Nuestros hijos en nuestra cultura neurótica

Nuestro mundo neurótico es especialmente neurótico con los niños. Está organizado para evitarles todo tipo de sufrimiento, como si viviesen en Disney World, con la ausencia total de las necesidades básicas de otros tiempos y de otras sociedades periféricas, rodeados de cosas (que compramos para suplir nuestros sentimientos de culpa) mientras los torturamos y les impedimos tener una existencia propia, como si la niñez, primero, y el resto de la vida, después, fuesen una carrera interminable hacia el éxito económico, académico o social.

Desde que nacen, los especialistas de todo tipo comienzan a medir su naturaleza. Peso corporal, diámetro cerebral. A los pocos años, el especialista está contando cuántas palabras pueden aprender y producir, y las compara con las estadísticas. Como todos los individuos son diferentes, ninguno se adecúa exactamente al modelo. Para no herir sensibilidades, casi todos son calificados como “normales dentro del rango” de la felicidad. Pero si alguno sale un poco por fuera (es decir, todos), se lo empuja como ganado al tubo de tratamiento. Inmediatamente empiezan las ansiedades y el estrés por cualquier diferencia que, generalmente, debe ser tratada con un especialista para que: (1) si es un genio, no se le arruine el futuro que merece; o (2) si tiene alguna tara, como tenemos todos los que nos consideramos normales, se lo derive a un especialista para que lo ayude a superarla, al tiempo que, en el mismo proceso, el niño va absolviendo el resto de las taras de una cultura exitista y consumista.

Ni el orden socioeconomico ni la cultura que deriva de él y lo promueve, son tratados, porque para eso no hay especialistas diplomados: se tratan los individuos, de la misma forma que la policía y el sistema judicial castigan los elementos expurgados por una sociedad enferma. Son niños y adolescentes generalmente estresados y sufriendo el síndrome de la ansiedad crónica que su propia cultura produce. Sobre ellos proyectamos todas nuestras expectativas y, sobre todo, todos nuestros miedos. Los miedos propios de una sociedad basada en la competencia y el consumo, es decir, el miedo al fracaso, a no ser exitosos, a no tener cosas, títulos, a ser una basura que todavía no cometió ningún delito.

Nuestra generación, aunque jodida de otras formas, tuvo algunos privilegios existenciales: todas nuestras incapacidades fueron ignoradas. Yo aprendí a leer solo, antes de entrar a la escuela, y todavía tengo problemas para decidir si vacaciones va con c o con s. No había tantos nombres para esas deficiencias que hacen de un individuo un artista, un científico, un carpintero o un deportista. No había reportes detallados de nuestro coeficiente de inteligencia ni de nuestra incapacidad de prestar atención a lo que decía la maestra en clase, por lo cual podíamos recibir un grito histérico, pero no el estrés ni la ansiedad ni la desesperación diaria de nuestros padres por un hijo con futuro de perdedor.

A nosotros nos amaban tanto como nosotros amamos a nuestros hijos, con una diferencia: por lo general, nuestros padres, con todos sus problemas, que no eran pocos ni eran pequeños, aun siendo terriblemente estrictos, vivían con nosotros y nos dejaban en paz. Éramos, por lejos, más libres. No conocíamos la adicción a los videojuegos, a las pantallitas, esas fábricas de autistas sociales. Estábamos rodeados de seres humanos, con todos sus defectos de humanos. Nuestros padres eran, para el estándar actual, terriblemente negligentes. Corríamos casi desnudos por las calles bajo la lluvia. Solos, sin la guardia paterna. Hacíamos las compras en algún almacén. Íbamos caminando a la escuela, muriéndonos de frío o de calor. En las escuelas, en los automóviles, no existía ni la calefacción ni el aire acondicionado, por lo que no podíamos quejarnos de su falta. Sufríamos más el calor y el frío y menos la tristeza y la frustración. Hoy ya no hay niños jugando en las calles. Por estadísticas, los reclusos pasan más tiempo al aire libre que los niños de hoy.

Las maestras no nos exigían resolver la cuadratura del círculo ni nos presionaban para alcanzar altos escores en las pruebas PISA. No necesitábamos competir ni con Estados Unidos ni con China. Sí, éramos más pobres. Pero éramos lo que éramos. Éramos niños y, en mi opinión, más felices.

Ahora, los padres ya no vivimos con nuestros hijos; vivimos para nuestros hijos. Les damos todo y les exigimos todo. La repetida publicidad, los numerosos negocios no dejan de recordarnos que debemos comprar diez seguros, hasta por si se nos escapa una mala palabra en público y alguien nos hace un juicio. Debemos ahorrar en el Banco X para la universidad y hasta para el retiro de esos niños. El negocio está siempre en promover el miedo para vender una ilusión de futuro y aplastar el presente, convirtiéndolo en una oportunidad de inversión.

La solución no es individual sino colectiva. ¿Por qué? Porque incluso aquellos padres que criticamos esta cultura neurótica estamos atrapados o tenemos poco margen de movimiento real: si alguien quisiera criar a un niño por fuera de esta locura global, crearía un ser marginal, inadaptado, una futura víctima de una sociedad que lo castigará con todo su variado arsenal de privaciones, de humillaciones propias y de premios ajenos.

