Violencia que no se exporta se consume en el mercado interno

Violencia que no se exporta se consume en el mercado interno

El 24 de marzo de 1983, en un acto en la Biblioteca del Congreso, el presidente Ronald Reagan repitió las palabras del historiador Henry Commager: “la creación de los mitos nacionales nunca estuvo libre de conflictos; los estadounidenses no creían del Oeste lo que era verdad sino lo que para ellos debía ser verdad”.

Como en todos los grandes temas a los que se enfrenta la sociedad estadounidense, la actitud de una parte significativa ha sido siempre la de negar la realidad a través de narrativas y en base a sus mitos fundadores: la libertad propia como producto de las armas, la libertad ajena como producto de nuestro sacrificio, la promoción de la democracia en países bárbaros, la riqueza como mérito individual de unos pocos, la superioridad racial primero (“la raza libre”) y la superioridad nacional después (“el pueblo libre”), el éxito económico como prueba de ser los elegidos de Dios, la acusación a los demás de nuestros propios defectos (los fanáticos pertenecen a otras religiones)… 

El fanático religioso, que cree y siente que la realidad depende de sus oraciones y Dios está obligado a escuchar sus deseos, no se representa como tal. Esta negación de la realidad ha tenido resultados diversos, aunque casi siempre fue la realidad la que debió ceder. Pero cuando esa misma sociedad debe enfrentarse a un enemigo que no escucha ni se puede ver, un enemigo al que no se puede amenazar con un rifle AR 15 ni se puede bombardear, la negación de la realidad no funciona como se espera y la frustración explota por las viejas heridas.

En el caso del Covid 19, el país más rico y poderoso del mundo ha demostrado que no sabe organizarse como colectivo ni sus instituciones (como el sistema de salud) están hechas para actuar de esta forma civilizada a la altura de sus posibilidades materiales. Todavía algunas cosas se pueden aliviar a fuerza de montañas de dólares, pero la conducta racional de su sociedad y de sus líderes es un déficit que explica los millones de infectados y los ya casi doscientos mil muertos.

Con la excepción de las redes científicas y universitarias, con la excepción de un sector de la población que no alcanza a decidir las políticas de Estado, los políticos y la sociedad estadounidense tampoco saben relacionarse con las otras naciones para enfrentar el problema, como no ha sabido hacerlo para enfrentar un problema mayor, el ecológico. Si se relaciona, es a través del conflicto.

Como consecuencia de este enemigo interior e invisible, los antiguos problemas sociales y raciales (nunca resueltos por la misma afición a negar la realidad) se han exacerbado hasta empujar al país a un estado de tensión social y hasta niveles de violencia armada en las calles que no se veía desde hacía muchas décadas, cuando el país se dedicaba a exportar su violencia fundacional a otros países. Esta exportación de violencia no solo era estimulante para los negocios de la guerra, para la industria militar y las megacorporaciones, sino que, además, producía un poderoso efecto de distracción de los problemas propios y, por ende, de unión ante un enemigo exterior. 

Con la identificación de los inmigrantes como el nuevo “enemigo exterior”, el problema comenzó a filtrarse hacia el interior y se encontró con viejos monstruos, como la discriminación racial, el desprecio por los pobres (los perdedores), el fanatismo de las armas como solución a todos los problemas, y el patriotismo de banderas hasta en los calzones que cubre todas las viejas heridas que nunca cicatrizan, esas mismas que convierten los traumas históricos e individuales en motivos de orgullo.

Ahora, por primera vez en mucho tiempo, y mal gracias a la pandemia, algunos estadounidenses comienzan a sospechar que para ser llamado héroe no hay que vestir un uniforme militar e invadir otros países en nombre de la defensa propia y de la libertad ajena, sino que tal vez le debemos algo a los médicos, a las enfermeras, a los maestros y a tantos otros trabajadores que cada día construyen lo mejor y más necesario de nuestras sociedades. 

El triunfo del candidato opositor Joe Biden en la elección presidencial que se realizará en dos meses aliviará por un momento esta tensión social, pero a largo plazo tendrá un efecto contrario. Los perdedores no aceptarán la derrota ni aceptarán ceder un centímetro en la hegemonía de su propio país, como no la aceptan ahora que, tal vez inconscientemente, perciben la progresiva pérdida de sus privilegios domésticos e internacionales. Pero, a largo plazo también, la futura minoría en el recambio político y demográfico tendrá que conformarse con ver la reducción de sus mitos fundadores a fetiches y amuletos, no en sus cabezas sino en las nuevas generaciones que, además, deberán convivir con un mundo mucho menos dócil. 

Entonces, rezar ya no será suficiente, porque Dios estará ocupado escuchando a otros. 

JM, agosto 2020

Javier Mireles

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La generación 2001 y la violencia

En medio de la crisis del Cono Sur que se inició en el año 2001 y se profundizó en el 2002, todos se horrorizaban, con cierta dosis de inevitable acostumbramiento, por los niños que comían basura o se drogaban con pegamento debajo de los puentes. No eran casos aislados. Fue una epidemia súbita que arrojó a casi un veinte por ciento de los hijos de la clase media a la miseria y el abandono, debido al descalabro de la economía, al desempleo masivo y de los ya debilitados planes sociales de los gobiernos anteriores que, tanto en Uruguay como, sobre todo, en Argentina, se habían alineado a las recetas privatizadoras del FMI.

¿Dónde están hoy esos niños? ¿Desaparecieron? No.

Todo presente tiene un pasado, y aunque la gran mayoría de ellos hayan salido a flote, hacia una vida digna de lucha y trabajo, basta con un pequeño porcentaje para crear un fuerte estado de inseguridad debido a delitos crecientes en número y crueldad. Como solución, no pocos miran los tiempos de la dictadura militar con nostalgia, por el simple hecho que, por entonces, crímenes y violaciones de todo tipo, física, moral y económica, simplemente no salían en las noticias y quienes las denunciaban, desaparecían o perdían sus trabajos, en el mejor caso.

Por entonces, en medio de nuestras propias urgencias y necesidades, advertimos varias veces, con el pudor de estar terriblemente equivocados, que aquella crisis se podía superar en cinco años con un nuevo orden económico, que la economía de cualquier país se podía recuperar en un breve período, pero los efectos sociales siempre tienen consecuencias que persisten de diversas formas y son, por lejos, muy difíciles de resolver. El sermón dirigido a un delincuente, producto de una infancia deshumanizada por todas sus condiciones de inicio, sean familiares o sociales, no funciona. La inevitable cárcel, cuando no posee los onerosos recursos que realmente necesitaría, suele ser una universidad donde los delincuentes hacen posgrados.

Lo que por entonces repetíamos, literalmente (y estoy seguro que muchos pensaban igual), era que la situación de aquellos numerosos niños de la calle y de las precarias periferias eran “una bomba de tiempo programada para reventar en quince años”. Ahora, los políticos, tanto en la oposición como en el gobierno, repiten que “los delincuentes ya no tienen códigos”. La afirmación parece inocente, considerando que la definición de delincuencia es la de romper reglas y códigos, pero desde al menos un punto de vista está expresando una verdad: existe una degradación profunda de valores humanos (y no sólo entre los delincuentes). ¿No es lógico, entonces? ¿Qué se puede esperar de niños que fueron previamente deshumanizados por las más horrendas condiciones de educación social, desarrollo biológico y crecimiento personal?

