La imaginación al trabajo, la burocracia al cementerio
Los historiadores más finos saben que la humanidad ha sufrido más de la peste burocrática que de la peste bubónica, desde los sumerios hasta el humilde y genial Franz Kafka pasando por la burocracia del imperio romano, síntoma o causa de su decadencia final. La maquinaria del imperio español, por ejemplo, nunca pudo sacarse la armadura de la burocracia, hasta que se hundió en un mar de papeles, leyes y controles inútiles. Tampoco lo intentó, salvo aislados períodos de criticismo. Aunque las crónicas apenas dejan entreverlos, detrás de los aventureros, de los militares y de los sacerdotes iban los escribanos. La desconfianza entre los enviados de Dios hacía necesario que alguien diera fe (burocrática) de cada acción, aunque no fuese de fiar y aunque los pillajes no fuesen de buena fe.
Desde sus columnas en El pobrecito hablador, José de Larra había satirizado repetidas veces la paralizante cultura burocrática de España que luego terminaba en una típica queja inoperante: “estas cosas sólo ocurren en este país” (1833). Pero la pereza resistía cualquier cambio. Antonio Gil de Zárate, en El empleado (1843) escribió sobre la única verdad del burócrata: “que su sueldo es mentira”. Para sobrevivir a la maquinaria del tedio, se inventaron en el siglo XIX exitosas estrategias: “El cigarro sirve para dos cosas, para dejar de trabajar y para armar conversación”. Según Zárate, el empleado estaba marcado por la política. Las arcas del estado estaban exhaustas y la regla era no cobrar por meses y no pagar las cuentas por medio año. El burócrata pasaba miseria pero a veces, sin razones, se volvía rico. Finalmente, no sin ironía, Zárate confiesa que él mismo es empleado y está escribiendo eso que leemos, esperando una nueva revuelta o que un ministro amigo suba al gobierno.
Gracias a esta cultura del acomodo político y del puestito público, del reemplazo del padre por el hijo en un puesto aburrido e improductivo, España comenzó a acostumbrarse a otra tradición: la emigración de su clase trabajadora. Ya no emigraban para colonizar sino para ser colonizados. Inglaterra, Francia y Holanda se convirtieron en el siglo XIX en receptores de desplazados sociales. Españoles, polacos e italianos se hacinaron en los llamados “depósitos” donde esperaban para buscar trabajo y así aumentaban la prosperidad de países en principio ajenos.
De la misma época son los artículos de Eugenio de Ochoa “El Emigrado” y “El español fuera de España”. En el primero Ochoa critica la única reacción del gobierno: acusar al desplazado de “delito de emigración”. “Lo que voy diciendo de nuestros paisanos —escribió Ochoa— es aplicable, con levísimas modificaciones, a los polacos, los portugueses y los italianos, únicos pueblos que, con el nuestro, gozan en el día del alto honor de suministrar a Francia e Inglaterra su contingente de emigrados políticos”. Y luego observa que el castigo de la emigración para el rico es insignificante; para el pobre es durísimo. El rico no se preocupa por la política porque “el emigrado rico en todas partes es perfectamente recibido”.
Esta historia casi no se diferencia de nuestro presente latinoamericano.
El mexicano Leopoldo Zea observaba que “nuestras revoluciones, nuestros ideales políticos degeneran en burocracia” (América como conciencia, 1953). Lo mismo habían repetido Octavio Paz, diplomático él también y, siempre antes, Samuel Ramos. Casi la misma idea es aludida en la película cubana Muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, 1966), a no ser que se entienda la burocracia como un mal preexistente y resistente. No en vano la película está dedicada a Luis Buñuel, maestro del surrealismo. El “pregúntele a González” de Muerte de un burócrata (1966) es el mismo “vuelva usted mañana” (1833) de José de Larra. El gran director de cine cubano dejó para la inmortalidad del cine otras obras maestras de la parodia, la crítica y el humor ácido. El creador de Memorias del subdesarrollo (1968) continuó sus agudas críticas con Fresa y Chocolate (1993) o Guantanamera (1995). Con menos acidez y mayor resignación, el mexicano Emilo Carballido había estrenado su célebre obra El censo, representando dos elementos que van juntos en la cultura burocrática: corrupción y conformismo.
