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A mediados de la década pasada en Estados Unidos, cada vez que me encontraba en alguna de mis clases discutiendo abiertamente temas como el feminismo o el matrimonio igualitario sólo recogía una gran resistencia, sobre todo de las estudiantes mujeres. Los pocos que se atrevían a hablar consideraban a uno, el feminismo, una degeneración propia del marxismo y al otro una degeneración propia de la humanidad. Cuando a su vez ellos preguntaban por mi opinión, invariablemente les contestaba: «Es posible retrasar la historia, pero nunca nadie podrá detenerla. Ahora la sola idea de reconocer el matrimonio igualitario como un derecho les parece inaceptable y hasta una ofensa contra Dios, pero en diez o quince años, más de uno de ustedes se manifestará a favor en nombre del mismo Dios».
Hoy, en cualquier clase y fuera de la estratégicamente llamada «burbuja de la universidad» (como si el resto de la sociedad no estuviese compuesta por otras burbujas, con frecuencia menos creativas) donde se plantee el mismo tema, una mayoría heterosexual y definida como conservadora defiende los derechos de los homosexuales, incluido el derecho al matrimonio. Lo mismo ocurrió con la píldora anticonceptiva en los sesenta y con el matrimonio interracial en los cincuenta, el que era ilegal en muchos estados cuando nació el actual presidente Barack Hussein Obama.
Antes que los posmodernistas negaran cualquier dirección y sentido de los procesos humanos, los revolucionarios de la Era moderna creían que era posible acelerar la historia provocando la caída del fruto maduro, que la historia no progresaba armónicamente sino por saltos abruptos (las revoluciones). En algo tenían razón: casi ningún progreso social se ha dado sin algún tipo de lucha, de resistencia, de acción y reacción. Cada vez que se intenta detener o desviar el camino de la historia, estalla la violencia.
El presente tiraniza nuestra visión del pasado y de lo que vendrá. La gente asume, por ejemplo, que porque en la historia reciente los niños se identifican con el celeste y las niñas con el rosado, siempre fue así y siempre lo será, sin considerar que apenas un siglo atrás todos los niños vestían de blanco hasta que las tiendas norteamericanas inventaron «los colores tradicionales». La recurrente y tiránica idea de «las cosas son así desde que el mundo es mundo» se derrumbaría sólo con echar una mirada a un retrato de Luis XIV, XV o XVI con pelucas, calzas, faldas y tacones altos, mostrando una pierna estilo Marilyn Monroe, todos símbolos de masculinidad de la época.
No son pocas las enciclopedias que definen la Revolución americana con el oxímoron de «revolución conservadora», cuando por siglos y considerando el mundo de la época no se vio un experimento más radicalmente reformista y revolucionario. La sola omisión de Dios en la constitución y la obligación de no meter a ninguna religión en los asuntos del Estado, desde la primera enmienda y toda la Carta de derechos, es permanentemente tergiversada por una población educada por la demagogia política y predicadora que insiste en que este país fue fundado en base al cristianismo y no a las filosofías seculares de la época. La leyenda «In God We Trust» fue introducida generaciones después. De hecho, el juramento de lealtad de Estados Unidos fue inventado e impulsado por un cristiano socialista que, a finales del siglo XIX y coherente con la constitución, evitó la palabra Dios, hasta que la paranoia macartista de los años cincuenta introdujo la mención de Dios como forma de prevenir el comunismo o, mejor dicho, como forma de imponer un status quo que se veía gravemente amenazado por los movimiento sociales que resistieron heroicamente al racismo y al sexismo de ideas populares como «integración racial es comunismo».
En política, como en literatura, el tiempo es el mejor crítico. Sobre todo cuando la verdad ya no importa.
Claro que Dios nunca fue el problema, al menos desde mi punto de vista; el problema de siempre ha sido aquellos que se erigen en sus voceros para extender sus intereses y su control social en su nombre pasando por encima de cualquier evidencia histórica y creado un pasado a su gusto.
