El eterno retorno de Quetzalcoatl 7

CAPÍTULO 5

EL INDIVIDUO EN LA HISTORIA

Y si he de dar un testimonio sobre mi época

es éste: Fue bárbara y primitiva

pero poética.

Ernesto Cardenal, Oración por Marilyn Monroe, pág. 48.

El paradigma es más que un sistema de ideas, es decir, más que una ideología: aunque más profundo —en el sentido de creencia dado por Ortega y Gasset[1]—, es menos complejo que las ideologías que engloba. Si en la primera parte planteamos la problemática desde una visión lo más amplia posible desde un punto de vista teórico y desde otro histórico, ahora terminaremos por estrechar esa perspectiva para concentrarnos sobre un problema particular. En este caso nos concentraremos en la producción literaria de los escritores comprometidos e identificaremos el “más allá” del paradigma cosmológico que enmarca a sus productores, ya que la literatura es entendida siempre por su valor comunicante, además de su valor estético. Podemos pensar que esta weltanschauung no es sólo propia de los escritores comprometidos sino del pueblo latinoamericano, o de una parte importante de éste, desde el momento en que identificamos —formulados en su producción literaria— los dos paradigmas dominantes del humanismo europeo y el amerindio. En los dos últimos capítulos, expondremos la forma en que se expresan éstos en la literatura. El resultado puede leerse también a través del gráfico El camino de la liberación (figura 1).

Los cuatro cuadrantes intentan reconstruir el paradigma cosmológico dominante a través de la Literatura del compromiso. Así, podemos distinguir una idea persistente según la cual existe un camino de liberación que atraviesa cuatro estadios principales pero nunca se concreta ni se cierra sino que vuelve a comenzar. Esta sugerencia de un tiempo cíclico tampoco es correcta, ya que los ciclos están cruzados por el paradigma occidental del tiempo histórico, que es el tiempo de los humanistas: la historia, la progresión, la irreversibilidad de los hechos —el tiempo lineal de la tradición judeocristianomusulmana.

Si diésemos un grado de “plenitud” a cada cuadrante, podríamos sospechar que la intensidad de la plenitud en cada uno decrece progresivamente desde el primero hasta el cuarto. La certeza de la clausura existencial (Cuadrante I) es siempre más fuerte que la certeza de la clausura política (Cuadrante i y II), mientras que aún en los momentos de revolución (Cuadrante II) y triunfo de la “nueva sociedad” (Cuadrante III), la utopía que la inspira es siempre dudosa, una promesa, como la del hombre nuevo (Cuadrante IV), que mueve pero nunca se confirma. Razón por la cual la caída o vuelta al Cuadrante I se hace necesaria.

 

5.1La clausura existencialista

El tono existencialista dominante en la literatura del Cono Sur de mediados de siglo XX coincide con una estética sin fe, escéptica o nihilista. Esta no es sólo la influencia europea del existencialismo y el surrealismo sino una síntesis que, como el tango rioplatense, tiene características propias. “Si el hombre europeo tiene motivos de angustia [ante la crisis de la Modernidad], los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (Sábato, Apologías, 110). Este escepticismo, diferente al de Jorge Luis Borges, no se resuelve en un juego esteticista o en la especulación nihilista.[2] Más bien se aproxima a la reflexión filosófica, pero no tiene fe en una verdad transformadora a través de la inmersión social. Por el contrario, se burla de la vulgarización del vulgo desde un plano superior, aunque pesimista. Mario Benedetti, desde una ideología y una conciencia de clase diferente, comenzará percibiendo la clausura existencial antes de cualquier intento por romperla. En Poemas de la oficina (1953-1956) describe este mundo exterior que no se diferencia de su mundo interior. Reflexionando sobre sus sueños y su sueldo en sus manos, poetiza: “aquella esperanza que cabía en un dedal, / evidentemente no cabe en este sobre […] que me pagan, es lógico, [por] dejar que la vida transcurra” (Invetnario, 217). En otro poema, “Hermano”, repite esta idea del transcurrir rutinario hacia ninguna parte: “siempre en el mismo cargo / siembre en el mismo sueldo” (Invetnario, 228). Eduardo Nogareda, en el prólogo a La tregua (1960) cita a Josefina Ludmer[3] según la cual “el rasgo esencial en las novelas de Benedetti es la no existencia de procesos de transformación (del héroe ni del relato): las escenas de apertura (del relato, del estado del héroe) y de desenlace son las mismas, narran el mismo estado; en el medio se encuentra la esperanza de rescate y de salvación pero fracasa [,] es negada” (Tregua, 55). Nogareda complementa esta idea: “el hecho —profusamente comentado por la crítica— de que La tregua carezca de una verdadera progresión en las acciones, es otro aspecto relacionado con el tema de la fatalidad y, consecuentemente del pesimismo, ya que éstas son dos ramas del mismo árbol” (56).

Lo mismo podríamos observar de las novelas de Juan Carlos Onetti, El Pozo (1939), El astillero (1960), por poner sólo dos ejemplos. Como dijimos antes, ni Juan Carlos Onetti ni su obra pueden enmarcarse dentro de la Literatura del compromiso ni junto a los escritores comprometidos, aunque la vida pública de Onetti haya estado cruzada de referencias políticas. El autor y su obra —sus personajes, sus tramas— están clausurados por el escepticismo. No hay salida en El pozo (1939), ni en El Astillero (1963) ni en Los adioses (1954), ni en Juntacadáveres (1964) sino la resignación en la distopía. El tono precozmente existencialista de El pozo, tan semejante a La náusea (1938) de Jean Paul Sartre o El túnel (1948) de Ernesto Sábato se corresponden con las metáforas cerradas de sus títulos. El astillero es otra gran metáfora pero esta vez paradójica: no se construyen barcos ahí, se los destruye lentamente, como la llovizna va borrando el contorno de los rostros. No se parte hacia ninguna parte sino hacia la nada, como en Los adioses.

Casi lo mismo podemos observar en las tres novelas de Sábato, El túnel (1949), Sobre héroes y tumbas (1960) y Abaddón, el exterminador (1974). La primera, con un desarrollo de novela policial y una poética existencialista, está explícitamente clausurada. La desesperación kafkiana y la nada de Jean Paul Sartre no derivan en la libertad creadora sino en la angustia, en le néant y en la nausée: “hubo un único túnel, oscuro y solitario, el mío” (Túnel, 4). El pintor Juan Pablo Castel se obsesiona con una mujer que parece comprender su obra y termina matándola. No es casualidad que la idea de salida y de ventana —es decir, ansiadas grietas de la clausura—, que de hecho articula la conexión entre los dos protagonistas, es central en la narración al mismo tiempo que imposible o frustrada. Aparte del rasgo fuertemente narcisista del personaje, importa recordar que éste desarrolla la metáfora del túnel mencionando que por momentos sus paredes eran de un grueso cristal por donde podía verse aquella mujer. La concepción del individuo aislado, alienado, es exaltada por la estética existencialista, más que por su propia filosofía. Desde el punto de vista de la Literatura del compromiso, podemos juzgar esta novela como el ejemplo radical de la alienación que, al haberse desgarrado el individuo de los otros, de su sociedad, busca la utopía de una comunicación con otro. Ese otro es, naturalmente, implicado en cuerpo y alma, en su sexo y en su “compresión” hasta que se confunda consigo mismo. La fusión de los amantes, que el en Romanticismo decimonónico era igualmente tormentoso e imposible, pero cuyas muertes significaban la salida y la unión definitiva, en El túnel no es más que la integración del elemento femenino al ego del protagonista, al alter ego de Sábato.

En sus otras novelas, este problema es advertido pero nunca solucionado. El mismo Ernesto Sábato reconoce que el pesimismo de la tercera parte de Sobre héroes y tumbas (1961), el “Informe sobre ciegos”, lo había preocupado. Le preocupaba la imagen que tendrían los lectores si él se moría antes de terminar la novela. Razón por la cual se apresura a escribir la cuarta y última parte con un tono esperanzador. De forma contradictoria, luego afirma que había decidido llevar a Martín[4] al suicidio, pero que éste decide salvarse. Quizás sea una forma de poner en términos congruentes lo que no lo es: Sábato afirma que sus personajes están vivos, y aunque él racionalmente es pesimista, la esperanza “que nace del pesimismo” es propia de una de sus verdaderas partes (un personaje, entiende el autor, es como en los sueños, una verdad incuestionable). Martín, el personaje que representa la pureza aún sin corromper de la adolescencia, es “pesimista en cierne como corresponde a todo ser purísimo y preparado a esperar Grandes Cosas de los hombres en particular y de la Humanidad en general, ¿no había intentado ya suicidarse a causa de esa especie de albañal que era su madre?” (Héroes, 26).

