del Inca Gracilaso de la Vega, con otros que son de fecha posterior” (Transculturación, 170). Lucía Fox Lockert observó que Atahualpa murió en la horca o a garrotazos en 1533 y el pueblo tomó la versión de la decapitación de Tupac Amaru I —al igual que Tupac Amaru II, en 1781—, ocurrida cuarenta años después (Fox, 12). La mitología más antigua, desde México hasta Bolivia, abunda en este principio del sacrificio del cuerpo que produce la vida en el Cosmos. La idea de que el cuerpo sacrificado fecunda la tierra y da vida, se repite en el mito de Pachacámac, cuando éste despedaza al hijo de Pachacama y sus miembros se convierten en semillas. Su sangre, literalmente, fertiliza la tierra (Fergunson, 24). La misma idea persistió en el espacio histórico. Cuando Tupac Amaru se revela en 1780 contra la autoridad de la corona imperial haciendo beber oro derretido al gobernador español, símbolo de la ambición y desacralización del cosmos, los opresores responden con el mismo simbolismo. De igual forma que en un ritual azteca, le cortan la lengua en una plaza pública, tratan en vano de despedazarlo usando cuatro caballos (paradójico símbolo de la opresión) hasta que finalmente le cortan las manos y los pies. Pero el pueblo indígena del Perú, que atemorizado no presenció directamente los hechos, atribuyó a este día una conmoción cósmica: después de una larga sequía se levantó el viento y llovió.[3] El espíritu de Tupac Amaru significa aquí una suerte de Quetzalcóatl, dios del viento, que limpia el camino al dios de la lluvia para provocar la germinación. La muerte del mártir siembra la tierra. Como la muerte de Ernesto Che Guevara, a quien otro imperio cortó las manos, el sacrificio y la sangre derramada en pedazos significan vida y no muerte, siembra y no siega. El profundo significado del asesinato del cautivo argentino se les escapó a los servicios de inteligencia habituados a otros modelos de pensamiento.

Esta idea del sacrificio y el significado de la sangre persistirán especialmente en la Literatura del compromiso. El cubano Nicolás Guillén, en “La sangre numerosa”, inicia su poema con una dedicatoria significativa: “A Eduardo García, miliciano que escribió con su sangre, al morir ametrallado por la aviación yanqui, en abril de 1961, el nombre de Fidel” (Tengo, 112). Luego (con una conjugación peninsular y con remembranzas del antiguo latín, propia de las declamaciones poéticas del continente todavía colonizado) confirma el destino fértil de la sangre del mártir: “no digáis que se ha ido: / su sangre numerosa junto a la Patria queda” (113). Pero el mártir no asciende al cielo de los individuos elegidos por un Dios absoluto sino que florece en la historia, para fecundar el resto de la humanidad, el Cosmos.

(continua)

Jorge Majfud

Jacksonville Univeristy


[1] Esta historia es repetidas veces citada y reescrita por los escritores políticos de la segunda mitad del siglo XX, como el primer G. Cabrera Infante (Vista del amanecer en el trópico), Eduardo Galeano (Memoria del fuego), Carlos Alberto Montaner (Las raíces torcidas de América Latina), etc.

La Republica (Uruguay)

La Republica II (Uruguay)

Milenio (Mexico)

Milenio II (Mexico)

Las raíces del pensamiento indoamericano

Floración, muerte y renacimiento (II)

Como vimos en un estudio más extenso, el pensamiento indoamericano, largamente reprimido por el poder político y la cultura ilustrada, en su ascenso a la conciencia literaria, se encontrará con los intelectuales de izquierda en el siglo XX, aunque su cosmología se opone en casi todos sus aspectos básicos a la cosmología marxista.

