Crisis VIII

Crisis VIII

Viernes 6 de febrero. Dow Jones: 8.280

Boston, Massachusetts. 6:30 PM

El mismo sujeto de los lentes de armazón negro y la barba gris había estado días atrás en una conferencia que dio un soldado en la Universidad. Sabemos que es el mismo porque las fotos no mienten.

Habíamos ido todos al Auditórium del Community College a escuchar al soldado Robert González que había vuelto de la guerra un mes atrás. Robert González había sido reclutado sin ser ciudadano, pero al volver el gobierno lo premió con la ciudadanía, que era lo menos que podía hacer con un héroe de nuestra comunidad que nos demuestra, una vez más, que lo del Sí Se Puede es mucho más que un simple slogan. Y yo no podía perder esa oportunidad de mostrarles a mis chiquitos del middle school otro ejemplo de lo que siempre digo, que este siglo es el de los hispanos en Estados Unidos, que los cuarenta y cinco millones de mucamas, obreros de la construcción y soldados de hoy mañana serán noventa millones de profesionales, doctores y generales cuando ellos sean grandes, y que en este siglo veremos a los Gabriel García Márquez y a los Diego Armando Maradona en Estados Unidos.

Pero algo o alguien tenía que echarlo todo a perder. O quizás no, tal vez exagero y el intruso no lo echó todo a perder si mis chicos no entendieron de qué iba la semejante pregunta que este elemento tiró como una bomba sucia sobre el escenario donde se honraba al héroe.

Desde el comienzo todo había resultado bien. Los estudiantes se acercaban a saludar. Los profesores del College, con ese estilo eterno de condescendencia que consiste en ser amables con todos aquellos de condiciones inferiores, sobre todo intelectualmente inferiores como supone uno que debe ser un soldado o un jardinero. Se acercaban para dar sus manos flacas al guerrero devuelto a su patria como un Ulises, para sonreírle y hacer algún comentario técnico sobre el alcance de las ondas de radio en el desierto o la velocidad de licuefacción de la humedad del aire en la nariz de un perro. Había llegado mucha gente de afuera, incluso de las iglesias del área, de todos los partidos políticos y hasta de una trasmisora de Fox TV. Era el gran momento del College para saltar a la escena estatal o incluso para tener alguna presencia nacional, a no más que por un día. Pero para nosotros, los que de verdad estábamos interesados en homenajear al héroe, era la primera oportunidad de ver y tocar a un héroe de guerra que nos enorgullecía aún más por su nombre hispano.

Todo estaba perfecto, los snacks en la entrada, las flores para el héroe, los discursos del dean de humanidades y del presidente. Apenas uno de los discursantes cuestionó los motivos probablemente ilícitos de la guerra, pero disculpó, como se debe, a los soldados que habían ido a la guerra en cumplimiento de la ley, de su patria, en defensa de nuestro way of life, de nuestros valores.

Cuando el soldado Robert González tomó la palabra no pudo disimular la emoción y trató de ocultar su rostro lleno de lágrimas con la gorra caqui que cubría sus ojos con una medialuna de sombra, producto de una excesiva iluminación, mal calculada o sin calcular por parte de los organizadores que sólo acertaron en la potente y conmovedora música de entrada que aflojaba las rodillas del mejor plantado. Después de la emoción a mí se me ocurrió la idea de que por alguna razón la música siempre había precedido la marcha de los ejércitos en tiempos en que no había efectos especiales, o un Paint it Black de los Rolling Stones donde las aspas de los helicópteros son como los tambores de Napoleón, porque la música anima el corazón de los propios y atemoriza los corazones ajenos.

Después de una hora de contar cómo había combatido junto a tantos inolvidables compañeros, le vino la sección final de preguntas y respuestas del público. Para entonces ya se sentía como en familia, bromeaba, sonreía, agradecía sin saber cómo tantos elogios y agradecimientos por parte del público.

Pero allí estaba el tipo de los lentes y la barba gris pidiendo el micrófono, con ese estilo de tonto que se hace el tonto y no ve ni dónde camina. Repitió los agradecimientos anteriores, creo que uno por uno, hasta las propias palabras elogiosas del dean de humanidades que fue el primero en deslizar la idea de que a pesar de los errores de los altos mandos y, sobre todo, de los gobernantes que habían decidido una guerra basados en informaciones aparentemente equívocas, se debía honrar con honor la honestidad de los soldados que lucharon por nuestra civilización. Para terminar, con mucho respeto, formuló su inesperada pregunta en la lingua franca:

—How many people did you kill in this war?

Una pregunta estadística, científica, había calificado una profesora más tarde. Pero evidentemente tendenciosa. El tonto que se hacía el tonto no preguntó por si acaso el soldado había matado a alguien en su vida, sino cuántos. “Cuántas personas mató usted en esta guerra”. Al fin y al cabo hasta no hace mucho el heroísmo se medía por el número de infieles muertos. Llevar apellidos como Matamoros o Killer era todo un orgullo y los guerreros solían exagerar el número de víctimas de la mano derecha de Dios, del brazo libertador del emperador. Después, claro, los maricones escudados en sus incalculables libros y en sus irresponsables desposesiones comenzaron a cambiar las virtudes de la conquista por los derechos de la defensa. Infiltraron su ponzoña en nuestra civilización occidental y hasta nosotros tuvimos que cambiar el discurso para mantener la práctica.

Aparentemente no había motivos para ofenderse o para incomodarse. Pero la apretada concurrencia de esa tarde respiró hondo y seguramente con fastidio. El grito de “comunista” en voz baja debió proceder de la delegación off campus, porque ese no es el estilo respetuoso y tolerante de los que, dicen, están acostumbrados a la vida académica, incluso con las ideas y las opiniones más despreciables.

El soldado González finalmente contestó:

—Ha estado alguna vez en peligro por defender a la patria­? Cómo se llama usted? Dónde vive? En qué trabaja? Qué hace en su tiempo libre?

Jorge Majfud

Milenio, III  (Mexico)

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