Crisis de los ricos, via crucis de los pobres

Lucas bebiendo

Image by Arguez via Flickr

Krise der Reichen, Kreuzweg für die Armen (German)

Crisi dei ricchi, via crucis dei poveri (Italian)

Crisis for the Rich, Via Crucis for the Poor (English)

Crisis de los ricos, via crucis de los pobres

Las teorías de la evolución después de Darwin asumen una dinámica de divergencias. Dos especies pueden derivar de una en común; cada tanto, estas variaciones pueden desaparecer de forma gradual o abrupta, pero nunca dos especies terminan confluyendo en una. No existe mestizaje sino dentro de la misma especie. A la larga, una gallina y un hombre son parientes lejanos, descendientes de algún reptil y cada uno significa una respuesta exitosa de la vida en su lucha por la sobrevivencia.

Es decir, la diversidad es la forma en que la vida se expande y se adapta a los diversos medios y condiciones. Diversidad y vida son sinónimos para la biósfera. Los procesos vitales tienden a la diversidad pero al mismo tiempo son la expresión de una unidad, la biósfera, Gaia, la exuberancia de la vida en lucha permanente por sobrevivir a su propio milagro en ambientes hostiles.

Por la misma razón la diversidad cultural es una condición para la vida de la humanidad. Es decir, y aunque podría ser una razón suficiente, la diversidad no se limita sólo a evitarnos el aburrimiento de la monotonía sino que, además, es parte de nuestra sobrevivencia vital como humanidad.

No obstante, hemos sido los humanos la única especie que ha sustituido la natural y discreta pérdida de especies por una artificial y amenazante exterminación, por la depredación industrial y por la contaminación del consumismo. Aquellos que sostenemos un posible aunque no inevitable “progreso de la historia” basado en el conocimiento y el ejercicio de la igual-libertad, podemos ver que la humanidad, tantas veces puesta en peligro de extinción por sí misma, ha logrado algunos avances que le ha permitido sobrevivir y convivir con su creciente fuerza muscular. Y aún así, nada bueno hemos agregado al resto de la naturaleza. En muchos aspectos, quizás en ese natural proceso de prueba y error, hemos retrocedido o nuestros errores se han vuelto exponencialmente peligrosos.

El consumismo es uno de esos errores. Ese apetito insaciable nada o poco tiene que ver con el progreso hacia una posible y todavía improbable era sin-hambre, post-escasez, sino con la más primitiva era de la gula y la codicia. No digamos con un instinto animal, porque ni los leones monopolizan la sabana ni practican el exterminio sistemático de sus victimas, y porque hasta los cerdos se sacian alguna vez.

La cultura del consumismo ha errado en varios aspectos. Primero, ha contradicho la condición antes señalada, pasando por encima de las diversidades culturales, sustituyéndolas por sus baratijas universales o creando una pseudo diversidad donde un obrero japonés o una oficinista alemana pueden disfrutar dos días de una artesanía peruana hecha en China o cinco días de las más hermosas cortinas venecianas importadas de Taiwán antes que se rompan por el uso. Segundo, porque también ha amenazado el equilibrio ecológico con sus extracciones ilimitadas y sus devoluciones en forma de basuras inmortales.

Ejemplos concretos podemos observarlos a nuestro alrededor. Podríamos decir que es una suerte que un obrero pueda disfrutar de las comodidades que antes les estaban reservadas sólo a las clases altas, las clases improductivas, las clases consumidoras. No obstante, ese consumo —inducido por la presión cultural e ideológica— se ha convertido muchas veces en la finalidad del trabajador y en un instrumento de la economía. Lo que por lógica significa que el individuo-herramienta se ha convertido en un medio de la economía como individuo-consumidor.

En casi todos los países desarrollados o en vías de ese “modelo de desarrollo”, los muebles que invaden los mercados están pensados para durar pocos años. O pocos meses. Son bonitos, tienen buena vista como casi todo en la cultura del consumo, pero si los miramos fijamente se rayan, pierden un tornillo o quedan en falsa escuadra. Ahora resulta un exotismo aquella preocupación de mi familia de carpinteros por mejorar el diseño de una silla para que durase cien años. Pero los nuevos muebles descartables no nos preocupan mayormente porque sabemos que han costado poco dinero y que, en dos o tres años vamos a comprar otros nuevos, lo que de paso da más interés y variación en la decoración de nuestras casas y oficinas y sobre todo estimulan la economía del mundo. Según la teoría en curso, lo que tiramos aquí ayuda al desarrollo industrial en algún país pobre. Por eso somos buenos, porque somos consumidores.

No obstante, esos muebles, aún los más baratos, han consumido árboles, han quemado combustible en su largo viaje desde China o desde Malasia. La lógica de “tírelo después de usar”, que es lo más razonable para una jeringa de plástico, se convierte en una ley necesaria para estimular la economía y mantener el PBI en perpetuo crecimiento, con sus respectivas crisis y fobias cuando su caída provoca una recesión del dos por ciento. Para salir de ella hay que aumentar la droga. Sólo Estados Unidos, por ejemplo, destina billones de dólares para que sus habitantes vuelvan a consumir, a gastar, para salir de la locura de la recesión y así el mundo pueda seguir girando, consumiendo y desechando.

Pero esos desechos, por baratos que sean —el consumismo está basado en mercaderías baratas, desechables, que hace casi inaccesible el reciclaje de productos duraderos— poseen trozos de madera, plástico, baterías, caños de hierro, tornillos, vidrio y más plástico. En Estados Unidos todo eso y algo más va a la basura —aún en este tiempo llamado “de gran crisis” por razones equívocas— y en los países pobres, los pobres van en busca de esa basura. A la larga, quien termina consumiendo toda la basura es la naturaleza mientras la humanidad sigue poniendo en suspenso sus cambios de hábitos para salir de la recesión primero y para sostener el crecimiento de la economía después.

Pero ¿qué significa “crecimiento de la economía”, ese dos o tres por ciento que obsesiona al mundo entero, de Norte a Sur y de Este a Oeste?

El mundo está convencido de que se encuentra en una terrible crisis. Pero el mundo siempre estuvo en crisis. Ahora es definida como crisis mundial porque (1) procede y afecta la economía de los más ricos; (2) el paradigma simplificado del desarrollo ha irradiado su histeria al resto del mundo, restándole legitimidad. Pero en Estados Unidos las personas siguen inundando las tiendas y los restaurantes y sus recortes no llegan nunca al hambre, aun en la gravedad de millones de trabajadores sin trabajo. En nuestros países periféricos una crisis significa niños en la calle pidiendo limosna. En Estados Unidos suele significar consumidores consumiendo un poco menos mientras esperan el próximo cheque del gobierno.

Para salir de esa “crisis”, los especialistas se exprimen el cerebro y la solución es siempre la misma: aumentar el consumo. Irónicamente, aumentar el consumo prestándole a la gente común su propio dinero a través de los grandes bancos privados que reciben la ayuda salvadora del gobierno. No se trata solo de salvar algunos bancos, sino, sobre todo, de salvar una ideología y una cultura que no sobreviven por sí solas sino en base a frecuentes inyecciones ad hoc: estímulos financieros, guerras que impulsan la industria y controlan la participación popular, drogas y diversiones que estimulan, tranquilizan y anestesian en nombre del bien común.

¿Realmente habremos salido de la crisis cuando el mundo retome un crecimiento del cinco por ciento mediante el estímulo del consumo en los países ricos? No estaremos preparando la próxima crisis, una crisis real —humana y ecológica— y no una crisis artificial como la que tenemos hoy? ¿Realmente nos daremos cuenta que ésta no es realmente una crisis sino sólo una advertencia, es decir, una oportunidad para cambiar nuestros hábitos?

Cada día es una crisis porque cada día elegimos un camino. Pero hay crisis que son una larga una via crusis y otras que son críticas porque, tanto para oprimidos como para opresores significa una doble posibilidad: la confirmación de un sistema o su aniquilación. Hasta ahora ha sido lo primero por faltas de alternativas a lo segundo. Pero nunca hay que subestimar a la historia. Nadie hubiese previsto jamás una alternativa al feudalismo medieval o al sistema de esclavitud. O casi nadie. La historia de los últimos milenios demuestra que los utópicos solían preverlo con exagerada precisión. Pero como hoy, los utópicos siempre han tenido mala fama. Porque es la burla y el desprestigio la forma que cada sistema dominante ha tenido siempre para evitar la proliferación de gente con demasiada imaginación.

Jorge Majfud

Lincoln University, febrero, 2009.

Crisi dei ricchi, via crucis dei poveri

Le teorie dell’evoluzione dopo Darwin assumono una dinamica divergente. Due specie possono discendere da una comune; ogni tanto, le specie stesse possono scomparire in forma graduale o drastica, ma mai due specie finiscono con il confluire in una sola. Non esiste meticciato se non all’interno della stessa specie. Nel lungo periodo, una gallina e un’uomo sono parenti lontani, discendenti di un qualche rettile ed entrambi rappresentano una risposta positiva della vita nella lotta per la sopravvivenza.

Cioé, la diversità è la forma in cui la vita si espande e si adatta ai diversi ambienti e alle diverse condizioni. Diversità e vita sono sinonimi per la biosfera. I processi vitali tendono alla diversità ma allo stesso tempo sono espressione di una unità, la biosfera, Gaia, l’esuberanza della vita nella sua permanente lotta per sopravvivere in ambienti ostili al suo stesso miracolo.

Per la stessa ragione la diversità culturale è un requisito per la vita dell’umanità. Ovvero, e comunque potrebbe essere una ragione sufficiente, la diversità non si limita solo a evitarci la noia della monotonia ma, inoltre, è parte della nostra sopravvivenza vitale come umanità.

Nonostante ciò, siamo stati noi esseri umani la unica specie che ha sostituito la naturale e prudente sostituzione di specie con un artificiale e minaccioso sterminio, con il saccheggio industriale e con la contaminazione del consumismo. Coloro tra noi che sostengono un possibile ma non inevitabile “progresso della storia” basato sulla conoscenza e l’esercizio dell’eguale-libertà, possono vedere che l’umanità, tante volte posta in pericolo di estinzione da se stessa, ha ottenuto alcuni successi che le hanno permesso di sopravvivere e di convivere con la propria crescente forza muscolare. E nonostante ciò, non abbiamo aggiunto niente di buono al resto della natura. In molti aspetti, in questo naturale processo di prove ed errori, forse siamo andati indietro o i nostri errori sono diventati esponenzialmente più pericolosi.

Il consumismo è uno di questi errori. Questo appetito insaziabile ha poco o niente a che fare con il progresso verso una possibile e comunque improbabile era senza-fame, post-scarsità, piuttosto ha a che vedere con una più primitiva era della gola e dell’avidità. Non diciamo che ha a che fare con un istinto animale, perchè nemmeno i leoni monopolizzano la savana né praticano lo sterminio sistematico delle proprie vittime, e perchè perfino i maiali si saziano solo di tanto in tanto.

La cultura del consumismo ha mostrato i suoi limiti in vari aspetti. Primo, ha contraddetto la condizione prima segnalata, superando le diversità culturali, sostituendole con i suoi ninnoli universali o creando una pseudo diversità dove un operaio giapponese o una meccanica tedesca possono utilizzare per due giorni un oggetto di artigianato peruviano fatto in Cina o possono godere cinque giorni della più bella tendina veneziana importata da Taiwan prima che si rompano per l’uso eccessivo. Secondo, perchè ha anche minacciato l’equilibrio ecologico con le sue estrazioni illimitate e le sue restituzioni sotto forma di spazzatura immortale.

Esempi concreti possiamo osservarli attorno a noi. Potremmo dire che è una fortuna che un operaio possa apprezzare le comodità che prima erano riservate solo alle classi agiate, le classi improduttive, le classi consumatrici. Nonostante ciò, questo consumo –indotto dalla pressione culturale e ideologica- si è convertito molte volte nella finalità del lavoratore e in uno strumento dell’economia. Il che, a rigor di logica, significa che l’individuo-strumento si è convertito in un mezzo dell’economia in quanto individuo-consumatore.

In quasi tutti i paesi sviluppati o in via di questo “modello di sviluppo”, i mobili che invadono i mercati sono pensati per durare pochi anni. O pochi mesi. Sono carini, hanno un bell’aspetto come quasi tutto nella cultura del consumo, ma se li fissiamo a lungo si rigano, perdono una vite o sono squadrati. Ogni giorno di più risulta esotica la preocupazione della mia familia di carpentieri per migliorare il disegno di una sedia perchè durasse cent’anni. Dei nuovi mobili usa-e-getta non ci si preoccupa molto perchè sappiamo che sono costati poco e che, in due o tre anni ne compreremo degli altri nuovi, il che comporta maggior interesse e trasformazione nella decorazione delle nostre case e dei nostri uffici e soprattutto stimola l’economia mondiale. Secondo la teoria in corso, ciò che buttiamo qui aiuta lo sviluppo industriale in qualche paese povero. Per questo ci sentiamo buoni, perchè siamo consumatori.

Ma questi mobili, anche quelli più economici, hanno consumato alberi, hanno bruciato combustibile nel loro lungo viaggio dalla Cina o dalla Malesia. La logia del “butto dopo aver usato”, che è la cosa più ragionevole per una siringa di plastica, diventa una legge necessaria per stimolare l’economia e mantenere il PIL in perpetua crescita, con le sue rispettive crisi e fobie quando la caduta provoca una recessione del due per cento. Per uscire dalla crisi bisogna aumentare la droga. I soli Stati Uniti, per esempio, destinano milioni di dollari perchè i suoi abitanti ritornino a consumare ed a spendere, destinano milioni di dollari per uscire dalla disperazione della recessione in modo che così il mondo possa continuare a girare, consumare e buttare.

Ma questi rifiuti, pur economici che siano –il consumismo è basato su della mercanzia economica, usa-e-getta, che rende quasi impossibile il riciclaggio di prodotti durevoli- possiedono pezzi di legno, plastica, batterie, canne di ferro, viti, vetro e ancora plastica. Negli Stati Uniti tutto ciò e anche di più va nella spazzatura –anche in questo tempo chiamato per ragioni equivoche “di grande crisi” – mentre nei paesi poveri, i poveri vanno alla ricerca della stessa spazzatura. Alla lunga, chi finisce con il consumare tutta la spazzatura è la natura mentre l’umanità continua a sospendere i cambiamenti nel proprio stile di vita al fine di uscire dalla recessione e al fine di sostenere la crescita dell’economia.

Ma cosa significa “crescita economica”, cosa significa questo due o tre per cento che ossessionano tutto il mondo, da Nord a Sud da Est a Ovest?

Il mondo è convinto che si trova in una terribile crisi. Ma il mondo è sempre stato in crisi. Ora la crisi è definita come mondiale perché (1) avanza e colpisce l’economia dei più ricchi; (2) il semplificato paradigma dello sviluppo ha diffuso la propria isteria al resto del mondo, contribuendo a darle legittimità. Ma negli Stati Uniti le persone continuano ad innondare i negozi e i ristoranti e i loro tagli non implicano mai la fame, sebbene siano in una situazione di gravità in cui milioni di lavoratori si trovano senza lavoro. Nei nostri paesi periferici una crisi significa bambini per la strada a chiedere elemosina. Negli Stati Uniti vuol dire consumatori che consumano un po’ meno mentre aspettano il prossimo ticket del governo.

Per uscire da questa “crisi”, gli specialisti si strizzano il cervello e la soluzione risulta sempre la stessa: aumentare il consumo. Ironicamente, aumentare il consumo prestando alla gente comune il suo stesso denaro attraverso le grandi banche private che ricevono l’aiuto salvifico del governo. Non si tratta solo di salvare alcune banche, ma, soprattutto, di salvare una ideologia e una cultura che da sole non sopravviverebbero se non ricevessero frequenti iniezioni ad hoc: stimoli finanziari, guerre che promuovono l’industria e controllano la partecipazione popolare, droghe e diversioni che stimolano, tranquillizzano e anestetizzano in nome di un bene comune.

Usciremo veramente dalla crisi quando il mondo ricomincerà una crescita del cinque per cento attraverso lo stimolo del consumo nei paesi ricchi? Non staremo preparando la prossima crisi?, una crisi reale –umana ed ecologica- e non una crisi artificiale come quella che subiamo oggi? Quando ci renderemo conto che questa non è veramente una crisi ma solo un’avvertenza, ovvero una opportunità per cambiare le nostre abitudini?

Ogni giorno rappresenta una crisi perchè ogni giorno scegliamo un percorso. Ma ci sono crisi che sono una lunga via crucis e altre che sono critiche perchè, sia per gli oppressi che per gli oppressori comportano una doppia possibilità: la conferma di un sistema o il suo annichilimento. Finora la prima ha prevalso sul secondo per mancanza di alternative. Ma non bisogna mai sottostimare la storia. Nessuno avrebbe mai pensato ad una alternativa al feudalesimo medioevale o al sistema schiavista. O quasi nessuno. La storia degli ultimi millenni dimostra che gli utopici l’avevano previsto con una precisione esagerata. Ma, come ai giorni nostri, gli utopici hanno sempre goduto di una cattiva fama. Perchè sono la denigrazione e il discredito le forme che ciascun sistema dominante ha sempre avuto per evitare la proliferazione di gente con troppa immaginazione.

di Jorge Majfud

Lincoln University

Febbraio 2009

Traduzione di Ruggero Fornoni

Niemals darf die Geschichte unterschätzt werden

Krise der Reichen, Kreuzweg für die Armen


Jorge Majfud

Übersetzt von  Isolda Bohler

Die Evolutionstheorien nehmen nach Darwin eine Dynamik von Meinungsverschiedenheiten an. Zwei Arten können von einer gemeinsamen abstammen; immer wieder können diese Variationen allmählich oder abrupt verschwinden, aber niemals werden sich zwei Spezies zu einer vereinigen. Es gibt nur innerhalb der gleichen Spezies Artenmischung. Auf die Dauer gesehen sind die Henne und ein Mensch weitläufig verwandt, Nachkommen von irgendeinem Reptil und jeder von ihnen bedeutet eine erfolgreiche Antwort des Lebens im Kampf um sein Überleben.

Das heißt, die Vielfalt ist eine Form, in der sich das Leben entfaltet und sich an die verschiedenen Umweltbedingungen anpasst. Vielfalt und Leben sind für die Biosphäre Synonyme. Die lebenswichtigen Prozesse neigen zur Verschiedenartigkeit, aber sie sind gleichzeitig der Ausdruck einer Einheit, der Biosphäre. Gaia, die Überfülle des Lebens im permanenten Kampf um ihre eigenes Wunder in einer feindlichen Umgebung zu überleben.

Aus dem selben Grund ist die kulturelle Vielfalt eine Bedingung für das Leben der Menschheit. Das heißt, obwohl es ein ausreichender Grund wäre, begrenzt sich die Verschiedenartigkeit nicht nur darauf, uns vor der Langeweile der Monotonie zu bewahren, sondern sie ist außerdem Teil von unserem vitalen Überleben als Menschheit.

Trotzdem waren wir, die Menschen, die einzige Art, die den natürlichen und diskreten Verlust von Arten durch eine künstliche und bedrohliche Ausrottung ersetzt hat, durch die industrielle Verwüstung und durch die Umweltverschmutzung des Konsumdenkens. Jene, die wir einen möglichen, wenngleich nicht unvermeidlichen „Fortschritt in der Geschichte“ aufrechterhalten, der auf der Kenntnis und der Ausübung von Gleichheit – Freiheit basiert, können sehen, dass die Menschheit, die sich so viele Male aus eigenem Verschulden in der Gefahr des Aussterbens befand, einiges an Fortschritten erreichte, die ihr zu überleben und mit ihrer wachsenden Muskelkraft zusammenzuleben erlaubten. Und obgleich dies so ist, haben wir nichts Gutes dem Rest der Natur hinzugefügt. In vielen Aspekten haben wir uns vielleicht in diesem natürlichen Prozess der Prüfung und des Irrtums zurückentwickelt oder unsere Irrtümer sind zu großen Gefahren geworden.

Der Konsumzwang ist einer dieser Fehler. Dieser unersättliche Appetit hat nichts oder wenig mit dem Fortschritt auf eine mögliche oder noch unwahrscheinliche Ära ohne Hunger, post-Mangel, zu tun, sondern mit der primitivsten Ära der Gefräßigkeit und der Habsucht. Wir können nicht einmal sagen, aus einem tierischen Instinkt heraus, denn die Löwen monopolisieren weder die Savanne, noch praktizieren sie die systematische Ausrottung ihrer Opfer und sogar die Schweine fressen sich manchmal satt.

Die Kultur des Konsumdenkens irrte sich in verschiedenen Aspekten. Zuerst widersprach sie der zuvor aufgezeigten Bedingung, ging über die kulturellen Verschiedenheiten hinweg, indem sie die durch ihren universellen Schund ersetzte oder eine Pseudovielfalt schuf, mit der sich ein japanischer Arbeiter oder eine deutsche Büroangestellte zwei Tage an peruanischem Kunsthandwerk, hergestellt in China, erfreuen kann oder fünf Tage an den schönsten aus Taiwan importierten venezianischen Vorhängen, ehe sie durch den Gebrauch zerreißen. Zweitens, weil sie auch mit ihren unbegrenzten Extraktionen und ihren Rückgaben in Form von umweltbelastendem „unsterblichem“ Müll das ökologische Gleichgewicht bedrohten.

Konkrete Beispiele können wir in unserer Umgebung beobachten. Wir könnten sagen, es ist ein Glück, dass sich ein Arbeiter an den Bequemlichkeiten erfreuen kann, die früher nur für die obere Klasse reserviert waren, den unproduktiven Klassen, der Konsumentenklasse. Aber dieser Konsum – durch kulturellen und ideologischen Druck irregeführt – ist oft zum Zweck der Arbeit des Arbeiters und zu einem Wirtschaftsinstrument geworden. Was logischerweise bedeutet, dass sich das Individuum – Werkzeug in ein Mittel der Wirtschaft als Individuum – Kosument verwandelte.

In fast allen entwickelten Ländern oder in solchen, auf dem Weg zu diesem „Entwicklungsmodell“, sind die Möbel, die die Märkte überfluten, dafür gedacht, wenige Jahre zu halten. Oder wenige Monate. Sie sind hübsch, schön anzuschauen, wie fast alles in der Kultur des Konsums; wenn wir sie aber genau betrachten, bekommen sie Kratzer, verlieren eine Schraube oder verziehen sie sich. Jetzt kommen mir jene Sorgen meiner Familie von Schreinern, das Design eines Stuhles zu verbessern, damit der hundert Jahre halten konnte, fremd und sonderbar vor. Aber die neuen Wegwerfmöbel beunruhigen die Mehrheit nicht, denn wir wissen, dass sie wenig Geld kosteten und wir in zwei oder drei Jahren neue kaufen werden, was nebenbei mehr Abwechslung in unsere Häuser und Büros bringt, sie interessanter macht und v.a. kurbeln sie die Weltwirtschaft an. Gemäß der zur Zeit laufenden Theorie hilft das, was wir hier wegwerfen, der industriellen Entwicklung in einem armen Land. Deshalb handeln wir gut, denn wir sind Konsumenten.

Aber diese Möbel, auch die billigsten, konsumierten Bäume, verbrannten Brennstoffe im Laufe ihrer Reise von China oder von Malaysia. Die Logik von „nach Gebrauch wegwerfen“, die für eine Plastikspritze das vernünftigste ist, wird zu einem notwendigen Gesetz für den  wirtschaftlichen Anreiz und zum Erhalt des BSP durch ständiges Wachstum, mit ihren jeweiligen Krisen und Phobien, wenn ihr Fallen eine Rezession von zwei % hervorruft. Um aus ihr herauszukommen, muss die Droge erhöht werden. Nur die USA beispielsweise bestimmen zwei Billionen Dollar, damit ihre Bewohner wieder konsumieren, wieder Geld ausgeben, um aus der Verrücktheit der Rezession herauszukommen und so kann sich die Welt weiter drehen, konsumierend und wegwerfend.

Aber diese Abfälle, auch wenn sie noch so billig sind, – der Konsumzwang basiert auf billigen Wegwerf- Handelswaren, die fast das Recycling von dauerhaften Produkten unerreichbar machen – bestehen aus Stücken von Holz, Plastik, Batterien, Eisenrohren, Schrauben, Glas und noch mehr Plastik. In den USA geht all dies und etwas mehr in den Müll – obgleich in dieser Zeit der aus falschen Gründen sogenannten „großen Krise“ – und in den armen Ländern, suchen die Armen in diesem Müll. Wer auf die Dauer den ganzen Müll konsumieren wird, ist die Natur, während die Menschheit weiterhin das Verändern ihrer  Gewohnheiten in der Schwebe hält, um zuerst aus der Rezession zu kommen und danach das Wirtschaftswachstum aufrechterhalten zu können,.

Aber was bedeutet „wirtschaftliches Wachstum“? Diese zwei oder drei %, die der ganzen Welt von Nord nach Süd und von Ost nach West keine Ruhe lassen?

Die Welt ist davon überzeugt, dass sie sich in einer schrecklichen Krise befindet. Aber die Welt befand sich immer in Krise. Jetzt wird sie als eine weltweite Krise definiert, denn (1) kommt sie von der Wirtschaft der Reichen und betrifft diese; (2) strahlte das vereinfachte Paradigma der Entwicklung seine Hysterie auf den Rest der Welt aus, ihr Legitimität entziehend. Aber in den USA überschwemmen die Leute weiterhin die Läden und die Restaurants und die Kürzungen erreichen nie den Hunger, sogar in der schweren Situation  von Millionen arbeitsloser Arbeiterinnen und Arbeiter. In unseren peripheren Ländern bedeutet eine Krise, Kinder auf der Straße, die um Almosen bitten. In den USA bedeutet sie, ein bisschen weniger konsumierende Konsumenten, während sie auf den nächsten Scheck der Regierung warten.

Die Spezialisten strengen ihr Gehirn an, wie aus dieser „Krise“ herauszukommen ist und die Lösung ist immer die gleiche: Der Konsum. Ironischerweise bedeutet den Konsum zu steigern, den gemeinen Leuten ihr eigenes Geld durch die großen Privatbanken zu leihen, denen die Regierung die rettende Hilfe zukommen lässt. Es handelt sich nicht nur um die Rettung einiger Banken, sondern v.a. um die Rettung einer Ideologie und einer Kultur, die nicht für sich allein überlebt, sondern nur aufgrund der häufigen ad hoc Injektionen: Finanzielle Anreize, Kriege, die die Industrie antreiben und die Teilnahme des Volks kontrollieren, Drogen und Vergnügungen, die im Namen des gemeinsamen Guten anregen, beruhigen und betäuben.

Sind wir wirklich aus der Krise gekommen, wenn die Welt wieder fünf % Wachstum mittels des Konsumanreizes in den reichen Ländern annimmt? Werden wir so nicht die nächste Krise vorbereiten, eine reale Krise – für die Menschen und die Ökologie – und keine künstliche Krise, wie die von heute? Werden wir wirklich merken, dass es tatsächlich keine Krise ist, sondern nur eine Warnung, d.h. eine Gelegenheit, unsere Gewohnheiten zu ändern?

Jeder Tag ist eine Krise, weil wir jeden Tag einen Weg wählen. Aber es gibt Krisen, die ein langer Leidensweg sind und andere, die Beurteilungen sind; denn sowohl für die Unterdrückten als auch für die Unterdrücker bedeuten sie eine doppelte Möglichkeit: Die Bestätigung eines Systems oder ihre Vernichtung. Bis jetzt war es die erste wegen des Fehlens von Alternativen für die zweite. Aber niemals sollte die Geschichte unterschätzt werden. Niemals hätte jemand eine Alternative zum mittelalterlichen Feudalismus oder zum Sklavensystem vorhergesehen. Oder fast niemand. Die Geschichte der letzten Jahrtausende zeigt, dass die Utopien sie mit übertriebener Genauigkeit vorherzusehen pflegten. Aber, wie auch heute, hatten die Utopisten einen schlechten Ruf. Da der Spott und die Herabsetzung die Form ist, die jedes herrschende System immer benutzte, um die Ausbreitung von Leuten mit zu viel Vorstellungskraft zu verhindern.

Jorge Majfud

Lincoln University

Crise pour les riches,

chemin de croix pour les pauvres

Auteur:  Jorge Majfud

Traduit par  Isabelle Rousselot, révisé par Fausto Giudice

Les théories de l’évolution post-Darwinienne supposent une dynamique de divergences. Deux espèces peuvent avoir pour origine une espèce commune ; de temps en temps, ces variations peuvent disparaître de façon progressive ou soudaine, mais deux espèces ne finissent jamais par confluer  en une seule. In n’y a de métissage possible qu’au sein de la même espèce. Sur la longue durée, la poule et l’ homme sont des parents éloignés, tous deux descendants d’un reptile et chacun d’eux offre une réponse réussie de la vie dans sa lutte pour la survie.

En d’autres mots, la diversité est la forme dans laquelle la vie se développe et s’adapte aux divers environnements et conditions. La diversité et la vie sont synonymes pour la biosphère. Les processus vitaux tendent à la diversité mais en même temps, ils sont l’expression d’une unité, la biosphère, Gaia, l’exubérance de la vie dans sa lutte permanente pour la survie de son propre miracle dans des environnements hostiles.

Pour la même raison, la diversité culturelle est une des conditions à la vie de l’humanité. C’est-à-dire, et bien que cela puisse être une raison suffisante, la diversité ne se borne pas seulement à éviter l’ennui de la monotonie mais elle prend part en plus, de façon primordiale, à notre survivance en tant qu’humanité.

Néanmoins, nous, les êtres humains, sommes la seule espèce à avoir remplacé la perte naturelle et discrète des espèces par une extermination artificielle et dangereuse, avec une dégradation industrielle et la pollution du consumérisme. Ceux d’entre nous qui soutiennent un « progrès de l’histoire » possible même s’il nest pas inévitable, fondé sur le savoir et sur l’exercice de l’égal-liberté, peuvent voir que l’humanité, qui se place si souvent, elle-même, en danger d’extinction, a réalisé certaines avancées qui lui ont permis de survivre et de coexister avec son pouvoir musculaire croissant. Et ceci même si nous n’avons rien rajouté de bon au reste de la nature. À bien des égards, peut-être avons-nous, dans ce processus naturel d’expériences, régressé ou nos erreurs sont –elles devenues, de façon exponentielle, plus dangereuses.

Le consumérisme est une de ces erreurs. Cet appétit insatiable n’a peu ou rien à voir avec l’évolution vers une époque sans famine, post-pénurie, possible bien que peu probable et a, au contraire, tout à voir avec une ère plus primitive de cupidité et de gloutonnerie. On ne peut pas parler d’un instinct animal car même les lions n’accaparent pas la savane ni ne pratiquent une extermination systématique de leurs victimes et même les cochons connaissent parfois la satiété.

La culture de la société de consommation s’est fourvoyée de plusieurs façons. Premièrement, elle a contredit la condition susmentionnée, traversant les diversités culturelles, les remplaçant par ses babioles universelles ou créant une pseudo-diversité où un ouvrier japonais ou un employé de bureau allemand peuvent profiter pendant deux jours d’un produit de l’artisanat péruvien traditionnel fabriqué en Chine, ou pendant cinq jours, de magnifiques rideaux vénitiens importés de Taïwan, avant qu’ils ne se délabrent et ne soient plus utilisables. Deuxièmement, car elle a aussi menacé l’équilibre écologique avec ses extractions illimitées et ses rejets sous la forme de déchets immortels.

Nous pouvons en observer des exemples concrets tout autour de nous. Nous pouvons dire que c’est une chance qu’un travailleur puisse bénéficier des produits qui étaient auparavant réservés aux classes supérieures, aux classes improductives, aux classes consommatrices. Pourtant, cette consommation – provoquée par la pression culturelle et idéologique – a souvent été transformée en finalité du travailleur et en un instrument de l’économie. Ce qui signifie logiquement que l’individu en tant qu’outil a été transformé en un moyen de l’économie en tant qu’individu-consommateur.

Dans pratiquement tous les pays développés, ou ceux qui suivent ce « modèle de développement », le mobilier qui envahit les marchés, n’est pas prévu pour durer plus de quelques années. Ou quelques mois. Les objets du mobilier sont jolis, ils paraissent beaux comme presque tout dans la culture de la consommation, mais si on les regarde de plus près, ils sont rayés, il leur manque une vis ou ils sont un peu de travers. La préoccupation de ma famille de menuisiers d’améliorer la conception d’une chaise afin qu’elle dure une centaine d’années, paraît aujourd’hui exotique. Mais le nouveau mobilier jetable ne nous inquiète pas trop car nous savons qu’il nous coûte peu et que, dans deux ou trois ans, nous allons acheter de nouvelles choses, qui apporteront du coup un nouvel intérêt et du changement dans la décoration de nos maisons et bureaux et surtout, qui stimuleront l’économie mondiale. Selon la théorie actuelle, ce que nous jetons aide le développement industriel de certains pays pauvres. Donc nous sommes bons car nous sommes des consommateurs.

Et pourtant, ces objets de mobilier, même les meilleur marché, ont consommé des arbres et brûlé du carburant pendant leur long voyage depuis la Chine ou la Malaisie. La logique du « jeter après usage » qui est plutôt raisonnable lorsqu’il s’agit de seringues en plastique, devient une loi nécessaire pour stimuler l’économie et maintenir la croissance perpétuelle du PIB, avec les crises et les phobies qui l’accompagnent à chaque fois que sa chute provoque une récession de 2 %. Afin d’échapper à la récession, il faut augmenter la dose de drogue. Les USA à eux seuls, par exemple, consacrent des milliards de dollars pour que leurs résidents puissent continuer à consommer, à dépenser afin d’échapper à la folie de la récession et ainsi permettre au monde de continuer à tourner, à consommer et à jeter.

Mais ces rebuts, aussi bon marché qu’ils soient – le consumérisme est basé sur une marchandise bon marché, jetable qui rend le recyclage des produits durables presque inabordable – comprennent des morceaux de bois, de plastique, des piles, des vis, du verre et plus de plastique. Aux USA, tout cela et plus encore va à la poubelle – même dans cette période de ce qu’on appelle la « grande crise » pour des raisons douteuses – et aux pays pauvres, les pauvres qui vont récupérer ces déchets. À long terme, celle qui se retrouve à consommer tous ces déchets est la nature, tandis que l’humanité continue à reporter à plus tard tout changement de ses habitudes afin de, d’abord, sortir de la récession et pour, plus tard, soutenir la croissance de l’économie.

Mais quelle est la signification de cette « croissance de l’économie » de 2 à 3 % qui obsède le monde entier, du nord au sud et d’est en ouest ?

Le monde est convaincu de se trouver dans une crise terrible. Mais le monde a toujours été en crise. Maintenant la crise est définie comme étant mondiale car 1) elle a pour origine et affecte l’économie des plus riches ; 2) le paradigme simplifié du développement a irradié son hystérie dans le reste du monde, sapant sa légitimité. Mais aux USA les gens continuent d’envahir les magasins et les restaurants et leurs restrictions n’entraînent jamais la faim, même dans les cas les plus graves où des millions de travailleurs se retrouvent sans emploi. Dans nos pays périphériques, une crise signifie que des enfants mendient dans les rues. Aux USA, cela signifie plutôt que les consommateurs consomment un peu moins en attendant le prochain chèque du gouvernement.

Afin de sortir de cette « crise », les experts se creusent la cervelle et arrivent toujours à la même solution : augmenter la consommation. Ironiquement, augmenter la consommation signifie prêter aux gens ordinaires leur propre argent à travers les grosses banques privées qui reçoivent de l’aide du gouvernement. Il ne s’agit pas seulement de sauver quelques banques mais, surtout, de sauver une idéologie et une culture qui ne peuvent pas survivre seules sans injections fréquentes et de circonstance : stimulant financier, guerres pour promouvoir l’industrie et contrôler la participation populaire, drogues et divertissements qui stimulent, calment et anesthésient au nom du bien commun.

Serons-nous vraiment sortis de la crise quand le monde sera revenu à un taux de croissance de  5 % à travers la stimulation de la consommation dans les pays riches ? N’allons-nous pas préparer le terrain pour la prochaine crise, une vraie crise cette fois – humaine et écologique – et non pas une crise artificielle comme celle que nous traversons maintenant ? Allons-nous enfin réaliser que celle-ci n’est pas une vraie crise mais juste un avertissement, c’est à dire, une occasion de changer nos habitudes ?

Chaque jour est une crise car chaque jour nous choisissons une voie.  Mais il y a des crises qui sont un long chemin de croix et d’autres qui sont décisives car, pour l’opprimé comme pour l’oppresseur, elles offrent une alternative : la confirmation d’un système ou son annihilation. Pour l’instant, c’est la première possibilité qui se produit à cause d’un manque d’alternatives à la seconde. Mais on ne doit jamais sous-estimer l’histoire. Personne n’aurait pu prévoir une alternative au féodalisme médiéval ou au système de l’esclavage. Enfin, presque personne. L’histoire du dernier millénaire démontre que les utopistes prévoient généralement l’avenir avec une précision exagérée. Mais, et c’est toujours le cas aujourd’hui, les utopistes ont toujours eu mauvaise réputation. Car la dérision et la décrédibilisation sont la forme qu’utilisent les systèmes dominants pour éviter la prolifération des gens avec trop d’imagination.

Jorge Majfud

Lincoln University

Crisis for the Rich, Via Crucis for the Poor

Theories of evolution after Darwin assume a dynamic of divergences. Two species can derive from one in common; every now and then, these variations can disappear gradually or abruptly, but two species never end up flowing together into one. There is no mixing except within a given species. In the long view, a hen and a man are distant relatives, descendants of some reptile, and each one represents a successful response by life in its struggle for survival.

In other words, diversity is the form in which life expands and adapts to diverse environments and conditions. Diversity and life are synonymous for the biosphere. Vital processes tend toward diversity but at the same time they are the expression of a unity, the biosphere, Gaia, the exuberance of life in permanent struggle for the survival of its own miracle in hostile surroundings.

For the same reason, cultural diversity is a condition for the life of humanity. That is to say, and even though it might be motive enough in itself, diversity is not limited merely to avoiding the boredom of monotony but instead is, besides, part of our vital survival as humanity.

Nevertheless, we humans are the only species that has replaced the natural and discrete loss of species with an artificial and threatening extermination, with industrial depredation and with the pollution of consumerism. Those of us who insist on a possible though not inevitable “progress of history” based on knowledge and the exercise of equal-liberty, can see that humanity, so often placing itself in danger of extinction, has achieved some advances that have allowed it to survive and abide its growing muscular power. And even so, we have added nothing good to the rest of nature. In many respects, perhaps in that natural process of trial and error, we have regressed or our errors have become exponentially more dangerous.

Consumerism is one of those errors. That insatiable appetite has little or nothing to do with progress toward a possible and yet improbable post-scarcity, hunger-free era, and everything to do with the more primitive era of greed and gluttony. Let’s not say with an animal instinct, because not even lions monopolize the savanna or practice systematic extermination of their victims, and because even pigs are sated sometimes.

The culture of consumerism has erred in several ways. First, it has contradicted the aforementioned condition, passing over cultural diversities, substituting them for its universal trinkets or creating a pseudo-diversity where a Japanese laborer or German office worker can enjoy for two days a piece of traditional Peruvian craftwork made in China, or for five days the most beautiful Venetian curtains imported from Taiwan, before they fall apart from use. Second, because it also has threatened the ecological balance with its unlimited extractions and its returns in the form of immortal garbage.

We can observe concrete examples all around us. We might say that it is good fortune that a worker could enjoy commodities that previously were reserved only for the upper classes, the unproductive classes, the consumer classes. Nonetheless, that consumption – induced by cultural and ideological pressure – often has been turned into the very purpose of the worker and an instrument of the economy. Which logically means that the individual-as-tool has been turned into a means of the economy as individual-as-consumer.

In almost all of the developed countries, or those following that “model of development,” the furniture that invades the markets is intended to last only a few years. Or a few months. The furniture items are pretty, they look good just like almost everything in the culture of consumption, but if we look closely they are scratched, missing a screw or our out of square. That preoccupation of my family of carpenters with improving the design of a chair so that it might last a hundred years turns out to be exotic now. But the new disposable furniture does not worry us too much because we know that it costs little and that, in two or three years we are going to buy some more new stuff, which happens to provide more interest and variation in the decoration of our homes and offices and above all stimulates the world economy. According to the current theory, what we throw away here aids the industrial development of some poor country. Thus we are good, because we are consumers.

And yet, those furniture items, even the cheapest ones, have consumed trees and burned up fuel in their long journey from China or from Malaysia. The logic of “dispose of it after use,” which is most reasonable for a plastic syringe, becomes a necessary law for stimulating the economy and maintaining the perpetual growth of GDP, with its respective crises and phobias whenever its fall provokes a recession of two percent. In order to escape the recession one must increase the dosage of the drug. The United States alone, for example, dedicates billions of dollars so that its residents might continue to consume, to spend, in order to escape the madness of the recession and thus allow the world to continue to turn, consuming and discarding.

But those discards, as cheap as they may be – consumerism is based on cheap, disposable merchandise that makes the recycling of durable products almost inaccessible – possess bits of wood, plastic, batteries, steel pipe, screws, glass and more plastic. In the United States all of that and more goes into the garbage – even in this time of what is called “great crisis” for the wrong reasons – and in the poor countries, the poor go out looking for that garbage. Over the long term, the one who ends up consuming all the garbage is nature, while humanity continues to suspend its changes of habit in order to get out of the recession first and in order to sustain the growth of the economy later.

But what is the meaning of “growth of the economy,” that two or three per cent with which the whole world is obsessed, from North to South and East to West?

The world is convinced that it finds itself in a terrible crisis. But the world was already in crisis. Now the crisis is defined as worldwide because 1) it proceeds from and affects the economy of the wealthiest; 2) the simplified paradigm of development has radiated its hysteria out to the rest of the world, undermining its legitimacy. But in the United States people are still flooding the stores and restaurants and their cut backs never involve hunger, even in the gravest cases of the millions of workers without jobs. In our peripheral countries a crisis means children begging in the streets. In the United States it tends to mean consumers consuming a little less while they await the next government check.

In order to get out of that “crisis,” the experts squeeze their brains and the solution is always the same: increase consumption. Ironically, increasing consumption by lending regular people their own money through the big private banks that receive rescue aid from the government. It’s not only a matter of saving a few banks, but, above all, of saving an ideology and culture that cannot survive on their own without frequent ad hoc injections: financial stimulus, wars that promote industry and control popular participation, drugs and entertainment that stimulate, tranquilize and anaesthetize in the name of the common good.

Will we have really emerged from the crisis when the world returns to a five percent growth rate through the stimulation of consumption in the wealthy countries? Will we not be laying the ground for the next crisis, a real – human and ecological – crisis and not an artificial crisis like the one we have now? Will we truly realize that this one is not truly a crisis but just a warning, which is to say, an opportunity for changing our habits?

Every day is a crisis because every day we choose a road. But there are crises that are a long via crucis and others that are critical because, for oppressed and oppressors alike, it means a double possibility: the confirmation of a system or its annihilation. So far it has been the first because of a lack of alternatives to the second. But one must never underestimate history. Nobody could have ever foreseen an alternative to medieval feudalism or to the system of slavery. Or almost nobody. The history of the most recent millennia demonstrates that utopians usually foresee the future with an exaggerated precision. But like today, the utopians have always had a bad reputation. Because mockery and disrepute are the form that every dominant system has always used to avoid the proliferation of people with too much imagination.

Dr. Jorge Majfud

Febrero, 2009

Lincoln University

Translated by

Dr. Bruce Campbell

St. John’s University

Realidad y ficción

Old books

Image via Wikipedia

Realidad y ficción


El mercado de diversión y la literatura de conversión

Aceptemos la razón de que la literatura debe entretener. Pero ésta no es una razón suficiente, ni siquiera necesaria. Si esa fuese la función de la literatura —o de las literaturas—, ¿qué valor la diferenciaría de la lectura de Playboy o de la revistaCaras? ¿No es, acaso, muy divertido hurgar en las infidelidades de la princesa de Mona Co., en las extravagantes costumbres del actor mejor pagado de Hollywood o del Sol de México? ¿No es divertido enterarse cómo los semidioses tienen problemas igual que nosotros? No solo es divertido, cada tanto uno se puede hacer con algún pensamiento profundo, al estilo Luis Miguel: “no es cierto que vivo en un palacio; me duelen las cosas malas que pasan en el mundo y celebro las cosas buenas que hay en el mundo”.

Aceptemos la razón de que la literatura es emoción. Pero ¿qué valor la diferenciaría de un sueño cualquiera? ¿Por qué los libros de filosofía deben pensar y las novelas deben sentir? ¿No es este fenómeno otra dislocación, otra alineación típica de la Era Moderna que separó ética de estética, política de religión, arte de ciencia, hechos de ficción, verdad de imaginación, individuo de sociedad, hombre de naturaleza?

Aceptemos la razón de que la literatura es la expresión subjetiva del individuo contra la objetividad de la razón. Pero si fuese solo eso ¿qué valor la diferenciaría de la guía telefónica? También la guía telefónica de nuestro pueblo está llena de personajes, unos reales, otros ficticios, unos amados y otros insoportables, calles, nombres y números que representan muchas emociones para cada uno de nosotros. Sin embargo no nos referimos a la guía telefónica cuando hablamos de literatura.

Claro, alguien dirá que la concepción que estamos a punto de proponer considera a la literatura como algo por lo menos sagrado, un castillo en las nubes desde el cual se puede ver la realidad, una trinchera política donde se puede sufrirla. Y sí. Si este fuese un ensayo teológico comenzaría diciendo que la literatura es el medio que los dioses más importantes han elegido como medio de expresión a lo largo de la historia. Para liberar y para oprimir. En el siglo XX hubo muchos intentos de usar la televisión para el mismo propósito pero con tan pobres resultados que tarde o temprano terminaban recurriendo a la palabra, a la literatura. A mala literatura, pero a literatura al fin. Sin embargo no se trata de un ensayo teológico sino apenas un bosquejo sobre el valor de la literatura más allá de las distintas etapas de la historia y, sobre todo, más allá de los distintos usos y los mismos lugares que el mercado le ha asignado (ahora, muy sugestivamente se dice “nichos”; no capillas, ni bastiones, ni estante, ni vitrina, ni puestos de feria sino “nichos”).

Así como a los pueblos colonizados se les ha dado desde siempre la libertad de hacer lo que quieran dentro de unos limites específicos, es decir, se le ha dado libertades de guetos, de quilombos y de reservas, también ha habido una cruzada contra la literatura que cae mas allá de los limites del gueto ideológico del mercado, del consumismo y de la diversión, todos ejercicios de consolación, de domesticación y de obediencia social, no pocas veces en nombre de la rebeldía y la liberación. Porque si hay un recurso efectivo para la mansedumbre y la neutralización del oprimido es hacerle creer que es un rebelde. Un rebelde de gueto. Y de ahí la literatura de la complacencia.

Toda ficción, por fantástica que sea o pretenda ser, forma parte del mundo real, desde el momento en que, en lo más profundo, habla más de la realidad general del presente y la historia que de la fantasía particular de su autor. ¿De qué hablan inocentes fantasías llamadas Tarzán de los monos o King Kong sino de los valores racistas e imperialistas del mundo anglosajón de principios del siglo XX? Estas ficciones reproducen y confirman una realidad negándola con la máscara de la supuesta libertad creadora de su autor y, sobre todo, de la inocencia de la diversión. Por ello son etiquetadas como “historias fantásticas”. Otras ficciones, por el contrario, tienen la voluntad de mirar esa realidad a través de la no menos realista perspectiva de la ficción. ¿Qué son La metamorfosis de Kafka o Modern Times de Chaplin —una a través de la angustia y la otra a través del humor— sino dos agudísimas miradas sobre sus propios tiempos?

También así el periodismo de las grandes casas más tiene de ficción que narra la voz del poder internacional que de objetividad de una realidad concreta e independiente de ese poder. Y así como también hay un espacio —siempre minoritario, a veces microscópico— para el periodismo de denuncia y la crítica radical, también ha de haber un lugar para una literatura que no se conforme con la complacencia y la diversión.

Pero nuestra cultura del consumismo ha hecho de “la plena satisfacción del consumidor por un buen producto” un valor moral, ya sea cuando se trata de elegir presidentes, literatura, guerras lejanas, dietas, informativos, religiones o destapadores de botellas. Por si fuera poco, parte del consumo incluye la idea de la plena libertad del consumidor. Cuando el consumidor no queda complacido, tiene el derecho de cambiar de canal o de devolver el producto —excepto si son presidentes— y exigir el retorno del dinero.

Una vez alguien escribió un artículo exaltando la superioridad del sistema socialista sobre el capitalista en la producción industrial. Ernesto Che Guevara le contestó que los argumentos carecían de fundamento objetivo, que el propósito del Hombre Nuevo no consistía en competir en esa área de la pura producción de bienes materiales y que, sobre todo, no había que confundir deseo con realidad. Podemos observar que esta idea —hay un mundo real y otro ficticio— es cierta para los débiles. Cuando los débiles confunden deseo con realidad son derrotados. Cuando los fuertes confunden deseo con realidad la realidad es derrotada. De igual forma, la idea de que la historia es una narración basada en hechos y la ficción carece de ese fundamento, se comete una doble imprecisión. Primero, porque gran parte de la historia se basa en ficciones que proceden del poder; tanto la realidad como las percepciones sobre la realidad en gran medida son sus propias creaciones. Segundo, porque toda ficción basa su fenómeno en una realidad concreta, sea una realidad económica o una realidad virtual creada por el poder que deriva de esa economía o —en una visión no marxista, si se quiere—, una realidad creada por una tradición espiritual establecida en un momento critico de la historia, como puede serlo un libro sagrado, una constitución mítica como la de Estados Unidos o una variada plétora de mitos fundadores.

La literatura no escapa a nada de eso. Es ficción que forma parte de una realidad y, quiera o no, la expresa y la modifica. ¿Qué es El Quijote sino una parodia de una tradición literaria moribunda —la literatura de caballería— que expresa mejor que cualquier libro de historia la realidad de su época? Y como los seres humanos cambiamos, pensamos diferente, vemos el mundo de diversas formas y aun así somos los mismos seres humanos, más allá de las culturas y de los periodos de la historia, resulta casi inevitable que una obra como El Quijote, que haya ido tan lejos en la expresión de la razón y la locura humana, hable también de hombres y mujeres que no vivieron en su tiempo. Sí, El Quijote, a diferencia de otras novelas que han resistido la erosión de la historia, fue un éxito de ventas. Pero a diferencia de muchos otros éxitos de ventas de la época solo El Quijote es El Quijote. Porque hay algo más que pura diversión. Algo más. Ese algo más no puede ser formulado en las oficinas de marketing; ni siquiera es agotado por los mejores críticos. Y la historia paga ese algo más rescatando de vez en cuando una obra, más tarde o más temprano, del olvido.

De acuerdo, tampoco tenemos derecho nosotros a levantar a un obrero deslomado de un sillón confortable para decirle que esa película de acción, esa revista de Caras, esa novela con su happy ending, son instrumentos ideológicos, analgésicos que lo ayudan a olvidar su propia realidad, en lugar de exigirle recordar quién es y dónde está. No, dejen a ese pobre hombre, a esa pobre mujer que descanse. Pero no que descase en paz.

Un derecho similar tienen aquellos que reaccionan contra el prostíbulo que estratégicamente se llama “válvula de escape”.  ¿Por qué los escritores deberían ser meros consoladores, renunciando al más noble compromiso de incomodar con interrogantes radicales? ¿Es divertida la televisión que consume el pueblo? Aparentemente sí, de otra forma programas tan vacíos sobre la farándula no tendrían tanta audiencia. Esta excitación es el mayor anestésico colectivo. Como un músculo que se lo golpea varias veces para insensibilizarlo antes de vacunar la carne. ¿Qué ese gusto no es un producto biológico sino un gusto creado por la industria de la diversión? Sí. ¿Que ese producto inocente es lo menos inocente que existe en el mundo, como una dulce droga cuyos efectos son ocultos por la misma droga? También.

Al menos que por algún camino y en algún momento se haya perdido la inocencia. Entonces ya no basta el bombardeo de símbolos a los que diariamente es expuesta una población entera para volver a la época de la inocencia. Y es en esta ruptura, en esa perdida de la inocencia que la crítica radical tiene un rol decisivo.

Jorge Majfud

Lincoln University

Febrero 2009.

Inocencia del arte, ideología de la neutralidad

La idea de que el arte está más allá de toda realidad social se parece a la teología descarnada que proscribe interpretaciones políticas en la muerte de Jesús; o a las mitologías nacionalistas impuestas como sagrados valores universales; o a los templarios del idioma, que se escandalizan con la impureza ideológica de la lengua que usan los pueblos rebelados. En los tres casos, la reacción contra interpretaciones o deconstrucciones sociales, políticas e históricas tiene un mismo objetivo: la imposición social, política e histórica de sus propias ideologías. La misma “muerte de las ideologías” fue una de las ideologías más terribles ya que, al igual que los otros estados dictatoriales del status quo, presumía de pureza y de neutralidad.

En el caso del arte, dos ejemplos de esta ideología se tradujeron en la idea de “el arte por el arte”, en Europa, y del Modernismo en Hispanoamérica. Este último, si bien tuvo el mérito de reflexionar y practicar una visión nueva sobre los instrumentos de expresión, pronto se reveló como la “torre de marfil” que era. No sin paradoja, sus mayores representantes comenzaron cantándole a blancas princesas, inexistentes en el trópico, y terminaron convirtiéndose en las máximas figuras de la literatura comprometida del continente: Rubén Darío, José Martí, José E. Rodó, etc. Décadas más tarde, el mismo Alfonso Reyes reconocerá que en América latina no se puede hacer arte desde la torre de marfil, como en París. A lo sumo, en medio del realismo trágico se puede hacer realismo mágico.

Las torres de marfil nunca fueron construcciones indiferentes a la crudeza de la realidad del pueblo, sino formas nada neutrales de negación de la misma, por el lado de los artistas, y de consolidación de su estado, por el lado de las elites dominantes (políticamente dominantes, se entiende). Hay variaciones históricas: hoy la torre de marfil es una estratégica atalaya, un minarete o un campanario laico levantado por el mercado de consumo. El artista es menos el rey de su torre, pero su labor consiste en hacer creer que su arte es pura creación, incontaminada por las leyes del mercado o con la moral y la política hegemónica. Porque más que de contradicciones —como afirmaban los marxistas— el capitalismo tardío está construido de sutiles coherencias, de pensamiento único, etc. El capitalismo es consecuente con sus contradicciones.

La explicación de los más fieles consumidores de arte comercial es siempre la misma: buscan una forma sana de diversión que no esté contaminada de violencia o de política, todo eso que abunda en los informativos y en los escritores “difíciles”. Lo que nos recuerda que pocos partidos hay tan demagogos y populistas como el partido imperial del mercantilismo, con sus eternas promesas de juventud eterna, de satisfacción plena y de felicidad infinita. La idea de “diversión sana” lleva implícito el entendido de que la ficción fantástica o la ciencia ficción son géneros neutrales, aparte de la historia política del mundo y aparte de cualquier manipulación ideológica. Hay por lo menos cinco razones para este consenso: (1) también así pensaban grandes de la literatura, como Jorge Luis Borges; (2) escritores mediocres han confundido frecuentemente la profundidad o el compromiso del escritor con el panfleto político; (3) es lícito entender el arte desde esta perspectiva purista, porque el arte también es diversión y pasatiempo; (4) la idea de neutralidad es parte de la fuerza de una cultura hegemónica que es todo menos neutral; por último, (5) se confunde neutralidad con “valores dominantes” y a éstos con lo universal.

A partir de aquí, creo que es muy fácil advertir al menos dos grandes tipos de arte: (1) aquel que busca dis-traer, di-vertir. Es decir, aquel que procura “salirse del mundo”. Paradójicamente, la función de este tipo de arte es la inversa: el consumidor sale de su rutina laboral y entra en este tipo de ficción pasatista para recuperar energías. Una vez fuera de la sala onírica del cine, fuera del best-seller mágico, la obra no importa más que por su valor anecdótico. Es el olvido lo que importa: dentro de la obra se procura olvidar el mundo rutinario; al salir de la obra, se procura olvidar el problema planteado por la misma, ya que siempre es un problema inventado al comienzo (el muerto) y solucionado al final (el asesino era el mayordomo). Esta es la función del happy ending. Es una función socialmente reproductiva: reproduce la energía productiva y los valores del sistema que se sirve de ese individuo agotado por la rutina. La obra de arte cumple aquí la misma función que el prostíbulo y el autor es apenas la prostituta que cobra por el placer reparador.

Diferente es el tipo de arte problemático: no es confort lo que ofrece a quien entra en su territorio. No es olvido sino memoria lo que le reclama a quien sale de él. El lector, el espectador no olvidan lo expuesto en ese espacio estético porque el problema no ha sido solucionado. La gran obra no soluciona un problema porque no ha sido ella quien lo ha creado: es la exposición del problema existencial del individuo, lo que se llevará al salir de ella. Está claro que en un mundo consumista este tipo de arte no puede ser el prototipo ideal. Paradójicamente, la obra problemática es una implosión del autor-lector, una mirada hacia adentro que debería provocar una conciencia crítica en el exterior que lo rodea. La obra pasatista es lo inverso: es anestesia que impone el olvido del problema existencial reemplazándolo con la solución de un problema creado por la obra misma.

Quiero decir que, al reconocer las múltiples dimensiones y propósitos de una obra de arte —que incluye la diversión y el solo placer estético—, significa también reconocer las dimensiones ideológicas en cualquier producto cultural. Es decir, también una obra de “pura imaginación” está recargada de valores políticos, sociales, religiosos, económicos y morales. Bastaría con poner el ejemplo de la ciencia ficción en Julio Verne o de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares. La invención de Morel (1940) calificada por Borges como perfecta, es también la perfecta expresión de un escritor de la clase alta argentina que podía darse el lujo del cultivo de la imaginación más descarnada en medio de una sociedad convulsionada por “la década infame” (1930-1943) Un lujo y una necesidad para una clase que no quería ver más allá de su estrecho círculo llamado “universal”. ¿Qué hay más alejado de los problemas de la Argentina del momento que una isla perdida en medio del océano, con una máquina reproduciendo la nostalgia de una clase alta, hedonista por donde se la mire, con un individuo perseguido por la justicia que busca un Paraíso sin pobres y sin obreros? ¿Qué más alejado de un mundo en medio del holocausto de la Segunda Guerra mundial?

La libertad, quizás, sea la principal característica diferencial del arte. Y cuando esta libertad no le da vuelta la cara a la realidad trágica de su pueblo, entonces la característica se convierte en conciencia moral. La estética se reconcilia con la ética. La indiferencia nunca es neutral; sólo la ignorancia es neutral, pero resulta un problema ético y práctico promoverla en nombre de alguna virtud.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

The Terrible Innocence of Art

The idea that art exists beyond all social reality is similar to the disembodied theology that proscribes political interpretations of the death of Jesus; or to the nationalist mythologies imposed like sacred universal values; or the templars of language, who are scandalized by the ideological impurity of the language used by rebellious nations. In all three cases, the reaction against social, political and historical interpretations or deconstructions has the same objective: the social, political and historical imposition of their own ideologies. The very “death of ideologies” was one of the most terrible of ideologies since, just like the other dictatorial states of the status quo, it presumed its own purity and neutrality.

In the case of art, two examples of this ideology were translated in the idea of “art for art’s sake” in Europe, and in the Modernismo of Spanish America. This latter, although it had the merit of reflecting upon and practicing a new vision with regard to the instruments of expression, soon revealed itself to be the “ivory tower” that it was. Not without paradox, its greatest representatives began by singing the praises of white princesses, non-existent in the tropics, and ended up becoming the maximal figures of politically-engaged literature of the continent: Rubén Darío, José Martí, José Enrique Rodó, etc. Decades later, none other than Alfonso Reyes would recognize that in Latin America one cannot make art from the ivory tower, as in Paris. At most, in the midst of tragic realism one can make magical realism.

Ivory towers have never been constructions indifferent to the rawness of a people’s reality, but instead far from neutral forms of denial of that reality, on the artists’ side, and of consolidation of its state, on the side of the dominant elites (politically dominant, that is). There are historical variations: today the ivory tower is a watchtower strategy, a secular minaret or belltower raised by the consumer market. The artist is less the kind of his tower, but his labor consists in making believe that his art is pure creation, uncontaminated by the laws of the market or with hegemonic morality and politics. At the foot of the stock market tower run rivers of people, from one office to another, scaling in rapid elevators other glass towers in the name of progress, freedom, democracy and other products that spill from the communication towers. All of the towers raised with the same purpose. Because more than from contradictions – as the Marxists would assert – late capitalism is constructed from coherences, from standardized thought, etc. Capitalism is consistent with its contradictions.

The explanation of the most faithful consumers of commercial art is always the same: they seek a healthy form of entertainment that is not polluted by violence or politics, all that which abounds in the news media and in the “difficult” writers. Which reminds us that there are few political parties so demagogic and populist as the imperial party of commercialism, with its eternal promises of eternal youth, full satisfaction and infinite happiness. The idea of “healthy entertainment” carries an implicit understanding that fantasy and science fiction are neutral genres, separate from the political history of the world and separate from any ideological manipulation. There are at least five reasons for this consensus: 1) this is also the thinking of the literary greats, like Jorge Luis Borges; 2) mediocre writers frequently have confused the profundity or the commitment of the writer with the political pamphlet; 3) it is justifiable to understand art from this purist perspective, because art is also a form of entertainment and pastime; 4) the idea of neutrality is part of the strength of a hegemonic culture that is anything but neutral; lastly, 5) neutrality is confused with “dominant values” and the latter with universal values.

At this point, I believe that it is very easy to distinguish at least two major types of art: 1) that which seeks to distract, to divert attention (“divertir” means to entertain in Spanish). That is to say, that which seeks to “escape from the world.” Paradoxically, the function of this type of art is the inverse: the consumer departs from his work routine and enters into this kind of entertaining fiction in order to recuperate his energies. Once outside the oneiric lounge of the theater, outside the magical best-seller, the work of art no longer matters for more than its anecdotal value. It is the forgetting that matters: within the artwork one is able to forget the routine world; upon leaving the artwork, one is able to forget the problem presented by that work, since it is always a problem invented at the beginning (the murder) and solved at the end (the killer was the butler). This is the function of the happy ending. It is a socially reproductive function: it reproduces the productive energy and the values of the system that makes use of that individual worn out by routine. The work of art fulfills here the same function as the bordello and the author is little more than the prostitute who charges a fee for the reparative pleasure.

Different is the problematic type of art: it is not comfort that it offers to whomever enters into its territory. It is not forgetting but memory that it demands of he who leaves it. The reader, the viewer do not forget what is exhibited in that aesthetic space because the problem has not been solved. The great artwork does not solve a problem because the artwork is not the one who has created it: the exposition of the existential problem of the individual is what will lead to departure from it. Clearly in a consumerist world this type of art cannot be the ideal prototype. Paradoxically, the problematic artwork is an implosion of the author-reader, a gaze within that ought to provoke a critical awareness of one’s surroundings. The entertaining artwork is the inverse: it is anasthesia that imposes a forgetting of the existential problem, replacing it with the solution of a problem created by the artwork itself.

I mean to say that, recognizing the multiple dimensions and purposes of a work of art – which include entertainment and mere aesthetic pleasure – means also recognizing the ideological dimensions of any cultural product. That is to say, even a work of “pure imagination” is loaded with political, social, religious, economic and moral values. It would suffice to pose the example of the science fiction in Jules Verne or of the fantastical literature of Adolfo Bioy Casares. Morel’s Invention (1940), considered by Borges to be perfect, is also the perfect expression of a writer of the Argentine upper class who could allow himself the luxury of cultivating the starkest imagination in the midst of a society convulsed by the “infamous decade” (1930-1943). A luxury and a necessity for a class that did not want to see beyond its narrow so-called “universal” circle. What could be farther from the problems of the Argentina of the moment than a lost island in the middle of the ocean, with a machine reproducing the nostalgia of an unbelievably hedonistic upper class, with an individual pursued by justice who seeks a Paradise without poverty and without workers? What could be farther from from a world in the midst of the Holocaust of the Second World War?

Nevertheless, it is a great novel, which demonstrates that art, although it is not only aesthetics, is not only politics either, nor mere expression of the relations of power, nor mere morality, etc.

Freedom, perhaps, may be the main differential characteristic of art. And when this freedom does not turn its face away from the tragic reality of its people, then the characteristic turns into moral consciousness. Aesthetics is reconciled with ethics. Indifference is never neutral; only ignorance is neutral, but it proves to be an ethical and practical problem to promote ignorance in the name of some virtue.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La inmoralidad del arte, la maldad de los pobres

El pasado mes de octubre, en un encuentro de escritores en México, alguien del público me preguntó si pensaba que el sistema capitalista caería finalmente por sus propias contradicciones. Momentos antes yo había argumentado sobre una radicalización de la modernidad en la dimensión de la desobediencia de las sociedades. (*) Aunque aún debemos atravesar la crisis del surgimiento chino, la desobediencia es un proceso que hasta ahora no se ha revertido, sino todo lo contrario. Lo cual no significa abogar por el anarquismo (como se me ha reprochado tantas veces en Estados Unidos) sino advertir la formación de sociedades autárticas. El estado actual, que en apariencia contradice mi afirmación, por el contrario lo confirma: lo que hoy tenemos es (1) una reacción de los antiguos sistemas de dominación —toda reacción se debe a un cambio histórico que es inevitable— y (2) a la misma percepción de ese empeoramiento de las libertades de los pueblos, debida a un mayor reclamo, producto también de una creciente desobediencia. Mi respuesta al señor del público fue, simplemente, no. “Ningún sistema —dije— cae por sus propias contradicciones. No cayó por sus propias contradicciones el sistema soviético y mucho menos lo hará el sistema capitalista (o, mejor dicho, el sistema “consumista”, que poco se parece al capitalismo primitivo). El sistema capitalista, que no ha sido el peor de todos los sistemas, siempre ha sabido cómo resolver sus contradicciones. Por algo ha evolucionado y dominado durante tantos años”. Las contradicciones del sistema no sólo se resuelven con instituciones como las de educación formal; también se resuelven con narraciones ideológicas que operan de “costura” a sus propias fisuras.