Sábato es consciente de esta clausura y procura crear en Martín una puerta de salida formulada en la nunca precisada idea de esperanza. Con su típico tono ensayístico, el alter ego de Sábato en Sobre héroes y tumbas reflexiona sin muchas esperanzas sobre la esperanza: “La ‘esperanza’ de volver a verla (reflexionó Bruno con melancólica ironía). Y también se dijo: ¿no serán todas las esperanzas de los hombres tan grotescas como estas? Ya que, dada la índole del mundo, tenemos esperanzas en acontecimientos que, de producirse, sólo nos proporcionarían frustración y amargura” (Héroes, 26). Alejandra —Argentina— le dice a Martín: “Vos sabés que antes se estilaba tener a algún loco encerrado en alguna pieza del fondo” (43). Pero la novela total, con su contrapunto de paralelos entre el pasado (la marcha de Lavalle) y el presente indican que ese “antes” significa “siempre”, pero de formas diferentes.[5] La loca, la Escolástica, vive recluida en una habitación guardando la cabeza de su padre. Toda la casa de Alejandra participa de la historia argentina y, al mismo tiempo, representa la historia congelada, un museo vivo de la locura y la decadencia. De forma repetida, a Martín, el observador inocente, “aquella casa le parecía ahora, a la luz del día, como un sueño” (90). La inversión de los elementos es un rasgo del surrealismo de entreguerras, como la cabeza del comandante Acevedo “metida en una caja de sombreros” (90). Martín se siente fascinado por esta realidad pero escapa hacia el sur cuando Alejandra se incinera, en un acto simbólico de purificación, en el mismo mirador. Como la ventana de El túnel donde se podía ver una misteriosa mujer, ese mirador se abre hacia la nada, hacia el absurdo trágico del pasado, de un presente sin futuro.[6] No hay nada más allá sino “una esperanza” verbalizada. Es paradójico y significativo que el capítulo paradigmático es el famoso “Informe sobre ciegos” cuando uno de los elementos arquitectónicos principales de la casa de Alejandra es el mirador. Este elemento es típico del pasado, pero además representa la visión, la observación y el aislamiento de quienes lo habitan, como una torre medieval. Es decir, como en Borges, se concibe el acto intelectual como un ejercicio de observación, una intervención intelectual para ver lo que los ojos no pueden ver (los ojos de los ciegos).[7] Si no se trata de la torre de marfil del modernismo y del art pour l’art, es la torre de hierro que representa el sentido trágico de la fatalidad del héroe en un mundo imposible de cambiar. Lo cual significa una diferencia radical con el paradigma de la Literatura del compromiso, más propensa a considerar la intelectualidad del mundo como la caverna de Platón o como la torre de Segismundo, de La vida es sueño (1635): la realidad existe, pero ha sido alienada por una cultura enceguecedora, por la ilusión, por le sueño que reproduce la explotación y retarda la toma de conciencia. Sobre todo, la Literatura del compromiso mantendrá su fe en intervenir y cambiar la realidad a través de la literatura y la toma de conciencia.

Desde las primeras páginas, el protagonista adolescente de Sobre héroes y tumbas, Martín, añora huir al Sur, hacia la pureza del “frío, limpieza, nieve, soledad, Patagonia” (Sábato, Héroes, 31). Es la misma fuga que realiza cien años antes otro Martín, el gaucho Martín Fierro, el personaje mítico de la literatura y la tradición popular del Cono Sur. Fierro huye de la civilización junto con su amigo Cruz, para convivir con los indios. La amistad entre dos hombres es exaltada como antídoto contra la decepción del mundo, representada en la corrupción de la civilización y la pérdida de la mujer. El viaje final de Martín al Sur, en compañía del humilde camionero Busich, es parte de una idea repetida en Sábato: la sociedad, la civilización, la cultura se ha corrompido. Pero ya no hay indios sino soledad patagónica. Queda la amistad, la única forma de redención, a falta de la solidaridad colectiva. Martín, desposeído de todo, busca trabajo y es humillado por el gran empresario que le descarga un largo discurso sobre el progreso y la patria. Martín (Nacho, en Abaddón, el Exterminador) baja de la alta oficina y, simbólicamente, vomita en la calle. Será, por el contrario, la calle, el espacio de los desheredados, con su filosofía tanguera, de bares y esquinas rotas donde encontrará la solidaridad de otro personaje que representa la derrota, la humildad y la solidaridad. Humberto J, D’Arcángelo represetna el tipo de ética opuesta a los empresarios Molinari de Sobre héroes y tumbas (1961) y a Rubén Pérez Nassif de Abaddón el exterminador (1974). El semi-analfabeto D’Arcángelo es el otro gran amigo y protector de Martín —después de Bruno, significativamente el intelectual—, cuya filosofía coincide con la de Discépolo. D’Arcángelo: “Aquí, a este paí hay que avivarse. O te avivá o te jodé para todo el partido” (95).

Para adelante no hay salida, por lo que es necesario volver hacia atrás y de ahí sus repetidos elogios a la autenticidad del “hombre común” (representado aquí por el camionero Busich y por D’Arcángelo), dos personajes semianalfabetos que no han sido corrompidos por el pensamiento y la civilización. No han sido corrompidos por el éxito sino purificados por la pobreza y el fracaso. Algo así como una variación urbna del “buen salvaje”.

En el caso del hiperintelectualismo de Abaddón, el exterminador, su carácter de novela-ensayo alcanza un valor estético semejante a Rayuela. Pero si para Cortázar la literatura era un ejercicio lúdico, para Sábato tiene un carácter sagrado que hay que salvar de la prostitución (es decir, de la desacralización del dinero). No obstante, persiste el carácter clausurado, hermético de misteriosas sociedades, casi medievales, potencias del mal y la oscuridad que buscan destruir el mundo. Lo político es secundario a un orden metafísico, cósmico que, como en el antiguo mundo azteca, debe ser salvado por la fuerza de sacrificios individuales. Este mártir suele ser el artista-vidente (Sábato, que es autor y personaje desdoblado en Sabato) y toda figura excepcional, capaz de subir a las cumbres de la filosofía occidental y luego bajar a los reinos del mundo demoníaco para volver a ascender en un proceso de purificación del héroe campbelliano (en sus novelas, los personajes principales siempre descienden a lugares cerrados como sótanos, cloacas y surrealistas bajomundos). El mundo de las novelas de Sábato está signado por el simbolismo de los ciegos. Si en “Nuestro pobre individualismo” (1946) Jorge Luis Borges dice que para el carácter argentino, la idea de los Lamed Wufniks —según la cual el mundo sobrevive por la intervención de 36 sabios que se desconocen entre sí—, es incomprensible para un argentino que descree del bien oculto, lo mismo podemos entender en la novelística de Sábato: el Mal —como el demiurgo de los gnósticos cristianos del siglo III— es quien gobierna el mundo y no busca su cambio, la destrucción, sino la perpetuación del orden, porque es un orden infernal basado en el dolor, la injusticia y la angustia. Contra eso nada se puede hacer, porque también representa la condición inmanente del inconsciente humano, lo opuesto a la utopía racional del futuro consciente: la moral del Hombre nuevo. Cuando Bruno regresa a Capitán Olmos es un regreso al pasado y al fracaso. El alter ego del autor, Bruno, después de un largo periplo por el mundo, vuelve a su pueblo de provincia, Capitán Olmos (Rojas, para el autor) y encuentra que los sagrados espacios de la infancia son “ridículamente pequeños”. Los sueños se han perdido junto con la inocencia. Visita el cementerio de su pueblo y reconoce a familias enteras. Al salir, con melancolía, poetiza su concepción existencial de una clausura incontestable: la lápidas son “piedras ensimismadas […] testigos de la nada / certificados del destino final / de una raza ansiosa y descontenta / abandonadas minas / donde en otro tiempo / hubo explosiones / ahora telarañas” (Abaddón, 471). El paradigma de la novela —y de su autor— se resume en el último párrafo: “Pero también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo) que todo un día será pasado y olvidado borrado: hasta los formidables muros y el gran foso que rodeaba la inexpugnable fortaleza”.[8]

Ante la realidad que rodea al autor, esgrime repetidas veces el mismo lema: “resistir”. Pero tampoco aquí hay salida. La condición humana no se puede cambiar; la condición política y cultural no depende de una revolución social sino de una resistencia individual. Como ese “¿Y entonces qué?” de Hombres y engranajes (1951), que no alcanza a responder en el capítulo final. Como en la obra de teatro La isla desierta (1938) de Roberto Arlt, no hay salida, pero en ésta no hay tenues sustitutos de la esperanza sino una frontal crítica social y cultural al racionalismo de la Modernidad. No obstante, la condición humana (lo inmanente) y su razón histórica (supongamos que pueden ser considerados dos cosas diferentes, como lo hace Sábato), están presentes en esta doble clausura político-existencial. “Un terremoto universal sacude los cimientos de la civilización, esa civilización que fue edificada sobre los principios de los llamados Tiempos Modernos” (Apologías, 109). La crisis del hombre no radica sólo en la eterna angustia del yo aislado sino en los errores del nosotros que acentuó la alienación. La crisis es universal y es particular, porque “si el hombre europeo tiene motivos de angustia, los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (110).

 

5.2La clausura política

La Literatura del compromiso, en gran parte desde una crítica marxista, descartará tanto la idea metafísica de una lucha del Bien contara el Mal como la idea de “hombre común” como sinónimo de autenticidad. El hombre común es parte de la corrupción de la cultura materialista (para el cosmos amerindio) o de la cultura capitalista (para el humanismo marxista). Es un hombre alienado por el sistema de producción y por la cultura masiva que lo adapta para la reproducción del mismo sistema. Sólo la crítica es capaz de romper el círculo en el cual está encerrado el hombre común, yendo más allá de las ideas prefabricadas para su opresión.

Alrededor de la jaula (1966) de Haroldo Conti, comparte los dos tipos de clausuras, la existencial y la política. “Debe ser aburrido estar adentro”, le dice Milo a Ajeno, el perro enjaulado. “Bueno, no te creas que se está mejor aquí afuera” (Jaula, 65). La fórmula del existencialismo rioplatense es la de El pozo (1939) de Onetti. Pero aquí la trampa natural de una cavidad en la tierra, una depresión, se traduce en una metáfora similar y diferente: “Allí estaba la jaula. El tiempo y la tristeza” (Jaula, 197). El tiempo y la tristeza son los mismos, pero ahora la visualización de ambos, la jaula, es una evidente obra humana con el único propósito de oprimir seres vivos. La clausura existencial, quizás como en el mismo Jean-Paul Sartre, busca una salida a la fatalidad del ser, de la nada, y encuentra un pasaje comunicante en la clausura política. “Aquello no era otra cosa que un vulgar calabozo y el conjunto una cárcel bien disimulada en ese viejo y simpático jardín” (40). Es decir, la condición humana puede estar definida de antemano, pero parte de esa condición es su libertad, aunque sea una libertad frustrada. La libertad implica primero una toma conciencia de su estado y luego una toma de acción. La primera es expresada con una clausura política, la crítica a un estado dado por otros hombres y mujeres. No es naturaleza sino historia. Por lo tanto, la angustia existencialista se convierte en esperanza política y en esta transición se produce el compromiso que, en nuestro diagrama, marca el pasaje del primer cuadrante al segundo.

