Pecado capital

Martin Luther King, Jr. and Malcolm X meet bef...

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Pecado capital

De los siete pecados capitales que estableció la cristiandad, la soberbia fue definida por la tradición teológica y religiosa como el peor de todos. Tanto como para merecer una categoría especial. Si los demás pecados —ira, lujuria, gula, avaricia, pereza, envidia— eran defectos y debilidades puramente humanas, la soberbia fue definida como un atributo del demonio. No obstante cualquiera de los siete pecados tiene efectos perjudiciales sobre el prójimo y sobre uno mismo. La avaricia, por ejemplo, que combinada con la gula y la ira puede diezmar y hambrear a un pueblo entero, fue históricamente considerada un defecto mundano. La ambición de acumular bienes materiales, rechazada muchas veces por Jesús, alguna vez con ira y hasta con soberbia, se convirtió tres siglos después de su muerte en el obligatorio ojo de aguja por donde pasan aun hoy los elegidos.

En inglés, el pecado de la soberbia es definido con la misma palabra que en español significa orgullo y dignidad: pride. Esto último no es un simple problema de contacto entre dos lenguas. Una de las virtudes entre los religiosos de habla española consistió siempre en definirse a sí mismo como “ser vil e indigno”. Como Sor Juana, “la peor de todas”. En Alemania primero y en el mundo anglosajón después, gracias a Lutero, no quedaron dudas sobre las virtudes de la teología de la humillación, la cual liberaba al individuo de la tiranía eclesiástica del antiguo orden para someterlo a las nuevas tiranías del naciente capitalismo.

¿Por qué este terror cósmico al pecado del orgullo o de la soberbia?

Probablemente Martin Luther King, el pastor rebelde, fue el inventor de una metáfora a todas luces inquietante, adolescente del pecado capital: sólo se puede saltar sobre los hombros de un hombre agachado. Quizás debió relativizar su metáfora agregando el siempre inevitable “casi”. Casi nadie puede subir, saltar, humillar, explotar a un hombre o a una mujer o a un pueblo sin su colaboración. Y esta colaboración, esta moral del esclavo, históricamente se ha construido siglo sobre siglo con paciente práctica y persistente narración. Mientras se siga cumpliendo el precepto de que la moral dominante de una sociedad es la moral de las clases y de las naciones dominantes siempre habrá opresores y oprimidos; nunca una sociedad, nunca un mundo libre. La misma narración que descalifica esta visión como pasada de moda es parte de la misma narración que pretende la anulación por decreto de opresores y oprimidos sin la eliminación de opresores y oprimidos.

Esa maquinaria que cubre con un manto de narrativa ideológica la realidad moral y material que ella misma produce es la misma que definió por decreto que elorgullo, la dignidad, era el mayor de los pecados concebibles, un atributo del demonio, como fue definida muchas veces la democracia y todo disentimiento. Para el poder absoluto, autoflajelarse, extirparse óranos, abrirse la espalda con cadenas y clavos, castigar, destruir y humillar sin límites el único templo reconocido por Jesús —el cuerpo humano— es una admirable demostración de humildad. Una demostración antigua y emocionante, ya que confirma que el opresor ha entrado en el oprimido para liberarlo del demonio. Para liberar sometiendo. Es la virtud ciega de la ciega sumisión a través de la humildad autoflajelante, de la autohumillación luterana, como predicaron conservadores y protestantes, apocalípticos medievales y posmodernos televangelistas. Entonces la tradición, la maquina social de narrar celebra y difunde la emoción del autocastigo, de la neutralización, de la obediencia, porque es un sacrificio que consolida el orden heredado, confirma la autoridad dominante y, sobre todo, ejemplifica. La búsqueda de la humildad a través de la autohumillación es tan poderosa que aún la pedofilia de un sacerdote puede ser perdonada, porque en la vergüenza social está el más poderoso aniquilador de cualquier orgullo personal. Y el orgullo personal es, como hemos visto, el peor de los pecados, incluso peor que la opresión física y la destrucción moral del prójimo.

