El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

Hilda Gadea and Ernesto "Che" Guevar...

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El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

El oro y la sangre

Cuando la democracia de Atenas es cuestionada por los otros pueblos que la rodeaban, sus embajadores argumentan que el reclamo de justicia era propio de los vencidos, ya que nunca nadie había esgrimido antes este argumento cuando pudo tomar algo por la fuerza. Por lo tanto —no sin paradoja—, era justo que Atenas fuese un imperio. (Tucídides)

Diferente, entre los pueblos amerindios —como en Che Guevara, en contra de la lógica marxista—, subsistía la idea de que el poder no es mera cuestión de fuerza sino de moral. Tanto Atahualpa como Moctezuma sufren de la mala conciencia de sus poderes ilegítimos y por eso son fácilmente derrotados por un puñado de ambiciosos aventureros de la nueva Europa. En lo que sigue de la colonización, para Amerindia la codicia del mundo material será uno de los valores contrarios a la moral y, por ende, al poder legítimo.

Creo que podemos resumir más de cinco siglos de historia latinoamericana con esta dinámica cósmica o semiótica: el elemento principal de la codicia, de la ilegitimidad, del mal del mundo disfrazado de belleza, es el oro; el elemento opuesto, la sangre. Si la sangre mueve el mundo, el oro lo destruye desacralizando la sangre, que es el espíritu del Cosmos.

La idea que equipara el oro al favoritismo de Dios será propia de la ética calvinista y en casos de la práctica católica, aunque no de su teología. Los incas y otros pueblos sometidos por los españoles, comenzaron a comprender que los hombres-dioses no podían ser Quetzalcóatl ni Viracocha, ya que carecían de las virtudes morales del gobernante legítimo. Su mayor defecto, la ambición de riquezas. Huamán Poma de Ayala describe a los europeos como bestias codiciosas: “Cada día no se hacía nada, cino todo era pensar en oro y plata y riquezas de las indias del Piru. Estaban como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juicio con la codicia del oro y la plata. A veces no comía con el pensamiento de oro y plata. A veces tenían gran fiesta, pareciendo que todo oro y plata tenían dentro de las manos”. Eduardo Galeano recuerda una anécdota de Humboldt que, en 1802 demostraba la persistencia del oro-pecado entre la población indígena. Astorpilco, un descendiente de incas, “mientras caminaba le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. ‘¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?’, le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: ‘Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso. Si tuviésemos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño’” (Venas, 1971). Otra historia popular cuenta, según Carlos Fuentes, que José Gabriel Condorcanqui —Tupac Amaru— en 1780 se rebeló contra la autoridad española, capturó al gobernador y “puesto que los españoles habían demostrado semejante sed de oro, Tupac Amaru […] lo ejecutó obligándole a beber oro derretido” (Espejo, 1992). Abusando del mismo simbolismo, en 1781 los españoles diseñaron al rebelde una muerte ejemplar, cortándole la lengua primero —quitándole la palabra—, tratando luego de despedazarlo tirando en vano de sus extremidades por cuatro caballos, hasta que decidieron degollarlo. Luego cortaron manos y pies debajo de una horca inútil. Juan Gelman, en Exilio (1984), entiende que “Europa es la cuna del capitalismo y al niño ese, en la cuna, lo alimentaron con oro y plata del Perú, de México, Bolivia, Millones de indios americanos tuvieron que morir para engordar al niño”.

El pecado nace de la sangre del indio y crece, como los dioses españoles llegados del mar, comiendo oro y plata.

Una de las tesis centrales de Las venas abiertas de América Latina (1971) —la referencia al oro y la sangre es implícita desde el título— puede resumirse en una frase que establece una continuidad del ritual profano que produce el sangrado: “Cuánto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea”. En 1957, en Colombia, “el baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?” (Venas).

Para América Latina, la profanación principal, subyacente en la tradición narrativa, escrita y oral, ha sido la venta de sangre, la desacralización del sacrificio por la explotación materialista. Quienes entienden al beneficio económico como objetivo y principal motor de cualquier empresa, no podrán comprender aquello que llamarán irracionalidad de un pueblo salvaje. Por otra parte, este pueblo no ha articulado aún un pensamiento propio que considere este factor interior, reemplazándolo históricamente con ideas europeas, como el liberalismo en el siglo XIX y el marxismo o el neoliberalismo en el siglo XX. En 1968, Mario Benedetti entendía que “el desarrollo no es en sí mismo una calidad moral. […] el mundo del subdesarrollo (que es a su vez víctima y dividendo del mundo desarrollado) no sólo debe crear su ética en rebeldía, su moral de justicia, sino también proponer una autointerpretación de su historia” (Revolución). En el siglo XX, la desacralización del mundo material, la explotación de la tierra, la fiebre del oro, estarán resumidos en la cultura popular que se produce en el centro del capitalismo mundial.

El análisis de Ariel Dorfman sobre El pato Donald de Walt Disney, además de apuntar a los valores ideológicos de la historieta, revela el punto de vista histórico latinoamericano: el mundo colonialista de Disney no sólo cumple con una función opresora, sino que además representa la desacralización del cosmos: la ambición del oro, representada hasta su extremo en Tío Rico, que trivializa la vida humana y hace de la naturaleza un mero objeto de explotación. Se excluye el amor, observan Ariel Dorfman y Armand Matterlart. La concepción de la existencia está basada en la desacralización y la trivialización, resumida en el siguiente diálogo. “‘¡Bah, el talento, la fama y la fortuna no lo son todo en la vida’” —dice Donald—. ‘¿No? ¿Qué otra cosa queda?’, preguntan Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: ‘Er… Humm… A ver… Oh-h’” (Donald).