—¿No te parece chica esta jaula, pa? [dice el Joven]

—Claro que sí. [dice el viejo]

—¿No podemos hacer algo?

—¿Qué, por ejemplo?

—Hablar con el director.

—No creo que resulte.

El chico lo miraba firme a los ojos.

—Como quieras, pero no cero que resulte. (33)

Haroldo Conti nos da un indicio, planteando primero la clausura existencial como una jaula y luego el recuerdo de un origen corrompido por la civilización (por la historia): “Al caer la tarde los barrotes se desvanecían y si los pájaros seguían allí era porque les daba lo mismo estar en una que otra parte. Un buen día, cuando recordaran, iban a remontar el vuelo y desaparecerían para siempre hacia aquellas regiones cuyo camino habían extraviado entre la gente” (Jaula, 29). Las verdaderas rejas que encierran los pájaros —hombres y mujeres— son mentales, culturales, y sólo pueden desaparecer con una conciencia nueva de los mismos. Al mismo tiempo, la metáfora alude a un origen perdido, corrompido; no a la progresión.

Finalmente el muchacho rompe las reglas y roba al perro para liberarlo de la jaula y planea su fuga (su propia liberación). Al igual que Martín Fierro (1875), al igual que Martín, el joven protagonista de Sobre héroes y tumbas (1960), —quizás, al igual que Ernesto Guevara— Milo intenta huir por los caminos laberínticos hacia aquellas regiones fronterizas donde la opresiva racionalidad del civilización no deja salidas a la jaula. Es una fuga hacia el origen y la regeneración. El éxito de la rebelión, como en los otros casos, es momentáneo. No logra superar la realidad opresiva y es atrapado por la policía. Su situación es peor que al comienzo, pero ahora su conciencia está marcada por la experiencia de la liberación.

Otra gran novela de los sesenta, Rayuela (1963) de Julio Cortázar comparte el paradigma de clausura de la literatura anterior. Horacio Oliveira, luego de divagar por el mudo, por el arte y por una maraña diletante de ideas filosóficas, termina sus días en un manicomio de Buenos Aires, perdido en un laberinto de hilos que teje en su cuarto para protegerse, lo que puede entenderse como materialización psicológica o metafórica de sus interminable hilado físico e intelectual en París, como ilusoria protección de una realidad amenazante, que ha perdido su norte y su oriente.[9] Aquí la jaula, la clausura, es una ilusoria protección del individuo irreversiblemente alienado. Es el individuo corrompido por la civilización quien ha terminado por cerrar las últimas puertas. No hay regreso al origen ni salida hacia la utopía del futuro.

Recurriendo a metáforas de signo inverso, Cristina Peri Rossi expresará la misma clausura. Sólo la recurrencia al tema político, a la historia, sugieren todavía una puerta entreabierta, un hilo de luz, una fisura en la sólida clausura existencial. Al igual que Julio Cortázar, Peri Rossi es frecuentemente asociada como intelectual comprometida. Su historia personal, el exilio de ambos en Europa, su crítica abierta a las dictaduras de América Latina o sus esporádicos apoyos a las izquierdas del continente justifican esta identificación. Pero en la mayor parte de sus obras el paradigma difiere de aquel que hemos identificado como propio o común de los escritores comprometidos más radicales. En La nave de los locos (1984), la puerta ya está cerrada. La temática política es fácilmente reconocible, sobre todo por sus paralelos con la historia reciente del Cono Sur, y se encuentra enlazada con un surrealismo que se encarga de convertir en pesadilla cualquier opción. Ni siquiera el exilio —esa fuga tan recurrente entre nosotros, los latinoamericanos, que inició el hombre-dios Quetzalcóatl mil años atrás— es una salida sino un nuevo camino a la pesadilla. Uno de los personajes principales, Equis, consigue trabajo controlando la lista de mujeres que son conducidas en un ómnibus para abortar. La idea de matadero, de desacralización de la carne y la imposibilidad de escapar a un sistema, son llevados al extremo ético y estético. Al igual que en El hombre que se convirtió en perro (1965) de Marco Denevi, o de los nuevos cadetes que en La ciudad y los perros (1966) de Vargas Llosa son obligados a caminar en cuatro patas, a ladrar y morderse entre sí, los protagonistas de La nave de los locos deben aceptar con naturalidad su propia deshumanización —su metamorfosis psíquica y social— a cambio de la sobrevivencia. Pero la distopía nunca será un estado de madurez sino de la arbitrariedad del poder o de la ignorancia. No hay hombre nuevo sino hombre viejo, decrépito y caduco. “Ninguna comprobación puede asegurar que la persistencia en una creencia, mito o idea guarde relación alguna con la madurez, pero los viejos están convencidos de ello” (Peri, Nave, 88). La literatura, la poesía, en el mejor caso, ahora es un débil instrumento de denuncia y testimonio de la derrota. La ironía y la parodia prevalecen. La fe se ha perdido. La distopía ha vencido y la literatura se ha prostituido al enemigo. Ya no es un instrumento de lucha, de resistencia y cambio, sino de legitimación.

Vercingetróix observó que los oficiales y soldados tenían no sólo predisposición a la violencia, sino también a la poesía y al relato; muchas veces los sobrevivientes recibían la orden de reunirse en el patio, y el comandante —con la voz turbada por la emoción y los ojos centellantes— les leía sus poemas, escritos en la soledad del campo cubierto de polvo de cemento. El aplauso era obligatorio y había sanciones y castigos para aquellos que aplaudieran sin entusiasmo suficiente o de manera poco sincera. Los poemas versaban sobre el amor a la patria, la belleza de la bandera, el honor de las Fuerzas Armadas, la encarnizada lucha contra los oscuros enemigos, el sol, el apostolado militar, las buenas costumbres y el espíritu cristiano. (Nave, 62)

La metáfora del mar, persistente en la obra de Cristina Peri Rossi, deja de representar la aventura de la navegación colectiva hacia un puerto futuro y se transforma en un permanente naufragio, donde cada individuo se aferra a los escombros más próximos que encuentra.[10] En el poemario Descripción de un naufragio (1975) es la historia la que naufraga. “Y en biquini vimos pasar / en síntesis la historia, / era una puta rubia. (185) […] Ella se entregaba a los banqueros en Londres / y entrenaba a los agentes de la CIA en California (Poesía, 187).

Así, la apertura del horizonte marino es, definitivamente, una nueva clausura: el náufrago está atrapado en la inmensidad, que es lo mismo, aunque la metáfora sea una perfecta inversión, que estar atrapado en una celda de dos por uno, como en el caso de Mauricio Rosencof. En Jorge Guillén, la clausura expresada por la cárcel es una forma de apertura, ya que la puerta es imponente pero no infranqueable; si está cerrada para el frágil individuo, no lo está para el pueblo:

Paloma, dile a mi novia

que cuando venga a mi entierro,

toque bien duro la puerta,

porque la puerta es de hierro. (Popular, 83)

Pero en Rosencof, aunque la clausura sigue siendo política, la derrota histórica le ha devuelto sus rasgos existenciales que la aproximan a la fatalidad y la desesperanza. Tanto en Las cartas que no llegaron (2002) como en El bataraz (1995) de Mauricio Rosencof, la narración se proyecta desde la celda de una prisión. Al mismo tiempo que testimonio y ficción, las dos obras recogen la experiencia del autor como preso político en Uruguay, durante la dictadura militar (1973-1984). En Las cartas que no llegaron, relato autobiográfico, hay un recurrente paralelismo del fracaso del padre judío, que escapa del holocausto de la soñadora Europa y el fracaso del hijo en los ’70, a través del fracaso de la utopía del compromiso. En los ’90 se cierra el optimismo utópico de los ’60. La risa del revolucionario se ha convertido en mueca de dolor. La progresión en repetición. La utopía en distopía. La combatida concepción de Hesíodo y de las religiones tradicionales, según la cual todo pasado fue mejor, es ahora un amargo reconocimiento. “Todo tiempo pasado fue mejor, Tito. Está escrito y en coplas. De donde se deduce que nuestro futuro es fulero, por cuanto un día añoraremos este hoy” (Bataraz, 131). La liberación se ha rendido ante la clausura política, primero y existencial, después. El círculo se cierra con la percepción de que el Hombre nuevo ha dejado lugar al primitivo Hombre lobo.

—Eso. Ese es el tema, Tito. El Hombre es lobo del Hombre.

—Hombre del Hombre, che. ¿Dónde viste a un lobo hacerte fumar por el culo, vuelta y vuelta? (165)

El Testimonio es un reconto de la distopía, de la muerte de la esperanza. En El bataraz, el prisionero es sistemáticamente torturado, lo que produce una ruptura con el mundo humano, con la fe del compromiso y es sustituido por un lazo afectivo con un gallo, el Tito. “El Ser Humano, Tito, está muy por debajo de la escala zoológica. Pero como la historia la escribe el ganador, los tigres no pueden revindicar su mejor condición muscular, el águila su vuelo, los delfines su gracia natatoria” (108). También el Hombre lobo es moralmente inferior: “aun las que llamamos bestias no atormentan al prójimo” (109). Aparte del claustrofóbico espacio físico, la clausura se refiere a la historia como distopía y a la misma psicología, entre lúcida y delirante del narrador. La aparente liberación se produce por la puerta de la locura. Las dos últimas líneas de El Bataraz no dejan dudas: “y ahora qué chau, entro en órbita, total infinita para y jamás ya está. / Y ahora, que hagan lo que quieran” (190). Lo diferencia de la locura de Horacio Oliveira, de Rayuela, que mientras que la locura de este es un caer hacia adentro de la espiral, la locura de El Bataraz es una especie de liberación budista. Uno se encierra para escapar del mundo mientras que el otro escapa de su encierro. Esta evasión por la muerte no es una aspiración al utópico Paraíso de las religiones tradicionales ni es la fusión mística del revolucionario con el pueblo futuro, sino la mera forma de acabar con el dolor de una clausura sin otras salidas.

