Sexo y poder: para una semiótica de la violencia

Ariel Dorfman

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Bitacora (La Republcia)

Milenio (Mexico)

Sexo y poder: para una semiótica de la violencia

En 1992 el chileno Ariel Dorfman estrenó su obra La Muerte y la Doncella. Aunque sin referencias explícitas, el drama alude a los años de la dictadura de Augusto Pinochet y a los primeros años de la recuperación formal de la democracia en Chile. Paulina Salas es el personaje que representa a las mujeres violadas por el régimen y por todos los regímenes dictatoriales de la época, de la historia universal, que practicaron con sadismo la tortura física y la tortura moral. La violación sexual tiene, en este caso y en todos los demás, la particularidad de combinar en un mismo acto casi todas las formas de violencia humana de la que son incapaces el resto de las bestias animales. Razón por la cual no deberíamos llamar a este tipo de bípedos implumes “animales” sino “cierta clase tradicional de hombre”.

Otro personaje de la obra es un médico, Roberto Miranda, que también representa a una clase célebre de sofisticados colaboradores de la barbarie: casi siempre las sesiones de tortura eran acompañadas con los avances de la ciencia: instrumentos más avanzados que los empleados por la antigua inquisición eclesiástica en europea, como la picana eléctrica; métodos terriblemente sutiles como el principio de incertidumbre, descubierto o redescubierto por los nazis en la culta Alemania de los años treinta y cuarenta. Para toda esta tecnología de la barbarie era necesario contar con técnicos con muchos años de estudio y con una cultura enferma que la legitimara. Ejércitos de médicos al servicio del sadismo acompañaron las sesiones de tortura en América del Sur, especialmente en los años de la mal llamada Guerra Fría.

El tercer personaje de esta obra es el esposo de Paulina, Gerardo Escobar. El abogado Escobar representa la transición, aquel grupo encargado de zurcir con pinzas las sangrantes y dolorosas heridas sociales. Como ha sido común en América Latina, cada vez que se inventaron comisiones de reconciliación se apelaron primero a necesidades políticas antes que morales. Es decir, la verdad no importa tanto como el orden. Un poco de verdad está bien, porque es el reclamo de las víctimas; toda no es posible, porque molesta a los violadores de los Derechos Humanos. Quienes en el Cono Sur reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad fuimos calificados, invariablemente de extremistas, radicales y revoltosos, en un momento en que era necesaria la Paz. Sin embargo, como ya había observado el ecuatoriano Juan Montalvo (Ojeada sobre América, 1866), la guerra es una desgracia propia de los seres humanos, pero la paz que tenemos en América es la paz de los esclavos. O, dicho en un lenguaje de nuestros años setenta, es la paz de los cementerios.

Paulina lo sabe. Una noche su esposo regresa a casa acompañado por un médico que amablemente lo auxilió en la ruta, cuando el auto de Gerardo se descompuso. Paulina reconoce la voz de su violador. Después de otras visitas, Paulina decide secuestrarlo en su propia casa. Lo ata a una silla y lo amenaza para que confiese. Mientras lo apunta con un arma, Paulina dice: “pero no lo voy a matar porque sea culpable, Doctor. Lo voy a matar porque no se ha arrepentido un carajo. Sólo puedo perdonar a alguien que se arrepiente de verdad, que se levanta ante sus semejantes y dice esto yo lo hice, lo hice y nunca más lo voy a hacer”.

Finalmente Paulina libera a su supuesto torturador sin lograr una confesión de la parte acusada. No se puede acusar a Dorfman de crear una escena maniqueísta donde Paulina no se toma venganza, acentuando la bondad de las víctimas. No, porque la historia presente no registra casos diferentes y mucho menos éstos han sido la norma. La norma, más bien, ha sido la impunidad, por lo cual podemos decir que La Muerte y la Doncella es un drama, además de realista, absolutamente verosímil. Además de estar construido con personajes concretos, representan tres clases de latinoamericanos. Todos conocimos alguna vez a una Paulina, a un Gonzalo y a un Roberto; aunque no todos pudieron reconocerlos por sus sonrisas o por sus voces amables.