Por consolidación o por resistencia, la burocracia fue la muerte de todos los movimientos de liberación. El mismo Che Guevara, ya en el poder político de Cuba, criticó repetidas veces y en foros internacionales esta amenaza de los nuevos países socialistas. En Contra el burocratismo, lo reconoció en estos términos: “ya sea que esta falla del motor ideológico se produzca por una carencia absoluta de convicción o por cierta dosis de desesperación frente a problemas repetidos que no se pueden resolver, el individuo, o grupo de individuos, se refugian en el burocratismo, llenan papeles, salvan su responsabilidad y establecen la defensa escrita para seguir vegetando o para defenderse de la irresponsabilidad de otros”. (1963)
Creo que en este momento es tiempo de apuntar contra dos mitos enquistados en la conciencia colectiva: (1) No es verdad que la burocracia sea un mal de los Estados y la efectividad una virtud de las empresas privadas. El sistema de salud de Estados Unidos tiene una de las burocracias privadas más grandes del mundo. Pruebe alguien caerse enfermo y luego me cuenta. (2) No es verdad que los Estados están organizados para proteger y ayudar a los pobres en perjuicio de los exitosos empresarios que pagan impuestos. Los pobres de la periferia sobreviven de hecho sin la diaria protección de los Estados, pero ninguna bolsa ni ningún gran negocio nacional o internacional podrían hacerlo sin la constante intervención, auxilio y garantía de los gobiernos, ya sea proveyendo infraestructura, monopolizando la violencia del orden o interviniendo periódicamente en los valores bursátiles, los cambios de moneda y las tasas de interés, aún en los regímenes más liberales.
Es cierto que hay talentosos y mediocres, esforzados y perezosos. Pero no es cierto que estas categorías se traduzcan necesariamente en clases sociales. De hecho “gente trabajadora” significa “gente pobre” o “clase media”. También el burocretinismo es capaz de aplastar cualquier talento y secar cualquier esfuerzo con la promesa de una seguridad artificial que conduce primero a la pereza y luego a la muerte cerebral. Todo en perjuicio de los verdaderos trabajadores. El burocraticismo es una forma de vida individual y una forma de muerte colectiva. El autómata burocrático —público o privado—, poco a poco, aprende a morir. (Creo que nadie ha expresado de forma más breve este drama como Roberto Arlt en La isla desierta, de 1939, y en toda su obra Juan C. Onetti.)
En varios países del Cono Sur se ha reestablecido una necesaria crítica a la burocracia. Diferentes actores sociales, incluidos varios políticos en los gobiernos, han levantado su voz y su bolígrafo acusador contra este mal crónico. El riesgo consiste en que el efecto sea el mismo que se logra cuando se pretende combatir una bacteria con una dosis insuficiente de antibiótico: por la vieja ley de selección natural, los sobrevivientes más resistentes terminan por multiplicarse, haciendo menos probable el efecto inicial del antibiótico. Si continuamos esta metáfora, podemos reconocer que el remedio administrado consiste en reformas drásticas o la desesperanza y la resignación terminarán por fortalecerse y multiplicarse agravando la inmovilidad, la pereza —física e intelectual— y esa peligrosa sensación de la imposibilidad o de la inconveniencia de las revoluciones sociales.
Las horas muertas matan. Lo peor que le puede pasar a un trabajador, a su sociedad, es que se resigne a buscar en su reloj la hora de salida. De nada sirve trabajar ocho horas sin entusiasmo (la pasión por un trabajo existe). Más valen tres horas creativas. La imaginación al poder y al trabajo. Necesitamos esa rebeldía para escandalizar las normas, para darle sentido a una frase que ha sido casi siempre una farsa: “el trabajo os hará libre”.
Jorge Majfud
The University of Georgia
Julio 2007
El falso dilema entre la libertad y la igualdad
1. Diferencias que no produce la libertad
La ley V del Título Primero de Las siete partidas (*) reconocía el hecho de que el rey siempre “es puesto en lugar de Dios”. Una idea semejante sobrevivió en la misma España, ocho siglos más tarde. La leyenda de las monedas de cien pesetas que rodeaba la imagen del general Francisco Franco confirmaba esta vieja pretensión del poder: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.
