Un cálido sábado de julio, partí de la gran ciudad de Granada hacia el puerto de Palos con el corazón lleno de emociones por tan grande aventura que me esperaba. Todo gracias a nuestros cristianísimos y muy altos y muy excelentes y muy poderosos príncipes, rey y reina de las Españas, nuestros señores.
Todo el mismo año en que vuestras altezas acabaron la guerra contra los moros por fuerza de las armas. Yo mismo vi izar las banderas reales de vuestras altezas en las torres de la Alhambra, y yo mismo vi salir al rey moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de las altezas y del príncipe, mi señor. Y también vi judíos, que ya sin la protección de los musulmanes y por orden de los nuevos soberanos de estas tierras, los muy excelentes y cristianísimos reyes, abandonaban de a muchos miles las Españas. Y también vi que los reyes cristianos enviaban a pedir a Roma doctores en nuestra santa fe para combatir las sectas de perdición, y que Roma estaba ocupada en otros menesteres.
Por eso, los excelentísimos reyes me enviaron a mí a los reinos del Gran Can, rey de reyes al Oriente y de los príncipes de India, para llevar la palabra de Dios a esas tierras.
Todo lo vi con mis propios ojos y sé lo que digo porque lo viví.
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Partí de Palos el miércoles 25 de julio, antes que asomara el sol, que es cuando se ve mejor el camino del mar, con dirección a Canarias. Desde aquellas islas, tomé mi derrota y navegué tanto como para llegar yo a las Indias e informar a aquellos príncipes de la Verdadera Fe y de la voluntad de los reyes de España de salvarlos y darles ley para que vivan en paz.
Cada día, cuando no cambiaban mucho los vientos, andábamos treinta y cuarenta leguas hacia el Oeste. El martes 11 de setiembre comenzamos a ver, por primera vez, alcatraces, claras señales de que estábamos cerca de tierra firme. Uno de mis hombres tomó uno con sus manos y vimos que era un pájaro de río, no de mar, porque tenía las patas como de gaviota. Cinco noches pasaron, justo cuando la moral de los hombres se ponía en mi contra, cuando Martín Alonso me llamó para decirme que había visto tierra. Todos explotaron de alegría.
Una semana después discutimos con Martín Alonso si bajar en Japón o seguir a tierra firme. Todos escuchábamos cada noche el canto de los pájaros de Asia, signos inequívocos de que íbamos bien orientados. El martes 2 de octubre, vimos juncos verdes, una caña y un palo que había sido labrado con algún metal.
De todo esto, yo sé lo que digo porque lo viví.
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El 3 de octubre, bajamos a tierra y vimos gente con poca ropa, por lo cual sacamos la bandera real y otras dos con la cruz verde de la Santa Inquisición con las iniciales del rey y de la reina. Cuando los hombres de India se hicieron muchos, le ordené a los dos capitanes que bajaran a tierra para que el escribano Rodrigo de Escobedo diera fe de la toma de posesión de toda esa tierra en nombre de los reyes. Todo lo cual quedó registrado y documentado por escrito.
Para que se amigaran fácilmente y se convirtieran a nuestra religión con amor antes que a la fuerza, les di algunos regalos de poco valor con las que se quedaron contentos. Aquella gente era tan pacífica que hasta nadaba hasta nuestras naves para llevarnos de comer y cualquier cosa que creían que podíamos necesitar. Nos daban todo lo que tenían y se conformaban con lo que recibían de nosotros, que no era mucho, dado el largo viaje.
Los primeros habitantes de Asia que nos encontramos parecían pobres, andaban como su madre los parió, eran morenos como los canarios y todos parecían muy sanos y hermosos de cuerpo, sin panzas y con pelo como colas de caballo.
No conocen armas letales como las nuestras. Son tan ingenuos que tomaban las espadas por el lado equivocado y se cortaban. Creo que serán fácilmente convertidos a nuestra religión y podremos hacerlos esclavos sin mucho trabajo, ya que hacen todo lo que les pedimos. Cuando les pregunté de dónde sacaban el oro que llevaban como adornos en sus narices, me dijeron que fuese al sur, que allí encontraría mucho más de eso que ellos no estimaban tanto como nosotros.
El 14 de octubre partimos a la isla mayor que ellos llaman Cuba y que es Japón, como lo muestran los mapas de Oriente.
Recientemente he oído algunas disputas sobre estos hechos de sabios que ni siquiera habían salido de la casa de sus padres cuando yo salí del puerto de Palos en 1492. Que Cuba no es Japón, que India no es India y que el pan no es pan.
Pero yo sé lo que les digo porque lo viví.