En su libro Persona non grata (1973) el chileno Jorge Edward recuerda a Fidel Castro en la Universidad de Priceton y más tarde el ofrecimiento de un millón de dólares por parte de un productor de Hollywood por la odisea del Granma y de Sierra Maestra. Fidel rechazó diciendo que no le interesaba el dinero. Eso revela, dice el autor, la actitud norteamericana ante la Revolución cubana. Para quienes defendieron la Revolución, la anécdota revela la actitud revolucionaria ante la cultura materialista del mercado. Se decía que Ernesto Guevara firmaba los nuevos billetes cubanos simplemente “Che”, como una forma de desdén al valor material del dinero. De forma explícita lo puso en un discurso: la sociedad revolucionaria todavía no había alcanzado el estado de liberación del salario y el orden derivado de la circulación del dinero (Obra, 1967).

De la misma forma que la impronta de moros y judíos sobrevive la limpieza étnica y cultural desde Fernando e Isabel, de igual forma los ritos, el arte y los mitos más profundos de la América precolombina sobrevivirán en el continente mestizo.

En la cosmología amerindia, la muerte del mártir se convierte en victoria moral y, por lo tanto, en memoria y ejemplo contra el poder ilegítimo por la codicia. Incluso un emperador originalmente cuestionado como Atahualpa se convertirá en ejemplo de resistencia, como más tarde, una vez derrotado el ambicioso imperio español en el contexto mundial, “lo hispánico” resurgirá como la fuerza contraria al materialismo norteamericano. El oro, otra vez, al ser desacralizado se convierte en el símbolo del mayor pecado. La sangre de América Latina se convierte en mercancía y, por lo tanto, en el mayor sacrilegio, en el defecto moral de oprimidos y opresores. Resistir este pecado es un mandato moral y se mide con un sacrificio que a veces llega al ofrecimiento de la sangre propia. Un poeta cuya militancia lo llevó a la muerte, como Francisco Urondo, había revelado este sentimiento en sus versos: “nada / nos hará retroceder: le tenemos más miedo al éxito que al / fracaso” (continúa).
Jorge Majfud

Lincoln University

Noviembre 2009

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

  1. El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)
  2. El eterno retorno de Quetzalcoatl (II)
  3. El eterno retorno de Quetzalcóatl (III)
  4. El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)
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El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)

Ernesto Che Guevara in Bolivia in

El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)

Jorge Majfud

En Canto Nacional (1973), el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal reconstruye la destrucción y el caos de su pueblo. Este estadio de descenso en el caos incluye un pájaro que en América Central es conocido como justojuez. Su nombre se deriva de su canto: “Setiembre: en las cercas de alambre canta el justo-juez / justo juez justo juez justo juez” (Canto). Para la ciencia, justojuez es heliornis áulica, pero para la tradición reprimida del continente es el ave justiciera, es la serpiente emplumada, Quetzalcóatl y sus múltiples variaciones.

Según la antigua cosmología amerindia -y más allá de las infinitas variaciones a lo largo de este vasto continente- los humanos son responsables de mantener el Cosmos en movimiento. Lo peor no es la crisis y el derrumbe cíclico, sino la inercia y la inmovilidad. La justicia de los hombres y semidioses es el motor del movimiento, a veces armónico y a veces violento, que lleva a un estado de justicia y prosperidad. Lo peor no es el infierno sino la caída del espíritu en la materia, la desacralización de la sangre y el espíritu. Una forma insospechada de esa ontología podemos encontrarla en un escritor tan europeísta como Ernesto Sábato en Argentina. Sábato se distinguió por dos recurrencias en su vida: la renuncia y la fuga, que en fórmulas europeas fue calificado como “crisis”. En su literatura el pesimismo es el tono común y en su pensamiento la idea de derrumbe final del mundo que, traducido a los códigos europeos, se expresa como el fin de la Era moderna o el fin de los valores occidentales. Una nueva cultura, no Oriental ni Occidental, ni materialista ni puramente espiritualista “debería dar la escuela de nuestro tiempo. O el mundo se derrumbará en sangrientos y calcinados escombros” (Apologías, 1979).

Como en cualquier héroe mitológico (según la teoría del monomito desarrollada por Joseph Campbell), el nacimiento de Quetzalcóatl está investido con signos trágicos o excepcionales. Quetzalcóatl nace en un mundo de conflictos y, en muchas versiones, de padres enfrentados en la lucha. Con fuertes connotaciones psicoanalíticas, algunas leyendas refieren este nacimiento como producto del erotismo de los opuestos en una lucha. La madre, una guerrera chichimeca descendiente del dios Tezcatlipoca, provoca o desafía al padre, el guerrero Mixcoatl, dejando las armas en el suelo y desnudándose. Mixcoatl igualmente tira sus flechas sobre la guerrera desnuda pero falla todos sus intentos de herirla. Luego el simbolismo se traduce directamente en la acción sexual. Después de una breve fuga por el bosque, el guerrero la posee en una cueva y la embaraza.

El mundo en que nace Quetzalcóatl (Quetzal-Quatl, “serpiente = cóatl; Cuate = hermano) es un mundo de combates, sacrificios humanos y conflictos permanentes. Quetzalcóatl matará a sus predecesores y revolucionará la sociedad eliminando -temporalmente- una de las instituciones básicas de la cultura mesoamericana: el sacrificio humano. Un período de gran creatividad sigue a esta revolución tolteca, donde prosperan las artes y el conocimiento; el pueblo de los sabios y de los artesanos, en oposición al más primitivo pero dominante pueblo azteca.

