Quevedo: Política de Dios, Govierno de Christo.

 

 

El Siglo del Loro

 

 

Spanish writer Francisco de Quevedo (1580–1645...

Si no fuera por el genio inigualable de Cervantes, de Lope de Vega y de Calderón de la Barca, si no fuera por el genio anónimo del realismo español (como el de Lazarillo de Tormes) y el histórico flujo de metales preciosos de América hacia España, lo que la crítica ha llamado “Siglo de Oro” debería llamarse “Siglo del Oro” o “Siglo del Loro”, debido a la inundación verborragica del palabrerío sin sustento y sin sustancia de un gran número de otras figuras menores, reverenciadas más por la superficialidad del ingenio barroco que por la profundidad del genio español. Más genios y en menos tiempo tuvo la llamada Edad de plata: Gaudí, Picasso, Dalí, Lorca, Machado, Hernández, Alberti, Ortega y Gasset, Falla…

Baltasar Gracián, por ejemplo, que se hizo célebre por su máxima sobre el valor de lo mínimo —“lo bueno, si breve, dos veces bueno”— prefirió el juego a la brevedad lingüística. Pero los hubo peores: Góngora, Juan de Zabaleta, Saavedra Fajardo…

Si echamos una mirada a las ideas y convicciones de Quevedo, uno de los escritores más afamados de su época y de las épocas posteriores, veremos que, aunque contemporáneos, el mismo Don Quijote se le adelantaba varios siglos. El pensamiento de Quevedo no sólo es medieval; además es lento. Como en muchos otros de sus contemporáneos, sus palabras iban más rápido que sus ideas.

Increíblemente, la crítica conservadora ha valorado la profundidad de su contenido moral, quizás porque sus raíces se encuentran en los tiempos romanos.

Por esta época, el Mayflower acababa de llegar a Massachusetts y en Inglaterra, un país menor y más bien marginal a pesar de Shakespeare, ya comenzaban los primeros chispazos de la rebelión de los innobles y el cuestionamiento a las formas de gobierno tradicional. Pero España, a las puertas de una crisis económica y un dramático descenso de su población, todavía estaba en el apogeo de su autosatisfacción y su orgullo nacionalista que, como en los cuentos de hadas, se reproducía a través de un discurso dulce, desde arriba hacia abajo.

Seguramente porque en aquellos tiempos (de pobreza rampante en la mayor parte de su población pero todavía con un fuerte sentido aristocrático) las discusiones políticas y sociales eran mínimas o intrascendentes, los intelectuales con alguna inquietud social se dedicaban a dar consejos a los reyes. En Política de Dios, gobierno de Cristo, tiranía de Satanás (1626), Quevedo formula y detalla el ideal del gobernante, apoyado, con frecuencia, en los Evangelios.[1] En gran medida, este libro se demora en largas arengas teológicas con comentarios bíblicos sazonados con citas latinas, que es lo único que quedó el humanismo anterior. Su discurso es oscuro y retorcido, como Francisco Cascales advirtiese con respecto a Góngora más o menos por la misma época. Quizás porque los Evangelios prescriben no mencionar el nombre de Dios en vano, Quevedo lo menciona una decena de veces en una sola página, en la 49.

Desde el primer capítulo, Quevedo se despacha con pensamientos como “El entendimiento bien informado guía la voluntad, si le sigue” (41). Luego de detenerse en la historia de Caín (44) y en el pecado de la enviada, advierte que “grandes son los peligros del reinar” (45). Como ha sido parte de una larga tradición de cientos y miles de años, siempre se exonera a los reyes y se culpa a los mandos medios o se excusa a aquellos por las malas influencias de los consejeros, lo cual recuerda la figura del príncipe de las tinieblas, el eterno consejero.

Nada diferente al resto de los escritores dorados de este siglo, el misoginismo no podía faltar en ningún análisis políticamente correcto: “en dexandole Dios consigo [Eva a Adán] sirvió a la muger con la sujeción y obediencia” (49). La sujeción y la obediencia al hombre eran claras virtudes que Dios habría dado a las mujeres. Por supuesto, medio siglo antes Santa Teresa estaba totalmente de acuerdo.