En Hora 0 (1969) el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal ve la muerte de Sandino como el sacrificio que mantiene vivo el movimiento de la historia —del mundo—: la sangre del elegido riega la tierra y la hace fértil, “el héroe nace cuando muere / y la hierba verde nace de los carbones” (Antología, 78). Cuando escribe el “Epitafio para la tumba de Adolfo Báez Bone” confirma la misma idea: “Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo, / pero desde entonces todo el territorio nacional es tu / sepulcro” (49). En otra metáfora no deja lugar a dudas: “creyeron que te enterraban / y lo que hacían era enterrar una semilla” (50). También el salvadoreño Roque Dalton percibe la misma justificación de la existencia del revolucionario como la muerte necesaria que fecunda la vida por venir: “uno se va a morir […] disperso va a quedar bajo la tierra / y vendrán nuevos hombres […] Para ellos custodiamos el tiempo que nos toca” (Poesía, 23). Por su parte, el argentino Juan Gelman, en versos críticos al esteticismo de Octavio Paz y Lezama Lima, lo puso en estos términos: “¿por qué se pierden en detalles como la muerte personal?” (Hechos, 48). Esta comunión de la tierra con el renacimiento, del sacrificio con la vida es propia del cosmos amerindio. El futuro utópico y el pasado original se encuentran y se confunden en una especie de fin de la historia.

En “La Batalla de los Colores” de Ariel Dorfman, las referencias religiosas al cristianismo son explícitas pero no menos claras son las referencias al sacrificio del hombre-dios amerindio. Cuando los infinitos dibujos que envolvieron en su laberinto a los militares comenzaron a arder, el poder opresor procuró que la muerte de José, el subversivo, fuese ejemplar, “para que todos supieran que así terminan los brujos y creyeran que José ardía entre las pruebas de su herejía (Militares, 154). El uso propagandístico que se rebela contra sus autores, es semejante aquí como lo fue en la muerte de Jesús, en la de Ernesto Che Guevara y en la de otro José mártir, José Gabriel (Tupac Amaru). Pero sobre todo coincide con la tradición mesoamericana. Las referencias a un realismo mágico que se pueden encontrar desde las crónicas de la Conquista desde Pedro Cieza de León recorren el relato y coronan el final. La mayor preocupación del general representante de la dictadura que combatía José fue que nadie pensara que había logrado “introducirse dentro de uno de sus dibujos o quizás repartido a lo largo de cada uno de ellos, reservándose el corazón para los últimos y los sesos para los penúltimos (155). Las imágenes de los pájaros surgidos de esa catástrofe de fuego recuerdan el fuego de Landa Calderón que así pretendió, al comienzo de la Conquista espiritual, vanamente borrar la memoria del pueblo maya. Es el fuego didáctico de Hernán Cortés, el fuego de la memoria reprimida del continente, según la obra de Eduardo Galeano. Es “el camino del fuego” de Ernesto Guevara (Obras, 236). Es el fuego con el que Quetzalcóatl recreó el mundo y el fuego que, según Séroujé “señalan todas la misma nostalgia de liberación” del individuo que va a “trascender su condición terrestre” (169). No es el fuego final de Alejandra en Sobre héroes y tumbas (1961), que de esa forma pretende borrar toda memoria del pecado sexual, del incesto y de su desprecio proyectado en la sociedad; una forma de condena en el infierno cristiano. Es otro fuego, es el fuego que en el siglo XVI mata la carne y salva la memoria del cacique Hatuey en Cuba que, según Bartolomé de las Casas, elige renacer en el infierno donde estará su pueblo antes que el Paraíso de los buenos conquistadores (Destrucción, 88).[1]

También otros elementos de este cuento, como la disolución del individuo —del héroe— en la humanidad de su pueblo, el corazón, el cuerpo repartido por la magia de los dibujos quemados y despedazados, son símbolos de la cosmología amerindia. No faltan las alusiones explícitas al lenguaje y la semiótica cristiana: así también la cultura del continente ha sido travestida por la simbología y el ritual católico (lo explícito) mientras los elementos centrales de la cultura reprimida por la violencia inevitablemente iba a buscar diferentes formas de sobrevivir aún de formas más inadvertidas y por eso más fuertes y permanentes (lo implícito).

De forma más personal —como es más propio de la poesía y del ensayo que de la narrativa y del teatro— el argentino Francisco Urondo, en el poema “Sonrisas” escribió su testamento ideológico confirmando los dos elementos fundaméntales: el futuro utópico, donde el individuo se disuelve en el sacrificio en una comunión con la humanidad y el desprecio de la materia, caída en la desacralización y la inmovilidad del cosmos que ha perdido su espíritu, según la cosmología amerindia (expresada, por ejemplo, en Hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias): “[a] los hombres del futuro: mi testamento: ‘a ellos, / hijos, mujer, dejo todo lo que tengo, es decir, / nada más que el porvenir que / no viviré; dejo la marca / de ese porvenir’” (Poética, 404). En otro poema, en “Solicitada”, confirma la misma idea: “Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está” (458).