Un problema que se deriva de este drama trasciende la esfera social, política y tal vez moral. Cuando el esposo de Paulina observa que la venganza no procede porque “nosotros no podemos usar los métodos de ellos, nosotros somos diferentes”, ella responde con ironía: “no es una venganza. Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”. En varias oportunidades Paulina y Roberto deben quedarse solos en la casa. Sin la presencia conciliadora y vigilante del esposo, Paulina podría ejercer toda la violencia contra su violador. De esta situación se deriva un problema: Paulina podría ejercer toda la fuerza física hasta matar al médico. Incluso la tortura. Pero ¿cómo podría ejercer la otra violencia, tal vez la peor de todas, la violencia moral? “Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”, podría traducirse en “pienso hacerle a él lo mismo que él me hizo a mí”.

Es entonces que surge una significativa asimetría: ¿por qué Paulina no podría violar sexualmente a su antiguo violador? Es decir, ¿por qué ese acto de aparente violencia, en un nuevo coito heterosexual, no resultaría una humillación para él y sí una nueva humillación para ella?

El mi novela La reina de América (2001) cuando la protagonista logra vengarse de su violador, ahora investida con el poder de una nueva posición económica, contrata a hombres que secuestran al violador y, a su vez, lo violan en una relación forzosamente homosexual mientras ella presencia la escena, como en un teatro, la violencia de su revancha. ¿Por qué no podía ser ella quién humillara personalmente al agresor practicando su propia heterosexualidad? ¿Por qué esto es imposible? ¿Es parte del lenguaje ético-patriarcal que la víctima debe conservar para vengarse? ¿Deriva, entonces, tanto la violencia moral como la dignidad, de los códigos establecidos por el propio sexo masculino (o por el sistema de producción al que responde el patriarcado, es decir, a la forma de sobrevivencia agrícola y preindustrial)?

Octavio Paz, mejorando en El laberinto de la soledad (1950) la producción de su coterráneo Samuel Ramos (El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), entiende que “quien penetra” ofende, conquista. “Abrirse (ser “chingado”, “rajarse”), exponerse es una forma de derrota y humillación. Es hombría no “rajarse”. “Abrirse”, significa una traición. “Rajada” es la herida femenina que no cicatriza. El mismo Jean-Paul Sarte veía al cuerpo femenino como portador de una abertura.

Opuesto a la virginidad de María (Guadalupe), está la otra supuesta madre mexicana: la Malinche, “la chingada”. Desde un punto de vista psicoanalítico, son equiparables —¿sólo en la psicología masculina, portadora de los valores dominantes?— la tierra mexicana que es conquistada, penetrada por el conquistador blanco, con Marina, la Malinche que abre su cuerpo. (El conquistador que sube a la montaña o pisa la Luna, ambos sustitutos de lo femenino, no clava solo una bandera; clava una estaca, un falo.) Malinche no hace algo muy diferente que los caciques que le abrieron las puertas al bárbaro de piel blanca, Hernán Cortés. Malinche tenía más razones para detestar el poder local de entonces, pero la condena su sexo: la conquista sexual de la mujer, de la madre, es una penetración ofensiva. La traición de los otros jefes masculinos —olvidemos que eran tribus sometidas por otro imperio, el azteca— se olvida, no duele tanto, no significa una herida moral.

Pero es una herida colonial. El patriarcado no es una particularidad de las antiguas comunidades de base en la América precolombina. Más bien es un sistema europeo e incipientemente un sistema de la cúpula imperial inca y azteca. Pero no de sus bases donde todavía la mujer y los mitos a la fertilidad —no a la virginidad— predominaban. La aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego se hace presente en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas.