Muchos se acordarán de esta metáfora de la bomba de tiempo, sobre todo en algunas reuniones familiares antes de irnos del país. Claro que este no es el único factor de la violencia social (tal vez hablar de “violencia social” es una redundancia). Es necesario considerar, al menos, otros factores como:

1) La cultura consumista y sus efectos violentos en muchos otros países, alguno de los cuales distan mucho de ser pobres, como en Estados Unidos. El efecto ampliamente estudiado de las crecientes desigualdades sociales que en el individuo, en una cultura consumista, importan más que los ingresos absolutos.

2) Los efectos de la creciente soledad del individuo, facilitada y generada por la adicción infantil y adolescente a ciertas tecnologías como los “teléfonos inteligentes”. La amistad y la muerte han sido banalizadas por los juegos interactivos y por las redes sociales. El otro ha sido deshumanizado, se lo puede bloquear, silenciar, desaparecer con un solo clic. En este sentido, el mouse es un arma implacable. Así, igual, es la fragilidad de una amistad virtual, con pocas excepciones.

3) Los efectos de las redes sociales que (esta ha sido una especulación personal, sin datos científicos) han amplificado las frustraciones y el odio de eso que a veces es un individuo y a veces ni siquiera lo es, o es un individuo con múltiples identidades, es decir, neurótico. De hecho, este mismo artículo será compartido y no en pocas ocasiones recibiré la clásica lista de insultos y acusaciones que antes no ocurría por el simple hecho de que los lectores estaban obligados a digerir lo leído, sin la ansiedad de la respuesta inmediata, y solían discutirlo cara a cara con algún conocido, lo cual aumentaba el sentido de respeto y responsabilidad; no de forma anónima, como si fuesen múltiples vómitos y compulsiones. Nada de esto puede ser neutral a la hora de explicar la violencia, sea la criminalidad callejera o las conductas políticas de los votantes que cada día adoptan más y más una conducta tribal, en el sentido negativo de la palabra, como lo son la xenofobia, el racismo, el sexismo y el irracional odio a los pobres.

4) También existen las razones históricas (como pasadas guerras civiles, dictaduras recientes) y sus efectos culturales (impunidad, deshumanización).

5) O el más comprensible factor económico. Para eso bastaría con considerar países como Venezuela (desde las profundas crisis de los 80s y 90s hasta la fecha, aunque con diferente color ideológico), Honduras, Guatemala y El Salvador (con estados fallidos desde principios del siglo pasado, con una ausencia crónica de los servicios sociales más elementales, pero con ejércitos omnipresentes, siempre listos para reprimir en nombre de los intereses de las clases exportadoras y de las compañías transnacionales, hoy “inversores”), países con guarismos de violencia muy alejados de la realidad del Cono Sur.

Ahora, volviendo al factor concreto de la Generación 2001, la realidad muestra que, sin llegar a “niveles latinoamericanos” de desigualdad y violencia, la bomba de tiempo ha explotado en los dos países del extremo Sur. Uno, el Uruguay, con una prosperidad económica (a muchos les disgusta esta palabra cuando se habla de un país que en el exterior se convirtió en símbolo de una alternativa de perfil bajo), un país que lleva quince años sin recesión y con una notable disminución de la pobreza. El otro, Argentina, con una nueva crisis fabricada cuidadosamente en dos años por las mismas políticas que produjeron la gran crisis del 2001.

Cuando menciono que, pese a este serio problema los niveles de violencia y desigualdad en Uruguay están muy lejos de casi cualquier otro país latinoamericano, me responden, con obviedad: “Nosotros no debemos compararnos con ningún otro país. Debemos compararnos con nosotros mismos, con el Uruguay que fue”. Precisamente, “el Uruguay que fue” no puede ser, porque el pasado es un país extranjero. Comparar los Estados Unidos de hoy y los de Lincoln o los de F. D. Roosevelt es comparar un país donde los únicos con derechos de ciudadanía eran los blancos y los demás esclavos desechables. Si alguna comparación es válida, es aquella que nos pone en el contexto real, el contexto presente en la región y en el mundo. En el pasado están nuestros orígenes, pero nosotros no estamos allí, ni podemos ser lo que fuimos, ni como individuos ni como sociedad.

El actual gobierno, sea el uruguayo o el argentino, tienen la principal responsabilidad en la búsqueda de soluciones a un problema específico (el de la G2001) que ya no depende de ninguna prosperidad económica. Pero no se debe olvidar que el origen del problema nació junto con sus actuales protagonistas, en su mayoría adolescentes y jóvenes, muy jóvenes aun, como el siglo.

 

JM, agosto 2018

El subdesarrollo y violencia de clases

El subdesarrollo y violencia de clases

El gerente de prensa del Comité Olímpico de Estados Unidos, Kevin Neuendorf, escribió en la pizarra de su delegación: “Welcome to Congo”. Así recibió a los deportistas americanos a los juegos panamericanos de Río de 2007. La prensa de todo el mundo recogió esta anécdota en sus primeras páginas, desde O Globo hasta CNN. Inmediatamente después fue despedido de la delegación. Neuendorf argumentó que se había referido al calor de Río, a pesar de que ese fin de semana se registraron 78 grados Fahrenheit (26ºC) y que en cualquier estado del sur de la Unión la temperatura suele llegar a 90 grados. Sin mencionar los 110 (43ºC) de Arizona este verano.

La indignación brasileña no sólo se debió a la arrogancia de un (norte)americano más, sino a la posibilidad de que su recuperada economía sea identificada con un país pobre de África. No había otros motivos para ofenderse porque alguien nos compare con nuestros hermanos del otro lado del Atlántico. A lo sumo sería un error o una imprecisión, fácil de aclarar con calma y sin necesidad de pedir disculpas, mucho menos ante alguien que presume de su ignorancia.

Si situamos el problema en su contexto político y económico, no sería absurdo especular que todo ha sido parte de una orquestación publicitaria, incluidas las respuestas (calculadamente) ingenuas de Neuendorf, para confirmar la responsabilidad de un individuo poco inteligente, poco culto o, por lo menos, poco resistente al calor extranjero. El efecto mediático —subterráneo, como todo buen efecto— es el de recordarle al mundo que entre Brasil y Estados Unidos aún existe una diferencia abismal, en lo que se refiere a economía, organización y poder político. ¿Por qué esta necesidad? Aunque Brasil aún no supera el promedio del crecimiento anual de las economías en desarrollo, de cualquier forma su performance es positiva y, sobre todo, optimista: si todo sigue viento en popa —si no se reincide en la otra tracción—, nuestros hermanos sudamericanos alcanzarían el potencial económico de Francia en el año 2031. Por otro lado, la tradición brasileña nunca ha pecado de la modestia canadiense. Desde sus antiguas pretensiones imperialistas del siglo XIX, pasando por “o milagre brasileiro” (que agravó las diferencias sociales en los ‘70) hasta el más reciente clima de euforia bursátil a principios del siglo XXI, Brasil siempre se ha definido como “o país do futuro” y sus obras las “mais grandes do mundo”. Todo lo cual no es menos arrogancia que la norteamericana, pero sin la práctica efectiva y opresiva. También los uruguayos, aún siendo un país pequeño, alardeamos durante medio siglo de ser “campeones, de América y del mundo”. Reconozco que este tipo de orgullo popular no es un pecado capital, pero se convierte en pecado cuando lo vemos como un defecto ajeno y como una virtud propia.

