Alguna vez un pastor norteamericano propuso que se promulgara una ley para que en las universidades se enseñaran hechos y no teorías. El reclamo venía en alusión a la maldita teoría de la Evolución, que más de una vez se ha intentado refutar con los “hechos” decrito en algunos libros sagrados. Por supuesto que si en las universidades no se enseñaran teorias habría que empezar por cerrarlas todas. Por otra parte, aunque bien sabemos que entre un hecho y una teoria has notables diferencias, en ningún caso los hechos pueden ser apreciados o juzgados sino a travez de una teoría que, cuando es paradigmatica (sin importar que sea erronea o no) se convierte en un lente invisible desde el cual se ve el reto de la “realidad”.
No obstante hagamos una modesta observación casi complementaria de eso que llamamos “hechos” (existen multiples formas de analizar este mismo problema). Cada vez que alguien nos explica lo qué es un hecho, está ensayando una teoría o prototeoría. No basta con decir que un hecho es esa lluvia que cae en este momento porque también llueve en los sueños. Sería menos riesgozo e impreciso llamar a esa lluvia (la lluvia de la vigilia o la lluvia de los sueños, según el punto de vista de la vigilia, lcaro) percepción o fenómeno, pero comienza a ser un hecho cuando la definimos como tal.
Comencemos con una provocación: un hecho es un texto. Por ejemplo, un hecho histórico es un texto que ha olvidado que es un texto; no es un fenómeno puramente objetivo e innegable, tal como denuncia ser. Su significado está comprometido con su contexto y con un lector. Es un texto que varía según el contexto y según el resultado de las diversas luchas por el significado de la cual pueda ser objeto. Las armas de esta lucha serán la resignificación, a través de la (re)definición de los campos semánticos y de estratégicas transferencias sígnicas con sus correspondientes olvidos, con el olvido y de su propia historia. Su campo de batalla será el propio contexto. Del contexto serán tomados los signos establecidos en su búsqueda de modificar los significados de signos claves de un pensamiento.
Cuando afirmo que un hecho es un texto estoy fijando un axioma de partida. Al mismo tiempo, estoy estableciendo una identidad gramatical —usando el enlace es— que, en realidad, significa una inclusión: un conjunto está incluido en el otro, pero no viceversa. Si bien podemos advertir que se puede cumplir la ley de reciprocidad —un texto es un hecho— advertimos que la primera expresión conlleva un significado distinto a la segunda, a su inversión semántica. El axioma un hecho es un texto es, a su vez, una metáfora, porque sólo una parte de uno puede identificarse en el otro. No son sinónimos ni se confunden. Con esta metáfora de baja figuración estamos operando una transferencia de significado. Es decir, hay algo propio de un texto que entendemos presente en un hecho. Este “algo” es, o puede ser, su carácter de objeto interpretativo y de sujeto de interpretación. Es decir, como un texto, un hecho puede ser producto de una construcción simbólica o susceptible de alteraciones perceptivas.
No obstante, la misma expresión “un hecho histórico es un texto” podemos derivarla de una idea más general: un texto es aquello que es (o puede ser) interpretado recurriendo a algo más que no es él mismo: a un contexto y a un observador que vinculará uno y otro —el texto y el contexto— en una relación de dar-y-recibir, de extraer-y-conferir significado.
Esto nos lleva a otra pregunta: ¿texto y contexto son dos categorías ontológicas diferentes o su “ser” depende de una relación semántica?
¿En qué se diferencia el texto del contexto? ¿No son acaso la misma cosa pero en una posición semántica diferente? Es decir, en una relación de dar-y-tomar significado de forma diferente?
Si tuviese que ampliar o aclarar un poco esta idea, comenzaría por precisar que aquí estoy entendiendo “texto” en su sentido amplio. En un sentido restringido, “texto” refiere sólo a un código o mensaje escrito. En un sentido más amplio, podemos decir que “texto” es, también, cualquier hecho significativo que puede ser tomado como una unidad. Por ejemplo, un saludo, una manifestación callejera, una agresión armada, etc.
No obstante, todo ello puede ser, al mismo tiempo, contexto —o parte de un contexto— que intervenga en la aportación del significado de un texto.
Desde la revolución científica de principios del siglo XX —incluso de las ciencias físicas—, el “observador” ha pasado a primer plano como parte activa del fenómeno observado. En el campo literario, este “observador” que confiere significado y modifica lo observado es el lector. El profesor Gómez-Martínez de la Universidad de Georgia, ha analizado esto bajo el nombre de “antrópico”, reconociendo un momento histórico post-posmoderno, último eslabón de la serie autor-texto-lector (Más allá de la pos-Modernidad, 1999). Como siempre, Nietzsche en el siglo XIX ya nos hablaba un poco de esto: escribió que “the existence of innumerable interpretations of a given text to the fact that the reading is never the objective identifying of a sense but the importation of meaning into a text which has no meaning ‘in itself’” (Atkins, 28).
Para no hacerlo tan abstracto trataré de explicarme con más ejemplos. El significado de un texto escrito está comprometido, entre otras cosas, con su contexto literario. Dicho de forma gráfica, el contexto de un libro puede ser una biblioteca. Pero el contexto de una biblioteca cualquiera —una corriente literaria, una corriente de pensamiento— está, a su vez, inmersa en un contexto histórico, cultural, etc. No obstante, el contexto de un hecho histórico está conformado por otros “hechos” y por otros textos literarios, es decir, por otros textos en el sentido amplio del término.
Parece claro, entonces, que la diferencia entre texto y contexto no es una diferencia ontológica, sino que depende de la relación semántica —semiótica— que uno mantenga con el otro.
Jorge Majfud
Milenio (Mexico)
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