Según Quevedo, los reyes deben saber quiénes los están robando (57-58), ya que Jesús hizo lo mismo cuando una mujer lo tocó y “sintió salir virtud de Él” (56).

En el Capítulo V, Quevedo lo hace más explícito y se apoya en la justificación que hace Jesús ante Judas, quien le había preguntado por qué dejaba que una mujer le echara un perfume caro a los pies y no se lo vendía para darles a los pobres, como era su prédica. Quevedo lo traduce a su gusto o al gusto de su rey: “Ni para los pobres se ha de quitar del Rey. Ioan 12” (59).

Claro que hay distintas especies de ladrones. Cuando se refiere a los ministros y otros personajes infiltrados en el gobierno, nos recuerda a nuestro propio tiempo y, sobre todo, a los lobbies que contribuyen con los gobiernos de formas tan generosas: “el mayor ladrón no es el que hurta porque no tiene; sino el que teniendo da mucho por hurtar más” (118).

La tarea del rey no es fácil, ni siquiera hoy: “Vna cosa es entre los soldados obedecer órdenes; otra es seguir el exemplo” (63), por lo cual el rey debe cuidar “de que los suyos no pierdan la fe” (63).

De igual forma que Jesús trató con indiferencia a su propia familia, el rey debe hacer lo mismo con la suya. El Capítulo IX, incluso, aconseja que el rey debe castigar a los ministros en público para dar ejemplo, a imitación de Cristo; consentirlos es dar escándalo, a imitación de Satanás (72).

Recién en el capítulo XVIII descubrimos el verdadero propósito de los reyes. “Los Reyes nacieron para los solos y desamparados” (109). “Los necesitados no han de buscar al rey y a los ministros. Igual que Jesús, cuando expulsó a los mercaderes del tempo, demostrando por única vez verdadero enojo, igual debía hacer el rey con aquellos que “con pretexto de Religión hacen hazienda” (112).

Quevedo inicia cada capítulo con una cita y luego se extiende comentándola según las necesidades y los intereses del momento, según la actual práctica de los conservadores de todo el mundo. En el capitulo catorce, un lapsus: “Es tan fecunda la sagrada Escritura, que sin demasía, ni proligidad, sobre vna cláusula se puede hazer vn libro, no dos capítulos” (92).

En todo el libro se asume que el Rey debe ser la imagen de Cristo, ya que el Poder procede de arriba hacia abajo. Esta estratégica confusión entre la cosa divina y la cosa política es una tradición de miles de años y va desde los faraones egipcios hasta algún que otro presidente norteamericano, pasando por los incas y los reyes absolutistas de Europa.

La misma idea tenía el general Francisco Franco, cuando mandó acuñar en las monedas de su tiempo su imagen rodeada de la leyenda “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Igual gritaban los romanos antes de entrar en batalla (“Nobiscum Deus”) y grabaron los nazis en sus insignias (“Gott mit uns”): Dios está con nosotros; confiamos en Dios.

Porque nada sucede sin el consentimiento del Creador. Nada, incluso lo bueno, que parece malo.

 

Jorge Majfud

Jacksonville University

 majfud.org

Milenio (Mexico)

Panama America (Panama)

 


[1] 

. Política de Dios, Govierno de Christo. [1626] Valencia: University of Illinois Press y Editorial Castalia, 1966.

 

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Literatura femenina de conventos

«Apareció el demonio y se metió en mi cama»

Por:EL PAÍS28/02/2012

Por Antonio Castillo Gómez

«Su Majestad es el autor de lo que escribo». Con palabras tan claras como éstas, la monja mexicana sor María de San José, nacida en 1656 y muerta en 1719, tomó la pluma para escribir su vida a instancias de su confesor y bajo la iluminación de Dios. Se trata de un fenómeno histórico-literario de amplio suceso en la España Moderna, a este y al otro lado del Atlántico.

