de El mar estaba sereno (novela, 2018)
Montevideo, 24 de febrero de 1962
Una carta de su hermana Clarita, fechada en Madrid el 22 de enero de 1962, le informó que su madre había muerto el pasado 16 del corriente.
Clarita se había casado con un funcionario del régimen, de nombre Alberto y de apellido desconocido para Jordi, y desde entonces sus cartas se fueron espaciando hasta la última, que escribió más por obligación que por sentimiento y para evitar decirle a la mucama que no se encontraba en la casa cada vez que su hermano llamaba de América. Como es la regla, Clarita se había convertido a las convicciones de su esposo, es decir, en este caso, al franquismo, poco antes de su casamiento. Como en tiempos de sus abuelas, pensó Jordi, cuando las mujeres se convertían a la religión del esposo, en caso más bien raro de que por entonces hubiese todavía algún hereje que perteneciera a alguna religión diferente, o a ninguna.
Por ese tiempo y por mucho tiempo más, Jordi había fluctuado entre la sospecha de su padre republicano y la defensa del general Franco a cualquier precio, como si a la distancia un país fuese su gobierno. Con vehemencia había enfrentado las críticas de los seguidores de Emilio Frugoni y había concebido la idea de fundar un periódico leyendo las calumnias marxistas del semanario Marcha. El acento, el recuerdo borroso pero persistente de la patria, el sobrenombre de gallego, no le dejaban demasiado margen de maniobra.
Quizás Clarita hubiese tenido una mejor imagen de su hermano exiliado si hubiese sabido de alguna de estas discusiones que en América le costaron al joven Jordi el mote de facho o de falangista en las mesas del café Sorocabana, nido de poetas e intelectualoides afrancesados. Y tanto lo acusaron de falangista que por algún tiempo él mismo se lo creyó. Hasta que encontró una solución intermedia a sus conflictos ideológicos y personales declarando, y haciéndose creer él mismo, que no le importaba la política sino el dinero, que una eran palabras cuando no muerte y encarcelados, y la otra era sólo progreso o, por lo menos, bienestar.
Esta confusión había surgido mucho antes, con su madre Lucía, que desde la desaparición de su esposo se había dedicado a instruir a sus hijos, sobre todo al mayorcito, a repetir repudios contra los republicanos, los rojos, los salvajes ateos que habían querido destruir España. A Jordi le costó mucho tempo, de hecho le constó toda la vida, entender algo del dolor de aquella mujer que había tenido que maldecir todas sus creencias, sus supersticiones juveniles sobre el voto de las mujeres, sobre la educación de los críos de los campesinos, sobre la inexistencia del infierno o sobre un infierno hecho por los hombres aquí en la tierra, y había tenido que instruir ella misma a sus hijos sobre las virtudes de los asesinos de su padre, para evitar perderlos a ellos también, como una mora o una judía en tiempos de Fernando e Isabel. Como una bruja en cualquier tiempo de barbarie.
Al parecer, Lucía había muerto en circunstancias extrañas. No la había secuestrado el régimen, porque el régimen nunca haría eso. No había muerto de pena porque, al parecer, según Clarita, lo tenía todo. Aparentemente, había decidido recluirse en el apartamentito que el esposo de Clarita le había mandado construir al fondo de su propiedad, con el dinero de la casita de Bonavista. Había sido su decisión. En los últimos dos años se había recluido en su minúsculo apartamento y sólo salía viernes y sábados con destino desconocido.
Hasta que un día la encontraron sin respuestas, tendida en su cama y rodeada de revistas viejas, de anillos y de guantes que alguna vez fueron blancos y que si los hubiese arrojado a la basura a tiempo otra hubiese sido la historia, terminaba la carta de Clarita.
Jordi dobló la carta tres veces, como era la costumbre en esa época. Las palabras, entre tristes e indiferentes de su hermana, quedaron repartidas al azar en ocho rectángulos que sólo volvieron a ver la luz una vez más, una tarde calurosa y extremadamente desolada de enero de 2010.
