Quizás no sea un detalle menor y sin duda es parte de la misma razón histórica, el hecho que las preocupaciones del “pensamiento puro” han estado siempre contaminadas por las luchas entre los poderes sociales de cada momento. Nada humano se encuentra en estado puro o neutral aunque los esfuerzos de purificación y neutralización también son prácticas comunes. Edward Said, como Harry Bracken, observaron que las discusiones sobre el pensamiento de Locke, Hume y el empirismo tienen en cuenta todo tipo de influencias menos la explícita conexión entre las doctrinas de estos escritores clásicos y las teorías raciales que justificaban la esclavitud y la explotación colonialista. Podemos agregar otro aspecto que condiciona ese grupo social vagamente definido como intelectual y al que todos pertenecemos de forma más o menos discontinua.
Hasta la Ilustración los artistas y los intelectuales dependían del poder del momento: la Iglesia, en el caso de los clérigos; los duques y los príncipes en el caso de los científicos, artistas y escritores del Renacimiento; las primeras universidades privadas, primero, y las públicas después en el caso de los profesores. Hasta fines de la Edad Media, los libros eran copiados a mano en gran medida por el clero, por una clase social minoritaria que no necesitaba agacharse sobre la tierra y bajo el sol para ganar su sustento. A diferencia de muchos filósofos de la antigüedad grecorromana, esta clase destacaba por el comentario textual y a través de éstos reproducía aquellas opiniones que más convenía a la nobleza o al Vaticano de la época. La cultura ilustrada, las bibliotecas, eran verdaderos templos y recintos casi exclusivos de las clases altas. Las clases trabajadoras, en su mayoría partícipes de una cultura agrícola, consumían el sermón oral del púlpito, la interpretación digerida, al tiempo que reproducían sus propios mitos y leyendas. La invención de la imprenta de caracteres móviles en 1453 produjo una explosión de copias, casi al mismo tiempo que los intelectuales de Constantinopla huyen del avance turco para desparramar sobre Europa los textos y los hábitos de análisis y estudio de textos paganos que al comienzo se llamó humanidades.
Desde la Ilustración y sobre todo desde el siglo XIX, los intelectuales se refugiaron en los libros que compraba la alta burguesía y en los diarios que consumía la baja burguesía primero y el proletariado industrial después. Es el caso de intelectuales como Karl Marx, quien mientras escribía El Capital sobrevivió diez años a dura penas de los artículos que le vendía a The New York Daily Tribune traducidos al inglés por Engles. En el siglo XIX y XX, con la expansión del trabajo industrial y la aparición de obreros especializados, se universaliza la educación ilustrada. Las agresivas campañas de alfabetización son un instrumento de modernización industrial y al mismo tiempo instrumento de dominación y liberación de las clases populares. Los nuevos lectores de diarios y libros de bolsillo pasan a ser los principales clientes de los intelectuales que, consecuentemente con el movimiento humanista iniciado en el siglo XV, en gran medida se independizarán de los poderes elitistas para pasar a relacionarse ambiguamente con el nuevo poder popular, unas veces para movilizarlo en nombre de sus derechos o de su propia liberación, otras para silenciarlo en beneficio de una minoría en el poder ideológico y otras simplemente para adularlo en beneficio de la propia vanidad del intelectual. Un número creciente de intelectuales pasa a pertenecer a una clase media y, de no ser por el ambiguo prestigio de su actividad, una clase social baja. Pero su mayor desafío sigue siendo observar la tradición crítica del humanismo que, basado en las ideas de razón crítica y razón histórica, tiene como única bandera la libertad o, más concretamente, la liberación. Una bandera nunca clara del todo, de múltiples colores y con frecuencia contradictoria, pero una bandera que reclama siempre una mirada crítica que debe desafiar a la tradición y a las verdades establecidas por ésta. Todavía hoy sigue en pié la diferencia de dos clases de intelectuales que hizo Antonio Gramsci hace más de setenta años: por un lado el intelectual funcional, cuya tarea es legitimar el poder de todo tipo, el orden heredado y, por el otro lado, los intelectuales que ejercitan su profesión crítica, destructiva y creadora sin tomar en cuenta las consecuencias. Está de más decir que este último grupo es el más amenazado por los hechos cotidianos e históricos que a veces le niegan el sustento y con alguna frecuencia menor lo llevan a la anulación pública primero y a la desaparición física después.