Dos anécdotas me ocurrieron después, a mi regreso a Estados Unidos, las que me parecen sintomáticas de estas “costuras” del discurso que pretenden resolver las contradicciones del propio sistema que las genera. Y las resuelven de hecho, aunque eso no quiere decir que resistan a un análisis rápido. Veamos.

La primera ocurrió en una de mis clases de literatura, la cual había dejado a cargo de un sustituto por motivo de mi viaje. Una alumna se había retirado furiosa porque en la película que se estaba proyectando (Doña Bárbara, basada en el clásico de Rómulo Gallegos), había una escena “inmoral”. La muchacha, a quien respeto en su sensibilidad, furiosa argumentó que ella era una persona muy religiosa y la ofendía ese tipo de imágenes. Al contestarle que si quería comprender el arte y la cultura hispánica debía enfrentarse a escenas con mayor contenido erótico que aquellas, me respondió que conocía el argumento: algunos llaman “obra de arte” a la pornografía. Con lo cual uno debe concluir que el museo del Louvre es un prostíbulo financiado por el estado francés y Cien años de soledad es la obra de un pervertido libinidoso. Por citar algunos ejemplos amables. Aparentemente, el público anglosajón está acostumbrado a la exposición de muerte y violencia de las películas de Hollywood, a los violentos playstation games que compran a sus niños, pero le afecta algo más parecido a la vida, como lo es el erotismo. En cuanto a los informativos, ya lo dijimos, la realidad llega totalmente pasterizada.

—Si uno es estudiante de medicina —argumenté—, no tiene más remedio que enfrentase al estudio de cadáveres. Si su sensibilidad se lo impide, debe abandonar la carrera y dedicarse a otra cosa.

Pero el problema no es tan relativo como quieren presentarlo los “absolutistas” religiosos. Aunque no lo parezca, es muy fácil distinguir entre una obra de arte y una pornografía. Y no lo digo porque me escandalice esta última. Simplemente entre una y otra hay una gran diferencia de propósitos y de lecturas. La misma diferencia que hay entre alguien que ve en un niño a un niño y otro que ve en él a un objeto sexual; la misma diferencia que hay entre un “avivado” y un ginecólogo profesional. Si no somos capaces de ponernos por encima de un problema, si no somos capaces de una madurez moral que nos permita ver el problema desde arriba y no desde bajo, nunca podríamos ser capaces de ser ginecólogos, psicoanalistas ni, por supuesto, sacerdotes. Pero si hay sacerdotes que ven en un niño a un objeto sexual —faltaría que lo negásemos—, eso no quiere decir que el sacerdocio o la religión per se es una inmoralidad.

Por supuesto que semejantes argumentos sólo podrían provocarme una sonrisa. Pero no me hace gracia pretender simplificar al ser humano en nombre de la moral y no estoy dispuesto a hacerlo aunque me lo ordene el Rey o el Papa. Y entiendo que mantenerme firme en esta defensa es una defensa a la especie humana contra aquellos que pretenden salvarla castrándola de cuerpo y alma. Estos discursos moralizadores no dejan de ser sintomáticos de una sociedad que obsesivamente busca lavar sus traumas con excusas, para no ver la gravedad de sus propias acciones. Y sobre esto de “no querer ver lo que se hace” ya le dediqué otro ensayo, así que mejor lo dejo por aquí.

—Usted es demasiado liberal —me dijo más tarde R., mi alumna.

Luego el catecismo inevitable:

—¿Tiene usted hijos?

Me acordé de los viejos que siempre se escudan en su experiencia cuando ya no tienen argumentos. Como si vivir fuese algún mérito dialéctico.

—No, no aún —respondí.

—Si tuviera hijos comprendería mi posición —observó.

—¿Por qué, tiene usted hijos? —pregunté.

—No— fue la repuesta.

—Es decir que la pregunta anterior no la hizo usted, me la hicieron sus padres. ¿Con quién estoy hablando en este momento?

Opiné que para ser auténtico primero había que ser libre.

—En este mundo hay demasiada libertad —se quejó R.

—¿Cree usted en Dios? —pregunté, como un tonto.

—Sí, por supuesto.

—¿Cree por su propia voluntad o porque se lo han impuesto?

—No, no. Yo creo en Dios por mi propia voluntad.

—Es decir que la libertad sigue siendo una virtud, a pesar de todo…

Pocos días después, en otra clase, una de mis mejores alumnas me preguntó sobre el problema de las drogas en el mundo. Quería saber mi opinión sobre las posibles soluciones. La suya era que si Estados Unidos creaban trabajo en los países pobres de América Latina eso lograría terminar con el tráfico de drogas y quería saber si yo pensaba igual. Mi respuesta fue terminante (y tal vez pequé de elocuencia): no. Simplemente, no.

En la pregunta reconocí el viejo discurso hegemónico norteamericano: “nuestros problemas se deben a la existencia de malos en el mundo”. Una simplicidad a la medida de un público que antes se reconocía como ciudadano y ahora se reconoce como “consumidor”. Claro, no muy diferente es la teoría maniquea en América Latina: “todos nuestros males se los debemos al imperialismo yanqui”.

—¿Por qué no?—, preguntó sorprendida mi alumna, una muchacha con toda las buenas intenciones del mundo.

—Por la misma lógica del sistema capitalista —respondí—. Si los pobres tuviesen mayores y mejores oportunidades de trabajo eso mejoraría sus vidas, pero no eliminaría el narcotráfico, porque no son ellos los motores de este monstruoso mecanismo. La demonización de los productores es un discurso del todo estratégico —no entraré a explicar este punto tan obvio—, pero no sirve para resolver el problema ni lo ha resuelto nunca.

—¿Y cuál es la causa del problema, entonces?

—En el sistema capitalista, sobre todo en el capitalismo tardío (y dejemos de lado a Keynes por un momento), la oferta aparece siempre para satisfacer la demanda, ya sea de forma legal o ilegal. El objetivo de toda empresa es descubrir las “necesidades insatisfechas” (creadas, de forma creciente, por la propia cultura de consumo) y lograr infiltrarse en el mercado con una oferta a la medida. En español se habla de “nicho del mercado”, lo cual tiene lógicas connotaciones con la muerte. Si hay demanda de trabajadores, allí habrán inmigrantes ilegales para satisfacer la demanda y evitar que la economía se detenga. Al mismo tiempo, surgirán nuevas narraciones y nuevos “patriotas” que se organicen para salvar al país de estos sucios holgazanes venidos del sur para robarles los beneficios sociales.

Pocos pueden dudar de que los principales consumidores de drogas del mundo están en el mercado norteamericano y europeo, los dos polos del progreso mundial. La conclusión era obvia: los primeros responsables de la existencia del narcotráfico no son los pobres campesinos colombianos o peruanos o bolivianos: son los ricos consumidores del primer mundo. Aparte de los narcotraficantes, claro, que son los únicos beneficiados de este sistema perverso. Pero vaya uno a decirlo sin riesgo.

No deberíamos nosotros, minúsculos intelectuales, recordarle a los capitalistas cómo funcionan sus cosas. Ellos son los maestros en esto, aunque también son maestros en hacerse los tontos: nadie produce ni trafica algo que nadie quiere comprar. Mientras haya alguien que está interesado en comprar mierda de perro, habrá gente en el mundo que la recoja en bolsitas de nylon para su exportación. Pero culpar a las prostitutas por inmorales y absolver a los hombres por “machos” es parte del discurso ideológico de cada época. En este último caso, hubiese bastado la lucidez de Sor Juana Inés de la Cruz que a finales del siglo XVII se preguntaba «¿quién es peor / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?» Claro que los puritanos no entendieron un razonamiento tan simple e igual la condenaron al infierno.

—Si es así, entonces ¿cuál es la solución? —preguntó otro alumno, sin convencerse del todo.

—La solución no es fácil, pero en cualquier caso está en la eliminación de la demanda, en la superación de la Cultura del Consumo. En una cultura que premia el consumo y el éxito material, ¿qué se puede esperar sino más consumo, incluido el de drogas y otros estimulantes que anestesien el profundo vacío que hay en una sociedad que todo lo cuantifica? La coca es usada en Bolivia desde hace siglos, y no podemos decir que la drogadicción haya sido un problema hasta que aparecieron los traficantes buscando satisfacer una demanda que se producía a miles de kilómetros de ahí. Yo recuerdo en un remoto rincón de África campos de marihuana que nadie consumía. Claro, apenas los nativos veían a un hombre blanco con un sombrero y unos lentes negros enseguida se la ofrecían con tal de ganarse unas monedas. Y hubiese bastado un pequeño ejército de esos consumidores extranjeros para activar el cultivo sistemático y la recolección de estas plantas hasta que unos años después pasaran por encima unos aviones arrojando pesticidas para combatir a la producción y a los miserables productores, culpables de todo mal del mundo.

La discusión terminó como suelen terminar todas las discusiones en Estados Unidos: con un formalismo democrático y consciente de las consecuencias pragmáticas: “Acepto su opinión pero no la comparto”

Hasta hoy espero argumentos que justifiquen esta natural discrepancia.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Octubre, 2005.

(*) Normalmente, la Posmodernidad se definía en oposición a los valores característicos de la Modernidad: racionalismo, logocentrsmo europeo, metanarraciones absolutistas, etc. Por lo cual podemos entender a la Posmodernidad como una Antimodernidad. Pero esto es una simplificación. Hay elementos que significan aún hoy una continuación y una radicalización de la Modernidad: es lo que llamo la Sociedad Desobediente.

L’immoralité de l’Art, la méchanceté des pauvres

Par Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier

Au mois d’octobre passé, dans une rencontre d’écrivains à Mexico, quelqu’un du public me demanda si je pensais que le système capitaliste tomberait finalement de ses propres contradictions. Quelques moments auparavant, j’avais argumenté sur une radicalisation de la modernité dans la dimension de la désobéissance des sociétés.* Bien que nous devions encore traverser la crise de l’apparition chinoise, la désobéissance est un processus qui, jusqu’à maintenant, ne s’est pas atténué, tout au contraire. Ce qui ne signifie pas plaider pour l’anarchisme (comme on me l’a si souvent reproché aux États-Unis) mais observer la formation de sociétés “autartiques”. L’état actuel, qui en apparence contredit mon affirmation, la confirme au contraire: ce que nous avons aujourd’hui est (1) une réaction des vieux systèmes de domination –toute réaction est due à un changement historique qui est inévitable –et (2) la perception même de la dégradation des libertés des peuples, due à une plus grande réclame, produit aussi d’une croissante désobéissance. Ma réponse au monsieur du public fut simplement, non. Aucun système, dis-je, ne tombe de ses propres contradictions. Le système soviétique n’a pas tombé de ses propres contradictions, et encore moins ne le fera le système capitaliste (ou, pour mieux dire, le système de “consommation de masse”, qui ressemble peu au capitalisme primitif). Le système capitaliste, qui n’a pas été le pire de tous les systèmes, a toujours su comment résoudre ses contradictions. Ce n’est pas pour rien qu’il a évolué et dominé pendant tant d’années. Les contradictions du système non seulement se résolvent avec des institutions comme celle de l’éducation formelle; elles se résolvent aussi par des narrations idéologiques qui opèrent des “coutures” à ses propres fissures.

Deus anecdotes m’arrivèrent à mon retour aux États-Unis, de celles qui m’apparaissent symptomatiques de ces “coutures”,du discours que prétendent résoudre les contradictions de ce même système qui les génère. Et elles les résolvent de fait, quoique cela ne veut pas dire qu’elles résistent à une analyse rapide. Voyons.

La première arriva dans une de mes classes de littérature, laquelle avait été laissée à un substitut pendant mon voyage au Mexique. Une étudiante s’était retirée furieuse parce que sur le film qui était projeté (Doña Bárbara, basé sur le classique de Romulo Gallegos) se trouvait une scène “immorale”. La jeune fille, très sensible, argumenta furieuse qu’elle était une personne très religieuse et que ce type d’image l’offensait. A lui répondre que si elle voulait comprendre l’art et la culture hispanique, qu’elle devrait affronter des scènes avec de plus grands contenus érotiques que cette dernière, elle me répondit qu’elle connaissait l’argument: certains appellent “œuvre d’art” la pornographie. Avec lequel quelqu’un doit conclure que le musée du Louvre est une maison de tolérance financée par l’état français et que Cent années de solitude est l’œuvre d’un perverti libidineux. Pour citer quelques exemples aimables. Apparemment, le public anglo-saxon est accoutumé aux expositions de mort et de violence des films d’Hollywood , et aux jeux violents de playstation qu’il achète à ses enfants, mais, quelque chose qui ressemble plus à la vie, tel l’érotisme, l’affecte davantage. Et en ce qui concerne les contenus informatifs, nous l’avons déjà dit, la réalité arrive totalement pasteurisée.

Si quelqu’un est étudiant en médecine, argumentai-je, il n’a pas d’autre remède que d’affronter l’étude des cadavres. Si sa sensibilité lui fait trop obstacle, il doit abandonner la carrière et s’adonner à autre chose.

Mais le problème n’est pas aussi relatif comme veulent le présenter les “absolutistes” religieux. Quoiqu’il n’y paraisse, il est très facile de distinguer entre une œuvre d’art et celle pornographique. Et je ne dis pas cela parce que cette dernière me scandalise. Simplement, entre l’une et l’autre il y a une différence d’intentions et de lectures. La même différence qu’il y a entre quelqu’un qui voit un enfant comme un enfant, et un autre qui voit en lui un objet sexuel; la même différence qu’il y a entre un “excité” et un gynécologue professionnel. Si nous ne sommes pas capables de nous mettre au-dessus d’un problème, si nous ne sommes pas capables d’une maturité morale qui nous permet de voir le problème à partir d’en-haut et non d’en-bàs, jamais nous ne pourrons être gynécologue, psychanalyste ni, bien sûr, prêtre. Et s’il y a des prêtres qui voient dans des enfants des objets sexuels, il faudrait que nous les niions –cela ne veut pas dire que la prêtrise ou la religion “en soi” est une immoralité.

Il est certain que de semblables arguments ne pourraient me susciter qu’un sourire. Mais cela ne me plaît pas du tout prétendre réduire l’être humain au nom de la morale, et je ne suis pas disposé à le faire même si me l’ordonne le Roi ou le Pape. Et j’entends rester ferme dans cette défense: c’est une défense de l’espèce humaine contre ceux qui prétendent la sauver la castrant de son corps et de son âme. Ces discours moralisateurs ne cessent d’être symptomatiques d’une société qui obsessivement cherche à laver ses traumas avec des excuses pour ne pas voir la gravité de ses propres actions. Et sur cela de “ne pas vouloir voir ce qui se fait”, j’ai déjà dédié un autre essai meilleur que je ne le fais ici.

–Vous êtes trop libéral –me dit plus tard R., mon étudiante.

Par la suite le catéchisme inévitable:

–Avez-vous des enfants?

Je pensai aux vieilles personnes qui se retranchent toujours derrière leur expérience alors qu’elles n’ont plus d’arguments. Comme si vivre fut le fait de quelque mérite dialectique.

–Non, pas encore –répondis-je.

–Si vous aviez des enfants vous comprendriez ma position –observa-t-elle.

–Pourquoi, vous avez des enfants –demandai-je?

–Non, fut la réponse.

–C’est dire que la question antérieure ne vient pas de vous, elle vient de vos parents. Avec qui suis-je en train de parler en ce moment?

Je pensai que pour être authentique qu’il fallait d’abord être libre.

–Dans ce monde il y a trop de liberté– se plaignit R.

–Croyez-vous en Dieu? –demandai-je comme un bêta.

–Oui, bien sûr.

–Y croyez-vous par vous-même ou parce qu’on vous l’a imposé?

–Non, non je crois en Dieu par ma propre volonté.

–C’est dire que la liberté continue d’être une vertu malgré tout.

Peu de jours plus tard, dans une autre classe, une autre de mes étudiantes m’interrogea sur le problème des drogues dans le monde. Elle voulait connaître mon opinion sur les solutions possibles. La sienne était que si les États-Unis créaient du travail dans les pays pauvres d’Amérique Latine, cela aurait pour effet d’en finir avec le narcotrafic, et elle voulait savoir si j’opinais dans le même sens. Ma réponse fut formelle (et peut-être péchai-je d’éloquence): non. Simplement non.

Dans la question je reconnus le vieux discours hégémonique nord-américain: “nos problèmes sont dus à l’existence des méchants dans le monde”. Une simplicité à la mesure d’un public qui avant se reconnaissait citoyen et qui maintenant se reconnaît comme “consommateur”. Bien sûr, non moins différente est la théorie manichéenne en Amérique Latine: “tous nos maux sont dus à l’impérialisme yankee”.

–Pourquoi non –me demanda surprise mon étudiante, une jeune fille avec toutes les bonnes intentions du monde.

–Par la logique même du système capitalista – répondis-je–. Si les pauvres avaient de plus grandes et de meilleures opportunités de travail, cela améliorerait leurs vies, mais cela n’éliminerait pas le narcotrafic, parce que ce ne sont pas là les moteurs de ce monstrueux mécanisme. La démonisation des producteurs est un discours avant tout stratégique –je ne commencerai pas à expliquer ce point de vue d’une telle évidence –mais cela ne sert pas à résoudre le problème et ne l’a jamais fait.

–Et quelle est la cause du problème alors?

–Dans le système capitaliste, surtout dans le capitalisme tardif (et laissons de côté Keynes pour le moment), l’offre apparaît toujours afin de satisfaire la demande, que ce soit de façon légale ou illégale. L’objectif de toute entreprise est de découvrir les “nécessités insatisfaites” (crées, de façon croissante, par la propre culture de consommation), et de réussir à s’infiltrer sur le marché avec une offre sur mesure. En espagnol, on parle de “niche de marché”, ce qui possède des connotations logiques avec la mort. S’il y a une demande de travailleurs, il y aura là des travailleurs illégaux afin de satisfaire la demande et éviter que l’économie ne s’effondre. En même temps, surgiront de nouvelles narrations et de nouveaux “patriotes” qui s’organiseront afin de sauver le pays de ces sales paresseux venus du sud afin leurs voler leurs bénéfices sociaux.

Peu peuvent douter que les principaux consommateurs de drogues dans le monde sont sur le marché nord-américain et européen, les deux pôles du progrès mondial. La conclusion est évidente: les premiers responsables du narcotrafic ne sont pas les pauvres paysans colombiens ou péruviens ou boliviens: ce sont les riches consommateurs du premier monde. Mis à part les narcotrafiquants , ce sont bien sûr les uniques bénéficiaires de ce système pervers. Mais que quelqu’un le dise sans risque.

Nous devrions nous, minuscules intellectuels, rappeler aux capitalistes comment fonctionnent leurs choses. Ils sont les maîtres en cela, quoiqu’ils soient aussi les maîtres à faire les sots: personne ne produit quelconque trafic que personne ne veut acheter. Tant qu’il y aura quelqu’un intéressé à acheter de la merde de chien, il y aura des gens dans le monde qui la ramasseront et la mettront dans du nylon pour son exportation. Mais accuser les prostitués d’immoralité et absoudre les hommes d’être “mâles” fait partie du discours idéologique de chaque époque. Dans ce dernier cas, la lucidité de Sœur Jeanne Agnès de la Croix, à la fin du XVII è siècle, eut été suffisante, laquelle se demandait: “qu’est-ce qui est pire / celle qui pèche pour la paie / ou celui qui paie pour pécher”? Bien sûr que les puritains ne comprirent pas un raisonnement aussi simple et la condamnèrent à l’enfer.

–S’il en est ainsi, quelle est la solution? –demanda un autre élève, sans être persuadé du tout.

–La solution n’est pas facile mais, dans tous les cas, c’est dans l’élimination de la demande, dans le dépassement de la Culture de Consommation. Dans une culture qui récompense la consommation et le succès matériel, à quoi peut-on s’attendre sinon à plus de consommation, incluant celle des drogues et autres stimulants qui anesthésient le vide profond qu’il y a dans une société qui quantifie tout? La coke est utilisée en Bolivie depuis des siècles, et l’on ne peut pas dire que l’addiction à cette drogue aie été un problème jusqu’à ce qu’apparaissent les trafiquants cherchant à satisfaire une demande qui se produisait à des milliers de kilomètres de là. Je me souviens d’un lointain coin d’Afrique, de champs de marijuana dont personne ne consommait. Bien sûr, à peine les natifs voyaient un homme blanc muni d’un chapeau et de lunettes fumées, on lui offrait avec cela de se faire de l’argent. Et il y eut une petite armée suffisante de ces consommateurs étrangers pour activer la culture systématique et la collecte de ces plantes jusqu’à ce que, quelques années plus tard, des avions passent arroser ces champs de pesticides afin de combattre la production et les misérables producteurs coupables de tous les maux du monde.

La discussion se termina comme ont l’habitude de se terminer toutes les discussions aux États-Unis: par un formalisme démocratique et conscient des conséquences pragmatiques: “j’accepte votre opinion mais je ne la partage pas”.

Encore aujourd’hui j’attends des arguments qui justifient cette divergence naturelle.

Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier, octobre 2005

* Normalement, la Posmodernité se définit en opposition aux valeurs caractéristiques de la Modernité: rationalisme, logocentrisme européen, métanarrations absolutistes, etc. Sur quoi nous pouvons comprendre la Posmodernité comme une Antimodernité. Mais cela est une simplification. Il y a des éléments qui signifient encore aujourd’hui une continuation et une radicalisation de la Modernité: c’est ce que nous appelons la Société Désobéissante.

El plan Obama

Barack Obama and Michelle Obama

Image via Wikipedia

El plan B. O.

En el mundo, McDonald’s es un símbolo del imperio Americano pero en el imperio es el restaurante de los obreros. En uno de ellos, perdido en un pequeño pueblo al lado de la ruta, escucho de alguna radio su voz. Una anciana de ojos azules y pelo blanco sin tonos ni matices toma un café como el mío y lee el mismo diario. Su mirada es serena, perdida. En una página la foto de la candidata a la vicepresidencia Sarah Palin. Su jefe, el senador McCain, justifica el gasto de ciento cincuenta mil dólares en ropa que la Miss Alaska se gastó para vestirse. Era dinero del partido. Según McCain, Sarah necesitaba la ropa para la campaña política pero aclaró que luego sería donada para obras de caridad. Más abajo Sarah aparece hermosa y bien vestida en un discurso contra el socialista, el musulmán Hussein, el antipatriota negro que quiere llegar a la Casa Blanca. En la otra página, una fotografía muestra a Ashley Todd, una joven (blanca) de Pittsburg con un ojo morado. Según Ashley, un negro de cuatro pies (de alto) la asaltó y al ver que ella era voluntaria del partido del gobierno le marcó una “B” en el rostro. Luego confesó que todo había sido ficción.

B es él, el que aparece sonriendo en la otra página, con toda su juventud, confiado, mirando a lo lejos. B es la voz de la radio, esa voz de afro, voluminosa, con algo del ritmo de los negros americanos que golpean con la última palabra de cada frase, (pero) claro, nítido y sofisticado como los mejores de Harvard o de Columbia. Muchos critican esa calma al hablar o al debatir. Esa rara habilidad dialéctica y esa inaudita cultura para alguien de su condición. Es demasiado frío, dicen. En realidad es un hombre oscuro nacido en la periferia, hijo huérfano de una unión diabólica entre un negro y una blanca, según la ideología de los militantes por la supremacía blanca.

Hace poco menos de cincuenta años, grupos que se definían como cristianos conservadores desfilaban por las calles portando carteles que decían “Race Mixing is Communism” (“La integración racial es el comunismo”, Little Rock, 1959). Él era todavía un niño cuando en su país los negros debían levantarse para dejar sus asientos libres a los blancos que se dignaban a ocupar el lugar todavía caliente de una de estas bestias inhumanas. Era un niño mitad blanco y mitad negro pero negro entero para los ojos de una cultura que define como negro todo lo que tiene algo de negro y como blanco todo lo que es puro, sin mezcla de algo.

Dentro de unas semanas esa voz será elegida presidente de Estados Unidos. Dentro de veinte años será el símbolo de una época dramática; uno de esos momentos de la historia que son recordados por siglos. También, dentro de pocos años, será motivo de desilusión y desesperación por parte de aquellos que no tenemos paciencia con la injusta lentitud de la historia y menos aun con su narrativa, hecha para consumo de todos pero para beneficio de unos pocos. Entonces, como el Beethoven que confundió a Napoleón con la continuación de la Revolución Francesa, deberemos cambiar el himno festivo al héroe en una marcha fúnebre.

La historia es el principal género de ficción, ya que ella misma se nutre de las fantasías de los pueblos, del delirio de los Césares y de ella surgen otros subgéneros, como la novela realista y la ciencia ficción, las series de televisión, los comics de superhéroes y la narración política. Pero la realidad también existe. Es probable que (1) exista un “coeficiente variable de progresión de la historia”. Cuando los cambios históricos han ido más rápido de lo que permitían las condiciones económicas y culturales, los resultados han sido los inversos y siempre ha vencido la reacción conservadora. Cuando los cambios han sido demasiado lentos la historia se ha estancado para beneficio y gratitud de los mismos. Por esta razón, en pocos momentos de la historia —como en breves períodos de la vertiginosa industrialización de Europa (XVIII-XIX) o las descolonizaciones políticas e ideológicas del siglo XX en los países del Sur— las revoluciones han sido más efectivas que las progresiones. (2) Aquí “progresión de la historia” no se refiere a la idea metafísica de la Era Moderna sino al juicio que podemos hacer según la escala de valores del humanismo renacentista, que son los valores más universales y más violados de nuestro tiempo.

Entre estos valores, combatidos por siglos como heréticos, demoníacos o simplemente suprimidos en la práctica por inconvenientes, están: (1) los valores deigualdad civil entre los individuos y las naciones; (2) el valor positivo de la diversidadentre individuos y culturas, (3) la libertad sólo limitada por los derechos ajenos que son los míos propios; (4) la moral progresiva como un conjunto de valores no prefijados por nuestros antepasados sino vinculados a la historia; (5) la razón crítica, y no el dictado de una revelación institucional, como uno de los principales instrumentos de búsqueda de la verdad, (6) el derecho a la desobediencia, etc.

Ya nos detuvimos en otro momento sobre la falsa oposición entre libertad eigualdad; la historia demuestra que cada vez que se ha expandido la libertad ha progresado también la igualdad entre la diversidad humana. Es decir, la igual-libertad, no la libertad de oprimir. La supervivencia de la humanidad ya no depende de suprimir a las otras tribus sino de respetarlas. Esto nos lleva a la idea de que la Unidad de la humanidad, implícita en todo el pensamiento del humanismo se compone no sólo por el paradigma de la igualdad sino también por los paradigmas históricamente combatidos de la diversidad y la libertad. Es decir, no es la unidad por exclusión, propia del pensamiento y la práctica del fascismo, sino la unidad por inclusión, propia del derecho humanista. Esta inclusión solo excluye a quienes, por odio y por su propia fiebre de exclusión, no quieren ser incluidos.

Entonces, medido nuestro presente desde esta escala de valores, podemos decir que, a pesar de los inevitables retrocesos, han habido varias formas de progresos en la historia reciente.

Cuando escucho esa voz repitiendo lugares comunes, clichés de la política norteamericana, lo pongo en estos términos: los intelectuales no sólo pueden sino que además deben ser radicales, lo más intelectualmente radicales que les sea posible, si lo que pretenden es ir a la raíz del problema. Sin embargo un político no puede ser radical si lo que pretende es promover un cambio. Excepto si se trata de uno de esos breves y raros momentos de la historia en donde los cambios caen de golpe con una revolución violenta. Pero un político en un periodo histórico de progresión o regresión no puede darse aquel lujo del intelectual o de revolucionario moderno. Por el contrario, debe calcular, ser estratégico. Si no alcanza el poder no alcanzará ningún cambio. A esa virtud del político maquiavélico debe sumar la mayor virtud del profeta humanista. Cuando el viento sopla a favor es fácil ver la dirección de la nave. Pero en ocasiones la fragata tiene todo el viento en contra y para avanzar hacia el Norte o hacia el Sur debe zigzaguear de Este a Oeste. La sabiduría no radica en vaticinar, como un político de segunda, que la nave se dirige al Este o al Oeste mirando la estela que deja detrás. La sabiduría está en el análisis de la historia de ruta y en la capacidad de ver la dirección de la nave a largo plazo. Aunque la nave va hacia el Este y hacia el Oeste, en realidad se dirige al Norte o al Sur. La historia no es un péndulo; como un reloj antiguo, sólo se vale de un movimiento pendular para avanzar.

La sociedad norteamericana ha cambiado algo o bastante desde los ajusticiamientos públicos y privados de negros. Ha cambiado algo o bastante desde el asesinato del doctor Martin Luther King Jr. Está lejos de haber cambiado lo suficiente desde que los oprimidos piden justicia y liberación. Pero como decía Reinhard, un amigo alemán con el cual trabajé en África, refiriéndose al exceso de expectativas de las obras, “no debemos organizar nuestra propia frustración”.

También los racistas han cambiado algo o bastante para sobrevivir a tantos cambios. No son ellos quienes tienen ahora el poder sino simplemente un instrumento más del poder de Exterminador. No ha cambiado su odio prehistórico sino la forma de organizarlo. En algún rincón de Pensilvania o del profundo Sur un grupo de hombres y mujeres leen el mismo diario y miran el calendario. Toman el mismo café mientras ajustan detalles. Ellos también esperan el momento para hacer historia, para callar esa voz.

Antes de irme veo a través del amplio cristal nubes que amenazan con una tormenta de otoño. La M amarilla de McDonald’s se interpone en un brillo subliminal. ¿Nevará? Todavía no. Todavía falta para el invierno. Falta aún más para la primavera. Alguien apaga la radio. El silencio es interrumpido por una silla que cae, un grito de miedo y una risa histérica.

Jorge Majfud

Jennersville, octubre 2008

Barack Hussein Obama: ¿las palabras pueden?

En un reciente debate emitido por CNN entre los candidatos demócratas, una Hillary Clinton ofuscada, quizás por su derrota dos días antes en las preliminares de Iowa, reprochó a los demás candidatos de abusar de la palabra “cambio”. Lo significativo es que esta palabra es la preferida también por los republicanos, al igual que la frase “enough is enough” (“ya basta”). John Edwards también insistió, como lo ha hecho desde el 2004, que ningún cambio es posible hasta que no se quiebre el poder de los grandes lobbys que dominan el poder político y la economía de este país. Estas corporaciones “nunca renunciarán voluntariamente al poder, y todos lo que piensan así viven en el País de Nunca Jamás”. (They “won’t voluntarily give the power away and those who think so are living in Neverland!”.) En gran parte, quien es aludido de vivir en Nerverland –como Michael Jackson y Peter Pan– es Barack Obama.

Pero el error de Edwards, Richardson y Clinton radica en no entender que la política, especialmente la política norteamericana, no se mueve según argumentos, razonamientos o datos. Éstos sólo sirven para legitimar un deseo popular o una acción de gobierno. Como lo anotamos en otro ensayo, son los estados de ánimo el motor de los electores. Si hay un candidato que representa una fuerte esperanza de ser o de estar –motivada por el miedo o por el cansancio–, más allá de cualquier realidad, ése será el vencedor. Si ese candidato es capaz de hacer volar a sus electores como Peter Pan en Neverland, no sólo resultará vencedor, sino que Neverland terminará por imponerse como el paradigma de la realidad y el pragmatismo. No hay nada más poderoso que la imaginación. Lo mismo ocurrió con el imperio islámico, movido por una fe radical que habían perdido los romanos, y con otros imperios, como el español –al principio inferior cultural y militarmente al imperio musulmán– que surgió por la fuerza de la creencia en su destino celestial, contra los musulmanes y los aztecas, y cayó por la burocratización de esa misma fe. Esto será así por unas décadas más, hasta que la sociedad global madure su perfil multipolar.

“No basta con repetirlo –dijo la senadora Clinton–; hay que saber hacerlo. Y para saber quién puede hacerlo se debe ver la experiencia y el historial de cada candidato. (“Change is just a word if you don’t have the strength and experience to actually make it happen”.) La observación iba dirigida, no sólo con la mirada de un rostro rígido y sin paciencia, sino por la repetida alusión al senador de Illinois, Barack Obama, de no tener experiencia política necesaria para gobernar. Obama se mostró débil en esta oportunidad, con ideas un poco vagas. Hubiese bastado con recordar que al ahora atacado presidente le había sobrado experiencia desde el principio. A diferencia de John Edwards, que insistió apasionadamente con cifras sobre la catástrofe del gobierno del presidente Bush, Obama se limitó a insistir en los aspectos positivos de un “nuevo comienzo”. Respondiendo a la senadora Clinton, titubeó unas palabras que al principio pudieron sonar “políticamente inconvenientes”. Cuando lo correcto y tradicional es asociarse al prestigio los “hechos” y las “acciones”, tal vez porque no tenía la experiencia del gobernador hispano de Nuevo México, Bill Richardson, para responder a la senadora; Obama balbuceó unas palabras que en principio pudieron sonar débiles, pero que la realidad de la voluntad popular está confirmando como su mayor fuerza: “Las palabras valen –dijo–; con las palabras se puede cambiar esta realidad”.

Esta expresión me recordó el reciente libro colectivo de la Unicef Las palabras pueden, en el cual fuimos invitados a participar. Muchas veces insistí, tal vez por mi doble experiencia de arquitecto y escritor, que la realidad está hecha más con palabras que con ladrillos. Esta afirmación se debía al aspecto negativo de las palabras organizadas en las narraciones sociales de una cultura hegemónica: me refería a las palabras del poder, a la manipulación ideológica, a lo “políticamente correcto”, a los clichés, a los ideoléxicos, etcétera. Sin embargo, por otro lado, podemos ver su aspecto positivo o, al menos, optimista: con las palabras se puede cambiar el mundo. Es demasiado optimista pero no del todo utópico. Esta confianza en las palabras puede ser más propia de nuestro amigo Eduardo Galeano, pero nunca pensamos escucharla en un candidato serio a la presidencia de Estados Unidos en su sentido de cambio, de (tibia) rebelión. Primero por la historia político partidaria y geopolítica de este país. Luego por la excesiva confianza de la cultura angloamericana en los “hechos” y su menosprecio por las “palabras”, las ideas y todo lo que proceda del lado intelectual del ser humano.

Estados Unidos está a un paso de un cambio significativo. Como previmos, este cambio, en medio de una marea conservadora que lleva 30 años, puede producirse en la próxima década. Y este es el año crucial.

Lo más probable es que un candidato demócrata se lleve la presidencia. Hace cuatro años pensé que sería una mujer, Hillary. Como es casi la norma, una mujer hija o esposa de algún prestigioso ex gobernante, como ha sido la norma hasta ahora. Desde hace un buen tiempo pensamos que ese presidente puede ser Obama. Aunque el poder destruye cualquier cambio significativo, podemos pensar que de todos los candidatos, salvo el disidente republicano Ron Paul –con un sorprendente apoyo que casi iguala al obtenido por Rudy Giuliani, pero lejos de llegar a la presidencia–, Barack Obama es quien mejor representa ese posible cambio y, más, es quien mejor está habilitado para encarnarlo. No a pesar de su escasa experiencia, sino por eso mismo.

Barack Hussein Obama parece ser un candidato marcado por un fuerte y hasta paradójico simbolismo. Su nombre no lo beneficia, a no ser por una radical interpretación psicoanalítica (que también se dio en la Reconquista ibérica): recuerda fonéticamente tres veces a personajes musulmanes, un presidente, un dictador y la obsesión número uno de este país. Por otro lado, si en los siglos anteriores era común que el patrón blanco embarazara a la sirvienta negra, Obama es producto de una simetría. No es descendiente de esclavos africanos, sino el hijo de un musulmán negro de Kenia y una laica blanca de Missouri. La peor combinación para los influyentes conservadores. Nació en Honolulu, cuando sus padres estudiaban en la universidad, y se crió en Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo. No fue amamantado por nodrizas negras sino por una familia blanca, típica clase madia norteamericana, luego de la separación de sus padres. Obama es un universitario exitoso, según los cánones actuales; abogado y conferencista. Es, en el fondo, no sólo un ejemplo para la minoría negra norteamericana, sino para la blanca también: representa el paradigma del despojado, del Moisés nacido en desventaja que se encumbra en lo más alto de la pirámide política-económica de un pueblo.

Pero por esto mismo también representa la mayor amenaza para el ala conservadora de esta sociedad, que es la que retiene el mayor poder económico y sectario, aquel que nunca saldrá a la luz sino como meras especulaciones o bajo etiquetas como “teorías de la conspiración”.

Obama se ha opuesto desde el principio a la guerra de Irak, ha dicho que se entrevistaría con Fidel Castro, que socializaría la salud y otros servicios, además de una larga lista de manifestaciones de voluntad políticamente incorrectas que poco a poco comienzan a ser premiadas ante la mirada atónita de los radicales y hasta de los más moderados neocons, acostumbrados al poder. La acusación de vivir en Neverland puede terminar emocionalmente asociándolo al consolidado precepto de “I have a dream” de Martin Luther King.

Tal vez Obama triunfe en las internas demócratas. Si lo hace, más fácil le resultará vencer a los republicanos y llegar a la presidencia. Tal vez impulse esos cambios que, tarde o temprano llagarán a este país. Ojalá no alcance el mismo destino trágico de John F. Kennedy o del otro soñador negro.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Athens, enero 2008

Blanco x Negro = Negro

El centro de los debates en las internas del partido Demócrata de Estados Unidos es un caso interesante y, sea cual sea su resultado, significará un cambio relativo. No es ninguna sorpresa, para aquellos que lo han visto desde una perspectiva histórica. Sin duda, el más probable triunfo de Hillary Clinton no será tan significativo como puede serlo el de Obama. No los separa tanto el género o la raza, sino una brecha generacional. Una, representante de un pasado hegemónico; la otra, representante de una juventud algo más crítica y desengañada. Una generación, creo, que operará cambios importantes en la década siguiente.

Sin embargo, en el fondo, lo que aún no ha cambiado radicalmente son los viejos problemas raciales y de género. El centro y, sobre todo, el fondo de los debates han sido eso: gender or race, al mismo tiempo que se afirma lo contrario. Es significativo que en medio de una crisis económica y de temores de recesión, las discusiones más acaloradas no sean sobre economía, sino sobre género y raza. En la potencia económica que, por su economía, ha dominado o influido en la vida de casi todos los países del mundo, la economía casi nunca ha sido el tema central como puede serlo en países como los latinoamericanos. Igual, entiendo que el desinterés por la política es propio de la población de una potencia política a nivel mundial. Cuando hay déficit fiscal o caídas del PIB o debilitamiento del dólar, los más conservadores siempre han sacado sus temas favoritos: la amenaza exterior, la guerra de turno, la defensa de la familia –la negación de derechos civiles a las parejas del mismo sexo– y, en general, la defensa de los valores, esto es, los valores morales según sus propias interpretaciones y conveniencias. Pero ahora las más recientes encuestas de opinión indican que la economía ha pasado a ser uno de los temas principales de atención para la población. Esto ocurre cada vez que la maquinaria económica se aproxima a una recesión. Sin embargo, los candidatos a la presidencia temen desprenderse demasiado del discurso conservador. Quizás Obama ha ido un poco más lejos en este desprendimiento criticando el abuso de la religión y cierto tipo de patriotismo, mientras Hillary ha rescatado la breve y eficaz multilla de su esposo que en 1992, en medio de la recesión de la presidencia de George H. Bush, lo llevó a la victoria: “It’s the economy, stupid”. Su fácil consumo se debe a esa sencillez que entiende la generación McDonald.

Hillary Clinton es hija de un hombre y una mujer pero, a pesar de lo que pueda decir el psicoanálisis, todos la ven como una mujer, and period. Barack Obama es hijo de una blanca y un negro, pero es negro, y punto. Esto último se deduce de todo el lenguaje que se maneja en los medios y en la población. Nadie ha observado algo tan obvio como el hecho de que también puede ser considerado tan blanco como negro, si caben esas categorías arbitrarias. Esto representa la misma dificultad de ver la mezcla de culturas en el famoso melting pot: los elementos están entreverados, pero no se mezclan. De la fundición de cobre y estaño no surge el bronce, sino cobre o estaño. Se es blanco o se es negro. Se es hispano o se es asiático. El perjudicado es John Edwards, un talentoso hombre blanco que salió de la pobreza y parece no olvidarla, pero no tiene nada políticamente correcto para atraer. Ni siquiera es feo o maleducado, algo que mueva a un público compasivo.

Pero las palabras pueden –y en política casi siempre lo hacen– crear la realidad opuesta: Hillary Clinton dijo hace pocos días, en Carolina del Sur, que amaba estas primarias porque parece que se nominará a un afroamericano o a una mujer, y ninguno va a perder ni un solo voto por su género –aquí se evita la palabra sexo– o por su raza (“I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender”). Razón por la cual Obama le habla a las mujeres y Clinton a los afroamericanos. Razón por la cual en Carolina del Sur casi el ochenta por ciento de la población negra y sólo el veinte por ciento de los blancos votó por Obama. Razón por la cual Florida y California –dos de los estados más hispanos de la Unión– se resistirán a apoyar a Obama, el representante de la otra minoría.

Así, mientras la costumbre ha pasado a despreciar la calificación de “políticamente correcto”, nadie quiere dejar de serlo. Los debates de las elecciones 2008 me recuerdan a la Cajita Feliz de McDonald. Tanto derroche de alegría, de felicidad, de sonrisas alegres no necesariamente significan salud.

La secretaria de Estado de la mayor potencia mundial es una mujer negra. Desde hace años, una mujer afroamericana tiene más influencia sobre vastos países que millones de hombres blancos. Sin embargo, la población negra de Estados Unidos –como la de muchos países latinoamericanos– continúa sin estar proporcionalmente representada en las clases altas, en las universidades y en los parlamentos, mientras que su representación es excesiva en los barrios más pobres y en cárceles donde compiten a muerte con los hispanos por la hegemonía de ese dudoso reino.

Jorge Majfud

enero 2008

Bianco x Nero = Nero

Il centro dei dibattiti all’interno del partito Democratico degli Stati Uniti è un caso interessante e, qualunque sia il risultato, significherà un cambiamento relativo. Non è una sorpresa per coloro che lo hanno visto da una prospettiva storica. Senza dubbio, la più probabile vittoria di Hillary Clinton non sarà così significativa come può esserlo quella di Obama. Non li separa tanto il genere o la razza, ma un divario generazionale. Una, rappresentante di un passato egemonico; l’altro, rappresentante di una gioventù un po’ più critica e disillusa. Una generazione, credo, che opererà cambiamenti importanti nel prossimo decennio.

Ciononostante, in fondo in fondo, quello che ancora non è cambiato radicalmente sono i vecchi problemi razziali e di genere. Il centro, e soprattutto, l’essenza dei dibattiti sono stati: gender or race, mentre si afferma il contrario. È significativo che nel mezzo di una crisi economica e di timori di recessione, le discussioni più accalorate non siano sull’economia, ma sul genere e sulla razza. Nella potenza economica che, dovuto alla sua economia, ha dominato o influito sulla vita di quasi tutti i paesi del mondo, l’economia non è stato quasi mai il tema centrale come può esserlo in paesi come quelli latinoamericani. Forse capisco che il disinteresse per la politica sia proprio della popolazione di una potenza politica di livello mondiale. Quando ci sono un deficit fiscale o delle cadute del PIL o l’indebolimento del dollaro, i più conservatori hanno sempre tirato fuori i loro temi preferiti: la minaccia esterna, la guerra di turno, la difesa della famiglia, la negoziazione di diritti civili alle coppie dello stesso sesso e, in generale, la difesa dei “valori”; questo è, i valori morali secondo le loro interpretazioni e i loro profitti. Ma adesso le più recenti indagini indicano che l’economia è diventata uno dei temi principali di attenzione per la popolazione. Questo succede ogni volta che il macchinario economico si avvicina a una recessione. Ciononostante, i candidati alla presidenza temono di staccarsi troppo dal discorso conservatore. Forse Obama è andato un po’ troppo lontano in questo distacco, criticando l’abuso della religione e un certo tipo di patriottismo mentre Hillary ha riscattato il breve ed efficace ritornello del suo sposo che nel 1992, nel mezzo della recessione della presidenza di George W. Bush, lo ha portato alla vittoria: “it’s the economy, stupid”. Il suo facile consumo si deve a questa semplicità che capisce la generazione McDonald.

Hillary Clinton è figlia di un uomo e di una donna ma, malgrado quello che possa dire la psicoanalisi, tutti la vedono come una donna, and period. Barack Obama è figlio di una bianca e di un nero, ma è nero punto e basta. Quest’ultimo si deduce da tutto il linguaggio che viene impiegato nei mezzi di comunicazione e all’interno della popolazione. Nessuno ha osservato qualcosa di tanto ovvio come il fatto che possa essere considerato tanto bianco quanto nero, se si ammettono quelle categorie arbitrarie. Ciò rappresenta la stessa difficoltà che si ha nel vedere la mescolanza di culture nel famoso “melting pot”: gli elementi vengono mescolati, ma non si mescolano. Dalla fusione di rame e stagno non nasce il bronzo, ma rame e stagno. Si è bianco o si è nero. Si è ispano-americano o si è asiatico. Chi ne è danneggiato è John Edwards, un  talentuoso uomo bianco che è venuto fuori dalla povertà e sembra non averla dimenticata, ma non ha nulla di politicamente corretto per essere affascinante. Non è neppure brutto o maleducato, qualcosa che possa muovere un pubblico compassionevole.

Ma le parole possono e in politica quasi sempre lo fanno, creano la realtà opposta: Hillry Clinton ha detto pochi giorni fa, in Carolina del Sud, che amava queste primarie perché sembra che verrà nominato un afro-americano o una donna e nessuno perderà neppure un solo voto a causa del suo genere, qui si evita la parola “sesso”, o della sua razza (“I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender”). Ragione per la quale Obama parla alle donne e Hillary agli afro-americani. Ragione per la quale, la Florida e la California, due degli stati più ispano-americani dell’Unione faranno resistenza ad appoggiare Obama, il rappresentante dell’altra minoranza.

Così, mentre abitudinariamente si è passati a disprezzare la qualifica di “politicamente corretto”, nessuno vuole smettere di esserlo. I dibattiti delle elezioni 2008 mi ricordano la Scatoletta Felice di McDonald. Tanto spreco di allegria, felicità, sorrisi allegri non necessariamente significano salute. La Segretaria di Stato della più grande potenza mondiale è una donna nera. Da tempo, una donna afro-americana ha più influenza su vasti paesi di milioni di uomini bianchi. Ciononostante, la popolazione nera degli Stati Uniti, come quella di molti paesi latinoamericani, non è ancora proporzionalmente rappresentata all’ interno delle classi alte, nelle università e nei parlamenti mentre la sua rappresentanza è eccessiva nei quartieri più poveri e nelle carceri dove competono a morte con gli ispano-americani a causa dell’egemonia di questo dubbioso regno.

Jorge Majfud

Tradotto da  Giorgia Guidi

Hillary e Barack: gênero e raça


Branco x Negro = Negro

O centro dos debates no interior do partido Democrata dos Estados Unidos é um caso interessante, seja qual for seu resultado, significará uma mudança relativa. Não é nenhuma surpresa para aqueles que o observaram a partir de uma perspectiva histórica. Sem dúvida, o triunfo mais provável de Hillary Clinton não será tão significativo como seria o de Obama. Não são o gênero ou a raça que os separam tanto, mas sim um abismo entre gerações. Uma, representante de um passado hegemônico; a outra, representante de uma juventude um pouco mais crítica e desiludida. Uma geração, acredito, que operará mudanças importantes na década seguinte.

Entretanto, em essência, o que ainda não mudou radicalmente são os velhos problemas raciais e de gênero. O centro e, sobretudo, o fundo dos debates foram: gender or race, ao mesmo tempo em que se afirma o contrário. É significativo que, em meio a uma crise econômica e de temores à recessão, as discussões mais acaloradas não sejam sobre economia, mas sobre gênero e raça. Na potência econômica que, por sua economia, dominou ou influiu na vida de quase todos os países do mundo, a economia quase nunca foi o tema central, como pode ocorrer em países como os latino-americanos.

Igualmente, entendo que o desinteresse pela política é próprio da população de uma potência política global. Quando existem déficit fiscal ou quedas do PIB, ou debilitamento do dólar, os mais conservadores sempre acenam com seus temas favoritos: a ameaça exterior, a guerra da vez, a defesa da família – a negação de direitos civis aos casais de mesmo sexo – e, em geral, a defesa dos  “valores”, isto é, os valores morais segundo suas próprias interpretações e conveniências.

Mas, agora, as mais recentes pesquisas de opinião indicam que a economia passou a ser um dos assuntos principais que chamam a atenção da população. Isto acontece sempre que a máquina econômica se aproxima de uma recessão. Contudo, os candidatos à presidência temem se desprender demasiadamente do discurso conservador. Talvez Obama tenha ido um pouco mais longe nesse descolamento, criticando o abuso da religião e certo tipo de patriotismo, enquanto Hillary resgatou o breve e eficaz estribilho de seu esposo que o levou à vitória em 1992, em plena recessão da presidência de George H. Bush: “É a economia, estúpido”. Seu consumo fácil deve-se a essa singeleza que a geração McDonald compreende.

Hillary Clinton é filha de um homem e uma mulher, porém, apesar do que possa dizer a psicanálise, todos a vêem como uma mulher, and period. Barack Obama é filho de uma branca e um negro, mas é negro, e ponto. O último se deduz de toda a linguagem que é manejada nos meios e na população. Ninguém observou algo tão óbvio como o fato de que também ele pode ser considerado tão branco como negro, se é que cabem essas categorias arbitrárias. Isto representa a mesma dificuldade em ver a mescla de culturas no famoso “melting pot”: os elementos estão misturados, mas não se mesclam. Da fundição de cobre e estanho não surge o bronze, mas cobre ou estanho. Se é branco ou se é negro. Se é hispano ou se é asiático. O prejudicado é John Edwards, um talentoso homem branco que saiu da pobreza e parece não esquecê-la, mas que não tem nada de politicamente correto para atrair. Nem sequer é feio ou mal educado, algo que se dirija a um público compassivo.

Mas as palavras podem – e na política quase sempre o fazem – criar a realidade oposta: Hillary Clinton disse há poucos dias, na Carolina do Sul, que amava estas primárias porque parece que se nomeará a um afro-americano ou a uma mulher, e nenhum vai perder nem um só voto por seu gênero – aqui a palavra “sexo” é evitada – ou por sua raça (“I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender”). Razão pela qual Obama fala às mulheres e Clinton aos afro-americanos. Razão pela qual a Flórida e a Califórnia – dois dos estados mais hispânicos da União – resistirão a apoiar Obama, o representante de outra minoria.

Assim, embora o hábito tenha passado a depreciar a qualificação de “politicamente correto”, ninguém quer deixar de sê-lo. Os debates das eleições 2008 lembram-me do lanche Feliz do McDonalds. Tanto esbanjamento de alegria, de felicidade, de sorrisos alegres, não necessariamente significam saúde. A Secretária de Estado da maior potência mundial é uma mulher negra. Há anos, uma mulher afro-americana tem mais influência sobre vastos países que milhões de homens brancos. Mesmo assim, a população negra dos Estados Unidos – como a de muitos países latino-americanos – continua sem estar proporcionalmente representada nas classes altas, nas universidades e nos parlamentos, enquanto que sua representação é excessiva nos bairros mais pobres e nas prisões onde competem à morte com os hispanos pela hegemonia nesse duvidoso reino.

Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Branco x Negro = Negro


Tradução: Naila Freitas/Verso Tradutores

Hillary Clinton é filha de um homem e de uma mulher, mas, apesar do que possa dizer a psicanálise, é vista por todos como uma mulher, e ponto. Barack Obama é filho de uma branca e de um negro, mas é negro e ponto. A análise é de Jorge Majfud, da Universidade da Geórgia (EUA).

O centro dos debates nas internas do Partido Democrata dos Estados Unidos é um caso interessante e seja qual for seu resultado, vai significar uma mudança relativa. Não é nenhuma surpresa para aqueles que estão vendo tudo a partir de uma perspectiva histórica. Não há dúvida de que o mais provável triunfo de Hillary Clinton não vai ser tão significativo quanto pode vir a ser o de Obama. O que separa os dois não é tanto o gênero ou a raça, mas a geração que cada um representa. Uma, representante de um passado hegemônico; a outra, representante de uma juventude um pouco mais crítica e desenganada. Esta última, uma geração, eu acho, que fará mudanças importantes na próxima década.

Contudo, no fundo o que ainda não mudou radicalmente são os velhos problemas raciais e de gênero. O centro, e principalmente o fundo, dos debates têm sido isso: gender or race, ao mesmo tempo que se afirma o contrário. É significativo ver que no meio de uma crise econômica e dos temores por uma recessão, as discussões mais exaltadas não são sobre economia, mas sobre gênero e raça. Na potência econômica que, justamente devido à sua economia, vem dominando ou influenciando a vida de quase todo o mundo, a economia quase nunca tem sido o tema central, como pode ser em países como os latino-americanos. De qualquer modo, entendo que a falta de interesse pela política é algo próprio da população de uma potência política de nível mundial.

Quando ocorre um déficit fiscal, ou uma queda no PIB, ou um enfraquecimento do dólar, os mais conservadores sempre tiram da manga seus temas favoritos: a ameaça exterior, a guerra do momento, a defesa da família —a negociação de direitos civis para os casais de mesmo sexo— e, em geral, a defesa dos «valores», ou seja, dos valores morais segundo suas próprias interpretações e conveniências. Mas agora, as mais recentes pesquisas de opinião indicam que a economia passou a ser um dos principais temas de atenção para a população. Isto acontece cada vez que a máquina econômica está próxima de uma recessão. Contudo, os candidatos à presidência temem largar cedo demais o discurso conservador.

Talvez Obama tenha ido um pouco mais longe nesse caminho quando critica o abuso da religião e um certo tipo de patriotismo, enquanto Hillary resgatou o breve e eficaz slogan de seu esposo, que em 1992, no meio da recessão do período presidencial de George H. Bush, serviu para levá-lo à vitória: «it’s the economy, stupid». É consumido com tanta facilidade por ter essa simplicidade que a geração McDonald’s entende.

Hillary Clinton é filha de um homem e de uma mulher, mas, apesar do que possa dizer a psicanálise, é vista por todos como uma mulher, e ponto. Barack Obama é filho de uma branca e de um negro, mas é negro e ponto. Isto é o que se deduz de toda a linguagem da mídia e da população. Ninguém observou até agora algo tão óbvio quanto o fato de que ele poderia ser considerado tanto branco quanto negro, se é que cabem essas categorias arbitrárias. Isto apresenta a mesma dificuldade que ver a mistura de culturas no famoso «melting pot»: os elementos estão embaralhados, mas não de misturam. Da fundição do cobre e do estanho não surge o bronze, mas cobre ou estanho. Se é branco ou se é negro. Se é hispano o se é asiático. Quem sai prejudicado é John Edwards, um talentoso homem branco que saiu da pobreza mas não parece ter esquecido dela, mas que não tem nada politicamente correto para atrair votos. Nem sequer é feio ou mal-educado, nada que possa mobilizar um público compassivo.

Mas as palavras podem — e na política quase sempre fazem isso — criar a realidade oposta: Hillary Clinton disse há poucos dias, na Carolina do Sul, que amava estas primárias porque ao que parece será escolhido um afro-americano ou uma mulher e nenhum dois dois irá perder um só voto devido ao seu gênero —aqui ela evita a palavra «sexo»— ou pela sua raça («I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender»). Razão pela qual Obama fala para as mulheres e Clinton para os afro-americanos. Razão pela qual a Flórida e a Califórnia — dois dos estados mais hispanos da União — irão resistir a apoiar Obama, o representante da outra minoria.

Assim, enquanto o costume passou a desprezar o «politicamente correto», ninguém quer deixar de sê-lo. Os debates das eleições de 2008 me lembram o McLanche Feliz do McDonald’s: tanto esbanjar alegria, felicidade e sorrisos alegres não necessariamente significa saúde. A Secretária de Estado da maior potência mundial é uma mulher negra. Há muitos anos que uma mulher afro-americana tem mais influência sobre vastos países do que milhões de homens brancos. Contudo, a população negra dos Estados Unidos —assim como a de muitos países latino-americanos— continua não estando proporcionalmente representada nas classes mais altas, nas universidades e nos parlamentos, ao mesmo tempo que sua representação é excessiva nos bairros mais pobres e nas cadeias, onde competem até a morte com os hispanos pela hegemonia desse duvidoso reino.

Jorge Majfud, The University of Georgia .

Tradução: Naila Freitas/Verso Tradutores

Al César lo que es de Dios

Al César lo que es de Dios

No hace muchos días la candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano, Sarah Palin, afirmó que la construcción de un oleoducto en Alaska representaba la voluntad de Dios para unir a las personas y a las compañías. Luego pidió a la gente que orase por aquellos que estaban cumpliendo el deseo de Dios en Irak. “Esto es lo que debemos tener por seguro –dijo–, que nuestros líderes están enviando soldados a Irak para cumplir con un plan, que es el plan de Dios” (CNN, 9-9-2008).

A lo largo de la historia, Dios, los dioses o sus representantes, han expresado la misma voluntad, desde el antiguo Egipto hasta las salvadoras revoluciones de Augusto Pinochet y Rafael Videla. Un best seller del siglo XVI, como las Cartas de relación (1522) de Hernán Cortés, llena páginas de orgullosas descripciones sobre esta noble tarea.

Por la cultura jurídica propia de la España de la época, Hernán Cortés envió a los mexicanos una larga carta explicando quién era el rey, a quien todo le pertenecía, incluidas las tierras de quienes no entendían el idioma del enviado del cielo. De esa sabia manera, se justificó y legalizó el sometimiento de los rebeldes, ya que la insubordinación era el mayor delito por entonces: “Les quemé más de diez pueblos –escribió Hernán Cortés–, en que hubo pueblo de ellos de más de treinta mil casas […] Y como traíamos la bandera de la cruz, y pugnábamos por nuestra fe y por servicio de vuestra sacra majestad en su muy real ventura, nos dio Dios tanta victoria que les matamos mucha gente, sin que los nuestros recibiesen daño”. Para que no quedasen dudas, “los mandé tomar a todos cincuenta y cortarles las manos, y los envié que dijesen a su señor que de noche y de día y cada cuanto él viniese, verían quiénes éramos”. El paso implacable del hombre de armas y letras no se detiene: “Seguí mi camino considerando que Dios es sobre natura, y antes que amaneciese di sobre dos pueblos, en que maté mucha gente”. Y más tarde “ya que amanecía di con otro pueblo tan grande que se ha hallado en él, por visitación que yo hice hacer, más de veinte mil casas. Y como las tomé de sobresalto, salían desarmados, y las mujeres y niños desnudos por las calles, y comencé a hacerles algún daño; y viendo que no tenían resistencia vinieron a mí ciertos principales del dicho pueblo a rogarme que no les hiciésemos más mal porque ellos querían ser vasallos de vuestra alteza y mis amigos; y que bien veían que ellos tenían la culpa en no me haber querido servir”.

El objetivo final –la pacificación de pueblos tan feos y crueles– es siempre logrado con ayuda del cielo: “Después de sabida la victoria que Dios nos había querido dar y cómo dejaba aquellos pueblos en paz, hubieron mucho placer”.

Este best seller del momento fue traducido a varias lenguas europeas y admirado como un modelo de héroe de la civilización. Es cierto que el gran Hernán Cortés termina sus días traicionando sus propios valores por la influencia de los valores humanistas, de los valores de los propios salvajes o quizás por las debilidades propias de su edad acrecentada. Después de más de veinte años viviendo y conviviendo con los nativos, Hernán Cortés escribe, melancólico: “Tengo experiencia de los daños que se han hecho y de las causas de ellos, tengo mucha vigilancia en guardarme de aquel camino, y guiar las cosas por otro muy contrario”. Más adelante, el héroe arrepentido resiste la costumbre, “y por esto yo no permito que saqueen oro con ellos, aunque muchas veces se me ha requerido […] Ni tampoco permito que los saquen fuera de sus casas a hacer labranzas, como lo hacían en otras islas”.

Bernal Díaz del Castillo (Historia verdadera, 1575), un soldado que se aproxima más a las convicciones de nuestra época, no cae en romanticismos de viejo y justifica la violencia de la empresa. Lo mismo había hecho Pedro Cieza de León (Historia del Perú, 1553). Según el antropólogo peruano Manuel Burga (Nacimiento de una utopía, 1988), “podríamos decir que la violencia constituye el principio ordenador del sistema colonial. Indudablemente, los incas también utilizaron la violencia en sus campañas de conquista, pero ella, sin embargo, se ocultaba cuando los incas conservaban intactas las sociedades conquistadas. [Los españoles] se esforzaron en quebrar la autosuficiencia de los ayllos y lanzarlos a una economía de mercado”.

La heroica y necesaria violencia de la Conquista fue presentada por otros malos españoles y peores católicos, como fray Montesinos y sobre todo por el delirante fray Bartolomé de las Casas, para denunciar una empresa que consideraban injusta y genocida. Bartolomé de las Casas dejó sus memorias y denuncias escritas, y se enfrentó en debates públicos (como en la Junta de Valladolid, 1551) ante el rey y la noble nobleza española de la que pareció salir vencedor. Por el buen corazón del rey se promulgaron las humanísimas leyes nuevas en 1542, prohibiendo el abuso de los salvajes, pero nunca llegaron a imponerse en la práctica por la mala voluntad de algunos gobernantes. El sojuzgador de Nueva Granada, Balacázar, respondió a una de estas órdenes reales según la práctica corriente: “Se respeta, pero no se cumple”. Esto, para otro intelectual rebelde y traidor de su propia clase social, el peruano Manuel González Prada (Nuestros indios, 1908), era parte de un mismo juego: “Los reyes de España, cediendo a la conmiseración de sus nobles y católicas almas concibieron medidas humanitarias o secundaron las iniciadas por los virreyes […] oficialmente se ordenaba la explotación del vencido y se pedía humanidad y justicia a los ejecutores de la explotación; se pretendía que humanamente se cometiera iniquidades o equitativamente se consumara injusticias”.

Durante siglos y milenios de literatura escrita y oral, por lo menos hasta la llegada de la crítica ilustrada del siglo XVIII, siempre se absolvió al rey y se culpó a los mandos medios por corrupción y abuso, desde los escritos de Guamán Poma Ayala (1610) o dramas como Fuenteovejuna (1612) de Lope de Vega, hasta nuestros tiempos, mucho más espectaculares y virtuales.

Los derechos humanos se respetan pero no se cumplen. Como afirman nuestros sabios líderes del siglo XXI, las guerras son parte del plan del verdadero Dios, aunque siempre hay algunos individuos, generalmente mandos medios, que desvirtúan tan nobles objetivos como lo es la paz mundial por la fuerza muscular del brazo armado del Señor. Jesús predicó el amor indiscriminado, pero sus seguidores más fieles mejoraron esta prescripción. Como decía el gran Theodore Roosevelt, “Speak softly and carry a big stick; you will go far” (“Carga un garrote en la mano mientras hablas dulcemente y llegarás lejos”). En antiguo castellano se decía: “A Dios rogando y con el mazo dando”.

Lo que demuestra que si algunas sagradas escrituras pueden parecer contradictorias con la moral y la teología política, éstas en sí mismo extienden su inquebrantable coherencia a lo largo de los siglos, a través de las naciones y más allá de las diversas culturas que pueblan nuestro adorable mundo humano: el poder procede de Dios, ergo el plan del César es el plan de Dios.

Jorge Majfud

setiembre 2008

https://web.archive.org/web/20081221161502/http://www.milenio.com/node/79223

El Jesús que secuestraron los emperadores

¿Quien me presta una escalera

para subir al madero,

para quitarle los clavos

a Jesús el Nazareno?

(Antonio Machado)

Hace unos días el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se refirió a Jesús como el más grande socialista de la historia. No me interesa aquí hacer una defensa o un ataque de su persona. Sólo quisiera hacer algunas observaciones sobre una típica reacción que causaron sus palabras por diversas partes del mundo.

Tal vez decir que Jesús era socialista es como decir que Tutankamón era egipcio o Séneca era español. No deja de ser una imprecisión semántica. Sin embargo, aquellos que en este tiempo se han acercado a mí con cara de espantados por las palabras del “chico malo” ¿lo hacían en función de algún razonamiento o simplemente en función de los códigos impuestos por un discurso dominante?