Carlos Fuentes será luego de la misma opinión: “Quetzaolcoatl se convirtió en el héroe moral de la antigüedad mesoamericana, de la misma manera que Prometeo fue el héroe del tiempo antiguo de la civilización mediterránea, su liberador, aun a costa de su propia libertad. En el caso de Quetzalcóatl, la libertad que trajo al mundo fue la luz de la educación. Una luz tan poderosa que se convirtió en la base de la legitimidad para cualquier Estado que aspire a suceder a los toltecas, heredando su legado cultural” (Espejo, 1992).

El cambio y el florecimiento de la nueva organización debe ser guiada por el hombre-dios, según todas las versiones de la cultura mesoamericana. Quetzalcóatl advierte la amenaza del hundimiento procedente del Este. Pero esta no es sólo la condición psicológica o el destino de un dios con múltiples rostros sino la naturaleza misma del cosmos mesoamericano. Los demás dioses también son conscientes de la inestabilidad en la que se encuentran, por lo que se exigen cada vez más acciones para mantener al sol y la luna en movimiento. Quetzalcóatl es elegido para ejecutar este sacrificio reparador de los dioses. Pero esta acción radical de teocidio no produce el efecto esperado y el Sol no se (con)mueve. Razón por la cual Quetzalcóatl decide autosacrificarse. Podemos deducir la importancia de este dios-hombre por el efecto de su acción, de su autosacrificio: el Sol retoma su camino y de esa forma se produce el nacimiento del la Era del Quinto sol. Todos estos mitos mesoamericanos indican la idea de que la creación del mundo es siempre incompleta. Existe una permanente “duda divina”. El resultado no es una visión del cosmos regida por el ritmo y el orden prevaleciendo sobre el caos, sino un modelo revolucionario donde una parte se enfrenta ferozmente a la otra. A cada período de orden sucede un período de revolución que mantiene en movimiento el Universo.

Es significativa la idea de que Quetzalcóatl representa al creador de la nueva humanidad. En la leyenda del Quinto sol, la humanidad es creada luego de cuatro intentos fracasados de los dioses, que se negaban a intentarlo por quinta vez. El hombre nuevo, como en Ernesto Che Guevara (veremos más adelante) es resultado, también imperfecto, de Quetzalcóatl. Según la Leyenda de los soles, la serpiente emplumada restaura la vida humana a través de un viaje del héroe -elemento arquetípico- a las tierras de los muertos. Quetzalcóatl le reclama a Mictlantecuhtli los huesos de los ancestros para hacer una “nueva humanidad”. Para ello, el dios de los muertos le pide una tarea imposible: soplar una caracola sin agujero. Enfrentado al engaño, Quetzalcóatl recurre a seres naturales, a los gusanos y las abejas para que perforen la caracola y la hagan sonar. El señor del bajomundo -consecuente con una dialéctica entre hechos y palabras- consciente en entregar los huesos a Quetzalcóatl, pero ordena a sus sirvientes detenerlo. Quetzalcóatl desafía al señor de la muerte verbalmente e intenta escapar del infierno. Pero los demonios crean un abismo donde cae y muere, rompiendo los huesos. Su doble lo regenera y así puede escapar del abismo. Pero los huesos están rotos y Quetzalcóatl debe dárselos así a su consorte, Cihuacoatl-Quilaztli, quien los pone en su mortero de piedra y los muele. Quetzalcóatl sangra su pene sobre ellos (la idea de que el alma humana descendía del cielo al vientre materno es propia de la cultura tolteca), de donde nace un niño varón y cuatro días después una niña. De ellos desciende la humanidad, la nueva humanidad. (Continúa)

Jorge Majfud, PhD

Lincoln University

La Republica (Uruguay)

La Republica (II) (Uruguay)

  1. El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)
  2. El eterno retorno de Quetzalcoatl (II)
  3. El eterno retorno de Quetzalcóatl (III)
  4. El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

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Why the name of Latin America?

Latin America (orthographic projection)

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What does “Latin America” mean?

Why the name of Latin America?

By Jorge Majfud

The essentialist component of the ancestral search for identity as part of nationalistic projects – which kept intellectuals busy for such a long time, being Octavio Paz one of them- has not completely disappeared or has become a commercial relation of struggling signs in a new global context. And as usual, reality is a byproduct of mistakes of their own representations.

What does “Latin” mean? For many years, the typical Latin American – which is another way to say “the stereotypical Latin American” – has been represented by the indigenous person of Aztec, Maya, Inca, or Quechua origin, who preserves their ancestral traditions and mixes them with the Catholic rites. It was the Castilian language and the violence of colonization what these peoples had in common. However, to European and North American eyes, and even to their own eyes, they were monolithically defined as “Latin Americans”. Those who lived in the region of Río de la Plata were called by Anglo Saxons “Southern Europeans”.

If we go back to the ethimology of the Latin word, we will find a great contradiction in this former identification: none of the indigenous cultures found by the Spaniards in the new continent was related with Latin. On the contrary, other regions further south lacked this ethnic and cultural component. The greatest part of their population and culture came from Italy, France, Spain, and Portugal.

In Valiente Mundo Nuevo (Brave New World), Carlos Fuentes says: “We are in the first place a multiracial, policultural continent. For this reason, the term “Latin American”, invented by the French in the 18th century to include themselves in the American territory, is not employed. The most complete description is used instead: Indo-Afro-Iberian-America. But in any case, the Indian and the African components are present, implicit.”