La diferencia que más incomoda —basta un análisis periódico de los eufóricos titulares de O Globo— no es ideológica ni moral sino económica y geopolítica. El real seguirá apreciándose ante el dólar hasta el 2008 y luego volverá a valores de dos años atrás. En su mejor desempeño, la economía brasileña crecerá este año la mitad porcentual del crecimiento anual chino: más o menos un 5 por ciento. Es decir, el mismo promedio de crecimiento de América latina. Igual que para Francia, Alemania y Japón, este será un año mediocre para Estados Unidos: su PBI crecerá un 2,2 por ciento. Estos datos cambiarán en el próximo año; no obstante, el 5 por ciento brasileño significa el 15 por ciento de lo generado por el dos por ciento de la producción norteamericana. Brasil, con todo su éxito económico, todavía (still) no alcanza a superar el desempeño de España o de Italia o de Canadá con sus apenas 30 millones de habitantes. Sin considerar lo que Eisenhower llamó en 1961 el “Military-Industrial Complex”.

Pero como los mercados mundiales muchas veces se mueven por “sensaciones térmicas”, no sería raro que los estrategas norteamericanos quieran recordarle al mundo que “we’re still number one”. Hace pocos días he visto en un macromercado de Estados Unidos una chapa decorativa de auto que rezaba como leyenda “[US,] Still the Number One”. Ese adverbio still sonaba dramático. Representa la sensación de que queda poco tiempo. No por casualidad, ese mismo mes (junio, 2007), el británico The Economist dedicaba su portada a la misma idea: “Still N. 1”. De hecho, China debería alcanzar el volumen de producción bruta (nunca mejor el adjetivo) de Estados Unidos en el 2025, lo cual no significa que mil trescientos millones de personas alcancen el “nivel de vida” —según estándar occidental— de los otros trescientos millones. Pero el cruce de gráficas de GDP (PBI) es significativo y, para algunos, la referencia de esa sensación de still(restless)ness. La hegemonía de Estados Unidos y la omnipresencia del dólar serán historia a mediados de este siglo. (Su mayor problema, además la mala administración actual, es la generación post-baby boom, el cual sólo se podría remediar con 3,5 millones de inmigrantes anuales en lugar del millón actual). Pero eso será bueno para el desarrollo de los mismos norteamericanos y, sobre todo, para el resto del mundo. Siempre y cuando una hegemonía no sea reemplazada por otra.

Pero la riqueza no es sustituto de desarrollo (para mí el subdesarrollo se mide por la violencia de clases), y deberá ser en este segundo término donde esté la verdadera revolución brasileña ya que, como cualquier país latinoamericano, la rígida verticalidad histórica de clases sociales (el crónico aristocraticismo), la convivencia de favelas con ostentosos palacios amurallados han sostenido cierta riqueza y frenado el desarrollo. Un país rico, azotado por la violencia callejera y por la violencia de clases, con vastas regiones de pobreza rodeando lupanares del consumo, puede entusiasmar a los turistas y a un país entero pero sólo sirve a los ricos que barren el polvo de la injusticia social debajo de la alfombra colorida de los guarismos financieros y las ideologías exculpatorias hechas a medida. Sí, eso es riqueza, pero no es desarrollo; es crecimiento, pero crecimiento de la bolsa y de la injusticia; isto é ordem, mas (ainda) não é progresso.

La justificación más común consiste en repetir que para que exista desarrollo es necesario primero la riqueza. Idea que se parece a la metáfora de la copa derramando dinero, en una sociedad vertical, según la ideología Thatcher-Reagan, a la torta de los conservadores neoliberales de América Latina, o a la promesa anarquista de la dictadura de un proletariado que tendió siempre a perpetuarse. Esta idea quedó refutada en Brasil después del crecimiento exorbitante del 10 por ciento anual (1967-1973), con el crecimiento de la concentración de la riqueza y el incremento, por ejemplo, del 10 por ciento la mortalidad infantil sólo en San Pablo. Mientras tanto, la dictadura militar propagaba entusiasta su eslogan preferido: “Brasil Potência, ame-o ou deixe-o”. Hasta fines del siglo XVIII, mucho más rico que Estados Unidos era México. Su riqueza fue su martirio histórico. Ricos también han sido muchos países capitalistas de América Latina: países ricos de sociedades pobres. Lo que refuta los argumentos principales de los capitalistas subdesarrollados que critican a Cuba por su economía y no por alguna otra falta menos excusable.

No son las palabras, entonces, lo que debería escandalizar a la prensa brasileña sino la aún (still) persistente violencia del subdesarrollo: no sólo la violencia de la delincuencia y del crimen organizado sino, sobre todo, la que procede de las históricas y radicales diferencias sociales entre ricos y pobres, entre la franja sur industrializada y el resto postergado del país. En el último período del presidente Lula ha habido mejoras en este aspecto. Sin embargo, todavía se parecen a las tradicionales limosnas de las insaciables sectas más ricas —que calman así la inequidad histórica, moral y estructural de un pueblo postergado— que a la justicia social que necesita una generación antes de morirse de vieja en nombre del futuro.

Ahora, si a lo que se referían norteamericanos y brasileños era que el Congo es el paradigma vergonzoso del subdesarrollo, habrá que decir que todos llevamos un Congo adentro —con mucho más riqueza y soberbia, pero sin la alegría que solemos encontrar en las aldeas de África.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

El falso dilema entre la libertad y la igualdad

1. Diferencias que no produce la libertad

La ley V del Título Primero de Las siete partidas (*) reconocía el hecho de que el rey siempre “es puesto en lugar de Dios”. Una idea semejante sobrevivió en la misma España, ocho siglos más tarde. La leyenda de las monedas de cien pesetas que rodeaba la imagen del general Francisco Franco confirmaba esta vieja pretensión del poder: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Aquellas leyes del siglo XIII, promovidas por el rey Alfonso El Sabio, ponían en papel otras obviedades. Por ejemplo, reconocía que una de las virtudes de honra de los caballeros era su crueldad. Los nobles debían ser “crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar”. (II, T. 21, ley 2, pág. 195). Por esta razón se elegía un caballero de entre mil —de ahí la palabra militia, milicia, militar— que debía corresponder preferentemente, según las mismas leyes, a carniceros, carpinteros y herreros, porque estos trabajadores eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a la violencia.

Pero la diferenciación “lógica y natural” no sólo era de clases; también era de sexo y de raza. “Ninguna mujer —establecía el sabio código—, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios…” (III, T. 6, ley 3, pág. 247-248) De igual forma, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.

Pero la ley europea —al igual que las leyes incas comentadas por Guamán Poma Ayala— también legislaba sobre el territorio íntimo del sexo. El hombre que yacía con una mujer casada no era deshonrado, pero sí lo era su mujer en caso de imitarlo. ¿Por qué? Por una razón de desigualdad natural: “el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra [sí] porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402). Lo que de paso recuerda que la Iglesia Católica no siempre fue más conservadora que la sociedad que integraba, aunque por una razón política toleraba detalles del siguiente tipo: “Tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417).

2. Estrategias del falso dilema.

No obstante todas estas diferencias sociales establecidas por la ley y el sentido común de la época, el mismo voluminoso código reconocía que la esclavitud es “la más vil cosa de este mundo”. (IV, T. 23, ley 8). En otras palabras, “la libertad es la más cara cosa que el hombre puede haber en este mundo” (II, T. 29, Ley 1, p. 226).