El mismo paradigma —la violencia de la clausura política— enmarca el cosmos de Ana Terra (1949), de Érico Veríssimo, una saga que recuerda a Cien años de soledad (1966) pero sin el elemento fantástico y con referencias históricas precisas (1777-1811). Cuando la madre de la protagonista muere asesinada por un asalto de los temidos castellanos que disputaban la frontera con los portugueses, Ana no llora. Por el contrario, “seus olhos ficaram secos e ela estava até alegre, porque sabia que a mãe finalmente tinha deixado de ser escrava” (Terra, 82). Esta novela, como Incidente em Antares (1971), ambientada en la historia del naciente Brasil, está cruzada de referencias políticas propias de la época de su autor. Cuando el hijo de Maneco Terra, el padre de Ana, quiso acompañar al guerrillero Bandeira que luchaba contra los castellanos, el padre responde que mejor que andar tirando tiros es agarrar una azada y ponerse a trabajar la tierra. “Isso é que é trabalho de homem”. El hijo repite el discurso que elogia las virtudes de un patriota a lo que el padre contesta: “Patriota? Ele está mas é defendendo as estâncias que tem. O que quer é retomar suas terras que os castelhanos invadiram. Pátria é a casa da gente” (18). Esta idea del guerrero patriota que no lucha por un beneficio colectivo sino por el suyo propio pero con un discurso inverso, se repetirá otras veces a lo largo de la novela. Al final, es explícito. Cuando Ana Terra emigra a otras regiones fronterizas de Brasil y se instala en tierras de un hacendado llamado Ricardo Amaral, un breve período de paz es interrumpido nuevamente por una nueva guerra entre España y Portugal. Su hijo debe partir. Ana interviene para excusar a su hijo del servicio militar pero el hacendado no le concede este beneficio. Otra vez las mujeres quedan solas y Ana reflexiona: “Guerra era bom para homens como o Cel. Amaral e outro figurões que ganhavam como recompensa de seus serviços medalhas e terras, ao passo que os pobres soldados às vezes nem o soldo receberiam” (133). Cuando uno de los jefes regresa diciendo “agora todos esses campos até o rio Uruguai são nossos”, Ana vuelve a sacudir la cabeza, resignada y vuelve a preguntarse: “para que tanto campo? Para que tanta guerra? Os homens se matavam e os campos ficavam desertos. Os meninos cresciam, faziam-se homens e iam para outras guerras. Os estancieiros aumentavam as suas estâncias. As mulheres continuavam esperando. Os soldados morriam ou ficavam aleijados” (137).

Tanto por la corriente humanista como por la amerindia, expresado en la literatura por la reivindicación de la cultura y la raza oprimida, la desobediencia se traducirá en rebeldía y política revolucionaria. En Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, podemos ver una postura de la narración a favor del indio. El alzamiento de las mujeres cholas se expresa en el robo de la sal de los sacerdotes, mientras el cura dice hablar por Dios repitiendo una conducta tradicional Ernesto dice que las indias robaron la sal para los pobres pero el cura moraliza contra el pecado del robo. Doña Felipa es la chola guerrillera mientras el padre Linares y el Viejo representan las dos figuras autoritarias que Ernesto enfrenta: el clero y el poder social. Según Conejo Polar, en esta novela se advierte la superación de la obediencia de la palabra divina (Arguedas, Ríos, 273).

Hay una gran semejanza entre Los ríos profundos (1958) de María José Aguedas y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y Un oscuro día de justicia (1970) de Rodolfo Walsh. El internado, la violencia machista, el racismo. Los tres se desarrollan en instituciones tradicionales de enseñanza, lugares herméticos y violentos. Esta violencia es administrada siempre por una estructura opresiva. Cuando no es militar pertenece a la iglesia católica. Es decir, instituciones verticales. Cualquier forma de desobediencia será una reacción contra la legitimidad moral de la autoridad institucional y, sobre todo, ideológica.

En la lectura de Un oscuro día… la referencia a la coyuntura política puede perderse completamente en otro contexto, pero es concreta e ineludible en su escritura. Uno de los mandos medios de este colegio de irlandeses en Argentina, el celador Gieltry, promueve peleas de boxeo entre sus pupilos. La opresión de la violencia, la clausura espacial y moral, se resuelve con la tradicional contradicción de la práctica opresiva y el discurso moralizador. “El celador Gieltry había subido apenas un minuto para verlos arrodillarse en sus camisones y recitar la oración nocturna que imploraba a Dios la paz y el sueño o al menos, la merced de no morir en pecado mortal” (Walsh, Oscuro, 24). Incluso, la contradicción se resuelve con una dialéctica darviniana, con una racionalización de la distopía:

El celador Gieltry estaba preocupado. Sabía naturalmente que el Ejercicio era cruel y casi intolerable para Collins, pero había visto la crueldad inscripta en cada callejón de lo creado como la rúbrica personal de Dios: la araña matando la mosca, la avispa matando la araña, el hombre matando todo lo que se le ponía a su alcance, el mundo un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza, generaciones encumbrándose y cayendo sin utilidad, sin propósito, sin vestigio de inmortalidad surgiendo en parte alguna, ni una sola justificación del sangriento simulacro. (40)

Hasta que uno de los pupilos, Collins, golpeado varias veces por el Gato, se revela y decide llamar a su tío Malcom. Éste promete darle una paliza al Celador, la que se cumple un domingo. Sin embargo, por saludar a su “pueblo” cuando ya había vencido, recibe un golpe a traición del celador y es finalmente derrotado. La metáfora se vincula con el Che Guevara y el pueblo que espera un héroe, de forma errónea. Según Rodolfo Walsh, en la entrevista que le hizo Ricardo Piglia en 1970, este cuento comenzó a ser escrito antes y se terminó un mes después de la muerte de Guevara. En esta historia aparece “una nota política, la primera más expresamente política” (56). El párrafo políticamente más explícito de Un oscuro día es casi una moraleja medieval: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los miedos, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcom al otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino” (52).

Esta derrota final deja estratégicamente inconforme al lector que esperaba su happy ending. La función del final donde el lector es derrotado, consiste en derivarlo fuera del mundo literario, hacia una toma de conciencia sobre la otra realidad que lo afecta: la verdadera realidad, para el escritor comprometido. Esta derrota se diferencia del hermetismo de clausura existencial al convertirse en clausura política.

Mario Benedetti, refiriéndose a La ciudad y los perros (1966) de Mario Vargas Llosa, observa que “hay en los cadetes del Colegio Leoncio Prado una actitud gregaria que sin embargo tiene poco que ver con la camarería o la fraternidad; más bien se trata de una promiscuidad de soledades” (Cómplice, 228). En la gran metáfora realista de la clausura social que construye Vargas Llosa, hay apenas una fisura. Los individuos han sido corrompidos por las instituciones, las han corrompido o el proceso es recíproco. Sin embargo, escribe Benedetti en su crítica de 1967, “después de toda una historia en que lo inhumano aparece a cada vuelta de hoja”, la recuperación del Jaguar, el más violento de los cadetes, “es uno de los pocos rasgos esperanzados de la novela. En cierto modo, resulta esclarecedor que Vargas Llosa, frente a la posibilidad de rescatar a uno de sus personajes, se haya decidido por el Jaguar, alguien que no proviene de Miraflores sino de la delincuencia, de un pobre sedimento social” (230).

Por su parte, Hombres de maíz (1949), novela de un maduro estilo que después se conocerá como “realismo mágico”, ya había realizado el ejercicio artístico de integrar la imaginación con una fuerte implicación política que será propia de los escritores comprometidos: la ubicación del mundo marginal, especialmente el mundo indígena en el centro ético de la obra. Sin embargo —o por ello mismo— esta centralidad ética se realiza desde una periferia del poder, que representa el progreso material de aquellos hacendados que sustituyen la cultura del cultivo de sobrevivencia (representados por el cacique Gaspar Ilom) por la explotación de la tierra en pos de una siempre creciente plusvalía (representados por Coronel Chalo Godoy). Según el Popol Vuh, el hombre está hecho de maíz, y enriquecerse con su explotación extensiva es una forma de sacrilegio. El cacique Ilom es sacrificado pero su cuerpo o su espíritu —para la cultura mesoamericana eran uno en el hombre— se esparce como el fuego.

La clausura de la distopía es histórica en la Literatura del compromiso —producto de la derrota— y es constitucional en las instituciones vencedoras. En los ’70 vence el paradigma antihumanista del militarismo sintetizado en las palabras de un sargento, según La granada (1965) de Rodolfo Walsh: “yo no podría vivir fuera de un cartel. Cuando me pongo ropa civil, me parece que soy una mujer” (Granada, 12). En esta obra, se registra la oposición de la moral del soldado y la del revolucionario, según era entendido por Ernesto Che Guevara. Uno, parte de un engranaje, matador a sueldo; el otro, investido por la fuerza moral de sus ideales. En La granada se parodia la preocupación militar por las técnicas de la muerte, no por las razones de la guerra. Se elogia las virtudes de un nuevo explosivo como si se tratase de un descubrimiento científico, despojado de cualquier vínculo ideológico. En Los oficios terrestres, en cambio, no es posible descubrir una postura marcadamente político-ideológica en ninguno de los relatos sino un estado de violencia general y permanente, propia de la clausura distópica.

