La muerte no sabe conducirse

La muerte no sabe conducirse

Cuando leo los diarios de nuestra América, especialmente los de mi país, una de las cosas que me sorprende es la cantidad de accidentes de tránsito. Sólo la costumbre ante la tragedia convierte un problema evitable en una fatalidad del destino o en una consecuencia inevitable de una actividad humana tan simple como es conducir un automóvil. Nadie en ningún lugar está libre de una desgracia de este tipo; todos vamos a morir algún día de una forma o de otra, pero ello no significa que el crimen y el suicidio estén justificados.

En mi país, hasta en las ciudades más pequeñas del interior se maneja con una especial agresividad, a pesar de que cada conductor por separado sea un típico representante del habitante apacible de pueblo. Autos, motos y bicicletas siempre están buscando un mínimo espacio para colarse por allí. Esta costumbre de equilibrista es doble: se manifiesta cuando un mal conductor en un momento de duda acelera en lugar de frenar, cuando maneja al límite de distancias y de tiempos en medio de una ciudad relativamente desordenada.

Ése es un rasgo que distingue a un aprendiz de un conductor experimentado, seguro de sí mismo: el aprendiz se arriesga; el experimentado -si ha logrado colocarse en un plano superior- ha aprendido a frenar, esperar y sonreír. El aprendiz confunde la fórmula uno con el tránsito más complejo de una ciudad y se cree superior -en casos, hasta más macho o más hembra- si logra rebasar a alguien en un secreto desafío. Su conducta, además de infantil, es criminal. Este prejuicio sólo demuestra que el aprendiz, al confundir el tránsito regular con la fórmula uno, desconoce ambos. Bastaría con recordar que no hace dos semanas el tres veces campeón de fórmula uno, Nelson Piquet, perdió su licencia de conducir por acumulación de faltas. Para recobrarla, las autoridades brasileñas le impusieron la tarea de asistir a clases de conducción y allí lo vimos en un aula, con cara de colegial que quiere desaparecer de la curiosidad ajena.

Sólo en Asia he visto un caos mayor en el tránsito que en nuestros países latinoamericanos. No digo en la África interior, porque allí los escasos automóviles salvan cualquier desorden.

La escasa conciencia civil de un conductor se expresa en la imprudencia de sus movimientos y en el uso recurrente de la bocina. Por los bocinazos los juzgaréis. Pero sobre todo se manifiesta cuando existe algún mínimo incidente: los conductores se insultan, cuando no se agreden físicamente. ¿Quién no ha presenciado en nuestros países varias escenas de este tipo? Son los mismos cavernícolas que han descubierto el automóvil antes que el fuego y la exogamia. Hace poco, diario Clarín de Buenos Aires tituló en una de sus páginas interiores: “Un anciano murió por los golpes recibidos en una pelea que mantuvo tras un choque” a manos de un joven furioso por una mala maniobra (31 de julio). El joven, ahora homicida, llevaba a su esposa y a su bebé en una moto. No son noticia cuando los involucrados se enferman y mueren por un infarto a consecuencia de uno de estos arrebatos de machismo prehistórico, que indica que los genios al volante son agresivos, se las saben todas o poseen la rara virtud de no saberse controlar y medir las consecuencias. No son muy diferentes a aquellos cocheros medievales que circulaban por la izquierda para mantener la posibilidad de bajar de un diestro mazazo al cochero que aparecía de frente.

Más allá de lo que solemos criticar del excesivo consumo de gasolina en Estados Unidos, hay que reconocer que tienen una cultura de tránsito que los pone a salvo de lo que debía ser un holocausto diario. China posee ocho autos por cada mil habitantes; Brasil, 122; Europa, 584, y Estados Unidos, 950. En promedio, hay un automóvil por cada habitante en este país -por regla mucho más grandes que en Europa-, lo cual no significa un ejemplo a seguir a favor de la ecología pero nos da una idea sobre el punto que estamos discutiendo ahora. Por si fuese poco, en promedio cada automóvil recorre 15 mil millas por año. Si leemos las estadísticas o si echamos una mirada al cuentamillas (odometer ) de cualquier auto, fácilmente descubrimos que cada auto recorre más de 60 kilómetros por día, número que para nuestra realidad del sur es imposible alcanzar si uno no es taxista. Sin embargo, aunque en China hay 100 veces menos automóviles por habitante (ni hablemos de kilómetros recorridos), en ese país ocurren muchos más accidentes fatales que en Estados Unidos.