Ahora, imaginar un presidente socialista en Estados Unidos parece una utopía lejana sino imposible. Lo es, aunque en política lo impensable termina por ser adoptado por las nuevas generaciones. No voy a decir que el socialismo es mejor que el capitalismo en una sociedad como la estadounidense. No creo en la importación de recetas políticas y sociales en ningún país. Pero tampoco creo que eso que vagamente se llama socialismo sea algo nuevo en este país (bastaría echar una mirada a su historia y a sus actuales programas sociales, mucho más socialistas que en China). No por casualidad el mismo Karl Marx tenía una opinión más favorable de la democracia estadounidense que de los gobiernos europeos de la época. Por otro lado, lo que también vagamente se llama capitalismo no es ni por asomo algo parecido a lo que los conservadores identifican reiteradamente con las ideas de los padres fundadores.Jefferson, el artífice de la democracia americana, no tenía ninguna estima ni opinión favorable hacia el poder desbordado de los bancos. Por no entrar a considerar que Jesús, la bandera de los capitalistas conservadores, no tenía nada de capitalista y no lo crucificaron por conservador, sino por todo lo contrario.
Aquí la paradoja actual: el capitalismo fue un claro progreso hacia la libertad individual de los nadies cuando en Europa la aristocracia hereditaria comenzó a perder privilegios y poder debido al nuevo poder sin nombre ni títulos del dinero. Sin embargo, el capitalismo ha derivado a un neofeudalismo donde los príncipes (los clanes megamillonarios) tienen más poder que los gobiernos nacionales. Bastaría recordar que las 62 personas más ricas tienen tanto dinero como la mitad más pobre del mundo y que solo el uno por ciento acumula lo mismo que todo el resto. Luego no se necesita ser un genio para darse cuenta cómo y para quiénes está organizado este mundo.
Pero, como vimos, lo que es inimaginable e inaceptable hoy, será lo políticamente correcto mañana.
Para ver hacia dónde van los grandes cambios históricos hay que echar una larga mirada a la historia, como la conquista de derechos y libertades individuales ya iniciada a fines de la Edad Media, etc. En cuanto a los cambios políticos a corto plazo, es necesario observar al nivel de entusiasmo de los jóvenes. Por ejemplo: es posible que Hillary Clinton gane las internas del Partido Demócrata, pero lo que es claro es el entusiasmo de los seguidores de Bernie Sanders. Aun perdiendo, cosa que está por verse a pesar del 30 por ciento que lleva de desventaja, ya ha logrado un cambio inimaginable en la narrativa de una gran parte de la sociedad. Incluso un triunfo general de un showman como Donald Trump, quien basa su campaña en su propio ego, sería un triunfo de la reacción conservadora al nuevo fenómeno: los megamillonarios clanes, como los Koch (la voz invisible, la ideología y la moral de los medios, de los creyentes y de los políticos norteamericanos) aunque inviertan otros mil millones de dólares, tal como planean para este año, podrían perder algo más que una elección.
En política no existe la verdad sino los intereses. La ficción política no es propiedad ni de la izquierda ni de la derecha, pero los mejores narradores son los más verosímiles: aquellos que pueden vender una historia y una moral (es decir, comprar consumidores) como las grandes casas editoriales pueden hacer de cualquier novela de mediano valor un best seller mundial. En política, como en literatura, el tiempo es el mejor crítico. Sobre todo cuando la verdad ya no importa.
Les narrations politiques et l’invention de la réalité
par Jorge Majfud
Au milieu de la dernière décennie aux États-Unis, chaque fois que je me trouvais dans une de mes classes à discuter ouvertement de sujets comme le féminisme ou le mariage égalitaire je ne recueillais qu’une grande résistance, surtout de la part des étudiantes. Les rares qui osaient parler considéraient l’un, le féminisme, comme une dégénérescence propre au marxisme et l’autre comme une dégénérescence propre de l’humanité. Quant à leur tour les étudiants demandaient mon opinion, invariablement je leur répondait : « Il est possible de retarder l’histoire, mais personne ne pourra jamais l’arrêter. Maintenant la seule idée de reconnaître le mariage égalitaire comme un droit vous semble inacceptable et jusqu’à être une offense contre Dieu, mais dans dix ou quinze ans, plus d’un parmi vous se manifestera en faveur, au nom du même Dieu ».