To this objection of the Mexican essayist, Koen de Munter gives an answer of the same kind, observing that the indigenistic discourse has become fashionable as long as it refers to the defense of certain politically harmless, folkloric groups, so as to forget the very many people who massively migrate to cities and blend in a sort of compulsory mixed race groups. This mixed race thing, in countries like Mexico, would only be the central metaphor of a national project that began in the 90s as such. This source believes that we were lucky to be colonized by the Spanish and not by the English, which gave place to this mixed race in the continent. But Koen de Munter understands this discourse as being part some Hispanophile demagogy, a “mixed race ideology” as a result of which the unacceptable conditions of the current Latin American reality are overlooked. According to the author himself, Hispanophile makes these intellectuals forget about the colonial racism of the Spain that fought the Moors and the Jews as they made their way into new continent. In short, rather than mixed races, we should talk about “multiple violation”.

Maybe because the term that had been suggested was too long, Carlos Fuentes decided to use “Iberian America”, being this, in my view, more specific than the one “interestedly” suggested by the French, since it excludes not only the French migration waves to the southern hemisphere and to other regions of the continent in question; it also excludes other immigrants, more numerous and as Latin as the Iberian peoples: the Italians. It would be enough to remember that, by the end of the 19th century, eighty percent of the Buenos Aires population was Italian, as a result of which someone defined the Argentineans –again generalizing- as “Spanish speaking Italians”.

On the other hand, the idea of including the indigenous component (“Indo”) together with the name “America” implies that they are two different things. Similarly lucky has been the prudorous and “politically correct” reference “Afro-American” to refer to a dark- skinned North American who is as African as Clint Eastwood or Kim Basinger. We could think that the indigenous peoples are the ones to vindicate the denomination of “Americans”, but the term has been colonized as the earth, physical space, and cultural space were. Even today, when we say “American” we refer to the people from a specific country: The United States of America. As to this term, it is as important to define what it means as it is to define what it does not mean. And this definition of the semantic frontiers is not only derived from its ethimology, but from a semantic dispute in which the exclusion of all the non- North American has won. A Cuban or a Brazilian could provide a long list of reasons why they too should be called “Americans”, but the definition of this term is not established based on the intellectual will of some, but on the power of cultural and intercultural tradition. Although the first creoles who lived south to the Rio Grand, from Mexico to the Rio de la Plata, called themselves “Americans”, the geopolitical power of the United States grabbed this term, forcing the rest to use an adjective in order to differentiate themselves.

This simplification may also be the result of the predomination of the other´s perspective: the European. Not only Europe and the United States have been historically self-centered and self-loving, but also the colonized peoples have. Few in America, with no important ideological influence, have looked at and studied the indigenous cultures as they have done with the European. That is, our simplified and simplifying definitions of “Latin America” may be the result of the natural confusion that the other´s look projects: all Indians are the same: Mayas, Aztecs, Incas, and Guaranies. Only in today´s Mexican territory, there was – and is- a wide spectrum of cultures that only our ignorance can confuse and group in the term “indigenous”. These differences were usually discussed by going to war or by sacrificing the other.

Anyway, even if Latin America is considered a prolongation of the West (as extreme West), their names and identities have represented a negation, mainly since the 19th century. In July, 1946, Jorge Luis Borges observed, in Sur (South) magazine, this same cultural habit restricted to Argentineans. Nationalists, “however, ignore the Argentineans; they `refer to define them in ways of some external fact, as the Spanish conquerors (let us say) or some imaginary Catholic or Anglo Saxon imperialist tradition.”

Latin American republics were successive literary inventions of the intellectual élite of the 19th century. Defining, prescribing, and naming are not minor details. But reality also exists, and it never completely adapted to their definitions, despite the fertile imagination of violence. The difference between the Conception and the reality of the people were sometimes as big as injustices, exclusions, and violent revolts and rebellions dating back from centuries, which never reached the category of revolutions. What is represented remains weaker than its Representation.

Translated by Cubanow

February 22, 2008

¿Cuál es el nombre de América Latina?

Jorge Luis Borges, escritor argentino

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Why the name of Latin America? (English)

¿Cuál es el nombre de América Latina?

El componente escencialista de la antigua búsqueda de la identidad como parte de diferentes proyectos nacionalistas —y que ocupó tanto tiempo a intelectuales como Octavio Paz—, no ha desaparecido completamente o se ha transmutado en una relación comercial de signos en lucha, en un nuevo contexto global. Y como siempre la realidad es un subproducto de equívocos de sus propias representaciones.

¿Qué significa «latino»? Por años, el latinoamericano típico —que es otra forma de decir «el latinoamericano estereotípico»— fue representado por el indígena de origen azteca, maya, inca o quechua que conservaba sus tradiciones ancestrales mezclándolas con los ritos católicos. Lo que tenían en común estos pueblos era la lengua castellana y la violencia común de la colonización. Sin embargo, todos, a los ojos europeos, norteamericanos e, incluso, ante sus propios ojos, eran definidos monolíticamente como «latinoamericanos». A los habitantes de la región del Río de la Plata se los llamaba, por parte de los anglosajones, «los europeos del Sur».

Si volvemos a la etimología de la palabra latina, veremos una fuerte contradicción en esta identificación anterior: ninguna de las culturas indígenas que encontraron los españoles en el nuevo continente tenían algo de «latino». Por el contrario, otras regiones más al sur carecían de este componente étnico y cultural. En su casi totalidad, su población y su cultura procedía de Italia, de Francia, de España y de Portugal.