A este punto no sólo llegamos por el camino de la dialéctica. Si miramos los resultados prácticos, veremos que muchos teólogos de la liberación han sido excomulgados por soberbia y ningún sacerdote pedófilo ha sido expulsado con la misma urgencia. En Estados Unidos, por ejemplo, la iglesia católica todavía paga millonarias indulgencias, como en el siglo XV, por el silencio de los abogados y de la prensa. En America Latina ni siquiera es necesario el uso del vil metal. Basta con la amistad, como lo demuestra el confesor de papas Marcial Maciel Degollado. (Ratzinger: “no se podía procesar a un amigo tan cercano y confesor del Papa, como Maciel”. El País de Madrid, 5 de abril de 2009). Todo sin importar que la mayoría honesta de los sacerdotes que integran la misma institución puedan ser salpicados injustamente con la sospecha.

Entonces, entre los siete pecados capitales sólo uno, la soberbia, puede llegar a romper con la cadena de obediencia religiosa, política e ideológica. Sólo la soberbia puede llagara a cuestionar al poder. Razón de más para extirparla desde la raíz identificándola, desde la infancia, con la aterradora posibilidad de ser uno servidor del demonio.

Así, cualquier individuo que usara su propia razón crítica era —y es, ahora de forma subliminal— soberbio, un agente del demonio. Soberbio son quienes declararon los derechos del hombre, soberbias son las mujeres que reclamaron los derechos de las mujeres, soberbios son los negros que se cansaron de ser inferiores por su color y sus costumbres, soberbios son los trabajadores que reclamaron los derechos de su clase, soberbio hemos sido todos los que no creemos a priori cada cuento sin preguntar de dónde viene, a quién sirve, cómo se prueba y por qué debo aceptarlo. Soberbio somos todos aquellos que creemos en laigual-libertad de todos los seres humanos.

La tradición cristiana predica la imitación de Jesús, pero el orgullo del Hijo de Dios se condena por inconveniente. ¿O el imperio y el establishment religioso de la época no condenaron al Nazareno por su peligrosa y desobediente dignidad, por su serena soberbia ante Pilatos, ante los jueces y ante el ejército más poderoso del mundo? El orgullo, la dignidad del oprimido es una amenaza al poder y, por lo tanto, se debe crucificar a quien porta este pecado moral, demoníaco.

La moral humanista prescribió orgullo en la tierra y humildad en el cielo. La institucionalidad religiosa, sin revelar su prioridad por el poder social, prescribe humildad en la tierra y orgullo en el cielo. Para los primeros, esta soberbia metafísica es un instrumento para la moral del oprimido. Para los segundos aquella soberbia terrenal es un instrumento del demonio.

Jorge Majfud

Lincoln University, abril 2009.

El sexo imperfecto. ¿Por qué Sor Juana no es Santa?

Cada poder hegemónico en cada tiempo establece los límites de lo normal y, en consecuencia, de lo natural. Así, el poder que ordenaba la sociedad patriarcal se reservaba (se reserva) el derecho incuestionable de definir qué era un hombre y qué era una mujer. Cada vez que algún exaltado recurre al mediocre argumento de que “así han sido las cosas desde que el mundo es mundo”, sitúa el origen del mundo en un reciente período de la historia de la humanidad.

Como cualquier sistema, el patriarcado cumplió con una función organizadora. Probablemente, en algún momento, fue un orden conveniente a la mayoría de la sociedad, incluida las mujeres. No creo que la opresión surja con el patriarcado, sino cuando éste pretende perpetuarse imponiéndose a los procesos que van de la sobrevivencia a la liberación del género humano. Si el patriarcado era un sistema de valores lógico para un sistema agrícola de producción y sobrevivencia, hoy ya no significa más que una tradición opresora y, desde hace tiempo, bastante hipócrita.