Aujourd’hui, dans n’importe quelle classe et en dehors de celle stratégiquement appelée « bulle de l’université » (comme si le reste de la société n’était pas composé par d’autres bulles, fréquemment moins créatrices) où on aborde le même sujet, une majorité hétérosexuelle et définie comme conservatrice défend les droits des homosexuels, y compris le droit au mariage. La même chose a eu lieu avec la contraception dans les années soixante et avec le mariage interracial dans les cinquante, qui était illégal dans beaucoup d’états à l’époque où est né l’actuel président Barack Hussein Obama.
Avant que les post modernistes nient toute direction et sens des processus humains, les révolutionnaires de l’Ère moderne croyaient qu’il était possible d’accélérer l’histoire en provoquant la chute du fruit mûr, que l’histoire ne progressait pas de façon harmonieuse mais par des sauts abrupts (les révolutions). D’une certaine façon ils avaient raison : presque aucun progrès social n’a été fait sans un type de lutte, de résistance, d’action et de réaction. Chaque fois qu’on essaie d’arrêter ou de dévier le chemin de l’histoire, la violence éclate.
Le présent tyrannise notre vision du passé et de ce qui va se passer. Les gens pensent, par exemple, que parce que dans l’histoire récente les garçons s’identifient avec le bleu ciel et les petites filles avec le rose, il en a toujours été ainsi, et que cela le sera toujours, sans considérer qu’il y a à peine un siècle tous les enfants étaient habillés en blanc jusqu’à ce que les magasins des Etats-Unis inventent « les couleurs traditionnelles ». L’idée récurrente et tyrannique que « les choses sont ainsi depuis que le monde est monde » s’écroulerait rien qu’ en jetant un regard au portrait de Louis XIV, XV ou XVI avec perruques, chausses, jupes et talons hauts, montrant une jambe style Marilyn Monroe, tous symboles de masculinité de l’époque.
Peu nombreuses sont les encyclopédies qui définissent la Révolution américaine par l’oxymore de « révolution conservatrice », quand pendant des siècles et en considérant le monde de l’époque , on n’a pas vu une expérience plus radicalement réformiste et révolutionnaire. La seule omission de Dieu dans la Constitution, et l’obligation de ne mettre aucune religion dans les affaires de l’État, depuis le premier amendement et toute la Déclaration de droits , est remise en question de manière permanente par une population éduquée par la démagogie politique et prédicatrice, qui insiste sur le fait que ce pays fut fondé sur la base du christianisme et des philosophies séculières de l’époque. La légende « In God We Trust » a été introduite des générations plus tard. En fait, le serment de loyauté des États-Unis a été inventé et poussé par un chrétien socialiste qui, à la fin du XIXe siècle et en cohérence avec la Constitution, a évité le mot le Dieu, jusqu’à ce que la paranoïa maccartiste des années cinquante introduise la mention de Dieu comme façon de prévenir du communisme, ou plutôt, comme la façon d’imposer un statu quo qui se voyait gravement menacé par les mouvements sociaux qui ont héroïquement résisté au racisme et au sexisme d’idées populaires comme « l’intégration raciale c’est du communisme ».
En politique, comme en littérature, le temps est le meilleur critique. Surtout quand la vérité n’importe déjà plus.
Il est clair que Dieu n’a jamais été le problème, au moins de mon point de vue ; le problème habituel est ceux qui s’érigent en ses porte-paroles pour étendre leurs intérêts et leur contrôle social en son nom, passant au-dessus de toute évidence historique et créant un passé à leur goût.