En Valiente mundo nuevo, Carlos Fuentes nos dice: «Lo primero es que somos un continente multirracial y policultural. De ahí que a lo largo de este libro no se emplee la denominación ‘América Latina’, inventada por los franceses en el siglo XIX para incluirse en el conjunto americano, sino la descripción más completa Indo-Afro-Ibero-América. Pero en todo caso, el componente indio y africano está presente, implícito».

A esta objeción del ensayista mexicano, Koen de Munter responde con la misma piedra, observando que el discurso indigenista ha pasado a ser una moda, siempre y cuando se refiera a la defensa de pequeños grupos, políticamente inofensivos, folklóricos, de forma de olvidar las grandes masas que migran a las ciudades y se mimetizan en una especie de mestizaje obligatorio. Este mestizaje, en países como México, sería sólo la metáfora central de un proyecto nacional, principalmente desde los años noventa. Fuentes que sostiene que afortunadamente fuimos una colonia española y no inglesa, lo que permitió un «mestizaje» en el continente. Pero Koen de Munter entiende este tipo de discurso como parte una demagogia «hispanófila», de una «ideología del mestizaje» por la cual se soslayan las condiciones inaceptables de la actual realidad latinoamericana. Según el mismo autor, la hispanofilia de estos intelectuales no les permite recordar el racismo colonial de la España que luchó contra moros y judíos al tiempo que se abría camino en el nuevo continente. En resumen, más que mestizaje deberíamos hablar de una «multiple violation».

Al parecer porque el término propuesto era demasiado largo, Carlos Fuentes se decide por usar «Iberoamérica», siendo éste, a mi juicio, mucho más restrictivo que el propuesto «interesadamente» por los franceses, ya que se excluye no sólo a las oleadas de inmigración francesa en el Cono Sur y en otras regiones del continente en cuestión, sino a otros inmigrantes aún más numerosos y tan latinos como los pueblos ibéricos, como lo fueron los italianos. Bastaría con recordar que a finales del siglo XIX el ochenta por ciento de la población de Buenos Aires era italiana, motivo por el cual alguien definió a los argentinos —procediendo con otra generalización— como «italianos que hablan español».

Por otra parte, la idea de incluir en una sola denominación el componente indígena («Indo») junto con el nombre «América» nos sugiere que son dos cosas distintas. Semejante, es la suerte de la pudorosa y «políticamente correcta» referencia racial «afroamericano» para referirse a un norteamericano de piel oscura que tiene tanto de africano como Clint Eastwood o Kim Basinger. Podríamos pensar que los pueblos indígenas son los que más derecho tienen a revindicar la denominación de «americanos», pero se ha colonizado el término como se colonizó la tierra, el espacio físico y cultural. Incluso cuando hoy en día decimos «americano» nos referimos a una única nacionalidad: la estadounidense. Para el significado de este término, tan importante es la definición de lo que significa como de lo que no significa. Y esta definición de las fronteras semánticas no deriva simplemente de su etimología sino de una disputa semántica en la cual ha vencido la exclusión de aquello que no es estadounidense. Un cubano o un brasileño podrán argumentar fatigosamente sobre las razones por las cuales se les debe llamar a ellos también «americanos», pero la redefinición de este término no se establece por la voluntad intelectual de algunos sino por la fuerza de una tradición cultural e intercultural. Si bien los primeros criollos que habitaban al sur del río Grande, desde México hasta el Río de la Plata se llamaban a sí mismos «americanos», luego la fuerza de la geopolítica de Estados Unidos se apropió del término, obligando al resto a usar un adjetivo para diferenciarse.

Es posible, también, que esta simplificación se deba al predominio de la perspectiva del otro: la europea. Europa, como Estados Unidos, no sólo ha sido históricamente egocéntrica y egolátrica sino también los pueblos colonizados lo han sido. Pocos en América, sin una carga ideológica importante, han estimado y han estudiado las culturas indígenas tanto como la europea. Es decir, es posible que nuestras definiciones simplificadas y simplificadoras de «América Latina» se deban a la natural confusión que proyecta siempre la mirada del otro: todos los indios son iguales: los mayas, los aztecas, los incas y los guaraníes. Sólo en lo que hoy es México, existía —y existe— un mosaico cultural que sólo nuestra ignorancia confunde y agrupa bajo la palabra «indígena». Con frecuencia, estas diferencias se resolvían en la guerra o en el sacrificio del otro.

De cualquier forma, aún considerando América Latina como una prolongación de Occidente (como extremo Occidente), sus nombres y sus identidades han estado, principalmente desde mediados del siglo XIX, en función de una negación. En julio de 1946, Jorge Luis Borges observaba, en la revista Sur, este mismo hábito cultural restringido a los argentinos. Los nacionalistas «ignoran, sin embargo, a los argentinos; en la polémica prefieren definirlos en función a algún hecho externo; de los conquistadores españoles (digamos) o de alguna imaginaria tradición católica o del imperialismo sajón».

Las repúblicas latinoamericanas fueron sucesivos inventos literarios de la elite intelectual del siglo XIX. Definir, prescribir y nombrar no son detalles menores. Pero la realidad también existe y ésta nunca se adaptó del todo a sus definiciones, a pesar de la violencia de la imaginación. La diferencia entre la concepción y la realidad del pueblo muchas veces tuvo el tamaño de centenarias injusticias, exclusiones y violentas revueltas y rebeliones que nunca llegaron a la categoría de revoluciones. Lo representado sigue siendo más débil que su representación.