Otra obra de teatro argentina, La mueca (1970) de Eduardo Pavlovsky, plantea la dualidad de la crítica social al tiempo que mantiene su clausura. El experimento consiste en lo que hoy podaría definirse como un contemporáneo reality show dentro de la obra. Un director de cine, el Sueco, se propone registrar la espontaneidad de un matrimonio burgués. Su propósito manifiesto es la exploración estética, pero todo el fondo de la obra alude a la ética y a una forma social que parece estar cuestionada por la hipocresía del matrimonio. El mundo se ha desacralizado:

SUECO: […] Aníbal, escribí esto. Nuestros pequeños egoísmos y apetencias diarias los que nos han desviado del camino. El hombre ha perdido su posibilidad de trascender. Tenemos que llevar nuestra realidad cotidiana a un estado de absoluta pureza. (Mueca, 25)

La historia ha decaído en la corrupción, la humanidad ha descendido a un estadio inferior de la cual es necesario rescatarla. No se trata de proyectar sociedades perfectas, como lo hicieron los socialistas utópicos del siglo XIX sino de rescatarla de la catástrofe.

FLACO: Pintura del Renacimiento. No te cansás de mirarla… arte sin violencia.

SUECO: Otra época, Flaco, otros mundos, otros hombres. Yo preferiría no ser violento, pero estamos hecho añicos y tenemos que reconstruirnos, pedazo a pedazo. (26)

Sin embargo, este proyecto fracasa cuando se pretende aplicar a un hombre definitivamente corrompido por su cultura. Luego de desenmascarada la moral burguesa de la pareja, éstos se conforman fingiendo una sonrisa final, lo que significa una continuidad de la hipocresía expuesta uno al otro.[11] Nada ha cambiado en la escena, aunque ese pesimismo tenga por objetivo reforzar la crítica en los espectadores, es decir, en los actores reales. Esta idea aparece al final de La muerte y la doncella (1992) de Ariel Dorfman, cuando la obra no es cerrada con un telón sino con un espejo que baja. Los actores —la mujer violada por el régimen dictatorial y el médico torturador— se han sentado entre el público. Público y actores ahora se contemplan, porque son la misma cosa: ellos son la víctima y el torturador, la mala conciencia de una obra que no ha tenido un happy ending.

La idea de restauración del orden anterior, presente desde La vida es Sueño (1635) es común en la literatura crítica latinoamericana. El sad ending puede entenderse como una provocación crítica a algo que no podía ser resuelto ni modificado por la obra de arte sino por la nueva conciencia del espectador-lector de un problema expuesto. Un prototipo de este modelo de obra crítica es La isla desierta (1939) de Roberto Arlt. La obra de arte es la salida de la rutina a un estado excepcional, que puede ser una acción o una conciencia. Pero este desvío es corregido por la realidad, porque la realidad no es la obra de arte sino su materia prima. Esto le da un carácter circular a cada obra. La diferencia puede radicar en si ese círculo está cerrado o abierto. En el primer caso estamos en la clausura existencial y en el segundo en la clausura política.

La rebelión de los muertos de la novela de Érico Veríssimo, Incidente em Antares (1971), culmina con la prohibición por ley de las huelgas por parte del nuevo gobierno. Un artículo en el diario dice que a partir de entonces la relación entre obreros y patrones son armónicas y no están contaminadas de política partidaria. La policía cerró algunos bares por ser lugares de reuniones de comunistas (481). Luego un padre censura a su hijo, que estaba aprendiendo a leer, por leer un graffiti que decía “li-ber…” El niño, la utopia castrada por el padre, es “puxando com força, a mão do filho, levou-o quase quase de arresto, rua abaixo”. La referencia política es central.

Sin embargo, esta idea de la clausura política es, al mismo tiempo, una negación de la clausura existencial. El orden antiguo se reinstala pero queda claro que se trata de una obra humana, que además es injusta.

 

5.3La desacralización de la sangre. El mundo sin alma

La idea histórica y hasta metafísica del mundo moderno de Sábato como una máquina a la vez racional y diabólica, en Eduardo Galeano toma la forma de un plan deliberado —aunque con frecuencia impersonal— del materialismo capitalista.[12] Es el Sistema

que programa la computadora que alarma al banquero que alerta al embajador que cena con el general que emplaza al presidente que intima al ministro que amenaza al director general que humilla al gerente que grita al jefe que prepotea al empleando que desprecia al obrero que maltrata a su mujer que golpea la hijo que patea al perro (Galeano, Abrazos, 30).

Como un fractal, cada parte reproduce el todo: la opresión doméstica es parte de la lógica de la opresión de clases como ésta es parte de la opresión entre naciones.[13] Pero en algo coinciden las cosmovisiones de los dos autores: esta desacralización comienza o se radicaliza en el Renacimiento. Para Sábato es producto de la cultura de la abstracción y la mecanización que ha deshumanizado al individuo; para Galeano es la lógica del naciente capitalismo que con su fuerza imperial va arrasando cuanto se le cruza en su camino. Amerindia sufrirá de esta lógica de la codicia por los beneficios materiales. Será la riqueza mal entendida la responsable de la pobreza. En Memoria del fuego, un sacerdote de Yucatán profetiza que “mucha miseria habrá en los años del imperio de la codicia” (I, 49).

Es aquí donde se comprende la radicalización del humanismo europeo como reacción a una realidad de sentido contrario. Este momento queda sugerido cuando el mismo Galeano resume en una página el libro Utopia (1516) de Tomás Moro, donde se describe una isla americana en la que el oro y el dinero no tienen valor, no existe la propiedad privada ni la codicia de acaparar más de lo necesario (I, 72). Las primeras líneas recuerdan que Moro conoce o inventa a Rafael Hithloday en 1515, un marinero de Américo Vespucio. Según Hertzler, Utopia no es otra cosa que lo contrario de la Inglaterra de la época. “The life in Utopia is but England reversed” (133). También los humanistas católicos a principios del siglo XVI escribieron reaccionando a la desacralización mercantil del Vaticano. Lo que equivale a decir que América representaba para los humanistas todo lo que no encontraban en la Europa del Renacimiento. La dicotomía es: Europa/América, materialismo/comunismo, corrupción/edad de oro. Es también significativo que América signifique, para este mundo de empresarios y aventureros, precisamente el oro, lo material del mundo, y que para conseguirlo se haya esclavizado y exterminado a pueblos indígenas y africanos, lo que equivale a la transacción del oro por la sangre, elemento central de la visión histórica e ideológica de la resistencia amerindia que reconocerá la dicotomía, la radicalizará y tomará parte por el otro extremo. Desde este punto de vista, no es casualidad que el siguiente año que refiere Memoria del fuego sea 1519, su título “Carlos V”, y las referencias se centren en la desacralización, ya no sólo del mundo material sino de los elementos religiosos del cristianismo: “editan la Biblia en letras góticas y en números góticos las cotizaciones del oro y la plata” (I, 72). Luego “Miguel Ángel, mientras pinta y esculpe sus atléticos santos y profetas, escribe: La sangre de Cristo se vende por cucharadas. Todo tiene precio” (I, 73). La sangre de Cristo en venta no sólo pertenece a la tradición cristiana que opone el alma a los treinta dineros que cobró Judas por su Maestro, o a Jesús expulsando a los mercaderes del templo —costumbre aceptada en la tradición anterior y en la posterior ética calvinista protestante—, sino que además refiere al elemento vital, la sangre, elemento cosmogónico que en Amerindia representaba el movimiento del mundo, la vida del cuerpo y del alma.

Quizás uno de los estudios más explícitos sobre la desacralización de la cultura —y a través de ella, de la vida— por el dinero, es el que en 1972 publicaron Ariel Dorfman y Armand Matterlart con el título Para leer al pato Donald. Los autores hacen explícita la intención de las fuerzas imperiales y reaccionarias de, a través de los medios de cultura popular, como las revistas de historietas, vaciar a la historia de su dinámica. Por tratarse además de historietas infantiles, su significado es pedagógico y creador de paradigmas sociales. La historia, el movimiento, ha sido extirpada del cosmos creado por los demiurgos de Walt Disney: “Como los animales tampoco toleran las vicisitudes de la historia y no pertenecen ni a izquierda ni a derecha, están pintados para representar ese mundo sin la polución de los esquemas socioeconómicos” (Donald, 14). “En el mundo de Disney, nadie trabaja para consumir. Todos compran, todos venden, todos consumen, pero ninguno de estos productos ha costado, al parecer, esfuerzo alguno. La gran fuerza de trabajo es la naturaleza, que produce objetos humanos y sociales como si fueran naturales” (88). La negación de la historia en la cultura popular, el requisito del olvido, tiene un significado ideológico y, por lo tanto, histórico. Los personajes “como no han nacido no pueden crecer […] lo imaginario infantil es la utopía pasada y futura del adulto” (20). Una observación de tipo psicoanalítica confirma esta ausencia de la historia:

Como la revista es la proyección del padre, su presencia se hace innecesaria y hasta contraproducente […] La literatura infantil misma sustituye y representa al padre sin tomar su apariencia física. El modelo de autoridad paterna es inmanente a la estructura y a la existencia misma de esa literatura […] la distracción refuerza la emisión teleguiada. (21)

En este género de historieta popular o popularizada, hay una permanente ausencia de los progenitores, la que es reemplazada por tíos. “Es un universo de tíos-abuelos, tíos, sobrinos, primos, y también en la relación macho hembra un eterno noviazgo” (23). Todos los compañeros de los machos y hembras (siempre solteros) son sobrinos. El crecimiento poblacional siempre se debería a causas extrasexuales (24). La abundancia de sobrinos y tíos y la carencia de progenitores procuran eludir el problema de una infancia sexualizada (25), es decir, el pecado original del placer, el sentido epicúreo de las “culturas primitivas” que las culturas reprimidas extirparon en beneficio del beneficio material. “Estos personajes, al no estar engendrados en un acto biológico aspiran a la inmortalidad; por mucho que sufran en el transcurso de sus aventuras, han sido liberados de la maldición de su cuerpo” (25). No se aproximan a lo cotidiano-real, como se pretende, sino lo contrario. “Se ha sepultado incluso la naturaleza como causa de rebeldía (A un tío no se le puede decir: ‘Eres un mal padre’)” (27). Pero el resultado es la falta de amor y solidaridad. El elemento ético y emocional se ha rendido a la desacralización del oro, de la materia. A lo sumo hay caridad o lástima. Pluto sólo es tratado bien por Mikey cuando hace un acto heroico o útil, como cazar a un ladrón y obtener una recompensa monetaria de parte de las autoridades (28). Las órdenes de Tío Rico nunca son cuestionadas. Cada vez que Donald, el tío-sobrino-tonto, propone algo que sale de los intereses de su pariente millonario, es castigado de una forma indirecta. Donald sólo puede limitarse a decir: “¿cuando aprenderé a cerrar la boca?” (28).