Es aquí donde descubrimos uno de los anhelos humanos más profundos que, al mismo tiempo, convivía con un violento saco de fuerza impuesto por el poder de clase, el poder de género y el poder eclesiástico. Es decir, el impulso (y el ideoléxico) de libertad debía convivir en promiscuidad con su impulso contrario: los intereses sectarios de clase, de género, de raza. El principio de libertad no era reconocido como un proceso de liberación sino que debía acomodarse mortalmente a las desigualdades establecidas por la tradición que hablaba y actuaba —no sin violencia— en nombre de la libertad.

En otras palabras, la idea de libertad no sobrevivía por las diferencias sociales sino a pesar de esas diferencias. Historia que nos recuerda a todas las dictaduras modernas, llámense dictaduras, dictablandas (sic. Pinochet) o democracias.

Quienes entendemos la historia de los últimos quinientos años como la progresión imperfecta pero persistente del impulso libertario e igualitario del humanismo, no aceptamos ese tópico común que opone libertad a igualdad. Esas igualdades no significan uniformización, eliminación de las diversidades, sino todo lo contrario: somos igualmente diferentes. Las diferencias humanas son diferencias horizontales; no verticales. Las diferencias verticales son diferencias del poder. Para nuestro humanismo, democrático es sinónimo de igualitario. Es la violencia de la desigualdad la que impone uniformizaciones; es la voluntad despótica de una de las partes de la humanidad sobre las otras. Y la libertad es democrática o es simplemente la dictadura de la libertad: la dictadura de algunos hombres libres sobre otros que no lo son tanto. Porque para ejercer cualquier libertad necesitamos una cuota mínima de poder; y si este poder está mal repartido, también lo estará la libertad.

Esta vieja discusión entre libertad e igualdad asume y confirma una dicotomía que luego se traduce en banderas políticas y en discursos ideológicos: desde hace doscientos años, sus nombres son liberalismo y socialismo, derecha e izquierda. Las posiciones antagónicas se disputan el terreno semántico de la justicia social sin cuestionar el falso dilema planteado; confirmándolo.

El ideal de libertad-e-igualdad (igual libertad) es, por ahora, una utopía: la anarquía. Sin embargo, veamos que la misma valorización negativa de este ideoléxico —la anarquía es asociada automáticamente al caos—, no sólo se debe a una razón de sobrevivencia en una sociedad inmadura, sino también de la primitiva explotación del más fuerte. Es decir, la organización vertical y autoritaria de la sociedad pudo deberse a una razón de organización para la sobrevivencia del grupo, pero luego degeneró en una tradición opresiva. Es el caso del patriarcado o del militarismo. No obstante, me atrevo a decirlo, la historia de los últimos mil años ha sido una progresiva conquista de la anarquía, con sus correspondientes y lógicas reacciones de las oligarquías. Seguirá costando sangre y dolor, pero esa ola no parará más.

La sociedad estamental sobrevivió en España hasta el siglo XVIII y de hecho, aunque no de derecho, en las sociedades latinoamericanas hasta el siglo XX: los indígenas, los criollos desheredados, los inmigrantes exiliados, bajo el mando del corregidor, del hacendado o de la Mining & Fruit Co., ignoraban el goce de la práctica del derecho igualitarista en nombre del deber o de la productividad. En cierta forma, el liberalismo fue una forma de socialismo —de hecho ambos son producto de la Era Moderna y del humanismo—; para ambos, el individuo debe liberarse de las estructuras tradicionales que organizan la sociedad de forma vertical. La utopía marxista de una sociedad sin gobierno y sin burocracia —fenómeno de los países comunistas que tanto decepcionó al Che Guevara—, se parece mucho a la utopía liberal de una sociedad compuesta de individuos libres. La diferencia entre aquel liberalismo y el socialismo radicaba en una interioridad cristiana: para uno, el egoísmo era el motor de progreso; mientras para el otro, lo era la solidaridad, la cooperación. Razón por la cual uno pasó a confiar en el mercado y el otro en el progreso de la moral del “nuevo hombre”. La tradicional valorización negativa del egoísmo y el valor positivo de la solidaridad se resuelve, por parte de los nuevos liberales, en calificar a uno como realista y al otro como ingenuo. Como respuesta, los partidarios del igualitarismo calificaron a aquel realismo de hipócrita y de salvaje y a la pretendida ingenuidad como valor altruista y humano.

Pero la dicotomía sigue siendo artificial. Bastaría con preguntarse: ¿la libertad se ejerce individualmente en una sociedad o a través de los otros?; ¿la libertad individual se ejerce en colaboración o en competencia con los otros? Si la libertad de unos genera grandes diferencias de poder, ¿no será que la libertad de uno se ejerce en contra de la libertad de otros y gracias a este recorte? ¿Es lo mismo libertad que liberalismo?  ¿Es lo mismo igualdad que igualitarismo?  ¿Es lo mismo individuo que individualismo?

Incluso asumiendo que hay individuos más habilidosos que otros, ¿por qué aceptar que los primeros monopolicen o acaparen cuotas de poder que restringen el poder y la libertad de los otros? Se asume que no hay libertad en un sistema que impone la igualdad —el igualitarismo—, pero se olvida que tampoco hay libertad en un sistema que reproduce diferencias que sólo candorosamente se pueden atribuir a la “expresión natural” de las diferentes habilidades individuales. Como si cualquiera no supiese que para ser un opresor, un explotador o un tirano no es necesario ni una gran inteligencia ni grandes valores morales: basta con una ambición desbordada, una crueldad inhumana y una hipocresía legitimada por alguna que otra teoría diseñada a medida del poder de turno. Y cuando el oprimido no colabora, basta con la fuerza arrasadora de la maquinaria del ejército.

El humanismo debe enfrentarse a esta aparente contradicción sin contradicciones: la búsqueda de libertad sólo es posible a través de una progresiva igualdad, de la misma forma que la búsqueda de igualdad debe darse en una progresiva liberación de la humanidad. No vale anular o postergar una en nombre de la otra.

Jorge Majfud

The University of Georgia, 30 de marzo de 2007.

(*) Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1265] Madrid: Editorial Castalia, 1992.

Le faux dilemme entre la liberté et l’égalité.

1. Les différences que la liberté ne produit pas.

La loi V du Titre Premier de Las siete partidas, Les sept parties (*), reconnaissait le fait que le roi “est toujours mis à la place de Dieu”. Une idée semblable a survécu dans la même Espagne, huit siècles plus tard. La légende des pièces de cent pesetas à l’effigie du général Francisco Franco confirmait cette vieille prétention du pouvoir : “Caudillo de l’Espagne par la Grâce de Dieu”.

Ces lois du XIIIème siècle, promues par le roi Alfonso X le Sage, mettaient sur papier d’autres évidences. Par exemple, on reconnaissait qu’une des vertus d’honneur des chevaliers était leur cruauté. Les nobles devaient être “cruels pour ne pas avoir de remords de voler leurs ennemis, ni de les blesser ni de tuer”. (II, T 21, loi 2, pag. 195). Pour cette raison on choisissait un chevalier parmi mille – de là le mot militia, milice, militer – qui devait de préfère correspondre, selon les mêmes lois, à des bouchers, charpentiers et forgerons, parce que ces travailleurs étaient forts de leurs mains et étaient habitués à la violence.