Uno de los poetas más significativos, Ernesto Che Guevara, en el cual alcanza su cumbre la poética del compromiso, es explícito en este sentido: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que este, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y victoria” (González, 131).

Más recientemente el Subcomandante Marcos, cuyo verdadero nombre es Rafael Sebastian Guillén Vicente, en una entrevista a la cadena Univision de Estados Unidos explicó al periodista Jorge Ramos la razón de su nombre:

Antes de perderse de nuevo entre los maizales y cafetales que parchan la selva lacandona, Marcos me explicó el origen de su nombre de guerra; no es nada nuevo, pero es distinto escucharlo de su boca. “Marcos es el nombre de un compañero que murió, y nosotros siempre tomabamos los nombres de los que morían, en esta idea de que uno no muere sino que sigue en la lucha”, me dijo, medio pensativo pero sin mostrar cansancio.

RAMOS: O sea que hay Marcos para rato?

MARCOS: Sí. Aunque me muera yo, otro agarrará el nombre de Marcos y seguirá, seguirá luchando. (Ramos)

Jorge Majfud

Jacksonville Univeristy


[1] “Après la lutte il n’y a pas seulement disparition du colonialisme mais aussi disparition du colonisé. Cette nouvelle humanité, pour soi et pour les autres, ne peut pas définir un nouvel humanisme. Dans les objectifs et les méthodes de la lutte est préfiguré ce nouvel humanisme” (Damnés, 173).

[2] Hun-Hunahpú significa “tirador de cerbatana”; su hermano era Vucub-Hunahpú, ambos nacieron antes que los hombres. Sus padres eran “Amanecer” y “Puesta del sol” (57) y cada uno de los hijos tuvo dos hijos. A la pelota se jugaba de a dos en dos.

[3] Esta historia es referida de forma similar, entre otros, por escritores contemporáneos tan diferentes y opuestos como Eduardo Galenao en Memoria del fuego (1984) y Carlos Fuentes en El espejo enterrado (1992).

Milenio (Mexico)

Milenio II (Mexico)

La Republica (Uruguay)

La Republica II (Uruguay)

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

cine pilitico


El vuelo de la serpiente (II)

Ernesto Che Guevara reunited with Simone de Be...

El vuelo de la serpiente en el pensamiento latinoamericano (II)

Si la “poesía del compromiso” de la primera mitad del siglo XX, como en Pablo Neruda, gira de la intimidad del amor romántico, individual y triste, a la alegría del descubrimiento de la lucha colectiva, a finales del siglo se opera el movimiento inverso. La utopía permanece en el discurso como un recuerdo y como conciencia del fracaso o la derrota, pero ha muerto como proyecto, lo que se demuestra con la recurrencia al amor íntimo.

Esta regresión a la intimidad como refugio es propia de otros autores como Mario Benedetti: “¿Cómo voy a creer / dijo el fulano / que la utopía ya no existe / si vos/ mengana dulce / osada/ eterna / si vos/ sos mi utopía” (Soledades). El amor sensual es, otra vez, el refugio y el sustituto de la utopía derrotada. Hay una vuelta al intimismo: el individuo ya no necesita el Cosmos social ni quiere actuar en él para cambiarlo y cambiarse a sí mismo. En la poesía de Peri Rossi es un lugar casi común: “Para que nos amáramos, en fin / ocurrieron todas las cosas de este mundo / y desde que no nos amamos / sólo existe un gran desorden” (Poesía).

El mundo es, otra vez, caos y amenaza.

En una clara alusión al tango y la filosofía popular de tono gardeliano —diatópico—, Juan Gelman titula uno de sus poemas “Mi Buenos Aires querido” y no ve otra salida que la ciega, persistente y desarticulada resistencia de Ernesto Sábato: “Hay que aprender a resistir / ni irse ni quedarse / a resistir” (Sur). Su hijo desaparecido, a quien muchos poemas antes había comprado un arma como juguete para hacer la revolución, es frustrado por la desaparición y la derrota, por la clausura política. “Hijo que no acabó de vivir / ¿acabó de morir?” (Sur). Y luego, en “Carta abierta” (1980), dedicada a su hijo, se pregunta con infinito dolor: “¿paró tu deshacer en algún lado?”.