El eterno retorno de Quetzalcóatl (II)

A 16th century manuscript illustrating La Mali...

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El eterno retorno de Quetzalcóatl (II)

Cuando finalmente Quetzalcóatl logra la hazaña de crear una Nueva humanidad (“el Hombre Nuevo”), ésta también resulta imperfecta. La idea de “las cosas resultaron bastante mal”, según David Carrasco, es algo común en la cultura religiosa mesoamericana anterior a la colonización europea. Pero Quetzalcóatl de Tula, otra variación más humana del mismo mito, es sobre todo un organizador social; suprime la institución del sacrificio a las deidades anteriores e inaugura un tiempo de equilibrio material y espiritual.

Por esta razón, para el paradigma preeuropeo Quetzalcóatl es el símbolo de la autoridad legítima que es capaz de un orden creador en un mundo inestable y amenazado por la inercia de la materia. El rechazo a la codicia europea del oro, real o simbólica, es un principio que pasa por Tupac Amaru y llega hasta Ernesto Che Guevara. La colonización europea confirmará la percepción del poder político como una fuerza injusta y usurpadora,  hasta convertir a toda forma de autoridad, como en el humanismo más radical, en ilegítimo. Pero esta idea ya angustiaba al mismo poder de Moctezuma en México tanto como al de Atahualpa en Perú. Y a todo usurpador de Quetzalcóatl/Viracocha, el justiciero.

Ya en la época de Chololan, Quetzalcóatl es reconocido como el dios de las masas, el que es capaz de integrar la gran estructura social. Sólo más tarde, en la imperial Tenotchitlán azteca —como Jesús en la imperial Roma de Constantino— es posible que se haya convertido en el dios de la clase alta. El retorno de Quetzalcóatl descubre la atmósfera de inestabilidad cósmica y de inferioridad cultural que marcaron la capital azteca, Tenotchitlán, desde su fundación.

La repetida idea de un imperio ostentando un poder ilegítimo surge, de forma muy particular, del poder mismo. Para revertirla, los aztecas recurren a la conmoción psicológica. En una ocasión invitan a representantes de pueblos vecinos a presenciar masacres rituales, como forma de sostener su poder mediante el terror de la fuerza. Esta política contuvo pero también potenció las energías de una rebelión que fue aprovechada por los españoles. Moctezuma, consciente de la ilegitimidad histórica de su imperio, ante la ilusoria llegada de Quetzalcóatl (Hernán Cortés), abandona el gran palacio y ocupa uno menor, en espera de la verdadera autoridad, la subyugada Tula. Con Moctezuma se da un hecho incomprensible para la historia de Occidente pero que nos revela un rasgo interior de la cultura mesoamericana: un gobernante que ostenta el poder absoluto y renuncia a él por una conciencia moral de ilegitimidad, por su propia mala conciencia. Lo que nos da una idea del significado prioritario del terror sagrado que unía al mesoamericano con el cosmos.

Quetzalcóatl no es el dios creador del Universo, sino un donador de la humanidad, como Prometeo, que da a los hombres y mujeres las artes, el conocimiento y los alimentos. Es decir, un reparador del caos o un servidor ante la necesidad natural del mundo. No es un dios que castiga a su creación, sino un dios limitado y frágil que lucha ante la adversidad en beneficio de una humanidad que ha sido castigada de antemano por fuerzas superiores. Pero es también un hombre concreto, la autoridad legítima, una autoridad máxima capaz de ordenar, regular y dar prosperidad a un pueblo permanentemente amenazado por el cosmos y por la violencia imperial de los dioses guerreros.

Si el mito o la voluntad de Prometeo es una herencia de la cultura ilustrada de Europa que se opuso o criticó la empresa Europea de conquista y colonización, el mito o la voluntad de Quetzalcóatl-Viracocha es la herencia de las masas populares que resistieron, se impusieron y dieron forma a la mentalidad de un continente que comparte más que un idioma. Según Carlos Fuentes, en El espejo enterrado (1992), Quetzalcóatl se convirtió en un héroe moral, como Prometeo; ambos se sacrificaron por la humanidad, les dieron a los mortales las artes y la educación. Ambos representaron la liberación, aún cuando ésta fue pagada con el sacrificio del héroe. El mismo Carlos Fuentes advierte este equivalente en dos pinturas del muralista mexicano José Clemente Orozco, una en Pomona Collage en Claremont, California y la otra en Baker Library en Dartmouth Collage, en Hanover. En la primera Prometeo simboliza el trágico destino de la humanidad y en la segunda Quetzalcóatl, el inventor de la humanidad que es exiliado al descubrir su rostro y deducir de él su destino humano, es decir, de alegría y dolor. Orozco sintetiza las dos figuras en un solo hombre pereciendo en la hoguera de su propia creación, en el Hospital Cabañas de Guadalajara.