Ahora, más acá de este límite antropológico, que establece la relatividad de los valores morales, hay elementos absolutos: tanto la víctima como el victimario reconocen un acto de violación: la violencia es un valor absoluto y que el más fuerte decide ejercer sobre el más débil. Esto es fácilmente definido como un acto inmoral. No hay dudas en su valor presente. La especulación, el cuestionamiento de cómo se forman esos valores, esos códigos a lo largo de la historia humana pertenecen al pensamiento especulativo. Nos ayudan a comprender el por qué de una relación humana, de unos valores morales; pero son absolutamente innecesarios a la hora de reconocer qué es una violación de los derechos humanos y qué no lo es. Por esta razón, los criminales no tienen perdón de la justicia humana —la única que depende de nosotros, la única que estamos obligados a comprender y reclamar.

Jorge Majfud

9 de diciembre de 2006

The University of Georgia

Bitacora (La Republcia)

Milenio  (Mexico)

Milenio Nac, (Mexico)

Milenio II (Mexico)

Sex and Power: Towards a Semiotics of Violence

In 1992 the Chilean Ariel Dorfman debuted his work Death and the Maiden. Although without specific references, the drama alludes to the years of Augusto Pinochet’s dictatorship and the first years of the formal recuperation of democracy in Chile. Paulina Salas is the character who represents the women raped by the regime and by all of the dictatorial regimes of the period, of universal history, that sadistically practiced physical torture and moral torture. Sexual violation has, in this case and in all others, the particularity of combining in one and the same act almost all the forms of human violence of which other animal beasts are incapable. For this reason we should not refer to this type of featherless biped as an “animal” but as “a certain traditional kind of man.”

Another character in the drama is a doctor, Roberto Miranda, who also represents a famous class of sophisticated collaborators with barbarism: torture sessions were almost always accompanied with the advances of science: instruments more advanced than those employed by the old ecclesiastical inquisition in Europe, like the electric cattle prod; terribly subtle methods like the principle of uncertainty, discovered or rediscovered by the Nazis in the educated Germany of the 30s and 40s. In order to use all of this technology of barbarism it was necessary to rely on technicians with many years of study and a sick culture to legitimate it. Armies of doctors at the service of sadism accompanied the torture sessions in South America, especially in the years of the poorly named Cold War.

The third character in this play is Paulina’s husband, Gerardo Escobar. The attorney Escobar represents the transition, that group given the task of darning with bobby pins the bloody and painful social wounds. As has been common in Latin America, each time reconciliation commissions were created they appealed first to political necessities over moral ones. Which is to say, the truth does not matter as much as order. A little bit of truth is alright, because it is the victims’ demand; the full truth is not possible, because it bothers the violators of Human Rights. Those of us in the Southern Cone who demand the whole truth and nothing but the truth were characterized, invariably, as extremists, radicals and trouble-makers in a moment in which Peace was necessary. Nonetheless, as the Ecuadorian Juan Montalvo had already observed (Ojeada sobre América, 1866), war is a disgrace proper to human beings, but the peace that we have in America is the peace of slaves. Or, stated in a language from our 1970s, it is the peace of the cemeteries.

Paulina knows it. One night her husband returns home accompanied by a doctor who kindly had offered him assistance on the road, when Gerardo’s car broke down. Paulina recognizes the voice of her rapist. After other visits, Paulina decides to kidnap him in her own home. She ties him to a chair and threatens him in order to make him confess. While aiming a weapon at him, Paulina says: “but I am not going to kill you because your are guilty, Doctor. I am going to kill you because you haven’t shown any damned remorse. I can only forgive someone who truly asks for forgiveness, who stands up before his peers and says I did this, I did it and I will never do it again.”

Finally Paulina frees her alleged torturer without receiving a confession from the accused party. Dorfman cannot be accused of creating a Manichaean scene where Paulina does not take vengeance, emphasizing the goodness of the victims. No, because recent history does not record cases of vengeance and much less have these been the norm. The norm, rather, has been impunity, for which reason we can say that Death and the Maiden is a drama that is, besides being realist, absolutely true to life. In addition to being constructed from concrete characters, they represent three kinds of Latin Americans. We have all met at some time a Paulina, a Gerardo and a Roberto; even though not everyone could recognize them by their smiles or their kind voices.