Mais la différenciation “logique et naturelle” était non seulement de classes ; elle était aussi de sexe et de race. “Aucune femme – établissait le sage code -, bien qu’elle soit informée du droit ne peut être avocat lors d’un jugement ; et ceci pour deux raisons : la première, parce qu’il n’est pas chose nécessaire ni honnête que la femme prenne office d’homme en étant publiquement entourée avec les hommes pour raisonner pour un autre ; la deuxième, parce que anciennement l’on interdit les sages… ”  (III, T 6, loi 3, pág. 247-248) De même, les aveugles ne pouvaient pas non plus être des avocats parce qu’ils ne pouvaient pas voir les juges et leur rendre des honneurs.

Mais la loi européenne – tout comme les lois incas commentées par Guamán Poma Ayala – légiférait aussi sur le territoire intime du sexe. L’homme qui gisait avec une femme mariée n’était pas déshonoré, mais l’était bien la femme en l’imitant. Pourquoi ? Pour une raison d’inégalité naturelle : “l’adultère que fait l’homme avec une autre femme ne fait pas de dommages ni déshonore la sienne ; l’autre [oui ] parce que de l’adultère que ferait sa femme avec un autre, reste le mari déshonoré, en recevant la femme à un autre dans son lit, c’est pourquoi les dommages et les déshonneurs ne sont pas égaux, nécessaires est qu’il puisse accuser sa femme d’adultère si elle l’a fait, et elle pas à lui ; et ceci a été établi par d’anciennes lois, bien que selon le jugement de la sainte Église il ne soit pas ainsi” (T 17, Loi 2, p 402). Ce qui en passant rappelle que l’Église Catholique n’a pas toujours été plus conservatrice que la société qu’elle intégrait, bien que pour une raison politique elle tolérait des détails du type suivant : “Tellement mauvais en étant un certain chrétien qu’on retournerait juif, envoyons qu’ils le tuent pour cette raison, bien ainsi que s’il serait retourné héresiarque”  (T 24, loi 7, p 417).

2. Stratégies du faux dilemme.

Malgré toutes ces différences sociales établies par la loi et le sens commun de l’époque, le même code volumineux reconnaissait que l’esclavage est “la plus vil chose de ce monde”. (IV, T 23, loi 8). Autrement dit, “la liberté est la chose la plus chère que l’homme peut y avoir dans ce monde” (II, T 29, Loi 1, p 226).

C’est ici où nous découvrons une des aspirations humaines les plus profondes qui, en même temps, coexistait avec une violente démonstration de force imposée par le pouvoir de classe, le pouvoir de type et le pouvoir ecclésiastique. C’est-à-dire, l’élan (et l’ideoléxique) de liberté devait coexister en promiscuité avec son élan contraire : les intérêts sectaires de classe, de type, de race. Le principe de liberté n’était pas reconnu comme un processus de libération mais devait mortellement s’accommoder des inégalités établies par la tradition qui parlait et agissait – non sans violence – au nom de la liberté.

Autrement dit, l’idée de liberté ne survivait pas par les différences sociales mais malgré ces différences. Histoire qui nous rappelle toutes les dictatures modernes, qui s’appellent dictadures, dictamoles (sic. Pinochet) ou démocraties.

Nous que comprenons nous de l’histoire des cinq dernières cents années comme la progression imparfaite mais persistante de l’élan libertaire et égalitaire de l’humanisme, nous n’acceptons pas cet élément commun qu’oppose liberté à égalité. Ces égalités ne signifient pas uniformisation, élimination des diversités, mais tout le contraire : nous sommes également différents. Les différences humaines sont des différences horizontales ; non verticales. Les différences verticales sont des différences de pouvoir. Pour notre humanisme, démocratique est synonyme d’égalitaire. C’est la violence de l’inégalité celle qui impose des uniformisations ; c’est la volonté despotique d’une des parties de l’humanité sur les autres. Et la liberté est démocratique ou c’est simplement la dictature de la liberté : la dictature de quelques hommes libres sur d’autres qui ne le sont pas autant. Parce que pour exercer toute liberté nous avons besoin d’une quote-part minimale de pouvoir ; et si ce pouvoir est mal distribué, aussi le sera la liberté.

Cette vieille discussion entre liberté et égalité assume et confirme une dichotomie qui est ensuite traduite en étendards politiques et dans des discours idéologiques : depuis deux cent ans, ses noms sont libéralisme et socialisme, droite et gauche. Les positions antagoniques se disputent le terrain sémantique de la justice sociale sans mettre en question le faux dilemme posé ; en le confirmant.

L’idéal de liberté-et- d’égalité (liberté égale) est, pour le moment, une utopie : l’anarchie. Toutefois, voyons que la même valorisation négative de cet ideoléxique -l’anarchie est automatiquement associée au chaos -, non seulement est due à une raison de survie dans une société immature, mais aussi de l’exploitation primitive du plus fort. C’est-à-dire, l’organisation verticale et autoritaire de la société aurait pu avoir comme origine une raison d’organisation pour la survie du groupe, mais ensuite a dégénéré dans une tradition oppressive. C’est le cas du patriarcat ou du militarisme. Cependant, j’ose le dire, l’histoire des derniers mille ans a été une conquête progressive de l’anarchie, avec ses réactions correspondantes et logiques des oligarchies. Elle Continuera à coûter du sang et de la douleur, mais cette vague ne s’arrêtera pas .

La société étatique a survécu en Espagne jusqu’au XVIIIème siècle et de fait, bien que pas de droit, dans les sociétés latinoaméricaines jusqu’au XXe siècle : les indigènes, les créoles déshérités, les immigrants exilés, sous la commande du corregidor, du propriétaire terrien ou de la Mining & Fruit CO, ignoraient la jouissance de la pratique du droit égalitariste au nom du devoir ou de la productivité. D’une certaine manière, le libéralisme a été une forme de socialisme -tous les deux de fait sont le produit de l’Ere Moderne et de l’humanisme – ; pour tous les deux, l’individu doit être libéré des structures traditionnelles qui organisent la société de manière verticale. L’utopie marxiste d’une société sans gouvernement et sans bureaucratie – phénomène des pays communistes qui a tant déçu le Che Guevara -, ressemble beaucoup à l’utopie libérale d’une société composée d’individus libres. La différence entre ce libéralisme et le socialisme était située dans une intériorité chrétienne : pour l’un, l’égoïsme était le moteur de progrès ; tandis que pour l’autre, l’était la solidarité, la coopération. Raison pour laquelle l’un s’est mis à faire confiance au marché et l’autre dans le progrès de la morale du “nouvel homme”. La valorisation négative traditionnelle de l’égoïsme et la valeur positive de la solidarité est résolue en partie, par les nouveaux libéraux, en qualifiant l’un comme réaliste et l’autre comme ingénu. Comme réponse, les partisans de l’égalitarisme ont qualifié ce réalisme d’hypocrite et de sauvage et la prétendue ingénuité comme une valeur altruiste et humaine.

Mais la dichotomie est encore artificielle. Il suffirait de se demander : la liberté s’est elle exercée individuellement dans une société ou à travers les autres ? ; la liberté individuelle s’est exercée en collaboration ou en concurrence avec les autres ? Si la liberté de quelques uns produit de grandes différences de pouvoir, ne serait-il pas que la liberté de l’un est exercée contre la liberté de l’autre et grâce à ce raccourci ? Est-ce la même chose la liberté que le libéralisme ? Est -ce la même chose l’égalité que l’égalitarisme ? Est-ce la même chose l’individu que l’individualisme ?