También Jesús, como muchos otros, es dios-hecho-hombre. Pero a diferencia de Prometeo y Quetzalcóatl, Jesús es el único sobreviviente como protagonista de una religión viva. Los otros dos —ésta es una de las tesis centrales que ya desarrollamos en el espacio de libro— permanecerán en el inconsciente o en la cultura con la misma actitud, encarnada en los escritores comprometidos de la Guerra Fría o las revoluciones poscolonialistas, desde Ernesto Che Guevara hasta los teólogos de la liberación. Para estos últimos, fundadores de un movimiento teológico profundamente latinoamericano, el Jesús reivindicado no es el institucionalizado por la tradición imperial sino el Jesús ejecutado por el poder político, el (hijo de) Dios que se hizo hombre para ayudar a la humanidad oprimida por la religión y el imperio de la época, el Dios-hecho-hombre que desciende a la humanidad para impregnarla del conocimiento que la rescatará de la esclavitud. Según el códice Vaticano, “y así Tonacatecutli —o Citinatonali— envió a su hijo para salvar al mundo…” Esta salvación es una penitencia y un autosacrificio. También para la tradición cristiana, Jesús es el único gobernante legítimo que, como Prometeo y Quetzalcóatl, es cruelmente derrotado como individuo y como circunstancia, pero esta derrota significa la promesa de un regreso y el establecimiento de una nueva era de justicia, precedida por el caos final, por la distopía.

Si en el ciclo de la liberación humanista la conciencia precede al compromiso (I) y ésta a la acción (II), en Quetzalcóatl la conciencia es posterior a la creación de la nueva sociedad (III) y del Hombre nuevo (IV). Tanto Prometeo como Quetzalcóatl son hombres-dioses derrotados, porque su rasgo humano impone un grado de imperfección y de injusticia por parte de los dioses superiores (Zeus, Mictlantecuhtli, Tezcatlipoca). En ambos, como en Jesús, el simbolismo de la sangre es central, porque es el elemento más humano entre los elementos del universo —como el oro lo es del mundo material, desacralizado— contra los cuales debe luchar permanentemente para sobrevivir, para ascender a un orden superior o para evitar el caos, la destrucción final.

Pero si los humanismos de Prometeo y de Quetzalcóatl tienen elementos en común, también se oponen, reproduciendo la cosmología mesoamericana de los opuestos en lucha que crean y destruyen: Prometeo desafía la máxima autoridad para beneficiar a la humanidad. La historia del humanismo, como vimos, a partir del siglo XIII europeo integra una conciencia histórica de progresión, igualdad y libertad en el individuo-sociedad que se opondrá de forma radical al tradicional paradigma religioso basado en la autoridad y la decadencia de la historia según los cinco metales. El humanismo de Quetzalcóatl, si bien significa un desafío a los dioses superiores e inferiores en beneficio de la humanidad, su destino está marcado por la fatalidad de los ciclos y por su propia dualidad, por la acción heroica y la renuncia del exilio. Las autoridades destructivas son reemplazadas por otra autoridad, el hombre-dios que periódicamente es derrotado y sacrificado por fuerzas superiores. Como Ernesto Che Guevara. (Continúa)

Jorge Majfud

Lincoln University, noviembre 2008.

La Republica (Uruguay)

La Republica (II) (Uruguay)

  1. El eterno retorno de Quetzalcóatl (I)
  2. El eterno retorno de Quetzalcoatl (II)
  3. El eterno retorno de Quetzalcóatl (III)
  4. El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

El continente mestizo:

Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

Tanto la interpretación marxista de la historia como la más reciente de Alvin Toffler asumen que las condiciones materiales de producción en primer grado —y de relación y reproducción en segundo—, explican el resto de la cultura y, en un extremo, definen o inducen una forma general de ética y de pensamiento de una sociedad dada en un momento dado. La visión opuesta sobrevalora el poder de una determinada tradición de pensamiento. Para algunos, esta tradición está construida por “poderosos pensadores”, como Platón, Marx o Fanon, como si un individuo pudiese tener la facultad de observar y actuar sobre la historia desde fuera de la misma. Para otros, éstos son sólo productos sofisticados de una forma preexistente de pensamiento en proceso de maduración en una clase dominante.

Sin embargo, nada nos impide asumir (y muchos indicios nos indican) que la realidad es construida de forma simultánea por estas fuerzas múltiples, con frecuencia opuestas. Una ambigüedad tan fecunda como contradictoria podemos observar en la historia de lo que hoy llamamos América Latina, especialmente en la corriente de los intelectuales de izquierda y probablemente en el sector más popular de esta región cultural y espiritual. En una investigación más amplia, distinguimos y rastreamos dos influencias fundamentales en este paradigma continental, definido en el Diagrama de los cuadrantes: una procede de la tradición del Humanismo europeo y la otra de la tradición popular amerindia, ilustrada por el arquetipo mítico de Quetzalcóatl.

Los estudios y debates sobre qué es el humanismo y dónde comienza son casi infinitos. No obstante, podemos identificar algunos rasgos comunes desde su nacimiento en el siglo XIV como el cuestionamiento de la razón a la autoridad y la introducción de la historia, dimensión fundamental en el ser humano como un “estar siendo”. De ahí se derivan otras consecuencias, como la reversión del paradigma dedecadencia de los tiempos por su opuesto: la historia progresa y puede ser medida por la “igual libertad” de los individuos, nacidos iguales. Estos elementos serán básicos en las ideologías y en gran parte del paradigma de la Literatura del compromiso: la tradición de Hegel y Marx, de Gramsci y Fanon, etc.

Por otro lado, el recurrente concepto de liberación que se desprende del desafío de la razón y la igualdad como inherentes a cualquier ser humano, se radicalizará desde el Renacimiento. De la liberación individual, propia del misticismo asiático y europeo, del concepto del pecado individual como única forma de pecado concebible por la tradición de claustros y monasterios de sociedades estamentales, se pasará a una concepción social del pecado y de la liberación. De aquí procede la idea común de que la liberación ya no es un ejercicio de implosión sino de explosión. El individuo sólo se libera a través de la sociedad. Es una liberación moral que entiende que el individuo es el resultado de una historia y de una sociedad y que, por lo tanto, está comprometido y debe actuar en esa historia y en esa sociedad para obtener un mejor resultado. Esta mejora colectiva se asume como progresiva y también como revolucionaria, no en su sentido reaccionario de re-volver sino todo lo contrario: significa una obligación de avanzar más rapadamente en la eliminación de la opresión de clase, de nacionalidades, de raza, de género, de unos grupos sobre otros hacia la “liberación de la humanidad” sin exclusiones. De aquí surge el concepto moderno de revolución y sus falsos sustitutos, según esta concepción: la revuelta y la rebelión.