En lo personal, siempre me ha incomodado el poder acumulado en un solo hombre. Pero si el señor Chávez es un hombre poderoso en su país, en cambio no es él el responsable del actual orden que rige en el mundo. Para unos pocos, el mejor orden posible. Para la mayoría, la fuente de la violencia física y, sobre todo, moral.

Si es un escándalo imaginar a un Jesús socialista, ¿por qué no lo es, entonces, asociarlo y comprometerlo con la cultura y la ética capitalista? Si es un escándalo asociar a Jesús con el eterno rebelde, ¿por qué no lo es, en cambio, asociarlo a los intereses de los sucesivos imperios —exceptuando el más antiguo imperio romano? Aquellos que no discuten la sacralizad del capitalismo son, en gran número, fervientes seguidores de Jesús. Mejor dicho, de una imagen particular y conveniente de Jesús. En ciertos casos no sólo seguidores de su palabra, sino administradores de su mensaje.

Todos, o casi todos, estamos a favor de cierto desarrollo económico. Sin embargo, ¿por qué siempre se confunde justicia social con desarrollo económico? ¿Por qué es tan difundida aquella teología cristiana que considera el éxito económico, la riqueza, como el signo divino de haber sido elegido para entrar al Paraíso, aunque sea por el ojo de una aguja?

Tienen razón los conservadores: es una simplificación reducir a Jesús a su dimensión política. Pero esta razón se convierte en manipulación cuando se niega de plano cualquier valor político en su acción, al mismo tiempo que se usa su imagen y se invocan sus valores para justificar una determinada política. Es política negar la política en cualquier iglesia. Es política presumir de neutralidad política. No es neutral un observador que presencia pasivo la tortura o la violación de otra persona. Menos neutral es aquel que ni siquiera quiere mirar y da vuelta la cabeza para rezar. Porque si el que calla otorga, el indiferente legitima.

Es política la confirmación de un statu quo que beneficia a una clase social y mantiene sumergida otras. Es político el sermón que favorece el poder del hombre y mantiene bajo su voluntad y conveniencia a la mujer. Es terriblemente política la sola mención de Jesús o de Mahoma antes, durante y después de justificar una guerra, una matanza, una dictadura, el exterminio de un pueblo o de un solo individuo.

Lamentablemente, aunque la política no lo es todo, todo es política. Por lo cual, una de las políticas más hipócritas es afirmar que existe alguna acción social en este mundo que pueda ser apolítica. Podríamos atribuir a los animales esta maravillosa inocencia, si no supiésemos que aún las comunidades de monos y de otros mamíferos están regidas no sólo por un aclaro negocio de poderes sino, incluso, por una historia que establece categorías y privilegios. Lo cual debería ser suficiente para menguar en algo el orgullo de aquellos opresores que se consideran diferentes a los orangutanes por la sofisticada tecnología de su poder.

Hace muchos meses escribimos sobre el factor político en la muerte de Jesús. Que su muerte estuviese contaminada de política no desmerece su valor religioso sino todo lo contrario. Si el hijo de Dios bajó al mundo imperfecto de los hombres y se sumergió en una sociedad concreta, una sociedad oprimida, adquiriendo todas las limitaciones humanas, ¿por qué habría de hacerlo ignorando uno de los factores principales de esa sociedad que era, precisamente, un factor político de resistencia?

¿Por qué Jesús nació en un hogar pobre y de escasa gravitación religiosa? ¿Por qué no nació en el hogar de un rico y culto fariseo? ¿Por qué vivió casi toda su vida en un pueblito periférico, como lo era Nazareth, y no en la capital del imperio romano o en la capital religiosa, Jerusalén? ¿Por qué fue hasta Jerusalén, centro del poder político de entonces, a molestar, a desafiar al poder en nombre de la salvación y la dignidad humana más universal? Como diría un xenófobo de hoy: si no le gustaba el orden de las cosas en el centro del mundo, no debió dirigirse allí a molestar.

Recordemos que no fueron los judíos quienes mataron a Jesús sino los romanos. Aquellos romanos que nada tienen que ver con los actuales habitantes de Italia, aparte del nombre. Alguien podría argumentar que los judíos lo condenaron por razones religiosas. No digo que las razones religiosas no existieran, sino que éstas no excluyen otras razones políticas: la case alta judía, como casi todas las clases altas de los pueblos dominados por los imperios ajenos, se encontraba en una relación de privilegio que las conducía a una diplomacia complaciente con el imperio romano. Así también ocurrió en América, en tiempos de la conquista. Los romanos, en cambio, no tenían ninguna razón religiosa para sacarse de encima el problema de aquel rebelde de Nazareth. Sus razones eran, eminentemente, políticas: Jesús representaba una grave amenaza al pacífico orden establecido por el imperio.

Ahora, si vamos a discutir las opciones políticas de Jesús, podríamos referirnos a los textos canonizados después del concilio de Nicea, casi trescientos años después de su muerte. El resultado teológico y político de este concilio fundacional podría ser cuestionable. Es decir, si la vida de Jesús se desarrolló en el conflicto contra el poder político de su tiempo, si los escritores de los Evangelios, algo posteriores, sufrieron de persecuciones semejantes, no podemos decir lo mismo de aquellos religiosos que se reunieron en el año 325 por orden de un emperador, Constantino, que buscaba estabilizar y unificar su imperio, sin por ello dejar de lado otros recursos, como el asesinato de sus adversarios políticos.

Supongamos que todo esto no importa. Además hay puntos muy discutibles. Tomemos los hechos de los documentos religiosos que nos quedaron a partir de ese momento histórico. ¿Qué vemos allí?

El hijo de Dios naciendo en un establo de animales. El hijo de Dios trabajando en la modesta carpintería de su padre. El hijo de Dios rodeado de pobres, de mujeres de mala reputación, de enfermos, de seres marginados de todo tipo. El hijo de Dios expulsando a los mercaderes del templo. El hijo de Dios afirmando que más fácil sería para un camello pasar por el ojo de una aguja que un rico subiese al reino de los cielos (probablemente la voz griega kamel no significaba camello sino una soga enorme que usaban en los puertos para amarrar barcos, pero el error en la traducción no ha alterado la idea de la metáfora). El hijo de Dios cuestionando, negando el pretendido nacionalismo de Dios. El hijo de Dios superando leyes antiguas y crueles, como la pena de muerte a pedradas de una mujer adúltera. El hijo de Dios separando los asuntos del César de los asuntos de su Padre. El hijo de Dios valorando la moneda de una viuda sobre las clásicas donaciones de ricos y famosos. El hijo de Dios condenando el orgullo religioso, la ostentación económica y moral de los hombres. El hijo de Dios entrando en Jerusalén sobre un humilde burro. El hijo de Dios enfrentándose al poder religioso y político, a los fariseos de la Ley y a los infiernos imperiales del momento. El hijo de Dios difamado y humillado, muriendo bajo tortura militar, rodeado de pocos seguidores, mujeres en su mayoría. El hijo de Dios haciendo una incuestionable opción por los pobres, por los débiles y marginados por el poder, por la universalización de la condición humana, tanto en la tierra como en el cielo.

Difícil perfil para un capitalista que dedica seis días de la semana a la acumulación de dinero y medio día a lavar su conciencia en la iglesia; que ejercita una extraña compasión (tan diferente a la solidaridad) que consiste en ayudar al mundo imponiéndole sus razones por las buenas o por las malas.

Aunque Jesús sea hoy el principal instrumento de los conservadores que se aferran al poder, todavía es difícil sostener que no fuera un revolucionario. Precisamente no murió por haber sido complaciente con el poder político de turno. El poder no mata ni tortura a sus adulones; los premia. Queda para los otros el premio mayor: la dignidad. Y creo que pocas figuras en la historia, sino ninguna otra, enseña más dignidad y compromiso con la humanidad toda que Jesús de Nazaret, a quien un día habrá que descolgar de la cruz.

Jorge Majfud

The University of Georgia

26 de enero de 2007

The Jesus the Emperors Kidnapped

Who will lend me a ladder

to climb up the timbering,

to remove the nails from

Jesus the Nazarene?

(Antonio Machado)

A few days ago the president of Venezuela, Hugo Chávez, referred to Jesus as the greatest socialist in history. I am not interested here in making a defense or an attack on his person. I would only like to make a few observations about a typical reaction caused by his words throughout different parts of the world.

Perhaps saying that Jesus was a socialist is like saying that Tutankhamen was Egyptian or Seneca was Spanish. It remains a semantic imprecision. Nevertheless, those who recently have approached me with a look of horror on their faces as a result of the words of the “bad boy,” did they do so on the basis of some reasoning or simply on the basis of the codes imposed by a dominant discourse?

Personally, I have always been uncomfortable with power accumulated in just one man. But although Mr. Chávez is a powerful man in his country, he is not the one responsible for the current state of the world. For an elite few, the best state possible. For most, the source of physical and, above all, moral violence.

If it is a scandal to imagine Jesus to be socialist, why is it not, then, to associate him and compromise him with capitalist culture and ethics? If it is a scandal to associate Jesus with the eternal rebel, why is it not, in contrast, to associate him with the interests of successive empires – with the exception of the ancient Roman empire? Those who do not argue the sacrality of capitalism are, in large number, fervent followers of Jesus. Better said, of a particular and convenient image of Jesus. In certain cases not only followers of his word, but administrators of his message.

All of us, or almost all of us, are in favor of certain economic development. Nonetheless, why is social justice always confused with economic development? Why is that Christian theology that considers economic success, wealth, to be the divine sign of having been chosen to enter Paradise, even if through the eye of a needle, so widely disseminated?

Conservatives are right: it is a simplification to reduce Jesus to his political dimension. But their reasoning becomes manipulation when it denies categorically any political value in his action, at the same time that his image is used and his values are invoked to justify a determined politics. It is political to deny politics in any church. It is political to presume political neutrality. An observer who passively witnesses the torture or rape of another person is not neutral. Even less neutral is he who does not even want to watch and turns his head to pray. Because if he who remains silent concedes, he who is indifferent legitimates.

The confirmation of a status quo that benefits one social class and keeps others submerged is political. The sermon that favors the power of men and keeps women under their will and convenience is political. The mere mention of Jesus or Mohammed before, during and after justifying a war, a killing, a dictatorship, the extermination of a people or of a lone individual is terribly political.

Lamentably, although politics is not everything, everything is political. Therefore, one of the most hypocritical forms of politics is to assert that some social action exists in this world that might be apolitical. We might attribute to animals this marvelous innocence, if we did not know that even communities of monkies and of other mammals are governed not only by a clear negotiation of powers but, even, by a history that establishes ranks and privileges. Which ought to be sufficient to diminish somewhat the pride of those oppressors who consider themselves different from orangutangs because of the sophisticated technology of their power.

Many months ago we wrote about the political factor in the death of Jesus. That his death was contaminated by politics does not take away from his religious value but quite the contrary. If the son of God descended to the imperfect world of men and immersed himself in a concrete society, an oppressed society, acquiring all of the human limitations, why would he have to do so ignoring one of the principle factors of that society which was, precisely, a political factor of resistance?

Why was Jesus born in a poor home and one of scarce religious orientation? Why was he not born in the home of a rich and educated pharisee? Why did he live almost his entire life in a small, peripheral town, as was Nazareth, and not in the capital of the Roman Empire or in the religious capital, Jerusalem? Why did he go to Jerusalem, the center of political power at the time, to bother, to challenge power in the name of the most universal human salvation and dignity? As a xenophobe from today would say: if he didn’t like the order of things in the center of the world, he shouldn’t have gone there to cause trouble.

We must remember that it was not the Jews who killed Jesus but the Romans. Those Romans who have nothing to do with the present day inhabitants of Italy, other than the name. Someone might argue that the Jews condemned him for religious reasons. I am not saying that religious reasons did not exist, but that these do not exlude other, political, reasons: the Jewish upper class, like almost all the upper classes of peoples dominated by foreign empires, found itself in a relationship of privilege that led it to a complacent diplomacy with the Roman Empire. This is what happened also in America, in the times of the Conquest. The Romans, in contrast, had no religious reason for taking care of the problem of that rebel from Nazareth. Their reasons were eminently political: Jesus represented a grave threat to the peaceful order established by the empire.

Now, if we are going to discuss Jesus’ political options, we might refer to the texts canonized after the first Council of Nicea, nearly three hundred years after his death. The theological and political result of this founding Council may be questionable. That is to say, if the life of Jesus developed in the conflict against the political power of his time, if the writers of the Gospels, somewhat later, suffered similar persecutions, we cannot say the same about those religious men who gathered in the year 325 by order of an emperor, Constantine, who sought to stabilize and unify his empire, without leaving aside for this purpose other means, like the assassination of his political adversaries.

Let us suppose that all of this is not important. Besides there are very debatable points. Let us take the facts of the religious documents that remain to us from that historical moment. What do we see there?

The son of God being born in an animal stable. The son of God working in the modest carpenter trade of his father. The son of God surrounded by poor people, by women of ill repute, by sick people, by marginalized beings of every type. The son of God expelling the merchants from the temple. The son of God asserting that it would be easier for a camel to pass through the eye of a needle than for a rich man to ascend to the kingdom of heaven (probably the Greek word kamel did not mean camel but an enormous rope that was used in the ports to tie up the boats, but the translation error has not altered the idea of the metaphor). The son of God questioning, denying the alleged nationalism of God. The son of God surpassing the old and cruel laws, like the penalty of death by stoning of an adulterous woman. The son of God separating the things of Ceasar from the things of the Father. The son of God valuing the coin of a widow above the traditional donations of the rich and famous. The son of God condemning religious pride, the economic and moral ostentation of men. The son of God entering into Jerusalem on a humble donkey. The son of God confronting religious and political power, the pharisees of the Law and the imperial hells of the moment. The son of God defamed and humiliated, dying under military torture, surrounded by a few followers, mostly women. The son of God making an unquestionable option for the poor, for the weak and the marginalized by power, for the universalization of the human condition, on earth as much as in heaven.

A difficult profile for a capitalist who dedicates six days of the week to the accumulation of money and half a day to clean his conscience in church; who exercises a strange compassion (so different from solidarity) that consists in helping the world by imposing his reasons like it or not.

Even though Jesus may be today the principal instrument of conservatives who grasp at power, it is still difficult to sustain that he was not a revolutionary. To be precise he did not die for having been complacent with the political power of the moment. Power does not kill or torture its bootlickers; it rewards them. For the others remains the greater prize: dignity. And I believe that few if any figures in history show more dignity and commitment with all of humanity than Jesus of Nazareth, who one day will have to be brought down from the cross.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La privatización de Dios

A la medida del consumidor

En el siglo XVII, el genial matemático Blaise Pascal escribió que los hombres nunca hacen el mal con tanto placer como cuando lo hacen por convicciones religiosas. Esta idea —de un hombre profundamente religioso— tuvo diferentes variaciones desde entonces. Durante el siglo pasado, los mayores crímenes contra la humanidad fueron promovidos, con orgullo y pasión, en nombre del Progreso, de la Justicia y de la Libertad. En nombre del Amor, puritanos y moralistas organizaron el odio, la opresión y la humillación; en nombre de la vida, los líderes y profetas derramaron la muerte por vastas regiones del planeta. Actualmente, Dios ha vuelto a ser la principal excusa para ejercitar el odio y la muerte, ocultando las ambiciones de poder, los intereses terrenales y subterrenales tras sagradas invocaciones. De esta forma, reduciendo cada tragedia en el planeta a la milenaria y simplificada tradición de la lucha del Bien contra el Mal, de Dios contra el Demonio, se legitima el odio, la violencia y la muerte. De otra forma, no podríamos entender cómo hombres y mujeres se inclinan para rezar con orgullo y fanatismo, con hipócrita humildad, como si fuesen ángeles puros, modelos de moralidad, al tiempo que esconden entre sus ropas la pólvora o el cheque extendido para la muerte. Y si sus líderes son conscientes del fraude, sus súbditos no son menos responsables por estúpidos, no son menos responsables de tantos crímenes y matanzas que explotan cada día, promovidos por criminales convicciones metafísicas, en nombre de Dios y la Moral —cuando no en nombre de una raza, de una cultura y de una larga tradición recién estrenada, hecha a medida de la ambición y los odios presentes.

El imperio de las simplificaciones

Sí, podemos creer en los pueblos. Podemos creer que son capaces de las creaciones más asombrosas —como será un día su propia liberación—; y de estupideces inconmensurables también, disimuladas siempre por un interesado discurso complaciente que procura anular la crítica y la provocación a la mala conciencia. Pero, ¿cómo llegamos a tantas negligencias criminales? ¿De dónde sale tanto orgullo en este mundo donde la violencia aumenta cada vez más y cada vez más gente dice haber escuchado a Dios?

La historia política nos demuestra que una simplificación es más poderosa y es mejor aceptada por la vasta mayoría de una sociedad que una problematización. Para un político o para un líder espiritual, por ejemplo, es una muestra de debilidad admitir que la realidad es compleja. Si su adversario procede despojando el problema de sus contradicciones y lo presenta ante el público como una lucha del Bien contra el Mal, sin duda tendrá más posibilidades de triunfar. Al fin y al cabo la educación básica y primaria de nuestro tiempo está basada en la publicidad del consumo o en la sumisión permisiva; elegimos y compramos aquello que nos soluciona los problemas, rápido y barato, aunque el problema sea creado por la solución, aunque el problema continúe siendo real y la solución siga siendo virtual. Sin embargo, una simplificación no elimina la complejidad del problema analizado sino que, por el contrario, produce mayores y a veces trágicas consecuencias. Negar una enfermedad no la cura; la empeora.

¿Por qué no hablamos de los por qué?

Tratemos ahora de problematizar un fenómeno social cualquiera. Sin duda, no llegaremos al fondo de su complejidad, pero podemos tener una idea del grado de simplificación con el que es tratado diariamente, no siempre de forma inocente.

Comencemos con un breve ejemplo. Consideremos el caso de un hombre que viola y mata a una niña. Tomo este ejemplo no sólo por ser uno de los crímenes más aborrecibles que podemos considerar, junto con la tortura, sino porque representa una maldita costumbre criminal en todas nuestras sociedades, aún en aquellas que se jactan de su virtuosismo moral.

En primer lugar, tenemos un crimen. Más allá de los significados de “crimen” y de “castigo”, podemos valorar el acto en sí mismo, es decir, no necesitamos recurrir a la genealogía del criminal y de su víctima, no necesitamos investigar sobre los orígenes de la conducta del criminal para valorar el lecho en sí. Tanto la violación como el asesinato deben ser castigados por la ley, por el resto de la sociedad. Y punto. Desde este punto de vista, no hay discusiones.

Muy bien. Ahora imaginemos que en un país determinado la cantidad de violaciones y asesinatos se duplica en un año y luego vuelve a duplicarse al año siguiente. Una simplificación sería reducir el nuevo fenómeno al hecho criminal antes descrito. Es decir, una simplificación sería entender que la solución al problema sería no dejar ni uno solo de los crímenes impunes. Dicho de una tercer forma, una simplificación sería no reconocer el fenómeno social  detrás de un hecho delictivo individual. Un análisis más a fondo del primer caso podría revelarnos una infancia dolorosa, marcada por los abusos sexuales contra el futuro abusador, contra el futuro criminal. Esta observación, de ningún modo quitaría valoración criminal al hecho en sí, tal como lo anotamos más arriba, pero serviría para comenzar a ver la complejidad de un problema que amenaza con ser simplificado al extremo de perpetuarlo. A partir de este análisis psicológico del individuo, seguramente pasaríamos a advertir otro tipo de implicaciones referidas a su propio contexto, como por ejemplo las condiciones económicas de una determinada clase social sumergida, su explotación o su estigmatización moral a través del resto de la sociedad, la violencia moral y la humillación de la miseria, sus escalas de valores construidas según un aparato de producción, reproducción y consumo contradictorio, por instituciones sociales como una educación pública que no los ayuda más de lo que los humilla, ciertas organizaciones religiosas que han creado el pecado para los pobres al tiempo que los usan para ganarse el Paraíso, los medios de comunicación, la publicidad, las contradicciones laborales… y así sucesivamente.

De la misma forma podemos entender el terrorismo de nuestro tiempo. Está fuera de discusión (o debería estarlo) el valor criminal de un acto terrorista en sí mismo. Matar es siempre una desgracia, una maldición histórica. Pero matar inocentes y a gran escala no tiene justificación ni perdón de ningún tipo. Por lo tanto, renunciar al castigo de quienes lo promueven sería a su vez un acto de cobardía y una flagrante concesión a la impunidad.

No obstante, también aquí debemos recordar la advertencia inicial. Entender un fenómeno histórico y social como la consecuencia de la existencia de “malos” en la Tierra, es una simplificación excesivamente ingenua o, de lo contrario, es una simplificación astutamente ideológica que, al evitar un análisis integral —histórico, económico, de poder— excluye a los administradores del significado: los buenos.

No vamos a entrar a analizar, en estas breves reflexiones, cómo se llega a identificar a un determinado grupo y no a otros con el calificativo de “terroristas”. Para ello bastaría con recomendar la lectura de Roland Barthes —por mencionar sólo un clásico. Vamos a asumir el significado restringido del término, que es el que han consolidado los medios de prensa y el resto de las narraciones políticas.

No obstante, aún así, si recurriésemos a la idea de que el terrorismo existe porque existen criminales en el mundo, tendríamos que pensar que en los últimos tiempos ha habido una cosecha excesiva de seres malvados. Lo cual se encuentra explícito en el discurso de todos los gobiernos de los países afectados por el fenómeno. Pero si fuera verdad que hoy en nuestro mundo hay más malos que antes, seguramente no será por gracia de Dios sino por un devenir histórico que ha producido tal fenómeno. Ningún fenómeno histórico se produce por azar y, por lo tanto, creer que matando a los terroristas se eliminará el terrorismo en el mundo no sólo es una simplificación necia, sino que, al negar un origen histórico al problema, al presentarlo como ahistórico, como producto puro del Mal, incluso como la lucha entre dos “esencias” teológicas apartadas de cualquier contexto político, económico y social provocan un agravamiento trágico. Es una forma de no enfrentar el problema, de no atacar sus profundas raíces.

En muchas ocasiones no se puede prescindir de la violencia. Por ejemplo, si alguien nos ataca parecería lícito que nos defendamos con el mismo grado de violencia. Seguramente un verdadero cristiano ofrecería la otra mejilla antes que promover una reacción violenta; no obstante, si reaccionara con violencia ante una agresión no se le podría negar el derecho, aunque esté en contradicción con uno de los mandamientos de Cristo. Pero si una persona o un gobierno nos dice que la violencia se reducirá derramando más violencia sobre los malos —y afectando de paso a inocentes—, no sólo está negando la búsqueda del origen de ese fenómeno, sino que además estará consolidándolo o, al menos, legitimándolo ante la vista de quienes sufren las consecuencias.

Castigar a los culpables de la violencia es un acto de justicia. Sostener que la violencia existe sólo porque existen los violentos es un acto de ignorancia o de manipulación ideológica.

Si se continúa simplificando el problema, sosteniendo que se trata de un conflicto producido por la “incompatibilidad” de dos concepciones religiosas —como si alguna de ellas no hubiese estado ahí desde hace siglos—, como si se tratase de una simple guerra donde el triunfo se deduce de la derrota final del enemigo, se llevará al mundo a una guerra intercontinental. Si se busca seriamente el origen y la motivación del problema —el “por qué”— y se actúa eliminándolo o atenuándolo, seguramente asistiremos al relajamiento de una tensión que cada día es mayor. No al final de la violencia y la injusticia del mundo, pero al menos se evitará una desgracia de proporciones inimaginables.

El análisis del “origen de la violencia” no tendría mucho valor si se produjese y se consumiese dentro de una universidad. Deberá ser un problema de titulares, un problema a discutir desapasionadamente en los bares y en las calles. Simultáneamente, habrá que reconocer, una vez más, que necesitamos un verdadero diálogo. No reiniciar la farsa diplomática, sino un diálogo entre pueblos que comienzan peligrosamente a verse como enemigos, como amenazas, unos de otros —una discusión, más bien, basada en una profunda y aplastante ignorancia del otro y de sí mismo—. Es urgente un diálogo doloroso pero valiente, donde cada uno de nosotros reconozcamos nuestros prejuicios y nuestros egoísmos. Un diálogo que prescinda del fanatismo religioso —islámico y cristiano— tan de moda en estos días, con pretensiones de mesianismo y purismo moral. Un diálogo, en fin, aunque le pese a los sordos que no quieren oír.

El Dios verdadero

Según los verdaderos fieles y la religión verdadera, sólo puede haber un Dios verdadero, Dios. Algunos afirman que el verdadero Dios es Uno y es Tres al mismo tiempo, pero a juzgar por las evidencias Dios es Uno y es Muchos más. El verdadero Dios es único pero con políticas diferentes según los intereses de los verdaderos fieles. Cada uno es el Dios verdadero, cada uno mueve a sus fieles contra los fieles de los otros dioses que son siempre dioses falsos aunque cada uno sea el Dios verdadero. Cada Dios verdadero organiza la virtud de cada pueblo virtuoso sobre la base de las verdaderas costumbres y la verdadera Moral. Existe una sola Moral basada en el Dios verdadero, pero como existen múltiples Dios verdadero también existen múltiples Moral verdadera, una sola de la cual es verdaderamente verdadera.

Pero ¿cómo saber cuál es la verdadera verdad? Los métodos de prueba son discutibles; lo que no se discute es la praxis probatoria: el desprecio, la amenaza, la opresión y, por las dudas, la muerte. La muerte verdadera siempre es el recurso final e inevitable de la verdad verdadera, que procede del Dios verdadero, para salvar a la verdadera Moral y, sobre todo, a los verdaderos fieles.

Sí, a veces dudo de lo verdadero y sé que la duda ha sido maldecida por todas las religiones, por todas las teologías y por todos los discursos políticos. A veces dudo, pero es probable que Dios no desprecie mi duda. Debe estar muy ocupado entre tanta obviedad, ante tanto orgullo, entre tanta moralidad, detrás de tantos ministros que se han apropiado de su palabra, secuestrándolo en un edificio cualquiera para actuar puertas afuera sin obstáculos.

Jorge Majfud

Athens, diciembre 2004

The Privatization of God

Custom-made for the consumer

In the 17th century, the mathematics genius Blaise Pascal wrote that men never do evil with greater pleasure than when they do it with religious conviction. This idea – from a deeply religious man – has taken a variety of different forms since. During the last century, the greatest crimes against humanity were promoted, with pride and passion, in the name of Progress, of Justice and of Freedom. In the name of Love, Puritans and moralists organized hatred, oppression and humiliation; in the name of Life, leaders and prophets spilled death over vast regions of the planet. Presently, God has come to be the main excuse for excercises in hate and death, hiding political ambitions, earthly and infernal interests behind sacred invocations. In this way, by reducing each tragedy on the planet to the millenarian and simplified tradition of the struggle between Good and Evil, of God against the Devil, hatred, violence and death are legitimated. There is no other way to explain how men and women are inclined to pray with fanatical pride and hypocritical humility, as if they were pure angels, models of morality, all the while hiding gunpowder in their clothing, or a check made out to death. And if the leaders are aware of the fraud, their subjects are no less responsible for being stupid, no less culpable for their criminal metaphysical convictions, in the name of God and Morality – when not in the name of a race, of a culture – and from a long tradition, recently on exhibit, custom-fit to the latest in hatred and ambition.

Empire of the simplifications

Yes, we can believe in the people. We can believe that they are capable of the most astounding creations – as will be one day their own liberation – and also of incommensurable stupidities, these latter always concealed by a complacent and self-interested discourse that manages to nullify criticism and any challenge to bad conscience. But, how did we come to such criminal negligence? Where does so much pride come from in a world where violence grows daily and more and more people claim to have heard the voice of God?

Political history demonstrates that a simplification is more powerful and better received by the vast majority of a society than is a problematization. For a politician or for a spiritual leader, for example, it is a show of weakness to admit that reality is complex. If one’s adversary expunges from a problem all of its contradictions and presents it to the public as a struggle between Good and Evil, the adversary undoubtedly is more likely to triumph. In the final analysis, the primary lesson of our time is grounded in commercial advertising or in permissive submission: we elect and we buy that which solves our problems for us, quickly and cheaply, even though the problem might be created by the solution, and even though the problem might continue to be real while the solution is never more than virtual. Nonetheless, a simplification does not eliminate the complexity of the problem in question, but rather, on the contrary, produces greater problems, and sometimes tragic consequences. Denying a disease does not cure it; it makes it worse.

Why don’t we talk about why?

Let’s try now to problematize some social phenomenon. Undoubtedly, we will not plumb the full depths of its complexity, but we can get an idea of the degree of simplification with which it is treated on a daily basis, and not always innocently.

Let’s start with a brief example. Consider the case of a man who rapes and kills a young girl. I take this example not only because it is, along with torture, one of the most abhorrent crimes imaginable, but because it represents a common criminal practice in all societies, even those that boast of their special moral virtues.

First of all, we have a crime. Beyond the semantics of “crime” and “punishment,” we can evaluate the act on its own merits, without, that is, needing to recur to a genealogy of the criminal and of his victim, or needing to research the origins of the criminal’s conduct. Both the rape and the murder should be punished by the law, and by the rest of society. And period. On this view, there is no room for discussion.

Very well. Now let’s imagine that in a given country the number of rapes and murders doubles in a particular year and then doubles again the year after that. A simplification would be to reduce the new phenomenon to the criminal deed described above. That is to say, a simplification would be to understand that the solution to the problem would be to not let a single one of these crimes go unpunished. Stated in a third way, a simplification would be to not recognize the social realities behind the individual criminal act. A more in-depth analysis of the first case could reveal to us a painful childhood, marked by the sexual abuse of the future abuser, of the future criminal. This observation would not in any way overturn the criminality of the deed itself, just as evaluated above, but it would allow us to begin to see the complexity of a problem that a simplification threatens to perpetuate. Starting from this psychological analysis of the individual, we could certainly continue on to observe other kinds of implications arising from the same criminal’s circumstances, such as, for example, the economic conditions of a specific social underclass, its exploitation and moral stigmatization by the rest of society, the moral violence and humiliation of its misery, its scales of moral value constructed in accordance with an apparatus of production, reproduction and contradictory consumption, by social institutions like a public education system that helps the poor less than it humiliates them, certain religious organizations that have created sin for the poor while using the latter to earn Paradise for themselves, the mass media, advertising, labor contradictions… and so on.

We can understand terrorism in our time in the same way. The criminality of an act of terrorism is not open to discussion (or it shouldn’t be). Killing is always a disgrace, a historical curse. But killing innocents and on a grand scale can have no justification or pardon of any kind. Therefore, to renounce punishment for those who promote terrorism is an act of cowardice and a flagrant concession to impunity.

Nevertheless, we should also remember here our initial caveat. Understanding a social and historical phenomenon as a consequence of the existence of “bad guys” on Earth is an extremely naive simplification or, to the contrary, an ideologically astute simplification that, by avoiding integrated analysis -historical, economic, political – exempts the administrators of the meaning of “bad”: the good guys.

We will not even begin to analyze, in these brief reflections, how one comes to identify one particular group and not others with the qualifier “terrorist.” For that let it suffice to recommend a reading of Roland Barthes – to mention just one classic source. We will assume the restricted meaning of the term, which is the one assumed by the press and the mainstream political narratives.

Even so, if we resort to the idea that terrorism exists because criminals exist in the world, we would have to think that in recent times there has been an especially abundant harvest of wicked people. (An idea explicitly present in the official discourse of all the governments of countries affected by the phenomenon.) But if it were true that in our world today there are more bad people than before, surely it isn’t by the grace of God but via historical developments that such a phenomenon has come to be. No historical circumstance is produced by chance, and therefore, to believe that killing terrorists will eliminate terrorism from the world is not only a foolish simplification but, by denying a historical origin for the problem, by presenting it as ahistorical, as purely a product of Evil, even as a struggle between two theological “essences” removed from any social, economic and political context, provokes a tragic worsening of the situation. It is a way of not confronting the problem, of not attacking its deep roots.

On many occasions violence is unavoidable. For example, if someone attacks us it would seem legitimate to defend ourselves with an equal degree of violence. Certainly a true Christian would offer the other cheek before instigating a violent reaction; however, if he were to respond violently to an act of aggression no one could deny him the right, even though he might be contradicting one of the commandments of Christ. But if a person or a government tells us that violence will be diminished by unleashing violence against the bad guys – affecting the innocent in the process – not only does this deny the search for a cause for the violence, it also will serve to strengthen it, or at least legitimate it, in the eyes of those who suffer the consequences.

Punishing those responsible for the violence is an act of justice. Claiming that violence exists only because violent people exist is an act of ignorance or of ideological manipulation.

If one continues to simplify the problem, insisting that it consists of a conflict produced by the “incompatibility” of two religious views – as if one of them had not been present for centuries – as if it were a matter of a simple kind of war where victory is achieved only with the total defeat of the enemy, one will drag the entire world into an intercontinental war. If one genuinely seeks the social origin and motivation of the problem – the “why” – and acts to eliminate and attenuate it, we will most assuredly witness a relaxing of the tension that is currently escalating. We will not see the end of violence and injustice in the world, but at least misfortune of unimaginable proportions will be avoided.

The analysis of the “origin of violence” would be useless if it were produced and consumed only within a university. It should be a problem for the headlines, a problem to be discussed dispassionately in the bars and in the streets. At the same time, we will have to recognize, once again, that we need a genuine dialogue. Not a return to the diplomatic farce, but a dialogue between peoples who have begun dangerously to see one another as enemies, as threats – a disagreement, really, based on a profound and crushing ignorance of the other and of oneself. What is urgent is a painful but courageous dialogue, where each one of us might recognize our prejudice and our self-centeredness. A dialogue that dispenses with the religious fanaticism – both Muslim and Christian – so in vogue these days, with its messianic and moralizing pretensions. A dialogue, in short, to spite the deaf who refuse to hear.

The True God

According to the true believers and the true religion, there can be only one true God, God. Some claim that the true God is One and he is Three at the same time, but judging by the evidence, God is One and Many more. The true God is unique but with different politics according to the interests of the true believers. Each one is the true God, each one moves the faithful against the faithful of other gods, which are always false gods even though each one is someone’s true God. Each true God organizes the virtue of each virtuous people on the basis of true customs and the true Morality. There is only one Morality based on the true God, but since there is more than one true God there is also more than one true Morality, only one of which is truly true.

But, how do we know which one is the true truth? The proper methods for proof are disputable; what is not disputed is the current practice: scorn, threats, oppression and, when in doubt, death. True death is always the final and inevitable recourse of the true truth, which comes from the true God, in order to save the true Morality and, above all, the true believers.

Yes, at times I have my doubts about what is true, and I know that doubt has been condemned by all religions, by all theologies, and by all political discourses. At times I have my doubts, but it is likely that God does not hold my doubt in contempt. He must be very busy concerning himself with so much certainty, so much pride, so much morality, behind so many ministers who have taken control of his word, holding Him hostage in a building somewhere so as to be able to conduct their business in public without obstacles.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell.

Jorge Majfud is a Uruguayan writer. His most recent novel is La Reina de América (Baile de Sol, 2002).

© 1995-2005 Resource Center of the Americas

Intelectuales, demasiado humanos

Quizás no sea un detalle menor y sin duda es parte de la misma razón histórica, el hecho que las preocupaciones del “pensamiento puro” han estado siempre contaminadas por las luchas entre los poderes sociales de cada momento. Nada humano se encuentra en estado puro o neutral aunque los esfuerzos de purificación y neutralización también son prácticas comunes. Edward Said, como Harry Bracken, observaron que las discusiones sobre el pensamiento de Locke, Hume y el empirismo tienen en cuenta todo tipo de influencias menos la explícita conexión entre las doctrinas de estos escritores clásicos y las teorías raciales que justificaban la esclavitud y la explotación colonialista. Podemos agregar otro aspecto que condiciona ese grupo social vagamente definido como intelectual y al que todos pertenecemos de forma más o menos discontinua. 

Hasta la Ilustración los artistas y los intelectuales dependían del poder del momento: la Iglesia, en el caso de los clérigos; los duques y los príncipes en el caso de los científicos, artistas y escritores del Renacimiento; las primeras universidades privadas, primero, y las públicas después en el caso de los profesores. Hasta fines de la Edad Media, los libros eran copiados a mano en gran medida por el clero, por una clase social minoritaria que no necesitaba agacharse sobre la tierra y bajo el sol para ganar su sustento. A diferencia de muchos filósofos de la antigüedad grecorromana, esta clase destacaba por el comentario textual y a través de éstos reproducía aquellas opiniones que más convenía a la nobleza o al Vaticano de la época. La cultura ilustrada, las bibliotecas, eran verdaderos templos y recintos casi exclusivos de las clases altas. Las clases trabajadoras, en su mayoría partícipes de una cultura agrícola, consumían el sermón oral del púlpito, la interpretación digerida, al tiempo que reproducían sus propios mitos y leyendas. La invención de la imprenta de caracteres móviles en 1453 produjo una explosión de copias, casi al mismo tiempo que los intelectuales de Constantinopla huyen del avance turco para desparramar sobre Europa los textos y los hábitos de análisis y estudio de textos paganos que al comienzo se llamó humanidades.

Desde la Ilustración y sobre todo desde el siglo XIX, los intelectuales se refugiaron en los libros que compraba la alta burguesía y en los diarios que consumía la baja burguesía primero y el proletariado industrial después. Es el caso de intelectuales como Karl Marx, quien mientras escribía El Capital sobrevivió diez años a dura penas de los artículos que le vendía a The New York Daily Tribune traducidos al inglés por Engles. En el siglo XIX y XX, con la expansión del trabajo industrial y la aparición de obreros especializados, se universaliza la educación ilustrada. Las agresivas campañas de alfabetización son un instrumento de modernización industrial y al mismo tiempo instrumento de dominación y liberación de las clases populares. Los nuevos lectores de diarios y libros de bolsillo pasan a ser los principales clientes de los intelectuales que, consecuentemente con el movimiento humanista iniciado en el siglo XV, en gran medida se independizarán de los poderes elitistas para pasar a relacionarse ambiguamente con el nuevo poder popular, unas veces para movilizarlo en nombre de sus derechos o de su propia liberación, otras para silenciarlo en beneficio de una minoría en el poder ideológico y otras simplemente para adularlo en beneficio de la propia vanidad del intelectual. Un número creciente de intelectuales pasa a pertenecer a una clase media y, de no ser por el ambiguo prestigio de su actividad, una clase social baja. Pero su mayor desafío sigue siendo observar la tradición crítica del humanismo que, basado en las ideas de razón crítica y razón histórica, tiene como única bandera la libertad o, más concretamente, la liberación. Una bandera nunca clara del todo, de múltiples colores y con frecuencia contradictoria, pero una bandera que reclama siempre una mirada crítica que debe desafiar a la tradición y a las verdades establecidas por ésta. Todavía hoy sigue en pié la diferencia de dos clases de intelectuales que hizo Antonio Gramsci hace más de setenta años: por un lado el intelectual funcional, cuya tarea es legitimar el poder de todo tipo, el orden heredado y, por el otro lado, los intelectuales que ejercitan su profesión crítica, destructiva y creadora sin tomar en cuenta las consecuencias. Está de más decir que este último grupo es el más amenazado por los hechos cotidianos e históricos que a veces le niegan el sustento y con alguna frecuencia menor lo llevan a la anulación pública primero y a la desaparición física después.

Pero para ello debe ser consciente de su propia implicación social y evitar la complacencia de sus clientes, esos clientes que alguna vez fueron los príncipes, la aristocracia y la burguesía, que más que interesados en leerlos estaban interesados en ser legitimados por la cultura y la autoridad de los supuestos genios. Esos clientes que ahora son el resto de la sociedad, la mayoría que por ser pueblo no es necesariamente la voz de Dios ni la voz de la Razón pero que siempre son la razón de la sociedad y quizás sea también la razón de Dios.

Entonces, ¿están los intelectuales, como el pensamiento o el arte, atrapados en un sistema histórico? ¿Son productos y expresiones de los poderes del momento, sea la aristocracia, la burguesía o las clases obreras? No completamente. Un humanismo sin fe en un mínimo de libertad humana no es tal. Sin un mínimo de confianza en la libertad intelectual del individuo cualquier posible progreso de la historia carecería de sentido. La liberación social o individual sería una fatalidad mecánica, como el florecimiento de un árbol en primavera. Nietzsche entendía que estamos atrapados en el lenguaje pero Stanley Fish observó que la misma conciencia de estar atrapado significa una salida, aunque provisoria, de esa cárcel.

Los aparentes progresos éticos del humanismo (progresos según su propia escala de valores como la liberación por la igualdad y la razón) también pueden ser explicados por razones menos éticas que materiales. La supresión de la esclavitud en el siglo XIX fue posible por los intereses de la revolución industrial, aunque había sido un reclamo de siglos atrás de muchos humanistas y religiosos. Lo mismo podemos decir de la llamada liberación de la mujer que sirvió para expandir la mano de obra y el consumo, la universalización de la alfabetización de las nuevas masas proletarias debido a una necesidad de la industria, o la universalización del voto como concesión de las antiguas estructuras verticales de la sociedad que se perpetuaron a través de una práctica electoral dominada por la propaganda y la expansión de una ideología dominante. El etcétera es muy largo. Sin embargo, todos esos cambios, más allá de sus motivaciones materiales que pueden ser interpretadas como el reemplazo de unas formas de opresión por otras (el “esclavo asalariado”, según el marxismo), no deja de significar un progreso relativo en la idea de liberación humanista. Aun así queda la perspectiva romántica, nunca despreciable, sobre aquella sabiduría del hombre y la mujer pastoril que se ha perdido en el mismo proceso, lo que hacen del pretendido progreso una forma de retroceso. Pero, ¿cómo imaginar que el conocimiento debe consistir en una acumulación perpetua sin pérdidas ni olvidos? Ciertamente una mujer del siglo XXI no encontraría muy útil distinguir entre cien blancos diferentes de nieve como podía hacerlo un esquimal. Para el esquimal era un conocimiento vital, pero para alguien que trabaja en un aeropuerto carece de sentido.

La expansión de la lectura y luego de la escritura significó una expansión de los límites sociales de cada individuo. En este sentido, no importa si el logro se debió a intereses contrarios a su propia liberación. De igual forma los libros de bolsillo e Internet surgieron por intereses militares y rápidamente fueron usados como instrumentos antibelicistas.

De la misma forma, luego de observar y analizar las razones políticas del arte, de la religión o del pensamiento, aún en su función más opresora, reconocemos que cada producción intelectual a la larga forma parte de un proceso de expansión de la libertad. Si quemásemos los libros y las obras más reaccionarias seríamos nosotros los reaccionarios. Promoverlas desde una lectura crítica y siempre revisionista transforma cada producción intelectual en un nuevo escalón del pretendido progreso humanista, la igual-libertad. Las motivaciones políticas del momento se deslizan por el tamiz de la historia que solo recoge lo que sirve para la realización de un proyecto a más largo plazo. Lo demás son anécdotas o discusiones vanas, demasiado humanas.

Jorge Majfud

Lincoln University, setiembre 2008

Intelectuales, demasiado humanos

Esos estúpidos intelectuales

Una vez un estudiante me preguntó: “Si América Latina ha tenido siempre tantos buenos escritores, ¿por qué es tan pobre”? La respuesta es múltiple. Primero habría que problematizar algo que parece obvio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza? ¿De qué hablamos cuando hablamos de éxito? Estoy seguro que el concepto asumido en ambos es el mismo que entiende el Pato Donald y su tío: como observó Ariel Dorfman, para los personajes de Disney sólo hay dos posibles formas de éxito: el dinero y la fama. Los personajes de Disney no trabajan ni aman: conquistan —si son machos— o seducen —si son hembras. Razón por la cual nunca encontramos allí obreros ni padres ni madres ni más amor que seducción. Lo que nos recuerda que nuestra cultura del consumo estimula el deseo y castiga el placer. Y lo que me recuerda, especialmente, lo que me dijera un viejo budista en Nepal, hace ya muchos años: “ustedes los occidentales nunca podrán ser felices; porque la cultura del deseo sólo conduce a la insatisfacción”. Si aún vive aquel sabio sin zapatos, seguramente hoy se estará tirando de las barbas al ver cómo esa cultura del deseo comienza a vencer en la India hindú.

Ahora, por otro lado, a la pregunta original tenemos que responder con una pregunta retórica: “Bueno, ¿y cuándo en América Latina las estructuras de poder, los gobiernos y las empresas privadas que dirigieron la suerte de millones de personas, le hicieron algún caso a los intelectuales?”. Sí, en el siglo XIX hubo presidentes intelectuales, cuando no militares. En la siguiente centuria escasearon los primeros y abundaron los segundos. Aunque pienso que sería mejor escuchar un poco a alguien que ha dedicado su vida al estudio en lugar de tantas opiniones sobre política, economía y cultura de futbolistas y estrellas de la farándula, no creo que los intelectuales deberían tener una voz gravitante en la sociedad —como en algún momento pudieron tenerla Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por ejemplo— y menos en las decisiones de su destino. Sólo son otra voz, poco escuchada, pero otra voz. Quizás no peor que la voz de una gran parte de los políticos profesionales que, atrapados en su mismo “espíritu de partido”, deformados por la práctica de la defensa de posiciones comprometidas, de intereses estratégicos, de pasiones personales y electorales, están paradójicamente negados al ejercicio del ideal de cualquier “estadista”, o “educador”.

En el siglo XX los intelectuales fueron sistemáticamente ninguneados o expulsados por las estructuras de poder. Tal vez este tipo de marginaciones sea saludable para ambos. No lo es, creo, cuando la marginación es política y social. Observaba el Nobel argentino César Milstein, que cuando los militares en Argentina tomaron el poder civil en los ‘60 decretaron que nuestros países se arreglarían apenas expulsaran a todos los intelectuales que molestaban por aquellas latitudes. Brillante idea que llevaron a la práctica, para que tiempo después no hubiese tantos preguntando por ahí por qué fracasamos como países y como sociedades. En Brasil, el educador Paulo Freire fue expulsado por ignorante, según los golpistas del momento. Por citar sólo dos ejemplos autóctonos.

Pero este desdén que surge de un poder instalado en las instituciones sociales y del frecuente complejo de inferioridad de sus actores, no es propio sólo de países “subdesarrollados”. Poco tiempo atrás, cuando le preguntaron a la esposa del presidente de Estados Unidos cómo había conocido a su marido, confesó: de una forma muy extraña. Ella trabajaba en una biblioteca. Lo conoció allí, por milagro, porque su esposo no visita ese tipo de recintos. Paradojas de un país que fue fundado por intelectuales.

Tampoco en Estados Unidos escuchan a sus intelectuales aunque, paradójicamente, ha sido este país, en casi toda su historia, el refugio de disidentes, casi siempre de izquierdas, como Albert Einstein, Érico Veríssimo, Edward Wadie Said o Ariel Dorfman —por citar a los más moderados. Quizás por esa misma razón: porque no son escuchados, a no ser por otros intelectuales. Es más, siempre son los intelectuales, los escritores o los artistas críticos quienes encabezan las listas de los diez estúpidos más estúpidos del país. Entre los preferidos de estas listas han estado siempre críticos como Noam Chomsky y Susan Sontag. Las universidades son respetadas al mismo tiempo que sus profesores son burlados en los canales de radio y televisión como estúpidos izquierdistas porque se atreven a opinar de política, área que parece reservada a los talk shows. Esta actitud recuerda a la crítica del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez a su propia iglesia: “la no intervención en materia política vale para ciertos actos que comprometen la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir que ese principio no es aplicado cuando se trata de mantener el statu quo, pero es esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden establecido”. (Teología de la liberación, 1973).

Algo semejante podemos ver en la realidad universitaria de hoy en casi todo el mundo. Si se asume que la academia universitaria debe responder a un determinado interés político, religioso o ideológico, o a un determinado “proyecto” de sociedad, estamos anulando su principal fundamento. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. (En algún momento podríamos pensar que la idea de promover semejante equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, es excelente: las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda…)

Los intelectuales son estúpidos, y quienes hacen estas listas, ¿quiénes son? Los mismos de siempre: orgullosos hombres y mujeres con “sentido común”, como si esta falsificación del realismo no estuviera cargada de fantasías y de ideologías al servicio del poder del momento. “Sentido común” tenían los hombres y mujeres del pueblo que afirmaban que la Tierra era plana como una mesa; un hombre de “sentido común” fue Calvino, quien mandó quemar vivo a Miguel de Servet cuando se cansó de discutir por correspondencia con su adversario, sobre algunas ideas teológicas. Hombres de “sentido común” fueron aquellos que obligaron a Galileo Galilei a retractarse y cerrar su estúpida boca, o aquellos otros que se burlaban de las pretensiones de un carpintero llamado Jesús de Nazaret —asesinado por razones políticas y no religiosas.

Un personaje de la novela Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, reflexionaba: “Durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”. Y más adelante: “Quando o presidente Truman e os generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor ou sacerdote?”.

Otro brasileño, Paulo Freire, nos recordó: “existe, en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida” (Pedagogía del oprimido, 1971). Aunque provista de una incipiente y precoz consciencia historicista, la monja rebelde, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz ya había advertido otro factor ahistórico que completa la respuesta: “no puede estar sin púas que la puncen quién está en lo alto […] Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya sea de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero porque es el más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido, y se defiende menos” (Respuesta a sor Filotea, 1691).

Estas últimas observaciones nos llevan a recordar —no debería ser necesario, pero nunca se debe subestimar la ignorancia del poder— que la división no radica en intelectuales y obreros, entre “cultos” e “incultos”, sino entre aquellos que respetan y defienden la cultura y el pensamiento y aquellos otros que la atacan o la ningunean. Ejemplos hay de sobra de doctores que, llegados al poder, liquidaron las universidades y la educación del pueblo mientras otros líderes sin educación formal pero con una conciencia más sensible la defendieron a ultranza —tal vez porque reconocieron en ella el camino más sólido de liberación de la pobreza y de la opresión social que divorcia brillantes discursos con las opacas realidades que promueven.

En nuestro tiempo y en los tiempos por venir, la misión del intelectual ya no será aquella escolástica mala costumbre de desplegar una erudición sin resultados concretos sino, por el contrario, la de poder realizar diferentes síntesis conceptuales, refinar y expurgar del mar de datos, ideas y divagaciones que la futura sociedad producirá, las ideas fundamentales, los pensamientos generatrices, los peligros del entusiasmo, de la propaganda y de las narraciones ideológicas; como un médico que busca detrás de los síntomas los desórdenes funcionales. Esta tarea será como ha sido siempre crítica. Como toda verdadera crítica, deberá apuntar al menos contra dos factores: el poder y la autocomplacencia. El primero —ya lo supo Descartes—, porque todo pensamiento antes de producirse como tal debe romper primero las cadenas invisibles que lo aprisionan con ideas prefabricadas, “políticamente correctas”, “moralistas”, al servicio de un determinado interés de clase, de género, de raza, etc. La segunda, porque la autocomplacencia es, en cierta forma, una consecuencia de la opresión del poder que reproduce el mismo oprimido para evitar el segundo paso que, tradicionalmente, han estado en deuda los intelectuales: la creación. Creación de caminos, de proyectos sociales y culturales, de una nueva forma de ser que tanto reclamaron Juan Bautista Alberdi, José Martí y José E. Rodó. Tal vez este déficit se haya debido a que la tarea es gigantesca para una simple elite intelectual o porque, especialmente en América Latina, la necesaria crítica, que nunca ha sido suficiente, ha absorbido todas sus energías. Pero el desafío sigue en pié y esperando.

Los intelectuales seguirán siendo una elite, como a su manera son una elite los electricistas y los calculistas. La virtud será que estas elites dejen de representarse y ser vistas en un orden vertical y comiencen a conformar una unidad más armónica y orgánica al servicio de las sociedades y no de algunas elites entronadas en el poder social. Me dirán que los intelectuales se han equivocado feo a lo largo de la historia; y tendré que darles la razón. Pero también se equivocan los electricistas, los médicos y los calculistas. Con la diferencia que, si bien cualquiera de estos errores pueden tener consecuencias trágicas en la sociedad, el trabajo del intelectual, por su naturaleza creativa sobre lo desconocido, sobre la nada, es mucho más difícil que la tarea del calculista, por ejemplo —y lo digo por experiencia personal: calcular la estructura de un edificio en altura implica una gran responsabilidad, pero su proceso no involucra, normalmente, ninguna duda fundamental.

Ernesto Che Guevara escribió en El socialismo y el hombre: “Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren la influencia de la sociedad que los creó”.

Yo no sería tan extremista: tampoco los intelectuales tienen la fórmula de la creación de ese “hombre nuevo”, reclamado por Europa en el siglo XIX. Pero sin duda podrán ser agentes estimulantes en su creación o en su desarrollo —si no se los aplasta antes, con la persecución o el ninguneo; si ellos mismos no se precipitan antes, desde esas inútiles alturas que suelen escalar, enceguecidos por sus propios —por nuestros propios egos.

Jorge Majfud

The University of Georgia, 14 de octubre de 2006.

Power and the Intellectuals

Jorge Majfud

University of Georgia

A student once asked me: “If Latin America has always had so many good writers, why is it so poor?”  The answer is multiple.  First one would have to problematize a little something that seems obvious: what do we mean when we talk about poverty?  What do we mean when we talk about success?  I am certain that the concept assumed in both cases is the same one understood by Donald Duck and his uncle. As Ariel Dorfman observed, for the Disney characters there are only two possible forms of success: money and fame.  The Disney characters neither work nor love:  they conquer – if they are male – or seduce – if they are female.  Which is why we never encounter among them workers or fathers or mothers.

Now, on the other hand we have to answer a rhetorical question: “And when in Latin America have the structures of power, the governments and private enterprises, ever paid any attention to the intellectuals?”  The answer is again multiple.  Yes, in the 19th century there were intellectual presidents, when they weren’t military men.  In the following century the former became scarce and the latter abundant.  Although I believe it would be better to listen a little to someone who has dedicated their life to study instead of listening to so many opinions about politics, economics and culture from soccer players and movie stars, I don’t believe we intellectuals should have  a central voice in society or in the decisions about its future.  It is curious that in these times the intellectuals don’t play soccer or displace the actors from the theater stage, and don’t take work from the politicians, and yet any sports figure, star of film or of “the real world” repeatedly exercises their right to publicly express their thoughts even though they might not be thoughts so much as spontaneous vibrations of the moment.  An old man who has spent his life researching birds is a failure; but if Madonna or Maradona has an opinion about ornithology they are listened to and discussed on a mass scale.

In the 20th century intellectuals were systematically expelled or demoted by the power structures.  According to César Milstein, when military leaders in Argentina took control of civilian power in the 1960s, they declared that our countries would be put in order as soon as all the intellectuals who were meddling in the region were expelled.  In Brazil, the educator Paulo Freire was kicked out of the country for being ignorant, according to the organizers of the coup d’ etat of the moment.  To cite just two of our many cases.

But this contempt that arises from a power installed in the social institutions and from the inferiority complex of its actors, is not a property of “underdeveloped” countries.  In the United States they don’t listen to their intellectuals either.  In fact, it is always the critical intellectuals, writers or artists who head the top-ten lists of the most stupid of the stupid in the country.  Intellectuals are stupid, and those who make these lists, who are they?  The same as always: prideful men and women with “common sense,” as if this distorted claim to realism were not heavily laden with fantasies and ideologies at the service of the status quo.  “Common sense” is what the common men and women had who asserted that the Earth was flat like a table; Calvin was a man of “common sense” who ordered that Miguel de Servet be burned alive, after he tired of arguing about theology via correspondence with his adversary.  It was men of “common sense” who obligated Galileo Galilei to retract his claims and shut his stupid mouth, as were those others who mocked the pretensions of a carpenter named Jesus of Nazareth.

A character from the novel Incident in Antares, by Érico Veríssimo, reflected: “During the Hitler era the German humanists emigrated.  As a result, the technocrats were given free reign.”  And later: “When president Truman and the generals of the Pentagon met, under the greatest secrecy, to decide whether or not to drop the first atomic bomb over a Japonese city… do you think they invited to that meeting a humanist, artist, scientist, writer or priest?”

Jorge Majfud

The University of Georgia

Translated by Bruce Campbell

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

El continente mestizo:

Quetzalcóatl y el Humanismo prometeico

Tanto la interpretación marxista de la historia como la más reciente de Alvin Toffler asumen que las condiciones materiales de producción en primer grado —y de relación y reproducción en segundo—, explican el resto de la cultura y, en un extremo, definen o inducen una forma general de ética y de pensamiento de una sociedad dada en un momento dado. La visión opuesta sobrevalora el poder de una determinada tradición de pensamiento. Para algunos, esta tradición está construida por “poderosos pensadores”, como Platón, Marx o Fanon, como si un individuo pudiese tener la facultad de observar y actuar sobre la historia desde fuera de la misma. Para otros, éstos son sólo productos sofisticados de una forma preexistente de pensamiento en proceso de maduración en una clase dominante.

Sin embargo, nada nos impide asumir (y muchos indicios nos indican) que la realidad es construida de forma simultánea por estas fuerzas múltiples, con frecuencia opuestas. Una ambigüedad tan fecunda como contradictoria podemos observar en la historia de lo que hoy llamamos América Latina, especialmente en la corriente de los intelectuales de izquierda y probablemente en el sector más popular de esta región cultural y espiritual. En una investigación más amplia, distinguimos y rastreamos dos influencias fundamentales en este paradigma continental, definido en el Diagrama de los cuadrantes: una procede de la tradición del Humanismo europeo y la otra de la tradición popular amerindia, ilustrada por el arquetipo mítico de Quetzalcóatl.

Los estudios y debates sobre qué es el humanismo y dónde comienza son casi infinitos. No obstante, podemos identificar algunos rasgos comunes desde su nacimiento en el siglo XIV como el cuestionamiento de la razón a la autoridad y la introducción de la historia, dimensión fundamental en el ser humano como un “estar siendo”. De ahí se derivan otras consecuencias, como la reversión del paradigma dedecadencia de los tiempos por su opuesto: la historia progresa y puede ser medida por la “igual libertad” de los individuos, nacidos iguales. Estos elementos serán básicos en las ideologías y en gran parte del paradigma de la Literatura del compromiso: la tradición de Hegel y Marx, de Gramsci y Fanon, etc.

Por otro lado, el recurrente concepto de liberación que se desprende del desafío de la razón y la igualdad como inherentes a cualquier ser humano, se radicalizará desde el Renacimiento. De la liberación individual, propia del misticismo asiático y europeo, del concepto del pecado individual como única forma de pecado concebible por la tradición de claustros y monasterios de sociedades estamentales, se pasará a una concepción social del pecado y de la liberación. De aquí procede la idea común de que la liberación ya no es un ejercicio de implosión sino de explosión. El individuo sólo se libera a través de la sociedad. Es una liberación moral que entiende que el individuo es el resultado de una historia y de una sociedad y que, por lo tanto, está comprometido y debe actuar en esa historia y en esa sociedad para obtener un mejor resultado. Esta mejora colectiva se asume como progresiva y también como revolucionaria, no en su sentido reaccionario de re-volver sino todo lo contrario: significa una obligación de avanzar más rapadamente en la eliminación de la opresión de clase, de nacionalidades, de raza, de género, de unos grupos sobre otros hacia la “liberación de la humanidad” sin exclusiones. De aquí surge el concepto moderno de revolución y sus falsos sustitutos, según esta concepción: la revuelta y la rebelión.

El objetivo sigue siendo el individuo, pero como este es un proceso histórico ningún individuo concreto puede completarlo. El individuo que encabeza este proceso —el héroe revolucionario— es un avanzado que ha tomado conciencia de este amplio contexto y pretende acelerarlo. No obstante nunca alcanzará su objetivo, lo que significa que, a afectos simbólicos y por medios reales, deberá ser sacrificado. No sólo el héroe revolucionario muere en la lucha que pone en movimiento este proceso, sino que cada individuo debe morir para fructificar en las generaciones posteriores, nacidas en sociedades nuevas, sociedades revolucionarias. El Hombre nuevo será aquel individuo que logre completar el proceso histórico en base a sus antecesores. El Hombre nuevo —Quetzalcóatl, Ernesto Che Guevara— es un renacido de las cenizas del héroe revolucionario en la sociedad nueva. Es un producto del progreso la historia que lucha por pasar del reino de la necesidad —y de la opresión— al reino de la libertad.

Al mismo tiempo, si el tiempo judeo-cristiano-musulmán y luego humanista es una línea con un principio y un final, el paradigma del compromiso también adquiere la naturaleza mítica del círculo. Más concretamente de los ciclos —conciencia, sacrificio, renacimiento, libración— que nunca se cierran y deben reiniciarse, aunque nunca en el mismo punto y estado. En el mismo sentido, el héroe se define como revolucionario pero es reconocido como rebelde.

A diferencia del estudio que podemos hacer sobre la tradición del humanismo, cualquier investigación sobre la tradición amerindia carece del mismo volumen y precisión de los documentos literarios, críticos y analíticos. Por un lado estos documentos eran pocos en comparación. Por el otro, fueron destruidos en gran parte de dos formas: por el fuego concreto de los conquistadores y por el fuego ideológico de la colonización. Sin embargo, no pudo haber sustitución ni eliminación de toda una civilización expresada en diferentes culturas prehispánicas sino, simplemente, represión. Esta represión por la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XVIII. Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas hasta el siglo XX pero debieron adoptar una ideología que servía a su propia explotación. Parte de esta ideología era, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente. Esa clase minoritaria que fundó las “repúblicas de papel” lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa. Una población mayoritaria que en países como Perú, Centro América o México hasta el siglo XX ni siquiera hablaba el español como primera lengua, no carecía de cultura.

A esta cultura la llamamos de forma simplificada “cultura popular”, con el objetivo de distinguirla de la políticamente dominante cultura ilustrada. Esta cultura popular, menos basada en el texto escrito que en prácticas, mitos, canciones, danzas y creencias propias fue despreciada por propios y ajenos hasta bien entrado el siglo XX. Hemos rastreado algunos elementos “míticos” de esta cultura en un corpus aparentemente ajeno o distante en el tiempo y en casos como el Cono Sur, distante en el espacio, como lo es la producción de la Literatura del compromiso. Aparte del reconocimiento de estos elementos comunes y coincidentes, entendemos que la razón de ese fenómeno radica en la inversión ideológica que se produce en el siglo XX y que forma parte del mismo proceso del humanismo, en este caso del humanismo de izquierda. Desde fines del siglo XIX podemos observar inversiones ideológicas como la “americanista” de José Martí, con respecto a la “europeísta” de Domingo Sarmiento, y más tarde la crítica más claramente marxista de González Prada y José Mariátegui. El proceso que lleva a una crítica abierta y radical a las oligarquías y los grupos en el poder político e ideológico que se expresaban desde la cultura ilustrada, procede desde esa misma cultura ilustrada. Pero su objetivo de reivindicación no es esa misma tradición sino el sujeto de opresión: el indio, el negro, el gaucho, el campesino en general y, en menor medida, el obrero urbano. Es decir, al igual que el humanismo del Renacimiento se acerca la “sabiduría popular” como objeto de estudio y conocimiento, descarándose de la tradición del latín y la elite eclesiástica y monárquica, los nuevos intelectuales latinoamericanos se acercan a esa “masa muda” para escuchar su voz y traducirla desde la cultura ilustrada, que sigue siendo el espacio privilegiado del poder ideológico.

Es en este proceso, entendemos, que confluyen dos paradigmas aparentemente contradictorios —el lineal del humanismo y el cíclico amerindio— para definir los rasgos más comunes de la Literatura del compromiso. De una forma simple lo podemos resumir en el Diagrama de los cuadrantes (fig. 1).

Aunque un estado presente de la sociedad nunca está rígidamente determinado por el pasado como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Podemos asumir que cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. En el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad participan las fuerzas materiales —nuevas tecnologías de producción y comunicación— y la maduración de una historia que es producto y es productora de esos cambios. El arte, la literatura y la cultura en general no pueden constituir reinos independientes de ese proceso material y espiritual, y por ello su análisis debe revelarnos algo más que sus propios objetivos manifiestos.

Jorge Majfud, Lincoln University

Mayo 2008

Milenio (Mexico)

 

 

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

© Jorge Majfud, The University of Georgia, febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

Par Jorge Majfud *

Paris, 2 février 2007.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

Humanism, the West’s Last Great Utopia

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

Thisis the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

Jorge Majfud, february 2007.

Translated by Bruce Campbell

El complejo de Malinche

A 16th century manuscript illustrating La Mali...

Image via Wikipedia

El complejo de Malinche

Las sociedades precolombinas eran matriarcales o al menos matrilineales, lo cual era una característica de las sociedades agrícolas. Los mapuches permitían la relación entre hermanos del mismo padre porque pertenecían a diferentes tótems. Los conquistadores españoles legislaron contra esta idea que consideraban una monstruosidad, pero los mapuches entendían lo mismo de los españoles que permitían el casamiento entre primos maternos. Para los mapuches, ésta era una relación incestuosa ya que ambos pertenecían al mismo tótem, no en cambio los primos paternos. Este sistema matrilineal se refleja también en la existencia de diosas mujeres, diosas de la fertilidad, como en Venezuela y otros pueblos o en la inexistencia del falo como símbolo de poder en México, quinientos años antes de Cristo.

Para el historiador Luis Vitale, la opresión de género no existía en la prehistoria porque ambos sexos realizaban las mismas tareas; “los primeros síntomas de opresión comienzan a manifestarse en la división del trabajo por sexo”.