En 1583, el reverenciado Fray Luis de León escribió La perfecta casada como libro de consejos útiles para el matrimonio. Allí, como en cualquier otro texto de la tradición, se entiende que una mujer excepcionalmente virtuosa es una mujer varonil. “Lo que aquí decimos mujer de valor; y pudiéramos decir mujer varonil (…) quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de corazón, industria y riqueza y poder”. Luego: “en el hombre ser dotado de entendimiento y razón, no pone en él loa, porque tenerlo es su propia naturaleza (…) Si va a decir la verdad, ramo de deshonestidades es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido”. Luego: “Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: ‘Hagámosle un ayudador su semejante’ (Gén. 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer y el fin para que Dios la crió, es para que fuese ayudadora del marido”. Cien años antes de que Sor Juana fuese condenada por hablar demasiado y por defender su derecho de hablar, la naturaleza de la mujer estaba bien definida: “es justo que [las mujeres] se precien de callar todas, así aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben, porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco”. Luego: “porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. (…) Así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender,  por consiguiente les tasó las palabras y las razones”. Pero el moralizador de turno no carecía de ternura: “no piensen que las crió Dios y las dio al hombre sólo para que le guarden la casa, sino para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y todos generalmente acogimiento agradable”.

Ya en el nuevo siglo, Francisco Cascales, entendía que la mujer debía luchar contra su naturaleza, que no sólo estaba determinada sino que además era mala o defectuosa: “La aguja y la rueca —escribió el militar y catedrático, en 1653— son las armas de la mujer, y tan fuertes, que armada con ellas resistirá al enemigo más orgulloso de quien fuere tentada”. Lo que equivalía a decir que la rueca era el arma de un sistema opresor.

Juan de Zabaleta, notable figura del Siglo de Oro español, sentenció en 1653 que “en la poesía no hay sustancia; en el entendimiento de una mujer tampoco”. Y luego: “la mujer naturalmente es chismosa”, la mujer poeta “añade más locura a su locura. (…) La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantas forma la naturaleza (…) Si me fuera lícito, la quemara yo viva. Al que celebra a una mujer por poeta, Dios se la de por mujer, para que conozca lo que celebra”. En su siguiente libro, el abogado escribió: “la palabra esposa lo más que significa es comodidad, lo menos es deleite.” Sin embargo, el hombre “por adorar a una  mujer le quita adoración al Criador”. Zabaleta llega a veces a crear metáforas con cierto valor estético: la mujer en la iglesia “con el abanico en la mano aviva con su aire el incendio en que se abraza”. (1654)

En 1575, el médico Juan Huarte nos decía que los testículos afirman el temperamento más que el corazón, mientras que en la mujer “el miembro que más asido está de las alteraciones del útero, dicen todos los médicos, es el cerebro, aunque no haya razón en qué fundar esta correspondencia”. Hipócrates, Galeno, Sigmund Freud y la barra brava de Boca Juniors estarían de acuerdo. El sabio e ingenioso, según el médico español, tiene un hijo contrario cuando predomina la simiente de la mujer; y de una mujer no puede salir hijo sabio. Por eso cuando el hombre predomina, siendo bruto y torpe sale hijo ingenioso.

En su libro sobre Fernando, otro célebre moralista, Baltasar Gracián, dedica unas líneas finales a la reina Isabel. “Lo que más ayudó a Fernando —escribió el jesuita— [fue] doña Isabel su católica consorte, aquella gran princesa que, siendo mujer, excedió los límites de varón”. Aunque hubo mujeres notables, “reinan comúnmente en este sexo las pasiones de tal modo, que no dejan lugar al consejo, a la espera, a la prudencia, partes esenciales del gobierno, y con la potencia se aumenta su tiranía. (…) Ordinariamente, las varoniles fueron muy prudentes”. Después: “En España han pasado siempre plaza de varones las varoniles hembras, y en la casa de Austria han sido siempre estimadas y empleadas”. (1641)

Creo que la idea de la mujer varonil como mujer virtuosa es consecuente con la tolerancia al lesbianismo del sistema de valores del patriarcado que, al mismo tiempo, condenaba la homosexualidad masculina a la hoguera, tanto en Medio Oriente, en Europa como en entre los incas imperiales. Donde existía un predominio mayor del matriarcado, ni la virginidad de la mujer ni la homosexualidad de los hombres eran custodiadas con tanto fervor.