Aquellas leyes del siglo XIII, promovidas por el rey Alfonso El Sabio, ponían en papel otras obviedades. Por ejemplo, reconocía que una de las virtudes de honra de los caballeros era su crueldad. Los nobles debían ser “crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar”. (II, T. 21, ley 2, pág. 195). Por esta razón se elegía un caballero de entre mil —de ahí la palabra militia, milicia, militar— que debía corresponder preferentemente, según las mismas leyes, a carniceros, carpinteros y herreros, porque estos trabajadores eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a la violencia.
Pero la diferenciación “lógica y natural” no sólo era de clases; también era de sexo y de raza. “Ninguna mujer —establecía el sabio código—, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios…” (III, T. 6, ley 3, pág. 247-248) De igual forma, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.
Pero la ley europea —al igual que las leyes incas comentadas por Guamán Poma Ayala— también legislaba sobre el territorio íntimo del sexo. El hombre que yacía con una mujer casada no era deshonrado, pero sí lo era su mujer en caso de imitarlo. ¿Por qué? Por una razón de desigualdad natural: “el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra [sí] porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402). Lo que de paso recuerda que la Iglesia Católica no siempre fue más conservadora que la sociedad que integraba, aunque por una razón política toleraba detalles del siguiente tipo: “Tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417).
2. Estrategias del falso dilema.
No obstante todas estas diferencias sociales establecidas por la ley y el sentido común de la época, el mismo voluminoso código reconocía que la esclavitud es “la más vil cosa de este mundo”. (IV, T. 23, ley 8). En otras palabras, “la libertad es la más cara cosa que el hombre puede haber en este mundo” (II, T. 29, Ley 1, p. 226).
Es aquí donde descubrimos uno de los anhelos humanos más profundos que, al mismo tiempo, convivía con un violento saco de fuerza impuesto por el poder de clase, el poder de género y el poder eclesiástico. Es decir, el impulso (y el ideoléxico) de libertad debía convivir en promiscuidad con su impulso contrario: los intereses sectarios de clase, de género, de raza. El principio de libertad no era reconocido como un proceso de liberación sino que debía acomodarse mortalmente a las desigualdades establecidas por la tradición que hablaba y actuaba —no sin violencia— en nombre de la libertad.
En otras palabras, la idea de libertad no sobrevivía por las diferencias sociales sino a pesar de esas diferencias. Historia que nos recuerda a todas las dictaduras modernas, llámense dictaduras, dictablandas (sic. Pinochet) o democracias.
Quienes entendemos la historia de los últimos quinientos años como la progresión imperfecta pero persistente del impulso libertario e igualitario del humanismo, no aceptamos ese tópico común que opone libertad a igualdad. Esas igualdades no significan uniformización, eliminación de las diversidades, sino todo lo contrario: somos igualmente diferentes. Las diferencias humanas son diferencias horizontales; no verticales. Las diferencias verticales son diferencias del poder. Para nuestro humanismo, democrático es sinónimo de igualitario. Es la violencia de la desigualdad la que impone uniformizaciones; es la voluntad despótica de una de las partes de la humanidad sobre las otras. Y la libertad es democrática o es simplemente la dictadura de la libertad: la dictadura de algunos hombres libres sobre otros que no lo son tanto. Porque para ejercer cualquier libertad necesitamos una cuota mínima de poder; y si este poder está mal repartido, también lo estará la libertad.
Esta vieja discusión entre libertad e igualdad asume y confirma una dicotomía que luego se traduce en banderas políticas y en discursos ideológicos: desde hace doscientos años, sus nombres son liberalismo y socialismo, derecha e izquierda. Las posiciones antagónicas se disputan el terreno semántico de la justicia social sin cuestionar el falso dilema planteado; confirmándolo.