Pero para ello debe ser consciente de su propia implicación social y evitar la complacencia de sus clientes, esos clientes que alguna vez fueron los príncipes, la aristocracia y la burguesía, que más que interesados en leerlos estaban interesados en ser legitimados por la cultura y la autoridad de los supuestos genios. Esos clientes que ahora son el resto de la sociedad, la mayoría que por ser pueblo no es necesariamente la voz de Dios ni la voz de la Razón pero que siempre son la razón de la sociedad y quizás sea también la razón de Dios.
Entonces, ¿están los intelectuales, como el pensamiento o el arte, atrapados en un sistema histórico? ¿Son productos y expresiones de los poderes del momento, sea la aristocracia, la burguesía o las clases obreras? No completamente. Un humanismo sin fe en un mínimo de libertad humana no es tal. Sin un mínimo de confianza en la libertad intelectual del individuo cualquier posible progreso de la historia carecería de sentido. La liberación social o individual sería una fatalidad mecánica, como el florecimiento de un árbol en primavera. Nietzsche entendía que estamos atrapados en el lenguaje pero Stanley Fish observó que la misma conciencia de estar atrapado significa una salida, aunque provisoria, de esa cárcel.
Los aparentes progresos éticos del humanismo (progresos según su propia escala de valores como la liberación por la igualdad y la razón) también pueden ser explicados por razones menos éticas que materiales. La supresión de la esclavitud en el siglo XIX fue posible por los intereses de la revolución industrial, aunque había sido un reclamo de siglos atrás de muchos humanistas y religiosos. Lo mismo podemos decir de la llamada liberación de la mujer que sirvió para expandir la mano de obra y el consumo, la universalización de la alfabetización de las nuevas masas proletarias debido a una necesidad de la industria, o la universalización del voto como concesión de las antiguas estructuras verticales de la sociedad que se perpetuaron a través de una práctica electoral dominada por la propaganda y la expansión de una ideología dominante. El etcétera es muy largo. Sin embargo, todos esos cambios, más allá de sus motivaciones materiales que pueden ser interpretadas como el reemplazo de unas formas de opresión por otras (el “esclavo asalariado”, según el marxismo), no deja de significar un progreso relativo en la idea de liberación humanista. Aun así queda la perspectiva romántica, nunca despreciable, sobre aquella sabiduría del hombre y la mujer pastoril que se ha perdido en el mismo proceso, lo que hacen del pretendido progreso una forma de retroceso. Pero, ¿cómo imaginar que el conocimiento debe consistir en una acumulación perpetua sin pérdidas ni olvidos? Ciertamente una mujer del siglo XXI no encontraría muy útil distinguir entre cien blancos diferentes de nieve como podía hacerlo un esquimal. Para el esquimal era un conocimiento vital, pero para alguien que trabaja en un aeropuerto carece de sentido.
La expansión de la lectura y luego de la escritura significó una expansión de los límites sociales de cada individuo. En este sentido, no importa si el logro se debió a intereses contrarios a su propia liberación. De igual forma los libros de bolsillo e Internet surgieron por intereses militares y rápidamente fueron usados como instrumentos antibelicistas.
De la misma forma, luego de observar y analizar las razones políticas del arte, de la religión o del pensamiento, aún en su función más opresora, reconocemos que cada producción intelectual a la larga forma parte de un proceso de expansión de la libertad. Si quemásemos los libros y las obras más reaccionarias seríamos nosotros los reaccionarios. Promoverlas desde una lectura crítica y siempre revisionista transforma cada producción intelectual en un nuevo escalón del pretendido progreso humanista, la igual-libertad. Las motivaciones políticas del momento se deslizan por el tamiz de la historia que solo recoge lo que sirve para la realización de un proyecto a más largo plazo. Lo demás son anécdotas o discusiones vanas, demasiado humanas.