Uno de los motivos que suelen invocarse para explicar la extensa serie de autobiografías espirituales femeninas, escritas en el mundo hispano durante los siglos XVI y XVII, es el estímulo ejercido por el Libro de la vida de Teresa de Jesús, sobre todo tras su edición impresa en 1588 por iniciativa de fray Luis de León. A partir de este momento la obra gozó de una notable difusión y fue lectura habitual en bastantes conventos femeninos, sobre todo en los monasterios de carmelitas descalzas fundados por ella. Distintas monjas así lo advirtieron al narrar sus vivencias y alguna que otra atribuyó su oficio de escritora a la inspiración recibida de la monja abulense. Fue el caso, por ejemplo, de Estefanía de la Encarnación, religiosa en el convento de Santa Clara de Lerma, quien comenzó a escribir su autobiografía, a la edad de 28 años, un día que sintió a su  lado a la madre Teresa y ésta le dio la pluma.

La mediación de Teresa de Jesús, como la de Dios o la de otras figuras celestiales, es un tópico que se repite en muchos escritos autobiográficos de las religiosas del Siglo de Oro. Puede entenderse también como una estrategia legitimadora de la escritura, es decir, como un modo de aventurarse con ciertas garantías en un territorio que les estaba prácticamente vedado, en particular si lo que escribían concernía a cuestiones espirituales.

Como muestra un botón: en 1564, Isabel Ortíz, hija de un platero madrileño, fue encarcelada por haber escrito y pretendido dar a la imprenta un librico de doctrina cristiana. Uno de los varones llamados a testificar, el doctor Alonso de Balboa, a la sazón vicario general en la audiencia arzobispal de Alcalá de Henares, declaró ante los jueces inquisidores del tribunal de Toledo que él había prevenido a la religiosa para que no se metiera en esos menesteres, recordándole que “las mujeres no habían de saber más de hilar o labrar y hacer las haciendas de su casa”, en tanto que en materias de fe y escritura lo mejor era “callar y encomendarlos a Dios”.

En consecuencia, tomar la palabra en el espacio público, dominado hegemónicamente por los varones, implicaba una cierta forma de protesta contra la subordinación social y las discriminaciones impuestas por el sistema patriarcal, entre las que se hallaban los impedimentos que las mujeres tuvieron a la hora de instruirse. Así lo expuso, entre otras, la monja madrileña María de Cristo al comienzo de su autobiografía, concluida en el tercio final del siglo XVII: “a escribir no me enseñaron porque mi padre no quiso, que decía que las mujeres no habían menester saber escribir”. Menos mal que el Señor, nuevamente Dios, le dio “grandísima inclinación a ello”, guiándola en su aprendizaje: “yo muy acaso tomé un día la pluma en la mano y empecé a escribir como si hubiera muchos tiempos que lo ejercitara según la velocidad con que lo hice”.

Foto

Con tantas adversidades, es lógico que las monjas autobiógrafas pretendieran cimentar su atrevimiento en el mandato divino. Sus manos pasaron a ser un instrumento al servicio de Dios, del mismo modo que sus cuerpos macerados expresaron los arrebatos místicos propios de una religión tan atormentada como aquélla de la Contrarreforma. Sin ésta, además, tampoco se entendería el contenido de las autobiografías espirituales femeninas. Decepcionantes en lo que afecta a la vida familiar previa al ingreso en el convento o a la cotidianeidad del monasterio, abundan, por el contrario, en el relato de las revelaciones, milagros, estigmas y todo el repertorio sobrenatural del éxtasis místico. No faltan, por supuesto, las más diversas tentaciones del diablo, como el apuesto joven que se le apareció a Ana de San Agustín, discípula de Teresa de Jesús, con el propósito de acostarse con ella: “De recién profesa, una noche se me apareció el demonio en forma de un hombre muy galán y fuese a meter en la cama donde yo estaba; yo me levanté y me fui con la prelada, diciéndola que tenía miedo, más no lo que me había pasado”. Aunque curiosos, conviene también precisar que muchos de estos relatos no siempre fueron exclusivos de cada monja, pues si algo define a este género de escritura es la repetición de similares experiencias en diferentes autobiografías.

La condición sobrenatural de muchas vivencias de las religiosas barrocas fue otra razón de peso en la proliferación de este tipo de escritos. Detrás de gran parte de ellos se encontraba el mandato de los confesores, quienes así podían reconocer la santidad de algunas monjas, convirtiéndolas en modelo para los demás, o poner el texto en manos de la Inquisición para que ésta actuara. En cuanto a esto, son bastantes las autobiografías espirituales que nacieron como respuesta a los interrogatorios del Santo Oficio e incluso algunas se escribieron entera o parcialmente entre los muros de alguna cárcel inquisitorial, como el memorial autobiográfico de la beata madrileña María Bautista.