Todos los best sellers para niños y jóvenes insisten en la idea de escaparse del sistema, como si fuese una catarsis, un sueño pasajero que, al terminarse, deja la misma sensación de despertar de un sueño agradable a una realidad decepcionante. No aprendimos nada, pero renovamos energías para seguir haciendo lo mismo. Este tipo de industria editorial continúa haciendo montañas de dinero con una frustración infantil y adolescente a la que no ayuda, aparte de una distracción y de una mejora en las habilidades de lectura que lo harán un mejor consumidor o un mejor CEO. No es el espíritu crítico lo que se promueve, sino habilidades para aprobar esos exámenes que le enseñan al niño a odiar las matemáticas y la literatura o, en el mejor caso, a creer que la literatura es un examen clerical de datos computacionales.

En Estados Unidos, tanto la educación elemental como secundaria, privada o pública, está obsesionada con la literatura, pero confunden literatura y cultura con tortura. La literatura debería expandir los límites interiores de la experiencia humana y no ser, como lo es hoy, un objeto de decodificación para aumentar las habilidades clericales y computacionales de los niños. Una actividad de primer año de secundaria (sexto año de primaria en América del Sur) suele consistir en doscientas preguntas sobre tres novelas de cien y doscientas páginas, de las cuales me reservo el calificativo.

¿Dónde está el espíritu crítico, la fantasía creadora, el placer de estar vivos? Entonces, uno entiende el desinterés de los jóvenes por la cultura crítica, esa que produce seres humanos, sensibles y pensantes, no consumidores de cantidades, eso otro tan necesario para la economía del uno por ciento que luego, en los promedios, se confunde con la economía de un país y con la felicidad de sus habitantes.

Para que todo eso funcione, los dulces padres deben ser los policías de sus hijos, como sus dulces maestros, cuya estrategia es acosar al niño con una montaña de deberes y actividades para que no piense, para que desarrolle solo aquellas habilidades que lo harán una persona exitosa en un futuro super-controlado y pre-determinado.

Un mundo que no estará controlado por ellos, sino por unos pocos que se encargarán del resto. Eso en el mejor de los casos, si no hay un quiebre abrupto.

 

JM, agosto 2018

 

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3 comentarios en “Nuestros hijos en nuestra cultura neurótica

  1. Muy interesante artículo, que se me ocurre relacionarlo con una experiencia realizada por el médico,pediatra y psicoanalista argentino: Arnaldo Rascovsky, fallecido en 1995, creo que la realizó en la década de 1970, su teoría
    era de que la relación madre-hijo se basa en la primer relación que debe ser simbiótica con la tríada:presencia, receptividad y continuidad.tomando en cuenta la alimentación de la madre sin ingestiones que puedan influir en el feto(tabaco,drogas medicamentosas,etc), penumbra y silencio en la sala de parto,contacto inmediato con el pecho de la madre nada de nursery como depósito de bebes antes de la entrega a la madre y todas las alteraciones de visitas familiares luego del parto, etc, para lograr el amor mutuo que llevará consecuente la secreción suficiente de leche del pecho y la ausencia casi total de llanto y ansiedad, estableciendose la simbiósis inicial de la tríada mencionada. Para no extendernos demasiado,hizo la experiencia logrando el acuerdo con un matrimonio para llevar a la práctica esa teoría y filmando dicho desarrollo del bebe con seguimiento durante unos años.Resultado el niño siempre sonriente y contento nada alteraba su humor alegre y llegado a la guarderia por el trabajo de su madre, se comprobó que su extrema bondad conducía a que los demás niños abusaban de esa condición quitándole juguetes sin que respondiera ante las actitudes y conductas de los demás, nunca se enojaba, ni lloraba ni se defendía de cualquier conducta agresiva.Comprobando los padres y el Dr.Rascovsky que aquello de que se podría formar una futura generación de amor, de salud mental y de creciente anulación de la violencia. El sistema no lo permitía.

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    • muy interesante. no lo conocía. claro que parece un experimento basado en un solo caso, por lo cual, si es así, no se pueden sacar conlcusiones científicas confiables. tal vez la experiencia de las tribus africanas que vivven de esa forma desde hace siglos, comaprada con otras tribus africanas también, sean más conclusivas, dado no sólo el número, el tiempoo sino la ausencia de intervención experimental.
      por otra parte, ese caso que mencionas (hablo basado sólo en tu aporte) confirma lo que decíamos en el articulo, que un individuo «correctamente» criado puede ser una «victima» fácil en una sociedad enferma. el cambio debe ser colctivo (obviamente muy gradual, proque intervienen la educación y, sobre todo, la cultura) o no sirve.
      gracias, Néstor, por el aporte.

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  2. Estimado Jorge: Esa fue mi intención, es sólo un caso que demuestra no como conclusión científica sino como sano sentido común de que el contexto general o el «Zeitgeist» será el que predomine.

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