Es probable que el sistema patriarcal no estaba tan avanzado en la América precolombina como lo estaba en la Europa del siglo XV. Mientras en Europa el feudalismo estaba basado en la propiedad privada, al mismo tiempo en América, aunque la mujer iba perdiendo espacio, aún mantenía más derechos debido a que el sistema de producción de las comunidades-base se mantenía entre pueblos como el inca o el azteca. En las crónicas de Cieza de León se ve una inversión de las funciones europeas en la región andina: la mujer trabaja la tierra y los hombres hacen ropa. Si bien es cierto que el inca y otros jefes mesoamericanos expresaban ya un tipo de organización masculina, en las bases de las sociedades indígenas las mujeres aún mantenían una cuota importante de poder que luego le será expropiado. ¿Cómo y cuando se produce el nacimiento del patriarcado y la consecuente opresión de la mujer? Más importante aun: ¿la opresión es un valor absoluto o relativo?

Del cambio de un sistema de subsistencia a un sistema donde la producción excedía el consumo, debió surgir no sólo la división del trabajo sino, también, la lucha por la apropiación de estos bienes excedentes. ¿Y quién sino los hombres estaban en mejores condiciones de apropiarse y administrar (en beneficio propio o en beneficio de la unificación de tribus) este exceso? No por una razón de fuerza doméstica, sino porque la misma sobreproducción —con sus respectivos períodos de escasez— necesitó de una clase de guerreros organizados que extendieran el dominio a otras regiones y proveyesen de esclavos para retroalimentar el nuevo sistema. Los ejércitos y las guerras serían así causa y consecuencia del patriarcado. Antes que para la defensa surgen para el ataque, para la invasión, con la lógica tendencia a sustituir al poder político por la fuerza de su propia organización armada. Y, como todo poder político y social necesita una legitimación moral, ésta fue proporcionada por mitos, religiones y una moral hecha a medida y semejanza del hombre y del sistema que lo beneficiaba y lo esclavizaba al mismo tiempo.

No obstante los nuevos imperios prehispánicos, en sus bases las mujeres continuaban compartiendo el poder y el protagonismo social que no tenían las europeas en sus propios reinos. La idea de la función “natural” de la mujer como ama de casa es resistida por las mujeres indo-americanas hasta que el modelo patriarcal europeo es impuesto por los conquistadores. Sin embargo, varios datos nos revelan que el patriarcado ya había surgido antes de la conquista en las clases altas, en la administración de los imperios. Varias crónicas y relatos tradicionales escritos en el siglo XVI —Cieza de León, pero ejemplo— nos refieren la costumbre de los oprimidos por los españoles a oprimir a sus propios hermanos más pobres, reproduciendo así la verticalidad del poder. También tenemos noticia por el Inca Gracilazo de la Vega, que el inca Auquititu ordenó perseguir a los homosexuales para que “en pública plaza [los] quemasen vivos […]; así mismo quemasen sus casas”. Y, con un estilo que no escapa al relato bíblico de Sodoma y Gomorra, “pregonasen por ley inviolable que de allí en delante se guardasen en caer en semejante delito, so pena de que por el pecado de uno sería asolado todo su pueblo y quemados sus moradores en general”. La persecución y ejecución de los homosexuales es un claro síntoma de un patriarcado incipiente, más si consideramos que no tenemos la misma historia de incineraciones de lesbianas. La valoración de la virginidad en la mujer es otro, pero este era mucho más raro y hasta inexistente entre los pueblos originarios de América.

Si bien podemos considerar que la división del trabajo pudo tener una función ventajosa para los dos sexos y para la sociedad en un determinado momento, también sabemos que el patriarcado, como cualquier sistema de poder, nunca fue democrático y mucho menos inocente en su moralización. En el mundo precolombino ese patriarcado incipiente se materializó en la presencia de jefes y caudillos indígenas que progresivamente fueron traicionando al resto de sus propias sociedades por un beneficio de género y de clase. Si bien es cierto que hubo algunos caudillos rebeldes —como Tupac Amaru—, también sabemos que los conquistadores se sirvieron de esta clase privilegiada para dominar a millones de habitantes de estas tierras. ¿Cómo se comprende que unos pocos de miles de españoles sometieran a civilizaciones avanzadísimas y gigantescas en número como la inca, la maya o la azteca, compuesta de millones de habitantes? Hubo muchos factores, como las enfermedades europeas —primeras armas biológicas de destrucción masiva—, pero ninguno de estos elementos hubiese sido suficiente sin la función servil de los caciques nativos. Éstos, para mantener el poder y los privilegios que tenían en sus sociedades se entendieron rápidamente con los blancos invasores. No es casualidad que en un mundo que luego se caracterizaría por frecuentes conductas machistas hayan surgido tantas mujeres rebeldes que, desde el nacimiento de América se opusieron al invasor y organizaron levantamientos de todo tipo. La traición de los caciques no fue sólo una traición de clase sino también una traición del patriarcado. No es casualidad que otra de las características que sufrimos aún hoy en América Latina sea, precisamente, la división. Esta división alguna vez fue un elemento estratégico de la dominación española sobre el continente mestizo; luego se convirtió en una institución psicológica y social, en una ideología que llevó a la formación de países y nacionalismos liliputienses o gigantescos egoísmos. La misma división que luego sirvió para mantener pueblos enteros en la más prolongada opresión.

Sin embargo, la idea de que la opresión surge con la división del trabajo —en este caso, división por sexos— es arbitraria si no asumimos que la opresión de la división del trabajo no radica en la división misma sino en la imposición de la misma. De otra forma, esta especialización podría entenderse como una colaboración estratégica. Ahora, ¿por qué la división debería darse por sexos? La respuesta positiva a esta pregunta dejaría de ser también arbitraria si consideramos un contexto neolítico o de expansión política, donde el trabajo agrícola y las luchas por la posesión de espacios y producción eran definidos por la fuerza y no por algún tipo de derecho más racional que sirviera a todos por igual. Lo cual indica que superado este contexto histórico la división del trabajo por sexos volvería ser parte de la arbitrariedad, impuesta por la violencia ideológica y moral del patriarcado. Queda, aun así, la posibilidad de la persistencia de una diferencia biológica que justifique, por ejemplo, el predominio masculino en el ajedrez o de la mujer en el lenguaje. Aun así, como las posible diferencias de inteligencias debidas al factor vagamente definido como “racial”, si existen son insignificantes cuando se comparan con las diferencias que impone una cultura o el nivel de educación de los individuos comparados.

Lo que podemos llamar “complejo de Malinche” aparece ya definido de otra forma en los versos acusatorios de Sor Juana en el siglo XVII. Es aquella mujer —y aquella sociedad— oprimida por un sistema patriarcal que se beneficia de las contradicciones del mismo sistema. Y es juzgada históricamente por las deficiencias morales de su manipulación, como si fuese un individuo aislado y no producto de un sistema y una mentalidad histórica que reproduce lo que condena.

Jorge Majfud

Lincoln University, agosto 2008

El sexo imperfecto. ¿Por qué Sor Juana no es Santa?

Cada poder hegemónico en cada tiempo establece los límites de lo normal y, en consecuencia, de lo natural. Así, el poder que ordenaba la sociedad patriarcal se reservaba (se reserva) el derecho incuestionable de definir qué era un hombre y qué era una mujer. Cada vez que algún exaltado recurre al mediocre argumento de que “así han sido las cosas desde que el mundo es mundo”, sitúa el origen del mundo en un reciente período de la historia de la humanidad.

Como cualquier sistema, el patriarcado cumplió con una función organizadora. Probablemente, en algún momento, fue un orden conveniente a la mayoría de la sociedad, incluida las mujeres. No creo que la opresión surja con el patriarcado, sino cuando éste pretende perpetuarse imponiéndose a los procesos que van de la sobrevivencia a la liberación del género humano. Si el patriarcado era un sistema de valores lógico para un sistema agrícola de producción y sobrevivencia, hoy ya no significa más que una tradición opresora y, desde hace tiempo, bastante hipócrita.

En 1583, el reverenciado Fray Luis de León escribió La perfecta casada como libro de consejos útiles para el matrimonio. Allí, como en cualquier otro texto de la tradición, se entiende que una mujer excepcionalmente virtuosa es una mujer varonil. “Lo que aquí decimos mujer de valor; y pudiéramos decir mujer varonil (…) quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de corazón, industria y riqueza y poder”. Luego: “en el hombre ser dotado de entendimiento y razón, no pone en él loa, porque tenerlo es su propia naturaleza (…) Si va a decir la verdad, ramo de deshonestidades es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido”. Luego: “Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: ‘Hagámosle un ayudador su semejante’ (Gén. 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer y el fin para que Dios la crió, es para que fuese ayudadora del marido”. Cien años antes de que Sor Juana fuese condenada por hablar demasiado y por defender su derecho de hablar, la naturaleza de la mujer estaba bien definida: “es justo que [las mujeres] se precien de callar todas, así aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin verg��enza descubrir lo que saben, porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco”. Luego: “porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. (…) Así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender,  por consiguiente les tasó las palabras y las razones”. Pero el moralizador de turno no carecía de ternura: “no piensen que las crió Dios y las dio al hombre sólo para que le guarden la casa, sino para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y todos generalmente acogimiento agradable”.

Ya en el nuevo siglo, Francisco Cascales, entendía que la mujer debía luchar contra su naturaleza, que no sólo estaba determinada sino que además era mala o defectuosa: “La aguja y la rueca —escribió el militar y catedrático, en 1653— son las armas de la mujer, y tan fuertes, que armada con ellas resistirá al enemigo más orgulloso de quien fuere tentada”. Lo que equivalía a decir que la rueca era el arma de un sistema opresor.

Juan de Zabaleta, notable figura del Siglo de Oro español, sentenció en 1653 que “en la poesía no hay sustancia; en el entendimiento de una mujer tampoco”. Y luego: “la mujer naturalmente es chismosa”, la mujer poeta “añade más locura a su locura. (…) La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantas forma la naturaleza (…) Si me fuera lícito, la quemara yo viva. Al que celebra a una mujer por poeta, Dios se la de por mujer, para que conozca lo que celebra”. En su siguiente libro, el abogado escribió: “la palabra esposa lo más que significa es comodidad, lo menos es deleite.” Sin embargo, el hombre “por adorar a una  mujer le quita adoración al Criador”. Zabaleta llega a veces a crear metáforas con cierto valor estético: la mujer en la iglesia “con el abanico en la mano aviva con su aire el incendio en que se abraza”. (1654)

En 1575, el médico Juan Huarte nos decía que los testículos afirman el temperamento más que el corazón, mientras que en la mujer “el miembro que más asido está de las alteraciones del útero, dicen todos los médicos, es el cerebro, aunque no haya razón en qué fundar esta correspondencia”. Hipócrates, Galeno, Sigmund Freud y la barra brava de Boca Juniors estarían de acuerdo. El sabio e ingenioso, según el médico español, tiene un hijo contrario cuando predomina la simiente de la mujer; y de una mujer no puede salir hijo sabio. Por eso cuando el hombre predomina, siendo bruto y torpe sale hijo ingenioso.

En su libro sobre Fernando, otro célebre moralista, Baltasar Gracián, dedica unas líneas finales a la reina Isabel. “Lo que más ayudó a Fernando —escribió el jesuita— [fue] doña Isabel su católica consorte, aquella gran princesa que, siendo mujer, excedió los límites de varón”. Aunque hubo mujeres notables, “reinan comúnmente en este sexo las pasiones de tal modo, que no dejan lugar al consejo, a la espera, a la prudencia, partes esenciales del gobierno, y con la potencia se aumenta su tiranía. (…) Ordinariamente, las varoniles fueron muy prudentes”. Después: “En España han pasado siempre plaza de varones las varoniles hembras, y en la casa de Austria han sido siempre estimadas y empleadas”. (1641)

Creo que la idea de la mujer varonil como mujer virtuosa es consecuente con la tolerancia al lesbianismo del sistema de valores del patriarcado que, al mismo tiempo, condenaba la homosexualidad masculina a la hoguera, tanto en Medio Oriente, en Europa como en entre los incas imperiales. Donde existía un predominio mayor del matriarcado, ni la virginidad de la mujer ni la homosexualidad de los hombres eran custodiadas con tanto fervor.

Una mujer famosa —beatificada, santificada y doctorada por la iglesia Católica— Santa Teresa, escribió en 1578: “La flaqueza es natural y es muy flaca, en especial en las mujeres”. Recomendando un extremo rigor con las súbditas, la futura santa argumentaba: “No creo que hay cosa en el mundo, que tanto dañe a un perlado, como no ser temido, y que piensen los súbditos que puedan tratar con él, como con igual, en especial para mujeres, que si una vez entiende que hay en el perlado tanta blandura… será dificultoso el gobernarlas”. Pero esta naturaleza deficiente no sólo impedía el buen orden social sino también el logro místico. Al igual que Buda, en su célebre libro Las moradas la misma santa reconocía la natural “torpeza de las mujeres” que dificultaba alcanzar el centro del misterio divino.

Es del todo comprensible que una mujer al servicio del orden patriarcal, como Santa Teresa, haya sido beatificada, mientras otra religiosa que se opuso abiertamente a esta estructura nunca haya sido reconocida como tal. Yo resumiría el lema de Santa Teresa con una sola palabra: obediencia, sobre todo obediencia social.

Santa Teresa murió de vieja y sin los martirios propios de los santos. Sor Juana, en cambio, debió sufrir la tortura psicológica, moral y, finalmente física, hasta que murió a los cuarenta y cuatro años, sirviendo a su prójimo en la peste de 1695. Pero nada de eso importa para canonizarla santa cuando “la peor de todas” cometió el pecado de cuestionar la autoridad. ¿Por qué no proponer, entonces, Santa Juana Inés de la Cruz, santa de las mujeres oprimidas?

Quienes rechazan los méritos religiosos de Sor Juana aducen un valor político en su figura, cuando no meramente literario. En otro ensayo ya anotamos el valor político de la vida y muerte de Jesús, históricamente negado. Lo político y lo estético en Santa Teresa —la “patrona de los escritores”— llena tanto sus obras y sus pensamientos como lo religioso y lo místico. Sin embargo, una posición política hegemónica es una política invisible: es omnipresente. Sólo aquella que resiste la hegemonía, que contesta el discurso dominante se hace visible.

Cuando en una plaza le doy un beso en la boca a mi esposa, estoy ejerciendo una sexualidad hegemónica, que es la heterosexual. Si dos mujeres o dos hombres hacen lo mismo no sólo están ejerciendo su homosexualidad sino también un desafío al orden hegemónico que premia a unos y castiga a otros. Cada vez que un hombre sale a la calle vestido de mujer tradicional, inevitablemente está haciendo política —visible. También yo hago política cuando salgo a la calle vestido de hombre (tradicional), pero mi declaración coincide con la política hegemónica, es transparente, invisible, parece apolítica, neutral. Es por esta razón que el acto del marginal siempre se convierte en política visible.

Lo mismo podemos entender del factor político y religioso en dos mujeres tan diferentes como Santa Teresa y Sor Juana. Quizás ésta sea una de las razones por la cual una ha sido repetidamente honrada por la tradición religiosa y la otra reducida al círculo literario o a los seculares billetes de doscientos pesos mexicanos, símbolo del mundo material, abstracción del pecado.

Jorge Majfud

Diciembre de 2006

Sexo y poder: para una semiótica de la violencia

En 1992 el chileno Ariel Dorfman estrenó su obra La Muerte y la Doncella. Aunque sin referencias explícitas, el drama alude a los años de la dictadura de Augusto Pinochet y a los primeros años de la recuperación formal de la democracia en Chile. Paulina Salas es el personaje que representa a las mujeres violadas por el régimen y por todos los regímenes dictatoriales de la época, de la historia universal, que practicaron con sadismo la tortura física y la tortura moral. La violación sexual tiene, en este caso y en todos los demás, la particularidad de combinar en un mismo acto casi todas las formas de violencia humana de la que son incapaces el resto de las bestias animales. Razón por la cual no deberíamos llamar a este tipo de bípedos implumes “animales” sino “cierta clase tradicional de hombre”.

Otro personaje de la obra es un médico, Roberto Miranda, que también representa a una clase célebre de sofisticados colaboradores de la barbarie: casi siempre las sesiones de tortura eran acompañadas con los avances de la ciencia: instrumentos más avanzados que los empleados por la antigua inquisición eclesiástica en europea, como la picana eléctrica; métodos terriblemente sutiles como el principio de incertidumbre, descubierto o redescubierto por los nazis en la culta Alemania de los años treinta y cuarenta. Para toda esta tecnología de la barbarie era necesario contar con técnicos con muchos años de estudio y con una cultura enferma que la legitimara. Ejércitos de médicos al servicio del sadismo acompañaron las sesiones de tortura en América del Sur, especialmente en los años de la mal llamada Guerra Fría.

El tercer personaje de esta obra es el esposo de Paulina, Gerardo Escobar. El abogado Escobar representa la transición, aquel grupo encargado de zurcir con pinzas las sangrantes y dolorosas heridas sociales. Como ha sido común en América Latina, cada vez que se inventaron comisiones de reconciliación se apelaron primero a necesidades políticas antes que morales. Es decir, la verdad no importa tanto como el orden. Un poco de verdad está bien, porque es el reclamo de las víctimas; toda no es posible, porque molesta a los violadores de los Derechos Humanos. Quienes en el Cono Sur reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad fuimos calificados, invariablemente de extremistas, radicales y revoltosos, en un momento en que era necesaria la Paz. Sin embargo, como ya había observado el ecuatoriano Juan Montalvo (Ojeada sobre América, 1866), la guerra es una desgracia propia de los seres humanos, pero la paz que tenemos en América es la paz de los esclavos. O, dicho en un lenguaje de nuestros años setenta, es la paz de los cementerios.

Paulina lo sabe. Una noche su esposo regresa a casa acompañado por un médico que amablemente lo auxilió en la ruta, cuando el auto de Gerardo se descompuso. Paulina reconoce la voz de su violador. Después de otras visitas, Paulina decide secuestrarlo en su propia casa. Lo ata a una silla y lo amenaza para que confiese. Mientras lo apunta con un arma, Paulina dice: “pero no lo voy a matar porque sea culpable, Doctor. Lo voy a matar porque no se ha arrepentido un carajo. Sólo puedo perdonar a alguien que se arrepiente de verdad, que se levanta ante sus semejantes y dice esto yo lo hice, lo hice y nunca más lo voy a hacer”.

Finalmente Paulina libera a su supuesto torturador sin lograr una confesión de la parte acusada. No se puede acusar a Dorfman de crear una escena maniqueísta donde Paulina no se toma venganza, acentuando la bondad de las víctimas. No, porque la historia presente no registra casos diferentes y mucho menos éstos han sido la norma. La norma, más bien, ha sido la impunidad, por lo cual podemos decir que La Muerte y la Doncella es un drama, además de realista, absolutamente verosímil. Además de estar construido con personajes concretos, representan tres clases de latinoamericanos. Todos conocimos alguna vez a una Paulina, a un Gonzalo y a un Roberto; aunque no todos pudieron reconocerlos por sus sonrisas o por sus voces amables.

Un problema que se deriva de este drama trasciende la esfera social, política y tal vez moral. Cuando el esposo de Paulina observa que la venganza no procede porque “nosotros no podemos usar los métodos de ellos, nosotros somos diferentes”, ella responde con ironía: “no es una venganza. Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”. En varias oportunidades Paulina y Roberto deben quedarse solos en la casa. Sin la presencia conciliadora y vigilante del esposo, Paulina podría ejercer toda la violencia contra su violador. De esta situación se deriva un problema: Paulina podría ejercer toda la fuerza física hasta matar al médico. Incluso la tortura. Pero ¿cómo podría ejercer la otra violencia, tal vez la peor de todas, la violencia moral? “Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”, podría traducirse en “pienso hacerle a él lo mismo que él me hizo a mí”.

Es entonces que surge una significativa asimetría: ¿por qué Paulina no podría violar sexualmente a su antiguo violador? Es decir, ¿por qué ese acto de aparente violencia, en un nuevo coito heterosexual, no resultaría una humillación para él y sí una nueva humillación para ella?

El mi novela La reina de América (2001) cuando la protagonista logra vengarse de su violador, ahora investida con el poder de una nueva posición económica, contrata a hombres que secuestran al violador y, a su vez, lo violan en una relación forzosamente homosexual mientras ella presencia la escena, como en un teatro, la violencia de su revancha. ¿Por qué no podía ser ella quién humillara personalmente al agresor practicando su propia heterosexualidad? ¿Por qué esto es imposible? ¿Es parte del lenguaje ético-patriarcal que la víctima debe conservar para vengarse? ¿Deriva, entonces, tanto la violencia moral como la dignidad, de los códigos establecidos por el propio sexo masculino (o por el sistema de producción al que responde el patriarcado, es decir, a la forma de sobrevivencia agrícola y preindustrial)?

Octavio Paz, mejorando en El laberinto de la soledad (1950) la producción de su coterráneo Samuel Ramos (El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), entiende que “quien penetra” ofende, conquista. “Abrirse (ser “chingado”, “rajarse”), exponerse es una forma de derrota y humillación. Es hombría no “rajarse”. “Abrirse”, significa una traición. “Rajada” es la herida femenina que no cicatriza. El mismo Jean-Paul Sarte veía al cuerpo femenino como portador de una abertura.

Opuesto a la virginidad de María (Guadalupe), está la otra supuesta madre mexicana: la Malinche, “la chingada”. Desde un punto de vista psicoanalítico, son equiparables —¿sólo en la psicología masculina, portadora de los valores dominantes?— la tierra mexicana que es conquistada, penetrada por el conquistador blanco, con Marina, la Malinche que abre su cuerpo. (El conquistador que sube a la montaña o pisa la Luna, ambos sustitutos de lo femenino, no clava solo una bandera; clava una estaca, un falo.) Malinche no hace algo muy diferente que los caciques que le abrieron las puertas al bárbaro de piel blanca, Hernán Cortés. Malinche tenía más razones para detestar el poder local de entonces, pero la condena su sexo: la conquista sexual de la mujer, de la madre, es una penetración ofensiva. La traición de los otros jefes masculinos —olvidemos que eran tribus sometidas por otro imperio, el azteca— se olvida, no duele tanto, no significa una herida moral.

Pero es una herida colonial. El patriarcado no es una particularidad de las antiguas comunidades de base en la América precolombina. Más bien es un sistema europeo e incipientemente un sistema de la cúpula imperial inca y azteca. Pero no de sus bases donde todavía la mujer y los mitos a la fertilidad —no a la virginidad— predominaban. La aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego se hace presente en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas.

Ahora, más acá de este límite antropológico, que establece la relatividad de los valores morales, hay elementos absolutos: tanto la víctima como el victimario reconocen un acto de violación: la violencia es un valor absoluto y que el más fuerte decide ejercer sobre el más débil. Esto es fácilmente definido como un acto inmoral. No hay dudas en su valor presente. La especulación, el cuestionamiento de cómo se forman esos valores, esos códigos a lo largo de la historia humana pertenecen al pensamiento especulativo. Nos ayudan a comprender el por qué de una relación humana, de unos valores morales; pero son absolutamente innecesarios a la hora de reconocer qué es una violación de los derechos humanos y qué no lo es. Por esta razón, los criminales no tienen perdón de la justicia humana —la única que depende de nosotros, la única que estamos obligados a comprender y reclamar.

Jorge Majfud

Diciembre de 2006

The University of Georgia

Les tortionnaires pleurent aussi

Mais ils ne comprennent pas ou ne veulent pas comprendre

L’oubli est une institution centrale dans tout type de mythe. Sur l’oubli on élève des statues et des monuments que le temps pétrifie et rend intouchables. Sous l’ombre de ces statues agonise la revendication des victimes. Un vieil exemple dans notre pays est le génocide indigène qui, pour plusieurs, est politiquement incovenable de reconnaître. Pour des raisons évidentes de mythologie nationale. On n’a pas entendu non plus le repentir public de ces hauts prêtres qui bénissaient les armes du dictateur Videla avant qu’il n’écrase son peuple; ou de ces autres prêtres qui légitimèrent de façons diverses et abondantes les dictatures de ce côté et de l’autre du Rio de la Plata. Ni de ces médecins qui collaborèrent dans des sessions systématiques de tortures.

N’espérons pas un repentir des criminels afin de les humilier. Ils s’humilièrent eus-mêmes. Mais ils ne réclament ni l’oubli ni le pardon, ni même n’ont eu la  valeur de se repentir des crimes les plus bas qu’à connus l’humanité.

En 1979, Mario Benedetti publia au Mexique la brève oeuvre de théâtre “Pedro et le capitaine”. Je ne peux pas dire que ce soit le meilleur de Mario, à partir d’un point de vue strictement littéraire – supposant qu’en littérature puisse exister quelque chose de « strictement littéraire » — il nous sert comme témoignage politique et culturel d’une époque: le tortionnaire aux gants blancs retire la capuche à sa victime et lui confesse: “il y a quelques collègues qui ne veulent pas que le détenu les voit. Et ils ont en cela quelque raison. Le châtiment génère des rancunes et personne ne sait jamais ce qu’apportera le futur. Qui te dit qu’un de ces jours cette situation ne s’inversera pas et que ce ne sera pas toi qui sera là à m’interroger ? Il existe d’autres prédictions dans l’oeuvre de Benedetti, mais je me les réserve par pudeur devant le récent suicide d’un des militaires cités devant la justice. Cependant, le tortionnaire de Pedro reconnaît qu’une semblable possibilité était improbable: les terroristes d’état avaient pris leurs mesures.

Cependant, sur deux choses se trompèrent ceux qui pensèrent ainsi: premièrement l’impunité parfaite n’est pas possible; deuxièmement, ceux qui aujourd’hui interrogent ces monstres de notre civilisation jouissent de toutes les garanties d’une jugement avec défense, sans contraites physiques et sans menaces pour leurs familles – le point le plus faible de ceux qui supportèrent la torture jusqu’à la mort.

La seule torture des hommes – pour les appeler de quelque façon —  comme le lieutenant colonel José Nino Gavazzo, comme le colonel Jorge « pajarito » [1] Silveira, comme le colonel Giberto Vàsquez, comme le colonel Ernesto Ramas, comme le colonel Luis Maurente, et comme les ex-policiers Ricardo « Conejo »[2] Medina et José Sande Lima, est l’exposition publique de leur manque de dignité, maintenant que nous écartons tout type de remord. Une autre oeuvre de théâtre a exprimé cette condition. Dans “La Mort et la Jeune Fille” (1992), Ariel Dorfman réfléchit par la voix d’un de ses personnages. Pauline, la femme violée, qui reconnaît dans un médecin son tortionnaire, projette un jugement clandestin et à un moment le menace: “Mais je ne vais pas vous tuer parce que vous êtes coupable, Docteur, je vais vous tuer parce que vous n’avez pas l’ombre d’un repentir. Je peux seulement pardonner à quelqu’un qui se repent véritablement, qui se lève devant ses semblables et dit: cela je l’ai fait, je l’ai fait et jamais plus je ne le referai”. Le supposé tortionnaire est finalement libéré afin de convivre parmi ses victimes. Je ne prends pas un exemple réel: je prends un exemple vraisemblable qui inclue des milliers d’exemples réels.

Cette obscène convivance de victimes et de victimaires a contaminé l’âme de nos sociétés. Ni la mort ni la réclusion du peu d’anciens assassins qui restent ne résolvent rien en soi. Mais la valeur de la justice est toujours absolue. Dans notre cas, au moins, suffirait quelconque des deux raisons: premièrement, l’impunité est un affront moral pour les victimes et le pire exemple pour le reste de la société ; deuxièmement, le soupçon et le présugé s’arrogent le droit de (pré) juger de la même façon tous ceux qui paraissent égaux, par quelque arbitraire ou circonstantielle condition, comme peut l’être le fait d’appartenir ou d’avoir appartenu à l’armée. Ceux qui sont libres de faute devraient être les premiers à se joindre à l’appel universellement légitime du reste de la société. Ou à se résigner à leur propre honte et à celle d’autrui.

Six militaires et deux ex-policiers ont été envoyé en prison pour la disparition d’une seule personne dans un pays voisin. Sans doute c’est un échantillon disproportionné. Mais c’est déjà cela, et si les lois du passé doivent peser sur les nouvelles générations, ce devrait être les historiens qui prennent à charge le travail que jamais les juges ne purent réaliser dans quelconque démocratie minimum. Comme l’a si bien suggéré le gouvernement actuel de Tabaré Vázquez, il n’y aura pas une « histoire officielle ». Cette réussite d’une démocratie mûre, est une possibilité qui n’est pas considérée par l’imagination de ceux qui s’indignent chaque fois qu’un professeur donne sa version des faits historiques les plus récents. Que préfèrent-ils, le silence complice? Ou peut-être la version unique, « officielle » des vieux terroristes d’état? Ou l’ingénue et machiavélique dialectique du “je sais ce que je dis parce que je l’ai vécu” ? (comme s’ils n’y avaient pas autant d’expériences opposées d’un même fait, autant de “je sais ce que je dis” contradictoires de personnes qui vécurent à un même époque).

Quoique les nouveaux historiens – considérés dans toute leur diversité sociale – n’ont pas le pouvoir d’administrer le châtiment, déjà avec la vérité nous aurons presque toute la justice que réclament ceux qui perdirent en 1989 la lutte contre la Loi d’Impunité ; la vérité que réclament les nouvelles générations qui doivent souffrir de nos vieux traumas, parce que l’histoire n’est pas ce qui est écrit dans les « textes uniques » , mais les idées et les passions des morts qui survivent, inévitablement, pour le bien ou pour le mal, chez les vivants.

Quoique les auteurs d’un terrorisme organisé sur tout un continent paient pour la disparition d’une seule personne et non pour la mort et la torture de milliers, c’est déjà cela ; parce que de cette façon, au moins, nous dérogeons à la vielle coutume selon laquelle un voleur de poules allait irrémédiablement en prison pendant  que les génocides étaient toujours absous –comme si sur le marché du crime il y avait toujours un escompte pour les grossistes. Certains militaires devraient être reconnaissants qu’on puisse encore faire des discours publics en protestation à ceux qui réclament la vérité. La vaillance que la majorité d’entre-eux ne purent jamais mettre en preuve dans aucune guerre – exceptée celle dans les sessions de tortures et de viols de femmes – ressurgit avec tout l’orgueil de l’impunité. Ils jouissent d’un droit qu’ils nièrent violemment à un pays  pendant plus d’une décade ; et stratégiquement, ils continuèrent à le lui nier vingt-cinq années de plus. Jusqu’à aujourd’hui. Un droit qui leur sert afin de protester à ce qu’ils entendent comme une « provocation », un dangereux « révisionisme », un incommode rappel, un affront à l’Institution. Un droit qui leur sert  à démontrer qu’encore ils ne comprennent rien, ou qu’ils ne veulent rien comprendre. Ils ne comprennent pas que dans une démocratie minimum on ne peut vivre sans réviser le passé, sans exiger la vérité et la justice – selon une justice minimum. Encore, ils ne comprennent pas ou ne veulent pas comprendre.

Ils se trompent, d’un autre côté, ceux qui croient que ces horreurs ne vont pas se répéter à l’avenir. Cela a été cru par l’humanité depuis des temps antérieurs aux césars. Depuis ces temps l’impunité ne les pas empêchées: elle les a promues, complice d’une lâcheté ou de la complaisance d’un présent apparemment stable et d’une morale apparemment confortable.

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Septembre 2006

[1] Pajarito: petit oiseau  [ N. du T.  ]

[2] Conejo: lapin  [ N. du T. ]

La frustración original

La frustración original

Bosquejo para una teoría de la incomunicación

 

Hay por lo menos tres sueños que fueron persistentes desde mi infancia: en el primero yo intentaba desesperadamente decir algo, pero abría la boca y las palabras no salían; en el segundo intentaba caminar y aunque me inclinaba exageradamente hacia adelante mis piernas no respondían de forma coordinada; en el tercer sueño ya podía hablar y caminar, pero el tema central era una fuga sin fin, mezcla de miedo y de placer por perderme de la agresión de una turba de gente, probablemente representantes de la ley, que no entendía mis argumentos de inocencia. Mirando retrospectivamente, veo que este último tema de la serie es también central de mis tres novelas. En todas hay algún espacio cerrado y alguien imaginando salidas. Pero ahora me interesa bosquejar el problema del primer sueño.

Mi hijo acaba de cumplir un año y en este tiempo de estrecha convivencia he ido reconociendo aquellos sueños obsesivos, mis primeras frustraciones, en las suyas. Al ayudarlo a caminar he revivido mi propia frustración por hacerlo de forma armónica. Ciertos pánicos de vértigo, caídas, su cuerpo exageradamente adelantado para ayudar a producir un paso que no se produce, manos y pies que no responden como queremos.

Pero sin duda la mayor frustración de este pequeño, como la mía y —conjeturo— como la frustración de mujeres y hombres a lo largo de la historia, es la precariedad de la comunicación. Durante todo su primer año, una persona sólo tiene un signo para expresar lo más importante: el llanto. Aún con todas las variaciones posibles, para dos adultos que han olvidado ese primer lenguaje metafísico, es siempre el mismo o casi el mismo llanto. Un llanto para decir que tiene hambre, para pedir agua, para decir que se cae de sueño, para decir que le duele el estómago, la cabeza, los dientes, las manos que mordieron esos dientes, para decir que tiene calor o frío, para decir que tiene fiebre o no sabe lo que tiene. Un solo signo para decir que está frustrado porque un solo signo no es suficiente para tanta complejidad de emociones. Poco a poco va incorporado la risa, primero como expresión de alegría y después, es probable, como signo interesado de complicidad. El juego con una pequeña pelota de baseball que el niño arroja desde su cuna y se ríe a carcajadas —una de sus primeras carcajadas— cuando descubre que puede compartir con su padre o con su madre un par de reglas básicas, se convierte en un hecho de comunicación. La pelota (la herramienta, las dendritas y axones) es como una nueva palabra que se integra a un nuevo lenguaje, las reglas del juego. El solo placer lúdico no alcanza a explicar ese grito de satisfacción. Esa plenitud que no encontraba jugando solo, significa el fenómeno de haber creado o descubierto otra forma de comunicación, de liberación de sus propios límites. ¿Qué no es toda la cultura sino la radicalización de este intento de liberación del individuo que muchas veces acaba en la opresión propia y ajena? El pequeño ha descubierto un secreto que lo proyecta más allá de la frustración fundamental, poniéndola en suspenso en el juego. Pero en los momentos más intensos de su vida, el llanto sigue siendo el signo principal, como una mezcla indiscriminada y simultánea de todas las palabras y todos los lenguajes. En su vida adulta, como todos nosotros, estará obligado a abusar de la risa y de la sonrisa. En casi todas las fotos lo obligarán a sonreír, a demostrar que está feliz aunque no lo esté, reprimirá el llanto y, como en la niñez, lo reservará sólo para ciertos momentos intensos de su vida, que todos deseamos sean los menos posibles.

De alguna forma la comunicación del niño se produce, pero la frustración es una experiencia quizás imborrable, quizás la primera de todas las frustraciones en la vida y la frustración que desencadena todo lo demás: el lenguaje, la escritura, la construcción de puentes, casas, automóviles, discursos políticos, crímenes pasionales, declaraciones de amor.

Ahora ¿cómo se reproduce esta ansiedad de comunicación en la sociedad? ¿Existe alguna relación entre el desarrollo de un individuo y el desarrollo de la historia? Podemos sostener la hipótesis de que la comunicación en nuestro mundo global expresa una necesidad de sobrevivencia tan antigua como la invención de la escritura en Sumeria o de los signos y los mitos en el paleolítico. Pero esta necesidad funcional también es el reflejo de una fijación psicológica, producto de la “frustración original” de la comunicación. La mayoría de los textos religiosos, sino todos, aparte de los intereses ideológicos particulares de cada momento, en general estructuran su narración de la historia humana como la consecuencia de la incomunicación con el Padre. No obstante, la lectura teológica de cada grupo en el poder interpretará esta condición humana como simple desobediencia, no sólo porque puede ser una interpretación teológica sensata para un Dios como el judeocristianomusulmán sino, sobre todo, porque es una interpretación conveniente para quienes narran desde un espacio de poder social. Así, “querer saber” y “pecado de desobediencia” han sido ligados recurrentemente desde los mitos cosmogónicos hasta los mitos políticos más sofisticados.

¿Qué proporción de las horas de teléfono celular, de correos electrónicos o de cualquier otra actividad pública es estrictamente necesaria en su función de producción y reproducción? Quizás una ínfima parte. La mayor parte del tiempo la dedicamos a comunicarnos por el ejercicio en sí mismo de la comunicación. La comunicación forma parte de un “inter-yo”, el nosotros que nunca se logra plenamente. En casos, como en el momento histórico presente, parecería que la obsesión principal no radica tanto en la comunicación como medio sino como fin: la frustración por la palabra no dicha se traduce en un monólogo interminable. En ocasiones, cuando dos personas hablan por teléfono, en el fondo realizan la superposición de dos monólogos. En el monólogo, el individuo espera la satisfacción de ser escuchado y satisfecho. Escuchar no es tan importante como ser escuchado; en un blog, en un foro de discusión, leer no es tan importante como ser leído, lo que se demuestra por la opinión inmediata del lector que no culminó la lectura del artículo que discute. En cualquier caso la atención que pone el individuo alienado sobre el otro es un requisito social para ser escuchado, para ser expuesto en una cultura progresivamente narcisista. Como en una discusión doméstica, donde la comunicación está igualmente frustrada, como en el llanto del niño: lo que importa no es escuchar sino ser escuchados, hacer prevalecer los argumentos propios. Pero como ambos contendientes dialécticos procuran lo mismo, lo único mutuo es la frustración, cuando no el engaño de una comunicación frustrada.

Quizás este fenómeno sea una reacción lógica contra la cultura anterior, donde durante siglos se escuchaba y se leía infinitamente más de lo que se escribía o se hacía valer una opinión contestataria. Con la nueva tendencia cultural y tecnológica, la proporción se ha alterado de tal forma que se podría decir, exagerando un poco, que hoy en día se escribe más de lo que se lee, se opina más de lo que se escucha, se investiga y se analiza. Mirando este modelo, no sería absurdo imaginar un próximo equilibrio del péndulo, producto de una maduración de una cultura que deje de ver a las nuevas tecnologías como juguetes y comience a verlas como herramientas de su propia liberación.

Es probable que estemos en una etapa de la historia donde ya aprendimos a hablar pero no aún a comunicarnos. Y nuestros argumentos caen en la nada lo que nos obliga a huir sin cesar. Es probable que las leyendas en las camisetas, con la cuales creemos expresar nuestras ideas sociales en tres o cuatro palabras —o esos pensamientos y emociones prefabricados por Microsoft—, no sea otra cosa que ese grito mudo que los demás escuchan pero no saben interpretar correctamente. ¿Es probable que el eterno y afiebrado proselitismo político y religioso sea la expresión más voraz de este grito?

Si la ansiedad de justicia procede de esta frustración de la comunicación, ¿qué papel juega el poder en esta relación? Quizás el silencio es la forma que tiene el poder social —la voz ciega del padre, del hermano mayor— de resolver la incomunicación por la fuerza, radicalizándola, alienando a los individuos en una naturaleza engañosamente equilibrada y en paz. Y es esta reacción, la del silencio impuesto, nuevo combustible sobre el fuego de la frustración original de la incomunicación y deseo, con frecuencia violento, de justicia para el incomunicado.

 

 

Jorge Majfud

Lincoln University, Julio 2008

 

 

 

 

Compro sonrisa alegre

 

Algunos meses atrás, por mentirle a la policía, el cantante británico Boy George recibió de un juez una condena ejemplar: debió barrer las calles de Nueva York durante cinco días. Nadie preguntó al juez si los barrenderos que hacen el mismo trabajo año tras año han sido condenados por algún delito o simplemente por ser pobres. Los barredores habituales se maravillaron de tener un representante famoso que dignificaba aún más su rutina diaria. Tal vez porque uno compra todo lo que no es. Tal vez porque la fábrica de sueños de Ricos y Famosos es la droga de los pobres y anónimos. Por su parte, la estrella del rock, reparado en su falta, rodeado y perseguido cinco días por un ejército de fotógrafos, agradeció el castigo como una de sus mejores experiencias de su vida. Ahora sí Odiseo podía contar que había descendido los infiernos para regresar fortalecido y purificado.

Sí, claro, todo trabajo es dignificante. Sobre todo aquellos que necesitamos que alguien haga y nadie quiere hacer. Pero tal vez podemos deducir que algunos trabajadores han sido castigados, no por un juez sino por la sociedad. Por diferentes motivos: o no han querido “superarse” o han nacido en un hogar pobre. O porque Dios lo quiso así, según algunos calvinistas.

Cierro el diario. Una camarera irradiando alegría nos llama. Nos sentamos a la mesa de un restaurante con la secreta certeza de que llegará alguien (generalmente otra joven mujer) con una sonrisa amable y con los modales más delicados a preguntarnos qué queremos comer. Me pregunto dónde están las mujeres mayores, las feas y amargadas. No esperamos otra cosa, y si la norma no se cumple, nos quejamos: somos clientes serios, pagamos y queremos que nos atienda alguien feliz. Si ha sido un mal día para esa joven, si ha sido maltratada por el gerente, si su novio la ha abandonado, no nos importa: nos debe sonreír; el gerente y nosotros, los clientes, exigimos que no nos interrumpan el sueño de la felicidad. Para eso pagamos. Si el servicio nos parece insuficiente y no estamos dispuestos a quejarnos al gerente, por apatía o por compasión, no le dejaremos propina. Ella lo sabe, lo necesita, y por lo tanto nos sonreirá amablemente aunque se esté muriendo.

De hecho, esa es la ética profesional que nos imponemos cada uno de nosotros: cuando tengo un mal día, cuando recibo una mala noticia o simplemente cuando una leve nube de depresión me desinfla el ánimo, evito que sus efectos entren el en espacio laboral. Como soy profesor de una universidad observo estrictamente este divorcio al entrar al salón de clase: allí muestro o demuestro que soy planamente feliz, es decir, un verdadero profesional. La felicidad, sobre todo la felicidad de plástico, es un requisito de la efectividad. El sistema lo premiará: ningún empleador correría el riesgo de emplear a alguien que no es capaz de este divorcio, de este fingimiento. Es más: el fingimiento deberá consistir en que uno sea capaz de demostrar que efectivamente es feliz aún cuando es infeliz. Si es capaz de esto, el empleo es suyo.

Si es una felicidad fingida mejor, porque eso nos aproxima a la máquina —a una máquina feliz: la verdadera felicidad perturba la producción, la rutina. En el caso de nuestro mundo productivista, además de la felicidad obligatoria debemos demostrar otras virtudes que para el cristianismo primitivo serían pecados capitales. Una de ellas es la ambición. Una persona sin ambición es un empleado sospechoso. Sin fuertes ambiciones, un empleado no tratará de ganarle el puesto a su compañero de trabajo, no aspirará a ascender en la estructura y, por lo tanto, no beneficiará a una empresa que, a su vez, está inserta en un mundo donde la competencia —no la cooperación— es la ley principal.

Esta ley se cumple para cualquier negocio donde rija la ley del comercio. Incluso la he observado en países que no necesariamente se caracterizan por ser capitalistas, como los países árabes: el comercio es una forma de vida y en ella los códigos de alegría o de tristeza no responden a la alegría ni a la tristeza sino al proceso de regateo. Una vez fuera de este proceso, una vez consumada la transacción, el vendedor y el comprador se transforman en otra clase de seres humanos, casi siempre en una clase más humana.

No considero que el comercio sea una maldición. Por el contrario, gracias al comercio los pueblos se han conocido, unos a otros, desde tiempos anteriores a los fenicios. El comercio ha propagado la cultura, el diálogo de las culturas, repetidamente negado por las guerras que, paradójicamente, estaban motivadas por el comercio, o por las ambiciones que no podía satisfacer el verdadero comercio.

Pero en nuestro mundo no hay respiro. Incluso el drama y la tragedia están rigurosamente administrados por el productivismo. La televisión que invade nuestras intimidades lleva consigo la misma ley implícita en la publicidad y contradicha en los informativos. Si los informativos insisten en mostrarnos el dolor del mundo —el Hades—, obsesivamente, la publicidad nos devuelve al sueño primordial de la perpetua felicidad. Felicidad que, asumimos, sólo pertenece nuestro mundo productivista. El dolor viene del mundo ajeno, del atraso. Pero, como autistas, no podemos relacionar el dolor de los informativos con la felicidad de la publicidad, pese a su obscena proximidad. Nos cuesta imaginar que tal vez uno sea la causa y consecuencia de la otra.

Salimos de nuestros trabajos en un mal día y dejamos de fingir felicidad. Entonces entramos en un restaurante o a una tienda y pagamos para que otros finjan la suya. Esa joven mujer debe demostrarnos que es hermosa, maquillándose y vistiéndose a la perfección; debe demostrarnos que es feliz, que su trabajo es el motivo de su felicidad; además, si está embarazada o es madre, deberá demostrarle al resto del mundo que sus náuseas y dolores no le impiden tener los mejores pensamientos, los sentimientos más positivos.

No podemos sentir desde fuera de nuestra propia cultura: sabemos que es mentira, pero, aún sabiéndolo, no estamos dispuestos a renunciar a ese derecho.

Sin embargo el sistema no es perfecto. Tiene grietas por donde lo humano se expresa en todas sus contradicciones, incluso con resentimiento. Cuando estas felices mujeres envejecen y se arrugan y pierden toda la simpatía, derivan a un puesto más permanente, como funcionarias del estado. Allí, cada vez que uno se acerca a hacer un trámite encontrará esta frustración, la ausencia de la simpatía capitalista. Si son inspectoras o de ellas depende la suerte de un infeliz que deja sus esperanzas en algún trámite público, peor: las otrora muchachas, hermosas y felices, se han convertido en viejas frustradas, con una mirada despreciativa y un gesto policíaco, dictatorial.

En las oficinas del estado la simpatía capitalista desaparece. No obstante, el capitalismo es tan hábil que, aún habiendo producido ese ejército de hombres y mujeres frustrados, aún necesitando de ellos para materializar un mecanismo que él mismo no puede sustituir —los servicios estatales—, le atribuye esa tristeza burocrática a la maldición socialista. Y como los funcionarios y nosotros, los clientes que debemos sufrir la incapacidad burocrática y las frustraciones de sus funcionarios, hemos desarrollado nuestra sensibilidad en la cultura de la felicidad obligatoria, fácilmente creeremos en ese discurso. Al fin y al cabo, ¿por qué habríamos de creerle a dos viejas amargadas que no hacen bien su trabajo y no a dos jóvenes hermosas que son felices? ¿Por qué no habríamos de creer en un sistema que es capaz no sólo de obligarnos a fingir felicidad sino, incluso, que es capaz de hacernos creer que somos, efectivamente, felices; que lo que hacemos lo hacemos por elección propia y que si nos deprimimos a veces bajo tanta presión eso no se debe a la cultura sino a la imperfecta naturaleza humana?

Pero no hay salida. No podemos sentir desde afuera de nuestra cultura, de nuestra propia deformación: exigimos se nos venda una sonrisa alegre, aunque sea mentira. La tristeza es gratis y viene sola.

 

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia, 26 de cotubre de 2006.

 

 

 

 

Si l’Amérique latine avait été une entreprise anglaise.

 

Dans le cadre d’une récente étude à l’Université de Georgia, une étudiante a rencontré une jeune colombienne et a enregistré leur entretien. La jeune femme a retracé son expérience en Angleterre et comment les Anglais souhaitaient connaître la réalité de la Colombie. Après que la fille ait détaillé les problèmes que connaissait son pays, un Anglais a observé le paradoxe selon lequel l’Angleterre étant plus petite et ayant moins de ressources naturelles que la Colombie, celle-ci était beaucoup plus riche. Sa conclusion a été tranchante : «Si l’Angleterre avait administré la Colombie comme une entreprise, aujourd’hui les colombiens seraient beaucoup plus riches».

La jeune fille a ressenti de la gêne, parce que la démonstration prétendait mettre en évidence à quel point nous sommes incapables en Amérique latine. La maturité lucide de la jeune colombienne était évidente au cours de la rencontre, mais sur le moment elle n’avait pas trouvé les mots pour répondre à un fils du vieil empire. La chaleur du moment, le cynisme de cet anglais lui ont empêché de lui rappeler que sur beaucoup d’aspects l’Amérique latine avait été gérée comme une entreprise britannique et que, par conséquent, l’idée non seulement était peu originale mais, en outre, elle faisait partie de la réponse du pourquoi l’Amérique latine elle était tellement pauvre, en admettant que la pauvreté c’est la pénurie de capitaux et non de conscience historique.

D’accord : Les trois cent ans d’une colonisation monopolistique, rétrograde et fréquemment brutale ont pesé lourd sur le continent latino-américain , ce qui a consolidé dans l’esprit de nos peuples une psychologie réfractaire à toute légitimation sociale et politique (Alberto Montaner a appelé à cette caractéristique culturelle «la légitimité suspecte originale du pouvoir»). Après les semi indépendances du 19ème Siècle, non seulement le «progrès» des chemins de fer anglais fut une espèce de cage dorée- aux dires d’Eduardo Galeano -, de camisole de force pour le développement autochtone latino-américain, mais quelque chose de semblable à ce que nous pouvons voir en Afrique : au Mozambique, par exemple, pays qui est étendu de nord vers le sud, les chemins le traversaient d’est en ouest.

L’empire britannique sortait ainsi les richesses de ses colonies centrales en passant au-dessus de la colonie portugaise. En Amérique latine nous pouvons encore voir les réseaux routiers et des chemins de fer confluant toujours vers les ports (d’anciens bastions des colonies espagnoles que les rebelles indigènes considéraient avec une infinie rancœur depuis le haut des montagnes sauvages et que les propriétaires terriens voyaient comme l’aboutissement du progrès possible pour des pays ralentis par mère «nature»).

Il est évident que ces observations n’exemptent pas les latino-américains, d’assumer leurs responsabilités propres. Nous sommes conditionnés par une infrastructure économique, mais non déterminés par elle, comme un adulte n’est pas attaché irrémédiablement aux traumatismes de son enfance. Nous devons sûrement faire face en ces jours à d’autres camisoles de force, conditionnements qui nous viennent de dehors et de l’intérieur, à l’inévitable soif d’hégémonie de grandes puissances mondiales qui ne sont pas disposées à des changements stratégiques, d’une part, et de la fréquente culture locale de l’immobilité, d’autre part. En premier lieu, il est nécessaire de perdre l’innocence ; deuxièmement nous avons besoin de courage pour nous autocritiquer, pour nous changer et changer le monde.

 

Dr. Jorge Majfud

Traduction pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

 

* Auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

 

 

 

 

 

Narraturas de la historia

Narraturas de la historia

 

El respeto por una cultura milenaria

 

25 de junio de 2008. USA Today. Según una nota en la página 5A, el Scotland Yard se encontraba por entonces ocupado con un nuevo misterio, el caso del alcalde de Londres y una cajita de cigarros.

La policía británica había informado que estaban examinando detalladamente una cajita de cigarros en propiedad del alcalde de Londres, Boris Johnson, para determinar si dicho artefacto había sido producto de un saqueo o no. Según mister Johnson, la cajita pertenecía a un delegado del depuesto dictador, Saddam Hussein.

Johnson, un político conservador —aclara el redactor de la nota—, periodista y ex conductor de un programa de televisión que fuera elegido como alcalde de la ciudad el mes anterior, había tomado la cajita en el año 2003 de la casa bombardeada de Tariq Aziz. El mismo Johnson, en una columna para el Tuesday’s Daily Telegraph, reconoció que había tomado la cajita pocos días después de que Bagdad cayera bajo las fuerzas militares norteamericanas. La nota, con un estilo periodístico propio de las agencias noticiosas que por las dudas de paso explican que la Tierra es redonda como una naranja y lo hacen al menos al iniciar, al medio y al final, menciona otras tantas veces que Johnson, que por entonces trabajaba como periodista, se tropezó con la cajita polvorienta y la tomó, aunque al ser cuestionado reconoció: “las circunstancias en las cuales obtuve ese objeto eran moralmente tan ambiguas [so morally ambiguous] que no pude pensar que eso podía ser considerado un robo”.

Tiempo después Johnson recibió una carta de los abogados del procesado Aziz, quien le rogaba a Johnson que considere el encuentro de la cajita como un regalo. Lo que recuerda la costumbre egipcia de regalar obeliscos, esculturas y otras artesanías a los imperios amigos, costumbre que fuera copiada más tarde por hindúes, aztecas, incas y diversos pueblos de la periferia.

Por supuesto, el alcalde declaró que esta investigación sobre el valor cultural y la legalidad del proceso de apropiación del pequeño objeto era una pérdida de tiempo. Pero la Policía Metropolitana confirmó que iba a seguir investigando el caso de la cajita de cigarros porque “se cree que puede ser considerada como una pieza del patrimonio cultural iraquí [is believed to be a piece of Iraqi cultural property]”, razón por la cual podría retenerla durante el proceso de investigación.

Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña han sido acusados de destruir piezas y sitios arqueológicos que habían sobrevivido miles de años a las invasiones bárbaras de turno. Aparte de los arqueólogos, también algunos juristas han acusado a estos mismos gobiernos de no respetar las leyes internacionales y, otros más radicales, han ido más lejos asegurando que dicha ocupación violenta había sido orquestada en base a propaganda y mentiras, según reconoció un mes antes el ex portavoz de la Casa Blanca, Scott McClellan. Sin embargo, la nota antes referida sobre la investigación de la cajita demuestra con hechos y no meramente con palabras el compromiso de un país civilizado por la defensa de la ley, la moral y el patrimonio cultural de la humanidad, aún cuando para ello deba juzgar a una alta autoridad, como es el caso de un alcalde.

 

 

¿Por quién marcan los relojes?

 

26 de junio de 2008. The New York Times. Jack Dreschner, un lector neoyorquino del New York Times, en la página A22 se refiere al declarado éxito del presidente Bush en su estrategia militar de reducir la violencia de la insurgencia iraquí, a pesar de todas las opiniones discrepantes, incluida la de muchos de sus generales. Por alguna razón el lector Jack Dreschner razona sobre una curiosa metáfora: “también un reloj descompuesto da la hora correcta dos veces al día”.

Más adelante, en la página C4, una nota discute las ventajas y desventajas de perforar en las plataformas costeras de Estados Unidos para la explotación de nuevas reservas de petróleo. Perforar esas áreas está prohibido por ley desde los años ’80, aunque se asume que allí hay tantas reservas de petróleo como en codiciadas regiones de Medio Oriente. La razón radica no sólo en la conciencia ecológica de los consumidores norteamericanos sino en la posibilidad de que los horizontes perfectos de playas como las de Florida o California pudieran verse afeadas con torres metálicas y alguna que otra pérdida oleaginosa.

Días atrás el presidente G. W. Bush hizo público su pedido para levantar las prohibiciones perforacionistas, en vista de que el precio del petróleo había traspasado la marca de 140 dólares el barril. Los conservadores en el gobierno, frecuentemente acusados de vínculos generacionales con las grandes compañías petroleras, son acérrimos defensores de la derogación de las leyes que prohíben una mayor explotación petrolera y culpan a la izquierda del Congreso por ser —ecológicamente hablando— demasiado conservadora.

Según el artículo titulado “Expansion of Offshore Drilling”, para saber qué naturaleza hay debajo de las costas del Este de Estados Unidos, el gobierno está inspeccionando mapas geológicos de Marruecos, ya que, como se cree —según el artículo—, África del norte y Norteamérica estuvieron unidos hace más de 100 millones de años. Esta lógica forma parte del milagro teológico de los mismos conservadores que niegan cualquier posible evolución de las especies o de los continentes y atribuyen al Universo la edad de algo así como cinco mil años. O al menos era así cuando un barril de petróleo costaba 20 dólares.

Tal vez la metáfora del reloj descompuesto, sugerida por el neoyorquino Jack Dreschner, no sea del todo justa. Hay otra más probable referida por Cabrera Infante en 1974, otra verdad que no necesita ser históricamente cierta: El general preguntó la hora y un adecán se acercó rápido a musitar: “la que usted quiera, señor presidente”.

 

 

Jorge Majfud

Lincoln University, junio 2008

 

 

 

Narraturas da história

 

 

O respeito por uma cultura milenar

 

25 de junho de 2008. USA Today. Segundo uma nota na página 5A, a Scotland Yard encontrava-se, então, envolvida com um novo mistério, o caso do prefeito de Londres e uma cigarreira.

A polícia britânica informou que estava examinando detalhadamente uma cigarreira na propriedade do prefeito de Londres, Boris Johnson, para determinar se o referido objeto havia sido produto de um saque ou não. De acordo com Mr. Johnson, a caixinha pertencera a um representante do deposto ditador, Saddam Hussein.

Johnson, um político conservador – esclarece o redator da nota –, jornalista e ex-apresentador de um programa de televisão, eleito prefeito da cidade no mês anterior, apossara-se dela no ano de 2003, na casa bombardeada de Tareq Aziz*. O próprio Johnson, em uma coluna para Tuesday’s Daily Telegraph, reconheceu que havia obtido o objeto poucos dias depois da queda de Bagdá sob as forças militares norte-americanas.

A nota, com estilo jornalístico típico das agências noticiosas que, por via das dúvidas, explicam, de passagem, que a Terra é redonda como uma laranja, e o fazem, pelo menos, no início, no meio e no final, menciona outras tantas vezes que Johnson, que na época trabalhava como jornalista, tropeçou na empoeirada cigarreira e pegou-a, embora ao ser questionado reconhecesse: «As circunstâncias nas quais obtive esse objeto eram moralmente tão ambíguas [so morally ambiguous] que não pensei que isso poderia ser considerado um roubo».

Tempos depois, Johnson recebeu uma carta dos advogados do processado Aziz, que pediam a Johnson que considerasse o achado da cigarreira como um presente. O que faz lembrar o costume egípcio de presentear obeliscos, esculturas e outras peças de artesanato aos impérios amigos, hábito que foi copiado mais tarde por hindus, astecas, incas e diversos povos da periferia.

O prefeito declarou, entretanto, que essa investigação sobre o valor cultural e a legalidade do processo de apropriação do pequeno objeto era uma perda de tempo. Mas a Polícia Metropolitana confirmou que seguiria investigando o caso da cigarreira porque “acredita-se que pode ser considerada como uma peça do patrimônio cultural iraquiano” [it is believed to be a piece of Iraqi cultural property], razão pela qual poderia apreendê-la durante o curso da investigação.

Os governos dos Estados Unidos e da Grã-Bretanha foram acusados de destruir peças e sítios arqueológicos que sobreviveram, por milhares de anos, às invasões bárbaras de turno. Além dos arqueólogos, também alguns juristas acusaram esses mesmos governos de não respeitar as leis internacionais, e outros mais radicais foram mais longe ainda, assegurando que dita ocupação violenta fora orquestrada em base à propaganda e mentiras, conforme reconheceu um mês antes o ex-porta-voz da Casa Branca, Scott McClellan. A referida nota sobre a investigação da caixinha, demonstra, no entanto, com fatos e não meramente com palavras, o compromisso de um país civilizado na defesa da lei, da moral e do patrimônio cultural da humanidade, mesmo que, para isso, deva julgar uma alta autoridade, como é o caso de um prefeito.

 

 

Por quem trabalham os relógios?

 

26 de junho de 2008. The New York Times. Jack Dreschner, um leitor novaiorquino do New York Times, na página A22, refere-se ao declarado êxito do presidente Bush em sua estratégia militar de reduzir a violência da insurgência iraquiana, apesar de todas as opiniões discrepantes, incluídas as de muitos de seus generais. Por algum motivo, o leitor Jack Dreschner raciocina sobre uma curiosa metáfora: «Até um relógio estragado dá a hora certa duas vezes ao dia».

Mais adiante, na página C4, uma nota discute as vantagens e desvantagens de perfurar, nas plataformas costeiras dos Estados Unidos, para a exploração de novas reservas de petróleo. Perfurar essas áreas é proibido por lei desde os anos 1980, embora se assuma que ali haja tantas reservas de petróleo como nas cobiçadas regiões do Oriente Médio. A razão está não só na consciência ecológica dos consumidores norte-americanos, mas na possibilidade de que os horizontes perfeitos de praias como as da Flórida ou da Califórnia pudessem ser enfeiadas com torres metálicas e um e outro vazamento de óleo.

Há dias, o presidente G. W. Bush divulgou seu pedido de suspensão das proibições às perfurações, visto que o preço do petróleo ultrapassara a marca de 140 dólares o barril. Os conservadores no governo, freqüentemente acusados de vínculos umbilicais com as grandes companhias petrolíferas, são duros defensores da derrogação das leis que impedem uma maior exploração petrolífera, e culpam a esquerda do Congresso por ser – ecologicamente falando – demasiado conservadora.

Segundo o artigo intitulado «Expansion of Offshore Drilling», para saber que tipo de natureza existe sob as costas do Leste dos Estados Unidos, o governo está inspecionando mapas geológicos de Marrocos, já que, como se acredita – de acordo com o artigo –, o norte da África e a América do Norte estiveram unidos há mais de 100 milhões de anos. Esta lógica faz parte do milagre teológico dos próprios conservadores, que negam qualquer possível evolução das espécies ou dos continentes, e atribuem ao Universo a idade de cerca de cinco mil anos. Ou ao menos era assim, quando um barril de petróleo custava 20 dólares.

Talvez a metáfora do relógio estragado, sugerida pelo novaiorquino Jack Dreschner, não seja de todo justa. Há outra mais provável, citada por Cabrera Infante em 1974, verdade que não necessita ser historicamente correta: o general perguntou a hora e um ajudante-de-ordens aproximou-se rapidamente a sussurrar: «A que desejar, senhor presidente».

 

 

 

Por  Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

 

* NdT: Tarek Azis, ex-vice-primeiro-ministro de Saddan Hussein, na função de ministro das Relações Exteriores e, depois, porta-voz do governo iraquiano. Seu julgamento está actualmente a decorrer em Bagdá.

 

 

 

 

De cómo se derrumba un imperio

 

 

El mismo día que Cristóbal Colón partió del puerto de Palos, el 3 de agosto de 1492, vencía el plazo para que los judíos de España abandonaran su país, España. En la mente del almirante habían al menos dos poderosos objetivos, dos verdades irrefutables: las riquezas materiales de Asia y la religión perfecta de Europa. Con el primero pensaba financiar la reconquista de Jerusalén; con lo segundo debía legitimar el despojo. La palabra “oro” desbordó de su pluma como el divino y sangriento metal desbordó de las barcas de los conquistadores que le siguieron. Ese mismo año, el 2 de enero de 1492, había caído Granada, el último bastión árabe en la península. 1492 también fue el año de la publicación de la primar gramática castellana (la primera europea en lengua “vulgar”). Según su autor, Antonio de Nebrija, la lengua era la “compañera del imperio”. Inmediatamente, la nueva potencia continuó la Reconquista con la Conquista, al otro lado del Atlántico, con los mismos métodos y las mismas convicciones, confirmando la vocación globalizadora de todo imperio. En el centro del poder debía haber una lengua, una religión y una raza. El futuro nacionalismo español se construía así en base a la limpieza de la memoria. Es cierto que ocho siglos atrás judíos y visigodos arrianos habían llamado y luego ayudado a los musulmanes para que reemplazaran a Roderico y los demás reyes visigodos que habían pugnado por la misma purificación. Pero ésta no era la razón principal del desprecio, porque no era la memoria lo que importaba sino el olvido. Los reyes católicos y los sucesivos reyes divinos terminaron (o quisieron terminar) con la otra España, la España mestiza, multicultural, la España donde se hablaban varias lenguas y se practicaban varios cultos y se mezclaban varias razas. La España que había sido el centro de la cultura, de las artes y de las ciencias, en una Europa sumergida en el atraso, en violentas supersticiones y en el provincianismo de la Edad Media. Progresivamente la península fue cerrando sus fronteras a los diferentes. Moros y judíos debieron abandonar su país y emigrar a Barbaria (África) o al resto de Europa, donde se integraron a las naciones periféricas que surgían con nuevas inquietudes sociales, económicas e intelectuales. (1) Dentro de fronteras quedaron algunos hijos ilegítimos, esclavos africanos que casi no se mencionan en la historia más conocida pero que eran necesarios para las indignas tareas domésticas. La nueva y exitosa España se encerró en un movimiento conservador (si se me permite el oximoron). El estado y la religión se unieron estratégicamente para el mejor control de su pueblo en un proceso esquizofrénico de depuración. Algunos disidentes como Bartolomé de las Casas debieron enfrentarse en juicio público ante aquellos que, como Ginés de Sepúlveda, argumentaban que el imperio tenía derecho a intervenir y a dominar el nuevo continente porque estaba escrito en la Biblia (Proverbios 11:29) que “el necio será siervo del sabio de corazón”. Los otros, los sometidos lo son por su “torpeza de entendimiento y costumbres inhumanas y bárbaras”. El discurso del famoso e influyente teólogo, sensato como todo discurso oficial, proclamaba: “[los nativos] son las gentes bárbaras e inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas, y será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipe y naciones más cultas y humanas, para que merced a sus virtudes y a la prudencia de sus leyes, depongan la barbarie y se reduzcan a vida más humana y al culto de la virtud”. Y en otro momento: “[se debe] someter con las armas, si por otro camino no es posible, a aquellos que por condición natural deben obedecer a otros y rehusar su imperio”. Por entonces no se recurría a las palabras “democracia” y “libertad” porque hasta el siglo XIX permanecieron en España como atributos del caos humanista, de la anarquía y del demonio. Pero cada poder imperial en cada momento de la historia juega el mismo juego con distintas cartas. Algunas, como se ve, no tan distintas.