En los ’80, lo que llamo “clausura política” ya se ha convertido en “clausura existencial”, como el purgatorio cristiano o una especie de infierno, donde eternamente se experimenta el dolor. En este caso, el deshacer no sólo es la reversión del hacer revolucionario, el destino de la historia, sino es el deshacer de Tupac-Amaru, de Ernesto Che Guevara, del rebelde que se hace pedazos para confundirse en cuerpo y alma al pueblo que lo trasciende, ya no en la utopía sino en la distopía, ya no en el triunfo de la justicia sino en la trascendencia de la derrota.

La idea de resistencia no es sólo política sino histórica y cultural: ni el nuevo hombre ni la nueva sociedad se han logrado. El éxito de la resistencia es todo el éxito que se puede aspirar en una sociedad alienada, destruida o estancada. En “Tríptico del plebiscito”, Mario Benedetti alude al triunfo del “No”, la opción que en el referéndum más importante de la historia uruguaya negó a los militares la retención del poder. “Por razones obvias / no fue / exactamente / una forma de conciencia / colectiva / sino apenas la suma / de seiscientas mil / tomas de conciencia / individuales” (Exilio). La conciencia social, el individuo transformado en la acción colectiva, ha sido abortada por la dictadura, por la reacción de la distopía, y sólo queda la acción del individuo anterior, alienado, aislado. La salida de la dictadura no significa una salida de la distopía sino, precisamente, lo contrario. En “Somos la catástrofe”, Benedetti reconstruye en pocos versos la clausura política que amenaza con transformarse en clausura existencial: “desde Paco Pizarro y Hernán Cortés / hasta los ávidos de hogaño / nos han acostumbrado a la derrota / pero de la flaqueza habrá que sacar fuerzas / a fin de no humillarnos/ no humillarnos / más de lo que permite el evangelio / que ya es bastante” (Soledades).

Ahora esa esperanza ya no se refiere a la construcción de un futuro luminoso sino a la salvación de un presente oscuro. En un poema posterior ya no hay dudas: “¿Qué les queda por probar a los jóvenes / en este mundo de impaciencia y asco? / ¿sólo graffiti? ¿rock? ¿escepticismo? / también les queda no decir amen / no dejar que les maten el amor / recuperar el habla y la utopía” (Paréntesis). La reivindicación de la palabra y la utopía son un pálido reflejo del pasado que persiste aún en medio de la desesperanza y el escepticismo del mismo poeta que los condena: “ya sabemos cómo es sin las respuestas / mas ¿cómo será el mundo sin las preguntas?” (Exilio). Los temas centrales de La vida ese paréntesis (1997) son, especialmente en sus páginas centrales, los temas recurrentes del romanticismo del siglo XIX y el existencialismo de la primera mitad del siglo XX: el yo y la muerte.

Como vimos, la otra salida a la clausura, política y existencial, consiste en el regreso al origen amerindio. Eduardo Galeano, quizás el escritor más representativo de este camino en la primera página del primer libro de su trilogía Memoria del fuego (1982-1986) inicia con un mito cosmogónico de los maquiritare, tribu de la cuenca del río Orinoco. Como el título de este primer libro, Los nacimientos, el mito alude al nacimiento múltiple; no a la reencarnación. Dios —que soñaba el mundo y era soñado por la humanidad— había decidido que la mujer y el hombre “nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”. La derrota, el desangrado de la utopía, ha clausurado otra vez el horizonte utópico, pero se convierte en una derrota necesaria para el ejemplo histórico. Es un triunfo moral que al producir conciencia se convertirá en un triunfo político y existencial en los tiempos por venir, ese tiempo sin lugar y ese lugar sin tiempo que nunca veremos.

La palabra vuelve, pero ya no es arma de combate sino instrumento de la memoria, que es resistencia al tiempo y a la injusticia de la historia. Incluso a veces sólo es una memoria est ubi: Stat Roma pristina nomine, nomina nuda tenemus. Desde las profundidades de la historia mitológica americana, dice el poeta Ernesto Cardenal que dijo el poeta Coyote Hambriento: “nosotros nos vamos, mas quedarán los cantos” (Antología).

Jorge Majfud

Jacksonville University.

La Republica (Uruguay)

La Republica II (Uruguay)