Jorge Majfud
Lincoln University, setiembre 2008
Esos estúpidos intelectuales
Una vez un estudiante me preguntó: “Si América Latina ha tenido siempre tantos buenos escritores, ¿por qué es tan pobre”? La respuesta es múltiple. Primero habría que problematizar algo que parece obvio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza? ¿De qué hablamos cuando hablamos de éxito? Estoy seguro que el concepto asumido en ambos es el mismo que entiende el Pato Donald y su tío: como observó Ariel Dorfman, para los personajes de Disney sólo hay dos posibles formas de éxito: el dinero y la fama. Los personajes de Disney no trabajan ni aman: conquistan —si son machos— o seducen —si son hembras. Razón por la cual nunca encontramos allí obreros ni padres ni madres ni más amor que seducción. Lo que nos recuerda que nuestra cultura del consumo estimula el deseo y castiga el placer. Y lo que me recuerda, especialmente, lo que me dijera un viejo budista en Nepal, hace ya muchos años: “ustedes los occidentales nunca podrán ser felices; porque la cultura del deseo sólo conduce a la insatisfacción”. Si aún vive aquel sabio sin zapatos, seguramente hoy se estará tirando de las barbas al ver cómo esa cultura del deseo comienza a vencer en la India hindú.
Ahora, por otro lado, a la pregunta original tenemos que responder con una pregunta retórica: “Bueno, ¿y cuándo en América Latina las estructuras de poder, los gobiernos y las empresas privadas que dirigieron la suerte de millones de personas, le hicieron algún caso a los intelectuales?”. Sí, en el siglo XIX hubo presidentes intelectuales, cuando no militares. En la siguiente centuria escasearon los primeros y abundaron los segundos. Aunque pienso que sería mejor escuchar un poco a alguien que ha dedicado su vida al estudio en lugar de tantas opiniones sobre política, economía y cultura de futbolistas y estrellas de la farándula, no creo que los intelectuales deberían tener una voz gravitante en la sociedad —como en algún momento pudieron tenerla Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por ejemplo— y menos en las decisiones de su destino. Sólo son otra voz, poco escuchada, pero otra voz. Quizás no peor que la voz de una gran parte de los políticos profesionales que, atrapados en su mismo “espíritu de partido”, deformados por la práctica de la defensa de posiciones comprometidas, de intereses estratégicos, de pasiones personales y electorales, están paradójicamente negados al ejercicio del ideal de cualquier “estadista”, o “educador”.
En el siglo XX los intelectuales fueron sistemáticamente ninguneados o expulsados por las estructuras de poder. Tal vez este tipo de marginaciones sea saludable para ambos. No lo es, creo, cuando la marginación es política y social. Observaba el Nobel argentino César Milstein, que cuando los militares en Argentina tomaron el poder civil en los ‘60 decretaron que nuestros países se arreglarían apenas expulsaran a todos los intelectuales que molestaban por aquellas latitudes. Brillante idea que llevaron a la práctica, para que tiempo después no hubiese tantos preguntando por ahí por qué fracasamos como países y como sociedades. En Brasil, el educador Paulo Freire fue expulsado por ignorante, según los golpistas del momento. Por citar sólo dos ejemplos autóctonos.
Pero este desdén que surge de un poder instalado en las instituciones sociales y del frecuente complejo de inferioridad de sus actores, no es propio sólo de países “subdesarrollados”. Poco tiempo atrás, cuando le preguntaron a la esposa del presidente de Estados Unidos cómo había conocido a su marido, confesó: de una forma muy extraña. Ella trabajaba en una biblioteca. Lo conoció allí, por milagro, porque su esposo no visita ese tipo de recintos. Paradojas de un país que fue fundado por intelectuales.
Tampoco en Estados Unidos escuchan a sus intelectuales aunque, paradójicamente, ha sido este país, en casi toda su historia, el refugio de disidentes, casi siempre de izquierdas, como Albert Einstein, Érico Veríssimo, Edward Wadie Said o Ariel Dorfman —por citar a los más moderados. Quizás por esa misma razón: porque no son escuchados, a no ser por otros intelectuales. Es más, siempre son los intelectuales, los escritores o los artistas críticos quienes encabezan las listas de los diez estúpidos más estúpidos del país. Entre los preferidos de estas listas han estado siempre críticos como Noam Chomsky y Susan Sontag. Las universidades son respetadas al mismo tiempo que sus profesores son burlados en los canales de radio y televisión como estúpidos izquierdistas porque se atreven a opinar de política, área que parece reservada a los talk shows. Esta actitud recuerda a la crítica del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez a su propia iglesia: “la no intervención en materia política vale para ciertos actos que comprometen la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir que ese principio no es aplicado cuando se trata de mantener el statu quo, pero es esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden establecido”. (Teología de la liberación, 1973).