Tío rico es el símbolo de la profanación del oro, la ambición en estado puro que se baña en un mar de monedas en un templo precedido por un símbolo monetario. Su ideología impregna el resto de los personajes y la historieta toda. Cuando Donald cuestiona este orden, su inevitable derrota sirve para confirmar el orden mismo. “¡Bah, el talento, la fama y la fortuna no lo son todo en la vida”, dice Donald y sus sobrinos responden todos al mismo tiempo con una pregunta: “¿No? ¿Qué otra cosa queda?”. Pero Donald, observan Dorfman y Matterlart, no encuentra la respuesta y sólo titubea: “Er… Humm… A ver… Oh-h” (29). Como observará más tarde Mas’ud Zavarzadeh sobre las películas de Hollywood, el margen —en este caso los niños— cumple con la función de reparar el centro cuando éste se desvía o se vuelve disfuncional (188). Existe una abundancia de “niños listos”, como Lobito que encarcela a su padre o Gilberto que supera en inteligencia a Tribilín. Incluso hasta el astuto Mikey es enseñado por sus sobrinos. “Cuando el grande no se comporta de acuerdo con el modelo, el niño toma su centro. Mientras sea eficaz el sistema, no se lo pone en duda. Pero basta que falle para que el niño se rebele, exigiendo la restauración de los mismos valores traicionados, reclamando la estabilidad de las relaciones dominante-dominado” (31). El adulto ha creado el mito de la infancia pura, y “transada sus propias ‘virtudes’ y ‘saberes’ a ese niño tan perfecto. Pero a quien admira es a sí mismo” (33). “La rebelión de los pequeños es para que sus padres sean auténticos y cumplan su lado del contrato” (34) en la relación dominado-dominador. En síntesis, “el mundo de Disney es un orfanato del siglo XIX” (30). Se celebra la donación caritativa de “las damas de Patolandia”, mientras que el “Manual de los cortapalos” es el conocimiento enlatado que contiene la solución preestablecida para cualquier problema en cualquier tiempo y lugar (34). Los personajes femeninos, en cambio, nunca son criticados. Ello se debe a que no se salen del rol esperado de humildad y obediencia. (35). “El único poder que se le permite es la tradicional seducción, que no se da sino bajo la forma de la coquetería” (35). Si en siglos anteriores el rol femenino se reducía a esposa, monja o prostituta, aquí se establece una doble alternativa: “ser Blanca Nieves o ser la Bruja, la doncella ama de casa o la madrastra perversa. Hay que elegir entre dos tipos de olla: la casuela hogareña o la poción mágica horrenda. Y siempre cocinan para el hombre, su fin último es atraparlo de una u otra manera” (35). Por su parte, sus pretendientes son “castrados que viven en un eterno coitus interruptus con sus vírgenes imposibles. Como nunca se las posee plenamente, se vive en la perpetua posibilidad de perderlas. En la compulsión eternamente frustrada, la postergación del placer para mejor dominar” (37). A la hembra sólo le queda la posibilidad de realizarse como “objeto sexual, infinitamente solicitada y aplazada” (36).[14] Es un “mundo sexual asexuado” (37).

El sexo, como el oro y la sangre, ha sido desacralizado, ha perdido todos sus atributos trascendentes: “el sexo está pero sin su razón de ser, sin el placer, sin el amor, sin la perpetuación de la especie, sin la comunicación” (37). El sexo es sólo otro medio de dominación. Los autores ponen como ejemplo uno de los dibujos donde una ardilla hembra coqueta con un estilo de Marilyn Monroe en primer plano, mientras un macho le dice a otro menor: “Allí está ella, lista para ser salvada” (38). Pero ¿por qué es un mundo de animales? Según Dorfman y Matterlart, “todos los intentos de Disney se basan en la necesidad de que su mundo sea aceptado como natural […] el animal es el único ser viviente del universo que es inferior al niño” (41).

En la crítica y en la visión posterior, el presente comienza a verse ya no como una condición existencial, casi ahistórica, sino como el resultado de la corrupción de la historia. En “Amor por el bosque” (1973), Mario Benedetti lo pone en términos de fábula. “Había una vez un bosque […] Sin embargo, y pese a todas las dificultades de la vida salvaje, aquel era un bosque feliz” (Aquí, 44). Hasta que una mañana apareció un hombrecito, “como anticipo, pisoteó un escarabajo y le arrancó las alas a una mariposa” (45). Después volvió con sus socios y amplió la escala del despojo. Durante algunas semanas, “indiferente a las más hondas aspiraciones de la flora y de la fauna, taló y taló. No dejó un solo árbol en pié”. Finalmente, “el hombrecito desenrolló un gran cartel y lo colocó en el primero de los camiones. Como la tortuga era analfabeta, no pudo enterarse del texto del letrero: ‘Yo quiero a mi bosque, ¿y usted’” (45). Un año antes Ernesto Cardenal había publicado estos versos, donde el progreso y la destrucción de esa naturaleza van juntos: “Y ahora en el Ohio desembocan todas las cloacas, / desperdicios industriales, sustancias químicas / los detergentes de las casas han matado los peces / y el Ohio huele a fenol” (Marilyn, 44). Esta desacralización del mercado, del oro, es expresada en “La batalla de los colores”, de Ariel Dorfman, donde el explosivo laberinto de pinturas de un artista resiste la represión de los militares, en un aludido Chile de los ’70. Los militares ejercen la fuerza bruta según las tácticas y las políticas del imperio, al mismo tiempo que el mercado completa la violenta desacralización de la libertad:

tal como lo habían enseñado en Panamá y en North Carolina, sin dejar un papel por revisar […] agregando que no era esencial quemarlos todos, era posible que también la máquina trituradora de papeles picara bien finito cada ejemplar y se podía hacer techos y fonolinas que podían exportarse a buen precio o convertir esa pulpa en fotonovelas e historietas para que los niños tuvieran entretenimiento sano. (Dorfman, Militares, 145)

La ironía del “entretenimiento sano” recuerda el análisis de Para leer al pato Donald (1972), al tiempo que la libertad del mercado anula la libertad del pueblo: “…qué se han imaginado vendiendo medicinas a precios tan bajos, eso contraviene la libertad de vender más alto, y la ofensiva fue dando resultado, mi general…” (146). El beneficio, el oro, la explotación del capital han desacralizado la naturaleza y en ella al hombre.

La lectura política de la fábula de Benedetti es consecuente con la crítica del autor a la política partidaria de la época. Si cambiamos bosque por país o naturaleza, flora y fauna por pueblo, hombrecito por capitalista, cartel por discurso o propaganda, tortuga por marginado, amor por interés, tendremos la lectura política que inferimos conociendo al autor. Si desconocemos el resto o si descartamos la gravitación de cualquier referente social —es decir, si descartamos la metáfora—, es sólo una fábula candorosa. Como se podría desprender de una lectura de Para leer al pato Donald (1972), esta historia interpretada sin el factor político sería una historia inocente pensada para niños lectores de Disney, aunque esta inocencia tampoco esté libre, de hecho, del factor político.

No es tan evidente, sin embargo, el paradigma que refleja. La naturaleza y la verdad han sido profanadas: una con la acción del explotador; la otra con el discurso legitimador, que es contradictorio con los hechos y valores referidos. No es la historia que progresa hacia la utopía sino hacia la distopía. No asciende; desciende. Esta imagen, necesariamente, debe asumir un origen ideal o, por lo menos, sin el grado de corrupción del presente. El paradigma cosmogónico es contradictorio con la ideología más común de los autores comprometidos, el marxismo. El pecado es de origen materialista. La naturaleza, ha sido desacralizada por la profanación del oro y de la sangre, profanados por el capital. Junto con el mundo material y por consecuencia de éste, se ha corrompido el mundo moral. Contradicción que lleva al mismo Eduardo Galeano a sugerir “que fundáramos el marxismo mágico: mitad razón, mitad pasión y una tercer mitad de misterio” (Abrazos, 209).

La corrupción está en el centro de la civilización, en el centro del poder, como lo estaba en México-Tenochtitlan en el apogeo del ilegitimo imperio Azteca, devorador de sangre humana. En nuestro mundo, ese centro es el Occidente materialista. Se ha desacralizado la vida, razón por la cual es el marginal, el oprimido, el único agente resistente. En “Cumpleaños en Manhattan” (Nueva York, 14 de setiembre de 1959), Mario Benedetti menciona “las tres clases de seres más vivos de este Norte / quiero decir los negros / las negras / los negritos” (14). El oro, el capital, la abstracción del dinero, se oponen a la sangre, a la vida. En Oración por Marilyn Monroe (1972) Ernesto Cardenal plantea la misma fórmula: el éxito de la estrella, el icono de la sensualidad del mundo capitalista, la mujer que fornicó con el poder de los Kennedy y la intelectualidad de Arthur Miller, es representada a través de su solitario suicidio. El éxito material —el dinero y la fama— es simultáneamente el vaciamiento de la vida, la desacralización de la sangre. La misma idea se repite en “Estrella encontrada muerta en Park Avenue” (1975). Cardenal describe un mundo que se parece a los Estados Unidos de la época, donde abunda el confort, el vacío, la falta de amor, la perfección y la muerte. La idea del éxito vacío es representado por la estrella de cine que termina suicidándose: el éxito sin pasado (origen) y sin futuro (utopía) es el fracaso. El suicidio es percibido como una muerte inversa del mártir. Uno muere para morir, el otro es sacrificado para dar vida. Uno representa el vacío y el absurdo de la vida; el otro el sentido que trasciende al individuo. El poeta destaca el hecho, el símbolo, la metáfora y la realidad de Marilyn Monroe muriendo con la mano en el teléfono. “Señor / Quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar […] contesta Tú el teléfono!” (Marilyn, 12). El teléfono tiene un significado doble: es, junto con el cine y la televisión, uno de los íconos del progreso tecnológico del siglo XX. Pero además es un instrumento utilizado para la comunicación, para la comunión entre dos personas. La cosificación, la deshumanización, son vistas como parte del éxito como parte de una cultura que lo desacraliza todo. Roque Dalton poetiza o despoetiza este vacío propio de la máquina social representada por los burócratas que “mueren aferrados al teléfono / con los ojos amarillos fijos en el reloj / leen el Reader’s Digest y los poemas de amor de Neruda” (Poesía, 92).