Una mujer famosa —beatificada, santificada y doctorada por la iglesia Católica— Santa Teresa, escribió en 1578: “La flaqueza es natural y es muy flaca, en especial en las mujeres”. Recomendando un extremo rigor con las súbditas, la futura santa argumentaba: “No creo que hay cosa en el mundo, que tanto dañe a un perlado, como no ser temido, y que piensen los súbditos que puedan tratar con él, como con igual, en especial para mujeres, que si una vez entiende que hay en el perlado tanta blandura… será dificultoso el gobernarlas”. Pero esta naturaleza deficiente no sólo impedía el buen orden social sino también el logro místico. Al igual que Buda, en su célebre libro Las moradas la misma santa reconocía la natural “torpeza de las mujeres” que dificultaba alcanzar el centro del misterio divino.

Es del todo comprensible que una mujer al servicio del orden patriarcal, como Santa Teresa, haya sido beatificada, mientras otra religiosa que se opuso abiertamente a esta estructura nunca haya sido reconocida como tal. Yo resumiría el lema de Santa Teresa con una sola palabra: obediencia, sobre todo obediencia social.

Santa Teresa murió de vieja y sin los martirios propios de los santos. Sor Juana, en cambio, debió sufrir la tortura psicológica, moral y, finalmente física, hasta que murió a los cuarenta y cuatro años, sirviendo a su prójimo en la peste de 1695. Pero nada de eso importa para canonizarla santa cuando “la peor de todas” cometió el pecado de cuestionar la autoridad. ¿Por qué no proponer, entonces, Santa Juana Inés de la Cruz, santa de las mujeres oprimidas?

Quienes rechazan los méritos religiosos de Sor Juana aducen un valor político en su figura, cuando no meramente literario. En otro ensayo ya anotamos el valor político de la vida y muerte de Jesús, históricamente negado. Lo político y lo estético en Santa Teresa —la “patrona de los escritores”— llena tanto sus obras y sus pensamientos como lo religioso y lo místico. Sin embargo, una posición política hegemónica es una política invisible: es omnipresente. Sólo aquella que resiste la hegemonía, que contesta el discurso dominante se hace visible.

Cuando en una plaza le doy un beso en la boca a mi esposa, estoy ejerciendo una sexualidad hegemónica, que es la heterosexual. Si dos mujeres o dos hombres hacen lo mismo no sólo están ejerciendo su homosexualidad sino también un desafío al orden hegemónico que premia a unos y castiga a otros. Cada vez que un hombre sale a la calle vestido de mujer tradicional, inevitablemente está haciendo política —visible. También yo hago política cuando salgo a la calle vestido de hombre (tradicional), pero mi declaración coincide con la política hegemónica, es transparente, invisible, parece apolítica, neutral. Es por esta razón que el acto del marginal siempre se convierte en política visible.

Lo mismo podemos entender del factor político y religioso en dos mujeres tan diferentes como Santa Teresa y Sor Juana. Quizás ésta sea una de las razones por la cual una ha sido repetidamente honrada por la tradición religiosa y la otra reducida al círculo literario o a los seculares billetes de doscientos pesos mexicanos, símbolo del mundo material, abstracción del pecado.

Jorge Majfud

22 de diciembre de 2006

Sexo y poder: para una semiótica de la violencia

En 1992 el chileno Ariel Dorfman estrenó su obra La Muerte y la Doncella. Aunque sin referencias explícitas, el drama alude a los años de la dictadura de Augusto Pinochet y a los primeros años de la recuperación formal de la democracia en Chile. Paulina Salas es el personaje que representa a las mujeres violadas por el régimen y por todos los regímenes dictatoriales de la época, de la historia universal, que practicaron con sadismo la tortura física y la tortura moral. La violación sexual tiene, en este caso y en todos los demás, la particularidad de combinar en un mismo acto casi todas las formas de violencia humana de la que son incapaces el resto de las bestias animales. Razón por la cual no deberíamos llamar a este tipo de bípedos implumes “animales” sino “cierta clase tradicional de hombre”.