A pesar de una primera reacción compasiva del rey Carlos V y de las Leyes Nuevas que prohibían la esclavitud de los nativos americanos (los africanos no entraban como sujetos de derecho), el imperio, a través de sus encomenderos, continuó esclavizando y exterminando estos pueblos “ajenos a la vida pacífica” en nombre de la salvación y la humanización. Para acabar con los horribles rituales aztecas que cada tanto sacrificaban una víctima inocente a sus dioses paganos, el imperio torturó, violó y asesinó en masa, en nombre de la ley y del Dios único, verdadero. Según Fray de las Casas, uno de los métodos de persuasión era extender a los salvajes sobre una parrilla y asarlos vivos. Pero no sólo la tortura —física y moral— y los trabajos forzados desolaron tierras que alguna vez estuvieron habitadas por millares de personas; también se emplearon armas de destrucción masiva, más concretamente armas biológicas. La gripe y la viruela diezmaron poblaciones enteras de forma involuntaria unas veces y mediante un preciso cálculo otras. Como habían descubierto los ingleses al norte, el envío de regalos contaminados unas veces, como ropas de enfermos, o el lanzamiento de cadáveres pestilentes tenía efectos más devastadores que la artillería pesada.

Ahora, ¿quién derrotó a uno de los más grandes imperios de la historia, como lo fue el español? España. Mientras una mentalidad conservadora, que cruzaba todas las clases sociales, se aferraba a la creencia de su destino divino, de “brazo armado de Dios” (según Menéndez Pelayo), el imperio se hundía en su propio pasado. Su sociedad se fracturaba y la brecha que separaba a ricos de pobres aumentaba al mismo tiempo que el imperio se aseguraba los recursos minerales que le permitían funcionar. Los pobres aumentaron en número y los ricos aumentaron en riquezas que acumulaban en nombre de Dios y de la patria. El imperio debía financiar las guerras que mantenía más allá de sus fronteras y el déficit fiscal crecía hasta hacerse un monstruo difícil de dominar. Los recortes de impuestos beneficiaron principalmente a las clases altas, al extremo de que muchas veces ni siquiera estaban obligados a pagarlos o estaban eximidos de ir a prisión por sus deudas y desfalcos. El estado quebró varias veces. Tampoco la inagotable fuente de recursos minerales que procedía de sus colonias, beneficiarias de la iluminación del Evangelio, era suficiente: el gobierno gastaba más de lo que recibía de estas tierras intervenidas, por lo que debía recurrir a los bancos italianos.

De esta forma, cuando muchos países de América (la hoy llamada América Latina) se independizaron, ya no quedaba del imperio más que su terrible fama. Fray Servando Teresa de Mier escribía en 1820 que si México no se había independizado aún era por ignorancia de la gente, que no alcanzaba a entender que el imperio español ya no era un imperio, sino el rincón más pobre de Europa. Un nuevo imperio se consolidaba, el británico. Como los anteriores y como los que vendrán, la extensión de su idioma y el predominio de su cultura será entonces un factor común. Otros serán la publicidad: Inglaterra enseguida echó mano a las crónicas de Fray de las Casas para difamar al viejo imperio en nombre de una moral superior. Moral que no impidió crímenes y violaciones del mismo género. Pero claro, lo que valen son las buenas intenciones: el bien, la paz, la libertad, el progreso —y Dios, cuya omnipresencia se demuestra con Su presencia en todos los discursos.

El racismo, la discriminación, el cierre de fronteras, el mecianismo religioso, las guerras por la paz, los grandes déficits fiscales para financiarlas, el conservadurismo radical perdieron al imperio. Pero todos estos pecados se resumen en uno: la soberbia, porque es ésta la que le impide a una potencia mundial poder ver todos los pecados anteriores. O se los permite ver, pero como si fueran grandes virtudes.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia, febrero 2006

 

 

(1)    Comúnmente se dice que el Renacimiento comenzó con la caída de Constantinopla y la emigración de los intelectuales griegos a Italia, pero poco o nada se dice de la emigración de capitales y de conocimientos que fueron forzados a abandonar España.

 

 

 

las campañas electorales

El bombardeo de los símbolos / III

Superman, la Mujer Maravilla y las campañas electorales (Parte III)

No es casualidad que la forma tradicional de ver y de construir la realidad a través de individuos agrupados, de buenos contra malos, propia del telesermón religioso y de los comics de superhéroes, sea idéntica a la promovida por los tradicionales medios masivos de difusión. Una cámara de televisión no puede abarcar lógicas abstractas, ni realidades más allá de individuos o pequeños grupos. No puede, no interesa y frecuentemente no conviene. El principio preplatónico de ver para creer es inseparable de su oscuro cómplice que prescribe creer para ver. Por esta razón el infatigable sermón mediático es necesario para ordenar el espectáculo visual de una realidad hiper-fragmentada, de una sociedad autista. Su mayor fuerza radica en que, contrario a los discursos contestatarios, la ideología de este sermón es transparente, aséptico.

A lo sumo una cámara de televisión logra abarcar una manifestación masiva, pero este tipo de imágenes ocupa un espacio insignificante y suele asociarse a lo irracional, a la “violencia”, cuando es allí donde está parte de la racionalidad histórica. Igual es la lógica de una telenovela, donde se caricaturiza la bondad o la maldad de cada personaje. Éstos están presos de su condición, no pueden cambiar: la mala no puede hacerse buena ni viceversa. Ningún acto positivo salva al malo; ningún delito condena al bueno ante el juicio del espectador, quien no sólo es físicamente pasivo sino que no es dueño de sus propias emociones. En esta lucha programada de buenos contra malos, las estructuras sociales son sepultadas. Cuando la empleada-víctima derrota a la patrona-mala y la desplaza en su posición social, reproduce y confirma —con el poderoso instrumento de la emoción y con cierto aire de crítica social— el mismo vicio estructural, ideológico y cultural que existía al comienzo. El happy ending es la llave que clausura definitivamente la ansiedad previamente creada, cualquier posible crítica.

Aunque mil imágenes nunca podrán reemplazar una sola palabra, en el discurso social, como en la iconolástica Edad Media, una sola imagen sigue valiendo por mil palabras. Aunque el poder se sigue educando y formando en la tradicional cultura letrada, las sociedades que todavía no salen de su tradicional rol de masa productora, son educadas principalmente en la cultura de la imagen, del fragmento. Las grandes revistas como Times suelen poner rostros individuales en sus tapas, no ideas. También las grandes cadenas de televisión y las páginas principales de los diarios más leídos acentúan esta característica de una forma inequívoca, sobre todo cuando algún miserable escándalo sexual sirve de alimento semanal para la valoración propia y la condena ajena. Durante meses, años, cada análisis se despliega a partir de dos fracturas: (1) las palabras y (2) los individuos.

Así también, las elecciones nacionales parecen un concurso de Miss Universo, donde se pone al candidato bajo la lupa para revelar sus emociones, sus pequeños vicios y debilidades y hasta su estado de salud. En Estados Unidos todos conocían las críticas del ex soldado John Kerry a la guerra de Viet-Nam. Pero en el 2004, pocas semanas antes de las elecciones, perdió la presidencia porque un grupo de veteranos combatientes manifestaron que el candidato en realidad había sido un mal compañero. Aparte de feo, un chico malo. Faltó acusarlo de no seguir las reglas de los Boy Scouts. De sus ideas o del debate ideológico de aquel momento nadie se acuerda. En la campaña del 2008, los candidatos siguen hablando en primera persona y buscan desesperadamente demostrar sus “valores”. En realidad, la ansiedad es por no contradecir el discurso social, construido en base a slogans repetidos, al tiempo que se integra otra tradición: satisfacer la ansiedad de lo nuevo y del cambio sin cambiar y sin proponer nunca nada nuevo. Aunque la palabra change (cambio) integra cada lema de la actual campaña electoral, se dedica más tiempo en dejar claro que el individuo que propone el cambio —el programa del partido no importa— posee valores conservadores y no operará ninguna variación radical en la sociedad.

El método consiste en que cada candidato hable de sus sentimientos religiosos, de sus pequeños pecados ya superados —elemento imprescindible de humanización entre tanta perfección—, de sus hábitos de buenos padres o buenas madres, de su capacidad de emocionarse y llorar de vez en cuando, de la firmeza de sus temperamentos a las tres de la madrugada. Todos hombres y mujeres listos para salvar al país y a la humanidad, como Superman o Wonder Woman —al fin la igualdad de sexos—, por la fuerza del brazo justiciero de él y del “lazo de la verdad” de ella que, como un narcótico o una picana eléctrica, impone al villano la virtud de la obediencia y el vómito de la verdad ante la irresistible belleza femenina. Como en el psicoanálisis primitivo, la verdad se revela en el tropiezo semántico. Razón por la cual todos los días se está a la espera de algún lapsus de este o aquel candidato. Apenas producido, se echa a andar la gigantesca maquinaria del análisis político y así se deja correr una o dos semanas más entre acalorados debates sobre semántica. Estos análisis son siempre previsibles y nunca radicales. Y un análisis que no es radical no aporta ningún cambio de la misma forma que no produce ningún cambio un político radical. Sobre todo porque rara vez llega al poder. Este quizás sea el punto central que no han comprendido los “pastores de la liberación” de Barack Obama.

El actual molde analítico de los mass media es el siguiente: El candidato X dijo esa palabra y durante la semana se discute qué quiso decir, enmascarado en un lenguaje paralelo sobre “un profundo debate de ideas y valores”. Cuando la opinión mediática interpreta algo diferente a los valores dominantes o lo “políticamente correcto”, el candidato X convoca las cámaras de televisión para pedir disculpas públicas —demostrando su buen corazón— o se justifica explicando que dicha palabra ha sido sacada de contexto, por lo cual donde decía “claro” en realidad quería decir “oscuro”, que aunque parecía criticar a la Vaca Sagrada en realidad la estaba defendiendo, porque siempre ha estado comprometido de corazón con dicha vaca. Alguno, incluso, recurre a las lágrimas para demostrar “su lado humano”. Este recurso arrojó excelentes resultados a favor de Hillary Clinton en al menos dos estados pero después tuvo un efecto contrario cuando se sospechó que el abuso del recurso demostraba una debilidad demasiado femenina en tiempos de guerra.

Al poner al individuo y cada una de sus palabras bajo una lupa cósmica, cualquier crítica global o estructural desaparece. Todo lo cual es consecuente con las dos últimas generaciones: una habituada a la publicidad fragmentada de la televisión; la otra al texto hiperfragmentado de los celulares. Ésta no es una observación del todo pesimista. Sólo una observación sobre la difícil transición que vive la humanidad hacia una liberación que sea más efectiva que su propia narcotización.

Podemos asumir que el individuo existe desde el momento en que ejerce un mínimo de libertad, una libertad siempre condicionada por un mundo material y por una cultura. Esta sería la mejor perspectiva del existencialismo, difícil sino imposible de rebatir. Pero el individuo se define por los otros, por sus contemporáneos y por miles de años y millones de muertos que viven de alguna forma en él. Negar cualquier tipo de libertad en el individuo es propio de del pensamiento antihumanista y de gran parte de la tradición religiosa. Afirmar y promover la idea de que sólo hay individuos independientes interactuando con un mundo que no está dentro suyo no es una herencia del humanismo sino otra antigua arbitrariedad que forma parte también de la insospechada herencia que todos llevamos dentro, como individuos y como sociedad. Y la cultura en todos sus órdenes —desde la telenovela, el comic hasta la política menor— se encarga de promover esta idea como si fuese una condición natural del mundo de los seres humanos. Individuos, palabras, poco más.

Jorge Majfud

Lincoln University of Pennsylvania ,

Mayo 2008.

https://www.alainet.org/es/articulo/127636?language=en

Le bombardement des symboles

I : L’échec du marxisme

Récemment un groupe de chercheurs espagnols est arrivé à la conclusion que l’extinction des hommes de Neandertal, il y a plus de vingt mille ans – ces gnomes et nains à long nez qui pullulent dans les contes traditionnels de l’Europe – a découlé d’une infériorité fondamentale par rapport aux hommes de Cromagnon. Selon José Carrión de l’Université de Murcia nos prédécesseurs homo sapiens possédaient une plus grande capacité symbolique, tandis que les Neandertals étaient plus réalistes et par conséquent inférieurs comme société. Personne ne croit aujourd’hui aux mythes de nos grands-parents, cependant leur utilité est semblable à celle du géocentrisme ptoléméen qui à son époque a servi à prédire des éclipses.

Selon une vision primitive darwinienne – propre aux néo conservateurs antidarwiniens -, le monde continue d’être une concurrence entre Neandertals et Cromagnons. Seul sert de gagner, parce que «nos valeurs» sont supérieures, puisque ce sont «des valeurs de Dieu». Nous autres nous pensons le contraire : ce type de dynamique pourrait ne pas mener au succès des cromagnons mais à l’extinction des deux rivaux sous la logique arbitraire de Superman, selon laquelle «les bons ce sont nous et c’est pourquoi nous devons anéantir les méchants». Il y a une différence avec notre époque : nous ne sommes pas totalement dans cette préhistoire et, si nous souscrivons a minima à un progrès possible de l’histoire selon les valeurs de l’humanisme, nous pouvons interpréter que ces lois darwiniennes ne s’appliquent pas brutalement à l’espèce humaine ou à la culture de coopération et de solidarité mais fait partie de la même sélection naturelle qui a dépassé l’époque des cavernes.

Cependant quelques principes de cette époque restent encore valables. Par exemple, la force que confère une croyance solide, qu’importe sa véracité. Ainsi se sont levés tous les empires comme l’empire Romain, arabe et les empires Européens et américains qui en ont découlés. Plusieurs d’entre eux devaient théologiquement se tromper, mais tous ont eu du succès grâce à un type de fanatisme messianique. Aussi ont-ils coulé.

Si les mythes ancien totémiques ont favorisé quelques tribus par rapport aux autres, les mythes modernes sociaux discriminent d’une forme plus complexe en favorisant des classes sociales, des groupes ou des sectes financières, des intérêts nationaux et parfois raciaux, etc.

Voyons un exemple contemporain. Il n’y a pas longtemps quelqu’un signalait avec une assurance inébranlable l’échec du marxisme dans le monde.

—Pourquoi pensez-vous que le marxisme a échoué ? Ai-je demandé.

—Il suffit de voir ce qui est arrivé en Union soviétique et dans les pays socialistes et avec des terroristes comme Che Guevara.

Ce monsieur n’avait jamais lu un seul texte de Marx ou de ses disciples, mais il avait beaucoup regardé la télévision et, surtout, il avait reçu quelques cours sur «la lutte antisubversive», de même qu’il était affublé d’une douzaine de lieux communs assaisonnés avec l’éloquence de la répétition.

—En réalité, sortir un pays analphabète de la périphérie et le transformer en quelques décennies en puissance mondiale n’est pas un grand échec – ai-je commenté par esprit de contradiction, malgré mon mépris profond pour l’époque de Staline et ses conséquences.

—Par exemple, la lutte de classes est un acte criminel.

—Tout à fait d’un accord. Surtout parce qu’elle existe. Bien que maintenant il ne s’agisse pas des princesses de sang bleu et de paysans criminels avec un visage de crapaud.

Bien sûr, voir l’Union Soviétique comme le marxisme mis en pratique est un abus dans tous les sens. Si Marx avait vécu à l’époque et sur cette terre, il aurait aussi été un exilé en Angleterre. Non parce que l’Angleterre était un empire bon mais parce que c’était un empire arrogant, comme tout empire, qui ne s’est senti jamais menacé par les intellectuels. Ce qui était un avantage considérable pour quelqu’un qui devait écrire une analyse historique comme Le Capital pour être lu et discuté durant les siècles à venir, même après l’Union Soviétique et l’Empire Britannique aient disparu.

Mais encore si nous assumions que le marxisme a échoué comme organisation politique cela ne veut pas dire que le marxisme ait échoué comme courant de pensée et d’action sociale. Paradoxalement, là où il est plus le vivant aujourd’hui c’est dans les universités étasuniens, où, d’une forme ou dune autre, il utilise comme l’un des instruments d’analyse les plus récurrents de la réalité. De cette réalité que les réalistes neandertals ne veulent pas voir. Et voilà que l’on ne peut pas dire que ces centres vivent dans les nuages parce que, ils sont mesurés selon les valeurs traditionnelles des «pragmatiques hommes d’affaires», ce sont ces universités à travers leurs différentes sections les centres économiques qui directement ou non laissent aux pays des revenus astronomiques, sans compter chacune des inventions, systèmes et instruments contemporains qui s’utilisent dans les coins les plus lointains de la planète, pour le bien et le mal.

En laissant d’un côté ce détail, il suffirait de se situer au XVIIIe siècle ou au XIXe pour se rendre compte que ce qu’ils nomment «le marxisme» n’a pas échoué mais tout le contraire. (Il est clair que le marxisme a inspiré des barbaries. Mais les barbares et les génocides s’inspirent de toute chose. Si non, demandez à n’importe quelle religion si dans son histoire elle n’a pas des tonnes de poursuivis, torturés et massacrés au nom du Dieu et la Morale). Sans l’héritage du marxisme, la pensée actuelle, l’antimarxiste, se trouverait nue et perdue dans le monde du XXIe siècle. Et pas seulement la pensée. Une bonne partie des réussites et de la reconnaissance des égalités des oppressés – de l’humanité oppressée – a été accélérée par ce courant radical, depuis les luttes sociales réussies au XIXe siècle pour les droits des ouvriers, pour le combat de l’esclavage en Amérique et celui des paysans dans les fabriques vénéneuses de la Révolution Industrielle en Europe, pour les droits égalitaires de la femme jusqu’à la rébellion des peuples colonisés au XXe siècle. Toutes les réformes et revendications qui ont été menées avec un succès relatif et toujours précaire au XXIe siècle jusqu’à oublier qu’à un moment elles ont été combattues comme émanant du Démon ou de subversifs ressentis, souvent condamnées comme cette «voix du peuple» faisant partie du sermon au service de l’intérêt d’une minorité au pouvoir.

Quelques intellectuels de droite ont publié que tous ces progrès humanistes ont été obtenus grâce au «bon cœur» d’hommes et de femmes de foi religieuse. Cependant, leurs églises et institutions non seulement ont historiquement été là, condamnant ces luttes de libération comme «une corruption immorale du progrès», justifiant des répressions et des massacres pendant les temps de barbarie mais de plus leurs sphères d’action avaient presque toujours leurs centres dans le pouvoir même, non pour le critiquer mais pour le légitimer. Ce qui n’est pas une condition naturelle d’aucune église en particulier, mais l’un de ces fléaux que les humains transmettent dans toute autre sphère sociale, comme le révèlent, le peu d’Évangiles qui nous sont restés.

D’un autre côté, le rejet épidermique de la tradition de la pensée marxiste ne découle pas non plus uniquement de l’apparent athéisme, puisque les Théologiens de la libération ont démontré que l’on peut croire au Dieu, être chrétien et en même temps souscrire avec cohérence à une pensée marxiste ou, au moins, une pensée progressiste de l’histoire. En fait nous pouvons comprendre le christianisme primitif comme l’humanisme radical, opposé aux structures hiérarchiques et politiques du christianisme postérieur, surgi sous la bénédiction et à la mesure politique de l’empereur Constantino.

Jusqu’à maintenant, le christianisme né d’un condamné subversif mort, portait trois siècles d’échecs et de poursuite de la part de l’Empire. Mais aussi trois de ses meilleurs siècles, avant le succès spectaculaire politique de l’année 313

II: Politique de Dieu

«Es tan fecunda la sagrada Escritura,

que sin demasía, ni proligidad, sobre vna cláusula se puede hazer vn libro, no dos capítulos».

Francisco de Quevedo, Política de Dios, Govierno de Christo (1626).

Cela n’a jamais été facile de reconnaître que Jesus a été condamné à mort pour des raisons politiques. Jésus s’est incarné avec beaucoup de dimensions humaines, mais selon la tradition religieuse rien à voir avec l’une des conditions les plus humaines qui pouvait habiller le fils de Dieu. Cependant, ni Jésus ni l’église officielle de Constantin ont manqué de cette dimension, bien que ce fut deux politiques opposées la plupart de temps. La Rome de Pilates n’avait pas d’intérêt religieux dans l’exécution et s’est occupé de confondre un délit politique avec un délit moral, après avoir exécuté le turbulent avec d’autres inculpés ? détenus communs ou après l’avoir comparé avec l’autre subversif moins dangereux de l’époque, du nom de Barrabás. Il est certain que, selon les peu d’Évangiles qui ont échappé à l’empereur Constantin, l’ ordre religieux juif de l’époque a avalisé et a provoqué cette décision, mais elle ne manquait pas non plus de motivations politiques : encore oppressés comme nation, les administrateurs de la Loi ne voulaient pas perdre les privilèges mesquins de classe que garantissait l’Empire romain, stratégie que tous les empires de l’histoire ont répétée avec rigueur.

Les classes nobles ont toujours été internationales : entre elles, elles ont fait la guerre et l’amour, sans importer la culture, la religion ni la langue. Mais elles ont toujours fait attention à ne pas se mélanger avec leur propre peuple, qui leur fournissait des aliments et de la chair à canon pour la guerre, inévitablement assaisonnée du sentiment émouvant de la propagande patriotique quand ce n’était pas du sacrifice religieux. Excepté dans les contes de fées où nous trouvons quelques exceptions, comme les paysans valeureux qui arrivent à séduire leur princesse dans un conflit entre mâles. Mais dans aucun cas il s’agit de contestataires mais précisément de restaurateurs des privilèges du roi ou de l’aristocratie.

Maintenant, si nous considérons que le christianisme moderne se fonde en l’année 325, avec l’élimination arbitraire de dizaines d’Évangiles barrés d’apocryphes, il n’est pas incongru de penser que tous ces textes qui mentionnaient la rébellion de Jésus et d’autres groupes subversifs contre Rome ont été pudiquement passés sous silence. De même, la responsabilité de l’empire romain sur le magnicide est passé de la faute du peuple juif jusqu’au succès politique, économique et militaire d’Israël au XXe siècle, où le même concept assumé est devenu un tabou politiquement incorrect. (L’antisémitisme, qui était une vertu éthique dans l’Europe de la Renaissance, a toujours été contre les principes de l’humanisme professés par les catholiques et les athées – comme le principe d’égalité et le droit à la différence – mais n’est pas passé d’une manière décisive à la clandestinité si ce n’est à la fin de la Deuxième Guerre.) Finalement cette Église qui a décidé d’une forme mystique la validité de seuls quatre Évangiles ce fut la même qui avait été légitimée et officialisée douze ans avant par le pouvoir de l’empereur. Constantin n’a pas seulement mis son nom sur la capitale du monde, précédemment Byzance, mais a aussi mis sa signature sur la nouvelle religion officielle de l’empire, à laquelle il ne comprenait peu ou pas grand chose, mais il a été capable de choisir la théologie finale de l’Église comme ses intérêts politiques d’unification. L’Empire ne poursuivait déjà plus, ni jetait les chrétiens aux lions et il fallait oublier et accuser quelqu’un d’autre. Surtout oublier le facteur politique du Fils de Dieu qui, paradoxalement, ne fut étranger à rien d’humain.

La tradition théologique et le discours ecclésiastique n’ont jamais vu le facteur politique derrière leurs actions, derrière leur propre histoire. Mais cette dimension peut être perçue à travers de nombreux points de vue dans la révolution provoquée par le Messie, y compris depuis la théologie même. Le dépassement du précédent nationalisme du Père ne cesse d’être un exemple. Mais la cécité politique fut de tous les temps une vision de classe contagieuse. Quand la pensée européenne, spécialement depuis le marxisme, a remarqué cette dimension idéologique du discours hégémonique et de la dynamique de l’histoire, le sermon traditionnel a attribué la capacité d’être politique et idéologique à tout ce qui était pensé et produit en dehors des murs épais des églises. On a prétendu que la politique était incompatible avec la religion ou, tout au moins, qu’on pouvait l’expurger d’un cloître, d’un couvent ou d’un ermitage bien que le clergé s’occupait d’elle.

Le sermon religieux traditionnel continue d’être incapable de voir cette réalité au-delà de l’individu, raison pour laquelle toute référence à l’histoire, à la société comme quelque chose de plus que l’ensemble d’âmes isolées déclanche toutes les alarmes dialectiques. Pour ceux-ci, une société est un tas d’individus, une espèce de Société Anonyme, par moment autist. Le salut est un problème individuel, à tel point qu’un homme ou une femme peut atteindre le Paradis et être heureux bien que sa bienaimée de toute la vie ait été envoyée à l’enfer pour être athée ou diverger avec les canons de la religion.

D’autre part, je comprends qu’aujourd’hui c’est l’Église Catholique l’une des églises qui a le plus changé depuis le Vatican II de 1962. Non grâce au Vatican mais malgré lui. Malgré la réaction conservatrice de Jean Paul II et le rejet théologique persistant du cardinal de l’époque Joseph Ratzinger dans les années 80, l’église ou les églises catholiques chaque jour se sont de plus en plus identifiées aux valeurs des théologiens de la libération. L’histoire se répète : les changements surgissent des vaincus, depuis la clandestinité, depuis les marges du pouvoir politique. Bien qu’avec un langage toujours conservateur, leurs valeurs, surtout en Amérique Latine, continuent de s’éloigner progressivement de cette pratique traditionnelle qui consistait à légitimer et à appuyer les classes oligarchiques quand elles ne bénissaient pas explicitement les dictatures militaires, nées des propres intérêts agricoles des classes dominantes. Le parfum de l’antiquité qu’on respire dans les petites églises catholiques peu à peu passe d’une représentation de l’oppression aux minorités à un refuge politique – spirituel de ces minorités. La raison repose sur le fait que l’intolérance politique- religieuse s’est déposée dans les sectes protestantes qui entourent les centres du pouvoir mondial, aujourd’hui en déclin mais encore avec une force suffisante pour dicter par la force de ses muscles la «morale correcte» et la politique des héros type Rambo. Le narcotique salvateur des télé-évangelistes a certainement pris le rôle politique des sermons catholiques du Moyen Âge et jusqu’à une période bien avancée du XXe siècle, quand on confondait le martyr céleste avec le soldat qui tombait en défendant l’empire au moment où on accusait de politique ou de marxiste celui qui osait controverser cette relation incestueuse.

Jorge Majfud, Lincoln University of Pennsylvania , Mai 2008.

O bombardeio dos símbolos

O fracasso do marxismo (I)

Recentemente, um grupo de pesquisadores espanhóis concluiu que a extinção dos neandertais há mais de vinte mil anos – estes gnomos e anõezinhos narigudos que pululam nos contos tradicionais da Europa – deveu-se a uma inferioridade fundamental em relação aos cromagnons. Segundo José Carrión, da Universidade de Murcia, nossos antepassados homo sapiens possuíam uma maior capacidade simbólica, enquanto que os neandertais eram mais realistas e, portanto, inferiores como sociedade. Hoje ninguém acreditaria nos mitos daqueles nossos avós, não obstante sua utilidade se pareça com a do geocentrismo ptolomaico que, em sua época, serviu para predizer eclipses.

De acordo com uma primitiva visão darwiniana – própria dos neoconservadores antidarwinianos –, o mundo segue sendo uma competição entre neandertais e cromagnons. Somente ganhar vale, porque “nossos valores” são superiores, já que são “os valores de Deus”. Outros pensam o contrário: este tipo de dinâmica não poderia levar ao êxito dos cromagnons, mas, sim, à extinção de ambos contendores, sob a lógica arbitrária de Superman, segundo a qual “os bons somos nós e por isso devemos aniquilar os maus”.

Há uma diferença com nossos tempos: não estamos totalmente naquela pré-história e, se subscrevemos minimamente um possível progresso da história, segundo os valores do humanismo, podemos interpretar que estas leis darwinianas não se aplicam a frio na espécie humana ou a cultura de cooperação e solidariedade é parte da própria seleção natural que superou o estado cavernícola.

Entretanto, ainda restam em pé alguns princípios daquela época. Por exemplo, a fortaleza que confere uma crença sólida, sem importar sua veracidade. Assim foram erguidos todos os impérios como o romano, o islâmico e os que vieram a seguir, europeus e americanos. Entre eles algum teria que estar teologicamente equivocado, mas todos tiveram sucesso graças a algum tipo de fanatismo messiânico. Também assim afundaram.

Se os antigos mitos totêmicos favoreceram algumas tribos sobre as outras, os modernos mitos sociais discriminam de forma mais complexa, favorecendo classes sociais, grupos ou seitas financeiras, interesses nacionais e, às vezes, raciais etc.

Vejamos um exemplo contemporâneo. Não faz muito tempo alguém me apontava com inabalável obviedade a derrota do marxismo no mundo.

– Por que pensa você que o marxismo fracassou? – perguntei.

– Basta ver o que ocorreu na União Soviética e nos países socialistas e com terroristas como Che Guevara.

Este senhor nunca havia lido um só texto de Marx ou de seus seguidores, mas havia visto muita televisão e, sobretudo, recebera alguns cursos sobre “luta anti-subversiva”, estando, portanto, municiado com uma dezena de lugares comuns temperados com a eloqüência da repetição.

– Na realidade, arrancar um país analfabeto da periferia e convertê-lo por várias décadas em potência mundial não parece um grande fracasso – comentei por pura birra, apesar de meu profundo desprezo pelos tempos de Stalin e seus conseqüentes.

– A luta de classes, por exemplo, é um ato criminoso.

– Completamente de acordo. Sobretudo porque existe. Ainda que agora não se trate de princesas de sangue azul e camponeses criminosos com cara de sapo.

Claro que ver a União Soviética como o marxismo posto em prática é uma arbitrariedade com próprios e alheios. Se Marx, então, houvesse vivido lá naquela terra, igualmente teria sido exilado na Inglaterra. Não porque a Inglaterra fosse um império bondoso, senão porque era um império arrogante, como todo império, que nunca se sentiu ameaçado pelos intelectuais. O que era uma considerável vantagem para alguém que devia escrever uma análise histórica como O Capital para ser lido e discutido pelos séculos vindouros, ainda quando a União Soviética ou o Império Britânico houvessem desaparecido.

Mas ainda se assumíssemos que o marxismo fracassou como organização política, isso não quer dizer que o marxismo tenha falido como corrente de pensamento e de ação social. Puro paradoxo, é nas universidades norte-americanas onde o marxismo está mais vivo e, de uma forma ou de outra é usado como um dos mais recorrentes instrumentos de análise da realidade. Esta realidade que os realistas neandertais não querem ver. E não se pode dizer que esses centros vivem nas nuvens porque, mesmo medido de acordo com os valores tradicionais dos “pragmáticos homens de negócios”, são essas universidades, através de seus diferentes títulos, os centros econômicos que direta e indiretamente legam ao país astronômicos ganhos econômicos, sem contar cada um dos inventos, sistemas e instrumentos contemporâneos que são utilizados nos lugares mais remotos do planeta, para o bem e para o mal.

Deixando de lado este detalhe, bastaria situar-se no século XVIII ou no XIX para perceber que isso que chamam “marxismo” não fracassou, muito pelo contrário. (Claro que o marxismo inspirou barbaridades. Mas os bárbaros e genocidas buscam inspiração em qualquer coisa. Senão, perguntem a qualquer religião se em sua história não há toneladas de perseguidos, torturados e massacrados em nome de Deus e da Moral.)

Sem a herança do marxismo, o pensamento atual, inclusive o antimarxista, estaria nu e perdido no mundo do século XXI. E não só o pensamento. Uma boa parte dos sucessos e do reconhecimento das igualdades dos oprimidos – da humanidade oprimida – foram acelerados por esta corrente radical, desde as exitosas lutas sociais no século XIX pelos direitos dos trabalhadores, pelo combate à escravidão na América e a dos camponeses nas venenosas fábricas da Revolução Industrial na Europa, pelos direitos igualitários da mulher até a rebelião dos povos colonizados no século XX. Todas as revisões e reivindicações foram continuadas com relativo alcance e sempre precário no século XXI, até ser esquecido que, em seu momento, foram combatidas como próprias do Demônio ou de subversivos ressentidos, não poucas vezes condenados por essa “voz do povo” criada pelo sermão na medida do interesse de uma minoria no poder.

Alguns intelectuais de direita divulgaram que todos esses progressos humanistas foram alcançados graças ao “bom coração” dos homens e mulheres de fé religiosa. Não obstante, suas igrejas e instituições não só estiveram historicamente ali, condenando essas lutas de libertação como “corrupções imorais do progresso”, justificando repressões e matanças durante os tempos de barbárie, já que suas esferas de ação quase sempre tinham seus centros no próprio poder, não para criticá-lo e, sim, para legitimá-lo. O qual não é uma condição natural de nenhuma igreja em particular, mas uma destas pragas que os humanos transmitem em qualquer outra esfera social, tal como o revelam os poucos Evangelhos que nos restaram.

Por outro lado, o rechaço epidérmico à tradição do pensamento marxista tampouco se deve unicamente a um aparente ateísmo, já que os Teólogos da Libertação demonstraram que se pode crer em Deus, ser cristão e ao mesmo tempo subscrever com coerência um pensamento marxista ou, ao menos, progressista da história. De fato, podemos entender o cristianismo primitivo como um humanismo radical, oposto às estruturas hierárquicas e políticas do cristianismo posterior, surgido sob a bênção e a medida política do imperador Constantino.

Até este momento, o cristianismo nascido de um subversivo condenado à morte, trazia três séculos de derrotas e perseguição por parte do Império. Mas também três de seus melhores séculos, antes do espetacular êxito político do ano 313.

Política de Deus (II)

“É tão fecunda a sagrada Escritura, que, sem demasia, nem prolixidade, sobre uma cláusula se pode fazer um livro, não dois capítulos”.

Francisco de Quevedo. Política de Dios, Govierno de Christo (1626).

Nunca foi fácil reconhecer que Jesus foi condenado à morte por razões políticas. Jesus encarnou muitas dimensões humanas mas, segundo a tradição religiosa, nada teve a ver com uma das condições mais humanas que podia vestir o filho de Deus. Entretanto, nem Jesus nem a igreja oficial de Constantino careceram dessa dimensão, embora fossem duas políticas opostas na maior parte do tempo. A Roma de Pilatos não tinha nenhum interesse religioso na execução, e cuidou de confundir um delito político com um delito moral, ao justiçar o revoltoso junto com outros réus comuns, ou ao equipará-lo com outro subversivo menos perigoso da época, de nome Barrabás.

É certo que, segundo os poucos Evangelhos que se salvaram do imperador Constantino, a classe religiosa judia da época avalizou e promoveu essa decisão, mas isto tampouco carecia de motivações políticas: ainda oprimidos como nação, os administradores da Lei não queriam perder os mesquinhos privilégios de classe que o Império romano garantia, estratégia que todos os impérios da história repetiram com rigor.

As classes nobres sempre foram internacionais: entre elas fizeram a guerra e o amor, sem importar a cultura, a religião nem o idioma. Mas sempre se precaveram de não se misturar com seus próprios povos, que lhes proviam de alimentos e carne de canhão para a guerra, inevitavelmente temperada com o comovedor sentimento da propaganda patriótica, quando não do sacrifício religioso. Exceto nos contos de fadas, onde encontramos algumas exceções, como os valorosos camponeses que chegam a ganhar a princesa em uma contenda entre machos. Mas, em nenhum caso, trata-se de contestadores senão, precisamente, de restauradores dos privilégios do rei ou da aristocracia.

Agora, se consideramos que o cristianismo moderno é fundado no ano 325, com a eliminação arbitrária de dezenas de evangelhos tachados de apócrifos, não é raro pensar que todos aqueles textos que mencionavam a rebelião de Jesus e outros grupos subversivos contra Roma hajam sido pudicamente silenciados. Da mesma forma, da responsabilidade do império romano pelo magnicídio, passou-se à culpa do povo judeu até o êxito político, econômico e militar de Israel, no século XX, onde o próprio, assumido, converteu-se em um tabu politicamente incorreto. (O anti-semitismo, que era uma virtude ética na Europa do Renascimento, sempre esteve contra os princípios do humanismo professado por católicos e ateus – como o princípio da igualdade e o direito à diferença – mas não passou decisivamente à clandestinidade, a não ser até o fim da Segunda Guerra.)

No final, a Igreja, que decidiu de forma mística a validade de só quatro Evangelhos, foi a mesma que havia recebido a legitimação e oficialização do poder 12 anos antes, de parte do imperador. Constantino não só colocou seu nome na capital do mundo, antes Bizâncio, mas apôs também sua assinatura na nova religião oficial do império, da qual entendia pouco ou nada, embora fosse capaz de decidir a teologia final da Igreja conforme seus interesses políticos de unificação. O Império já não perseguia nem jogava cristãos aos leões, e havia que esquecer e culpar algum outro. Sobretudo, esquecer o fator político do Filho de Deus que, paradoxalmente, não foi alheio a nada humano.

A tradição teológica e o discurso eclesiástico nunca viram o fator político atrás de suas ações, atrás de sua própria história. Mas esta dimensão pode ser observada de muitos pontos de vista na revolução provocada pelo Messias, inclusive desde a própria teologia. A superação do nacionalismo anterior do Pai não deixa de ser um exemplo. Porém, a cegueira política representou por muito tempo uma contagiosa visão de classe.

Quando o pensamento europeu, especialmente desde o marxismo, assinalou esta dimensão ideológica do discurso hegemônico e da dinâmica da história, o sermão tradicional atribuiu a capacidade de ser político e ideológico a tudo o que fosse pensado e produzido fora dos espessos muros das igrejas. Pretendeu-se que a política fosse incompatível com a religião ou, ao menos, que era possível expurgá-la de um claustro, de um convento ou de uma ermida enquanto o clero se ocupava dela.

O sermão religioso tradicional continua sendo incapaz de ver esta realidade mais além do indivíduo, razão pela qual qualquer referência à história, à sociedade como algo mais que um conjunto de almas isoladas, faz soar todos os alarmas dialéticos. Para estes, uma sociedade é o acúmulo de indivíduos, uma espécie de Sociedade Anônima, autista, por momentos. A salvação é um problema individual, ao extremo que um homem ou uma mulher possa alcançar o Paraíso e ser feliz ainda que sua amada de toda a vida haja sido lançada ao inferno por atéia ou por discrepar do cânon religioso.

Por outro lado, entendo que, hoje em dia, é a Igreja Católica uma das igrejas que mais mudou, desde o Vaticano II de 1962. Não graças ao Vaticano, senão apesar dele. Apesar da reação conservadora de João Paulo II e do persistente rechaço teológico do então cardeal Joseph Ratzinger, nos anos 80, à igreja ou às igrejas católicas que a cada dia se identificam mais com os valores dos teólogos da libertação.

A história se repete: as mudanças surgem dos derrotados, desde a clandestinidade, das margens do poder político. Embora com uma linguagem sempre conservadora, seus valores, sobretudo na América Latina, continuam distanciando-se progressivamente daquela prática tradicional que consistia em legitimar e apoiar as classes oligárquicas, quando não explicitamente abençoavam as ditaduras militares, nascidas dos próprios interesses agropecuários das classes dominantes.

O odor da antigüidade que se respira nas pequenas igrejas católicas pouco a pouco deixa de representar a opressão às minorias para converter-se em refúgio político-espiritual dessas minorias. A razão apóia que a intolerância político-religiosa tenha se assentado nas seitas protestantes, que rodeiam os centros do poder mundial, hoje em declive, mas ainda com vigor suficiente para ditar, pela força de seus músculos, a “moral correta” e a política dos heróis do tipo Rambo. O narcótico salvador dos televangelistas assumiu definitivamente o papel político que, certa vez, tiveram os sermões católicos da Idade Média, e até bem depois no século XX, quando se confundia o mártir celestial com o soldado que caía defendendo o império, ao mesmo tempo em que se acusava de político ou de marxista a quem se atrevesse a questionar essa relação incestuosa.

Superman, a Mulher Maravilha e as campanhas eleitorais (III)

Não é casualidade que a forma tradicional de ver e construir a realidade através de agrupamento de indivíduos, de bons contra maus, própria do telesermão religioso e dos comics de super-heróis, seja idêntica à promovida pelos tradicionais meios massivos de difusão. Uma câmera de televisão não pode abarcar lógicas abstratas, nem realidades além de indivíduos ou pequenos grupos. Não pode, não interessa e, freqüentemente, não convém.

Embora mil imagens nunca poderão substituir uma só palavra, no discurso social, como na iconoclasta Idade Média, uma só imagem segue valendo por mil palavras. Ainda que o poder siga educando e formando, na tradicional cultura letrada, as sociedades que ainda não deixaram seu histórico papel de massa produtora são educadas, principalmente, na cultura da imagem, do fragmento. As grandes revistas como Times costumam colocar rostos individuais em suas capas, não idéias. Também as grandes redes de televisão e as principais páginas dos jornais diários mais lidos acentuam essa característica de uma forma inequívoca, sobretudo quando algum miserável escândalo sexual serve de alimento semanal para a valorização própria e a condenação alheia. Durante meses, anos, cada análise se desprende a partir de duas fraturas: (1) as palavras e (2) os indivíduos.

Assim, também as eleições nacionais parecem um concurso de Miss Universo, onde o candidato é posto sob uma lupa para revelar suas emoções, seus pequenos vícios, debilidades e até seu estado de saúde. Nos Estados Unidos todos conheciam as críticas do ex-soldado John Kerry à guerra do Vietnã. Mas, em 2004, poucas semanas antes das eleições, ele perdeu a presidência porque um grupo de veteranos combatentes afirmou que o candidato, na realidade, havia sido um mau companheiro. Além de feio, um menino mau. Faltou acusá-lo de não seguir as regras dos escoteiros. De suas idéias ou do debate ideológico daquele momento ninguém lembra. Na campanha de 2008, os candidatos seguem falando na primeira pessoa e buscam desesperadamente demonstrar seus “valores”.

De fato, a ansiedade é não contradizer o discurso social, construído em base a slogans repetidos, ao mesmo tempo que outra tradição é integrada: satisfazer a ansiedade do novo e da mudança sem mudar e sem propor nunca nada novo. Embora a palavra change (mudança) faça parte de cada lema da atual campanha eleitoral, dedica-se mais tempo em deixar claro que o indivíduo que propõe a mudança – o programa do partido não importa – possui valores conservadores e não operará nenhuma variação radical na sociedade.

O método consiste em que cada candidato fale de seus sentimentos religiosos, de seus pequenos pecados já superados – elemento imprescindível de humanização entre tanta perfeição –, de seus hábitos de bons pais ou boas mães, de sua capacidade de se emocionar e chorar de vez em quando, da firmeza de seu temperamento às três da madrugada. Todos homens e mulheres prontos para salvar o país e a humanidade, como Superman ou Wonder Woman – enfim a igualdade de sexos –, pela força do braço justiceiro dele e do “laço da verdade” dela que, como um narcótico ou choque elétrico, impõe ao vilão a virtude da obediência e o vômito da verdade diante da irresistível beleza feminina.

Como na psicanálise primitiva, a verdade revela-se no tropeço semântico. Razão pela qual, todos os dias, espera-se algum lapso deste ou daquele candidato. Apenas produzido, põe-se em marcha a gigantesca maquinaria da análise política e, assim, deixa-se correr uma ou duas semanas mais entre acalorados debates sobre semântica. Essas análises são sempre previsíveis e nunca radicais. E uma análise que não é radical não aporta nenhuma mudança, da mesma forma que um político radical não produz nenhum câmbio. Acima de tudo porque rara vez chega ao poder. Este, talvez, seja o ponto central incompreendido pelos “pastores da libertação” de Barack Obama.

O atual molde analítico dos mass media é o seguinte: o candidato X disse essa palavra, e durante a semana discute-se o que quis dizer, mascarado em uma linguagem paralela sobre “um profundo debate de idéias e valores”. Quando a opinião midiática interpreta algo diferente dos valores dominantes, ou o “politicamente correto”, o candidato X convoca as câmeras de televisão para pedir desculpas públicas – demonstrando seu bom coração –, ou se justifica explicando que a referida palavra fora retirada de contexto, pelo qual onde dizia “claro” na verdade queria dizer “escuro”, que, embora parecesse criticar a Vaca Sagrada, na realidade a defendia, porque sempre esteve comprometido de coração com a tal Vaca. Algum, inclusive, recorre às lágrimas para demonstrar “seu lado humano”. Este recurso amealhou excelentes resultados em favor de Hillary Clinton em ao menos dois estados, mas, depois, teve um efeito contrário, quando se suspeitou que o abuso do truque revelava uma fraqueza demasiado feminina em tempos de guerra.

Ao colocar o indivíduo e cada uma de suas palavras sob uma lupa cósmica, qualquer crítica global ou estrutural desaparece. O que é conseqüente com as duas últimas gerações: uma habituada à publicidade fragmentada da televisão; a outra ao texto hiperfragmentado dos celulares. Esta não é uma observação totalmente pessimista, mas somente um olhar sobre a difícil transição que vive a humanidade rumo a uma liberação que seja mais efetiva do que sua própria narcotização.

Podemos assumir que o indivíduo existe desde o momento em que exerce um mínimo de liberdade, uma liberdade sempre condicionada por um mundo material e por uma cultura. Esta seria a melhor perspectiva do existencialismo, difícil, senão impossível de rebater. Mas o indivíduo define-se pelos outros, por seus contemporâneos e por milhares de anos e milhões de mortos que vivem de alguma forma nele. Negar qualquer tipo de liberdade no indivíduo é próprio do pensamento anti-humanista e de grande parte da tradição religiosa. Afirmar e promover a idéia de que só existem indivíduos independentes, interagindo com um mundo que não está dentro de si, não é uma herança do humanismo, mas outra antiga arbitrariedade que também forma parte do insuspeitado legado que todos interiormente carregamos, como indivíduos e como sociedade. E a cultura em todas suas categorias – desde a telenovela, os comics até a política menor – encarrega-se de promover esta idéia como se fosse uma condição natural do mundo dos seres humanos. Indivíduos, palavras, pouco mais.

Ser nós mesmos: voyeurs, bem-sucedidos e excitados (IV)

Há dez anos, o programa Big Brother* começava a monopolizar os principais horários da televisão na Argentina e Uruguai. O êxito da proposta não só radicava no sonho de ser bem-sucedido por inação, mas na crescente cultura do voyeur castrado que, pouco a pouco, se radicalizou. Desde o confortável turista do primeiro mundo que se interessa em conhecer in situ a miséria alheia a programas de televisão de todo tipo, onde alguém morre de fome de verdade, ou um aventureiro se propõe a morrer de fome de brincadeira durante 30 dias em uma aldeia da Tanzânia, até o rapaz que sai à procura das emoções da guerra, enquanto grava com sua câmera e conta em seu blog a magnífica experiência da morte alheia.

Dos antigos egípcios até nossos dias, a moda foi sempre a estratégia das classes altas para se distinguir da chusma. Como a chusma sempre foi chusma, não tanto por sua pobreza mas por sua ansiedade em parecer com as classes dominantes, tratava-se de copiar o estilo dos nobres e ricos até que estes não tivessem outro remédio que voltar a mudar de estilo. Décadas atrás, cultivou-se uma espécie de voyeurismo de classe: a classe operária olhava e copiava os pequenos vícios – já que não os grandes – das classes bem-sucedidas, da ciranda e da antiga realeza européia. Para repor e esquecer de sua esgotante jornada, os produtores consomem tudo aquilo que os consumidores produzem.

Mas a frivolidade democratizou-se e agora também tornou-se interessante introduzir uma câmera em uma favela do Rio de Janeiro ou nos subúrbios de Medellín. Para aqueles que não suportam emoções tão fortes, há o voyeurismo sobre um grupo de jovens ociosos da classe média, como o Big Brother, ou sobre a vida de um homem pobre que se fez rico vendendo discos ou tomates, o que exemplifica as bondades democráticas do sistema dominante.

O sistema capitalista não requer grandes teóricos; é suficiente, com a simplicidade de um caso exitoso entre um milhão dos que “ainda não chegaram lá”, que conte sua assombrosa história coroada pela demagógica moral de “querer é poder”. As explicações complexas não têm lugar porque são destinadas aos voyeurs do sucesso; aos excitados, não aos bem-sucedidos. Nada melhor que o fracasso para ansiar pelo êxito e confirmar a sabedoria de Niurka Marcos e o Show de Cristina ensinando a seus espectadores desde Miami: “é preciso ser positivos. Eu sou positiva. É por isso que alguns têm tudo o que temos e outros não têm nada”. Fatores extra-anímicos – como, por exemplo, o fato de que os imigrantes cubanos que chegam à América de forma ilegal recebem status legal, enquanto o resto não pode aspirar outra coisa que manter sua condição de eternos fugitivos – são meros detalhes próprios de mentes pessimistas.

Como as imagens não bastam, é necessário que o protagonista de vertiginosas aventuras, como é  a inação perpétua do Big Brother, expresse cada um de seus sentimentos e explique quem é. Os outros sempre são uma boa desculpa para falar de si próprio. Nos confessionários, cada um luta para ser reconhecido como autêntico, embora em nenhum outro lugar finja-se mais que na confissão midiática. “Penso que vou ganhar porque sempre fui eu mesma”. “Ganhei porque fui autêntico todo o tempo, lutei até a morte para ser eu mesmo e mostrar o jeito que sou”.

Recentemente, no concurso Nuestra Belleza Latina realizado pela rede Univisión, em Miami, as candidatas confirmaram a regra. Até o fastio. “Penso que minha maior virtude foi ser eu mesma, nunca mudar e defender sempre o mais autêntico que levo no íntimo”. “Eu vou ganhar o concurso porque sempre fui eu mesma. Este sempre foi meu objetivo e as pessoas reconhecem e gostam”. “Eu me mostro como sou, sempre revelei meu eu mais verdadeiro”. “Minha filha foi reconhecida por ser sempre ela própria. Só peço isso, que siga sendo autêntica” etc.

Ao mesmo tempo que cada bela concorrente luta pela originalidade que a destaque do resto, pela lógica do concurso e da cultura midiática, devem evitar essa rara virtude humana. Basta observá-las caminhando ou em pé, sorrindo e equilibrando-se com a eterna perna direita à frente da esquerda, variação do cânone egípcio imposto pelos faraós mortos.

Se as americanas são ruivas ou são quase americanas, a Belleza Latina deve excluir as Marilyn Monroe, ainda que em Montevidéu ou Buenos Aires essas sejam um tipo tão comum como em Utah ou Nebraska. Entretanto, esta diferença não deve ser tão grande que a distancie do cânone da típica Barbie de pele bronzeada, nem das ruivas do Cone Sul, nem das índias da América Central e dos Andes. Tanto os rostos indígenas como os afro-americanos se julgarão mais belos quanto menos sejam “eles mesmos”, o que se deduz da obsessiva necessidade de eliminar pintas, clarear mechas e afinar lábios e narizes.

Salvo raras exceções, todas as concorrentes parecem com as Marilyn de Andy Warhol ou a série de Barbie dolls, o que leva os jurados a outra originalidade:

Animador: – Não gostaria de estar no lugar do júri…

Jurado: – É sim, a eliminação foi uma decisão muito, muito difícil.

É lógico. À parte de que todas cumprem com o ritual que responde aos nossos desejos estéticos e sexuais – produto hormonal em cumplicidade com nossos preconceitos e fixações infantis –, uma se parece com a outra, ao mesmo tempo que repetem a mesma ansiedade de serem elas próprias, “autênticas”.

Se todos somos produto de cópias, heranças e reciclagens, um concurso de beleza é a exacerbação de uma regra social específica, neste caso o da “beleza latina”, que exclui o desejo pela beleza da mulher caucasiana, travestindo uma em outra. Ninguém pode ganhar fora destes limites éticos e estéticos.

No entanto, em um reality show onde o trabalho é destacar-se sem inventar nada novo, o mérito limita-se à difícil tarefa de ser a gente mesmo, sem perder a originalidade e sem deixar de ser uma cópia ou uma paródia dos demais. Seguramente, a aleivosa fantasia de ser “a gente mesmo” e de morrer pelo que os outros dizem, não nasceu com esta cultura do eu alienado, mas é ali onde se consolidou como paradigma ético.

Aceitarão algum dia que esse “eu autêntico”, esse “ser eu mesmo” não é outra coisa que a somatória de cópias, de retalhos de outros, produto inequívoco de uma cultura que fabrica fraturas ideológicas, psicológicas, éticas, estéticas e econômicas? Ou, por acaso, essa forma de caminhar com os pés trocados, com o direito à esquerda e o esquerdo à direita são invenções originais de cada um? Esse jeito de rir, de pentear-se, de parar, de falar, esse modo de alourar-se com freqüência, de parecer com a Marilyn Monroe ou Ricky Martin, essa maneira de cada um é original ou meras repetições, desesperados transformismos do caráter?

Por outro lado, ainda assumindo que existe uma essência do ego, pura e descontaminada, surgida no momento do parto ou formada na infância, por que essa exaltação ética de “ser eu mesmo sem jamais mudar”? Será que não há nada para melhorar? Será que não faltariam algumas melhorias em semelhante palácio? Podemos aceitar que uma dose de frivolidade é necessária na vida de qualquer um. Mas quando se transforma no único pão de cada dia, é lícito suspeitar.

Dr. Jorge Majfud

Maio/Junho de 2008, Lincoln University of Pennsylvania .

* NdT: Chamado de Gran Hermano nos países citados pelo autor no original.

Política de Dios

El bombardeo de los símbolos (II)

 

“Es tan fecunda la sagrada Escritura, que sin demasía, ni proligidad, sobre vna cláusula se puede hazer vn libro, no dos capítulos”.

Francisco de Quevedo. Política de Dios, Govierno de Christo (1626).

 

 

 

Parte II: Política de Dios

 

Nunca ha sido fácil reconocer que Jesús fue condenado a muerte por razones políticas. Jesús se encarnó con muchas dimensiones humanas, pero según la tradición religiosa nada tuvo que ver con una de las condiciones más humanas que podía vestir el hijo de Dios. Sin embargo, ni Jesús ni la iglesia oficial de Constantino carecieron de esta dimensión, aunque fuesen dos políticas opuestas la mayor parte del tiempo. La Roma de Pilatos no tenía ningún interés religioso en la ejecución y se cuidó de confundir un delito político con un delito moral, al ajusticiar al revoltoso junto con otros reos comunes o al equipararlo con otro subversivo menos peligroso de la época, de nombre Barrabás. Es cierto que, según los pocos Evangelios que se salvaron del emperador Constantino, la clase religiosa judía de la época avaló y promovió esta decisión, pero esto tampoco carecía de motivaciones políticas: aún oprimidos como nación, los administradores de la Ley no querían perder los mezquinos privilegios de clase que garantizaba el Imperio romano, estrategia que repitieron con rigor todos los imperios de la historia.

Las clases nobles siempre fueron internacionales: entre ellas hicieron la guerra y el amor, sin importar la cultura, la religión ni el idioma. Pero siempre se cuidaron de no mezclarse con sus propios pueblos, que les proveían de alimentos y carne de cañón para la guerra, inevitablemente sazonada con el conmovedor sentimiento de la propaganda patriótica cuando no del sacrificio religioso. Excepto en los cuentos de hadas donde encontramos algunas excepciones, como valerosos campesinos que llegan a ganarse a la princesa en una contienda entre machos. Pero en ningún caso se trata de contestatarios sino precisamente en restauradores de los privilegios del rey o de la aristocracia.

Ahora, si consideramos que el cristianismo moderno se funda en el año 325, con la eliminación arbitraria de decenas de evangelios tachados de apócrifos, no es raro pensar que todos aquellos textos que mencionaban la rebelión de Jesús y otros grupos subversivos contra Roma hayan sido pudorosamente silenciados. De la misma forma, de la responsabilidad del imperio romano por el magnicidio se pasó a la culpa del pueblo judío hasta el éxito político, económico y militar de Israel en el siglo XX, donde el mismo asumido se convirtió en un tabú políticamente incorrecto. (El antisemitismo, que era una virtud ética en la Europa del Renacimiento, siempre estuvo en contra de los principios del humanismo profesado por católicos y ateos —como el principio de igualdad y el derecho a la diferencia— pero no pasó decisivamente a la clandestinidad sino hasta el fin de la Segunda Guerra.) Al fin y al cabo la Iglesia que decidió de forma mística la validez de sólo cuatro Evangelios fue la misma que había recibido la legitimación y oficialización del poder doce años antes, por parte del emperador. Constantino no sólo puso su nombre a la capital del mundo, antes Bizancio, sino que puso también su firma en la nueva religión oficial del imperio, de la cual entendía poco o nada pero fue capaz de decidir la teología final de la Iglesia según sus intereses políticos de unificación. El Imperio ya no perseguía ni tiraba cristianos a los leones y había que olvidar y culpar a algún otro. Sobre todo olvidar el factor político del Hijo de Dios que, paradójicamente, no fue ajeno a nada humano.

La tradición teológica y el discurso eclesiástico nunca vieron el factor político detrás de sus acciones, detrás de su propia historia. Pero esta dimensión se puede ver desde muchos puntos de vista en la revolución provocada por el Mesías, incluso desde la misma teología. La superación del nacionalismo anterior del Padre no deja de ser un ejemplo. Pero la ceguera política fue por muchos tiempos una contagiosa de visión de clase. Cuando el pensamiento europeo, especialmente desde el marxismo, advirtió esta dimensión ideológica del discurso hegemónico y de la dinámica de la historia, el sermón tradicional atribuyó la capacidad de ser político e ideológico a todo lo que fuese pensado y producido fuera de los espesos muros de las iglesias. Se pretendió que la política incompatible con la religión o, al menos, se podía expurgarla de un claustro, de un convento o de una ermita mientras el clero se ocupaba de ella.

El sermón religioso tradicional continúa siendo incapaz de ver esta realidad más allá del individuo, razón por la cual cualquier referencia a la historia, a la sociedad como algo más que un conjunto de almas aisladas hace sonar todas las alarmas dialécticas. Para éstos, una sociedad es el cúmulo de individuos, una especie de Sociedad Anónima, por momentos autista. La salvación es un problema individual, al extremo que un hombre o una mujer puede alcanzar el Paraíso y ser feliz aunque su amada de toda la vida haya sido derivada al infierno por atea o por discrepar con el canon religioso.

Por otra parte, entiendo que hoy en día es la Iglesia Católica una de las iglesias que más ha cambiado desde el Vaticano II de 1962. No gracias al Vaticano sino a pesar de él. A pesar de la reacción conservadora de Juan Pablo II y del persistente rechazo teológico del entonces cardenal Joseph Ratzinger en los años ’80, la iglesia o las iglesias católicas cada día se identifican más con los valores de los teólogos de la liberación. La historia se repite: los cambios surgen de los derrotados, desde la clandestinidad, desde los márgenes del poder político. Aunque con un lenguaje siempre conservador, sus valores, sobre todo en América Latina, continúan alejándose progresivamente de aquella práctica tradicional que consistía en legitimar y apoyar las clases oligárquicas cuando no explícitamente bendecían las dictaduras militares, nacidas de los propios intereses agrícolaganaderos de las clases dominantes. El olor a antigüedad que se respira en las pequeñas iglesias católicas poco a poco pasa de representar la opresión a las minorías para convertirse en refugio político-espiritual de esas minorías. La razón estriba en que la intolerancia político-religiosa se ha asentado en las sectas protestantes que rodean los centros del poder mundial, hoy en declive pero aún con la fuerza suficiente para dictar por la fuerza de sus músculos la “moral correcta” y la política de los héroes tipo Rambo. El narcótico salvador de los televangelistas ha tomado definitivamente el rol político que alguna vez tuvieron los sermones católicos de la Edad Media y hasta bien avanzado el siglo XX, cuando se confundía el mártir celestial con el soldado que caía defendiendo al imperio al tiempo que se acusaba de político o de marxista a quien se atrevía a cuestionar esta relación incestuosa.

 

Jorge Majfud

Lincoln University of Pennsylvania ,

Mayo 2008.

 

 

 

Le bombardement des symboles

 

I : L’échec du marxisme

Récemment un groupe de chercheurs espagnols est arrivé à la conclusion que l’extinction des hommes de Neandertal, il y a plus de vingt mille ans – ces gnomes et nains à long nez qui pullulent dans les contes traditionnels de l’Europe – a découlé d’une infériorité fondamentale par rapport aux hommes de Cromagnon. Selon José Carrión de l’Université de Murcia nos prédécesseurs homo sapiens possédaient une plus grande capacité symbolique, tandis que les Neandertals étaient plus réalistes et par conséquent inférieurs comme société. Personne ne croit aujourd’hui aux mythes de nos grands-parents, cependant leur utilité est semblable à celle du géocentrisme ptoléméen qui à son époque a servi à prédire des éclipses.

Selon une vision primitive darwinienne – propre aux néo conservateurs antidarwiniens -, le monde continue d’être une concurrence entre Neandertals et Cromagnons. Seul sert de gagner, parce que «nos valeurs» sont supérieures, puisque ce sont «des valeurs de Dieu». Nous autres nous pensons le contraire : ce type de dynamique pourrait ne pas mener au succès des cromagnons mais à l’extinction des deux rivaux sous la logique arbitraire de Superman, selon laquelle «les bons ce sont nous et c’est pourquoi nous devons anéantir les méchants». Il y a une différence avec notre époque : nous ne sommes pas totalement dans cette préhistoire et, si nous souscrivons a minima à un progrès possible de l’histoire selon les valeurs de l’humanisme, nous pouvons interpréter que ces lois darwiniennes ne s’appliquent pas brutalement à l’espèce humaine ou à la culture de coopération et de solidarité mais fait partie de la même sélection naturelle qui a dépassé l’époque des cavernes.

Cependant quelques principes de cette époque restent encore valables. Par exemple, la force que confère une croyance solide, qu’importe sa véracité. Ainsi se sont levés tous les empires comme l’empire Romain, arabe et les empires Européens et américains qui en ont découlés. Plusieurs d’entre eux devaient théologiquement se tromper, mais tous ont eu du succès grâce à un type de fanatisme messianique. Aussi ont-ils coulé.

Si les mythes ancien totémiques ont favorisé quelques tribus par rapport aux autres, les mythes modernes sociaux discriminent d’une forme plus complexe en favorisant des classes sociales, des groupes ou des sectes financières, des intérêts nationaux et parfois raciaux, etc.

Voyons un exemple contemporain. Il n’y a pas longtemps quelqu’un signalait avec une assurance inébranlable l’échec du marxisme dans le monde.

—Pourquoi pensez-vous que le marxisme a échoué ? Ai-je demandé.

—Il suffit de voir ce qui est arrivé en Union soviétique et dans les pays socialistes et avec des terroristes comme Che Guevara.

Ce monsieur n’avait jamais lu un seul texte de Marx ou de ses disciples, mais il avait beaucoup regardé la télévision et, surtout, il avait reçu quelques cours sur «la lutte antisubversive», de même qu’il était affublé d’une douzaine de lieux communs assaisonnés avec l’éloquence de la répétition.

—En réalité, sortir un pays analphabète de la périphérie et le transformer en quelques décennies en puissance mondiale n’est pas un grand échec – ai-je commenté par esprit de contradiction, malgré mon mépris profond pour l’époque de Staline et ses conséquences.

—Par exemple, la lutte de classes est un acte criminel.

—Tout à fait d’un accord. Surtout parce qu’elle existe. Bien que maintenant il ne s’agisse pas des princesses de sang bleu et de paysans criminels avec un visage de crapaud.

Bien sûr, voir l’Union Soviétique comme le marxisme mis en pratique est un abus dans tous les sens. Si Marx avait vécu à l’époque et sur cette terre, il aurait aussi été un exilé en Angleterre. Non parce que l’Angleterre était un empire bon mais parce que c’était un empire arrogant, comme tout empire, qui ne s’est senti jamais menacé par les intellectuels. Ce qui était un avantage considérable pour quelqu’un qui devait écrire une analyse historique comme Le Capital pour être lu et discuté durant les siècles à venir, même après l’Union Soviétique et l’Empire Britannique aient disparu.

Mais encore si nous assumions que le marxisme a échoué comme organisation politique cela ne veut pas dire que le marxisme ait échoué comme courant de pensée et d’action sociale. Paradoxalement, là où il est plus le vivant aujourd’hui c’est dans les universités étasuniens, où, d’une forme ou dune autre, il utilise comme l’un des instruments d’analyse les plus récurrents de la réalité. De cette réalité que les réalistes neandertals ne veulent pas voir. Et voilà que l’on ne peut pas dire que ces centres vivent dans les nuages parce que, ils sont mesurés selon les valeurs traditionnelles des «pragmatiques hommes d’affaires», ce sont ces universités à travers leurs différentes sections les centres économiques qui directement ou non laissent aux pays des revenus astronomiques, sans compter chacune des inventions, systèmes et instruments contemporains qui s’utilisent dans les coins les plus lointains de la planète, pour le bien et le mal.