Algo semejante podemos ver en la realidad universitaria de hoy en casi todo el mundo. Si se asume que la academia universitaria debe responder a un determinado interés político, religioso o ideológico, o a un determinado “proyecto” de sociedad, estamos anulando su principal fundamento. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. (En algún momento podríamos pensar que la idea de promover semejante equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, es excelente: las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda…)
Los intelectuales son estúpidos, y quienes hacen estas listas, ¿quiénes son? Los mismos de siempre: orgullosos hombres y mujeres con “sentido común”, como si esta falsificación del realismo no estuviera cargada de fantasías y de ideologías al servicio del poder del momento. “Sentido común” tenían los hombres y mujeres del pueblo que afirmaban que la Tierra era plana como una mesa; un hombre de “sentido común” fue Calvino, quien mandó quemar vivo a Miguel de Servet cuando se cansó de discutir por correspondencia con su adversario, sobre algunas ideas teológicas. Hombres de “sentido común” fueron aquellos que obligaron a Galileo Galilei a retractarse y cerrar su estúpida boca, o aquellos otros que se burlaban de las pretensiones de un carpintero llamado Jesús de Nazaret —asesinado por razones políticas y no religiosas.
Un personaje de la novela Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, reflexionaba: “Durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”. Y más adelante: “Quando o presidente Truman e os generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor ou sacerdote?”.
Otro brasileño, Paulo Freire, nos recordó: “existe, en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida” (Pedagogía del oprimido, 1971). Aunque provista de una incipiente y precoz consciencia historicista, la monja rebelde, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz ya había advertido otro factor ahistórico que completa la respuesta: “no puede estar sin púas que la puncen quién está en lo alto […] Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya sea de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero porque es el más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido, y se defiende menos” (Respuesta a sor Filotea, 1691).
Estas últimas observaciones nos llevan a recordar —no debería ser necesario, pero nunca se debe subestimar la ignorancia del poder— que la división no radica en intelectuales y obreros, entre “cultos” e “incultos”, sino entre aquellos que respetan y defienden la cultura y el pensamiento y aquellos otros que la atacan o la ningunean. Ejemplos hay de sobra de doctores que, llegados al poder, liquidaron las universidades y la educación del pueblo mientras otros líderes sin educación formal pero con una conciencia más sensible la defendieron a ultranza —tal vez porque reconocieron en ella el camino más sólido de liberación de la pobreza y de la opresión social que divorcia brillantes discursos con las opacas realidades que promueven.
En nuestro tiempo y en los tiempos por venir, la misión del intelectual ya no será aquella escolástica mala costumbre de desplegar una erudición sin resultados concretos sino, por el contrario, la de poder realizar diferentes síntesis conceptuales, refinar y expurgar del mar de datos, ideas y divagaciones que la futura sociedad producirá, las ideas fundamentales, los pensamientos generatrices, los peligros del entusiasmo, de la propaganda y de las narraciones ideológicas; como un médico que busca detrás de los síntomas los desórdenes funcionales. Esta tarea será como ha sido siempre crítica. Como toda verdadera crítica, deberá apuntar al menos contra dos factores: el poder y la autocomplacencia. El primero —ya lo supo Descartes—, porque todo pensamiento antes de producirse como tal debe romper primero las cadenas invisibles que lo aprisionan con ideas prefabricadas, “políticamente correctas”, “moralistas”, al servicio de un determinado interés de clase, de género, de raza, etc. La segunda, porque la autocomplacencia es, en cierta forma, una consecuencia de la opresión del poder que reproduce el mismo oprimido para evitar el segundo paso que, tradicionalmente, han estado en deuda los intelectuales: la creación. Creación de caminos, de proyectos sociales y culturales, de una nueva forma de ser que tanto reclamaron Juan Bautista Alberdi, José Martí y José E. Rodó. Tal vez este déficit se haya debido a que la tarea es gigantesca para una simple elite intelectual o porque, especialmente en América Latina, la necesaria crítica, que nunca ha sido suficiente, ha absorbido todas sus energías. Pero el desafío sigue en pié y esperando.
Los intelectuales seguirán siendo una elite, como a su manera son una elite los electricistas y los calculistas. La virtud será que estas elites dejen de representarse y ser vistas en un orden vertical y comiencen a conformar una unidad más armónica y orgánica al servicio de las sociedades y no de algunas elites entronadas en el poder social. Me dirán que los intelectuales se han equivocado feo a lo largo de la historia; y tendré que darles la razón. Pero también se equivocan los electricistas, los médicos y los calculistas. Con la diferencia que, si bien cualquiera de estos errores pueden tener consecuencias trágicas en la sociedad, el trabajo del intelectual, por su naturaleza creativa sobre lo desconocido, sobre la nada, es mucho más difícil que la tarea del calculista, por ejemplo —y lo digo por experiencia personal: calcular la estructura de un edificio en altura implica una gran responsabilidad, pero su proceso no involucra, normalmente, ninguna duda fundamental.
