Lecturas: Alfonso el Sabio. Las siete partidas (II)

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Lecturas: Alfonso el Sabio. Las siete partidas (I)

Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1256-1265]. Selección, prólogos y notas de Francisco López Estrada y María López García-Berdoy. Madrid: Editorial Castalia, 1992.

Libros, el regreso a las fuentes

Alfonso X El Sabio. Las siete partidas (II)

 

 

En estas leyes del siglo XIII ya se reconocen las primeras formas de investigaciones judiciales: “Pesquisa en romance tanto quiere decir como inquisitio en latín” (T. 17, ley 1, p. 255). En una partida posterior, sin embargo, las leyes hacían la acostumbrada salvedad que protegía a los nobles y poderosos. Para corregir el error de leyes que se aplicaran a seres diferentes, las Partidas definían la lid, que es lidiar o hacer duelo. “Manera de prueba es, según costumbre de España, la lid que manda hacer el rey por razón de reto que es hecho ante él […] Y la razón por la que fue hallada la lid es esta, pues tuvieron los hijosdalgo de España que mejor les era defender su derecho o su lealtad por las armas que meterlo en peligro de pesquisa o de falsos testigos”. Se lidiaba a caballo si era noble o a pie si eran hombre de villa (T. 4, Ley 1, p. 373).

La vida doméstica tampoco estaba a salvo del Estado medieval. Las Leyes entendían que matrimonio significa matris y monium: del latín “oficio de madre” y explicaban que se llama matrimonio y no patrimonio porque el nuevo estado afecta más a la madre. Prohibía los afrodisíacos y prescribía el sexo sólo para hacer hijos. (T2, ley 9, p. 282). Razón por la cual se puede anular el casamiento ante la Santa Iglesia si uno de ellos era impotente o la mujer era estrecha y no podía consumar el sexo (T 5, ley 2, p 285). La salida elegante para el divorcio se definía así: separándolos por fuerza o contra derecho, haría contra lo que dijo nuestro señor Jesucristo en el Evangelio: lo que dios juntó, no los separe el hombre (Mateo, 19, 6). Mas siendo separado por derecho, no se entiende que los separe entonces el hombre” (T 10, ley 1, p. 286).

A los ilustres personæ [persona ilustre] no se les permitía casar con sierva, tabernera o hija de tabernera, o “mujeres en putería”. Si un caballero tenía hijos con una de estas malas mujeres no estaba obligado a criarlo y el hijo no podía heredar (T 14, ley 3, 291).

En otra partida se define adulterio (alteristorus: lecho de otro). El hombre que yacía con otra mujer casada no es deshonrado, pero si su mujer lo hacía sí, porque “del adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado, recibiendo la mujer a otro en su lecho. Y por eso que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él”. En este punto, la iglesia opinaba diferente a las leyes antiguas: “según juicio de la santa Iglesia no sería así” (T. 17, Ley 2, p. 402).

El hombre ofendido que matase a otro que estuvo con su mujer (aunque sea por sospecha y luego de prohibirle hablar con él) no recibe pena alguna (T 17, Ley 12, p. 403). Excepto si el ofensor era señor del ofendido. En ese caso no podía matarlo sino acusarlo ante el juez (T 17, ley 13, p. 404).

Algo similar a las leyes incas referidas por Huamán Poma de Ayala a principios del siglo XVII y a algunos países teocráticos de hoy, este código medieval establecía que el adúltero debía morir y la adúltera debía ser azotada públicamente y recluida en monasterio para servir a Dios, al menos que el marido la perdone después de dos años (ley 15, p. 404.). El amo podría tener derecho a matar a un ciervo si lo encontraba con su mujer o con una hija (T 21, ley 6, p 300), mientras que ningún cristiano podía ser ciervo de judío o moro. (T 21, ley 8, p 301). Menos discutible resultan hoy otros castigos terribles como la pena de muerte para los violadores, según la ley 3 del Título 20 (407).

El Título 24 definía qué era un judío y hasta dónde se los debía tolerar debido a costumbres como las de raptar niños los viernes santos para actos de brujería, para lo cual se establecía pena de muerte. Se les prohibía salir ese día a la vista de cristianos a pena de ser castigados directamente (T 24, Ley 2, p. 413).

Las leyes asumían la responsabilidad de los judíos en la muerte de Jesucristo, razón por lo cual perdieron la honra de ser “pueblo de Dios” (T 24, ley 3, p. 414). No podían hacer sinagogas nuevas sino reparar las antiguas. Sin embargo se protegía su derecho de orar en sus templos (ley 4, p. 414). Se prohibía el apremio físico para convertirlos al cristianismo (ley 6, p. 416) pero “tan malamente siendo algún cristiano que se tornase judío, mandamos que lo maten por ello, bien así como si se tornase hereje” (T 24, ley 7, p. 417). Se prohibía a los cristianos o cristianas que sirviesen en casa de un judío, que compartiese su mesa o que recibiese medicina alguna de éstos (ley 8, p. 417). Un judío que yacía con una cristiana debía morir por ello (ley 9, p. 417) y también si tomaba a un cristiano por siervo (ley 10). Para que todas estas prescripciones fueran posibles, se exigía a los judíos llevar cierta señal en la cabeza para distinguirlos de los cristianos (Ley 11).