Había visto a su madre por última vez la tarde del sábado 3 de octubre de 1959 en el puerto de Barcelona. “El verano que viene estoy aquí, vieja”, le dijo, pero ella apenas se sonrió. Jordi conocía ese gesto triste de los que no creen o han dejado de creer. Sus labios recordaron por siempre aquella mejilla suave de mujer mayor, el perfume de lavanda que nunca había abandonado y que tal vez era una especie de código secreto, de última complicidad con los años treinta, con su padre. La vio de lejos hasta que se convirtió en una llamita rosada con la luz del atardecer y luego en una sombrita inmóvil que se resistía a dejar la dársena o intentaba apropiarse hasta el último minuto de lo que la suerte le había dejado de su hijo.
Cada vez los separaban más cosas. Jordi se iba al verano y ella entraba en los días largos del invierno. Ella que no se cansaba de preguntarle por su vida en Uruguay y él que no se atrevía a preguntarle por su padre. El futuro era la gran distracción de los dos.
La llamaba por teléfono cada dos meses, luego dos veces por año. Cada vez, iba a preguntarle por su padre, pero el pacto de secreto que de alguna forma habían establecido los dos, quién sabe cuándo, aparecía siempre como un muro de hielo, transparente pero inquebrantable. Una vez, Lucía se adelantó a cualquier pregunta diciendo que bueno, que había muchas cosas que conversar un día con un tecito, cara a cara, no a tantos miles de quilómetros y por un tubo de plástico.
—Que sea un café, niña hermosa— quiso confirmar él, con esa necesidad que tiene la gente de trivializar algo de su vida cuando sospecha que es de gran importancia.
Lucía hizo una pausa. Jordi la imaginó apretando los labios con dos dedos, porque ese era uno de sus gestos más comunes cuando pensaba en algo y luego se callaba.
A pesar de esta promesa (o por esto mismo), Jordi fue postergando el próximo verano en España. Tal vez era cierto que los negocios se habían ido complicando en la medida en que iban creciendo. Por entonces se vendían más libros y más revistas que nunca en Montevideo y Buenos Aires, lo que lo había obligado a abrir su propia imprenta primero y la importación y distribución de impresoras offset después. Una distracción por aquella época hubiese sido fatídica, el fin de todos sus esfuerzos desde 1953.
La llamó por teléfono el 24 de diciembre de 1961. Ésa fue la última vez que había hablado con ella. No parecía triste. No parecía enferma. Pero todas aquellas dulces trivialidades de siempre en el fondo significaban la misma tragedia, como si cada acto humano llevase oculto el germen de la Gran Verdad: cada una de aquellas palabras, recordó Jordi, habían sido las últimas que escuchaba de la boca de su madre mientras él se reía y ella también.
El 31 de diciembre no pudo comunicarse. Las líneas estaban saturadas o él no andaba con suficiente ánimo como para insistir más de cuatro o cinco veces.
Uno de los domingos de enero estuvo a punto de llamarla. Levantó el tubo y, por alguna razón, se le escapó de las manos como si estuviese hecho de plomo.
A fines de febrero, comenzó a perseguirlo el número 54, la edad de Lucía, como lo había hecho el 39 por mucho tiempo. Los autos que se frenaban delante de él tenían alguna patente que terminaba en 54. Los números de lotería que compraba siempre terminaban en 54, pero la comunicación nunca se dio, excepto por una modestísima suma por una aproximación, casi una devolución. 254 era el número de la casa que alquilaba todos los veranos en Punta del Este, aunque él se juraba que había descubierto la numeración cuando puso la llave por primera vez en la puerta. Cuando cumplió 54, sus empleados de la joven Metasoft le hicieron, por primera y última vez, un recibimiento sorpresa en la empresa, con una torta roja y amarilla y el número expuesto como una lápida. Jordi se los agradeció y les ordenó que no volvieran a hacerlo. El 54 y el 39 siguieron repitiéndose en las circunstancias más inesperadas hasta principios del 2001.
En el invierno de 1988, mientras leía el diario, por casi dos segundos (probablemente no más que eso, como suele suceder con las cosas importantes), don Jordi tuvo la sospecha que había dedicado su juventud a que su madre lo quisiera y lo admirase como quizás había querido y admirado a su padre, el desaparecido. Como su padre, había seguido el camino más indirecto de la desaparición y, de igual forma que el destino quiso que ella tuviese que hablar mal de su esposo delante de sus propios hijos y contra sus propias convicciones, lo único que podían decir los diarios de Uruguay del exitoso empresario español era sobre su avaricia y sus simpatías por el deleznable régimen franquista.
Había demasiados españoles en Uruguay, se dijo.