Y compris en assumant qu’il y a des individus plus habiles que d’autres, pourquoi accepter que les premiers monopolisent ou accaparent des pans de pouvoir qui restreignent le pouvoir et la liberté des autres ? On assume qu’il n’y a pas de liberté dans un système qui impose l’égalité – l’égalitarisme -, mais on oublie qu’il n’y a pas non plus de liberté dans un système qui reproduit des différences qui seulement candidement peuvent être attribuées à l’“expression naturelle” des différentes habilités individuelles. Comme si quelqu’un ne savait pas que pour être un oppresseur, un exploitant ou un tyran, une grande intelligence n’est pas nécessaire ni de grandes valeurs morales : il suffit d’une ambition débordée, une cruauté inhumaine et une hypocrisie légitimée par quelque autre théorie conçue sur mesure pour le pouvoir du jour. Et quand l’opprimé ne collaborera pas, il suffit de la force anéantissante de la machine de militaire.

L’humanisme doit faire face à cette contradiction apparente sans contradiction : la recherche de liberté est seulement possible à travers une égalité progressive, de la même manière que la recherche d’égalité doit être donnée dans une libération progressive de l’humanité. Ce n’est ne pas bon d’annuler ou de retarder l’une au nom de l’autre.

Dr. Jorge Majfud

* The University of Georgia, 30 mars 2007.

(*) Alfonso X Le Sage. Les sept parties, 1265.

Traduction de l’espagnol de Estelle et Carlos Debiasi.

El dulce azote del lenguaje

Milenio (Maxico)

El dulce azote del lenguaje

¿Por qué los negros en Estados Unidos se llaman “afroamericanos”? ¿Por qué los blancos no se llaman “euroamericanos”?  A los blancos se les dice americanos; a los negros, afroamericanos, que es como decir “casi-americanos”. Porque la palabra “negro” es despectiva mientras nadie se ofende por ser llamado “blanco”. ¿Qué tienen los llamados “afroamericanos” de africanos, además del color de la piel? Más tienen de Europa por asimilación y por reacción que de África por su cultura o por su memoria (y lo digo por haber vivido entre tribus africanas). De los europeos, la mayoría heredó su religión y la ideología capitalista; de los europeos heredaron la máquina, el dolor, la humillación y a veces el resentimiento. Razón por la cual los afroamericanos deberían ser llamados “euroamericanos”, si no fuese porque afroamericano es un eufemismo de “negro” (tabú que indica algo malo) que no se refiere a una cultura africana sino, simplemente, a su color de piel. Algo así como decir “hijo ilegítimo”. ¿Cómo un recién nacido (un ser humano sin pecado) puede ser ilegítimo? ¿Cómo un indocumentado puede ser “ilegal”?

Ninguna palabra es inocente (ya lo sabía Antonio Nebrija en 1492, cuando decía que el lenguaje es el principal compañero del imperio), pero hay algunas que están hinchadas de ideología, como por ejemplo las palabras “libertad”, “democracia”, “justicia”, “liberación”, “progreso”, etc. Usándolas como espadas sagradas, nos permitimos imponer nuestras convicciones aún por la fuerza, como hace casi quinientos años Cortés, Pizarro y tantos otros “adelantados” salvaron a América Latina decapitando, torturando, violando, esclavizando y quemando pueblos enteros como forma de persuasión. Creer que importando e imponiendo un sistema político cambiará automáticamente la realidad de un país es ignorar su cultura y su historia. Bastaría con los repetidos fracasos maquillados de éxitos que tenemos que presenciar cada día en el mundo para darse cuenta de ello. Bastaría con imaginar a China imponiendo un sistema monárquico a Estados Unidos en el 2040, por citar un ejemplo inverso. Para cambiar la cultura de un pueblo por la fuerza se necesitan siglos o décadas de corrupción y violencia, como bien lo demostró la colonización española, la inglesa, la americana… Siglos de violenta narración.

“Seguí mi camino —reportó Hernán Cortés en 1520 en carta al rey Emperador Carlos V— considerando que Dios es sobre natura, y antes que amaneciese di sobre dos pueblos, en que maté mucha gente y no quise quemarles casas por no ser sentidos con los fuegos de las otras poblaciones que estaban muy juntas. Y ya que amanecía di con otro pueblo tan grande que se ha hallado en él, por visitación que yo hice hacer, más de veinte mil casas. Y como las tomé de sobresalto, salían desarmados, y las mujeres y niños desnudos por las calles, y comencé a hacerles algún daño; y viendo que no tenían resistencia vinieron a mí ciertos principales del dicho pueblo a rogarme que no les hiciésemos más mal porque ellos querían ser vasallos de vuestra alteza y mis amigos; y que bien veían que ellos tenían la culpa en no me haber querido servir […] Después de sabida la victoria que Dios nos había querido dar y cómo dejaba aquellos pueblos en paz, hubieron mucho placer” .

Tener una convicción no es malo a priori; todo lo contrario; el problema son los métodos, como la inocente manipulación ideológica del lenguaje. Cada día asistimos a la lucha por el significado, desde los “medios de comunicación”, desde los discursos políticos, religiosos, académicos, etc. Estamos sumergidos en una guerra semiótica y semántica basada en la asociación arbitraria de conceptos-imágenes-palabras que es construida día a día, por repetición, con un objetivo ideológico y económico. Esos premoldeados productos semánticos —la Libertad, la Democracia, la Civilización, el Progreso, etc.— se convierten luego en axiomas donde se asientan las nuevas discusiones, axiomas que hacen suyos hasta quienes deben sufrir el significado impuesto por esta forma de violencia ideológica. Todo lo cual no significa que la libertad, la democracia, la civilización y el progreso no existan; pero por la misma razón de que existen, o puede existir, se los coloniza antes de que sean apropiados por sus víctimas.

El objetivo casi nunca es la verdad, la búsqueda interesada de comprender al otro, de escuchar: el objetivo es ser escuchado, es convencer en nombre de los “verdaderos valores”. Actualmente no existe el diálogo; existen discusiones permanentes, intentos dialécticos de legitimar con símbolos y palabras algo que no depende de los símbolos ni de las palabras. No puedo decir que estamos ante un diálogo de sordos porque los sordos cuando dialogan se entienden.

En ese aspecto nuestro orgulloso tiempo se parece a la Edad Media: por entonces, quien triunfaba por la fuerza de su brazo y de su caballo se atribuía toda la verdad de una disputa dialéctica, ajena al brazo y al caballo. La fuerza no sólo impone su verdad por el miedo y la coacción sino, sobre todo, por la seducción del vencido (luego de masacrados, los mexicanos reconocían llorando ante Cortés que la culpa era de ellos, por resistir a la invasión).

Un hombre pobre nada tiene que enseñarle a un hombre rico sobre cómo hacer fortuna, aunque la fortuna del hombre rico se deba a la lotería o al despojo ajeno. De ahí se sigue que un hombre pobre también es, necesariamente menos sabio y menos inteligente que un hombre rico (razón por la que los presidentes y senadores de una Gran Democracia casi siempre son hombres ricos o amigos de millonarios), con lo cual llegamos a la concusión de que Einstein era un retrasado mental y Sylvester Stallone un genio. Y peor si ese hombre pobre es un habitante del Tercer Mundo —categoría de por sí misma ideológica— que asume y confirma que la riqueza material es riqueza, a secas: espiritual, moral, intelectual, etc.

¿Quién se atrevería a decir que una comunidad indígena que ha tenido la sabiduría de vivir en paz durante siglos es el Primer Mundo? Podríamos decirlo, pero nos rompe los oídos, debido al “buen gusto” que hemos desarrollado escuchando otras frases y otros conceptos prefabricados.