En laissant d’un côté ce détail, il suffirait de se situer au XVIIIe siècle ou au XIXe pour se rendre compte que ce qu’ils nomment «le marxisme» n’a pas échoué mais tout le contraire. (Il est clair que le marxisme a inspiré des barbaries. Mais les barbares et les génocides s’inspirent de toute chose. Si non, demandez à n’importe quelle religion si dans son histoire elle n’a pas des tonnes de poursuivis, torturés et massacrés au nom du Dieu et la Morale). Sans l’héritage du marxisme, la pensée actuelle, l’antimarxiste, se trouverait nue et perdue dans le monde du XXIe siècle. Et pas seulement la pensée. Une bonne partie des réussites et de la reconnaissance des égalités des oppressés – de l’humanité oppressée – a été accélérée par ce courant radical, depuis les luttes sociales réussies au XIXe siècle pour les droits des ouvriers, pour le combat de l’esclavage en Amérique et celui des paysans dans les fabriques vénéneuses de la Révolution Industrielle en Europe, pour les droits égalitaires de la femme jusqu’à la rébellion des peuples colonisés au XXe siècle. Toutes les réformes et revendications qui ont été menées avec un succès relatif et toujours précaire au XXIe siècle jusqu’à oublier qu’à un moment elles ont été combattues comme émanant du Démon ou de subversifs ressentis, souvent condamnées comme cette «voix du peuple» faisant partie du sermon au service de l’intérêt d’une minorité au pouvoir.

Quelques intellectuels de droite ont publié que tous ces progrès humanistes ont été obtenus grâce au «bon cœur» d’hommes et de femmes de foi religieuse. Cependant, leurs églises et institutions non seulement ont historiquement été là, condamnant ces luttes de libération comme «une corruption immorale du progrès», justifiant des répressions et des massacres pendant les temps de barbarie mais de plus leurs sphères d’action avaient presque toujours leurs centres dans le pouvoir même, non pour le critiquer mais pour le légitimer. Ce qui n’est pas une condition naturelle d’aucune église en particulier, mais l’un de ces fléaux que les humains transmettent dans toute autre sphère sociale, comme le révèlent, le peu d’Évangiles qui nous sont restés.

D’un autre côté, le rejet épidermique de la tradition de la pensée marxiste ne découle pas non plus uniquement de l’apparent athéisme, puisque les Théologiens de la libération ont démontré que l’on peut croire au Dieu, être chrétien et en même temps souscrire avec cohérence à une pensée marxiste ou, au moins, une pensée progressiste de l’histoire. En fait nous pouvons comprendre le christianisme primitif comme l’humanisme radical, opposé aux structures hiérarchiques et politiques du christianisme postérieur, surgi sous la bénédiction et à la mesure politique de l’empereur Constantino.

Jusqu’à maintenant, le christianisme né d’un condamné subversif mort, portait trois siècles d’échecs et de poursuite de la part de l’Empire. Mais aussi trois de ses meilleurs siècles, avant le succès spectaculaire politique de l’année 313.

 

 

 

II: Politique de Dieu

 

«Es tan fecunda la sagrada Escritura, que sin demasía, ni proligidad, sobre vna cláusula se puede hazer vn libro, no dos capítulos».

Francisco de Quevedo, Política de Dios, Govierno de Christo (1626).

 

 

Cela n’a jamais été facile de reconnaître que Jesus a été condamné à mort pour des raisons politiques. Jésus s’est incarné avec beaucoup de dimensions humaines, mais selon la tradition religieuse rien à voir avec l’une des conditions les plus humaines qui pouvait habiller le fils de Dieu. Cependant, ni Jésus ni l’église officielle de Constantin ont manqué de cette dimension, bien que ce fut deux politiques opposées la plupart de temps. La Rome de Pilates n’avait pas d’intérêt religieux dans l’exécution et s’est occupé de confondre un délit politique avec un délit moral, après avoir exécuté le turbulent avec d’autres inculpés ? détenus communs ou après l’avoir comparé avec l’autre subversif moins dangereux de l’époque, du nom de Barrabás. Il est certain que, selon les peu d’Évangiles qui ont échappé à l’empereur Constantin, l’ ordre religieux juif de l’époque a avalisé et a provoqué cette décision, mais elle ne manquait pas non plus de motivations politiques : encore oppressés comme nation, les administrateurs de la Loi ne voulaient pas perdre les privilèges mesquins de classe que garantissait l’Empire romain, stratégie que tous les empires de l’histoire ont répétée avec rigueur.

Les classes nobles ont toujours été internationales : entre elles, elles ont fait la guerre et l’amour, sans importer la culture, la religion ni la langue. Mais elles ont toujours fait attention à ne pas se mélanger avec leur propre peuple, qui leur fournissait des aliments et de la chair à canon pour la guerre, inévitablement assaisonnée du sentiment émouvant de la propagande patriotique quand ce n’était pas du sacrifice religieux. Excepté dans les contes de fées où nous trouvons quelques exceptions, comme les paysans valeureux qui arrivent à séduire leur princesse dans un conflit entre mâles. Mais dans aucun cas il s’agit de contestataires mais précisément de restaurateurs des privilèges du roi ou de l’aristocratie.

Maintenant, si nous considérons que le christianisme moderne se fonde en l’année 325, avec l’élimination arbitraire de dizaines d’Évangiles barrés d’apocryphes, il n’est pas incongru de penser que tous ces textes qui mentionnaient la rébellion de Jésus et d’autres groupes subversifs contre Rome ont été pudiquement passés sous silence. De même, la responsabilité de l’empire romain sur le magnicide est passé de la faute du peuple juif jusqu’au succès politique, économique et militaire d’Israël au XXe siècle, où le même concept assumé est devenu un tabou politiquement incorrect. (L’antisémitisme, qui était une vertu éthique dans l’Europe de la Renaissance, a toujours été contre les principes de l’humanisme professés par les catholiques et les athées – comme le principe d’égalité et le droit à la différence – mais n’est pas passé d’une manière décisive à la clandestinité si ce n’est à la fin de la Deuxième Guerre.) Finalement cette Église qui a décidé d’une forme mystique la validité de seuls quatre Évangiles ce fut la même qui avait été légitimée et officialisée douze ans avant par le pouvoir de l’empereur. Constantin n’a pas seulement mis son nom sur la capitale du monde, précédemment Byzance, mais a aussi mis sa signature sur la nouvelle religion officielle de l’empire, à laquelle il ne comprenait peu ou pas grand chose, mais il a été capable de choisir la théologie finale de l’Église comme ses intérêts politiques d’unification. L’Empire ne poursuivait déjà plus, ni jetait les chrétiens aux lions et il fallait oublier et accuser quelqu’un d’autre. Surtout oublier le facteur politique du Fils de Dieu qui, paradoxalement, ne fut étranger à rien d’humain.

La tradition théologique et le discours ecclésiastique n’ont jamais vu le facteur politique derrière leurs actions, derrière leur propre histoire. Mais cette dimension peut être perçue à travers de nombreux points de vue dans la révolution provoquée par le Messie, y compris depuis la théologie même. Le dépassement du précédent nationalisme du Père ne cesse d’être un exemple. Mais la cécité politique fut de tous les temps une vision de classe contagieuse. Quand la pensée européenne, spécialement depuis le marxisme, a remarqué cette dimension idéologique du discours hégémonique et de la dynamique de l’histoire, le sermon traditionnel a attribué la capacité d’être politique et idéologique à tout ce qui était pensé et produit en dehors des murs épais des églises. On a prétendu que la politique était incompatible avec la religion ou, tout au moins, qu’on pouvait l’expurger d’un cloître, d’un couvent ou d’un ermitage bien que le clergé s’occupait d’elle.

Le sermon religieux traditionnel continue d’être incapable de voir cette réalité au-delà de l’individu, raison pour laquelle toute référence à l’histoire, à la société comme quelque chose de plus que l’ensemble d’âmes isolées déclanche toutes les alarmes dialectiques. Pour ceux-ci, une société est un tas d’individus, une espèce de Société Anonyme, par moment autist. Le salut est un problème individuel, à tel point qu’un homme ou une femme peut atteindre le Paradis et être heureux bien que sa bienaimée de toute la vie ait été envoyée à l’enfer pour être athée ou diverger avec les canons de la religion.

D’autre part, je comprends qu’aujourd’hui c’est l’Église Catholique l’une des églises qui a le plus changé depuis le Vatican II de 1962. Non grâce au Vatican mais malgré lui. Malgré la réaction conservatrice de Jean Paul II et le rejet théologique persistant du cardinal de l’époque Joseph Ratzinger dans les années 80, l’église ou les églises catholiques chaque jour se sont de plus en plus identifiées aux valeurs des théologiens de la libération. L’histoire se répète : les changements surgissent des vaincus, depuis la clandestinité, depuis les marges du pouvoir politique. Bien qu’avec un langage toujours conservateur, leurs valeurs, surtout en Amérique Latine, continuent de s’éloigner progressivement de cette pratique traditionnelle qui consistait à légitimer et à appuyer les classes oligarchiques quand elles ne bénissaient pas explicitement les dictatures militaires, nées des propres intérêts agricoles des classes dominantes. Le parfum de l’antiquité qu’on respire dans les petites églises catholiques peu à peu passe d’une représentation de l’oppression aux minorités à un refuge politique – spirituel de ces minorités. La raison repose sur le fait que l’intolérance politique- religieuse s’est déposée dans les sectes protestantes qui entourent les centres du pouvoir mondial, aujourd’hui en déclin mais encore avec une force suffisante pour dicter par la force de ses muscles la «morale correcte» et la politique des héros type Rambo. Le narcotique salvateur des télé-évangelistes a certainement pris le rôle politique des sermons catholiques du Moyen Âge et jusqu’à une période bien avancée du XXe siècle, quand on confondait le martyr céleste avec le soldat qui tombait en défendant l’empire au moment où on accusait de politique ou de marxiste celui qui osait controverser cette relation incestueuse.

 

Jorge Majfud, Lincoln University of Pennsylvania , Mai 2008.

 

 

 

Una sola Bolivia, blanca y próspera

One Bolivia, White and Wealthy (English)

La rápida Conquista de Amerindia hubiese sido imposible sin la cosmología mesoamericana y andina. De otra forma nunca dos imperios maduros, con poblaciones millonarias y ejércitos de valor hubiesen sucumbido a la locura de un puñado de españoles. Pero también fue posible por el nuevo espíritu aventurero y guerrero de la cultura medieval de la Castilla vencedora en la Reconquista y del nuevo espíritu capitalista del Renacimiento.

Desde un punto de vista simplemente militar, ni Cortés ni Pizarro se recordarían hoy de no haber sido por la mala conciencia de dos imperios como el azteca de Moctezuma y el inca de Atahualpa. Ambos se sabían ilegítimos y les pesaba como no les pesa a ningún gobernador moderno. Los españoles conquistaron primero estas cabezas o las estrujaron y cortaron para poner en su lugar a caciques títeres y privilegiar la vieja aristocracia nativa, una historia que le puede ser muy familiar a cualquier pueblo periférico del siglo XXI.

La principal herencia estratégica de esta historia fue la progresiva división social y geográfica. Mientras se admiraba primero la revolución cultural de Estados Unidos, basada en teorías utópicas y luego simplemente se admiró su fuerza muscular, la que aparentemente procedía por uniones y anexiones, la América del sur procedía con el método inverso de las divisiones. Así se destruyeron los sueños de los hoy llamados libertadores, como Simón Bolívar, José Artigas o San Martín. Así explotaron en fragmentos de pequeñas naciones como las de América Central o las de América del Sur. Esta fragmentación fue conveniente a los nacientes imperios de la revolución Industrial y del celebrado caudillismo criollo, donde un jefe representante de la cultura agrícola-feudal se imponía sobre la ley y el progreso humanista para salvar su prosperidad, la que confundía con la prosperidad del nuevo país que iban creando estos egoísmos. Paradójicamente, como en la democracia imperial de la Atenas de Pricles, tanto el imperio británico como el americano se administraban de forma diferente, como democracias representativas. Paradójicamente, mientras el discurso de las clases prósperas en América Latina imponía el ideoléxico “patriotismo”, su práctica consistía en servir los intereses extranjeros, los suyos propios como minorías, y someter a la expoliación, expropiación y ninguneo de una mayoría que estratégicamente se consideraban minorías.

En Bolivia los indígenas fueron siempre una minoría. Minoría en los diarios, en las universidades, en la mayoría de los colegios católicos, en la imagen pública, en la política, en la televisión. El detalle radicaba en que esa minoría era por lejos más de la mitad de la población invisible. Algo así como hoy se llama minoría a los hombres y mujeres de piel negra en el Sur de Estados Unidos, allí donde suman más del cincuenta por ciento. Para no ver que la clase dirigente boliviana era la minoría étnica de una población democrática, se pretendía que un indígena, para serlo, debía llevar plumas en la cabeza y hablar el aymará del siglo XVI, antes de la contaminación de la Colonia. Como este fenómeno es imposible en cualquier pueblo y en cualquier momento de la historia, entonces le negaban ciudadanía amerindia por pecado de impureza. Para ello, el mejor recurso ahora consiste en la burla sistemática en libros harto publicitados: se burlan de aquellos que reclamaban su linaje amerindio por hablar español y encima hacerlo a través de Internet o de un teléfono celular. Por el contrario, a un buen francés o a un Japonés tradicional nunca se le exige que orinen detrás de un naranjo como en Versailles o que su mujer camine detrás con la cabeza gacha. Es decir, los pueblos amerindios no tienen más lugar que el museo y el baile para turistas. No tienen derecho al progreso, eso que no es invento de ninguna nación desarrollada sino de la Humanidad a lo largo de toda su historia.

Los recientes referéndums separatistas de Bolivia —evitemos el eufemismo—, es parte de una larga tradición, lo que demuestra que la habilidad para retener el pasado no es patrimonio exclusivo de quienes se niegan a progresar sino de quienes se consideran la vanguardia del progreso civilizador.

Desde la inauguración del humanismo en Europa, su evolución ha estado basada en principios como la igualdad entre individuos y entre grupos humanos al mismo tiempo que en la diversidad. La libertad ha sido el otro pilar, pero no la libertad del más fuerte sino la igual-libertad de todos, que es la única que hace fuerte a la especie humana. Quienes sostuvieron el falso dilema libertad-igualdad, nunca miraron que la historia demostraba la superioridad de los valores humanistas. Cada vez que hubo algún tipo de liberación la igualdad se ha visto radicalizada. Cada vez que un grupo ha impuesto su libertad sobre otros, lo ha hecho por la fuerza y en lugar de la diversidad hemos tenido uniformización.

Sin embargo, si las ideologías y las culturas medievales (es decir, pre-humanistas) defendían con sangre en los ojos y en sus sermones políticos y religiosos las diferencias de clase, de raza y de género como parte de la naturaleza o del derecho divino y ahora han cambiado el discurso, no es que hayan progresado gracias a su propia tradición sino a pesar de esa tradición. No han tenido más remedio que reconocer e incluso tratar de apropiarse de ideoléxicos como “libertad”, “igualdad”, “diversidad”, “derechos de minorías”, etc., para legitimarse y extender una práctica contraria. Si la democracia era “un invento del demonio” hasta mediado del siglo XX, según esta mentalidad feudal, hoy ni el más fascista sería capaz de manifestarlo en una plaza pública. Por el contrario, su método consiste en repetir esta palabra asociándola a prácticas musculares contrarias hasta vaciarla de significado.

Así, el levantamiento de muros y fronteras es una de las características fundamentales del fascismo, sea de izquierda o de derecha, el principal adversario del humanismo radical. El fascismo siempre tiende a pensar en términos de fronteras arbitrarias. Fronteras que separan los sexos, las razas, los países, las clases. Para crear estas fronteras no sólo recurren al derecho a una seguridad conveniente, sino a la libertad e incluso a la retórica de la igualdad donde ésta no existe. Por ejemplo, se iguala el feminismo al machismo, cuando existe una diferencia de partida. Es decir, para legitimarse, el opresor procura igualarse a su adversario rebelde o se apropia de sus palabras. Así, tampoco es lo mismo el patriotismo que construye un imperio para expandirse y legitimarse que el patriotismo de un país o de una comunidad en desventaja que crea este sentimiento, muchas veces con los instrumentos de una ideología contestataria, para defenderse y liberarse reclamando la igualdad del humanismo. Es fácil advertir por qué un patriotismo o un nacionalismo puede ser fascista y el otro humanista: uno impone la diferencia de su fuerza muscular y el otro reclama el derecho a la igualdad. Pero como tenemos una sola palabra y dentro de ella se mezclan todas las circunstancias históricas, usualmente condenamos o elogiamos indiscriminadamente.

Ahora, la fuerza muscular del opresor no es suficiente; es necesaria también la tara moral del oprimido. No hace mucho una Miss Bolivia —con unos trazos de rasgos indígenas para una mirada exterior— se quejaba de que su país sea reconocido por sus cholas, cuando en realidad había otras partes del país donde las mujeres eran más lindas. Esta es la misma mentalidad de un impuro llamado Domingo Sarmiento en el siglo XIX y la mayoría de los educadores de la época.

Pero el coloniaje militar ha dejado paso al coloniaje político y éste le ha pasado la posta al coloniaje cultural. Esta es la razón por la cual un gobierno compuesto de etnias históricamente repudiadas por propios y ajenos no sólo debe lidiar con las dificultades prácticas de un mundo dominado y hecho a la medida del sistema capitalista, cuya única bandera es el interés y el beneficio de clases financieras, sino que además debe lidiar con siglos de prejuicios, racismo, sexismo y clasismo que se encuentran incrustados debajo de cada poro de la piel de cada habitante de esta adormecida América.

Como reacción a esta realidad, quienes se oponen recurren al mismo método de elevar a la cúspide caudillos, hombres o mujeres individuales a quienes hay que defender a rajatabla. Desde un punto de vista de un análisis humanista, esto es un error. Sin embargo, si consideramos que el progreso de la historia —cuando es posible— también está movido por los cambios políticos, entonces habría que reconocer que la teoría del intelectual debe hacer concesiones a la práctica del político. No obstante, otra vez, aunque dejemos en suspenso esta advertencia, no debemos olvidar que no hay progreso humanista luchando eternamente con los instrumentos de una vieja tradición opresora y antihumanista.

Pero primero lo primero: Bolivia no se puede partir en dos en base a una Bolivia rica y blanca y otra Bolivia india y pobre. ¿Qué fundamento moral puede tener un país o una región autónoma basada en principios de agudo retardo histórico y mental? ¿Por qué no se llegó a estos límites separatistas —o de “unión descentralizada”— cuando el gobierno y la sociedad estaban dominados por las tradicionales clases criollas? ¿Por qué entonces era más patriótico una Bolivia unida sin autonomías indígenas?

Jorge Majfud

The University of Georgia 

Mayo 2008

One Bolivia , White and Wealthy

The rapid Conquest of Amerindia would have been impossible without the Mesoamerican and Andean cosmology. Otherwise two mature empires, with millions of inhabitants and brave armies would never have succumbed to the madness of a handful of Spaniards. But it was also possible due to the new adventurer and warrior spirit of the medieval culture of a Spanish Crown victorious in the Reconquest of Spain, and the new capitalist spirit of the Rennaissance. From a strictly military point of view, neither Cortés nor Pizarro would be remembered today if it had not been for the bad faith of two empires such as the Aztec of Moctezuma and the Incan of Atahualpa. Both knew they were illegitimate and this weighed upon them in a manner that it weighs upon no modern governor.

The Spaniards first conquered these imperial heads or crushed them and cut them off in order to replace them with puppet chiefs, privileging the old native aristocracy, a story that may seem very familiar to any peripheral nation of the 21st century.

The principal strategic legacy of this history was progressive social and geographic division. While at first the cultural revolution of the United States, based on utopian theories, was admired and then later simply its muscular power, which resulted from unions and annexations, the America of the south proceeded with the inverse method of divisions. Thus were destroyed the dreams of those today called liberators, like Simón Bolívar, José Artigas or San Martín. Thus Central America and South America exploded into the fragments of tiny nations. This fragmentation was convenient for the nascent empires of the Industrial Revolution and of the celebrated Creole caudillismo, whereby a chief representative of the feudal agrarian culture would impose himself above the law and humanist progress in order to rescue the prosperity of his class, which he confused with the prosperity of the new country. Paradoxically, as in the imperial democracy of the Athens of Pericles, both the British and American empires were administered differently, as representative democracies. Paradoxically, while the discourse of the wealthy classes in Latin America was imposing the ideolexicon “patriotism,” their practice consisted in serving foreign interests, their own as minority interests, and submitting to exploitation, expropriation and contempt a social majority that were strategically considered minorities.

In Bolivia the indigenous people were always a minority. Minority in the daily newspapers, in the universities, in the majority of Catholic schools, in the public image, in politics, in television. The problem stemmed from the fact that that minority was easily more than half of the invisible population. Somewhat like how today black men and women are called a minority in the southern United States , where they total more than fifty percent. To disguise that the fact that the Bolivian ruling class was the ethnic minority of a democratic population, one pretended that an indigenous person, in order to be one, had to wear feathers on their head and speak the Aymara of the 16th century, before the contamination of the colonial period. Since this phenomenon is impossible in any nation and in any moment of history, they were then denied Amerindian citizenship for the sin of impurity. For that, the best resource now consists of systematic mockery in well-publicized books: they mock those who would claim their Amerindian lineage for speaking Spanish and for doing so over the Internet or on a cellular telephone. By contrast, it is never demanded of a good Frenchman or of a traditional Japanese that they urinate behind an orange tree like in Versailles or that their woman walk behind them with her head lowered. Which is to say, the Amerindian peoples are out of place except in the museum and in dances for tourists. They have no right to progress, that thing which is not an invention of any developed nation but of Humanity throughout its history.

Bolivia’s recent separatist referenda – let’s dispense with the euphemism – are part of a long tradition, which demonstrates that the ability to retain the past is not the exclusive property of those who refuse to progress but those who consider themselves the vanguard of civilizing progress.

If medieval (which is to say, pre-humanist) cultures and ideologies defended until recently with blood in the eyes and in their political and religious sermons differences of class, of race, and of gender as part of nature or of divine right and now they have change their discourse, it is not because they have progressed thanks to their own tradition but despite that tradition. They have had no other recourse than to recognize and even try to appropriate ideolexicons like “freedom,” “equality,” “diversity,” “minority rights,” etc. in order to legitimate and extend a contrary practice. If democracy was an “invention of the devil” until the mid-20th century, according to this feudal mentality, today not even the most fascist would be capable of declaring it in a public square. On the contrary, their method consists of repeating this word in association with contrary muscular practices until it is emptied of meaning.

It is easy to point out why one patriotism or nationalism can be fascist and the other humanist: one imposes the difference of its muscular power and the other claims the right to equality. But since we only have one word and within it are mixed all of the historical circumstances, we usually condemn or praise indiscriminately.

Now, the muscular power of the oppressor is not sufficient; the moral defect of the oppressed is also necessary. Not long ago a Miss Bolivia – with some traces of indigenous features for an outer glance – complained that her country was recognized for its cholas (indigenous women) when in reality there were other parts of the country where the women were prettier. This is the same mentality as an impure man named Domingo Sarmiento in the 19th century and the majority of the educators of the period.

Military colonialism has given way to political colonialism and the latter has passed the baton to cultural colonialism. This is why a government composed of ethnic groups historically repudiated at home and abroad not only must contend with the practical difficulties of a world dominated by and made to order for the capitalist system, whose only flag is the interest and benefit of financial classes, but also must struggle with centuries of prejudice, racism, sexism and classism that are encrusted beneath every pore of the skin of every inhabitant of this sleeply America.

As a reaction to this reality, those who oppose it take recourse to the same method of raising up the caudillos, individual men or women who must be defended vigorously. From the point of view of humanist analysis, this is a mistake. However, if we consider that the progress of history – when it is possible – is also moved by political changes, then one would have to recognize that the theory of the intellectual must make concessions to the practice of the politician. Nevertheless, again, even though we might suspend this warning, we must not forget that there is no humanist progress through struggling eternally with the instruments of an old, oppressive and anti-humanist tradition.

But first things first: Bolivia cannot be divided in two based on one rich and white Bolivia and another indian and poor Bolivia . What moral foundation can a country or an autonomous region have based on acute mental and historical retardation? Why were these separatist – or “decentalized union” – boundaries not arrived at when the government and society were dominated by the traditional Creole classes? Why was it then more patriotic to have a united Bolivia without autonomous indigenous regions?

By Dr. Jorge Majfud. The University of Georgia .

Translated by Dr. Bruce Campbell

Respeto sin derechos: la privatización de la moral

A pesar de las violentas reacciones de los dueños del mundo, la ola humanista que radicaliza el reconocimiento a la igualdad fundamental entre seres humanos no parará. Pero el precio pagado en los últimos siete siglos ha sido muy alto. Como todo cambio de valores, aún cuando apunta hacia el centro del paradigma humanista (en parte aceptado por el discurso conservador, muy a su pesar), necesariamente debe ser considerado “inmoral”.

Sólo un ejemplo. La misma definición de “matrimonio entre dos personas del mismo sexo” esconde una idea preconcebida: si el cuerpo posee pene y testículos, es hombre; si posee vagina y ovarios es mujer. Se identifica el sexo biológico con el género. Sabemos que género es una construcción cultural; nada de biológico tiene que las niñas sean vestidas de rosa y los niños de celeste o que las jóvenes se mueran por lucir y actuar como una barbie mientras su hermano anda en busca de una cicatriz o de una prostituta que lo confirme como varón.

Paradójicamente, se entiende de que para ser “hombre” o “mujer” no basta con poseer un miembro viril o una matriz reproductora: es necesario, antes que nada, “comportarse como” tales, según las fórmulas naturalizadas. Al mismo tiempo, para conferirle categoría de pecado a una sexualidad diferente a la nuestra (suponiendo que todos los heterosexuales practicamos el sexo de la misma forma), se alega que esa persona ha elegido ser así. Para responder a esta acusación, los partidarios de los derechos gays alegan que su condición sexual no radica en una elección sino en un hecho genético, innato. El argumento más repetido para apoyar esta idea se formula en una pregunta retórica: “¿Han elegido los heterosexuales su heterosexualidad”? Una nueva paradoja se deriva de este argumento: para defender un derecho a la libertad se anula la libertad como principio legitimador.

Ahora, si bien podemos aceptar dos categorías antagónicas, la naturaleza y la cultura, observemos cómo ambos conceptos se manipulan en beneficio de un sector o de otro. Por ejemplo, la capacidad de dar a luz (pocas metáforas tan hermosas) es propia de las mujeres, por lo tanto podríamos definirlo como una “facultad natural”. El problema surge cuando esa facultad es interpretada por otros miembros de la sociedad según sus propios valores, es decir, según sus propios intereses. Así surgen roles femeninos que nunca han sido dictados por la naturaleza sino por el poder social.

Recientemente un legislador de mi país repitió por radio un conocido razonamiento. 1) Apoyaba el derecho de lesbianas y homosexuales a “ser diferentes”. 2) Por esta razón, no votaría a favor de la legislación que pretendía conferirles los mismos derechos legales que gozamos los heterosexuales porque 3) estaba a favor de la defensa de la familia y de los valores. 4) La defensa de la heterosexualidad es la defensa de la naturaleza, concluyó.

Veamos que alegar una defensa de los valores, sin especificar a qué valores se refiere constituye un nuevo ideoléxico. Se implica que es posible no poseer o no estar a favor de los “valores”. Sin embargo, nadie carece de un determinado sistema de valores. Aún los criminales y más aún el crimen organizado están basados en un determinado sistema de valores. Valores muy tradicionales, si repasamos la historia del crimen, sea privado, religioso o estatal.

Lo mismo podemos decir cuando al sustantivo valores se lo precisa con el adjetivo familiares: “Defendemos los valores de la familia”. Pero ¿cuál familia? “De la familia tradicional”, se responde, suponiendo una categoría absoluta, ahitórica, natural. ¿Y a cuál tradición se refiere? Ante este tipo de cuestionamiento, rápidamente se deriva a terreno seguro: las Sagradas Escrituras. Digo “seguro” por una razón social, no por sus implicaciones teológicas, ya que desde este punto de vista nada menos unánime que las interpretaciones sobre los libros sagrados.

Si la defensa es de “los valores de la familia tradicional”, podríamos entender que el discursante está a favor de la opresión de la mujer, de la negación del matrimonio interracial, interreligioso, etc. Pero no creo que muchos apoyen esta posición, ya que este tipo de “valores tradicionales” ha sido vencido en la lucha histórica a favor de un humanismo secular (no necesariamente irreligioso). Porque si muchas religiones actuales defienden las igualdades de género y de raza (y si bien el cristianismo primitivo también lo hacía en un grado radical y revolucionario para su época), una historia milenaria demuestra lo contrario. Le debemos al humanismo progresista y no a “los valores tradicionales” esos principios de los cuales ahora se ufana hasta el más reaccionario.

Cuando se asume que la prescripción de la heterosexualidad es una defensa de la naturaleza para negar los derechos matrimoniales a personas “del mismo sexo” no se explica por qué los homosexuales proceden (casi) siempre de familias heterosexuales. Más curioso aún: en la necesidad de legitimar la negación de los derechos ajenos, un sacerdote católico elogió al diputado uruguayo por defender la naturaleza. Esto demuestra la inmersión del sacerdote en el paradigma humanista. Hubiese sido más lógico y tradicional recurrir a la voluntad de Dios (asumiendo que alguien puede arrogarse este derecho) o alguna ley mosaica, de esas que Jesús solía derogar. Como se reconoce que el Estado de una sociedad abierta debe ser laico, secular, se recurre a los paradigmas del humanismo. Pero, ¿cómo hablar de natural cuando hablamos del animal menos natural de todas las especies? ¿Qué tiene de natural el celibato, la abstención sexual o el uso de faldas al estilo de la Edad Media?

Sí, por lo menos la Iglesia Católica tiene una larga tradición de reconocer culpas y errores. Lo cual es una virtud y el reconocimiento humanista de que ideas como la “infalibilidad del Papa” decretada por el Vaticano era una fantasía autoritaria. El problema radica en que quienes ostentan el poder tradicional reconocen sus errores cien años después, cuando ya nada importa a las víctimas. Como si los errores estuvieran siempre en el pasado y nunca en el presente. Como si el arrepentimiento fuese parte de la estrategia de ese poder ante el ascenso de valores contrarios.

¿Desde cuándo un derecho que yo poseo se puede ver amenazado porque un semejante lo reclame en la misma medida? ¿O es que ese semejante es semejante pero no tan ser humano como yo porque llegó después al mundo? ¿Qué derecho tenemos unos iguales a organizar un Estado para excluir a otros iguales al mismo tiempo que nos vanagloriamos de la diversidad de nuestras sociedades? ¿Por qué consideramos que le hacemos un favor a los otros al tolerarlos y no reconocemos que son ellos quienes nos hacen un favor al no revelarse violentamente para recuperar de una vez esos derechos que nosotros les negamos?

Porque el derecho a ser diferente no consiste en tener derechos diferentes sino, simplemente, los mismos.

Jorge Majfud

Mayo 2007

The University of Georgia

Without Rights: The Privatization of Morality

Despite the violent reactions of the owners of the world, the humanist wave that radicalizes the recognition of fundamental equality among human beings will not stop. But the price paid in the last seven centuries has been very high. Like any change in values, even when pointing to the center of the humanist paradigm (in part accepted by conservative discourse, very much despite itself), it must necessarily be considered “immoral.”

Just one example.

The very definition of “marriage between two people of the same sex” hides a preconceived idea: if the body possesses a penis and testicles, it is a man; if it possesses a vagina and ovaries it is a woman. Biological sex is identified with gender. We know that gender is a cultural construction; there is nothing biological about the fact that little girls are dressed in pink and boys in sky blue or that teenaged girls would die to look and act like a barbie doll while their brother is out looking for a scar or a prostitute to confirm his manhood.

Paradoxically, it is understood that in order to be a “man” or “woman” it is not enough to possess a virile member or a reproductive womb: it is necessary, first of all, “to behave like” such, according to the naturalized formulas. At the same time, in order to confer the category of sin upon a sexuality different from our own (supposing that all of us heterosexuals practice sex in the same manner), it is alleged that that person has chosen to be that way. To respond to this accusation, the partisans of gay rights allege that their sexual condition is not rooted in a choice but in an innate, genetic fact. The most repeated argument in support of this idea is formulated as a rhetorical question: “Have heterosexuals chosen their heterosexuality?” A new paradox is derived from this argument: in order to defend a right to freedom, freedom is annulled as a legitimating principle.

Now, although we can accept two antagonistic categories, nature and culture, we must observe how both concepts are manipulated to the benefit of one sector or another. For example, the ability to give birth (in Spanish “dar a luz,” to bring to light, one of the more beautiful metaphors) is proper to women, therefore we could define it as a “natural faculty.” The problem arises when that faculty is interpreted by other members of society according to their own values, which is to say, according to their own interests. Thus arise feminine roles that have never been dictated by nature but by social power.

Recently, a legislator from my country repeated on the radio a well-known rationale. 1) He supported the right of lesbians and homosexuals to “be different.” 2) For this reason, he would not vote in favor of legislation that attempted to extend to them the same legal rights we heterosexuals enjoy because 3) he was in favor of the defense of family and values. 4) The defense of heterosexuality is the defense of nature, he concluded.

We should observe that to allege a defense of values, without specifying to which values one refers, constitutes a new ideolexicon. The implication is that it is possible not to possess or not to be in favor of “values.” Nevertheless, nobody lacks a determinate system of values. Even criminals and even more so organized crime are based on a determinate system of values. Very traditional values, if we review the history of crime, whether private, religious or governmental.

We can say the same when the noun values is made more precise with the adjective family: “we defend family values.” But, which family? “The traditional family,” comes the response, supposing an absolute, ahistorical, natural category. And to which tradition does one refer? In the face of this kind of questioning, there is a quick retreat to safe ground: the Holy Scriptures. I say “safe” for social reasons, not because of its theological implications, since from the latter point of view there is nothing less unanymous than interpretations of the sacred books.

If the defense is of “the values of the traditional family,” we might understand that the speaker is in favor of the oppression of women, of the denial of interracial marriage, interreligious marriage, etc. But I do not believe that many people support this position, since this kind of “traditional values” has been defeated in the historical struggle in favor of a secular (not necessarily irreligious) humanism. Because if many present day religions defend gender and racial equality (and although primitive Christianity also did so in a radical and revolutionary degree for its time), a millenarian history demonstrates the contrary. We owe to progressive humanism and not to “traditional values” those principles of which even the most reactionary among us now boast.

When one assumes that the prescription of heterosexuality is a defense of nature in order to deny marriage rights to people “of the same sex” there is no explanation of why homosexuals (almost) always came from heterosexual families. Even more curious: in the need to legitimate the denial of others’ rights, a Catholic priest praised the Uruguayan legislator for defending nature. This demonstrates the immersion of the priest in the humanist paradigm. It would have been more logical and traditional to take recourse to the will of God (assuming that anyone can arrogate to himself this right) or some Mosaic law, like those that Jesus used to abolish. Since it is recognized that the State of an open society should be secular, one recurs to the paradigms of humanism. But, how does one speak of natural when we are talking about the least natural animal of all the species? What is natural about the celibate man, sexual abstention or the wearing of skirts in the style of the Middle Ages?

Yes, at least the Catholic Church has a long tradition of recognizing faults and errors. Which is a virtue and the humanist recognition that ideas like the “Papal infallibility” decreed by the Vatican was an authoritarian fantasy. The problem lies in the fact that those who hold traditional power recognize their errors a hundred years later, when it no longer matters to the victims. As if errors were always in the past and never in the present.  As if repentance were part of the strategy of that power in the face of the rise of contrary values.

Since when can a right I possess be perceived as threatened because a peer demands it in the same measure? Or is it that that peer is a peer but not as much of a human being as I because he arrived later in the world? What right do some of us equals have to organize a State in order to exclude other equals at the same time that we brag about the diversity of our societies? Why do we believe we are doing others a favor by tolerating them, instead of recognizing that they are the ones doing us a favor by not rebelling violently in order to finally recoup those rights that we deny them?

Because the right to be different does not consist of having different rights but, simply, the same.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

Historia de un perdedor

Historia de un perdedor

 

Cuando un apersona escribe su currículum vitae sólo pone la lista de sus pequeños éxitos. Oculta siempre otra lista inconmensurable de fracasos y frustraciones. Yo no soy la excepción, pero de vez en cuando, como ahora, solicito incluir en mi legajo esta breve historia de frustraciones y derrotas que me enorgullecen.

En la campaña por el referéndum de 1980, las radios y la televisión de Uruguay repetían simpáticos jingles a favor del Sí. “Sí, por mi país, Sí por Uruguay, Sí por el progreso y Sí por la paz. Sí por el futuro, vamos a votar…” Aquellos que impulsaban la opción por el No para impedir que la dictadura militar se legalizara a sí misma, tenían negada la misma libertad de propaganda. Por entonces yo tenía diez años y no podía entender que los limpiaparabrisas funcionando un día de sol significaba un guiño anónimo que decía “no, no”. Por supuesto, como muchos votantes mayores, yo repetía esa simpática canción que aseguraba un país feliz y en paz, ante la mirada silenciosa y resignada de mi madre. Ella odiaba profundamente la dictadura y para evitarme problemas en la escuela no me aclaraba que esa bonita canción era parte de la misma violencia moral organizada por aquellos cavernícolas en nombre del progreso y la paz. Razón no le faltaba; una compañera de mi clase invirtió el jingle cambiando el Sí por el No y las maestras la mandaron a un rincón, a mirar la pared hasta que sonó la campana del mediodía. La inocencia que mis padres habían logrado reconstruir en mí, volvió a tropezar y darse de nariz ese día. Así creció mi Generación del Silencio, alimentada a base de mentiras y miedo.

El No ganó en noviembre de 1980. Es decir, para el caso, felizmente yo perdí. Aunque el teniente general Queirolo, convencido del triunfo del Sí, había manifestado antes de la derrota que “a los vencedores no se les ponen condiciones” —lo que demostraba la mentalidad democrática de esa Patria—, lo cierto es que toda la historia de los vencedores democráticos que siguieron después, como en otros países del continente, estuvo siempre especialmente condicionada. Democracias Especialmente Condicionadas.

Volví a perder cuando poco después descubrí la estafa: esa bonita canción había sido hecha para aquellos señores mandíbula de piedra y uniforme que nos miraban desde arriba. Aprendí que lo que parece ser, no es. Esta estafa moral se continuó unos años después en la secundaria, abundante de profesores pro-dictadura que enseñaban materias como “Educación Moral y Cívica”, cuando nuestro gobierno no era cívico, ni educado ni mucho menos moral. En aquellos centros de adoctrinamiento cívico donde con frecuencia nos expulsaban por alguna intrascendente rebeldía, se nos repetía cada día que vivíamos en una democracia, aunque en un período excepcional. Ese período excepcional duró once años, hasta 1984, y sus consecuencias se prolongaron por un par de décadas más, hasta el 2004. Mejor dicho, hasta hoy, cada vez que la justicia debe mendigar a la secta de los antiguos militares una palabra, un dato, un reconocimiento, un muerto.

En todas las elecciones que seguí con pasión en los años ‘80, todas ganó el partido Colorado, cuando mi interés estaba depositado en el otro partido tradicional, porque allí estaba un tal Wilson Ferreira, disidente pero tradicionalista como mi padre.

En 1989 voté por primera vez en un referéndum que pretendía derogar la ley que perdonaba los crímenes de lesa humanidad a los dictadores todavía con vida. Por supuesto que volví a perder, esta vez como feliz votante. La opción que defendía la impunidad de los militares había convencido a la mayoría de la población de lo bien que habíamos logrado la Paz perdonando crímenes de Estado. Al volver a la soledad de mi pequeño taller de estudiante, pinté en una pared: “Ha vencido el miedo. La razón histórica deberá esperar aún mucho más”. De todas formas siempre dejo en la razón un espacio para la duda, ya que la razón es la única que se atreve a dudar.

En las elecciones siguientes voté a un partido nuevo, el partido Verde Eto-Ecologista del profesor Rodolfo Tálice (1899-1999), que por entonces tenía noventa años y una energía intelectual como pocos. En la noche del 26 de noviembre de 1989 encendí la radio y, por casualidad, escuché el recuento de votos de la escuela donde yo había votado por la mañana: cientos de votos para un partido, cientos para el otro, “y un solo voto para el Partido Verde”, aparentemente anulado por estar plegado de forma inhabitual.

Durante los años ’90, voté a la izquierda. Eran los años de la euforia neoliberal de los partidos conservadores en Uruguay y de Menem en Argentina. En mi última elección en Uruguay, en 1999, estuve a punto de participar en la fiesta del triunfo histórico de la oposición. Más que un triunfo de la izquierda me interesaba la derrota de la derecha, enquistada en el poder desde el gobierno y sus onerosos cargos de confianza hasta el más humilde y con frecuencia improductivo cargo de desconfianza. Esa noche llegué a Montevideo mirando por la ventana del bus el clima de fiesta del Frente Amplio. Las encuestas a boca de urna lo daban como ganador. Al llegar a mi apartamento no pude entrar porque la llave se había roto y tuve que esperar cuatro o cinco horas hasta que un cerrajero lograse abrirla. Mientras, por el hall de entrada del edificio veía cómo los tradicionalistas poco a poco comenzaban a tomar las calles con sus banderas coloradas. Los mismos de siempre. Había ganado Jorge Batlle. Otra vez había perdido mi candidato.

Tal como lo anticipamos repetidas veces a mediados de esa década, pronto, cuando se agotara el recurso de ventas del modelo neoliberal criollo, sobrevendría la crisis. La crisis llegó en el 2001 en Argentina y un año después en Uruguay. Fue la peor en un siglo. Como a tantos obreros, profesionales o profesores de la clase media, a mí me afectó directamente. Por entonces era común trabajar siete meses cobrando medio sueldo. La otra mitad se recibía en cómodos insultos y humillaciones. Mientras los bancos se llevaban los ahorros y nuestros sueldos a otros paraísos financieros, yo aceptaba la invitación de un profesor norteamericano para continuar mi carrera en el exterior.

Cuando el partido de la oposición en Uruguay venció por primera vez en las elecciones del 2004, yo ya estaba en Estados Unidos. Tuve que imaginarme a través de los diarios esos ríos de gente festejando por las avenidas de todo el país. Nunca profesé admiración ciega ni grandes preferencias por ningún hombre o mujer dentro de ningún partido. Me lamentaba por no poder experimentar esa fiesta popular, compartir una vez en mi vida esa alegría, ese desconocido sentimiento de haber ganado en una contienda política, al menos como anónimo votante.

Ese mismo año, ese mismo mes, había asistido muy de cerca el proceso electoral entre demócratas y republicanos. Sin muchas esperanzas, estuve meses, días, horas, minuto a minuto observando el desarrollo y las estadísticas de las elecciones. Con un repentino dolor de muela, la noche de las elecciones tuve que asistir a la derrota de John Kerry y John Edwards, aparentemente la mejor opción.

Este año de 2008 no he podido evitar interesarme profundamente por el proceso electoral de Estados Unidos. Hace pocos días escuché de principio a fin el discurso que dio Barack Obama el 18 de marzo. Supuestamente debía ser una forma de defensa por las acusaciones que le hicieran de ser el amigo y aconsejado de un pastor “antipatriótico” y teólogo de la liberación. Obama no se defendió sino que, con elocuente precisión, pasó a la ofensiva y apuntó a la tradición de la disputa política de este país, a sus tabúes raciales y a las estrategias propagandísticas de la derecha en el poder. En un programa de televisión alguien se quejó del señor Obama: “nos ha insultado, por primera vez alguien nos ha tratado como si fuésemos adultos”. Aunque con algunos lugares comunes —al fin y al cabo es un político que necesita votos— me pareció un discurso intelectualmente impecable, frontal y organizado con el talento de un genio de la política. No obstante, por primera vez en muchas semanas, su rival demócrata, Hillary Clinton, lo ha pasado en las encuestas generales. De ganar Obama no significará un cambio radical en nada, pero sí el mayor y el mejor cambio posible. Aún perdiendo, no creo que en los años por venir se pueda evitar un terremoto generacional que irá más allá de la política.

He tenido la dudosa suerte de vivir en un tiempo interesante. Cruel, casi siempre abominable, pero interesante. Está de más decir que mi influencia en la política de mi país o de cualquier otro país ha sido y será siempre nula. No deseo otra cosa. Pero por las dudas yo le advertiría a cualquier candidato que nunca trate de conquistar mi preferencia.

 

 

Jorge Majfud

Athens, marzo 2008

 

 

¿De dónde viene la voz del pueblo?

 

Es probable que así como la rima servía a los trovadores para memorizar historias en una antigüedad sin prensa escrita, el ingenio cumpla la misma función de ayudamemoria. Pero si ingenio no es lo opuesto a genio, mucho menos es su sustituto. De ahí las fábulas y las parábolas. O los sofismas como: “Puedo resistir cualquier cosa, menos la tentación” (atribuido a Óscar Wilde); “un comunista es alguien que ha leído a Marx; un anticomunista es alguien que lo ha comprendido” (ídem, Ronald Reagan); o las más inteligentes ocurrencias de Groucho Marx. El sofisma es una minúscula pieza de ingenio que con frecuencia sustituye o pretende disimular la carencia de un pensamiento más complejo, algo así como el Reader’s Digest de la cultura universal.

La esperanzadora y popular frase de Lincoln, “puedes engañar a todos por poco tiempo, a unos pocos por todo el tiempo, pero no puedes engañar a todos por todo el tiempo” se parece a la de Churchill, “nunca tantos le debieron tanto a tan pocos”. Tal vez la geometría fonética – “…all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time”- conspire contra la verdad histórica. Depende lo que significa “poco tiempo” o “unos pocos”. Para déspotas y dictadores tal vez un par de décadas sea “tan poco”, pero para quienes deben sufrirlos media hora sea “tanto tiempo”.

Por otro lado, quién sabe si “engañar a mucha gente por mucho tiempo” no es otra forma triste de la verdad: si una mentira dura lo que dura una civilización, entonces ¿cómo vamos a definir esa mentira? Durante siglos, la idea de que el Sol giraba alrededor de la Tierra era unánime. El viejo sistema de Ptolomeo -bastante nuevo si consideramos que otros griegos entendían que en realidad la Tierra se movía alrededor del Sol- era la vox populi sobre cosmología. Los cálculos que consideraban el modelo de Ptolomeo podían predecir eclipses. Ese modelo cosmológico se derrumbó, poco a poco, a partir del Renacimiento. Hoy en día el heliocentrismo es vox populi. Suena por lo menos ridículo decir que en realidad el Sol gira alrededor de la Tierra. Sin embargo, esta realidad es innegable. Hasta un ciego puede verlo. Desde el punto de vista de un terrícola, paradójicamente nuestro punto de vista más común y casi siempre el único, lo que gira es el Sol, no la Tierra. Y si consideramos el primer principio einsteniano de que no hay punto de vista privilegiado ni sistema de observación único en el Universo, no hay ninguna razón para negar que el Sol gira alrededor de la Tierra. La idea heliocéntrica sólo es válida para un punto de vista (imaginario) exterior al Sistema Solar, punto de vista más simple y de más alta estética -de ahí su superioridad científica-, nunca experimentado por ser humano alguno pero fácil de concebir.

Otra paradoja de esta frase prefabricada: una de las primeras menciones escritas de vox populi, vox Dei la hace Flaccus Albinus Alcuinus hace más de mil años, precisamente para refutarla: …tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit (“…la cordura del vulgo es más bien locura”). Su raíz pagana y tal vez demagógica, autoriza al pueblo en nombre de Dios, pero/y es utilizada por toda una gama de ateos o anticlericales. Por otro lado, la burocracia que le han inventado a Dios para ayudarlo a administrar su Creación, ha practicado históricamente el lema contrario: “El poder del rey procede de Dios”. Por lo menos desde Tutankamon hasta los generalísimos y (no) muy católicos Franco, Videla, Pinochet y los neoconservadores norteamericanos. Tampoco El Vaticano recurrió jamás a la vox populi para elegir la vox Dei. ¿Cómo habría Dios de dotarnos de inteligencia y luego exigirnos una conducta de rebaño?

Desde los tiempos en que imperaba la propaganda feudal y teocrática y en tiempos de los reyes absolutistas, la vox populi fue una creación de (1) púlpitos y pupitres y de (2) historias populares de reyes y de princesas. No muy diferente a (2) las más actuales telenovelas y a las revistas de Ricos&Famosos donde se exponen las elegantes miserias de las clases dominantes para consumo moral del pueblo. Diferente, aunque no tanto, se forma hoy la vox populi en (1) los estrados políticos y los mass media dominantes.

No muy diferente de aquel primer debate blanco y negro de Nixon-Kennedy. ¿Existe algún candidato que se atreva a desafiar la sagrada opinión pública? Sí, sólo aquel que sabe no tiene probabilidades serias de ganar y no teme meter el dedo en la llaga. Pero los políticos con chance no pueden darse el lujo de incomodar esa vox populi, razón por la cual suelen acomodar el cuerpo hacia todo tipo de centros -el espacio ideológico creado por los medios- en nombre del pragmatismo. Si el objetivo mediato es la pesca de votos, ¿alguno se atrevería a decir algo que, de antemano, sabe que no caerá bien en la masa votante? Los candidatos no debaten; compiten en seducción, como si estuviesen cantando por un sueño.

Ahora, ¿quiere decir todo eso que el pueblo tiene la autoridad de imponer una conducta a sus propios candidatos? ¿Quiere decir que el pueblo tiene el poder? Para responder debemos considerar si esa opinión pública no es frecuentemente creada, o al menos influenciada por los grandes medios de comunicación -título de por sí falso y a veces demagógico-, como en la Edad Media era creada e influenciada desde el pupitre y la comunicación se reducía al sermón y el mensaje era, como hoy, el miedo.

Claro, no voy a defender la libertad de prensa en Cuba. Pero por otra parte, la repetida libertad de prensa del autoproclamado mundo libre bajo la lupa no luce igual. No me refiero sólo a la democrática autocensura de quien teme perder su empleo, o a los desempleados políticos que deben maquillar sus ideas para convencer a un posible empleador. Si en los países no libres la prensa está controlada por el Estado, ¿quién controla los medios y los fines en el mundo libre? ¿El pueblo? ¿Alguien que no pertenezca a la selecta familia de los grandes medios que ejercen la cobertura mundial, puede decidir qué tipo de noticias, qué tipo de ideas debe dominar el aire, la tierra y los mares como el pan nuestro de cada día? Cuando se dice que la nuestra es una prensa libre porque está regida por la libertad del mercado, ¿se está argumentando a favor o en contra de la libertad de la prensa y de los pueblos? ¿Quiénes deciden qué noticias y qué verdades deben ser repetidas 24 horas por CNN, Fox o Telemundo? ¿Por qué Paris Hilton llorando por dos semanas de cárcel -y luego vendiendo la historia de su delito y de su conversión moral- es primera plana y los miles de muertos por injusticias evitables son apenas un número junto con el pronóstico del tiempo?

Para completar la (auto)censura en nuestra cultura, cada vez que alguien se atreve a poner una lupa o garabatear interrogantes, es acusado de preferir los tiempos del estalinismo o algún rincón de Asia, donde la teocracia impera a su antojo. Éste es, también, parte de un conocido terrorismo ideológico del cual debemos estar intelectualmente alertas y resistentes.

La historia demuestra que los grandes cambios han sido impulsados, previstos o provocados por minorías atentas a las mayorías. Casi por regla, los pueblos han sido más bien conservadores, quizás debido a las históricas estructuras que le impusieron obediencias de plomo. La idea de que “el pueblo no se equivoca”, se parece mucho a la demagogia de “el cliente siempre tiene la razón”, aunque esté escrita con la otra mano. En el mejor sentido (humanístico), la frase vox populi, vox Dei puede referirse no a que el pueblo tiene necesariamente la razón, sino a que el pueblo es su propia razón. Es decir, toda forma de organización social lo tiene a él como sujeto y objeto. Excepto en una teocracia, donde esta razón es un dios que se arrepintió de haberle conferido libre albedrío a sus pequeñas criaturas. Excepto en el mercantilismo más ortodoxo, donde el fin es el progreso material y los medios la carne humana.

 

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

 

 

 

Where Does the Voice of the People Come From?

 

If naïve is not the opposite of genius, it is also not its substitute. This is the origin of fables and parables. Or of sophisms like: “I can resist anything, except temptation” (attributed to Oscar Wilde); “a communist is someone who has read Marx; an anti-communist is someone who has understood him” (Ronald Reagan); or Groucho Marx’s smartest bits. The sophism is a miniscule piece of naivety that frequently stands in for or pretends to cover up the absence of a more complex thought.

Lincoln’s hopeful and popular statement, “you can fool all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time,” is similar to Churchill’s, “never before have so many owed so much to so few.” Perhaps phonetic geometry – “…all the people part of the time, and part of the people all the time, but not all the people all the time” – conspires against historical truth. It depends on the meaning of “part of the time” and “part of the people.” For despots and dictators perhaps a couple of decades might be “so few” but to those who must suffer them a half an hour might be “so much time.”

For centuries, the idea that the Sun revolved around the Earth was unanimous. Ptolemy’s old system – pretty new if we consider that other Greeks believed that in reality the Earth moved around the Sun – was the “vox populi” on cosmology. The calculations that took Ptolemy’s model into account were able to predict eclipses. That cosmological model was overturned, bit by bit, beginning with the Rennaissance. Today heliocentrism is the “vox populi.” It at least sounds ridiculous to say that in reality the Sun revolves around the Earth. Nevertheless, this reality is undeniable. Even a blind man can see it. From the point of view of an earthling, what revolves is the Sun, not the Earth. And if we consider the first Einsteinian principle which holds that there is no privileged point of view nor solitary system of observation in the Universe, there is no reason to deny that the Sun revolves around the Earth. The heliocentric idea is only valid for a (imaginary) point of view outside the solar System, a simpler and more aesthetically accomplished point of view.

One of the first written mentions of vox populi, vox Dei is made by Flaccus Albinus Alcuinus more than a thousand years ago, precisely in order to refute it: …tumultuositas vulgi semper insaniae proxima sit (“…the good sense of the common people is more like madness”). Its pagan and perhaps demagogic roots authorize the people in the name of God but/and are used by a whole range of atheists or anti-clericals. On the other hand, the bureaucracy that has been invented for God in order to assist him in administering his Creation, has practiced historically the opposite slogan: “the power of the king originates from God.” At least from Tutankhamen through to the generalísimos and (not) very Catholic Franco, Videla, Pinochet and the U.S. neo-conservatives. Nor has the Vatican ever taken recourse to the “vox populi” in order to elect the “vox Dei.” How could God have given us intelligence and then demanded from us the conduct of a herd?

Since the times in which feudal and theocratic propaganda reined and in the times of the absolutist monarchs, the “vox populi” was a creation of (1) pulpits and school desks and of (2) popular stories about kings and princesses. Not very different from (2) are the most current soap operas and the magazines about the Rich&Famous where the elegant miseries of the dominant classes are placed on exhibit for the moral consumption of the people. Different from (1), although not by much, the “vox populi” is formed today on the political stage and in the dominant mass media.

Not very different from that first black-and-white Nixon-Kennedy debate. Does the candidate exist who dares to defy the sacred “public opinion”? Yes, only the one who knows that he has no serious likelihood of winning and is not afraid to stick his finger in the wound. But politicians with a chance cannot afford the luxury of making that “vox populi” uncomfortable, for which reason they tend to accommodate themselves to the center – the ideological space created by the media – in the name of pragmatism. If the ultimate goal is angling for votes, does anyone dare to say something that he knows, beforehand, will not be well received by the voting masses? Candidates do not debate; they compete in seduction, as if they were “singing for a dream.”

Now, does all this mean that the people have the authority to impose a behavior on their own candidates? Does it mean that the people have power? In order to respond we must consider whether that public opinion is not frequently created, or at least influenced by the large communication media – a title self-evidently false and at times demagogic – just like in the Middle Ages it was created and influenced from the pulpit and communication was reduced to the sermon and the message was, as today, fear.

Obviously, I am not going to defend freedom of the press in Cuba . But on the other hand the repeated freedom of the press of the self-proclaimed “free world” does not shine under close inspection. I am not referring only to the democratic self-censorship of those who fear losing their jobs, or to the unemployed politicians who must disguise their ideas in order to convince a potential employer. If in the “unfree” countries the press is controlled by the State, who controls the means (or media) and the ends in the free world? The people? Someone who does not belong to the select family of the large media that exercise “world coverage,” who can say what kind of news, what kind of ideas should dominate the air, the land and the seas like our daily bread? When it is said that ours is a free press because it is governed by the free market, is one arguing for or against the freedom of the press and of the people? Who decides which news and which truths should be repeated 24 hours a day by CNN, Fox or Telemundo? Why is it that Paris Hilton crying over a two-week jail stay – and then selling the story of her crime and of her “moral conversion” – is frontpage news but thousands of dead as a result of avoidable injustices are an item alongside the weather prediction?

In order to complete the (self)censorship in our culture, each time that someone dares to examine things closely or scribble out a few questions, they are accused of preferring the times of Stalinism or some corner of Asia where theocracy reigns at its whimsy. This is, also, part of a well-known ideological terrorism about which we must be intellectually alert and resistant.

History demonstrates that big changes have been driven, foreseen and provoked by minorities attentive to the majority. Almost as a rule, national peoples have been more conservative, perhaps owing to the historical structures that have imposed on them a leaden obedience. The idea that “the people are never wrong” is very similar to the demagoguery of “the client is always right,” even though it is written with the other hand. In the best (humanistic) sense, the phrase “vox populi, vox Dei” can refer not to the idea that the people necessarily are right, but to the idea that the people is its own truth. That is to say, every form of social organization has the people as subject and object. Except in a theocracy, where this rationality is a god who regrets having conferred free will on his little creatures. Except in the most orthodox mercantilism, where the end is material progress and the means to the end human flesh and blood.

 

 

By Dr. Jorge Majfud, August 2007.

Translated by Dr. Bruce Campbell

March 2008

 

 

 

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

 

 

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

 

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

 

2. Stratégies du faux dilemme.

 

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

 

 

Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

 

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

 

Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.

 

América y la utopía que descubrió el capitalismo I

Milenio (Mexico)

Panamá América

 

(Parte I)

Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.

Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. En palabras de Gramsci “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia” (Quaderni del Carcere, 1933). Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. También es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en lo que sería después América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado. Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, entendida como inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished”. En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth”. El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando un embajador cargado de joyas llega a Utopia, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos”.

Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y cristiano-renacentista aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505. Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor”. Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas”. Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas”. En una oración, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas”. Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes”. Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne acusaría en 1589 a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia. Shakespeare, poco después razonará que no era posible calificar de bárbaros y salvajes a los pueblos de la periferia; “lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”. (Continúa)

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

 

América y la utopía que descubrió el capitalismo

(Parte II)

Al volver del Nuevo Mundo, Américo Vespucio refirió a sus europeos las extrañas virtudes que había encontrado del otro lado del océano. Los bárbaros carecían de la codicia y vivían en una región del mundo bendecida por el clima. Esa América poseía las bondades geográficas de la que carecía la tórrida África por lo que, como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe”, mientras que sus habitantes “no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas” (Cartas, 1502).

Sus habitantes, insistía Vespucio, se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años; “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar”. Le llamó la atención que guerreen unas tribus con otras sin saber ellos mismos por qué lo hacían, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado”. En otro momento asume que hace la guerra por pasión, no por ambición. “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas”, pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta”.

Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas”. “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna”. En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre”. “Las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna”.

Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista —además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia— que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana. Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida, razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales.

Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. Para Moro existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible”.  El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también. En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.

Como vimos en otros ensayos, para los revolucionarios y los escritores de la “Literatura del compromiso”, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía. Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del estado (“Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state”) Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano. “Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo”. (Obra, 1967).

Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.

La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas aunque muchas veces usadas como instrumentos ideológicos en colaboración. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo.

Por otra parte —en un trabajo más extenso desarrollamos este punto—, todavía queda pendiente aclarar el rol que jugó la presencia de América en las utopías europeas y viceversa, más allá de vincularlo a la mitología clásica europea, y qué parte procedió de la propia cosmología indoamericana, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y desde el nacimiento de la Era Moderna. Una hipótesis que debería ser problematizada radica en cuestionar la sobrevaloración de la herencia griega y europea en la formación de la cosmología americana y volver la mirada a esa “masa muda”, más bien enmudecida por la violencia de la Conquista primero y por las culturas hegemónicas de Europa y Estados Unidos después. Desde un punto de vista ilustrado, la presencia de la cosmovisión amerindia y de los pueblos colonizados en general ha sido casi inexistente hasta el siglo XX. Pero ha estado ahí, latente y determinante. Porque reprimido no significa muerto sino todo lo contrario.

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

Jorge Majfud

2 de febrero de 2007

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais.

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

Note :

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

Humanism, the West’s Last Great Utopia

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

Thisis the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

https://www.panamaamerica.com.pa/dia-d/america-y-la-utopia-que-descubrio-el-capitalismo-0-378551

Los fragmentos de la unión latinoamericana

Location of Colombia

Image via Wikipedia

The Fragments of the Latin American Union (English)

Los fragmentos de la unión latinoamericana

1. En América Latina, a falta de una revolución social en tiempos de las independencias sobraron las rebeliones y las revueltas políticas. Con menos frecuencia fueron rebeliones populares y casi nunca se trató de revoluciones ideológicas que sacudieran las estructuras tradicionales, como pudieron ser la Revolución norteamericana, Revolución francesa y la Revolución cubana. Más bien abundaron las luchas intestinas, antes y después de la parición de las nuevas repúblicas.

Medio siglo después, en 1866, el ecuatoriano Juan Montalvo hacía un dramático diagnóstico: “La libertad y la patria en la América Latina son la piel de carnero con que el lobo se disfraza”. Cuando las repúblicas no estaban en guerra gozaban de la paz de los opresores. Aunque la esclavitud había sido abolida en las nuevas repúblicas, existía de hecho y era casi tan brutal como en el gigante del norte. La violencia de clase era también violencia racial: el indio continuaba marginado y explotado. “Ésta ha sido la paz de la cárcel”, concluía Montalvo. El indio, deformado por esta violencia física y moral, recibía los más brutales castigos físicos de tal forma “que cuando le dan látigo, temblando en el suelo, se levanta agradeciendo a su verdugo: Diu su lu pagui, amu”. Mientras tanto, el puertorriqueño Eugenio M. Hostos en 1870 ya se lamentaba de que “todavía no hay una Confederación Sudamericana”. Como contrapartida, sólo veía desunión y nuevos imperios oprimiendo y amenazando: “¡Todavía puede un imperio [Alemania] atentar alevemente contra México! ¡Todavía puede otro imperio [Gran Bretaña/Brasil] destrozarnos impunemente al Paraguay”.

Pero también la admiración monolítica por la Europa central, como la de Sarmiento, comienza a resquebrajarse a finales del siglo XIX: “No es más feliz Europa, y nada tiene que echarnos en cara en punto a calamidades y desventuras” (Montalvo). “Los pueblos más civilizados -sigue Montalvo-, aquellos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso salta con ímpetus de exterminación”. La masacre del Paraguay se debe a razones musculares dentro del continente y en esta percepción no se salva otro imperio americano de la época: “Brasil es comerciante de carne humana, que compra y vende esclavos, para inclinarse a su adversario y poner de su parte la razón”. La antigua acusación de la España imperial es lanzada ahora contra las demás fuerzas colonialistas de la época. Francia e Inglaterra -y por extensión Alemania y Rusia- son vistas como hipócritas en sus discursos: “La una tiene ejércitos para sojuzgar el mundo, y sólo así cree en paz; la otra se dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas más importantes de la Tierra, y sólo así cree en paz”. En 1883, señala también las contradicciones éticas de Estados Unidos “donde las costumbres contrarrestan a las leyes; donde éstas llaman al Senado a los negros, y ésas los repelen de las fondas”. (El mismo Montalvo evita pasar por Estados Unidos en su paso a Europa por “temor de ser tratado como brasileño, y que el resentimiento infundiese en mi pecho odio”, ya que “en el país más democrático del mundo es preciso ser rubio a cara cabal para ser gente”.)

No obstante, aunque la práctica siempre tiende a contradecir los principios éticos -no por casualidad las leyes morales más básicas son siempre prohibiciones-, la ola imparable de la utopía humanista continuaba imponiéndose paso a paso, como el principio de unión en la igualdad, o la “fusión de las razas en una misma civilización”. La misma historia iberoamericana es entendida en este proceso universal “para unir a todas las razas en el trabajo, en la libertad, en la igualdad y en la justicia”. Cuando se alcance la unión, “entonces el continente se llamará Colombia” (Hostos). También para José Martí, la historia se dirigía inevitablemente a la unión. En “La América” (1883) preveía una “nueva acomodación de las fuerzas nacionales del mundo, siempre en movimiento, y ahora aceleradas, el agrupamiento necesario y majestuoso de todos los miembros de la familia nacional americana”. De la utopía de la unión de naciones, proyecto del humanismo europeo, se pasa a un tópico común latinoamericano: la fusión de las razas en una especie de mestizaje perfecto. Descartados los imperios de Europa y Estados Unidos en semejante proyecto, el Nuevo Mundo sería “el horno donde han de fundirse todas las razas, donde se están fundiendo” (Hostos). En 1891, un Martí optimista escribe en Nueva York que en Cuba “no hay odio de razas porque no hay razas”, aunque se trata más de una aspiración que de una realidad. Por la época todavía se publicaban en los diarios anuncios vendiendo esclavos junto con caballos y otros animales domésticos.