Los moros eran tratados legalmente igual que los judíos, pero se les prohibía tener mezquitas, ya que por entonces eran enemigos combatientes. Eran definidos como sarracenos (de Sara) y se los confundía con la secta judía de los Samaritanos (Título 25, ley 1, p. 420). Los únicos moros protegidos eran los mensajeros que llegaban de tierras enemigas (T. 25, ley 9, p. 423). Si un moro yacía con una cristiana (hecho que era más frecuente de lo que reconocían las leyes) ella debía perder la mitad de sus bienes la primera vez, todo la segunda y luego debía ser ejecutada o quemada viva por su esposo (ley 10, p. 424).

La herejía (apartamiento) era tratada con la conversión forzosa (Título 26). Si un hereje persistía en su error, debía ser quemado vivo. Todo aquel que no creía recibir “galardón ni pena en el otro siglo” (es decir, todo el que no crea en el Paraíso y el Infierno) debía ser quemado vivo (ley 2, p. 425). Esto en el caso de ser herejes pobres. Los “ricohombres”, en cambio, que denigran a Jesús y a la Virgen María deben ser desposeídos de sus tierras por un año la primera vez y por dos años la segunda y para siempre la tercera. Lo mismo los caballeros, escuderos, y demás nobles. (T. 28, ley 2, p. 228).

El Título 30 justifica la tortura según las mismas circunstancias y razones más modernas: “Tormento es manera de pena que hallaron los que fueron amadores de la justicia para escudriñar y saber la verdad por él de los malos hechos que se hacen encubiertamente, que no pueden ser sabidos ni probados por otra manera” (T. 30, ley 1, p. 430). Hay muchas formas, pero se mencionan los azotes o colgar al indagado de los brazos. Con todo, había algunos límites éticos y judiciales. Las declaraciones producto del tormento sólo eran tomadas como válidas un día después de las torturas, ante el juez; no inmediatamente. Si el hereje negaba lo declarado ante el juez, podía ser atormentado dos veces más; si resistía, en algunos casos era puesto en libertad. (T. 30, ley 4, p. 432).

En algo el rey Alfonso estaba más adelantado que el presidente George Bush. Igual que Pedro Abelardo, las duras leyes de Alfonso entendían que se debía castigar la acción, no el mal pensamiento (T 31, ley 2, p. 433.).

Lecturas: Alfonso el Sabio. Las siete partidas (I)

Jorge Majfud

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Miniatura de Las Siete Partidas (Alfonso X el ...

Miniatura de Las Siete Partidas

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Alfonso X El Sabio. Las siete partidas [1256-1265]. Selección, prólogos y notas de Francisco López Estrada y María López García-Berdoy. Madrid: Editorial Castalia, 1992.

Libros, el regreso a las fuentes

Alfonso X El Sabio. Las siete partidas (I)


Este es, sin duda, el proyecto literario más famoso de Alfonso el Sabio y probablemente el más conocido del siglo XIII español. Su redacción abarcó desde 1256 a 1265 y refleja la realidad pluricultural de la época, no obstante la perspectiva del derecho y el deber pertenece claramente al sector cristiano de la península.

Es interesante confirmar la sobrevivencia de la idea, aunque más no sea la idea, del “Ius naturale” (derecho natural) que “tienen los hombres naturalmente y aun los otros animales que tienen sentido” (70). La primera Partida establece que las leyes deben estar escritas de forma “llanas y paladinas; de manera que todo hombre las pueda entender bien y retener de memoria” (ley 8, 74). Pero sólo el emperador o el rey tenían facultades para hacerlas; las otras no eran válidas (ley 12, p. 76).

Por entonces, como en algunos casos hoy, las leyes regulaban la vida privada definiendo, aunque como pecados menores, la práctica en la que un hombre yace con su mujer sin intención de hacer hijos (ley 34, p. 94) o la costumbre del “mucho comer”, porque contradecía la pobreza de Jesucristo y por razones médicas, ya que de este exceso luego surgen males y enfermedades (ley 37, p. 97).

Para no andar derrochando recursos, se establece que las limosnas deben ser dadas preferentemente a los cristianos (Titulo 23, ley 7, p. 121).

Como era conocido entre emperadores, incas y coloridos dictadores del mundo moderno, la Ley 5 (Título 1) reconoce el hecho de que el rey “es puesto en lugar de Dios”, como su vicario, representante porque así lo dicen los profetas y los sabios que entienden en las cosas naturales (133). El rey es la cabeza del pueblo y éste los miembros del cuerpo (Título 10, ley 2, p. 174).

Con una mentalidad claramente medieval, se resuelve que “pensamiento es cuidado con que aprecian los hombres las cosas pasadas, y las de luego y las que han de ser” (Título 3, Ley 1. p. 139) y “nace el pensamiento del corazón del hombre” (Título 3, Ley 2. p. 139). Según una versión de un texto de Aristóteles (traducido del árabe y del hebreo), el filósofo griego le habría aconsejado a Alejandro hablar poco porque “el uso de las muchas palabras envilece a quien las dice” (Título 3, Ley 2. p. 142).