Por qué, de igual forma, llamamos “afroamericanos” a seres humanos europeizados por la cultura y por la violencia de la historia? ¿No es una nueva forma de violencia ideológica que hace suya la misma víctima, que de esa forma se define como periférica, por el color de su piel, al tiempo que cree revindicar una cultura como forma de resistencia y reivindicación? ¿No es esta una clasificación compulsiva que una persona de piel oscura se autoimpone, creyendo de esa forma resistir a una imposición? ¿No es esta clasificación una forma de dominación de una ideología que se pretende superar?

Porque, entiendo, una cosa muy diferente es la cultura afroamericana —indudablemente rica, desde Nicolás Guillén en Cuba hasta los seguidores de Yemanjá en Argentina, desde el Jazz en Chicago y Nueva Orleáns hasta la Samba en Río— y otra cosa muy distinta es clasificar a una persona como “afroamericano” sólo por el color de su piel —como si le hiciéramos un favor.

© Jorge Majfud

The University of Georgia, setiembre 2006.

El Porvenir (Mexico)

 

Mémoire douce de la barbarie:

La prison de Liberté

Mes vieux amis ont toujours ri de ma mémoire quoique, avec les années, ils ont crû en prudence et m’ont gardé leur amitié. Le meilleur sentiment dont je suis redevable envers ma mémoire est la nostalgie. Une profonde nostalgie. D’entre le pire est l’inutile regret.

Les paradoxes du destin ont fait que j’eus à regretter les années de la dictature militaire dans mon pays; j’eus la malchance de croître et d’abandonner mon enfance à cette époque. Ce n’est pas à la barbarie que je dois être reconnaissant et qui paraît, du reste, l’éclairer, si ce n’était par l’illimitée nécessité humaine qui jamais ne se repose. Une fois, dans une classe de littérature au secondaire, nous demandions à la professeure pourquoi on ne parlait pas d’Onetti, étant donné qu’il avait reçu, deux années auparavant, le prix Cervantes d’Espagne, et que, il était un des classiques d’actualité de notre pays. La réponse, contondante, fut que Juan Carlos Onetti avait tout reçu de son pays – éducation, renommée, etc. –, et que par la suite il s’en était allé en exil parler en mal de son propre pays. Il n’est pas nécessaire de commenter de tels ex abrupto. Seulement on attend de quelqu’un qui s’est dédié à la littérature une vision moins étroite de l’existence. On suppose qu’une personne avec cet étrange métier a vécu plusieurs vies et a eu à sentir et à penser le monde à partir de d’autres prisons. Cependant, il n’en est pas ainsi; la nécessité n’est pas la simple carence de quelque chose, mais le résultat d’un long apprentissage, presque toujours basé sur la pratique. Si ce rappel occupe encore dans sa mémoire quelque espace, peut-être fait-il partie de son quota de regrets. J’ajouterai que cette professeure, selon mon jugement, n’était pas une mauvaise personne. Peut-être était-elle plus heureuse que les autres professeures de littérature que j’eus par la suite pendant des années. La seule chose qu’elles avaient en commun était une certaine sensualité, insoupçonnable, par la façon de se vêtir ou de parler.

A ce que je vois, c’est qu’il ne serait pas rare que quelqu’un pense, pendant que je signale que je grandis en des temps de dictature, que je lui suis reconnaissant, que je lui dois mon éducation et, peu s’en faut, la vie, et que par conséquent, je devrais lui témoigner quelque reconnaissance. Bien sûr que la réponse est non. Comme disait Borges – si souvent aveugle, mais non moins si souvent brillant – une personne naît où elle peut. A moi me revint de naître à un moment historique où la politique – ou, pour mieux dire, son antithèse: la barbarie – s’infiltrait par les fentes des portes et des fenêtres, jusqu’à détruire des familles entières. Une de celles-là fut, bien sûr, ma famille. Mais je ne vais pas entrer dans ceci maintenant.

Je ne peux éviter de rappeler cette nuit noire «la prison de Liberté», là en Uruguay. Avant, j’avais connu des dépôts moindres à l’occasion de visites que ma famille rendait à mon grand-père, Ursino Albernaz, le vieux rebelle, le révolutionnaire, le mouton noir d’une famille de paysans conservateurs. Mon grand-père avait été renié par sa première famille; il lui restait celle que lui-même avait construite et, sans le vouloir, détruite aussi. Il fut torturé par plusieurs «petits soldats de la patrie». Je passerai sous silence le nom de voisins, quoiqu’ils vivent encore et que je n’aie de preuves que la confession de mes êtres chéris, maintenant tous décédés; je dirai seulement que le célèbre “Nino” Govazzo fut d’entre ses lâches inquisiteurs. Quoique l’adjectif «lâche» est une redondance historique, car les dictatures ne soulignent aucun acte héroïque, ni de ses soldats et encore moins de ses généraux. Ni même ne purent en inventer; non seulement parce qu’elles manquaient d’imagination, mais parce que ni eux-mêmes ne se croyaient lorsqu’ils s’accrochaient des étoiles et des médailles à leurs uniformes, une après l’autre, jusqu’à se couvrir toute la poitrine de ferraille qu’ils portaient orgueilleusement dans les fêtes sociales. Il ne reste que le souvenir de la permanente et obsessive propagande détaillant les horreurs d’autrui. Ou les démonstrations d’amour des religieux partisans de Pinochet qui, dans les années 90’, défilaient avec les portraits des disparus sous le régime et montrant une légende qui disait : “Grâce à Dieu, ils sont morts”. (Récemment était ici à l’Université de Géorgie le célèbre Frederic Jameson qui, avec son habituel clin d’œil provocateur, rappela les coutumes narratives des empires, le plaisir du succès et de la torture : l’épique appartient aux vainqueurs pendant que le romantisme est le propre des perdants. Cependant, c’est ce dernier qui demeure. En Amérique Latine, il n’y eut même jamais une épique des vainqueurs. Qui peut imaginer un écrivain, si petit soit-il, repêchant quelque chose des misérables succès de nos Attila?)

De ces courses en enfer, mon grand-père en sortit avec une rotule claquée et quelques coups qui ne furent pas si démoralisateurs comme ceux dont dû souffrir son fils cadet, Caito, mort avant de voir la fin de ce qu’il appelait «les temps obscurs». Au début des années 70’, ils montèrent tous les deux au plus grand espace symbolique de la dictature : ils furent envoyés à la prison de Liberté.