En la antigua Mesoamérica, la sangre humana y la sangre de los dioses no eran dos tipos muy diferentes. Ambas tenían el poder de mantener el mundo en movimiento. Especialmente entre los aztecas, cuya civilización se levantó sobre la conciencia de la ilegitimidad, esta creencia se traducía en el monstruoso ritual del sacrificio humano. La sangre, como el oro, pertenecía al mundo material y al mundo del espíritu y eran sagradas como tales. La Conquista significó la desacralización de ambos elementos. El oro del cuerpo humano y la sangre de la tierra fueron regadas por Europa por las venas abiertas de América Latina. Reflexionando sobre Cuzco y la Conquista, el joven Ernesto Guevara anota en su diario una idea común: “ahora ya no era Cuzco el ombligo del mundo sino un punto cualquier a de su periferia y los tesoros emigraban a la nueva metrópoli allende el mar para alimentar el fasto de otra corte imperial; los indios no trabajaban la tierra yerma con el empeño de antes y los conquistadores no venían a quedar adheridos a ella” (Diario, 162). El oro maldito de los conquistadores se convierte en el siglo XX en el capital de los nuevos imperios. Eduardo Galeano reconoce de forma explícita esta continuidad del pecado capital: “aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos, y las ganancias de la General Motors” (Venas, 12). También Ernesto Cardenal: Somoza, como Moctezuma y Atahualpa, es el “esclavo de los extranjeros / y tirano de su pueblo” (Antologia, 76). En el siglo XX, es la fuente del pecado de la deshumanización a través de la explotación de la insaciable plusvalía. En la poesía de la Literatura del compromiso, las referencias al pecado capitalista, a la desacralización de la sangre, serán explícitas: “ustedes cuando aman / calculan interés / y cuando desaman / calculan otra vez” (Benedetti, Canciones, 90). En la novela Gracias por el fuego (1965), del mismo autor, el cosmos social está basado en el pecado capital que prefija la clausura política. Cuando el patriarca dueño del diario —dueño de la opinión pública y de la vida de sus hijos— le recuerda a su hijo Ramón que el inicio de su agencia de turismo fue producto de uno de sus préstamos, éste pregunta: “Entonces, ¿qué salida me deja? […] aunque le devuelva toda la plata en su totalidad, siempre queda vigente el hecho de que usted me dio la oportunidad gracias a ese dinero […] ¿cuál puede ser mi escapatoria?” (Fuego, 158). El padre sentencia: “No tenés escapatoria” (158). Ramón es el típico personaje de la literatura existencialista: autoreflexivo, intrascendente, detallista, sensual, intimista, absurdo. Gracias por el fuego —al igual que la primera novela de Eduardo Galeano, Los días siguientes (1963)— alcanza, sobre todo con este personaje, el mismo estilo narrativo y probablemente la misma cosmogonía de los personajes de Les Chemins de la Liberté (1945) de Jean Paul Sartre: “Siempre me ha gustado estar como ahora estoy. Echado sobre una roca, mirando el mar. ¿Por qué tendré las piernas tan peludas?” (Benedetti, Fuego, 56). Etcétera. Pero también es el personaje de transición entre la Literatura existencialista y la Literatura del compromiso. Ramón, pero sobre todo la trama novelística que lo contiene, se vuelven políticamente problemáticos. La escapatoria, que este personaje había ensayado insistentemente en el sexo y la infidelidad, concluye con un último intento: el suicidio. El pecado del capital sacrifica a su víctima. Pero la sangre, la muerte, están aquí desacralizadas.

Otro ejemplo de un mundo vacío, semejante a un ambiente de ascéptica morgue, es el referido en el cuento “Dorando la píldora” (Cuentos para militares, 1986) de Ariel Dorfman. Aquí el paradigma de la clausura ya está instalada desde el comienzo hasta el final. Un hombre viaja de Kansas a Chile con un pasaje para la madre de un compañero de trabajo que se va a casar. Junto con la noticia del matrimonio debe explicarle que su hijo y su futura nuera trabajan como conejitos de indias probando medicamentos en un laboratorio farmacéutico. Ante el entusiasmado engaño de la madre que cree que cuidan enfermos, el hombre renuncia a la verdad y decide salvar la mentira piadosa. El contraste entre curar enfermos y trabajar enfermándose acentúa el carácter regresivo del progreso. La deshumanización (según la historia) y el pecado (según el mito) aparecen como un estado permanente sin posibilidades de reivindicación: el cuerpo, el alma, han sido desacralizados al extremo por la maquinaria productiva de un sistema vencedor. El cosmos se alimenta de sangre humana pero no sirve a otro dios que al dios de la muerte. La higiene del laboratorio es la higiene de un amorgue que recicla carne humana en las factorías del progreso.

Pero la destrucción también anuncia una nueva Era. “La internacional Telephone and Telegraph / por allí anda suelta, como el tigre” (Cardenal, Canto, 43). El tigre, el jaguar, es Ocelotl, el dios que destruye a la humanidad imperfecta en el segundo sol. Esta Era precede al tercer sol, la era de los hombres de maíz, demasiado perfectos e insumisos y, por tales, destruidos por Ehecatl, dios del viento.[15]

 

5.4El dios ausente

Si en España los intelectuales se identificaron e identificaron un país hecho de diversos países con una sola religión —la católica— en América los críticorevolucionarios no podían hacer la misma opción. Aún con un pueblo mayoritariamente convertido, sus intelectuales se volvieron incrédulos, cuando no simplemente laicos. La teología de la liberación, al volver la mirada a los orígenes del cristianismo, se convirtió en el punto de encuentro más paradigmático donde pudo coincidir la rebeldía y la tradición europea en poetas como Ernesto Cardenal.

En 1986 Mario Benedetti recordaba una sentencia de Jean Dauvignaud, según el cual “el hombre de pluma se ha liberado de Dios” y entendía que en su tiempo tenía alguna validez. La mayoría de los escritores “se han ido deslizando hacia el agnosticismo o son decididamente ateos. No es improbable que esa transformación aporte indirectamente una cuota de desánimo” (Subdesarrollo, 237). Esa ambigua referencia de Dauvignaud a la liberación y a Dios no pasa del aforismo. En la cosmogonía de los personajes y de sus autores es mucho más problemática. En todas podemos percibir el cuestionamiento de Jesús antes de morir como hombre, “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt, 27; 46) que es, al mismo tiempo, la renuncia y el abandono de Quetzalcóatl y de Viracocha.

Martín Salomé, el alter ego de Mario Benedetti en La tregua (1960), transcribe un diálogo que puede ser entendido como monólogo de Salomé. Ante la definición de Dios como “la esencia de todo […] lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia”. Salomé acepta que quizás quienes sostienen este tipo de definiciones estén el lo cierto. Pero no es la verdad abstracta lo que importa a Salomé, sino su sentido humano: “no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas” (Tregua, 220). Esta comunicación existencial con Dios se da en un momento breve, como el amor humano, y luego se pierde. En el clímax trágico y existencial de la novela, Martín Salomé anota en su diario:

El 23 de setiembre no sólo escribí varias veces ‘Dios mío’. También lo pronuncié, también lo sentí. Por primera vez en mi vida sentí que podía dialogar con él. Pero en el Diálogo Dios tuvo una parte floja, vacilante, como si no estuviera muy seguro de sí. Tal vez yo haya estado a punto de conmoverlo. Tuve la sensación, además, de que había un argumento decisivo, un argumento que estaba junto a mí, frente a mí, y que, pese a ello, yo no podía reconocer, no podía incorporar a mi alegato. Entonces, pasado ese plazo que él me otorgó para que yo convenciera, pasado ese amago de vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente sus fuerzas. Dios volvió a ser la todo poderosa Negación de siempre. Sin embargo, no puedo tenerle rencor, no puedo manosearlo con mi odio. (244)

Es el mismo desafío planteado por otro Martín, el protagonista adolescente de Ernesto Sábato al final de Sobre héroes y tumbas (1961); Martín desafía a Dios a que se presente antes de suicidarse. Finalmente Martín interpreta la presencia de Dios en la humildad de una mujer que lo rescata y lo cuida (Héroes, 443).

Pero el Dios judeocristiano se ausenta de un Cosmos desacralizado, alguna vez concebido como manifestación sagrada. En “Managua 6:30 pm”, de Ernesto Cardenal, la naturaleza ha sido profanada. El reemplazo de los elementos de la naturaleza en la poesía tradicional —todavía persistente en Pablo Neruda— por nombres, ideas y objetos del moderno mundo capitalista, es una característica del escritor comprometido que reconoce íntimamente esta profanación: “un anuncio Esso es como la luna” (Marilyn, 47). Incluso para un religioso cristiano como el poeta Ernesto Cardenal, la ausencia del Dios cristiano es una consecuencia de la alienación y desacralización del éxito capitalista, representado por Marilyn Monroe, muriendo con una mano en el teléfono: “Señor / Quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar […] contesta Tú el teléfono!” (12). Interpelación a la ausencia divina que se parece al desafío del personaje de Sábato, “¿Por qué hasta habría de negarse a ese desafío? […] ¿A quién haría bien no presentándose?” (443).[16] Se le exige a Dios una respuesta ante su silencio. Se asume que el mundo se ha vaciado tanto de la trascendencia cristiana como del orden cósmico amerindio. En “Salmos”, el sacerdote con una angustia existencial pero con una conciencia política lo expresa de forma directa: “Hasta cuándo Señor serás neutral / y estarás viendo esto como un puro espectador” (Antología, 139).