Por otra parte, esta relación de opresores y oprimidos no se simplifica en europeos y amerindios. Los collas, por ejemplo, también pasaban sus días escarbando la tierra en busca de oro para pagar tributos a los enviados del inca y múltiples tribus mesoamericanas tuvieron que sufrir la opresión de un imperio como el azteca. Durante la mayor parte de la vida de las repúblicas iberoamericanas, el abuso de clase, de raza y de sexo fue parte de la organización social. La lógica internacional se reproduce en la dinámica doméstica. Por ponerlo en palabras del boliviano Alcides Arguedas de 1909, “cuando un patrón tiene dos o más pongos [trabajador sin sueldo], se queda con uno y arrienda los restantes, sencillamente cual si se tratase de un caballo o de un perro, con la pequeña diferencia que al perro y al caballo se les aloja en una caseta de madera o en una cuadra y a ambos se les da de comer; al pongo se le da el zaguán para que duerma y se le alimenta de desperdicios”. Al paso que los soldados tomaban a los indios de los pelos y a fuerza de sablazos y los llevaban para limpiar cuarteles o les roban las ovejas para mantener a una tropa del ejército que estaba de paso. Ante estas realidades, las utopías humanistas aparecían como estafas. Frantz Tamayo, en 1910, declama “imaginaos un poco el imperio romano o el imperio británico teniendo por base y por ideal el altruismo nacional. […] ¡Altruismo!, ¡verdad!, ¡justicia! ¿Quién las practica con Bolivia? ¡Hablad de altruismo en Inglaterra, el país de la conquista sabia, y en Estados Unidos, el país de los monopolios devoradores!”. Según Ángel Rama (1982), también la modernización se ejerció principalmente “mediante un rígido sistema jerárquico”. Es decir, se trató de un proceso semejante al de Conquista y la Independencia. Para legitimarlo, “se aplicó el patrón aristocrático que ha sido el más vigoroso modelador de las culturas latinoamericanas a lo largo de toda su historia”.

¿Acaso tuvimos una historia diferente a estas calamidades durante las dictaduras militares de finales del siglo XX? Ahora, ¿quiere decir esto que estamos condenados por un pasado que se repite periódicamente como si fuese una novedad cada vez?

2. Respondamos con un problema diferente. La tradición popular psicoanalítica del siglo XX nos hizo creer que el individuo es siempre, de alguna forma y en algún grado, cautivo de un pasado. Menos arraigados en la conciencia popular, los existencialistas franceses reaccionaron proponiendo que en realidad estamos condenados a ser libres. Es decir, en cada momento tenemos que elegir, no hay remedio. En mi opinión, son posibles las dos dimensiones en un ser humano: por un lado estamos condicionados por un pasado pero no determinados por él. Pero si rendimos tributo paranoico a ese pasado creyendo que todo nuestro presente y nuestro futuro se debe a esos traumas, estamos reproduciendo una enfermedad cultural: “Soy infeliz porque mis padres tienen la culpa”. O, “no puedo ser feliz porque mi marido me oprime”. Pero, ¿dónde está el sentido de la libertad y de la responsabilidad? ¿Por qué mejor no decir que “no he sido feliz o tengo estos problemas porque, sobre todo, yo mismo no me he responsabilizado de mis problemas”? Así surge la idea de víctima-pasiva y en lugar de luchar con criterio contra males como el machismo se recurre a esta muleta para justificar por qué esta mujer o aquella otra han sido infelices. “¿Estoy engripada? La culpa es del machismo de esta sociedad”. Etcétera.

Quizás esté de más decir que ser humano no es sólo biología ni es sólo psicología: estamos construidos por una historia, la historia de la humanidad que nos crea como sujetos. El individuo –el pueblo– puede reconocer la influencia de contexto y de su historia y al mismo tiempo su propia libertad siempre en potencia que, por mínima y condicionada que sea, es capaz de cambiar radicalmente el curso de una vida. Es decir, un individuo, un pueblo que rechace de plano cualquier representación de sí mismo como víctima, como planta o como bandera que ondea el viento.

O passado dói mas não condena:

Os fragmentos da união latino-americana

Na América Latina, na falta de uma revolução social nos tempos das independências, sobraram as rebeliões e as revoltas políticas. Com menos freqüência foram rebeliões populares, e quase nunca se trataram de revoluções ideológicas que sacudissem as estruturas tradicionais, como alcançaram ser a Revolução norte-americana, a Revolução francesa e a Revolução cubana. Ao contrário, proliferaram as lutas internas, antes e depois da parição das novas Repúblicas.

Meio século depois, em 1866, o equatoriano Juan Montalvo fazia um dramático diagnóstico: “a liberdade e a pátria na América Latina são a pele de cordeiro com que o lobo se disfarça”. Quando as repúblicas não estavam em guerra gozavam da paz dos opressores. Embora a escravidão houvesse sido abolida nas novas repúblicas, existia de fato e era quase tão brutal como no gigante do Norte. A violência de classe era também violência racial: o índio continuava marginalizado e explorado. “Esta foi a paz do cárcere”, concluía Montalvo. O índio, deformado por esta violência física e moral, recebia os mais brutais castigos físicos de tal forma “que quando o chicoteiam, tremendo no chão, levanta-se agradecendo a seu verdugo: Diu su lu pagui, amu”. Enquanto isso, em 1870, o porto-riquenho Eugenio M. Hostos, já se lamentava de que “ainda não existe uma Confederação Sul-americana”. Como contrapartida, só via desunião e novos impérios oprimindo e ameaçando:“Ainda pode um império [Alemanha] atentar traiçoeiramente contra o México! Ainda pode outro império [Grã Bretanha/Brasil] destroçar-nos impunemente o Paraguai!”.

Mas também a admiração monolítica pela Europa central, como a de Sarmiento, começa a rachar nos finais do século XIX: “não é mais feliz a Europa, e nada tem que jogar-nos na cara no que tange às calamidades e desventuras” (Montalvo). “Os povos mais civilizados – segue Montalvo –, aqueles cuja inteligência elevou-se até ao próprio céu e cujas práticas caminham a um passo com a moral, não renunciam à guerra: seus peitos estão ardendo sempre, seu coração invejoso salta com ímpetos de extermínio”. O massacre do Paraguai apoiou-se em razões musculares internas do continente, e a partir desta percepção não se salva outro império americano da época: “Brasil é comerciante de carne humana, que compra e vende escravos, para inclinar-se a seu adversário e pôr de seu lado a razão”.

A antiga acusação da Espanha imperial é lançada agora contra as demais forças colonialistas da  época. França e Inglaterra – e por extensão Alemanha e Rússia – são vistas como hipócritas em seus discursos: “uma tem exércitos para subjugar o mundo, e só assim crê na paz; a outra dilata-se pelos mares, apodera-se de todos os estreitos, domina as fortalezas mais importantes da terra, e só assim crê em paz”. Em 1883, assinala também as contradições éticas dos Estados Unidos “onde os costumes contrapõem-se às leis; onde estas convocam os negros ao Senado, e essas os repelem das pensões”. (O próprio Montalvo evita passar pelos Estados Unidos em sua viagem para a Europa por “temor a ser tratado como brasileiro, e que o ressentimento infundisse ódio em meu peito”, já que “no país mais democrático do mundo é preciso ser “loiro de cara honesta para ser gente”.

Entretanto, embora a prática sempre tenda a contradizer os princípios éticos – não por casualidade as leis morais mais básicas são sempre proibições – a onda incontrolável da utopia humanista continuava impondo-se passo a passo, como o princípio de união na igualdade, ou a “fusão das raças em uma mesma civilização”. A própria história ibero-americana é entendida neste processo universal “para unir todas as raças no trabalho, na liberdade, na igualdade e na justiça”. Quando se alcance a união, “então o continente se chamará Colômbia” (Hostos).

Também para José Martí, a história dirigia-se inevitavelmente para a união. Em “La América” (1883) previa uma “nova acomodação das forças nacionais do mundo, sempre em movimento, e agora aceleradas, o agrupamento necessário e majestoso de todos os membros da família nacional americana”. Da utopia da união de nações, projeto do humanismo europeu, passa-se a um tópico comum latino-americano: a fusão das raças em uma espécie de mestiçagem perfeita. Descartados os impérios da Europa e Estados Unidos em projeto semelhante, o Novo Mundo seria “o forno onde hão de fundir-se todas as raças, onde se estão fundindo” (Hostos). Em 1891, um Martí otimista escreve em Nova York que em Cuba “não há ódio de raças porque não existem raças”, embora fosse mais uma aspiração que uma realidade. Na época, os jornais ainda publicavam anúncios vendendo escravos juntamente com cavalos e outros animais domésticos.

Por outro lado, esta relação de opressores e oprimidos não se simplifica em europeus e ameríndios. Os collas, por exemplo, também passavam seus dias escavando a terra em busca de ouro para pagar tributos aos enviados do inca, e múltiplas tribos meso-americanas tiveram que sofrer a opressão de um império como o asteca. Durante a maior parte da vida das repúblicas ibero-americanas, o abuso de classe, de raça e de sexo foi parte da organização social.

A lógica internacional é reproduzida na dinâmica doméstica. Nas palavras do boliviano Alcides Arguedas, de 1909, “quando um patrão tem dois ou mais pongos [trabalhador sem salário], fica com um e arrenda os restantes, como se tratasse simplesmente de um cavalo ou de um cachorro, com a pequena diferença que o cachorro e o cavalo são alojados numa casinha de madeira ou em um estábulo e a ambos é dado de comer; ao pongo é dado o vestíbulo para que durma e é alimentado com os restos”.

Ao passo que os soldados tomavam os índios pelos cabelos e à força de golpes com sabres e os levavam para limpar quartéis ou roubavam-lhes as ovelhas para manter uma tropa do exército que estava de passagem. Diante dessas realidades, as utopias humanistas apareciam como fraudes. Frantz Tamayo, em 1910, declama, “imaginai um pouco o império romano ou o império britânico tendo por base e por ideal o altruísmo nacional. […] Altruísmo!,verdade!, justiça! Quem as pratica com a Bolívia? Falai de altruísmo na Inglaterra, o país da conquista sábia, e nos Estados Unidos, o país dos monopólios devoradores!”. Segundo Ángel Rama (1982), também a modernização foi exercida principalmente “mediante um rígido sistema hierárquico”. Quer dizer, tratou-se de um processo semelhante ao da Conquista e da Independência. Para legitimá-lo,“aplicou-se o patrão aristocrático que foi o mais vigoroso modelador das culturas latino-americanas ao longo de toda sua história”.

Por acaso tivemos uma história diferente dessas calamidades durante as ditaduras militares de finais do século XX? Agora, isto quer dizer que estamos condenados por um passado que se repete periodicamente como se cada vez fosse uma novidade?

2.

Respondamos com um problema diferente. A tradição popular psicanalítica do século XX nos fez acreditar que o indivíduo é sempre, de alguma forma e em algum grau, cativo de um passado. Menos arraigados na consciência popular, os existencialistas franceses reagiram propondo que, na realidade, estamos condenados a ser livres. Quer dizer, em cada momento temos que escolher, não há remédio. Opino que as duas dimensões são possíveis em um ser humano: por um lado estamos condicionados por um passado, mas não determinados por ele. Mas se rendemos tributo paranóico a esse passado, acreditando em que todo nosso presente e nosso futuro é devido a esses traumas, estamos reproduzindo uma doença cultural: “sou infeliz porque meus pais têm a culpa”. Ou, “não posso ser feliz porque meu marido me oprime”.

Mas onde está o sentido da liberdade e da responsabilidade? Por que não dizer que “não fui feliz ou tenho estes problemas porque, sobretudo, eu mesmo não me responsabilizei por meus problemas”? Assim surge a idéia de vítima-passiva, e no lugar de lutar com critério contra males como o machismo busca-se esta muleta para justificar porque esta mulher ou aquela outra foram infelizes. “Estou resfriada? A culpa é do machismo desta sociedade”. Etc.

Talvez seja demais dizer que o ser humano não é só biologia nem é só psicologia: estamos construídos por uma história, a história da humanidade que nos cria como sujeitos. O indivíduo – o povo – pode reconhecer a influência de contexto e de sua história e, ao mesmo tempo, sua própria liberdade sempre em potência que, por mínima e condicionada que seja, é capaz de mudar radicalmente o curso de uma vida. Isto é, um indivíduo, um povo que rechace de antemão qualquer representação de si mesmo como vítima, como planta ou como bandeira que ondula ao vento.

Dr. Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Blanco x Negro = Negro

hillary and obama

Image by smallcaps via Flickr

Bianco x Nero = Nero (Italian)

Blanco x Negro = Negro

El centro de los debates en las internas del partido Demócrata de Estados Unidos es un caso interesante y, sea cual sea su resultado, significará un cambio relativo. No es ninguna sorpresa, para aquellos que lo han visto desde una perspectiva histórica. Sin duda, el más probable triunfo de Hillary Clinton no será tan significativo como puede serlo el de Obama. No los separa tanto el género o la raza, sino una brecha generacional. Una, representante de un pasado hegemónico; la otra, representante de una juventud algo más crítica y desengañada. Una generación, creo, que operará cambios importantes en la década siguiente.

Sin embargo, en el fondo, lo que aún no ha cambiado radicalmente son los viejos problemas raciales y de género. El centro y, sobre todo, el fondo de los debates han sido eso: gender or race, al mismo tiempo que se afirma lo contrario. Es significativo que en medio de una crisis económica y de temores de recesión, las discusiones más acaloradas no sean sobre economía, sino sobre género y raza. En la potencia económica que, por su economía, ha dominado o influido en la vida de casi todos los países del mundo, la economía casi nunca ha sido el tema central como puede serlo en países como los latinoamericanos. Igual, entiendo que el desinterés por la política es propio de la población de una potencia política a nivel mundial. Cuando hay déficit fiscal o caídas del PIB o debilitamiento del dólar, los más conservadores siempre han sacado sus temas favoritos: la amenaza exterior, la guerra de turno, la defensa de la familia –la negación de derechos civiles a las parejas del mismo sexo– y, en general, la defensa de los valores, esto es, los valores morales según sus propias interpretaciones y conveniencias. Pero ahora las más recientes encuestas de opinión indican que la economía ha pasado a ser uno de los temas principales de atención para la población. Esto ocurre cada vez que la maquinaria económica se aproxima a una recesión. Sin embargo, los candidatos a la presidencia temen desprenderse demasiado del discurso conservador. Quizás Obama ha ido un poco más lejos en este desprendimiento criticando el abuso de la religión y cierto tipo de patriotismo, mientras Hillary ha rescatado la breve y eficaz multilla de su esposo que en 1992, en medio de la recesión de la presidencia de George H. Bush, lo llevó a la victoria: “It’s the economy, stupid”. Su fácil consumo se debe a esa sencillez que entiende la generación McDonald.

Hillary Clinton es hija de un hombre y una mujer pero, a pesar de lo que pueda decir el psicoanálisis, todos la ven como una mujer, and period. Barack Obama es hijo de una blanca y un negro, pero es negro, y punto. Esto último se deduce de todo el lenguaje que se maneja en los medios y en la población. Nadie ha observado algo tan obvio como el hecho de que también puede ser considerado tan blanco como negro, si caben esas categorías arbitrarias. Esto representa la misma dificultad de ver la mezcla de culturas en el famoso melting pot: los elementos están entreverados, pero no se mezclan. De la fundición de cobre y estaño no surge el bronce, sino cobre o estaño. Se es blanco o se es negro. Se es hispano o se es asiático. El perjudicado es John Edwards, un talentoso hombre blanco que salió de la pobreza y parece no olvidarla, pero no tiene nada políticamente correcto para atraer. Ni siquiera es feo o maleducado, algo que mueva a un público compasivo.

Pero las palabras pueden –y en política casi siempre lo hacen– crear la realidad opuesta: Hillary Clinton dijo hace pocos días, en Carolina del Sur, que amaba estas primarias porque parece que se nominará a un afroamericano o a una mujer, y ninguno va a perder ni un solo voto por su género –aquí se evita la palabra sexo– o por su raza (“I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender”). Razón por la cual Obama le habla a las mujeres y Clinton a los afroamericanos. Razón por la cual en Carolina del Sur casi el ochenta por ciento de la población negra y sólo el veinte por ciento de los blancos votó por Obama. Razón por la cual Florida y California –dos de los estados más hispanos de la Unión– se resistirán a apoyar a Obama, el representante de la otra minoría.

Así, mientras la costumbre ha pasado a despreciar la calificación de “políticamente correcto”, nadie quiere dejar de serlo. Los debates de las elecciones 2008 me recuerdan a la Cajita Feliz de McDonald. Tanto derroche de alegría, de felicidad, de sonrisas alegres no necesariamente significan salud.

La secretaria de Estado de la mayor potencia mundial es una mujer negra. Desde hace años, una mujer afroamericana tiene más influencia sobre vastos países que millones de hombres blancos. Sin embargo, la población negra de Estados Unidos –como la de muchos países latinoamericanos– continúa sin estar proporcionalmente representada en las clases altas, en las universidades y en los parlamentos, mientras que su representación es excesiva en los barrios más pobres y en cárceles donde compiten a muerte con los hispanos por la hegemonía de ese dudoso reino.

Jorge Majfud

enero 2008

Bianco x Nero = Nero

Il centro dei dibattiti all’interno del partito Democratico degli Stati Uniti è un caso interessante e, qualunque sia il risultato, significherà un cambiamento relativo. Non è una sorpresa per coloro che lo hanno visto da una prospettiva storica. Senza dubbio, la più probabile vittoria di Hillary Clinton non sarà così significativa come può esserlo quella di Obama. Non li separa tanto il genere o la razza, ma un divario generazionale. Una, rappresentante di un passato egemonico; l’altro, rappresentante di una gioventù un po’ più critica e disillusa. Una generazione, credo, che opererà cambiamenti importanti nel prossimo decennio.

Ciononostante, in fondo in fondo, quello che ancora non è cambiato radicalmente sono i vecchi problemi razziali e di genere. Il centro, e soprattutto, l’essenza dei dibattiti sono stati: gender or race, mentre si afferma il contrario. È significativo che nel mezzo di una crisi economica e di timori di recessione, le discussioni più accalorate non siano sull’economia, ma sul genere e sulla razza. Nella potenza economica che, dovuto alla sua economia, ha dominato o influito sulla vita di quasi tutti i paesi del mondo, l’economia non è stato quasi mai il tema centrale come può esserlo in paesi come quelli latinoamericani. Forse capisco che il disinteresse per la politica sia proprio della popolazione di una potenza politica di livello mondiale. Quando ci sono un deficit fiscale o delle cadute del PIL o l’indebolimento del dollaro, i più conservatori hanno sempre tirato fuori i loro temi preferiti: la minaccia esterna, la guerra di turno, la difesa della famiglia, la negoziazione di diritti civili alle coppie dello stesso sesso e, in generale, la difesa dei “valori”; questo è, i valori morali secondo le loro interpretazioni e i loro profitti. Ma adesso le più recenti indagini indicano che l’economia è diventata uno dei temi principali di attenzione per la popolazione. Questo succede ogni volta che il macchinario economico si avvicina a una recessione. Ciononostante, i candidati alla presidenza temono di staccarsi troppo dal discorso conservatore. Forse Obama è andato un po’ troppo lontano in questo distacco, criticando l’abuso della religione e un certo tipo di patriottismo mentre Hillary ha riscattato il breve ed efficace ritornello del suo sposo che nel 1992, nel mezzo della recessione della presidenza di George W. Bush, lo ha portato alla vittoria: “it’s the economy, stupid”. Il suo facile consumo si deve a questa semplicità che capisce la generazione McDonald.

Hillary Clinton è figlia di un uomo e di una donna ma, malgrado quello che possa dire la psicoanalisi, tutti la vedono come una donna, and period. Barack Obama è figlio di una bianca e di un nero, ma è nero punto e basta. Quest’ultimo si deduce da tutto il linguaggio che viene impiegato nei mezzi di comunicazione e all’interno della popolazione. Nessuno ha osservato qualcosa di tanto ovvio come il fatto che possa essere considerato tanto bianco quanto nero, se si ammettono quelle categorie arbitrarie. Ciò rappresenta la stessa difficoltà che si ha nel vedere la mescolanza di culture nel famoso “melting pot”: gli elementi vengono mescolati, ma non si mescolano. Dalla fusione di rame e stagno non nasce il bronzo, ma rame e stagno. Si è bianco o si è nero. Si è ispano-americano o si è asiatico. Chi ne è danneggiato è John Edwards, un  talentuoso uomo bianco che è venuto fuori dalla povertà e sembra non averla dimenticata, ma non ha nulla di politicamente corretto per essere affascinante. Non è neppure brutto o maleducato, qualcosa che possa muovere un pubblico compassionevole.

Ma le parole possono e in politica quasi sempre lo fanno, creano la realtà opposta: Hillry Clinton ha detto pochi giorni fa, in Carolina del Sud, che amava queste primarie perché sembra che verrà nominato un afro-americano o una donna e nessuno perderà neppure un solo voto a causa del suo genere, qui si evita la parola “sesso”, o della sua razza (��I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender”). Ragione per la quale Obama parla alle donne e Hillary agli afro-americani. Ragione per la quale, la Florida e la California, due degli stati più ispano-americani dell’Unione faranno resistenza ad appoggiare Obama, il rappresentante dell’altra minoranza.

Così, mentre abitudinariamente si è passati a disprezzare la qualifica di “politicamente corretto”, nessuno vuole smettere di esserlo. I dibattiti delle elezioni 2008 mi ricordano la Scatoletta Felice di McDonald. Tanto spreco di allegria, felicità, sorrisi allegri non necessariamente significano salute. La Segretaria di Stato della più grande potenza mondiale è una donna nera. Da tempo, una donna afro-americana ha più influenza su vasti paesi di milioni di uomini bianchi. Ciononostante, la popolazione nera degli Stati Uniti, come quella di molti paesi latinoamericani, non è ancora proporzionalmente rappresentata all’ interno delle classi alte, nelle università e nei parlamenti mentre la sua rappresentanza è eccessiva nei quartieri più poveri e nelle carceri dove competono a morte con gli ispano-americani a causa dell’egemonia di questo dubbioso regno.

Jorge Majfud

Tradotto da  Giorgia Guidi

Hillary e Barack: gênero e raça

Branco x Negro = Negro

O centro dos debates no interior do partido Democrata dos Estados Unidos é um caso interessante, seja qual for seu resultado, significará uma mudança relativa. Não é nenhuma surpresa para aqueles que o observaram a partir de uma perspectiva histórica. Sem dúvida, o triunfo mais provável de Hillary Clinton não será tão significativo como seria o de Obama. Não são o gênero ou a raça que os separam tanto, mas sim um abismo entre gerações. Uma, representante de um passado hegemônico; a outra, representante de uma juventude um pouco mais crítica e desiludida. Uma geração, acredito, que operará mudanças importantes na década seguinte.

Entretanto, em essência, o que ainda não mudou radicalmente são os velhos problemas raciais e de gênero. O centro e, sobretudo, o fundo dos debates foram: gender or race, ao mesmo tempo em que se afirma o contrário. É significativo que, em meio a uma crise econômica e de temores à recessão, as discussões mais acaloradas não sejam sobre economia, mas sobre gênero e raça. Na potência econômica que, por sua economia, dominou ou influiu na vida de quase todos os países do mundo, a economia quase nunca foi o tema central, como pode ocorrer em países como os latino-americanos.

Igualmente, entendo que o desinteresse pela política é próprio da população de uma potência política global. Quando existem déficit fiscal ou quedas do PIB, ou debilitamento do dólar, os mais conservadores sempre acenam com seus temas favoritos: a ameaça exterior, a guerra da vez, a defesa da família – a negação de direitos civis aos casais de mesmo sexo – e, em geral, a defesa dos  “valores”, isto é, os valores morais segundo suas próprias interpretações e conveniências.

Mas, agora, as mais recentes pesquisas de opinião indicam que a economia passou a ser um dos assuntos principais que chamam a atenção da população. Isto acontece sempre que a máquina econômica se aproxima de uma recessão. Contudo, os candidatos à presidência temem se desprender demasiadamente do discurso conservador. Talvez Obama tenha ido um pouco mais longe nesse descolamento, criticando o abuso da religião e certo tipo de patriotismo, enquanto Hillary resgatou o breve e eficaz estribilho de seu esposo que o levou à vitória em 1992, em plena recessão da presidência de George H. Bush: “É a economia, estúpido”. Seu consumo fácil deve-se a essa singeleza que a geração McDonald compreende.

Hillary Clinton é filha de um homem e uma mulher, porém, apesar do que possa dizer a psicanálise, todos a vêem como uma mulher, and period. Barack Obama é filho de uma branca e um negro, mas é negro, e ponto. O último se deduz de toda a linguagem que é manejada nos meios e na população. Ninguém observou algo tão óbvio como o fato de que também ele pode ser considerado tão branco como negro, se é que cabem essas categorias arbitrárias. Isto representa a mesma dificuldade em ver a mescla de culturas no famoso “melting pot”: os elementos estão misturados, mas não se mesclam. Da fundição de cobre e estanho não surge o bronze, mas cobre ou estanho. Se é branco ou se é negro. Se é hispano ou se é asiático. O prejudicado é John Edwards, um talentoso homem branco que saiu da pobreza e parece não esquecê-la, mas que não tem nada de politicamente correto para atrair. Nem sequer é feio ou mal educado, algo que se dirija a um público compassivo.

Mas as palavras podem – e na política quase sempre o fazem – criar a realidade oposta: Hillary Clinton disse há poucos dias, na Carolina do Sul, que amava estas primárias porque parece que se nomeará a um afro-americano ou a uma mulher, e nenhum vai perder nem um só voto por seu gênero – aqui a palavra “sexo” é evitada – ou por sua raça (“I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender”). Razão pela qual Obama fala às mulheres e Clinton aos afro-americanos. Razão pela qual a Flórida e a Califórnia – dois dos estados mais hispânicos da União – resistirão a apoiar Obama, o representante de outra minoria.

Assim, embora o hábito tenha passado a depreciar a qualificação de “politicamente correto”, ninguém quer deixar de sê-lo. Os debates das eleições 2008 lembram-me do lanche Feliz do McDonalds. Tanto esbanjamento de alegria, de felicidade, de sorrisos alegres, não necessariamente significam saúde. A Secretária de Estado da maior potência mundial é uma mulher negra. Há anos, uma mulher afro-americana tem mais influência sobre vastos países que milhões de homens brancos. Mesmo assim, a população negra dos Estados Unidos – como a de muitos países latino-americanos – continua sem estar proporcionalmente representada nas classes altas, nas universidades e nos parlamentos, enquanto que sua representação é excessiva nos bairros mais pobres e nas prisões onde competem à morte com os hispanos pela hegemonia nesse duvidoso reino.

Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Branco x Negro = Negro

Tradução: Naila Freitas/Verso Tradutores

Hillary Clinton é filha de um homem e de uma mulher, mas, apesar do que possa dizer a psicanálise, é vista por todos como uma mulher, e ponto. Barack Obama é filho de uma branca e de um negro, mas é negro e ponto. A análise é de Jorge Majfud, da Universidade da Geórgia (EUA).

O centro dos debates nas internas do Partido Democrata dos Estados Unidos é um caso interessante e seja qual for seu resultado, vai significar uma mudança relativa. Não é nenhuma surpresa para aqueles que estão vendo tudo a partir de uma perspectiva histórica. Não há dúvida de que o mais provável triunfo de Hillary Clinton não vai ser tão significativo quanto pode vir a ser o de Obama. O que separa os dois não é tanto o gênero ou a raça, mas a geração que cada um representa. Uma, representante de um passado hegemônico; a outra, representante de uma juventude um pouco mais crítica e desenganada. Esta última, uma geração, eu acho, que fará mudanças importantes na próxima década.

Contudo, no fundo o que ainda não mudou radicalmente são os velhos problemas raciais e de gênero. O centro, e principalmente o fundo, dos debates têm sido isso: gender or race, ao mesmo tempo que se afirma o contrário. É significativo ver que no meio de uma crise econômica e dos temores por uma recessão, as discussões mais exaltadas não são sobre economia, mas sobre gênero e raça. Na potência econômica que, justamente devido à sua economia, vem dominando ou influenciando a vida de quase todo o mundo, a economia quase nunca tem sido o tema central, como pode ser em países como os latino-americanos. De qualquer modo, entendo que a falta de interesse pela política é algo próprio da população de uma potência política de nível mundial.

Quando ocorre um déficit fiscal, ou uma queda no PIB, ou um enfraquecimento do dólar, os mais conservadores sempre tiram da manga seus temas favoritos: a ameaça exterior, a guerra do momento, a defesa da família —a negociação de direitos civis para os casais de mesmo sexo— e, em geral, a defesa dos «valores», ou seja, dos valores morais segundo suas próprias interpretações e conveniências. Mas agora, as mais recentes pesquisas de opinião indicam que a economia passou a ser um dos principais temas de atenção para a população. Isto acontece cada vez que a máquina econômica está próxima de uma recessão. Contudo, os candidatos à presidência temem largar cedo demais o discurso conservador.

Talvez Obama tenha ido um pouco mais longe nesse caminho quando critica o abuso da religião e um certo tipo de patriotismo, enquanto Hillary resgatou o breve e eficaz slogan de seu esposo, que em 1992, no meio da recessão do período presidencial de George H. Bush, serviu para levá-lo à vitória: «it’s the economy, stupid». É consumido com tanta facilidade por ter essa simplicidade que a geração McDonald’s entende.

Hillary Clinton é filha de um homem e de uma mulher, mas, apesar do que possa dizer a psicanálise, é vista por todos como uma mulher, e ponto. Barack Obama é filho de uma branca e de um negro, mas é negro e ponto. Isto é o que se deduz de toda a linguagem da mídia e da população. Ninguém observou até agora algo tão óbvio quanto o fato de que ele poderia ser considerado tanto branco quanto negro, se é que cabem essas categorias arbitrárias. Isto apresenta a mesma dificuldade que ver a mistura de culturas no famoso «melting pot»: os elementos estão embaralhados, mas não de misturam. Da fundição do cobre e do estanho não surge o bronze, mas cobre ou estanho. Se é branco ou se é negro. Se é hispano o se é asiático. Quem sai prejudicado é John Edwards, um talentoso homem branco que saiu da pobreza mas não parece ter esquecido dela, mas que não tem nada politicamente correto para atrair votos. Nem sequer é feio ou mal-educado, nada que possa mobilizar um público compassivo.

Mas as palavras podem — e na política quase sempre fazem isso — criar a realidade oposta: Hillary Clinton disse há poucos dias, na Carolina do Sul, que amava estas primárias porque ao que parece será escolhido um afro-americano ou uma mulher e nenhum dois dois irá perder um só voto devido ao seu gênero —aqui ela evita a palavra «sexo»— ou pela sua raça («I love this primary because it looks like we are going to nominate an African-American man or a woman and they aren’t going to lose any votes because of their race or gender»). Razão pela qual Obama fala para as mulheres e Clinton para os afro-americanos. Razão pela qual a Flórida e a Califórnia — dois dos estados mais hispanos da União — irão resistir a apoiar Obama, o representante da outra minoria.

Assim, enquanto o costume passou a desprezar o «politicamente correto», ninguém quer deixar de sê-lo. Os debates das eleições de 2008 me lembram o McLanche Feliz do McDonald’s: tanto esbanjar alegria, felicidade e sorrisos alegres não necessariamente significa saúde. A Secretária de Estado da maior potência mundial é uma mulher negra. Há muitos anos que uma mulher afro-americana tem mais influência sobre vastos países do que milhões de homens brancos. Contudo, a população negra dos Estados Unidos —assim como a de muitos países latino-americanos— continua não estando proporcionalmente representada nas classes mais altas, nas universidades e nos parlamentos, ao mesmo tempo que sua representação é excessiva nos bairros mais pobres e nas cadeias, onde competem até a morte com os hispanos pela hegemonia desse duvidoso reino.

Jorge Majfud, The University of Georgia .

Tradução: Naila Freitas/Verso Tradutores

Barack Hussein Obama: ¿las palabras pueden?

En un reciente debate emitido por CNN entre los candidatos demócratas, una Hillary Clinton ofuscada, quizás por su derrota dos días antes en las preliminares de Iowa, reprochó a los demás candidatos de abusar de la palabra “cambio”. Lo significativo es que esta palabra es la preferida también por los republicanos, al igual que la frase “enough is enough” (“ya basta”). John Edwards también insistió, como lo ha hecho desde el 2004, que ningún cambio es posible hasta que no se quiebre el poder de los grandes lobbys que dominan el poder político y la economía de este país. Estas corporaciones “nunca renunciarán voluntariamente al poder, y todos lo que piensan así viven en el País de Nunca Jamás”. (They “won’t voluntarily give the power away and those who think so are living in Neverland!”.) En gran parte, quien es aludido de vivir en Nerverland –como Michael Jackson y Peter Pan– es Barack Obama.

Pero el error de Edwards, Richardson y Clinton radica en no entender que la política, especialmente la política norteamericana, no se mueve según argumentos, razonamientos o datos. Éstos sólo sirven para legitimar un deseo popular o una acción de gobierno. Como lo anotamos en otro ensayo, son los estados de ánimo el motor de los electores. Si hay un candidato que representa una fuerte esperanza de ser o de estar –motivada por el miedo o por el cansancio–, más allá de cualquier realidad, ése será el vencedor. Si ese candidato es capaz de hacer volar a sus electores como Peter Pan en Neverland, no sólo resultará vencedor, sino que Neverland terminará por imponerse como el paradigma de la realidad y el pragmatismo. No hay nada más poderoso que la imaginación. Lo mismo ocurrió con el imperio islámico, movido por una fe radical que habían perdido los romanos, y con otros imperios, como el español –al principio inferior cultural y militarmente al imperio musulmán– que surgió por la fuerza de la creencia en su destino celestial, contra los musulmanes y los aztecas, y cayó por la burocratización de esa misma fe. Esto será así por unas décadas más, hasta que la sociedad global madure su perfil multipolar.

“No basta con repetirlo –dijo la senadora Clinton–; hay que saber hacerlo. Y para saber quién puede hacerlo se debe ver la experiencia y el historial de cada candidato. (“Change is just a word if you don’t have the strength and experience to actually make it happen”.) La observación iba dirigida, no sólo con la mirada de un rostro rígido y sin paciencia, sino por la repetida alusión al senador de Illinois, Barack Obama, de no tener experiencia política necesaria para gobernar. Obama se mostró débil en esta oportunidad, con ideas un poco vagas. Hubiese bastado con recordar que al ahora atacado presidente le había sobrado experiencia desde el principio. A diferencia de John Edwards, que insistió apasionadamente con cifras sobre la catástrofe del gobierno del presidente Bush, Obama se limitó a insistir en los aspectos positivos de un “nuevo comienzo”. Respondiendo a la senadora Clinton, titubeó unas palabras que al principio pudieron sonar “políticamente inconvenientes”. Cuando lo correcto y tradicional es asociarse al prestigio los “hechos” y las “acciones”, tal vez porque no tenía la experiencia del gobernador hispano de Nuevo México, Bill Richardson, para responder a la senadora; Obama balbuceó unas palabras que en principio pudieron sonar débiles, pero que la realidad de la voluntad popular está confirmando como su mayor fuerza: “Las palabras valen –dijo–; con las palabras se puede cambiar esta realidad”.

Esta expresión me recordó el reciente libro colectivo de la Unicef Las palabras pueden, en el cual fuimos invitados a participar. Muchas veces insistí, tal vez por mi doble experiencia de arquitecto y escritor, que la realidad está hecha más con palabras que con ladrillos. Esta afirmación se debía al aspecto negativo de las palabras organizadas en las narraciones sociales de una cultura hegemónica: me refería a las palabras del poder, a la manipulación ideológica, a lo “políticamente correcto”, a los clichés, a los ideoléxicos, etcétera. Sin embargo, por otro lado, podemos ver su aspecto positivo o, al menos, optimista: con las palabras se puede cambiar el mundo. Es demasiado optimista pero no del todo utópico. Esta confianza en las palabras puede ser más propia de nuestro amigo Eduardo Galeano, pero nunca pensamos escucharla en un candidato serio a la presidencia de Estados Unidos en su sentido de cambio, de (tibia) rebelión. Primero por la historia político partidaria y geopolítica de este país. Luego por la excesiva confianza de la cultura angloamericana en los “hechos” y su menosprecio por las “palabras”, las ideas y todo lo que proceda del lado intelectual del ser humano.

Estados Unidos está a un paso de un cambio significativo. Como previmos, este cambio, en medio de una marea conservadora que lleva 30 años, puede producirse en la próxima década. Y este es el año crucial.

Lo más probable es que un candidato demócrata se lleve la presidencia. Hace cuatro años pensé que sería una mujer, Hillary. Como es casi la norma, una mujer hija o esposa de algún prestigioso ex gobernante, como ha sido la norma hasta ahora. Desde hace un buen tiempo pensamos que ese presidente puede ser Obama. Aunque el poder destruye cualquier cambio significativo, podemos pensar que de todos los candidatos, salvo el disidente republicano Ron Paul –con un sorprendente apoyo que casi iguala al obtenido por Rudy Giuliani, pero lejos de llegar a la presidencia–, Barack Obama es quien mejor representa ese posible cambio y, más, es quien mejor está habilitado para encarnarlo. No a pesar de su escasa experiencia, sino por eso mismo.

Barack Hussein Obama parece ser un candidato marcado por un fuerte y hasta paradójico simbolismo. Su nombre no lo beneficia, a no ser por una radical interpretación psicoanalítica (que también se dio en la Reconquista ibérica): recuerda fonéticamente tres veces a personajes musulmanes, un presidente, un dictador y la obsesión número uno de este país. Por otro lado, si en los siglos anteriores era común que el patrón blanco embarazara a la sirvienta negra, Obama es producto de una simetría. No es descendiente de esclavos africanos, sino el hijo de un musulmán negro de Kenia y una laica blanca de Missouri. La peor combinación para los influyentes conservadores. Nació en Honolulu, cuando sus padres estudiaban en la universidad, y se crió en Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo. No fue amamantado por nodrizas negras sino por una familia blanca, típica clase madia norteamericana, luego de la separación de sus padres. Obama es un universitario exitoso, según los cánones actuales; abogado y conferencista. Es, en el fondo, no sólo un ejemplo para la minoría negra norteamericana, sino para la blanca también: representa el paradigma del despojado, del Moisés nacido en desventaja que se encumbra en lo más alto de la pirámide política-económica de un pueblo.

Pero por esto mismo también representa la mayor amenaza para el ala conservadora de esta sociedad, que es la que retiene el mayor poder económico y sectario, aquel que nunca saldrá a la luz sino como meras especulaciones o bajo etiquetas como “teorías de la conspiración”.

Obama se ha opuesto desde el principio a la guerra de Irak, ha dicho que se entrevistaría con Fidel Castro, que socializaría la salud y otros servicios, además de una larga lista de manifestaciones de voluntad políticamente incorrectas que poco a poco comienzan a ser premiadas ante la mirada atónita de los radicales y hasta de los más moderados neocons, acostumbrados al poder. La acusación de vivir en Neverland puede terminar emocionalmente asociándolo al consolidado precepto de “I have a dream” de Martin Luther King.

Tal vez Obama triunfe en las internas demócratas. Si lo hace, más fácil le resultará vencer a los republicanos y llegar a la presidencia. Tal vez impulse esos cambios que, tarde o temprano llagarán a este país. Ojalá no alcance el mismo destino trágico de John F. Kennedy o del otro soñador negro.

© Jorge Majfud

Athens, enero 2008

La sociedad amurallada

Con el paso de los años, y gracias a una atenta observación de sus clientes, el doctor Salvador Uriburu había descubierto que la mayoría de la población de Calataid carecía del origen europeo que alardeaba. En sus ojos, en sus manos, persistían los esclavos nígros que repararon las murallas en el siglo IX y seguramente los más antiguos esclavos que construyeron las cisternas en tiempos de Garama. En sus gestos rituales persistían los seguidores de Kahina, la sacerdotisa del desierto africano convertida al judaísmo antes de la llegada del islam. Dentro de la minoría blanca, también la diversidad era notable, pero había sido puesta en suspenso mientras estaban ocupados en considerarse la clase representativa (y fundadora) del pueblo. Los mismos ojos azules podían encontrarse detrás de unos párpados rusos o detrás de otros irlandeses; los mismos cabellos rubios podían cubrir un cráneo germano u otro gallego. ¿Cómo era posible -había escrito Salvador Uriburu- que un pueblo tan diverso fuese tan racista y, al mismo tiempo, desbordara tanto patriotismo, tanto amor fanático por una misma bandera? ¿Cómo se puede venerar el conjunto y al mismo tiempo despreciar las partes que lo conforman? Al menos que la veneración patriótica no sea otra cosa que la Mentira Necesaria que una de las partes alimenta para usar a las otras partes en beneficio propio.

En una de sus últimas apariciones públicas, en mayo de 1967, en la sala de notables del club Libertad, el doctor Uriburu había ensayado un ejercicio que molestó a los nuevos tradicionalistas, una vez que fueron capaces de descifrar el cuestionamiento. Salvador Uriburu había dibujado, en una pizarra negra, una serie de al menos 15 triángulos, círculos y cuadrados. Cuando preguntó a los presentes cuántos tipos de dibujos veían allí, todos estuvieron de acuerdo en que veían tres. Cuando les pidió que eligieran uno de esos tres tipos, todos eligieron el grupo de los triángulos, y el doctor volvió a preguntarles cuántos grupos veían en el grupo de triángulos. Todos dijeron que había, por lo menos, dos grupos: un grupo de triángulos isósceles y un grupo de triángulos rectángulos.

—Más o menos isósceles y más o menos rectángulos —dijo uno con perspicacia, advirtiendo que los dibujos no eran perfectos.

—Las figuras no son perfectas —confirmó Salvador Uriburu—, como los humanos. Y como los humanos todos vieron primero las diferencias, aquello que las figuras tenían de diferente, antes que ver lo que tenían en común.

—No es verdad —dijo alguien—, los triángulos tienen algo en común entre sí. Cada uno tiene tres lados, tres ángulos.

—También los círculos y los cuadrados tienen algo en común: todos son figuras geométricas. Pero nadie observó que también había un único grupo de dibujos, el grupo de las figuras geométricas.

Salvador Uriburu no puso nombres ni aclaró el ejemplo, como era su costumbre. A quien le caiga el sayo que se lo ponga. Pero después de meses de discutir la extraña y pedante exposición de las figuritas del doctor, el pastor George Ruth Guerrero llegó a la conclusión de que este tipo de pensamiento le venía al doctorcito de la secta de los humanistas y, seguramente, de los alumbrados.

—El grupo de las figuras geométricas —concluyó el pastor, con el índice erecto— representaba a la humanidad e cada grupo de figuras representaba una raza, una religión, una desviación e ansí sucesivamente. Los humanistas quieren facernos creer que la verdad no existe; que es igual la fe de los moros e de los judíos que la verdadera fe de los cristianos, la raza de los elegidos e la raza de los pecadores, la moral de nostros padres e la sodomía de los modernos, los vestidos de nostras mujeres e la desnudez impúdica de las nigerianas.

Lo acusaron de gnóstico. Se sabía, por rumores y por revistas llegadas de la Francia, que el Heterodoxo había conquistado el resto de Europa con una creencia insólita: la verdad no existía; cualquier herejía podía ser tomada como un sustituto de la verdadera fe y de la razón lógica. Y se decía que alguien intentaba introducir todo eso en Calataid.

La alusión fue directa, pero el doctor Uriburu no respondió. La última vez que entró en la sala de notables, en agosto de 1967, se esperaba que dijera que estaba a favor o en contra de esta superstición, que definiera, de una vez por todas, de qué lado estaba. En lugar de esto, salió con otra de sus figuras que no se correspondía con su profesión de científico, y mucho menos con la del creyente, lo que demostraba su irremediable descenso en el misticismo, en la secta de los alumbrados que, se decía, se reunía todos los jueves en una cámara desconocida de las antiguas cisternas.

—Una vez un hombre subió a una montaña de arena —dijo— y al llegar a la cumbre decidió que ésa era la única montaña del desierto. Sin embargo, enseguida advirtió que otros habían hecho lo mismo, desde otras cumbres. Entonces dijo que la suya, la que estaba bajo sus pies, era la verdadera. Otro hombre, tal vez una mujer, decidió bajar de su duna y subió a otra, y luego a otra, hasta que comprendió (quizás sobre la duna más alta) que las dunas eran muchas, infinitas para sus fuerzas. Entonces, cansado, dijo que el desierto no era una duna de arena en particular, sino todas las dunas juntas. Dijo que había unas dunas más altas y otras más pequeñas, que un solo puñado de arena, de cualquiera de ellas, no representaba a una duna en particular sino a todo el desierto, pero que ninguno, como ninguna de las dunas, era el desierto, completamente. También dijo que las dunas se movían, que aquella duna verdadera, que permitía la única perspectiva del desierto y de sí mima, cambiaba permanentemente de tamaño y de lugar, y que ignorarlo era parte inseparable de cualquier verdad única. A diferencia de otro caminante exhausto, este descubrimiento no lo llevó a negar la existencia de todas las dunas, sino la pretensión arbitraria de que sólo había una en la inmensidad del desierto. Negó que un puñado de arena tuviera menos valor y menos permanencia que aquella duna arbitraria y pretenciosa. Es decir, negó unas ideas y afirmó otras; no fue indiferente a la eterna búsqueda de la verdad. Y por eso fue igualmente perseguido en nombre del desierto, hasta que una tormenta de arena puso fin a la disputa.

Un silencio indescriptible siguió al nuevo enigma del doctor. Luego un murmullo reprimido llenó la sala. Alguien tomó la palabra para anunciar el final de la reunión y recordó la fecha de la próxima. Sonó la campana; todos se levantaron y salieron sin saludarlo. Sabía que también les molestaba que dudase de la tolerancia y de la libertad de Calataid, recurriendo a metáforas como si fuese una víctima de la Inquisición o viviese en tiempos del bárbaro Nerón.

Uriburu se quedó sentado, mirando por la ventana los viejos y rapaces que pasaban montando en bicicletas y no podían verlo, con las manos en los bolsillos de su saco, jugando con un puñado de arena. Perdió la razón veinte días después. Un extraño diagnóstico, de su puño y letra, concluía que Calataid padecía de “autismo social”. El autismo, decían sus libros, es producto del crecimiento acelerado del cerebro que, en lugar de aumentar la inteligencia, la reduce o la hace inútil debido a la presión de la masa encefálica contra las paredes del cráneo. Para el doctor Uriburu, más preocupado por la arqueología que por la biología, las murallas de Calataid habían provocado el mismo efecto con el crecimiento de su orgullo o de población. Por lo tanto, era inútil pretender curar a los individuos si la sociedad estaba enferma. De hecho, suponer que la sociedad y los individuos son dos cosas diferentes es un artificio de la vista y de la medicina, que identifica cuerpos, no espíritus. Y Calataid era incapaz de relacionar dos hechos diferentes con una explicación común. Más aún: era incapaz de reconocer su propia memoria, grabada escandalosamente en las piedras, en los vacíos húmedos de sus entrañas, y negada o encubierta por el más reciente invento de una tradición.

Jorge Majfud,

febrero 2003

Mémoire douce de la barbarie:

La prison de Liberté

Mes vieux amis ont toujours ri de ma mémoire quoique, avec les années, ils ont crû en prudence et m’ont gardé leur amitié. Le meilleur sentiment dont je suis redevable envers ma mémoire est la nostalgie. Une profonde nostalgie. D’entre le pire est l’inutile regret.

Les paradoxes du destin ont fait que j’eus à regretter les années de la dictature militaire dans mon pays; j’eus la malchance de croître et d’abandonner mon enfance à cette époque. Ce n’est pas à la barbarie que je dois être reconnaissant et qui paraît, du reste, l’éclairer, si ce n’était par l’illimitée nécessité humaine qui jamais ne se repose. Une fois, dans une classe de littérature au secondaire, nous demandions à la professeure pourquoi on ne parlait pas d’Onetti, étant donné qu’il avait reçu, deux années auparavant, le prix Cervantes d’Espagne, et que, il était un des classiques d’actualité de notre pays. La réponse, contondante, fut que Juan Carlos Onetti avait tout reçu de son pays – éducation, renommée, etc. –, et que par la suite il s’en était allé en exil parler en mal de son propre pays. Il n’est pas nécessaire de commenter de tels ex abrupto. Seulement on attend de quelqu’un qui s’est dédié à la littérature une vision moins étroite de l’existence. On suppose qu’une personne avec cet étrange métier a vécu plusieurs vies et a eu à sentir et à penser le monde à partir de d’autres prisons. Cependant, il n’en est pas ainsi; la nécessité n’est pas la simple carence de quelque chose, mais le résultat d’un long apprentissage, presque toujours basé sur la pratique. Si ce rappel occupe encore dans sa mémoire quelque espace, peut-être fait-il partie de son quota de regrets. J’ajouterai que cette professeure, selon mon jugement, n’était pas une mauvaise personne. Peut-être était-elle plus heureuse que les autres professeures de littérature que j’eus par la suite pendant des années. La seule chose qu’elles avaient en commun était une certaine sensualité, insoupçonnable, par la façon de se vêtir ou de parler.

A ce que je vois, c’est qu’il ne serait pas rare que quelqu’un pense, pendant que je signale que je grandis en des temps de dictature, que je lui suis reconnaissant, que je lui dois mon éducation et, peu s’en faut, la vie, et que par conséquent, je devrais lui témoigner quelque reconnaissance. Bien sûr que la réponse est non. Comme disait Borges – si souvent aveugle, mais non moins si souvent brillant – une personne naît où elle peut. A moi me revint de naître à un moment historique où la politique – ou, pour mieux dire, son antithèse: la barbarie – s’infiltrait par les fentes des portes et des fenêtres, jusqu’à détruire des familles entières. Une de celles-là fut, bien sûr, ma famille. Mais je ne vais pas entrer dans ceci maintenant.

Je ne peux éviter de rappeler cette nuit noire «la prison de Liberté», là en Uruguay. Avant, j’avais connu des dépôts moindres à l’occasion de visites que ma famille rendait à mon grand-père, Ursino Albernaz, le vieux rebelle, le révolutionnaire, le mouton noir d’une famille de paysans conservateurs. Mon grand-père avait été renié par sa première famille; il lui restait celle que lui-même avait construite et, sans le vouloir, détruite aussi. Il fut torturé par plusieurs «petits soldats de la patrie». Je passerai sous silence le nom de voisins, quoiqu’ils vivent encore et que je n’aie de preuves que la confession de mes êtres chéris, maintenant tous décédés; je dirai seulement que le célèbre “Nino” Govazzo fut d’entre ses lâches inquisiteurs. Quoique l’adjectif «lâche» est une redondance historique, car les dictatures ne soulignent aucun acte héroïque, ni de ses soldats et encore moins de ses généraux. Ni même ne purent en inventer; non seulement parce qu’elles manquaient d’imagination, mais parce que ni eux-mêmes ne se croyaient lorsqu’ils s’accrochaient des étoiles et des médailles à leurs uniformes, une après l’autre, jusqu’à se couvrir toute la poitrine de ferraille qu’ils portaient orgueilleusement dans les fêtes sociales. Il ne reste que le souvenir de la permanente et obsessive propagande détaillant les horreurs d’autrui. Ou les démonstrations d’amour des religieux partisans de Pinochet qui, dans les années 90’, défilaient avec les portraits des disparus sous le régime et montrant une légende qui disait : “Grâce à Dieu, ils sont morts”. (Récemment était ici à l’Université de Géorgie le célèbre Frederic Jameson qui, avec son habituel clin d’œil provocateur, rappela les coutumes narratives des empires, le plaisir du succès et de la torture : l’épique appartient aux vainqueurs pendant que le romantisme est le propre des perdants. Cependant, c’est ce dernier qui demeure. En Amérique Latine, il n’y eut même jamais une épique des vainqueurs. Qui peut imaginer un écrivain, si petit soit-il, repêchant quelque chose des misérables succès de nos Attila?)

De ces courses en enfer, mon grand-père en sortit avec une rotule claquée et quelques coups qui ne furent pas si démoralisateurs comme ceux dont dû souffrir son fils cadet, Caito, mort avant de voir la fin de ce qu’il appelait «les temps obscurs». Au début des années 70’, ils montèrent tous les deux au plus grand espace symbolique de la dictature : ils furent envoyés à la prison de Liberté.

Je me souviens de la prison de la Liberté à partir d’infinis points de vue. Pour nous les enfants qui allions là, le long voyage était une promenade, quoique nous devions toujours nous lever tôt pour ensuite attendre sur le côté d’une route, par nuits froides et pluvieuses. Attendre, toujours attendre sur la route, dans les terminaux d’omnibus, aux interminables postes de sécurité, dans les couloirs et les salles de tripotage. Enfants, nous ne pouvions imaginer que tout ce processus, en plus d’être épuisant, était humiliant. Cela nous sauvait l’innocence, ou la presque innocence, parce que je sus toujours ce que signifiait cela: c’était quelque chose dont nous ne pouvions parler. Des années plus tard, un de mes personnages nomma cette génération: “la génération du silence”, et je crois qu’il donna ses raisons, en plus de cela. Ce «silence» signifiait, pour moi, qu’il existait une contradiction tragique entre le discours officiel et ma propre vie. Dans l’humble école de Tacuarembó dans laquelle j’étais, cette école qui laissait dégoutter sur nos cahiers les jours de pluie, on nous parlait de la justice et de l’ordre pacifique qui régnaient sur le pays grâce aux Soldats de la Patrie. Des années plus tard, à l’école secondaire, on nous répétait encore que nous vivions en démocratie. Pendant que nous devions écouter et répéter tout cela sur la place publique, pendant les étés, dans une cuisine rurale de Colonie, rarement illuminée par une lanterne de mantille, j’écoutais les histoires de personnes inconnues au sujet d’hommes et de femmes jetés à partir d’avions dans le Rio de la Plata, un art de la dictature argentine. Quinze années plus tard, ce seraient ces mêmes confessions, de la part de l’ex-capitaine de navires Adolfo Scilingo, qui scandaliseraient le monde. Cela se passait en 1995, selon mes souvenirs; je lus cette nouvelle dans quelque pays d’Europe – par l’architecture ce pourrait être Prague -, ce qui me donna une idée de la suspecte innocence du monde et d’une bonne partie de notre société. Suite à Scilingo ou Tilingo (*), je me ravisai argumentant que tout cela avait été un «roman».

Si je libère ma mémoire à partir du premier «check point» qui a précédé l’entrée à la monstrueuse prison de Liberté, tout de suite me vient à la conscience des militaires de toutes parts portant des bottes noires, des femmes chargées de bourses, des enfants se plaignant du passage rapide de leurs mères, des malédictions en secret, des invocations à Dieu. Par la suite, un salon ressemblant à une station de train, gris, de tous côtés. Le ciel aussi gris et le plancher humide marqué par les bottes qui allaient et venaient. Un militaire à moustaches taillées et remplissant des formulaires et autorisant les gens à passer. Je ne sais pas pourquoi, il ressemblait à un Videla aux yeux clairs, aux lèvres serrées et à voix de commandement. Par la suite, une petite salle où d’autres militaires tâtaient les visiteurs. Puis, un chemin d’asphalte conduisant à un autre édifice. Une pièce sans fenêtre. Un portrait de José Artigas vêtu en lancier militaire. Plus tu attends, plus tu as envie d’aller aux toilettes et de ne pas pouvoir y aller. Une belle enfant qui me sourit parmi tout ce dégoût. Ses cheveux roux brillaient dans la pénombre de la petite salle. Mais, en ce qui me concerne, ce qui m’avait impressionné, c’était son regard, innocent (cela me revient maintenant), rempli de tendresse. Quelque chose d’improbable dans cet enfer.

A un certain moment, mon grand-père se leva et alla au téléphone parler à son fils. Une épaisse vitre les séparait. Ce même soir, ou bien un autre semblable, il lui avoua qu’il avait été là, en prison, où il s’était convertit en ce pour lequel il avait été emprisonné. Quelque temps plus tard, il me répéta aussi la même conviction : s’il était tombé injustement, maintenant, du moins, il avait une justification qui rendait toutes ses années de jeunesse plus supportables. Maintenant il avait une cause, une raison, quelque chose pour laquelle se sentir fier et racheté.

Par la suite les enfants continuèrent par une autre porte et sortirent dans une cour tendrement équipée de jeux d’enfants. L’oncle était là avec sa grosse moustache et son éternel sourire. Sa calvitie naissante et ses questions infantiles : “Comment ça va à l’école ?”. A mon côté, je me souviens de mon frère regardant d’une façon absorbée mon oncle et mon cousin plus âgé. M., s’éjectant d’un toboggan. Caíto l’attrapait, le remontait de nouveau et, à travers les cris de joie de M., en venait à lui demander : “Comment vont les papas?” “Alors, as-tu une fiancée?”

Mais nous, nous n’étions pas là pour cela. Je me rapprochai de l’oncle et lui dis, à voix très basse, afin que le gardien qui marchait par-là n’entende pas le message que j’avais pour lui. Il devint sérieux.

Par la suite, je me souviens de lui de l’autre côté d’une clôture barbelée, marchant en file indienne avec les autres prisonniers. J’avais envie de pleurer mais me contins. Mon cousin cria son nom et il fit comme s’il se touchait la nuque en bougeant les doigts. Je le vis s’éloigner, la tête inclinée vers le sol. L’oncle avait été torturé avec différentes techniques : ils l’avaient submergé plusieurs fois dans un ruisseau, traîné dans un champ couvert d’épines. Plus tard je sus que lorsqu’ils lui apportèrent son épouse elle se tira une balle dans le cœur . Mon frère et moi, ce jour de 1973 ou 1974, étions dans ce camp de Tacuarembó, jouant dans la cour près de la route. Lorsque nous entendîmes le coup de feu, nous allâmes voir ce qui arrivait. La tante Marta, que je connaissais à peine, était étendue sur un lit et une tache couvrait sa poitrine. Par la suite entrèrent des personnes que je ne pus reconnaître à une aussi grande distance et nous obligèrent à sortir. Mon frère aîné avait six ans et commença à se demander : “Pourquoi naissons-nous si nous devons mourir?” La maman, la grand-mère Joaquina, qui était une inébranlable chrétienne, celle que je ne vis jamais dans aucune église, dit que la mort n’est pas quelque chose de définitif mais seulement un passage pour le ciel. Excepté pour ceux qui s’enlèvent la vie

–Alors, la tante Marta n’ira pas au ciel?

–Peut-être que non – répondait ma grand-mère –, quoique cela personne ne le sait.

Il plaisait à un employé de mon père, de jouer avec les rimes, qu’il répétait chaque fois utilisant une seule voyelle :

Estaba la calavera

Sentada en un butaca

Y vino la muerte y le preguntó

Por qué estaba tan flaca? (**)

Lorsqu’elle arriva ici, son visage déformé par tant de «a» me rappelait la mort. La tante Marta était froide et morte. Plus tard j’eus un rêve qui se répéta souvent. Je gisais immobile mais conscient dans un sous-sol rempli de déchets. Quelqu’un, avec la voix de ma grand-mère disait : “Laisse-le, il est mort”. Alors, il était doublement abandonné : par moi-même et par les autres. Ce rêve, comme certains autres – quoique les critiques littéraires se plaisent à répéter que les rêves n’ont d’importance qu’à ceux qui les rêvent – sont transcrits, presque littéralement, dans mon premier roman. Mon frère et moi nous sûmes, par déduction secrète, pourquoi elle l’avait fait. Quoique maintenant je pense que personne ne peut culpabiliser personne d’un suicide sinon celui qui presse la gâchette ou qui se pend à un arbre. Ni même un dictateur. Laisser pour son propre suicide des lettres rendant responsable quelqu’un qui n’est pas présent à ce moment est de compléter la lâcheté de l’acte suprême d’évasion – et une preuve posthume de la manipulation des émotions d’autrui que la mort exerça ou voulut exercer de son vivant. Dans le cas de la tante Marta, ce ne fut pas un acte politique; elle fut seulement victime de la politique et de ses propres faiblesses.

L’oncle Caíto mourut peu de temps après être sortit de prison, en 1983, presque dix années plus tard, lorsqu’il avait 39 ans. Il était malade du cœur. Il mourut pour cette raison ou d’un inexplicable accident de moto, sur un chemin de terre, au milieu de la campagne.

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Février 2006

(*) “bête”

(**) Était la tête de mort

Assise sur un fauteuil

Et vint la mort et lui demanda

Pourquoi était-elle si maigre?

Traduit de l’Espagnol par : Pierre Trottier, mai 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

El miedo a la liberetad II

Carl Jung and Sigmund Freud Disagree on How to...

Image by ShellyS via Flickr

El miedo a la liberetad II

Entre curanderos y terapeutas

Una teoría razonable dice que las mujeres viven veinte años más allá de su última menstruación para poder criar a sus hijos. La naturaleza les ha negado el privilegio de parir un niño indefenso cuando su vida llegaba estadísticamente al final. Por alguna razón, no por piedad, esa misma naturaleza no les negó a las mujeres el placer del sexo más allá de su utilidad reproductiva. Por el contrario, se lo prolongó veinte, cuarenta años para complicar la teología de los conservadores ortodoxos que hablan a favor de la vida y de la naturaleza cuando condenan el placer y practican todo lo contrario a lo que conocía la naturaleza antes de que llegaran sus defensores.

Excepto por este tipo de compensaciones inútiles para la reproducción, es como si a la naturaleza no le importásemos como individuos, sino sólo como especie. Por eso nos hemos despegado de ella o nuestros artificios son producto de su propia evolución que aspira a superarse a sí misma, aun a riesgo de suicidarse por sus excesos. Somos o nos creemos individuos libres, más allá de la fatalidad de la biología. Pero esa libertad, por mínima que sea, es en potencia una palanca de Arquímedes, capaz de mover la Tierra. Por eso, porque la libertad no es una condición abstracta y absoluta y sólo se accede a través de la liberación de las condiciones que nos limitan (materiales y culturales), también se ha creado la cultura opuesta: la cultura de la opresión, de la opresión propia y de la opresión ajena.

En nuestro tiempo histórico pueden reconocerse varios logros humanistas en progreso, como la desobediencia de las masas, la progresiva igualación de los derechos humanos y la aceptación de la diversidad como acompañante de esta igualdad radical entre individuos. Pero también debe reconocerse la progresión de otras taras. Por ejemplo, nuestra cultura ha subestimado en una medida creciente e insoportable la voluntad del individuo, al mismo tiempo que ha hecho de la individualidad un ilusorio ídolo de barro. Tal vez se trate de un proceso dialéctico. Al mismo tiempo que la humanidad puja por su liberación social, al mismo tiempo se impone una idea panfletaria de la libertad. El individuo se convierte en un ente individualista, intoxicado por una sobredosis de discursos que apelan a la idea de su libertad. Así nos creemos libres, como un pájaro en el cielo que fatalmente sigue las rutas magnéticas de la migración.

La política partidaria en sus fines tradicionales tiende a eso. Aunque puede ser un instrumento (provisorio) de acción por la liberación, su constitución misma procura y exige la obediencia y la renuncia de la libertad –del poder– de los individuos que siguen a sus líderes.

En muchos aspectos, también la psicología dominante, la psicología populista ha planteado el problema así. Un médico, por lo general, no nos exige fe para curarnos una fractura o bajarnos el colesterol. Un curandero o un terapeuta sí (siempre habrá maravillosas excepciones). Si el curandero o el terapeuta fracasan, no se hacen responsables: el responsable es el paciente, el hombre o la mujer sin fe, el enfermo que se resiste a la cura. Esto es parte de una equívoca tradición cristiana. Lo cual, en última instancia lleva su verdad: la revolución interior, la cura final, radica en el individuo, en su propia responsabilidad, en su voluntad de libertad.

El problema es que la misma cultura dominante ha hecho de la voluntad una antigüedad. A los ladrones se los consideran enfermos, como a los alcohólicos y a los fumadores. Los enfermos o los diferentes que antes debían sufrir la persecución y la hoguera ahora son, indiscriminadamente víctimas, objetos o sujetos de compasión. Una cultura que considera enfermedad a cualquier conducta indeseada debería considerarse a sí misma una cultura enferma.

Como parte de la sociedad de consumo, proliferan las terapias para todo tipo y gusto bajo la bendición de lo “políticamente correcto”. Allí aparecen los Don Francisco –no niego su buen corazón– hablando con un señor que golpea a su mujer con tono compasivo: “Señor, usted está enfermo. Debe pedir ayuda. Debe asistir a una terapia”. Se dice en la televisión y todos aplauden, incluso el hombre que ha golpeado a su mujer por diez años, con lágrimas en los ojos. Si el hombre reconoce que es malo y acepta el disciplinamiento de una terapia, es redimido al estatus de héroe moderno, ejemplo de civilización. Y claro, en parte el método resulta. Lo bueno es que, como en la curandería, esta superstición funciona porque quien paga por el servicio siempre obtiene algo a cambio. El dinero ha reemplazado las hojas de tabaco y los sahumerios, y el señor o la señora especialista en corazones, desde su impresionante espacio chamánico, ha reemplazado al brujo o al cura que aliviaba y curaba los pecados con cien avemarías a cambio de la voluntad y la libertad del creyente.