Por su parte, María de Vela y Cueto, monja cisterciense en el convento de Santa Ana en Ávila, donde ingresó en 1576, escribió su autobiografía inducida por el confesor, interesado en discernir si sus visiones eran diabólicas o no. Y en la misma línea, Ana de San Agustín anotó en la suya que fue el padre Alonso de Jesús María quien le mandó escribir, durante una visita al convento, para saber lo que le pasaba en la oración, “para ver en lo que iba errada y mirar con celo el bien de mi alma, como prelado, los yerros y engaños que podía tener del demonio, y para darme luz”. Unos y otros aspectos dejan ver la tensión desde la que se escribieron muchos de estos textos, fruto de cierta transacción entre lo que podía decirse y cuanto convenía callar. En el plano gráfico, las huellas de los confesores se perciben, efectivamente, en muchos manuscritos, corregidos, anotados y censurados por ellos.

Dado que un número importante de las escritoras del Siglo de Oro fueron religiosas, no han faltado los estudiosos que han visto el convento como un espacio de libertad para las mujeres. Se ha alegado que entre los claustros las monjas pudieron eludir las tareas domésticas y otras imposiciones familiares, organizando el tiempo a su antojo y hallando el respiro necesario para leer y escribir, además de alcanzar una cierta independencia frente a las autoridades masculinas.

Estas afirmaciones, empero, puede que sean algo generosas con respecto a la realidad social y a los patrones ideológicos de aquella época. De algún modo minusvaloran el hecho de que la vida conventual también estaba sujeta a reglas y reproducía en su interior la jerarquía inherente a la sociedad estamental. Por ello, frente a la tesis del convento como un mundo de relaciones libres, tal vez sea más correcto entenderlo en términos de libertad vigilada y desigual, pues tampoco todas las monjas tuvieron las mismas oportunidades. Sostener que no siempre respetaron la voluntad de sus confesores, por más que algunas lo hicieran, contribuye a relajar la función coercitiva de la tutela y el control ejercido por los religiosos encargados de asistirlas en el plano espiritual. Como si se tratara de una llamada de atención ante interpretaciones tan generosas, conviene recordar que para la beata madrileña María de Orozco y Luján su confesor mereció el título de “Dios visible”, dando por sentado que su autoridad e intervención casi igualaban a la divina.

Antonio Castillo Gómez es profesor titular de Historia de la Cultura Escrita en la Universidad de Alcalá y autor, entre otros, del libro Entre la pluma y la pared. Una historia social de la escritura en los siglos de Oro (Akal).

[Fuente: diario El Pais de Madrid]

La perfecta casada

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English: A statue of Fray Luis de León at the ...

León, Fray Luis de. La perfecta Casada. [1583] Estudio preliminar de Mercedes Etreros. Madrid: Taurus, 1987.

La perfecta casada

Luego de la expulsión de moros y judíos en 1492, en 1546 se establecen en España las pruebas de “limpieza de sangre” que impedía a los conversos tener cargos eclesiásticos. Esto se resolvió emigrando o borrando el pasado a fuerza de dinero. En 1566, como parte de una larga serie de medidas que procuraban la purificación del país, Felipe II prohibió a los moriscos el uso del árabe.

Fray Luis de León fue uno de esos conversos sin muchas otras posibilidades que dedicarse a la iglesia católica y al trabajo intelectual, lo que en muchos casos produjo humanistas católicos. Su obra poética es publicada por Quevedo recién en 1631.

El humanismo erasmista siempre se ocupó de los temas de la mujer, aunque la tradición cristiana, como cualquier tradición religiosa, lo había hecho con anterioridad desde una perspectiva diferente.

En 1561,Fray Luis de León llegó a ser catedrático de Teología Escolástica de la universidad de Salamanca. Diez años más tarde fue arrestado en Valladolid, sospechoso de herejía, bajo acusación de haber desautorizado la Vulgata, de haber traducido al castellano El cantar de los cantares y de aportar interpretaciones “novedosas” a las Sagradas Escrituras. No obstante, más tarde le sería restituida su cátedra en Salamanca.