Otro personaje de la obra es un médico, Roberto Miranda, que también representa a una clase célebre de sofisticados colaboradores de la barbarie: casi siempre las sesiones de tortura eran acompañadas con los avances de la ciencia: instrumentos más avanzados que los empleados por la antigua inquisición eclesiástica en europea, como la picana eléctrica; métodos terriblemente sutiles como el principio de incertidumbre, descubierto o redescubierto por los nazis en la culta Alemania de los años treinta y cuarenta. Para toda esta tecnología de la barbarie era necesario contar con técnicos con muchos años de estudio y con una cultura enferma que la legitimara. Ejércitos de médicos al servicio del sadismo acompañaron las sesiones de tortura en América del Sur, especialmente en los años de la mal llamada Guerra Fría.

El tercer personaje de esta obra es el esposo de Paulina, Gerardo Escobar. El abogado Escobar representa la transición, aquel grupo encargado de zurcir con pinzas las sangrantes y dolorosas heridas sociales. Como ha sido común en América Latina, cada vez que se inventaron comisiones de reconciliación se apelaron primero a necesidades políticas antes que morales. Es decir, la verdad no importa tanto como el orden. Un poco de verdad está bien, porque es el reclamo de las víctimas; toda no es posible, porque molesta a los violadores de los Derechos Humanos. Quienes en el Cono Sur reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad fuimos calificados, invariablemente de extremistas, radicales y revoltosos, en un momento en que era necesaria la Paz. Sin embargo, como ya había observado el ecuatoriano Juan Montalvo (Ojeada sobre América, 1866), la guerra es una desgracia propia de los seres humanos, pero la paz que tenemos en América es la paz de los esclavos. O, dicho en un lenguaje de nuestros años setenta, es la paz de los cementerios.

Paulina lo sabe. Una noche su esposo regresa a casa acompañado por un médico que amablemente lo auxilió en la ruta, cuando el auto de Gerardo se descompuso. Paulina reconoce la voz de su violador. Después de otras visitas, Paulina decide secuestrarlo en su propia casa. Lo ata a una silla y lo amenaza para que confiese. Mientras lo apunta con un arma, Paulina dice: “pero no lo voy a matar porque sea culpable, Doctor. Lo voy a matar porque no se ha arrepentido un carajo. Sólo puedo perdonar a alguien que se arrepiente de verdad, que se levanta ante sus semejantes y dice esto yo lo hice, lo hice y nunca más lo voy a hacer”.

Finalmente Paulina libera a su supuesto torturador sin lograr una confesión de la parte acusada. No se puede acusar a Dorfman de crear una escena maniqueísta donde Paulina no se toma venganza, acentuando la bondad de las víctimas. No, porque la historia presente no registra casos diferentes y mucho menos éstos han sido la norma. La norma, más bien, ha sido la impunidad, por lo cual podemos decir que La Muerte y la Doncella es un drama, además de realista, absolutamente verosímil. Además de estar construido con personajes concretos, representan tres clases de latinoamericanos. Todos conocimos alguna vez a una Paulina, a un Gonzalo y a un Roberto; aunque no todos pudieron reconocerlos por sus sonrisas o por sus voces amables.

Un problema que se deriva de este drama trasciende la esfera social, política y tal vez moral. Cuando el esposo de Paulina observa que la venganza no procede porque “nosotros no podemos usar los métodos de ellos, nosotros somos diferentes”, ella responde con ironía: “no es una venganza. Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”. En varias oportunidades Paulina y Roberto deben quedarse solos en la casa. Sin la presencia conciliadora y vigilante del esposo, Paulina podría ejercer toda la violencia contra su violador. De esta situación se deriva un problema: Paulina podría ejercer toda la fuerza física hasta matar al médico. Incluso la tortura. Pero ¿cómo podría ejercer la otra violencia, tal vez la peor de todas, la violencia moral? “Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”, podría traducirse en “pienso hacerle a él lo mismo que él me hizo a mí”.