¿Cuál es la razón de un índice de accidentes tan bajo? Aparte de una mejor infraestructura, la razón principal es la conducta, es decir, la forma de conducirse.

Los cubanos de la isla suelen decir: “Los americanos son malos, pero saben cómo hacerlo”. Como toda sentencia efectiva, es clara pero no del todo precisa. Ni todos los americanos son malos ni todos saben cómo hacerlo. Esto se demuestra con un largo catálogo de hombres y mujeres que han aportado a las ciencias, las artes y las luchas sociales y un catálogo más vasto aún de otros perfectos incompetentes, incapaces de deducir la existencia de una hamburguesa de la cría de ganado vacuno.

Sin embargo, es en algún aspecto de este cómo que podemos atender y, si estamos libres de oxidados prejuicios, mirar y aprender. También para evitar aquello que ellos no alcanzan a ver cabalmente, como es el problema global que un consumo de ese tipo genera. El absurdo consumo de agua embotellada de Italia o de Singapur significa otro exceso de consumo de combustible. Pero éste no es el punto ahora.

En Estados Unidos es casi un principio manejar a la defensiva. Esto significa que un conductor debe ir siempre observando las normas -este tipo de conductor jamás se salta un cartel de stop, aunque esté en el desierto, en medio de la noche-, pero sobre todo debe ir pensando que el otro conductor en cualquier momento cometerá un error. Para ello es necesario dejar un margen de maniobra prudente de forma de absorber este posible error.

A diferencia de nuestros países del sur, aquí el respeto al peatón es primario. Aunque un peatón esté cruzando en un lugar equivocado, el conductor no demostrará agresivamente su molestia. Ni siquiera hará sonar su bocina. Por el contrario, frenará 20 metros antes y reiniciará su marcha una vez que el peatón imprudente haya puesto pie en la banqueta.

Si ocurre un accidente, la regla y la costumbre indican que cada conductor se bajará en silencio y no protestará inútilmente. De hecho nunca se ha visto que un problema de este tipo se haya solucionado insultando o argumentando sobre quién tuvo la culpa o no. Lo normal es que los conductores llamen a su seguro y esperen la llegada de la Policía. Ésta determinará responsabilidades and period. Si hay discrepancias habrá instancias para apelar, pero se descarta una riña inútil al borde del camino. Siempre habrá excepciones, claro. Pero a los efectos estadísticos nos interesa la conducta más común y no las espectaculares excepciones, propias de Hollywood.

De nada servirán las normas, una policía tipo perro y todos los técnicos en tránsito si la cultura de la población no trabaja a su favor, sino en base a infantiles prejuicios sexuales, a complejos de inferioridad y a un estilo mortal de hacer las cosas: la culpa siempre la tiene el otro; yo soy la eterna víctima, aunque participo de una cultura suicida y, lo que es peor, silenciosamente criminal, etcétera.

Claro que esta cultura no se cambia como se cambia un gobierno. Pero hay que comenzar alguna vez y de a poco. Y una forma de hacerlo es tomar conciencia de que cuando cuidamos al desconocido también nos estamos cuidando a nosotros. El otro somos nosotros; el otro es ese yo-social que se ha desdoblado de mi yo-individual y me rodea con todas sus variaciones. Al menos considerar esto, si los sentimientos de altruismo por los demás no funcionan o están anulados por una mentalidad primitiva al volante de una poderosa Suburban. Para comenzar no hay nada mejor que sacudir la campana y tener el valor de asumir una autocrítica radical. Porque eso es de verdaderos hombres y verdaderas mujeres. Por lo menos hombres y mujeres elevados de su estado de primitivismo mesolítico. Antes de aprender a conducir es necesario aprender a conducirse. Es mil veces mejor ignorar lo primero que lo segundo.

 

 

Jorge Majfud

Agosto 2007

The University of Georgia

 

 

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