Estas leyes también regulan la mejor forma de vestir, de comer y de beber, no sólo de los sacerdotes sino de los reyes. Pone especial cuidado en advertir sobre los abusos del vino y la conveniencia de no hablar mientras se come, para ponerse a salvo de algunas asfixias, lo que da cierta idea del estilo del buen comer de la época.

En una época en que la diversidad no era una virtud, Alfonso sabía que los enemigos “de la tierra” son peores que los enemigos de afuera, porque no se distinguen con la misma facilidad (Título 19, ley 1, p. 189).

Las formas de adquirir propiedades eran menos sutiles. Se reconocía la legitimidad de apoderarse de las tierras ajenas para cumplir con los mandamientos de Dios de poblar la tierra “y este apoderamiento viene de dos maneras: la una, es por arte, y la otra por fuerza” (T. 20, ley 6, p. 194). Ambas subsisten hoy en día, aunque la primera es más común. Para la segunda opción había que recurrir a las milicias. En la militia (del latin, hombres de campaña para la guerra contados de a mil) se distinguen los caballeros, que son más honrados por ir a caballo. Como hoy, cada mil había un caballero.

Una de las virtudes de “honra” de los caballeros es que debían ser crueles: “que fuesen crueles para no tener piedad de robar lo de los enemigos, ni de herir ni de matar” (T. 21, ley 2, p. 195). Por esta razón, “antiguamente”, dice la ley, se elegían los caballeros de entre los mil, a carniceros, carpinteros y herreros, porque eran fuertes de manos y estaban acostumbrados a herir y ensartar. También se prefería los “hijosdalgo”, es decir los Fulano de Tal, porque debían tener más vergüenza de huir de la batalla. Para estimular a estos distinguidos combatientes era recomendable la lectura de hazañas o que los más viejos contasen historias de favorables o que los juglares sólo canten canciones de batallas (T. 21, ley 20, p. 204). Por sobre todo, se debe crear la figura del caudillo: es la primera cosa que los hombres deben hacer en tiempo de guerra” gracias a lo cual es posible que “por el buen acaudillamiento vencen muchas veces los pocos a los muchos” (T. 23, ley 11, p. 209).

En tiempos en que no existían los apellidos y todavía no llegaba el renacimiento capitalista que demandará señas de herencia, aquí las leyes de Alfonso definen que “apellido” significa aquel sonido (“voz de llamamiento”) que identifica a un grupo de hombres en guerra. Una vez oído, los que lo reconocen deben salir a la defensa de aquellos que están en peligro. (T 26, Ley 24, pág. 222).

Antes que Santa Teresa y otros piadosos maldijeran la libertad, en la Edad Media significaba otra cosa: “es la más cara cosa que hombre puede haber en este mundo” (T 29, Ley 1, p. 226).

En el Título 31 se reconoce las conveniencias de la vida estudiantil y se percibe, quizás, la insistencia de algún miembro del cuerpo redactor: se establecen “estudios” como lugares de reunión de maestros y discípulos, higiénicos, donde no falte el pan y el vino. Se insiste en la necesaria seguridad que se les debe garantizar a los maestros y escolares (ley 2, p. 230). También se establece la forma de pago de los maestros y ciertos derechos modernos: si “leyesen” una parte del año pero enfermasen por largo tiempo deben recibir el salario del resto del año. Establece que los “estudios generales” tengan tienda de libros (ley 11, p. 236). La “estación” era la librería donde se vendía, alquilaban y copiaban los libros. En una partida posterior se proscribe el castigo del maestro al alumno que deje lisiado a éste. (T9, ley 1. p 328).

Por supuesto, no hay que esperar al Siglo de Oro para encontrar misoginismo explícito. Según las leyes del rey sabio, “una de las cosas que más envilece la honestidad de los clérigos es tener trato frecuente con las mujeres” (ley 36, p. 107). Tal vez por eso, a diferencia de los clérigos de Occidente, los del bárbaro Oriente se podían casar (107-108). En la partida siguiente establece que “ninguna mujer, aunque sea sabedora [del derecho] no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones: la primera, porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios por una mujer que decían Calfurnia[1], que era sabedora, pero tan desvergonzada y enojaba de tal manera a los jueces, que no podían con ella” (Título 6. Ley 3, pp. 247-248). Por la misma razón, los ciegos tampoco podían ser abogados porque no podían ver a los jueces y rendirles honores.

Por supuesto, la ley no era la misma para cada persona, característica estamental que se conservará en la ley española por muchos siglos más y en la práctica internacional hasta nuestros días.

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Jorge Majfud



[1] Se puede referir a alguna mujer de la gran familia romana de los Calpurnios. También San Pablo en la Epístola a los Corintios manda que las mujeres deben callar en una asamblea (I, 14, 33-35). Lo cual es usado en el siglo XVII, especialmente contra Sor Juana Inés de la Cruz, la cual responde con altura.