 

 


[1] Anticipando la teoría de los paradigmas científicos formulada por Thomas S. Kuhn en The Structure of Scientific Revolutions (1962), José Ortega y Gasset lo ponía en estos términos: “Las ideas se tienen; en las creencias se está” (15). “Estas ‘ideas básicas’ que llamo ‘creencias’ […] no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos […] son creencias […] “no son ideas que tenemos sino ideas que somos” (16). Las creencias “no discutimos ni propagamos ni sostenemos […] Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino simplemente estamos en ellas” (17). “Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas” (22). “Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad” (23). En base a estas ideas, Ortega y Gasset escribe otro ensayo publicado póstumamente en 1958 sobre la historia como ciencia: “nadie sabe lo que va a acontecer mañana, pero sí sabe cuál es su carácter, sus apetitos, sus energías y, por lo tanto, cuál será el estilo de sus reacciones ante estos accidentes” (84). “La vida es una serie de hechos regida por una ley. Cuando sembramos la simiente de un árbol prevemos todo el curso normal de su existencia” (85). “Al profetizar el futuro se hace uso de la misma operación intelectual que para comprender el pasado” (86). José Ortega y Gasset. Ideas y creencias. Y otros ensayos de filosofía. [1934] Madrid: Revista de Occidente, 1977.

[2] Borges es la nostalgia del pasado inquieto en un presente inmóvil y un futuro inexistente, tal vez diluido en el olvido —en la memoria extinguida— de un poeta muerto. En Borges la justicia es una cuestión de honor y la infamia sólo fama burlada. La justicia no tiene nada que ver con los derechos humanos o los problemas del humanismo sino con el éxito y la derrota de la nobleza. Es el código medieval que enmarca su universo; no los códigos plebeyos ni siquiera de la inquieta burguesía.

[3] Los nombres femeninos: asientos del trabajo ideológico, en Recopilación de textos sobre Mario Benedetti, Serie Valoración Múltiple, Casa de las Américas, La Habana 1976, pág. 168)

[4] La literatura “problemática” del Río de la Plata abunda en protagonistas con nombre Martín (Martín Fierro, Martín de Sobre héroes y tumbas, Martín de La tregua, Martín de Alrededor de la jaula). En todos, el rasgo dramático de cada uno parecería sugerir una referencia insospechada con el mártir existencialista, aquel que busca la liberación por medio de una fuga individual.

[5] “Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera” (Sábato, Héroes, 74); “(esa marcha desesperada, esa miseria, esa desesperanza, esa derrota total)” (77).

[6] Con frecuencia Sábato menciona la inestabilidad de esa “zona de fractura” que es el Río de la Plata, una región sin pasado, sin las sólidas piedras de México y Perú: “hablo de la literatura del Río de la Plata, no de la argentina en general. Yo considero que esta zona del mundo es una zona de fractura. Hay aquí una doble fractura en el espacio y en el tiempo. En el tiempo, como integrantes de la cultura occidental que hoy hace crisis, estamos sufriendo un cataclismo [Pero además] aquí, en Buenos Aires, no somos ni propiamente europeos ni propiamente americanos” (Sábato, Siglo, 74). Originalmente en El escarabajo de Oro, 1962). De forma coincidente, dos años más tarde el mexicano Leopoldo Zea, en América como conciencia (1953) observa que la crisis latinoamericana coincide con la crisis de legitimidad de Europa: “El hombre de América que había confiadamente vivido, durante varios siglos, apoyado en las ideas y creencias del hombre de Europa, se encuentra de golpe frente a un abismo: la cultura occidental que tan segura parecía, se conmueve y agita, amenazando desplomarse” (Zea, 30). El alter ego de Juan Carlos Onetti reflexiona, en El pozo (1939) que “si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzo por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” (Pozo, 31) Si Argentina y Uruguay quisieron negar a sus indígenas por un prejuicio racial europeísta, luego se lamentan de no poseer pirámides mayas o aztecas o el alto Machu Pichu. Por otra parte, que estas construcciones, que estas culturas no hayan tenido su centro en el Río de la Plata no sgnifica que el Río de la Plata carezca de esta historia. Ni el Coliseo de roma ni la torre Eiffel ni la batalla de Waterloo tuvieron lugar sobre toda Europa. La creencia común entre los intelectuales del Cono Sur, sobre una supuesto vacío histórico de su región geográfica, los lleva a la acentuación de la angustia existencial, producto de una creación como cualquiera otra.

[7] Según una anécdota histórica, cuando un desconocido le dijo a Platón que podía ver caballos pero no algo así como una “caballosidad” o escencia del caballo, el filósofo le contestó: “eso es porque usted tiene ojos pero no inteligencia”. No importa si la historia es real o no. Vale como metáfora del proceso intelectual en búsqueda de la verdad o de los secretos del Cosmos. Esta metáfora es común de la actividad intelectual, desde los antiguos griegos hasta las ciencias modernas. La inteligencia es aquello que permite ver lo que está más allá de lo visible: el noun o logos. Es “la verdad gusta de ocultarse” de Heráclito; las formas de Platón, etc.

[8] “Est ubi gloria nunc Babylonia? nunc ubi dirus / Nabugodonosor, et Darii vigor, illeque Cyrus… / Nunc ubi Regulus? aut ubi Romulus, aut ubi Remus? / Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos” (Bernardo Morliacense, De comtemptu mundi, Poema del siglo XII). Ernesto Cardenal plantea esta misma poética de “ubi est”, pero, a diferencia del final absoluto en Sábato, de la decepción por la Roma perdida (“sólo palabras tenemos”), Cardenal mantiene su fe en la sobrevivencia de la palabra “De estos cines, Claudia, de estas fiestas, / de estas carreras de caballos, / no quedará nada para la posteridad, / sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia” (Antología, 45). En otro momento confirma la misma idea para otra mujer: “Cuando no haya más amor ni rosas de Costa Rica / recordarás, Myriam, esta triste canción” (47).

[9] El uso estético de las ideas de la historia de la filosofía, aumentado por las especulaciones propias de la ficción, es semejante al de Jorge Luis Borges. Pero éste lo ejerció sobre el cuento y la poesía, dos géneros que en su brevedad interrumpen una implicancia existencial que puede ser más propio de la novela. En Rayuela, los personajes van cobrando vida y, más allá de ser una mera construcción intelectual, a pesar o por su mismo intelectualismo, se invisten de carne y huesos. Sus peripecias termina por ser vividas por el lector que se familiariza con sus personajes. Razón por la cual el trágico final de sus personajes no es una simple conclusión borgeana sino producto de una experiencia empática.

[10] Cabrera Infante ensaya en Vista del amanecer en el trópico (1974) un recorrido por la explotación del continente, en una línea que va desde Bartolomé de las Casas y Huamán Poma de Ayala hasta Eduardo Galeano. Pero la clausura aquí se manifiesta en la percepción poética de una naturaleza que recuerda la miserable escala de las pasiones humanas: “Y ahí estará. Como dijo alguien, esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y después del último español y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna” (Amanecer, 233).

[11] Con el recurso relajante del humor, Jacobo Langsner expone un concierto de pequeñas hipocresías en la comedia Esperando la carroza (1962). Nadie quiere hacerse cargo de la abuela, mama Cora, y cada familia hace lo posible por pasársela a la otra. En un momento Susana observa que Emilia no puede hacerse cargo, porque “es viuda y sé que no tiene para comer”, a lo que Antonio, el hermano, responde: “Por eso no voy a verla. No puedo soportar que pase hambre (Langsner, Carroza, 39).Cuando suponen muerta a la abuela, se disputan el cadáver.

[12] Esta percepción metafísica de Ernesto Sábato está recurrentemente presente en toda su obra de ensayo y ficción, pero podemos encontrarla formulada de forma explícita y temprana en Hombres y engranajes (1951).

[13] Esta idea ya había sido sugerida en Las venas abiertas de América latina (1971): “A cada cual se le ha asignado una función […] dentro de América Latina la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores, y fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes intenas de víveres y mano de obra” (3).

[14] Los autores ironizan sobre la hipocresía de los editores de Pato Donald que cuidan la salud mental de los niños al no intercalar avisos de tabaco o bebidas alcohólicas, tal como reza su propia declaración (37).

[15] La humanidad, como la conocemos, surgió del fuego creador de Quetzalcóatl. El fuego creador o recreador a través de la memoria es un elemento recurrente de la Literatura del compromiso. “Ese año, 1956, es incendiada la Univerdisad de El Salvador —una vieja casona donde cabían todas las manifestaciones científicas y culturales—. ‘No se iba a permitir una casa de subversión en pleno centro de San Salvador’— dijo un funcionario militar que se vanaglorió de la acción vandálica. De ese fuego, entre esos humos, vaticinadores de lo que llegaría después, comienza a surgir la persona de Roque Dalton” (8). [Manilo Argueta, julio 1983] (Dalton, Roque. Poesía escogida. Selección del autor. Prólogo de Manilo Argueta. San José, Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana, 1983)

[16] “…si la vida humana tenía algún sentido, si Dios existía, en fin, que se presentase allí, en su propio cuarto, en aquel sucio cuarto de hospedaje. ¿Por qué no? ¿Por qué hasta habría de negarse a ese desafío? […] ¿A quién haría bien no presentándose? […] Si existía y quería salvarlo, ya sabría cómo debería hacerlo para no pasar inadvertido” (Sábato, Héroes, 443).

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Un comentario en “El eterno retorno de Quetzalcoatl 7

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