Es entonces que surge una significativa asimetría: ¿por qué Paulina no podría violar sexualmente a su antiguo violador? Es decir, ¿por qué ese acto de aparente violencia, en un nuevo coito heterosexual, no resultaría una humillación para él y sí una nueva humillación para ella?

El mi novela La reina de América (2001) cuando la protagonista logra vengarse de su violador, ahora investida con el poder de una nueva posición económica, contrata a hombres que secuestran al violador y, a su vez, lo violan en una relación forzosamente homosexual mientras ella presencia la escena, como en un teatro, la violencia de su revancha. ¿Por qué no podía ser ella quién humillara personalmente al agresor practicando su propia heterosexualidad? ¿Por qué esto es imposible? ¿Es parte del lenguaje ético-patriarcal que la víctima debe conservar para vengarse? ¿Deriva, entonces, tanto la violencia moral como la dignidad, de los códigos establecidos por el propio sexo masculino (o por el sistema de producción al que responde el patriarcado, es decir, a la forma de sobrevivencia agrícola y preindustrial)?

Octavio Paz, mejorando en El laberinto de la soledad (1950) la producción de su coterráneo Samuel Ramos (El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), entiende que “quien penetra” ofende, conquista. “Abrirse (ser “chingado”, “rajarse”), exponerse es una forma de derrota y humillación. Es hombría no “rajarse”. “Abrirse”, significa una traición. “Rajada” es la herida femenina que no cicatriza. El mismo Jean-Paul Sarte veía al cuerpo femenino como portador de una abertura.

Opuesto a la virginidad de María (Guadalupe), está la otra supuesta madre mexicana: la Malinche, “la chingada”. Desde un punto de vista psicoanalítico, son equiparables —¿sólo en la psicología masculina, portadora de los valores dominantes?— la tierra mexicana que es conquistada, penetrada por el conquistador blanco, con Marina, la Malinche que abre su cuerpo. (El conquistador que sube a la montaña o pisa la Luna, ambos sustitutos de lo femenino, no clava solo una bandera; clava una estaca, un falo.) Malinche no hace algo muy diferente que los caciques que le abrieron las puertas al bárbaro de piel blanca, Hernán Cortés. Malinche tenía más razones para detestar el poder local de entonces, pero la condena su sexo: la conquista sexual de la mujer, de la madre, es una penetración ofensiva. La traición de los otros jefes masculinos —olvidemos que eran tribus sometidas por otro imperio, el azteca— se olvida, no duele tanto, no significa una herida moral.

Pero es una herida colonial. El patriarcado no es una particularidad de las antiguas comunidades de base en la América precolombina. Más bien es un sistema europeo e incipientemente un sistema de la cúpula imperial inca y azteca. Pero no de sus bases donde todavía la mujer y los mitos a la fertilidad —no a la virginidad— predominaban. La aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego se hace presente en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas.

Ahora, más acá de este límite antropológico, que establece la relatividad de los valores morales, hay elementos absolutos: tanto la víctima como el victimario reconocen un acto de violación: la violencia es un valor absoluto y que el más fuerte decide ejercer sobre el más débil. Esto es fácilmente definido como un acto inmoral. No hay dudas en su valor presente. La especulación, el cuestionamiento de cómo se forman esos valores, esos códigos a lo largo de la historia humana pertenecen al pensamiento especulativo. Nos ayudan a comprender el por qué de una relación humana, de unos valores morales; pero son absolutamente innecesarios a la hora de reconocer qué es una violación de los derechos humanos y qué no lo es. Por esta razón, los criminales no tienen perdón de la justicia humana —la única que depende de nosotros, la única que estamos obligados a comprender y reclamar.

Jorge Majfud

9 de diciembre de 2006

The University of Georgia

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