El objetivo sigue siendo el individuo, pero como este es un proceso histórico ningún individuo concreto puede completarlo. El individuo que encabeza este proceso —el héroe revolucionario— es un avanzado que ha tomado conciencia de este amplio contexto y pretende acelerarlo. No obstante nunca alcanzará su objetivo, lo que significa que, a afectos simbólicos y por medios reales, deberá ser sacrificado. No sólo el héroe revolucionario muere en la lucha que pone en movimiento este proceso, sino que cada individuo debe morir para fructificar en las generaciones posteriores, nacidas en sociedades nuevas, sociedades revolucionarias. El Hombre nuevo será aquel individuo que logre completar el proceso histórico en base a sus antecesores. El Hombre nuevo —Quetzalcóatl, Ernesto Che Guevara— es un renacido de las cenizas del héroe revolucionario en la sociedad nueva. Es un producto del progreso la historia que lucha por pasar del reino de la necesidad —y de la opresión— al reino de la libertad.

Al mismo tiempo, si el tiempo judeo-cristiano-musulmán y luego humanista es una línea con un principio y un final, el paradigma del compromiso también adquiere la naturaleza mítica del círculo. Más concretamente de los ciclos —conciencia, sacrificio, renacimiento, libración— que nunca se cierran y deben reiniciarse, aunque nunca en el mismo punto y estado. En el mismo sentido, el héroe se define como revolucionario pero es reconocido como rebelde.

A diferencia del estudio que podemos hacer sobre la tradición del humanismo, cualquier investigación sobre la tradición amerindia carece del mismo volumen y precisión de los documentos literarios, críticos y analíticos. Por un lado estos documentos eran pocos en comparación. Por el otro, fueron destruidos en gran parte de dos formas: por el fuego concreto de los conquistadores y por el fuego ideológico de la colonización. Sin embargo, no pudo haber sustitución ni eliminación de toda una civilización expresada en diferentes culturas prehispánicas sino, simplemente, represión. Esta represión por la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XVIII. Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas hasta el siglo XX pero debieron adoptar una ideología que servía a su propia explotación. Parte de esta ideología era, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente. Esa clase minoritaria que fundó las “repúblicas de papel” lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa. Una población mayoritaria que en países como Perú, Centro América o México hasta el siglo XX ni siquiera hablaba el español como primera lengua, no carecía de cultura.

A esta cultura la llamamos de forma simplificada “cultura popular”, con el objetivo de distinguirla de la políticamente dominante cultura ilustrada. Esta cultura popular, menos basada en el texto escrito que en prácticas, mitos, canciones, danzas y creencias propias fue despreciada por propios y ajenos hasta bien entrado el siglo XX. Hemos rastreado algunos elementos “míticos” de esta cultura en un corpus aparentemente ajeno o distante en el tiempo y en casos como el Cono Sur, distante en el espacio, como lo es la producción de la Literatura del compromiso. Aparte del reconocimiento de estos elementos comunes y coincidentes, entendemos que la razón de ese fenómeno radica en la inversión ideológica que se produce en el siglo XX y que forma parte del mismo proceso del humanismo, en este caso del humanismo de izquierda. Desde fines del siglo XIX podemos observar inversiones ideológicas como la “americanista” de José Martí, con respecto a la “europeísta” de Domingo Sarmiento, y más tarde la crítica más claramente marxista de González Prada y José Mariátegui. El proceso que lleva a una crítica abierta y radical a las oligarquías y los grupos en el poder político e ideológico que se expresaban desde la cultura ilustrada, procede desde esa misma cultura ilustrada. Pero su objetivo de reivindicación no es esa misma tradición sino el sujeto de opresión: el indio, el negro, el gaucho, el campesino en general y, en menor medida, el obrero urbano. Es decir, al igual que el humanismo del Renacimiento se acerca la “sabiduría popular” como objeto de estudio y conocimiento, descarándose de la tradición del latín y la elite eclesiástica y monárquica, los nuevos intelectuales latinoamericanos se acercan a esa “masa muda” para escuchar su voz y traducirla desde la cultura ilustrada, que sigue siendo el espacio privilegiado del poder ideológico.

Es en este proceso, entendemos, que confluyen dos paradigmas aparentemente contradictorios —el lineal del humanismo y el cíclico amerindio— para definir los rasgos más comunes de la Literatura del compromiso. De una forma simple lo podemos resumir en el Diagrama de los cuadrantes (fig. 1).

Aunque un estado presente de la sociedad nunca está rígidamente determinado por el pasado como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Podemos asumir que cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. En el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad participan las fuerzas materiales —nuevas tecnologías de producción y comunicación— y la maduración de una historia que es producto y es productora de esos cambios. El arte, la literatura y la cultura en general no pueden constituir reinos independientes de ese proceso material y espiritual, y por ello su análisis debe revelarnos algo más que sus propios objetivos manifiestos.

Jorge Majfud, Lincoln University

Mayo 2008

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

© Jorge Majfud, The University of Georgia, febrero de 2007