Pero no importa. Seamos prácticos mientras tanto. Terapia para adelgazar, terapia para engordar, terapia de pareja para no separarse, terapia de pareja para separarse, terapia para sobrevivir a la terapia, terapias de cuarenta y cinco minutos para ser feliz al contado. Es nuestro tiempo y hay que jugar con las cartas que están sobre la mesa. El método resulta, aunque la cura sea un síntoma de la enfermedad. Resulta por lo mismo que fallamos todos: por olvidarnos que más que enfermo somos apenas indignos de un mínimo de voluntad para la libertad. Le pagamos a un extraño para que nos resuelva los problemas que no podemos resolver por falta de voluntad. ¿Usted fuma y no puede dejar de hacerlo? Mentira, señor, usted no quiere dejar de fumar y punto. ¿Usted es infiel, violento, jugador, ambicioso, avaro, sexomaniaco? Usted no está enfermo, usted es un cretino según los estándares de los últimos cinco mil años.

Claro que en un límite de irracionalidad un individuo deja de ser responsable de sus actos y se convierte en un enfermo. En ese caso necesita ayuda. La víctima suele compartir un grado de responsabilidad que alimenta al opresor, aunque la responsabilidad del opresor está multiplicada por la cuota de poder que sustenta. El problema es cuando tenemos una sociedad compuesta de entes que cada vez se declaran menos responsables de sus actos. Otro síntoma de la sociedad autista. Dividuos o individuos que pretenden resolverlo todo pagándole a un tercero para que alimente una enfermedad cultural con un alivio a sus propias debilidades.

Paradójicamente, las nuestras son sociedades que se vanaglorian de altos estándares de libertad. Pero una sociedad que niegue o subestime el valor de la voluntad del individuo también está enferma. Como decía el indio M. N. Roy (Radical Humanism, 1952), con un tono existencialista, sólo la libertad individual es real (“freedom is real only as individual freedom”). No hay plena liberación individual sin la progresiva liberación social, pero el objetivo de la sociedad y de su liberación sigue siendo la libertad de conciencia del individuo. Los humanistas no apostamos por la liberación budista o la del ermitaño, porque esa pretendida pureza del alma está sucia de egoísmo. Pero entre otras piedras que habrá que remover en el camino de la liberación social e individual, están las supersticiones modernas que renuevan el disciplinamiento de los individuos según opresivos clichés socialmente consagrados por la pereza intelectual. Es decir, dejar de movernos como obedientes rebaños. La sociedad de consumo le vende la idea de la libertad a cada oveja al mismo tiempo que no cree en ella. Como decía un personaje de Juan Goytisolo (Makbara, 1980), avanzando un eslogan publicitario: “Confiar su poder de decisión en nuestras propias manos será siempre la forma más segura de decidir por usted mismo”.

Jorge Majfud

Athens, enero 2008

Palabras que curan, palabras que matan

Desde el siglo anterior, se impuso la idea de que la palabra es la solución de todas las cosas. El diálogo se confundió con la discusión y la palabra se convirtió en sinónimo tiránico de “comunicación”. El silencio fue maldecido. Pocos se plantean la posibilidad de que el uso de la palabra pueda ser más útil y efectivo como veneno que como antídoto, como tortura que como placer. Pero la verdad sigue ahí, como decían los antiguos griegos, escondida darás de lo aparente. Ya nadie recuerda que en algún tiempo “sabiduría” y “silencio” eran sinónimos. Ahora, si este extremo asiático es insostenible en la práctica y en el pensamiento social, también debería serlo el extremo occidental de pretender abusar del recurso de la palabra. Ambos extremos son el mandala budista y el afiebrado proselitismo judeo-cristiano-musulán.

No sin paradoja, sigue siendo la palabra el instrumento para acusar a la palabra, a su uso indiscriminado. La palabra cura tanto como mata. La palabra, sirve para comunicar y para incomunicar, para develar y para ocultar, para liberar y para dominar. Desde que el psicoanálisis entronó la palabra a un nivel místico de curación científica, la palabra ha sufrido una progresiva devaluación por inflación. La confesión, que antes servía, entre otras cosas, como instrumento de dominación social a través del terror del individuo angustiado por el pecado sexual, renovó su superstición original de liberación de la culpa. Con la palabra creó Dios el mundo y por la palabra perdió la humanidad el Paraíso. Casi todas las grandes religiones se basan en el misterio de la palabra tanto como las filosofías que se oponen a ellas. Sobre todo, la palabra escrita se ha convertido hoy en campo de batalla entre la omnipresencia del poder y la resistencia del margen, en una lucha por no sucumbir en un mar infinito de palabras, producto de la estratégica inflación del mercado, y la revalorización de la palabra por algún tipo de razón: razón crítica, razón histórica, razón lógica o razón dialéctica.

Pero la razón nunca es un poder en sí mismo. De nada sirve razonar ante un paquidermo, ante el César o ante alguien que sufre los efectos de una droga poderosa. La razón no puede hacer nada sino ante quienes pueden hacer uso de ella y, además, están dispuestos a renunciar a la fuerza bruta de su interés propio. La razón necesita que la fuerza bruta renuncie a sus propias posibilidades para realizar esa otra superstición llamada “la fuerza de la razón”, ya que la razón no posee ninguna fuerza. Es falso decir que el teorema de Pitágoras posee una fuerza incontestable, ya que basta con que alguien diga que no es verdad y luego nos de con un palo en la cabeza para demostrarnos que la razón no tiene ninguna chance ante la fuerza bruta, que es la única y verdadera fuerza. Para que la razón tenga fuerza como para que una moneda tenga valor, es necesario que haya alguien más, aparte del interesado, que lo reconozca. ¿Qué valor tendría un Picasso en un mundo de ciegos o en el siglo XVI?

Ahora, ¿qué significa “tomar conciencia” sino advertir correctamente cuál elección nos beneficia? De aquí derivamos a dos posibilidades: si tomamos la opción de bajarle con un palo en la cabeza a quien pretende demostrarnos el teorema de Pitágoras, porque nos perjudica en las ganancias de otra fe, estamos actuando en beneficio propio. En principio, ese acto de barbarie sería una forma de “tomar de conciencia”. Pero cuando esa conciencia se amplía, puede surgir otro problema. Mi acto, a largo plazo, tendrá efectos negativos. Cuando sea más viejo y más débil alguien repetirá, por venganza o por buen ejemplo, mi acción. Es entonces que decido no bajarle un palo sobre la cabeza de mi adversario razonador. Eso comienza a llamarse “civilismo” o “cultura de la convivencia” que, en la tradición bíblica se conoce como la regla de oro: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti mismo”. Pero el egoísmo sobrevive, nada más que ahora ha tomado conciencia y se ha hecho más sutil y sofisticado, como un buen jugador de ajedrez que es capaz de sacrificar un peón para salvar una torre o viceversa, si ese movimiento incomprensible lleva a su adversario a un seguro jaque mate.

La primitiva prescripción cristiana de amar a los demás como a uno mismo, revela que, al menos como punto de partida, uno mismo es lo más importante y lo más amado de uno mismo. Sin embargo, la prescripción ya significa un cambio sobre la interesada “regla de oro” y una promesa de elevación: por este camino de renuncias la recompensa por el bien de un acto será el mismo bien del acto, hasta que olvidemos el origen egoísta del mismo acto de amor democrático. El egoísmo es un valor negativo en cualquier cultura. Excepto en la ideología ultracapitalista: está bien pisarle la cabeza a nuestra competencia porque eso favorece al conjunto, es decir, a nuestra competencia. Si le bajo un palo al razonador de Pitágoras le estaría haciendo un bien, ya que con eso me beneficio personalmente. Luego podré ejercitar el crédito de la compasión ofreciéndole una aspirina.

La idea utópica de algunos revolucionarios soñadores fue, por mucho tiempo, la creación de un “hombre nuevo”. En síntesis, este hombre estaría más allá de los actos egoístas y de la fiebre materialista por la cual se mide todo éxito. Evidentemente fracasaron. Pero como todo éxito y todo fracaso humano es siempre relativo. Aquellos soñadores, que en su desesperada necesidad de agarrarse de algo concreto se agarraron del marxismo, fueron derrotados por la fuerza del palo: el capitalismo demostró ser mejor productor de bienes materiales, aunque todavía no haya demostrado ser mejor productor de bienes morales. Pero no hay que confundir fracaso con derrota. El socialismo, y sobre todo esa parodia de socialismo que eran los países bajo la órbita de la Unión Soviética, fueron derrotados por un sistema mucho más efectivo creando capitales que, como ya lo sabían Pericles y Tucídides, es la base de cualquier triunfo militar. Triunfo que luego se transforma, por la fuerza de la repetición, en triunfo moral.

No obstante, la derrota de la utopía no ha sido un fracaso histórico ni la utopía era una propuesta imposible. La mayoría de los Derechos Humanos de los que se jactan los defensores del capitalismo no han surgido por el capitalismo mismo sino a pesar del capitalismo. La moral siempre viene corriendo detrás de los sistemas económicos: la abolición de la esclavitud, los derechos de la mujer y la educación universal eran antiguas proposiciones utópicas que no se impusieron en la práctica y en el discurso hasta después de la Revolución industrial, cuando el sistema exigía asalariados, más mano de obra en las industrias y en las oficinas y más obreros capaces de leer un manual o las señales de tránsito.

Pero quizás todavía podemos pensar que los seres humanos somos algo más que simples máquinas de producir riquezas y justificarlas con “valores morales” hechas a su medida.

En el siglo XX, la fuerza principal de dominación fue la fuerza de los ejércitos. El siglo XXI dista mucho de desembarazarse de esa maldición surgida en el Neolítico y perfeccionada en los dos últimos siglos. Sin embargo, si este lenguaje del poder persiste y se radicaliza, ello se debe a una reacción a una creciente fuerza histórica, durante siglos dormida: la fuerza de los individuos todavía integrante de “la masa”. Cuando esta fuerza se radicalice, los ejércitos ya nada podrán hacer. Hay dos áreas del tablero que están siendo conquistadas: los medios de creación de riqueza material y los medios de comunicación. La palabra seguirá curando y matando, pero ya no estará al servicio del poder de una minoría sedienta de oro y de sangre.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Noviembre 2007

Palavras que curam, palavras que matam

Por Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Desde o século anterior, afirmou-se a idéia de que a palavra é a solução de todas as coisas. O diálogo se confundiu com a discussão e a palavra se converteu em sinônimo tirânico de “comunicação”. O silêncio ficou maldito. Poucos se colocam a possibilidade de que o uso da palavra possa ser mais útil e efetivo como veneno que como antídoto, como tortura que como prazer. Já ninguém recorda que há algum tempo “sabedoria” e “silêncio” eram sinônimos. Agora, se este extremo asiático é insustentável na prática e no pensamento social, também deveria sê-lo no extremo ocidental de pretender abusar do recurso da palavra. Ambos extremos são a mandala budista e o febril proselitismo judeucristãomuçulmano.

Não sem paradoxo, a palavra segue sendo o instrumento para acusar a palavra, por seu uso indiscriminado. A palavra tanto cura como mata. A palavra serve para comunicar e para incomunicar, para desvelar e para ocultar, para libertar e para dominar. Desde que a psicanálise entronou a palavra em um nível místico de cura científica, a palavra sofreu uma progressiva desvalorização por inflação. A confissão, que antes servia, entre outras coisas, como instrumento de dominação social, através do terror do indivíduo angustiado pelo pecado sexual, renovou sua superstição original de libertação da culpa. Com a palavra, Deus criou o mundo e, pela palavra, a humanidade perdeu o Paraíso. Quase todas as grandes religiões baseiam-se no mistério da palavra, tanto como as filosofias que se opõem a elas. A palavra escrita, sobretudo, converteu-se hoje em campo de batalha entre a onipresença do poder e a resistência da margem, em uma luta para não sucumbir em um mar infinito de palavras, produto da estratégica inflação do mercado e a revalorização da palavra por algum tipo de razão: razão crítica, razão histórica, razão lógica ou razão dialética.

Mas a razão nunca é um poder em si mesmo. De nada serve raciocinar diante de um paquiderme, frente a César ou de alguém que sofre os efeitos de uma droga poderosa. A razão não pode fazer nada a não ser diante daqueles que podem fazer uso dela e, além disso, estejam dispostos a renunciar à força bruta de seu próprio interesse. A razão necessita que a força bruta renuncie às suas próprias possibilidades para realizar essa outra superstição chamada “a força da razão”, já que a razão não possui nenhuma força. É falso dizer que o teorema de Pitágoras possui uma força incontestável, já que basta que alguém diga que não é verdade e, depois, nos bata com um pau na cabeça para nos demonstrar que a razão não tem nenhuma chance contra a força bruta, que é a única e verdadeira força. Para que a razão tenha força para fazer com que uma moeda tenha valor, é necessário que haja alguém mais, além do interessado, que o reconheça. Que valor teria um Picasso em um mundo de cegos, ou no século XVI?

Agora, o que significa “tomar consciência” a não ser observar corretamente qual escolha nos beneficia? Daqui derivamos para duas possibilidades: se optamos por bater com um pau na cabeça de quem pretende nos demonstrar o teorema de Pitágoras, porque nos prejudica nos lucros de outra fé, estamos atuando em benefício próprio. Em princípio, este ato de barbárie seria uma forma de “ganho de consciência”. Mas, quando essa consciência se amplia, pode surgir outro problema. Meu ato, a longo prazo, terá efeitos negativos. Quando for mais velho e mais fraco, alguém repetirá minha ação, por vingança ou como bom exemplo. É então que decido não cair de pau sobre a cabeça de meu adversário explicador. Isso começa a se chamar de “civilidade” ou “cultura da convivência” que, na tradição bíblica, é conhecida como a “regra de ouro”: “não faças aos outros o que não queres que façam a ti mesmo”. Mas o egoísmo sobrevive, apenas agora tomou consciência e se fez mais sutil e sofisticado, como um bom jogador de xadrez que é capaz de sacrificar um peão para salvar uma torre ou vice-versa, se este movimento incompreensível leva seu adversário a um seguro xeque-mate.

A primitiva prescrição cristã de amar aos outros como a si próprio revela que, ao menos como ponto de partida, cada um é o mais importante e o mais amado por si próprio. Entretanto, a determinação já significa uma mudança sobre a interessada “regra de ouro” e uma promessa de elevação: por este caminho de renúncias, a recompensa pelo bem de um ato será o próprio bem do ato, até que esqueçamos a origem egoísta do amor democrático. O egoísmo é um valor negativo em qualquer cultura, exceto na ideologia ultracapitalista: está correto pisar a cabeça de nosso competidor porque isso favorece o conjunto, quer dizer, a nossa competição. Se bato com um pau no explicador de Pitágoras, estaria lhe fazendo um bem, já que com isso me beneficio pessoalmente. Depois poderei exercitar o crédito da compaixão lhe oferecendo uma aspirina.

A idéia utópica de alguns revolucionários sonhadores foi, por muito tempo, a criação de um “homem novo”. Em síntese, este homem estaria além dos atos egoístas e da febre materialista pela qual se mede todo o sucesso. Fracassaram, evidentemente. Mas, qualquer êxito e qualquer fracasso humano é sempre relativo. Aqueles sonhadores que, em sua desesperada necessidade de fixar-se em algo concreto, agarraram-se ao marxismo, foram derrotados pela força do porrete: o capitalismo demonstrou ser melhor produtor de bens materiais, embora ainda não tenha demonstrado ser melhor produtor de bens morais. Porém, não devemos confundir fracasso com derrota. O socialismo, e sobretudo esta paródia de socialismo que eram os países sob a órbita da  União Soviética, foram derrotados por um sistema muito mais efetivo, criando capitais que, como já o sabiam Péricles e Tucídides, é a base de qualquer triunfo militar. Triunfo que depois se transforma, pela força da repetição, em triunfo moral.

Não obstante, a derrota da utopia não foi um fracasso histórico, nem a utopia era uma proposta impossível. A maioria dos Direitos Humanos dos quais se jactam os defensores do capitalismo não surgiram do próprio capitalismo, mas apesar do capitalismo. A moral sempre vem correndo atrás dos sistemas econômicos: a abolição da escravatura, os direitos da mulher e a educação universal eram antigas proposições utópicas que não se impuseram na prática e no discurso até depois da Revolução Industrial, quando o sistema exigia assalariados, mais mão-de-obra nas indústrias e nos escritórios, e mais trabalhadores capazes de ler um manual ou os sinais de trânsito.

Mas, talvez ainda possamos pensar que os seres humanos somos algo mais que simples máquinas de produzir riquezas e justificá-las com “valores morais” feitas sob medida.

No século XX, a força principal de dominação foi a força dos exércitos. O século XXI ainda está muito distante de se livrar desta maldição surgida no Neolítico e aperfeiçoada nos dois últimos séculos. Entretanto, se a linguagem do poder persiste e se radicaliza, isso se deve à reação a uma crescente força histórica, durante séculos adormecida: a força dos indivíduos ainda integrante da “massa”. Quando essa força se radicalizar, os exércitos nada poderão fazer. Há duas zonas do tabuleiro que estão sendo conquistadas: os meios de criação de riqueza material e os meios de comunicação. A palavra seguirá curando e matando, mas já não estará a serviço do poder de uma minoria sedenta de ouro e de sangue.

La estética de la ética y la política de la neutralidad

La estética de la ética y la política de la neutralidad

En “La biblioteca de Babel” (El jardín de senderos que se bifurcan, 1941) Jorge Luis Borges logra una síntesis inquebrantable entre ensayo y ficción. Como cuento, el protagonista es una biblioteca infinita compuesta de hexágonos. Como ensayo, la idea central adelanta más de veinte años las afirmaciones del prematuramente envejecido pensamiento posmoderno. El discurso-narración es una afiebrada serie de especulaciones, ninguna de las cuales pretende predominar, al igual que la realidad infinita de los libros contenidos en ella. Sin embargo, de la misma forma que la biblioteca es infinita y niega cualquier centro espacial, está construida con valores constantes que pueden ser arbitrarios o significativos: el número de lados de los hexágonos, el número de páginas de cada libro —410—, el número constante de letras del alfabeto con el cual se multiplican infinitamente los textos —las interpretaciones—, etc. Este cuento-ensayo, construido con un entramado casi perfecto de especulaciones que se niegan a sí mismas, posee un centro: el escepticismo, imposibilidad de conocer el mundo. Y una justificación: la estética. La vana búsqueda de una posible verdad del mundo, “el universo (que otros llaman la Biblioteca)”, es representada con otro sustituto o metáfora: la histórica búsqueda de “un libro, acaso del catálogo de catálogos”. Jacques Derrida era un niño de diez años y Roland Barthes un joven que no había terminado aún sus estudios cuando Borges o el narrador especulaba: “yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí”. La intertextualidad en su más pura radicalidad se expresa en estas otras líneas: “cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página”. En una nota a pié de página lo confirma: “basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible”.

En “La Biblioteca de Babel” el Universo es un laberinto —textual— sin un centro, es decir, un caos estéticamente organizado —un mundo de apariencias que se duplican— donde todas las interpretaciones son posibles, menos la verdad, obsesiva e inútilmente buscada a lo largo de la historia; menos el mundo fuera del juego referencial del los textos.

Un ejemplo de literatura no-comprometida, “literatura esteticista” o “arte por el arte”, podría ser considerada gran parte de la obra de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares o Severo Sarduy. En todos parece predominar la ausencia del factor político y la confirmación de la estética pura. Pero no es casualidad que a esta dicotomía siga la formulación filosófica de presencia o ausencia del referente en el texto literario. Según Ariel Dorfman, a Borges no lo distingue del resto de los escritores del continente por la ausencia de lo americano en su literatura, sino que los otros “no necesitan inventar mundo eternos fuera de la realidad, porque lo eterno se encuentra dentro de lo real, lo social, lo histórico”. En cambio, Borges “prefiere enmascarar ese mundo, distorsionarlo, negar, borrar, olvidar”. La confirmación de una fe de los intelectuales comprometidos niega cualquier hedonismo nihilista. Incluso cuando revindica la sensualidad y el sexo, lo hará como respuesta a la desacralización del nihilismo, del materialismo, del consumismo erótico y simbólico del capitalismo tardío.

Por el contrario, la reivindicación del hedonismo en el cubano Severo Sarduy pretende significar una negación o la indiferencia a la dimensión política, social e histórica de la literatura. Ese hedonismo —como en Daiquiri (1980), por ejemplo— recae en un elemento tan metaliterario como cualquier otro significante: la sensualidad y las recurrentes referencias al placer sexual. Está de más decir que el sexo o el amor no son más ni menos literarios que un drama social o una revolución política. Roland Barthes, refiriéndose a Sarduy, va más allá y revindica este juego con pretensiones de pureza literaria. Según Barthes, hasta Mallarmé la literatura nunca había podido concebir “un significante libre, sobre el cual ya no pesara la censura del falso significado e intentar la experiencia de una escritura libre por fin de la represión histórica en que la mantenía los privilegios del “pensamiento”. Luego, de forma más explícita, se refiere a la obra de Sarduy: “En De donde son los cantantes, texto hedonista y por ello mismo revolucionario, vemos entonces desplegarse el gran tema propio del significante […] no hay nada que ver tras el lenguaje”. Quizás así se justifique la opinión de Barthes sobre los intelectuales, citada por Mario Benedetti: “ni siquiera Roland Barthes pudo evitar la seducción de lo negativo cuando considera que los intelectuales ‘son más bien el desecho de la sociedad’. Siempre la misma palabra: desecho”. Héctor Schmucler, en su prólogo a Para leer al pato Donald (1972), advierte que “la idea burguesa del trabajo intelectual como no productivo insiste por un lado en mantener la dicotomía consagrada por la división social del trabajo y, por otro, en marginarlo en los conflictos en la que necesariamente participa la producción de bienes materiales”.

Pero la idea de que “más allá de las palabras no hay nada” no es tanto una observación sobre un fenómeno sino una prescripción: si acepto esta idea como verdad, estaré modificando mi lectura sobre un texto particular o modificaré mis “hábitos de lectura”, es decir, el prejuicio inevitable con el cual siempre me acerco a un texto. Estaré así introduciendo un código concreto de lectura, una carta de navegación que me lleva a un puerto elegido por el cartógrafo y no por el navegante, pero sobre la idea de la libertad absoluta del navegante.

Aquella crítica posmoderna ha insistido en la idea de la muerte del autor (Ronald Barthes) y la consideración del texto como una red semiótica autoreferencial (Jacques Derrida). Como si estuviese contestando directamente a sus futuros críticos, otro francés, Jean-Paul Sartre, décadas antes en La responsabilité de l’écrivain (1946), había proclamado que “le mot est donc un véhicule d’idées”. Cuando la palabra cumple esa función la olvidamos. Cualquiera puede exponer la teoría de Descartes, utilizar las palabras que dan una perfecta idea sobre el cogito y nunca serán las mismas palabras que usó Descartes. Es decir —concluía Sastre— que son las palabras las que están al servicio de la idea. En otro momento Sartre complementó esta idea con lo que podría ser la respuesta a una lógica objeción: este razonamiento se aplica a la escritura filosófica, conceptual. En caso de la poesía, podemos considerar a la palabra como objeto y no como medio o instrumento. No obstante, aún cuando el Modernismo iberoamericano tomó esta bandera como reivindicación, sus esfuerzos por alejar el referente nunca lograron eliminarlo.

Eward Said, en The World, the Text, and the Critics (1983), contesta aquel pensamiento posmoderno que siguió a Sartre, acusándolo de haber creado una utopía del texto homogéneo, un “text connected serially seamlessly, and immediately only with other texts” . A esta idea dominante en la filosofía posmoderna, Said opone el concepto de “affiliation”, que es aquello que hace posible que el texto se mantenga como texto, implicado en una red de circunstancias tales como el estatus del autor, el acontecer histórico, las condiciones de escritura y publicación, los valores implícitos, etcétera. Por esta misma razón, la literatura no-comprometida podría entenderse como comprometida de hecho, por su funcionalidad social. Especialmente en nuestro tiempo la “literatura” como un agente cultural se ha vuelto cada vez más ciega a su real complicidad con el poder. Desde la perspectiva latinoamericana el problema era doble. Mario Benedetti, acusa que el continente ha sido repetidas veces colonizado por los imperios de turno; “algunos de nuestro críticos han sido colonizados por la lingüística. Una de las típicas funciones de éstos otros misioneros culturales ha sido la de reclutarnos para el ahistoricismo”.

Junto con la ideología de la muerte del autor y de lo extra-literario como realidad ontológica, se deriva la sobreestimación de la libertad del lector. Sin embargo, si algo significa la escritura es el intento de limitar la libertad del lector. Y si algo significa la lectura, es el reconocimiento de esos límites. Esto es más claro cuando entendemos un texto en su función comunicante. Pero sigue siendo válido cuando lo entendemos como un fenómeno puramente estético.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Enero 2008

https://www.alainet.org/es/articulo/124987

Inocencia del arte, ideología de la neutralidad

La idea de que el arte está más allá de toda realidad social se parece a la teología descarnada que proscribe interpretaciones políticas en la muerte de Jesús; o a las mitologías nacionalistas impuestas como sagrados valores universales; o a los templarios del idioma, que se escandalizan con la impureza ideológica de la lengua que usan los pueblos rebelados. En los tres casos, la reacción contra interpretaciones o deconstrucciones sociales, políticas e históricas tiene un mismo objetivo: la imposición social, política e histórica de sus propias ideologías. La misma “muerte de las ideologías” fue una de las ideologías más terribles ya que, al igual que los otros estados dictatoriales del status quo, presumía de pureza y de neutralidad.

En el caso del arte, dos ejemplos de esta ideología se tradujeron en la idea de “el arte por el arte”, en Europa, y del Modernismo en Hispanoamérica. Este último, si bien tuvo el mérito de reflexionar y practicar una visión nueva sobre los instrumentos de expresión, pronto se reveló como la “torre de marfil” que era. No sin paradoja, sus mayores representantes comenzaron cantándole a blancas princesas, inexistentes en el trópico, y terminaron convirtiéndose en las máximas figuras de la literatura comprometida del continente: Rubén Darío, José Martí, José E. Rodó, etc. Décadas más tarde, el mismo Alfonso Reyes reconocerá que en América latina no se puede hacer arte desde la torre de marfil, como en París. A lo sumo, en medio del realismo trágico se puede hacer realismo mágico.

Las torres de marfil nunca fueron construcciones indiferentes a la crudeza de la realidad del pueblo, sino formas nada neutrales de negación de la misma, por el lado de los artistas, y de consolidación de su estado, por el lado de las elites dominantes (políticamente dominantes, se entiende). Hay variaciones históricas: hoy la torre de marfil es una estratégica atalaya, un minarete o un campanario laico levantado por el mercado de consumo. El artista es menos el rey de su torre, pero su labor consiste en hacer creer que su arte es pura creación, incontaminada por las leyes del mercado o con la moral y la política hegemónica. Porque más que de contradicciones —como afirmaban los marxistas— el capitalismo tardío está construido de sutiles coherencias, de pensamiento único, etc. El capitalismo es consecuente con sus contradicciones.

La explicación de los más fieles consumidores de arte comercial es siempre la misma: buscan una forma sana de diversión que no esté contaminada de violencia o de política, todo eso que abunda en los informativos y en los escritores “difíciles”. Lo que nos recuerda que pocos partidos hay tan demagogos y populistas como el partido imperial del mercantilismo, con sus eternas promesas de juventud eterna, de satisfacción plena y de felicidad infinita. La idea de “diversión sana” lleva implícito el entendido de que la ficción fantástica o la ciencia ficción son géneros neutrales, aparte de la historia política del mundo y aparte de cualquier manipulación ideológica. Hay por lo menos cinco razones para este consenso: (1) también así pensaban grandes de la literatura, como Jorge Luis Borges; (2) escritores mediocres han confundido frecuentemente la profundidad o el compromiso del escritor con el panfleto político; (3) es lícito entender el arte desde esta perspectiva purista, porque el arte también es diversión y pasatiempo; (4) la idea de neutralidad es parte de la fuerza de una cultura hegemónica que es todo menos neutral; por último, (5) se confunde neutralidad con “valores dominantes” y a éstos con lo universal.

A partir de aquí, creo que es muy fácil advertir al menos dos grandes tipos de arte: (1) aquel que busca dis-traer, di-vertir. Es decir, aquel que procura “salirse del mundo”. Paradójicamente, la función de este tipo de arte es la inversa: el consumidor sale de su rutina laboral y entra en este tipo de ficción pasatista para recuperar energías. Una vez fuera de la sala onírica del cine, fuera del best-seller mágico, la obra no importa más que por su valor anecdótico. Es el olvido lo que importa: dentro de la obra se procura olvidar el mundo rutinario; al salir de la obra, se procura olvidar el problema planteado por la misma, ya que siempre es un problema inventado al comienzo (el muerto) y solucionado al final (el asesino era el mayordomo). Esta es la función del happy ending. Es una función socialmente reproductiva: reproduce la energía productiva y los valores del sistema que se sirve de ese individuo agotado por la rutina. La obra de arte cumple aquí la misma función que el prostíbulo y el autor es apenas la prostituta que cobra por el placer reparador.

Diferente es el tipo de arte problemático: no es confort lo que ofrece a quien entra en su territorio. No es olvido sino memoria lo que le reclama a quien sale de él. El lector, el espectador no olvidan lo expuesto en ese espacio estético porque el problema no ha sido solucionado. La gran obra no soluciona un problema porque no ha sido ella quien lo ha creado: es la exposición del problema existencial del individuo, lo que se llevará al salir de ella. Está claro que en un mundo consumista este tipo de arte no puede ser el prototipo ideal. Paradójicamente, la obra problemática es una implosión del autor-lector, una mirada hacia adentro que debería provocar una conciencia crítica en el exterior que lo rodea. La obra pasatista es lo inverso: es anestesia que impone el olvido del problema existencial reemplazándolo con la solución de un problema creado por la obra misma.

Quiero decir que, al reconocer las múltiples dimensiones y propósitos de una obra de arte —que incluye la diversión y el solo placer estético—, significa también reconocer las dimensiones ideológicas en cualquier producto cultural. Es decir, también una obra de “pura imaginación” está recargada de valores políticos, sociales, religiosos, económicos y morales. Bastaría con poner el ejemplo de la ciencia ficción en Julio Verne o de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares. La invención de Morel (1940) calificada por Borges como perfecta, es también la perfecta expresión de un escritor de la clase alta argentina que podía darse el lujo del cultivo de la imaginación más descarnada en medio de una sociedad convulsionada por “la década infame” (1930-1943) Un lujo y una necesidad para una clase que no quería ver más allá de su estrecho círculo llamado “universal”. ¿Qué hay más alejado de los problemas de la Argentina del momento que una isla perdida en medio del océano, con una máquina reproduciendo la nostalgia de una clase alta, hedonista por donde se la mire, con un individuo perseguido por la justicia que busca un Paraíso sin pobres y sin obreros? ¿Qué más alejado de un mundo en medio del holocausto de la Segunda Guerra mundial?

La libertad, quizás, sea la principal característica diferencial del arte. Y cuando esta libertad no le da vuelta la cara a la realidad trágica de su pueblo, entonces la característica se convierte en conciencia moral. La estética se reconcilia con la ética. La indiferencia nunca es neutral; sólo la ignorancia es neutral, pero resulta un problema ético y práctico promoverla en nombre de alguna virtud.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

The Terrible Innocence of Art

The idea that art exists beyond all social reality is similar to the disembodied theology that proscribes political interpretations of the death of Jesus; or to the nationalist mythologies imposed like sacred universal values; or the templars of language, who are scandalized by the ideological impurity of the language used by rebellious nations. In all three cases, the reaction against social, political and historical interpretations or deconstructions has the same objective: the social, political and historical imposition of their own ideologies. The very “death of ideologies” was one of the most terrible of ideologies since, just like the other dictatorial states of the status quo, it presumed its own purity and neutrality.

In the case of art, two examples of this ideology were translated in the idea of “art for art’s sake” in Europe, and in the Modernismo of Spanish America. This latter, although it had the merit of reflecting upon and practicing a new vision with regard to the instruments of expression, soon revealed itself to be the “ivory tower” that it was. Not without paradox, its greatest representatives began by singing the praises of white princesses, non-existent in the tropics, and ended up becoming the maximal figures of politically-engaged literature of the continent: Rubén Darío, José Martí, José Enrique Rodó, etc. Decades later, none other than Alfonso Reyes would recognize that in Latin America one cannot make art from the ivory tower, as in Paris. At most, in the midst of tragic realism one can make magical realism.

Ivory towers have never been constructions indifferent to the rawness of a people’s reality, but instead far from neutral forms of denial of that reality, on the artists’ side, and of consolidation of its state, on the side of the dominant elites (politically dominant, that is). There are historical variations: today the ivory tower is a watchtower strategy, a secular minaret or belltower raised by the consumer market. The artist is less the kind of his tower, but his labor consists in making believe that his art is pure creation, uncontaminated by the laws of the market or with hegemonic morality and politics. At the foot of the stock market tower run rivers of people, from one office to another, scaling in rapid elevators other glass towers in the name of progress, freedom, democracy and other products that spill from the communication towers. All of the towers raised with the same purpose. Because more than from contradictions – as the Marxists would assert – late capitalism is constructed from coherences, from standardized thought, etc. Capitalism is consistent with its contradictions.

The explanation of the most faithful consumers of commercial art is always the same: they seek a healthy form of entertainment that is not polluted by violence or politics, all that which abounds in the news media and in the “difficult” writers. Which reminds us that there are few political parties so demagogic and populist as the imperial party of commercialism, with its eternal promises of eternal youth, full satisfaction and infinite happiness. The idea of “healthy entertainment” carries an implicit understanding that fantasy and science fiction are neutral genres, separate from the political history of the world and separate from any ideological manipulation. There are at least five reasons for this consensus: 1) this is also the thinking of the literary greats, like Jorge Luis Borges; 2) mediocre writers frequently have confused the profundity or the commitment of the writer with the political pamphlet; 3) it is justifiable to understand art from this purist perspective, because art is also a form of entertainment and pastime; 4) the idea of neutrality is part of the strength of a hegemonic culture that is anything but neutral; lastly, 5) neutrality is confused with “dominant values” and the latter with universal values.

At this point, I believe that it is very easy to distinguish at least two major types of art: 1) that which seeks to distract, to divert attention (“divertir” means to entertain in Spanish). That is to say, that which seeks to “escape from the world.” Paradoxically, the function of this type of art is the inverse: the consumer departs from his work routine and enters into this kind of entertaining fiction in order to recuperate his energies. Once outside the oneiric lounge of the theater, outside the magical best-seller, the work of art no longer matters for more than its anecdotal value. It is the forgetting that matters: within the artwork one is able to forget the routine world; upon leaving the artwork, one is able to forget the problem presented by that work, since it is always a problem invented at the beginning (the murder) and solved at the end (the killer was the butler). This is the function of the happy ending. It is a socially reproductive function: it reproduces the productive energy and the values of the system that makes use of that individual worn out by routine. The work of art fulfills here the same function as the bordello and the author is little more than the prostitute who charges a fee for the reparative pleasure.

Different is the problematic type of art: it is not comfort that it offers to whomever enters into its territory. It is not forgetting but memory that it demands of he who leaves it. The reader, the viewer do not forget what is exhibited in that aesthetic space because the problem has not been solved. The great artwork does not solve a problem because the artwork is not the one who has created it: the exposition of the existential problem of the individual is what will lead to departure from it. Clearly in a consumerist world this type of art cannot be the ideal prototype. Paradoxically, the problematic artwork is an implosion of the author-reader, a gaze within that ought to provoke a critical awareness of one’s surroundings. The entertaining artwork is the inverse: it is anasthesia that imposes a forgetting of the existential problem, replacing it with the solution of a problem created by the artwork itself.

I mean to say that, recognizing the multiple dimensions and purposes of a work of art – which include entertainment and mere aesthetic pleasure – means also recognizing the ideological dimensions of any cultural product. That is to say, even a work of “pure imagination” is loaded with political, social, religious, economic and moral values. It would suffice to pose the example of the science fiction in Jules Verne or of the fantastical literature of Adolfo Bioy Casares. Morel’s Invention (1940), considered by Borges to be perfect, is also the perfect expression of a writer of the Argentine upper class who could allow himself the luxury of cultivating the starkest imagination in the midst of a society convulsed by the “infamous decade” (1930-1943). A luxury and a necessity for a class that did not want to see beyond its narrow so-called “universal” circle. What could be farther from the problems of the Argentina of the moment than a lost island in the middle of the ocean, with a machine reproducing the nostalgia of an unbelievably hedonistic upper class, with an individual pursued by justice who seeks a Paradise without poverty and without workers? What could be farther from from a world in the midst of the Holocaust of the Second World War?

Nevertheless, it is a great novel, which demonstrates that art, although it is not only aesthetics, is not only politics either, nor mere expression of the relations of power, nor mere morality, etc.

Freedom, perhaps, may be the main differential characteristic of art. And when this freedom does not turn its face away from the tragic reality of its people, then the characteristic turns into moral consciousness. Aesthetics is reconciled with ethics. Indifference is never neutral; only ignorance is neutral, but it proves to be an ethical and practical problem to promote ignorance in the name of some virtue.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La iglesia del Reverendo Dollar

Jesus Saves Peter from Drowning

Image by 【KSD Photography】 via Flickr

Jesús va en Rolls-Royce

a la iglesia del Reverendo Dollar

En un movimiento político algo inusual, el senador republicano por Iowa, Charles Grassley, ha iniciado una investigación sobre posibles malas prácticas económicas de los mayores televangelistas de Estados Unidos. De ahí se ha derivado al cuestionamiento sobre una práctica común en la mayoría de los países del continente: las iglesias están eximidas de pagar impuestos, mientras sus líderes, pastores y empresarios se vuelven cada día más ricos. Esta práctica de privilegio para las iglesias se ampara, en Estados Unidos y en América Latina, bajo el aceptado principio de libertad de religión. No está claro, sin embargo, por qué el pago de impuestos por parte de una iglesia podría significar un ataque a la libertad de culto. La prescripción de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios no corre en estos casos. Ni siquiera cuando el César es el pueblo mismo que debe trabajar para mantener estas fabulosas estructuras lucrativas.

En una reciente entrevista en vivo por CNN (7 de noviembre), Kyra Phillips y Don Lemon cuestionaron a nuestro vecino de College Park de Georgia, el multimillonario reverendo Creflo Dollar, por poseer dos Rolls-Royces, jets privados, casas y apartamentos de varios millones de dólares cada uno además de una iglesia multimillonaria enriquecida por las donaciones de ricos y pobres, muchos de ellos con serias dificultades económicas.

Estos ministerios califican como iglesias y no están obligados a llenar declaraciones de impuestos como sí deben hacerlo otras “non-profit organizations” (organizaciones sin fines de lucro). La tradición de justificar las riquezas materiales mientras se predica el desprendimiento de lo mundano para la salvación del alma es muy antigua. La Iglesia católica —con excepciones, como los teólogos de la liberación y otros “curas de barrio”— ha sido, desde hace mucho tiempo, especialista en la materia. En el caso de las megaiglesias protestantes, además de una práctica empresarial, la tradición está apoyada por la ética calvinista: la riqueza no es un obstáculo para entrar al Paraíso sino una prueba de las preferencias de Dios que ha resuelto castigar a los pobres por su pobreza. Este aspecto teológico es muy semejante al karma hindú y sus resultados sociales también: la moral de la casta alta es consumida, principalmente, por las castas más bajas. En todo caso, los pobres sirven para que los ricos ejerzan su compasión pagando periódicamente impuestos morales que más tarde servirán para financiar su retiro en el Paraíso.

Uno de los periodistas de Atlanta le recordó al reverendo Sólar la recomendación que hiciera Jesús al joven rico que fue a pedirle consejo, de desprenderse de sus bienes materiales para entrar al Reino de los cielos. Recomendación que terminó con la tristeza del hombre rico y la observación del Maestro sobre la dificultad que podía tener para entrar al Cielo, como la de un camello que quisiera pasar por el ojo de una aguja. No obstante, el reverendo Dólar razonó que si eso fuese exactamente así, ningún rico podría entrar al Paraíso. De este razonamiento se deduce que el Mesías debía estar bromeando o tal vez exageraba un poco. Está bien que el Hijo de Dios haya bajado a la tierra con un montón de utopías subversivas, pero tampoco era para tanto. Con la realidad no se puede.

Citando artículo y versículo correspondiente, el reverendo el reverendo recordó que, en realidad, Jesús había dicho que por cada cosa que uno se desprenda iba a recibir un premio multiplicado varias veces. Algunos pensamos que Jesús se refería aun premio moral o al Reino de los Cielos; no al Reino del Dinero. Pero siempre es tiempo de aprender. Por esta nueva razón teológica, según el Evangelio del Dinero, la riqueza de un hombre con fe —con fe en el Señor— significa que ha sido premiado por el Cielo por su hábito de desprenderse generosamente de una parte de sus posesiones. No otra es la lógica de la Bolsa de valores: quien invierte, se desprende de algo para multiplicarlo. Ningún empresario razonable espera invertir un dólar en Wall Street, en Amsterdam o en Shanghai y recibir un beso o el ascenso espiritual del que hablaba el Buda. Se espera recibir más de lo mismo: dinero, capitales, beneficios financieros. Aquí, los valores no son valores morales ni un bien es lo que se opone al mal.

En el siglo XVI invertir en indulgencias significaba que por unos cuantos florines de oro un violador podía obtener el perdón del Vaticano y, consecuentemente, el perdón de Dios. Más antiguo, y todavía en curso, es el lavado de la conciencia con el buen uso de la limosna. La institución de la limosna es fundamental, porque el desprendimiento debe ser voluntario y sin comprometer las ganancias. Como dicen muchos conservadores religiosos por televisión, con su eterna ansiedad proselitista, sólo así, por un acto de voluntad, se prueba la bondad del donante. Si la bondad pasa por el Estado, mediante el compulsivo cobro de impuestos a los ricos, esos elegidos de Dios, se comete un sacrilegio. Dios no puede distinguir quiénes pagan impuestos de buena gana y quiénes lo hacen con rencor. Tampoco puede Dios recibir en el Paraíso a toda la Humanidad. Así no se vale. El Paraíso es un resort VIP con acceso limitado, no un derecho democrático. Algunas iglesias, incluso, han definido el número exacto de miembros posibles. Como si en el día de la creación de la Humanidad, Dios se hubiese divertido imaginando un Infierno eterno donde arderían sus pequeñas creaciones, para regocijo de sus pocos preferidos que contemplarían desde las alturas semejante espectáculo de tortura colectiva o, peor, dando vuelta la cara al horrible destino de sus hermanos. No vamos a decir que necesitamos un Dios más humanista, porque se supone que hay Uno solo. No vamos a decirle a Dios lo que tiene que hacer. En todo caso, no haría mal una lectura más humanista de las Sagradas Escrituras para dejar de atribuirle conductas tan sectarias, materialistas y llenas de odio al creador de Todo.

El mexicano José Vasconcelos, fervoroso opositor de la hegemonía norteamericana, recordó en La raza cósmica (1925) una fiesta diplomática en Brasil: “Contrastó visiblemente la pobreza de la recepción americana con el lujo de otras recepciones; pero en honor a la verdad, a mí me parece admirable y digno de imitación el proceder yanqui, pues no tienen los Gobiernos el derecho de hacer derroches con el dinero del pueblo”. Sin embargo, así como Estados Unidos había sido fundado por revolucionarios que se oponían a la tradición monárquica y religiosa de Europa y ahora se identifica con los valores opuestos del conservadurismo ortodoxo, así también el original espíritu “republicano” que fue sinónimo de austeridad y democracia hoy representa la ostentación y el elitismo. Así también el cristianismo primitivo fue todo lo contrario al hoy triunfante cristianismo del emperador (San) Constantino.

Casi al final de la entrevista, el periodista le preguntó si pensaba que Jesús hubiese andado en un Rolls Royce, a lo que el reverendo Dólar contestó, con calma, algo así como: “Pienso que sí. ¿Por qué no? El Señor anduvo en un burro en el que ningún otro hombre antes había andado”.

Dejo al lector que descubra la lógica de este reverendo razonamiento teológico.

Jorge Majfud

The University of Georgia

November 2007

Jesus vai em um Rolls-Royce

à igreja do Reverendo Dollar

Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Em um movimento político pouco usual, o senador republicano por Iowa, Charles Grassley, iniciou uma investigação sobre possíveis práticas econômicas irregulares dos maiores telepastores dos Estados Unidos. Daí derivou-se o questionamento sobre um costume comum na maioria dos países do continente: as igrejas estão isentas de pagar impostos, enquanto seus líderes, pastores e empresários ficam cada dia mais ricos.

Este privilégio para as igrejas está ampardo, nos Estados Unidos e na América Latina, sob o aceito princípio de liberdade de religião. Não está claro, entretanto, porque o pagamento de impostos por uma igreja poderia significar um ataque à liberdade de culto. A prescrição de dar a César o que é de César e a Deus o que é de Deus não ocorre nesses casos. Nem sequer quando o César é o próprio povo que deve trabalhar para manter essas fabulosas estruturas lucrativas.

Em uma recente entrevista ao vivo por CNN (7 de novembro), Kyra Phillips e Don Lemon questionaram nosso vizinho de College Park, da Georgia, o multimilionário reverendo Creflo Dollar, por possuir dois Rolls-Royces, jatos privados, casas e apartamentos de vários milhões de dólares cada um, além de uma igreja multimilionária enriquecida pelas doações de ricos e pobres, muitos deles com sérias dificuldades econômicas.

Esses ministérios são qualificados como igrejas, e não estão obrigados a preencher declarações de impostos como sim devem fazê-lo outras non-profit organizations (organizações sem fins lucrativos). A tradição de justificar as riquezas materiais enquanto se predica o desprendimento do mundano para a salvação da alma é muito antiga. A Igreja católica tem sido — com exceções, como os teólogos da libertação e outros “padres de periferia”— há muito tempo, especialista na matéria.

No caso das mega-igrejas protestantes, além de uma prática empresarial, a tradição está apoiada pela ética calvinista: a riqueza não é um obstáculo para entrar no Paraíso, mas uma prova das preferências de Deus, que resolveu castigar os pobres por sua pobreza. Este aspecto teológico é muito semelhante ao karma hindu, e seus resultados sociais também: a moral da alta casta é consumida, principalmente, pelas castas mais baixas. Em todo o caso, os pobres servem para que os ricos exerçam sua compaixão pagando periodicamente impostos morais que, mais tarde, servirão para financiar seu descanso no Paraíso.

Um dos jornalistas de Atlanta recordou ao reverendo Dollar a recomendação que fez Jesus ao jovem rico que foi lhe pedir conselho, de se desprender de seus bens materiais para entrar no Reino dos Céus. Recomendação que terminou com a tristeza do homem rico e a observação do Mestre sobre a dificuldade que poderia ter para entrar no Céu, como a de um camelo que quisesse passar pelo buraco de uma agulha. Não obstante, o reverendo Dollar argumentou que se isso fosse exatamente assim, nenhum rico poderia entrar no Paraíso. Deste raciocínio se deduz que o Messias devia estar brincando ou talvez exagerasse um pouco. Está correto que o Filho de Deus baixou à terra com um montão de utopias subversivas, mas tampouco era para tanto. Com a realidade não se pode.

Citando artigo e versículo correspondente, o reverendo recordou que, na realidade, Jesus havia dito que para cada coisa que a pessoa se desprendesse receberia um prêmio multiplicado várias vezes. Alguns pensamos que Jesus se referia ainda a um prêmio moral ou ao Reino dos Céus; não ao Reino do Dinheiro. Mas sempre é tempo de aprender. Por essa nova razão teológica, segundo o Evangelho do Dinheiro, a riqueza de um homem com fé — com fé no Senhor — significa que foi premiado por seu hábito de se desprender generosamente de uma parte de suas posses. Não outra é a lógica da Bolsa de Valores: quem investe, separa-se de algo para multiplicá-lo. Nenhum empresário razoável espera investir um dólar em Wall Street, em Amsterdã ou em Xangai para receber um beijo ou a ascensão espiritual de que falava o Buda. Espera-se receber mais do mesmo: dinheiro, capitais, lucros financeiros. Aqui, os valores não são valores morais, nem um bem é o que se opõe ao mal.

No século XVI, investir em indulgências significava que por alguns florins de ouro um violador podia obter o perdão do Vaticano e, conseqüentemente, o perdão de Deus. Mais antigo, e em curso, é a lavagem da consciência com o bom uso da esmola. A instituição da esmola é fundamental, porque o desprendimento deve ser voluntário e sem comprometer os ganhos. Como dizem muitos conservadores religiosos pela televisão, com sua eterna ansiedade proselitista, só assim, por um ato de vontade, prova-se a bondade do doador. Se a bondade passa pelo Estado, mediante a compulsiva cobrança de impostos aos ricos, estes eleitos de Deus, comete-se um sacrilégio. Deus não pode distinguir quem paga impostos de boa vontade e quem o faz com rancor. Tampouco Deus pode receber no Paraíso toda a Humanidade. Assim não vale.

O Paraíso é um resort VIP com acesso limitado, não um direito democrático. Algumas igrejas, inclusive, definiram o número exato de membros possíveis. Como se no dia da criação da Humanidade, Deus houvesse se divertido imaginando um Inferno eterno onde arderiam suas pequenas criações, para regozijo de seus poucos preferidos, que contemplariam das alturas semelhante espetáculo de tortura coletiva, ou pior, virando a face ao horrível destino de seus irmãos.

Não vamos dizer que necessitamos um Deus mais humanista, porque se supõe que existe Um só. Não vamos dizer a Deus o que tem de fazer. Em todo caso, não faria mal uma leitura mais humanista das Sagradas Escrituras para deixar de lhe atribuir condutas tão sectárias, materialistas e cheias de ódio ao criador de Tudo.

O mexicano José Vasconcelos, fervoroso opositor da hegemonia norte-americana, recordou em “La raza cósmica”(1925) uma  festa diplomática no Brasil: “Contrastou visivelmente a pobreza da recepção americana com o luxo de outras recepções; mas em honra da verdade, a mim parece admirável e digno de imitação o proceder ianque, pois os governos não têm o direito de fazer esbanjamentos com o dinheiro do povo”. Entretanto, assim como os Estados Unidos haviam sido fundados por revolucionários que se opunham à tradição monárquica e religiosa da Europa, e agora se identificam com os valores opostos do conservadorismo ortodoxo, assim também o original espírito “republicano”, que foi sinônimo de austeridade e democracia, hoje representa a ostentação e o elitismo. Assim também o cristianismo primitivo era todo ao contrário em comparação ao hoje triunfante cristianismo do imperador (São) Constantino.

Quase ao final da entrevista, o jornalista lhe perguntou se pensava que Jesus teria passeado em um Rolls Royce, ao que o reverendo Dollar respondeu, com calma, algo assim como: “Penso que sim. Por que não? O Senhor andava em um burro no qual nenhum outro homem antes havia montado”.

Deixo ao leitor que descubra a lógica deste reverendo raciocínio teológico.

Dr. Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho

Palabras que curan, palabras que matan

what are word for?

Image by Darwin Bell via Flickr

La Republica (Uruguay)

Palabras que curan, palabras que matan


Desde el siglo anterior, se impuso la idea de que la palabra es la solución de todas las cosas. El diálogo se confundió con la discusión y la palabra se convirtió en sinónimo tiránico de “comunicación”. El silencio fue maldecido. Pocos se plantean la posibilidad de que el uso de la palabra pueda ser más útil y efectivo como veneno que como antídoto, como tortura que como placer. Pero la verdad sigue ahí, como decían los antiguos griegos, escondida darás de lo aparente. Ya nadie recuerda que en algún tiempo “sabiduría” y “silencio” eran sinónimos. Ahora, si este extremo asiático es insostenible en la práctica y en el pensamiento social, también debería serlo el extremo occidental de pretender abusar del recurso de la palabra. Ambos extremos son el mandala budista y el afiebrado proselitismo judeo-cristiano-musulán.

No sin paradoja, sigue siendo la palabra el instrumento para acusar a la palabra, a su uso indiscriminado. La palabra cura tanto como mata. La palabra, sirve para comunicar y para incomunicar, para develar y para ocultar, para liberar y para dominar. Desde que el psicoanálisis entronó la palabra a un nivel místico de curación científica, la palabra ha sufrido una progresiva devaluación por inflación. La confesión, que antes servía, entre otras cosas, como instrumento de dominación social a través del terror del individuo angustiado por el pecado sexual, renovó su superstición original de liberación de la culpa. Con la palabra creó Dios el mundo y por la palabra perdió la humanidad el Paraíso. Casi todas las grandes religiones se basan en el misterio de la palabra tanto como las filosofías que se oponen a ellas. Sobre todo, la palabra escrita se ha convertido hoy en campo de batalla entre la omnipresencia del poder y la resistencia del margen, en una lucha por no sucumbir en un mar infinito de palabras, producto de la estratégica inflación del mercado, y la revalorización de la palabra por algún tipo de razón: razón crítica, razón histórica, razón lógica o razón dialéctica.

Pero la razón nunca es un poder en sí mismo. De nada sirve razonar ante un paquidermo, ante el César o ante alguien que sufre los efectos de una droga poderosa. La razón no puede hacer nada sino ante quienes pueden hacer uso de ella y, además, están dispuestos a renunciar a la fuerza bruta de su interés propio. La razón necesita que la fuerza bruta renuncie a sus propias posibilidades para realizar esa otra superstición llamada “la fuerza de la razón”, ya que la razón no posee ninguna fuerza. Es falso decir que el teorema de Pitágoras posee una fuerza incontestable, ya que basta con que alguien diga que no es verdad y luego nos de con un palo en la cabeza para demostrarnos que la razón no tiene ninguna chance ante la fuerza bruta, que es la única y verdadera fuerza. Para que la razón tenga fuerza como para que una moneda tenga valor, es necesario que haya alguien más, aparte del interesado, que lo reconozca. ¿Qué valor tendría un Picasso en un mundo de ciegos o en el siglo XVI?

Ahora, ¿qué significa “tomar conciencia” sino advertir correctamente cuál elección nos beneficia? De aquí derivamos a dos posibilidades: si tomamos la opción de bajarle con un palo en la cabeza a quien pretende demostrarnos el teorema de Pitágoras, porque nos perjudica en las ganancias de otra fe, estamos actuando en beneficio propio. En principio, ese acto de barbarie sería una forma de “tomar de conciencia”. Pero cuando esa conciencia se amplía, puede surgir otro problema. Mi acto, a largo plazo, tendrá efectos negativos. Cuando sea más viejo y más débil alguien repetirá, por venganza o por buen ejemplo, mi acción. Es entonces que decido no bajarle un palo sobre la cabeza de mi adversario razonador. Eso comienza a llamarse “civilismo” o “cultura de la convivencia” que, en la tradición bíblica se conoce como la regla de oro: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti mismo”. Pero el egoísmo sobrevive, nada más que ahora ha tomado conciencia y se ha hecho más sutil y sofisticado, como un buen jugador de ajedrez que es capaz de sacrificar un peón para salvar una torre o viceversa, si ese movimiento incomprensible lleva a su adversario a un seguro jaque mate.

La primitiva prescripción cristiana de amar a los demás como a uno mismo, revela que, al menos como punto de partida, uno mismo es lo más importante y lo más amado de uno mismo. Sin embargo, la prescripción ya significa un cambio sobre la interesada “regla de oro” y una promesa de elevación: por este camino de renuncias la recompensa por el bien de un acto será el mismo bien del acto, hasta que olvidemos el origen egoísta del mismo acto de amor democrático. El egoísmo es un valor negativo en cualquier cultura. Excepto en la ideología ultracapitalista: está bien pisarle la cabeza a nuestra competencia porque eso favorece al conjunto, es decir, a nuestra competencia. Si le bajo un palo al razonador de Pitágoras le estaría haciendo un bien, ya que con eso me beneficio personalmente. Luego podré ejercitar el crédito de la compasión ofreciéndole una aspirina.

La idea utópica de algunos revolucionarios soñadores fue, por mucho tiempo, la creación de un “hombre nuevo”. En síntesis, este hombre estaría más allá de los actos egoístas y de la fiebre materialista por la cual se mide todo éxito. Evidentemente fracasaron. Pero como todo éxito y todo fracaso humano es siempre relativo. Aquellos soñadores, que en su desesperada necesidad de agarrarse de algo concreto se agarraron del marxismo, fueron derrotados por la fuerza del palo: el capitalismo demostró ser mejor productor de bienes materiales, aunque todavía no haya demostrado ser mejor productor de bienes morales. Pero no hay que confundir fracaso con derrota. El socialismo, y sobre todo esa parodia de socialismo que eran los países bajo la órbita de la Unión Soviética, fueron derrotados por un sistema mucho más efectivo creando capitales que, como ya lo sabían Pericles y Tucídides, es la base de cualquier triunfo militar. Triunfo que luego se transforma, por la fuerza de la repetición, en triunfo moral.

No obstante, la derrota de la utopía no ha sido un fracaso histórico ni la utopía era una propuesta imposible. La mayoría de los Derechos Humanos de los que se jactan los defensores del capitalismo no han surgido por el capitalismo mismo sino a pesar del capitalismo. La moral siempre viene corriendo detrás de los sistemas económicos: la abolición de la esclavitud, los derechos de la mujer y la educación universal eran antiguas proposiciones utópicas que no se impusieron en la práctica y en el discurso hasta después de la Revolución industrial, cuando el sistema exigía asalariados, más mano de obra en las industrias y en las oficinas y más obreros capaces de leer un manual o las señales de tránsito.

Pero quizás todavía podemos pensar que los seres humanos somos algo más que simples máquinas de producir riquezas y justificarlas con “valores morales” hechas a su medida.

En el siglo XX, la fuerza principal de dominación fue la fuerza de los ejércitos. El siglo XXI dista mucho de desembarazarse de esa maldición surgida en el Neolítico y perfeccionada en los dos últimos siglos. Sin embargo, si este lenguaje del poder persiste y se radicaliza, ello se debe a una reacción a una creciente fuerza histórica, durante siglos dormida: la fuerza de los individuos todavía integrante de “la masa”. Cuando esta fuerza se radicalice, los ejércitos ya nada podrán hacer. Hay dos áreas del tablero que están siendo conquistadas: los medios de creación de riqueza material y los medios de comunicación. La palabra seguirá curando y matando, pero ya no estará al servicio del poder de una minoría sedienta de oro y de sangre.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Noviembre 2007

Palavras que curam, palavras que matam

Desde o século anterior, afirmou-se a idéia de que a palavra é a solução de todas as coisas. O diálogo se confundiu com a discussão e a palavra se converteu em sinônimo tirânico de “comunicação”. O silêncio ficou maldito. Poucos se colocam a possibilidade de que o uso da palavra possa ser mais útil e efetivo como veneno que como antídoto, como tortura que como prazer. Já ninguém recorda que há algum tempo “sabedoria” e “silêncio” eram sinônimos. Agora, se este extremo asiático é insustentável na prática e no pensamento social, também deveria sê-lo no extremo ocidental de pretender abusar do recurso da palavra. Ambos extremos são a mandala budista e o febril proselitismo judeucristãomuçulmano.

Não sem paradoxo, a palavra segue sendo o instrumento para acusar a palavra, por seu uso indiscriminado. A palavra tanto cura como mata. A palavra serve para comunicar e para incomunicar, para desvelar e para ocultar, para libertar e para dominar. Desde que a psicanálise entronou a palavra em um nível místico de cura científica, a palavra sofreu uma progressiva desvalorização por inflação. A confissão, que antes servia, entre outras coisas, como instrumento de dominação social, através do terror do indivíduo angustiado pelo pecado sexual, renovou sua superstição original de libertação da culpa. Com a palavra, Deus criou o mundo e, pela palavra, a humanidade perdeu o Paraíso. Quase todas as grandes religiões baseiam-se no mistério da palavra, tanto como as filosofias que se opõem a elas. A palavra escrita, sobretudo, converteu-se hoje em campo de batalha entre a onipresença do poder e a resistência da margem, em uma luta para não sucumbir em um mar infinito de palavras, produto da estratégica inflação do mercado e a revalorização da palavra por algum tipo de razão: razão crítica, razão histórica, razão lógica ou razão dialética.

Mas a razão nunca é um poder em si mesmo. De nada serve raciocinar diante de um paquiderme, frente a César ou de alguém que sofre os efeitos de uma droga poderosa. A razão não pode fazer nada a não ser diante daqueles que podem fazer uso dela e, além disso, estejam dispostos a renunciar à força bruta de seu próprio interesse. A razão necessita que a força bruta renuncie às suas próprias possibilidades para realizar essa outra superstição chamada “a força da razão”, já que a razão não possui nenhuma força. É falso dizer que o teorema de Pitágoras possui uma força incontestável, já que basta que alguém diga que não é verdade e, depois, nos bata com um pau na cabeça para nos demonstrar que a razão não tem nenhuma chance contra a força bruta, que é a única e verdadeira força. Para que a razão tenha força para fazer com que uma moeda tenha valor, é necessário que haja alguém mais, além do interessado, que o reconheça. Que valor teria um Picasso em um mundo de cegos, ou no século XVI?

Agora, o que significa “tomar consciência” a não ser observar corretamente qual escolha nos beneficia? Daqui derivamos para duas possibilidades: se optamos por bater com um pau na cabeça de quem pretende nos demonstrar o teorema de Pitágoras, porque nos prejudica nos lucros de outra fé, estamos atuando em benefício próprio. Em princípio, este ato de barbárie seria uma forma de “ganho de consciência”. Mas, quando essa consciência se amplia, pode surgir outro problema. Meu ato, a longo prazo, terá efeitos negativos. Quando for mais velho e mais fraco, alguém repetirá minha ação, por vingança ou como bom exemplo. É então que decido não cair de pau sobre a cabeça de meu adversário explicador. Isso começa a se chamar de “civilidade” ou “cultura da convivência” que, na tradição bíblica, é conhecida como a “regra de ouro”: “não faças aos outros o que não queres que façam a ti mesmo”. Mas o egoísmo sobrevive, apenas agora tomou consciência e se fez mais sutil e sofisticado, como um bom jogador de xadrez que é capaz de sacrificar um peão para salvar uma torre ou vice-versa, se este movimento incompreensível leva seu adversário a um seguro xeque-mate.

A primitiva prescrição cristã de amar aos outros como a si próprio revela que, ao menos como ponto de partida, cada um é o mais importante e o mais amado por si próprio. Entretanto, a determinação já significa uma mudança sobre a interessada “regra de ouro” e uma promessa de elevação: por este caminho de renúncias, a recompensa pelo bem de um ato será o próprio bem do ato, até que esqueçamos a origem egoísta do amor democrático. O egoísmo é um valor negativo em qualquer cultura, exceto na ideologia ultracapitalista: está correto pisar a cabeça de nosso competidor porque isso favorece o conjunto, quer dizer, a nossa competição. Se bato com um pau no explicador de Pitágoras, estaria lhe fazendo um bem, já que com isso me beneficio pessoalmente. Depois poderei exercitar o crédito da compaixão lhe oferecendo uma aspirina.

A idéia utópica de alguns revolucionários sonhadores foi, por muito tempo, a criação de um “homem novo”. Em síntese, este homem estaria além dos atos egoístas e da febre materialista pela qual se mede todo o sucesso. Fracassaram, evidentemente. Mas, qualquer êxito e qualquer fracasso humano é sempre relativo. Aqueles sonhadores que, em sua desesperada necessidade de fixar-se em algo concreto, agarraram-se ao marxismo, foram derrotados pela força do porrete: o capitalismo demonstrou ser melhor produtor de bens materiais, embora ainda não tenha demonstrado ser melhor produtor de bens morais. Porém, não devemos confundir fracasso com derrota. O socialismo, e sobretudo esta paródia de socialismo que eram os países sob a órbita da  União Soviética, foram derrotados por um sistema muito mais efetivo, criando capitais que, como já o sabiam Péricles e Tucídides, é a base de qualquer triunfo militar. Triunfo que depois se transforma, pela força da repetição, em triunfo moral.

Não obstante, a derrota da utopia não foi um fracasso histórico, nem a utopia era uma proposta impossível. A maioria dos Direitos Humanos dos quais se jactam os defensores do capitalismo não surgiram do próprio capitalismo, mas apesar do capitalismo. A moral sempre vem correndo atrás dos sistemas econômicos: a abolição da escravatura, os direitos da mulher e a educação universal eram antigas proposições utópicas que não se impuseram na prática e no discurso até depois da Revolução Industrial, quando o sistema exigia assalariados, mais mão-de-obra nas indústrias e nos escritórios, e mais trabalhadores capazes de ler um manual ou os sinais de trânsito.

Mas, talvez ainda possamos pensar que os seres humanos somos algo mais que simples máquinas de produzir riquezas e justificá-las com “valores morais” feitas sob medida.

No século XX, a força principal de dominação foi a força dos exércitos. O século XXI ainda está muito distante de se livrar desta maldição surgida no Neolítico e aperfeiçoada nos dois últimos séculos. Entretanto, se a linguagem do poder persiste e se radicaliza, isso se deve à reação a uma crescente força histórica, durante séculos adormecida: a força dos indivíduos ainda integrante da “massa”. Quando essa força se radicalizar, os exércitos nada poderão fazer. Há duas zonas do tabuleiro que estão sendo conquistadas: os meios de criação de riqueza material e os meios de comunicação. A palavra seguirá curando e matando, mas já não estará a serviço do poder de uma minoria sedenta de ouro e de sangue.

Por Dr. Jorge Majfud

Traduzido por  Omar L. de Barros Filho