La perfecta casada, libro o manual que abunda en observaciones psicológicas, en confirmaciones ideológicas sobre el orden natural de la sociedad, fue escrito para una miembro de la familia como regalo de bodas. El contexto social y literario pertenece a una tradición marcada por el misoginismo.

El tema subyacente es el mismo que en los otros de Luis de León: la idea de perfección y armonía del cosmos que penetra en la conciencia de los individuos y de la sociedad. Contrario a la caricatura misógina de la mujer (como meretriz o como santa) Luis de León no apunta tanto a los aspectos negativos del género. No obstante se trasluce la visión bíblica o clásica de la mujer como más débil, aunque León busca las excepciones a estas presunciones.

En esta obra hay un uso frecuente de símiles y ejemplos, como: “en las exégesis rabínicas abundan las analogías, y también en el propio libro santo…” (57). Por entonces, aunque el humanismo y los “modernus” ya tenían un par de siglos cuestionando el método, para confirmar la verdad de alguna proposición se buscaba apoyarla en alguna cita antigua, es decir, en la autoridad (los humanistas también abusaron de las citas, pero no por su valor de autorización, sino como oportunidad de análisis y erudición).

Así que Fray Luis de León inicia cada capítulo con una cita bíblica, casi siempre una cita sobre Salomón. Luego la comenta a su antojo: “No dice que [A es B] sino que [B es C]”

León propone la metáfora de alguien que sabe de pintura, que por palabras revela lo que el ojo inexperto no aprecia, Así es su trabajo en este libro, guiado por las Escrituras Sagradas.

La división de tareas por sexo es central. El fraile converso advierte que la tarea de la casada es diferente que la de la religiosa, por lo tanto no es bueno que aquella se dedique a la oración en la Iglesia mientras abandona su casa. Tampoco el religioso debe gobernar la vida del casado como éste no puede hacerlo en la del religioso (80). La mujer, como se lee en la literatura del siglo XVII y se ve en los comerciales mediáticos de los últimos cien años, es vanidosa (“no hay mujer sin Vanidades”) o es representada como tal, siempre compitiendo en belleza con la vecina (83).

Al igual que lo hacían y lo harán más tarde muchas mujeres intelectuales, el fraile menciona las Sagradas Escrituras (en este caso, Proverbios 31:10) para confirmar que las virtudes del ánimo en una mujer son raras: “Mujer de valor, ¿quién la hallará. Raro y extremado es su precio” (85). Y una página más adelante el fraile comenta la cita bíblica, como cualquier telepastor: “Lo que aquí decimos mujer de valor; y pudiéramos decir mujer varonil […] Quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de corazón, industria y riqueza y poder (86). Como si no nos quedase claro, insiste un par de páginas más: “para que un hombre sea bueno le basta con un bien mediano, mas en la mujer ha de ser negocio de muchos y subidos quilates de virtud (88). Dos páginas más tarde: “Y como en el hombre ser dotado de entendimiento y razón, no pone en él loa, porque tenerlo es su propia naturaleza, mas si acaso le falta, el faltarle pone en él mengua grandísima, así la mujer no es tan loable por ser honesta, cuando es torpe y abominable cuando no lo es. […] Porque si va a decir la verdad, ramo de deshonestidades es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido” (90).

La división de trabajo está clara, por lo que sólo un amargado liberal puede ponerlo en duda: “Por donde dice bien un poeta que los fundamentos de la casa son la mujer y el buey: el buey para que are y la mujer para que guarde” (93).

Elogia el poco gasto que genera una mujer cuando es virtuosa (94) “y a veces no gasta tanto un letrado en sus libros como alguna dama en enrubiar los cabellos” (96). La costumbre de “enrubiar” los cabellos ya era común en el siglo XVII y también el consumismo femenino que hoy sostiene la economía de los países, aunque en aquella época no era vista tanto como una virtud keynesiana como un defecto cristiano: “¿qué vida es la de aquel que ve consumir su patrimonio en los antojos de su mujer?” (97). No obstante, mucho más adelante sugiere que el pretender cambiar el color es inútil, porque la fea no se arregla y la morena puede ser más hermosa que la blanca (127). El “puede” equivale a confirmar que “normalmente” no lo es. Para probar esta verdad, cita a Menandro, el poeta, que echa fuera de su casa a la mujer que se teñía el cabello de rubio (136).