Alors, imaginer un président socialiste aux États-Unis semble une utopie lointaine sinon impossible. Elle l’est, bien qu’en politique l’impensable finit par être adopté par les nouvelles générations. Je ne vais pas dire que le socialisme est meilleur que le capitalisme dans une société comme la société Usaméricaine. Je ne crois pas à l’importation de recettes politiques et sociales dans aucun pays. Mais je ne crois pas non plus que ce qui s’appelle vaguement socialisme soit quelque chose de nouveau dans ce pays (il suffirait de jeter un regard à son histoire et à ses programmes sociaux actuels, beaucoup plus socialistes qu’en Chine). Ce n’est pas un hasard si Karl Marx lui-même avait une opinion plus favorable de la démocratie US que des gouvernements européens de l’époque. D’un autre côté, ce qui s’appelle aussi vaguement le capitalisme ne se ressemble même par hasard à quelque chose de semblable à ce que les conservateurs identifient avec les idées des pères fondateurs. Jefferson, l’artisan de la démocratie US, n’avait aucune estime ni opinion favorable envers le pouvoir déchainé des banques. Sans commencer à considérer que Jésus, porte drapeau des capitalistes conservateurs, n’avait rien de capitaliste et qu’ils ne l’ont pas crucifié en tant conservateur, mais comme tout le contraire.
Voici le paradoxe actuel : le capitalisme a été un net progrès vers la liberté individuelle des agonîmes quand en Europe l’aristocratie héréditaire a commencé à perdre ses privilèges et son pouvoir grâce au nouveau pouvoir sans nom ni titre d’argent. Cependant, le capitalisme a dérivé vers un néo-féodalisme où les princes (les clans mega-millionnaires) ont plus de pouvoir que les gouvernements nationaux. Il suffirait de rappeler que les 62 personnes les plus riches ont autant d’argent que la moitié la plus pauvre du monde et que seulement 1 % accumule la même chose que tout le reste. Ensuite, pas nécessaire d’être un génie pour se rendre compte de comment et pour qui est organisé ce monde.
Mais, comme nous l’avons vu, ce qui est aujourd’hui inacceptable et inimaginable, sera politiquement correct demain.
Pour voir vers où vont les grands changements historiques, il faut jeter un regard long sur l’histoire, comme la conquête des droits et libertés individuelles commencée à la fin du Moyen Âge, etc. En ce qui concerne les changements politiques de court terme, il est nécessaire d’observer le niveau d’enthousiasme des jeunes. Par exemple : il est possible qu’Hilary Clinton gagne les primaires du Parti Démocrate, mais ce qui est clair c’est l’enthousiasme des adeptes de Bernie Sanders. Même en perdant, chose qui est à voir malgré les 30 % qui le placent en désavantage, il a déjà obtenu un changement inimaginable dans la narration d’une grande partie de la société. Même le triomphe général d’un showman comme Donald Trump, qui base sa campagne sur son propre ego, serait un triomphe de la réaction conservatrice au nouveau phénomène : les clans de mega-millionnaires, comme les Koch (la voix invisible, l’idéologie et morale des médias, des croyants et des hommes politiques usaméricains) malgré leur investissement d’autres milliards de dollars, comme ils planifient de le faire cette année, pourraient perdre quelque chose de plus qu’une élection.
En politique la vérité n’existe pas, mais les intérêts oui. La fiction politique n’est pas la propriété ni de la gauche ni de la droite, mais les meilleurs narrateurs sont les plus vraisemblables : ceux qui peuvent vendre une histoire et une morale (c’est-à-dire, acheter des consommateurs) comme les grandes maisons d’édition peuvent faire de tout roman de qualité moyenne un best seller mondial. En politique, comme en littérature, le temps est le meilleur critique. Surtout quand la vérité n’importe déjà plus.
Jorge Majfud
Le Courrier de la diaspora.
Carlos Debiasi <carlosdebiasi@elcorreo.eu.org>
Paris, le 28 janvier 2016.