Ernesto Che Guevara escribió en El socialismo y el hombre: “Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren la influencia de la sociedad que los creó”.
Yo no sería tan extremista: tampoco los intelectuales tienen la fórmula de la creación de ese “hombre nuevo”, reclamado por Europa en el siglo XIX. Pero sin duda podrán ser agentes estimulantes en su creación o en su desarrollo —si no se los aplasta antes, con la persecución o el ninguneo; si ellos mismos no se precipitan antes, desde esas inútiles alturas que suelen escalar, enceguecidos por sus propios —por nuestros propios egos.
Jorge Majfud
The University of Georgia, 14 de octubre de 2006.
Power and the Intellectuals
Jorge Majfud
University of Georgia
A student once asked me: “If Latin America has always had so many good writers, why is it so poor?” The answer is multiple. First one would have to problematize a little something that seems obvious: what do we mean when we talk about poverty? What do we mean when we talk about success? I am certain that the concept assumed in both cases is the same one understood by Donald Duck and his uncle. As Ariel Dorfman observed, for the Disney characters there are only two possible forms of success: money and fame. The Disney characters neither work nor love: they conquer – if they are male – or seduce – if they are female. Which is why we never encounter among them workers or fathers or mothers.
Now, on the other hand we have to answer a rhetorical question: “And when in Latin America have the structures of power, the governments and private enterprises, ever paid any attention to the intellectuals?” The answer is again multiple. Yes, in the 19th century there were intellectual presidents, when they weren’t military men. In the following century the former became scarce and the latter abundant. Although I believe it would be better to listen a little to someone who has dedicated their life to study instead of listening to so many opinions about politics, economics and culture from soccer players and movie stars, I don’t believe we intellectuals should have a central voice in society or in the decisions about its future. It is curious that in these times the intellectuals don’t play soccer or displace the actors from the theater stage, and don’t take work from the politicians, and yet any sports figure, star of film or of “the real world” repeatedly exercises their right to publicly express their thoughts even though they might not be thoughts so much as spontaneous vibrations of the moment. An old man who has spent his life researching birds is a failure; but if Madonna or Maradona has an opinion about ornithology they are listened to and discussed on a mass scale.
In the 20th century intellectuals were systematically expelled or demoted by the power structures. According to César Milstein, when military leaders in Argentina took control of civilian power in the 1960s, they declared that our countries would be put in order as soon as all the intellectuals who were meddling in the region were expelled. In Brazil, the educator Paulo Freire was kicked out of the country for being ignorant, according to the organizers of the coup d’ etat of the moment. To cite just two of our many cases.
But this contempt that arises from a power installed in the social institutions and from the inferiority complex of its actors, is not a property of “underdeveloped” countries. In the United States they don’t listen to their intellectuals either. In fact, it is always the critical intellectuals, writers or artists who head the top-ten lists of the most stupid of the stupid in the country. Intellectuals are stupid, and those who make these lists, who are they? The same as always: prideful men and women with “common sense,” as if this distorted claim to realism were not heavily laden with fantasies and ideologies at the service of the status quo. “Common sense” is what the common men and women had who asserted that the Earth was flat like a table; Calvin was a man of “common sense” who ordered that Miguel de Servet be burned alive, after he tired of arguing about theology via correspondence with his adversary. It was men of “common sense” who obligated Galileo Galilei to retract his claims and shut his stupid mouth, as were those others who mocked the pretensions of a carpenter named Jesus of Nazareth.
A character from the novel Incident in Antares, by Érico Veríssimo, reflected: “During the Hitler era the German humanists emigrated. As a result, the technocrats were given free reign.” And later: “When president Truman and the generals of the Pentagon met, under the greatest secrecy, to decide whether or not to drop the first atomic bomb over a Japonese city… do you think they invited to that meeting a humanist, artist, scientist, writer or priest?”
Jorge Majfud
The University of Georgia
Translated by Bruce Campbell
Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program. He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics. He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.