El ideal de libertad-e-igualdad (igual libertad) es, por ahora, una utopía: la anarquía. Sin embargo, veamos que la misma valorización negativa de este ideoléxico —la anarquía es asociada automáticamente al caos—, no sólo se debe a una razón de sobrevivencia en una sociedad inmadura, sino también de la primitiva explotación del más fuerte. Es decir, la organización vertical y autoritaria de la sociedad pudo deberse a una razón de organización para la sobrevivencia del grupo, pero luego degeneró en una tradición opresiva. Es el caso del patriarcado o del militarismo. No obstante, me atrevo a decirlo, la historia de los últimos mil años ha sido una progresiva conquista de la anarquía, con sus correspondientes y lógicas reacciones de las oligarquías. Seguirá costando sangre y dolor, pero esa ola no parará más.
La sociedad estamental sobrevivió en España hasta el siglo XVIII y de hecho, aunque no de derecho, en las sociedades latinoamericanas hasta el siglo XX: los indígenas, los criollos desheredados, los inmigrantes exiliados, bajo el mando del corregidor, del hacendado o de la Mining & Fruit Co., ignoraban el goce de la práctica del derecho igualitarista en nombre del deber o de la productividad. En cierta forma, el liberalismo fue una forma de socialismo —de hecho ambos son producto de la Era Moderna y del humanismo—; para ambos, el individuo debe liberarse de las estructuras tradicionales que organizan la sociedad de forma vertical. La utopía marxista de una sociedad sin gobierno y sin burocracia —fenómeno de los países comunistas que tanto decepcionó al Che Guevara—, se parece mucho a la utopía liberal de una sociedad compuesta de individuos libres. La diferencia entre aquel liberalismo y el socialismo radicaba en una interioridad cristiana: para uno, el egoísmo era el motor de progreso; mientras para el otro, lo era la solidaridad, la cooperación. Razón por la cual uno pasó a confiar en el mercado y el otro en el progreso de la moral del “nuevo hombre”. La tradicional valorización negativa del egoísmo y el valor positivo de la solidaridad se resuelve, por parte de los nuevos liberales, en calificar a uno como realista y al otro como ingenuo. Como respuesta, los partidarios del igualitarismo calificaron a aquel realismo de hipócrita y de salvaje y a la pretendida ingenuidad como valor altruista y humano.
Pero la dicotomía sigue siendo artificial. Bastaría con preguntarse: ¿la libertad se ejerce individualmente en una sociedad o a través de los otros?; ¿la libertad individual se ejerce en colaboración o en competencia con los otros? Si la libertad de unos genera grandes diferencias de poder, ¿no será que la libertad de uno se ejerce en contra de la libertad de otros y gracias a este recorte? ¿Es lo mismo libertad que liberalismo? ¿Es lo mismo igualdad que igualitarismo? ¿Es lo mismo individuo que individualismo?
Incluso asumiendo que hay individuos más habilidosos que otros, ¿por qué aceptar que los primeros monopolicen o acaparen cuotas de poder que restringen el poder y la libertad de los otros? Se asume que no hay libertad en un sistema que impone la igualdad —el igualitarismo—, pero se olvida que tampoco hay libertad en un sistema que reproduce diferencias que sólo candorosamente se pueden atribuir a la “expresión natural” de las diferentes habilidades individuales. Como si cualquiera no supiese que para ser un opresor, un explotador o un tirano no es necesario ni una gran inteligencia ni grandes valores morales: basta con una ambición desbordada, una crueldad inhumana y una hipocresía legitimada por alguna que otra teoría diseñada a medida del poder de turno. Y cuando el oprimido no colabora, basta con la fuerza arrasadora de la maquinaria del ejército.
El humanismo debe enfrentarse a esta aparente contradicción sin contradicciones: la búsqueda de libertad sólo es posible a través de una progresiva igualdad, de la misma forma que la búsqueda de igualdad debe darse en una progresiva liberación de la humanidad. No vale anular o postergar una en nombre de la otra.
Jorge Majfud
The University of Georgia, 30 de marzo de 2007.
(*) Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1265] Madrid: Editorial Castalia, 1992.
Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.
1. Les différences que la liberté ne produit pas.
La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.
Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.
Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ” (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.
Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque” (T 24, loi 7, p 417).
2. Stratégies du faux dilemme.
Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).
C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.
Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.
Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.
Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.
L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .
La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.
Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?
Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.
L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.
Jorge Majfud
* The University of Georgia, 30 mars 2007.
(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.
Traduction de l’espagnol de : Estelle et Carlos Debiasi.