A problem derived from this play transcends the social, political and perhaps moral sphere. When Paulina’s husband observes that revenge will not proceed because “we cannot use their methods, we are different,” she responds ironically: “it isn’t revenge. I am thinking of giving him all the guarantees that he gave to me.” On various occasions Paulina and Roberto must be alone together in the house. Without the vigilant and conciliatory presence of the spouse, Paulina could exercise any manner of violence against her violator. From this situation a problem is derived: Paulina could exercise all the physical force necessary to kill the doctor. Including torture. But, how could she exercise that other violence, perhaps the worst of all, moral violence? “I am thinking of giving him all the guarantees that he gave to me” could be translated as “I am thinking of doing to him the same thing that he did to me.”

That is when a significant asymmetry emerges: why couldn’t Paulina sexually violate her old rapist? That is, why would that apparent act of violence, in another heterosexual coitus, not result in humiliation for him while it would cause a new humiliation for her?

In my novel La reina de América (The Queen of America, 2001) when the protagonist manages to avenge herself against her rapist, now vested with the power of a new economic position, she hires men who kidnap her rapist and, each in turn, violate him in a forcibly homosexual relation while she witnesses the scene, as in a theater, the violence of her revenge. Why could it not be her who personally humiliated her aggressor practicing her own heterosexuality? Why is this impossible? Is it part of the ethico-patriarchal language that the victim must preserve in order to avenge herself? Do both moral violence and dignity, then, derive from the codes established by the masculine sex itself (or by the system of production to which the patriarchy responds, which is to say, the agricultural and pre-industrial form of survival)?

Octavio Paz, improving in El laberinto de la soledad (The Labyrinth of Solitude, 1950) upon the production of his fellow countryman Samuel Ramos (El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), understands that “the one who pentrates” offends, conquers. “To be opened” (to be “chingado,” “torn open”), to be exposed is a form of defeat and humiliation. It is manly to not be “torn open.” “To be opened” signifies a betrayal. The “gash” is the feminine wound that does not heal. Jean-Paul Sartre himself saw the feminine body as carrier of an opening.

Opposite the virginity of María (Guadalupe), is the other supposed Mexican mother: la Malinche, “la chingada.” From a psychoanalytic point of view, they are comparable – only in masculine psychology, carrier of dominant values? – Mexican territory which is conquered, penetrated by the white conqueror, with Marina, la Malinche who opens her body.  (The conqueror who climbs the mountain or sets foot on the Moon, both substitutes for the feminine, does not only raise a flag; he drives in a stake, a phallus.) Malinche does not do anything very different from the indigenous leaders who opened their doors to the white-skinned barbarian, Hernán Cortés. Malinche had more reason to detest the local power of the time, but her sex condemns her: the sexual conquest of the woman, of the mother, is an offensive penetration. The betrayal of the other masculine chiefs – let’s forget that they were tribes subject to another empire, the Aztec – is forgotten, does not hurt as much, does not signify a moral wound.

But it is a colonial wound. Patriarchy is not a particularity of the old base communities in pre-Colombian America. Rather, it is a European system and incipiently a system of the Aztec and Incan imperial upper echelon. But not of the lower strata of these empires where woman and the myths of fertility – not of virginity – predominated. The appearance of the indian virgin to the indian Juan Diego takes place on the hill that before had belonged to worship of the goddess Tonantzin, “our mother,” goddess of fertility among the Aztecs.

Now, back to the present from this anthropological limit, which establishes the relativity of moral values, there are absolute elements: both the victim and the victimizer recognize an act of rape: violence is an absolute value and one that the stronger decides to exercise over the weaker. This is easily defined as an immoral act. There are no doubts about its present value. Speculation, questioning about how those values are formed, those codes throughout human history pertain to speculative thought. They help us to understand the why of a human relationship, of certain moral values; but they are absolutely unnecessary at the moment of recognizing what is a violation of human rights and what is not. For this reason, criminals are not forgiven by human justice – the only justice that depends on us, the only justice we are obligated to comprehend and demand.

Translated by Bruce Campbell

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