Aparentemente, en la época la necesidad de verse hermosa era una necesidad restringida a las mujeres de dudosa moral. El fraile condena la pintura en la cara. Porque “más tolerable en parte es ser adúltera, que andar afeitada, porque allí se corrompe la castidad, y aquí la misma naturaleza” (134). De igual forma compara a las mujeres del antiguo Egipto que se pintaban para atraer a sus amantes. (135). No hay mención a la tradicional costumbre masculina de afeitarse. Tampoco hay mención los hombres que se ríen pero sí critica a la mujer de buenos dientes que se anda riendo aunque esté triste solo por presumir (137).

Insiste en condenar los arreglos femeninos al mismo tiempo que advierte que esto pretende prevenir al marido de una competencia innecesaria. Está claro que en un mundo de hombres, la belleza es tan apreciada como inconveniente: “quien busca mujer muy hermosa, camina con oro por tierra de salteadores” (170). Así, el sabio fraile insiste sobre los inconvenientes de la belleza, por acción o por omisión, por oportunidad de pecar o por estar en boca de todos por sospecha.

Por el contrario, “Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: ‘Hagámosle un ayudador su semejante’ (Génesis 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer y el fin para que Dios la crió, es para que fuese ayudadora del marido” (97).

Fray Luis de León cita a San Basilio para recomendar paciencia y sumisión a la abnegada esposa, sin duda fórmula perfecta para la armonía del hogar, lo que explica tantos divorcios y tanta infelicidad en nuestros días: “que por más áspero y de fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la mujer lo soporte, y que no consienta por ninguna razón que se divida la paz” (98).

No obstante, en algún momento Luis de León relativiza que, aunque la mujer tiene muchas obligaciones, eso no quiere decir que el hombre pueda hacerla su esclava: “así en la casa a la mujer, como parte más flaca, se le debe mejor tratamiento” (99), porque el hombre, al tener más “cordura y seso”, debe enseñar a la mujer y ser paciente para darle el ejemplo (99).

Luis de León elogia la vida agrícola con ejemplos bíblicos y clásicos. Asocia la nobleza a la agricultura y a la mujer a la rueca, desde la antigua Roma. Todo para ejemplificar lo económica que debe ser una mujer con los desperdicios o lo industriosa que debe ser para el hogar (104).

La mujer que duerme de más habilita el complot de los criados, que son los enemigos. Y ella es la responsable por el daño que pudiera ocurrir.

También debe ser caritativa con los pobres, cuidadosa con las criadas y aseada y bien alineada en su vestir (127).

¿El lector no está aun convencido? Por las dudas Fray Luis vuelve a citar a dos incuestionables autoridades: San Pedro y San Pablo, quienes dictan la sumisión de la mujer a sus maridos y condenan los arreglos femeninos (149, 150) y se la obliga a ser apacible y dulce de corazón (153).

“Como dice el sabio [Salomón, Proverbios 17: 18] ‘si calla el necio, a las veces será tenido por sabio y cuerdo’” (154). Esa es la mejor “medicina” para la mujer, y por algo se la impusieron a Sor Juana un siglo después y del otro lado del Atlántico, todo por salvar su alma rebelde: callar.

Por las dudas, “mas como quiera que sean, es justo que se precien de callar todas, así aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben, porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco” (154). Justo lo que, en vano, le digo a mi esposa.

En la época y mucho más tarde se comenzará a dudar de estas revelaciones sagradas, por lo cual hubo que echar mano a la naturaleza también: El famoso fraile nos dice que “porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. […] Porque el hablar nace del entender […], por donde así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender,  por consiguiente les tasó las palabras y las razones” (154).

Fray Luis también nos recuerda que Demócrito, aun sin ser cristiano y siendo más antiguo, también era de la misma idea sobre la virtud del hablar poco y escaso en la mujer (154).

Pero la maravillosa misión de la mujer no acaba aquí, lo que prueba su destacado lugar el plan cósmico. “No piensen que las crió Dios y las dio al hombre sólo para que le guarden la casa, sino para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y todos generalmente acogimiento agradable” (155).

Jorge Majfud

majfud.org

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