Je me souviens de la prison de la Liberté à partir d’infinis points de vue. Pour nous les enfants qui allions là, le long voyage était une promenade, quoique nous devions toujours nous lever tôt pour ensuite attendre sur le côté d’une route, par nuits froides et pluvieuses. Attendre, toujours attendre sur la route, dans les terminaux d’omnibus, aux interminables postes de sécurité, dans les couloirs et les salles de tripotage. Enfants, nous ne pouvions imaginer que tout ce processus, en plus d’être épuisant, était humiliant. Cela nous sauvait l’innocence, ou la presque innocence, parce que je sus toujours ce que signifiait cela: c’était quelque chose dont nous ne pouvions parler. Des années plus tard, un de mes personnages nomma cette génération: “la génération du silence”, et je crois qu’il donna ses raisons, en plus de cela. Ce «silence» signifiait, pour moi, qu’il existait une contradiction tragique entre le discours officiel et ma propre vie. Dans l’humble école de Tacuarembó dans laquelle j’étais, cette école qui laissait dégoutter sur nos cahiers les jours de pluie, on nous parlait de la justice et de l’ordre pacifique qui régnaient sur le pays grâce aux Soldats de la Patrie. Des années plus tard, à l’école secondaire, on nous répétait encore que nous vivions en démocratie. Pendant que nous devions écouter et répéter tout cela sur la place publique, pendant les étés, dans une cuisine rurale de Colonie, rarement illuminée par une lanterne de mantille, j’écoutais les histoires de personnes inconnues au sujet d’hommes et de femmes jetés à partir d’avions dans le Rio de la Plata, un art de la dictature argentine. Quinze années plus tard, ce seraient ces mêmes confessions, de la part de l’ex-capitaine de navires Adolfo Scilingo, qui scandaliseraient le monde. Cela se passait en 1995, selon mes souvenirs; je lus cette nouvelle dans quelque pays d’Europe – par l’architecture ce pourrait être Prague -, ce qui me donna une idée de la suspecte innocence du monde et d’une bonne partie de notre société. Suite à Scilingo ou Tilingo (*), je me ravisai argumentant que tout cela avait été un «roman».

Si je libère ma mémoire à partir du premier «check point» qui a précédé l’entrée à la monstrueuse prison de Liberté, tout de suite me vient à la conscience des militaires de toutes parts portant des bottes noires, des femmes chargées de bourses, des enfants se plaignant du passage rapide de leurs mères, des malédictions en secret, des invocations à Dieu. Par la suite, un salon ressemblant à une station de train, gris, de tous côtés. Le ciel aussi gris et le plancher humide marqué par les bottes qui allaient et venaient. Un militaire à moustaches taillées et remplissant des formulaires et autorisant les gens à passer. Je ne sais pas pourquoi, il ressemblait à un Videla aux yeux clairs, aux lèvres serrées et à voix de commandement. Par la suite, une petite salle où d’autres militaires tâtaient les visiteurs. Puis, un chemin d’asphalte conduisant à un autre édifice. Une pièce sans fenêtre. Un portrait de José Artigas vêtu en lancier militaire. Plus tu attends, plus tu as envie d’aller aux toilettes et de ne pas pouvoir y aller. Une belle enfant qui me sourit parmi tout ce dégoût. Ses cheveux roux brillaient dans la pénombre de la petite salle. Mais, en ce qui me concerne, ce qui m’avait impressionné, c’était son regard, innocent (cela me revient maintenant), rempli de tendresse. Quelque chose d’improbable dans cet enfer.

A un certain moment, mon grand-père se leva et alla au téléphone parler à son fils. Une épaisse vitre les séparait. Ce même soir, ou bien un autre semblable, il lui avoua qu’il avait été là, en prison, où il s’était convertit en ce pour lequel il avait été emprisonné. Quelque temps plus tard, il me répéta aussi la même conviction : s’il était tombé injustement, maintenant, du moins, il avait une justification qui rendait toutes ses années de jeunesse plus supportables. Maintenant il avait une cause, une raison, quelque chose pour laquelle se sentir fier et racheté.

Par la suite les enfants continuèrent par une autre porte et sortirent dans une cour tendrement équipée de jeux d’enfants. L’oncle était là avec sa grosse moustache et son éternel sourire. Sa calvitie naissante et ses questions infantiles : “Comment ça va à l’école ?”. A mon côté, je me souviens de mon frère regardant d’une façon absorbée mon oncle et mon cousin plus âgé. M., s’éjectant d’un toboggan. Caíto l’attrapait, le remontait de nouveau et, à travers les cris de joie de M., en venait à lui demander : “Comment vont les papas?” “Alors, as-tu une fiancée?”

Mais nous, nous n’étions pas là pour cela. Je me rapprochai de l’oncle et lui dis, à voix très basse, afin que le gardien qui marchait par-là n’entende pas le message que j’avais pour lui. Il devint sérieux.

Par la suite, je me souviens de lui de l’autre côté d’une clôture barbelée, marchant en file indienne avec les autres prisonniers. J’avais envie de pleurer mais me contins. Mon cousin cria son nom et il fit comme s’il se touchait la nuque en bougeant les doigts. Je le vis s’éloigner, la tête inclinée vers le sol. L’oncle avait été torturé avec différentes techniques : ils l’avaient submergé plusieurs fois dans un ruisseau, traîné dans un champ couvert d’épines. Plus tard je sus que lorsqu’ils lui apportèrent son épouse elle se tira une balle dans le cœur. Mon frère et moi, ce jour de 1973 ou 1974, étions dans ce camp de Tacuarembó, jouant dans la cour près de la route. Lorsque nous entendîmes le coup de feu, nous allâmes voir ce qui arrivait. La tante Marta, que je connaissais à peine, était étendue sur un lit et une tache couvrait sa poitrine. Par la suite entrèrent des personnes que je ne pus reconnaître à une aussi grande distance et nous obligèrent à sortir. Mon frère aîné avait six ans et commença à se demander : “Pourquoi naissons-nous si nous devons mourir?” La maman, la grand-mère Joaquina, qui était une inébranlable chrétienne, celle que je ne vis jamais dans aucune église, dit que la mort n’est pas quelque chose de définitif mais seulement un passage pour le ciel. Excepté pour ceux qui s’enlèvent la vie

–Alors, la tante Marta n’ira pas au ciel?

–Peut-être que non – répondait ma grand-mère –, quoique cela personne ne le sait.

Il plaisait à un employé de mon père, de jouer avec les rimes, qu’il répétait chaque fois utilisant une seule voyelle :

Estaba la calavera

Sentada en un butaca

Y vino la muerte y le preguntó

Por qué estaba tan flaca? (**)

Lorsqu’elle arriva ici, son visage déformé par tant de «a» me rappelait la mort. La tante Marta était froide et morte. Plus tard j’eus un rêve qui se répéta souvent. Je gisais immobile mais conscient dans un sous-sol rempli de déchets. Quelqu’un, avec la voix de ma grand-mère disait : “Laisse-le, il est mort”. Alors, il était doublement abandonné : par moi-même et par les autres. Ce rêve, comme certains autres – quoique les critiques littéraires se plaisent à répéter que les rêves n’ont d’importance qu’à ceux qui les rêvent – sont transcrits, presque littéralement, dans mon premier roman. Mon frère et moi nous sûmes, par déduction secrète, pourquoi elle l’avait fait. Quoique maintenant je pense que personne ne peut culpabiliser personne d’un suicide sinon celui qui presse la gâchette ou qui se pend à un arbre. Ni même un dictateur. Laisser pour son propre suicide des lettres rendant responsable quelqu’un qui n’est pas présent à ce moment est de compléter la lâcheté de l’acte suprême d’évasion – et une preuve posthume de la manipulation des émotions d’autrui que la mort exerça ou voulut exercer de son vivant. Dans le cas de la tante Marta, ce ne fut pas un acte politique; elle fut seulement victime de la politique et de ses propres faiblesses.

L’oncle Caíto mourut peu de temps après être sortit de prison, en 1983, presque dix années plus tard, lorsqu’il avait 39 ans. Il était malade du cœur. Il mourut pour cette raison ou d’un inexplicable accident de moto, sur un chemin de terre, au milieu de la campagne.

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Février 2006

(*) “bête”

(**) Était la tête de mort

Assise sur un fauteuil

Et vint la mort et lui demanda

Pourquoi était-elle si maigre?

Traduit de l’Espagnol par : Pierre Trottier, mai 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada