fronteras mentales del tribalismo

Las fronteras mentales del tribalismo

«Race mixing is communism» (1958). Cohabitation multiethnique c’est propagande déculturée et sans projet (2004).

2000 ans d’Historie qui nous ont civilisés

Hace un tiempo, en un ensayo anterior, critiqué la valoración ética del patriotismo. Un lector francés que leyó una traducción de este artículo hecha por el escritor Pierre Trottier —La maladie morale du patriotismo[1]— Escribió un largo alegato a favor de las fronteras nacionales. Su fundamentación giró en torno a la siguiente idea: Los países tienen distintas culturas, cada uno concibe diferente la «libertad» y, por lo tanto, no es posible considerar el mundo como una «tabla rasa», ignorando las diferencias culturales. De las diferencias culturales se concluye en la necesidad de las fronteras y, más aun, de los valores «patrióticos».

[…] c’est à que servent les frontières: à defender des espaces de liberté dont la valeur diffère d’un côté et de l’autre. L’abolition des frontières viendra quand l’humanité se sera dissoute dans le même moule culturel universel, unique, et total (Oulala/Le Monde, 29 de agosto de 2004).

Sin negarle el derecho voltaireano, entiendo que este lector no comprendió que mi crítica al «patriotismo» —tal como es entendido hoy y creo ha sido bandera nacionalista en toda la Era Moderna— no ignoraba las diferencias culturales sino, precisamente, las tenía en cuenta. Cosa que no hace el autor de estas palabras en su respuesta, cuando dice que no todas las libertades valen igual, lo cual es bien sabido en los países con conflictos étnicos y culturales, menos por «nous, pauvres français idéalistes décérébrés par la propagande de la cohabitation multiethnique et culturallment diverse, festive et altermondiste, métisse et deculturée, déracinée et sans projet».

En otro lugar hemos analizado cómo la retórica ideológica procura identificar unos símbolos con otros, unas ideas con otras sin una relación causal o necesaria entre ellas, de forma que se logra una valoración negativa del adversario identificándolo con un concepto negativo. Es el ejemplo de las pancartas que en los años cincuenta, en el sur de Estados Unidos, podían leerse en contra de la integración racial: «Race mixing is communism» (es decir, literalmente, «integración racial es comunismo»).

Aquí estamos ante al mismo método, el cual se podría resumir de esta forma, aunque esta vez en francés: «cohabitation multiethnique» es (1) «propagande», (2) «déculturé», (3) «et sans project».

Por si la asociación arbitraria con el objetivo de identificar al adversario —o, en el mejor caso, a la idea adversaria—, no hubiese sido suficiente, el método ideológico cierra su retórica con una frase que, sin nombrarlo, alude a una expresión acuñada por el nazi Hermann Wilhelm Goering hace sesenta años: «Peut-être avez-vouz envie de sortir votre revolver quand vous entendez le mot ‘Culture’?»  (En español, la intolerante frase traducida del alemán sería: «cuando oigo la palabra ‘cultura’ saco el revólver»)

No obstante, luego de haber atacado el mismo concepto de diversidad cultural, al final mi lector francés pretende identificarse a sí mismo con los defensores de la ‘Culture’, en general, cuando en su caso omitió, deliberadamente, escribir el adjetivo «française» al lado del sustantivo en singular. (El criminal Goering sólo podía concebir «Cultura», con mayúscula y en singular; mientras que nosotros preferimos el plural «culturas»; la diferencia no es simplemente gramatical, sino de vida o muerte, tal como lo demuestra la historia.) De acuerdo con el conjunto de su artículo, lo único que ha demostrado defender, antes que nada, es su propia cultura, en el entendido que los demás harán lo mismo porque el mundo es «un combat que je suis prêt à embrasser face à la menace du totalitarisme intellectuel, celui qui joue au révisionnisme des 2000 ans d’Historie qui nous ont civilisés».

Mi tribu es el centro del mundo

No me voy a detener recordando estos arbitrarios y simplificados «dos mil años de historia» europea, cruzados por una multitud de culturas «impuras» —de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur—, de intolerancia religiosa, de totalitarismo francés —dentro y fuera de fronteras— y de libertad y derechos humanos, también franceses.

Ahora demos un paso más allá. Observemos que la «otredad» no tendría mucho sentido si el «otro» fuera un reflejo especular de nosotros mismos. El desafío y la virtud de nuestro mundo consiste, entonces, no en enfrentarnos con otras culturas y otras sensibilidades éticas sino en aprender a dialogar con las mismas. Ninguna de ellas podría fundamentar un derecho superior o natural sobre la otra, tal como lo sostienen explícitamente algunos intelectuales del centro, como Oriana Fallaci. Sólo la fuerza es capaz de establecer esta diferencia jerárquica, pero recordemos que en un mundo que se ha cerrado en su geografía, la fuerza puede lograr victorias económicas y militares, pero no la justicia necesaria para la paz y el progreso sostenido de la humanidad. Para no hablar sólo de justicia como fin en sí misma.

Por supuesto que en esta diversidad cultural —a la cual no estamos tan acostumbrados como presumimos; aún nos pesa la sensibilidad moderna de «mi tribu como centro del mundo»— es posible siempre y cuando unos y otros sen capaces de compartir ciertos presupuestos morales. Para entenderme con un chino, con un norteamericano o con un mozambiqueño no necesito exigirle que se vista como yo, que acepte mi preferencia de Sartre sobre Hegel, o de Buda sobre John Lennon o que modifique su política impositiva. Incluso no debería ser necesario, para reconocer al «otro», que el otro comparta mis tendencias sexuales, mi heterosexualidad, por ejemplo. Sí es rigurosamente necesario que ambos, el otro y yo, compartamos algunos axiomas morales como alguno de aquellos que se encuentran resumidos en la Segunda tabla del Decálogo de Moisés: «no matarás; no robarás; no calumniarás…»

Pero observemos que estos preceptos —que también son prejuicios que podemos llamar positivos o fundamentales, ya que no necesitan ser confirmados por un análisis o pensamiento— no son propios únicamente de la tradición judeo-cristiano-musulmana. Muchas otras religiones, en muchas otras civilizaciones que se desconocían mucho antes de Moisés, ya observaban estos mismos mandamientos. Si bien el psicoanálisis nos advierte que «se prohíbe aquello que se desea»[2] también es cierto que podemos reconocer una «cultura común» que ha ido consolidado normas interiorizadas que se reflejan en una determinada conducta individual y social que nos pone a salvo de la incomunicación y la destrucción. Además, que la tendencia a la conservación de la vida es mayor que la tendencia humana a la destrucción y al genocidio se demuestra con la misma existencia de la raza humana. Sería inimaginable concebir una ciudad de diez millones de habitantes, por «monstruosa que parezca» controlada por el miedo y una fuerza represiva infinita. Es decir, sería inimaginable concebir apenas una avenida en Nueva Delhi, en Estambul, en París o en Nueva York sin una «conciencia ética» fuerte y compleja que facilitara la vida y la convivencia, mejor que cualquier sistema de tránsito facilita el flujo vertiginoso de los vehículos por una red compleja de autopistas.

Las culturas no necesitan fronteras

Ahora, si estos argumentos no fueran suficientes para contestar a las observaciones de mi lector francés, procuraría expresarme con un ejemplo tomado, precisamente, de una gran ciudad cualquiera. Pongamos una que suele ser paradigmática por su cosmopolitismo: mi admirada Nueva York. Para este análisis, dejemos de lado por el momento consideraciones geopolíticas —de las cuales ya nos hemos ocupado varias veces y nos seguiremos ocupando en otros ensayos—. Observemos sin prejuicios ideológicos esta región del mundo, como un laboratorio, como un experimento posible de ser extendido a una posible sociedad global sin fronteras nacionales. No hablo aquí de exportar una ideología —¡sálveme Dios!— sino de advertir una situación humana posible, que no se diferencia mucho de otros ejemplos como la Bagdad de las Mil y una noches o la Alejandría egipcia que albergó la biblioteca más grande del mundo antiguo, además de africanos, romanos, griegos, semitas, judíos y comerciantes de todo el mundo —hasta que las masacres de algunos césares, que nunca faltan, terminaron con la población y con su ejemplo.

En Nueva York podremos reconocer una gran variedad de culturas conviviendo en un área relativamente pequeña, donde se hablan más de una docena de idiomas, donde hay más restaurantes italianos que en Venecia o más restaurantes chinos que en Xi’an, sin contar sinagogas, mezquitas, e iglesias de todo tipo. En un artículo anterior anoté que muchas veces esta convivencia no resulta en un conocimiento del «otro», pero creo que sigue siendo un valioso progreso el hecho de que sean capaces de convivir sin agredirse por sus diferencias.

Ahora ¿qué rescato de esta metáfora llamada Nueva York? Muchas cosas. Pero para estas reflexiones, entiendo que resulta un ejemplo en que una gran diversidad cultural —política, económica, ética, religiosa, filosófica o artística— es totalmente posible en un área tan pequeña como Manhattan. Y, no obstante, ni el barrio chino, ni el italiano ni el irlandés necesitan de ningún sentimiento patriótico para sobrevivir como comunidad barrial ni para salvaguardar la existencia pacífica de la ciudad entera. Lo único que necesitan es compartir unos pocos principios morales, muy básicos, como aquellos que anotamos más arriba. Principios que, por supuesto, no compartían quienes estrellaron los aviones en el World Trade Center en el 2001[3] ni aquellos higiénicos jefes y soldados que violaron prisioneros en Irak o suprimieron aldeas en Viet Nam «porque molestaban demasiado». Pero observemos que una confusión también criminal se produce cuando el mundo musulmán es identificado con este tipo de mentalidad intolerante, «terrorista». De esa forma, identificamos al enemigo en el otro, en la otra cultura y, por lo tanto, justificamos nuestro pulcro, higiénico y estúpidamente orgulloso patriotismo, echando de esa forma más basura sobre la humanidad.

Por supuesto que el mundo no es Nueva York, y muchos lo festejarán. No obstante, con este ejemplo no me refiero a ciertos «valores nacionalistas» que deberían ser extendidos por el mundo sino todo lo contrario: la superación de estos valores arbitrariamente sectarios, tribales que amenazan a la «otredad» y, con ello, a la raza humana.

El ensayo en cuestión —La enfermedad moral del patriotismo— ha sido reproducido en muchos medios y ha sido recibido de muchas formas. Con elogios y con insultos, con comprensión y con «rabia y orgullo». Mientras tanto, procuro repetir sobre el teclado lo que fue capaz de hacer el francés Philippe Petit, aquel francés que, con cierto aire delicado, caminando sobre el vacío, de una torre a la otra nos dejó una lección para la posteridad: el equilibrio y el miedo, la serenidad y el vértigo desesperado, todo, está en la mente humana. De ella depende dejarnos caer en el imponente vacío o sonreírle a los pájaros.

© Jorge Majfud

The University of Georgia, agosto de 2004

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[1] Centre des medias alternatifs du Québec, julio 2004

[2] Sigmund Freud, Tótem y Tabú, La interpretación de los sueños; C. G. Jung, Man and His Symbols, etc.

[3] Precisamente allí donde en los ’70 el francés Philippe Petit realizó, a mi entender, una de las más perfectas metáforas del espíritu humano: cruzar de una torre a la otra, caminando por una cuerda, recostándose sobre la misma, sobre el absorbente vacío, para mirar el cielo y los pájaros con una sonrisa en los labios.

https://www.voltairenet.org/article122037.html

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Les frontières mentales du tribalisme

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Traduction de l’espagnol par: Pierre Trottier

« Race mixing is communism » (1958). Cohabitation multiethnique

c’est propagande déculturée et sans projet (2004).

2000 ans d’Histoire qui nous ont civilisés.

 

Il y a quelque temps, dans un essai antérieur, je critiquai l’évaluation éthique du patriotisme. Un lecteur français qui lut une traduction de cet article faite par l’écrivain Pierre Trottier – La maladie morale du patriotisme[1] – écrivit un long plaidoyer en faveur des frontières nationales. Ses fondements tournaient autour de l’idée suivante : les pays possèdent différentes cultures, chacune d’entre-elles conçoit la « liberté » et, pour le moment, il n’est pas possible de considérer le monde comme une « table rase », ignorant les différences culturelles. Des différences culturelles, on conclue dans la nécessité des frontières et, plus encore, des valeurs « patriotiques ».

[ …] c’est à ce que servent les frontières : à défendre des espaces

de liberté dont la valeur diffère d’un côté et de l’autre. L’abolition

des frontières viendra quand l’humanité se sera dissoute dans le

même moule culturel universel, unique, et total ( Oulala/ Le

Monde, 29 août 2004 ).

Sans nier le droit voltairien, je comprends que ce lecteur n’a pas compris que ma critique du « patriotisme » – tel qu’on l’entend aujourd’hui, et dont je crois qu’il a été la bannière nationaliste dans toute l’Ère Moderne – n’ignorait pas les différences culturelles mais, précisément, les prenait en compte. Chose que ne fait pas l’auteur de ces paroles dans sa réponse, lorsqu’il dit que ce ne sont pas toutes les libertés qui sont égales, ce qui est bien connu dans les pays vivant des conflits ethniques et culturels, moins pour « nous, pauvres français idéalistes décérébrés par la propagande de la cohabitation multiethnique et culturellement diverse, festive et altermondiste, métissée et déculturée, déracinée et sans projet ».

En une autre occasion, nous avons analysé comment la rhétorique parvient à identifier des symboles avec d’autres, des idées avec d’autres, sans une relation causale ou nécessaire entre elles, de façon qu’on obtient une évaluation négative de l’adversaire, l’identifiant par un concept négatif. C’est l’exemple des pancartes sur lesquelles, dans les années cinquante dans le sud des États-Unis, on pouvait lire le refus de l’intégration racial : « Race mixing is communism » ( c’est-à-dire, littéralement « l’intégration raciale est du communisme » ). Dans le contexte où se produisaient ces manifestations, « communisme » avait une connotation avec le mal et, à ce moment, on établissait un lien entre les significations consolidées d’une idée – le communisme – et les significations instables d’une autre idée en discussion – l’intégration raciale -. Cependant, dans un autre contexte ou pour d’autres personnes, ce qui devait représenter une offense « l’intégration raciale et le communisme » avait une évaluation opposée : pour un marxiste, le communisme était inconcevable sans une intégration raciale, pour lequel l’accusation pouvait – devait – se comprendre comme la révélation d’une vertu de son idéologie. La même simplification porta, du temps de la Guerre Froide, à ce que quelconque soldat puisse justifier une mort ou un massacre d’un dissident avec la fabrication d’un texte marxiste, quoique aucun d’eux n’eut lu un seul paragraphe de Marx ou connu l’un de ses proches. C’est donc dire que la pire politique se prévalait de ses méthodes simplificatrices afin de commettre et justifier les pires crimes contre l’humanité.

Ici nous sommes devant la même méthode, laquelle se pourrait résumer de cette façon, quoique cette fois en français : « cohabitation multiethnique »  est (1) propagande, (2) déculturée, (3) et sans projet.

Par cela, l’association arbitraire avec l’objectif d’identifier l’adversaire – ou, dans le meilleur des cas, l’idée adversaire -, n’eut pas été suffisante, la méthode idéologique boucle sa rhétorique par une phrase qui, sans la nommer, fait allusion à une expression rendue célèbre par le nazi Hermann Wilhelm Goering il y a soixante ans : « Peut-être avez-vous envie de sortir votre révolver quand vous entendez le mot ‘’ Culture ‘’ ? » ( En espagnol, la phrase intolérante traduite de l’allemand serait : « cuando oigo la palabra ‘’ Cultura ‘’ saco el revolver » ).

Cependant, à la suite d’avoir attaqué le même concept de diversité culturelle, en finissant mon lecteur français prétend s’identifier lui-même avec les défenseurs de la ‘’ Culture ‘’, en général, lorsque dans son cas il omit délibérément d’écrire l’adjectif « française » à côté du substantif au singulier ( le criminel Goering pouvait concevoir seulement la « Culture » avec une majuscule et au singulier; pendant que nous, nous préférons le pluriel « cultures »; la différence n’est pas simplement grammaticale, mais de vie ou de mort, telle que le démontre l’histoire). En accord avec l’ensemble de son article, ce qu’il nous semble défendre uniquement, avant tout, est sa propre culture, sous-entendant que les autres feront la même chose parce que le monde est « un combat que je suis prêt à embrasser face à la menace du totalitarisme intellectuel, celui qui joue au révisionnisme des 2000 ans d’Histoire qui nous ont civilisés ».

Ma tribu est le centre du monde

Je ne vais pas m’arrêter à rappeler ces arbitraires et simplifiés « deux mille ans d’histoire » européenne, traversées par une multitude de cultures « impures » -d’Orient et d’Occident, du Nord et du Sud, – d’intolérance religieuse, de totalitarisme français – à l’intérieur comme hors des frontières – et de liberté et de droits humains, aussi français.

Mais, faisons un pas de plus. Nous observons que « l’autreté » n’aurait pas beaucoup de sens si « l’autre » n’était un reflet spéculaire de nous-mêmes. Le défi et la vertu de notre monde consiste alors, non à nous affronter à d’autres cultures et d’autres sensibilités éthiques, mais d’apprendre à dialoguer avec ces mêmes. Aucune d’entre-elles pourrait fonder un droit supérieur ou naturel sur l’autre, tel que le soutiennent quelques intellectuels du centre, comme Oriana Fallaci. Seule la force est capable d’établir cette différence hiérarchique, mais rappelons que dans un monde qui s’est formé par sa géographie, la force peut obtenir des victoires économiques et militaires, mais non pas la justice nécessaire afin d’obtenir la paix et le progrès soutenu pour l’humanité. Pour ne pas parler seulement de justice comme fin en soi.

Bien sûr que cette diversité culturelle – à laquelle nous ne sommes pas aussi accoutumés que nous le présumons, encore que la sensibilité moderne de « ma tribu comme centre du monde » nous pèse – est toujours possible lorsque les uns et les autres sont capables de partager certains présupposés moraux. Pour m’entendre avec un chinois, avec un nord-américain ou avec un mozambiquien, je n’ai pas besoin de lui exiger que sa vision soit comme la mienne, qu’il accepte ma préférence de Sartre sur Hegel, ou de Bouddha sur John Lennon, ou qu’il modifie sa politique d’imposition fiscale. Même, il ne devrait pas être nécessaire, afin de reconnaître « l’autre », que l’autre partage mes tendances sexuelles, mon hétérosexualité, par exemple. Il est nécessaire que tous deux, l’autre et moi, partagions quelques axiomes moraux comme certains de ceux que l’on trouve résumés dans la Seconde table du Décalogue de Moïse : « tu ne tueras point; tu ne voleras point; tu ne calomnieras point…».

Mais, remarquons que ces préceptes – qui aussi sont préjugés que nous pouvons les appeler positifs ou fondamentaux, qui n’ont même pas besoin d’être confirmés par une analyse ou une réflexion – ne sont pas uniquement le propre de la tradition judéo-christiano-musulmane. Beaucoup d’autres religions, dans beaucoup d’autres civilisations qui ne se connaissaient pas, bien avant Moïse, déjà observaient ces commandements. Si bien que le psychanaliste nous avertit « qu’on interdit celui qui se désire »[2] de telle sorte qu’il est certain que nous pouvons reconnaître une « culture commune » qui a été consolidée par des normes intériorisées qui se reflètent dans une conduite individuelle et sociale déterminée, et qui nous préserve de l’incommunication et de la destruction. De plus, que la tendance à la conservation de la vie est plus grande que la destruction et le génocide, se démontre par l’existence même de la race humaine. Il serait inimaginable de concevoir une ville de dix millions d’habitants, aussi monstrueuse qu’elle paraisse, contrôlée par la peur et une force répressive infinie. C’est dire, il serait inimaginable de concevoir une personne à New Delhi, à Istanbul, à Paris ou à New York sans une « conscience éthique » forte et complexe, qui faciliterait la vie et la cohabitation, plus grande que quelconque système de circulation facilitant le flux vertigineux des véhicules sur un réseau complexe d’autoroutes.

Les cultures ne nécessitent pas de frontières

Maintenant, si ces arguments n’ont pas été suffisants pour répondre aux observations de mon lecteur français, j’essayerai de m’exprimer par un exemple pris, précisément, dans une grande ville quelconque. Prenons-en une qui a l’habitude d’être paradigmatique par son cosmopolitisme : mon admirée New York. Pour cette analyse, laissons de côté, pour le moment, les considérations géopolitiques – desquelles déjà nous nous sommes occupées souvent et dont nous continuerons à nous occuper dans d’autres essais -. Observons sans préjugés idéologiques cette région du monde comme un laboratoire, comme une expérience susceptible d’être étendue à une éventuelle société globale, sans frontières nationales. Je ne parle pas ici d’exporter une idéologie – Dieu m’en préserve! – mais de faire remarquer une situation humaine possible, qui ne se différencie pas beaucoup de d’autres exemples, telle la Bagdad des Mille et une nuits ou de l’Alexandrie égyptienne qui abrita la bibliothèque la plus grande du monde antique, en plus des africains, des romains, des grecs, des sémites, des juifs et des commerçants de tout le monde – jusqu’à ce que les massacres des quelques césars, qui jamais ne manquent, en terminent avec la population et avec leur exemple.

Dans New York, nous pourrons reconnaître une grande variété de cultures vivant en commun dans une aire relativement petite, où l’on parle plus d’une douzaine de langues, où il y a plus de restaurants italiens qu’à Venise ou plus de restaurants chinois qu’à Xi’an, sans compter les synagogues, les mosquées et les églises de tout type. Dans un article antérieur, je notai que souvent cette cohabitation ne résultait pas en une connaissance de « l’autre », mais je crois que cela continue d’être un progrès précieux du fait qu’ils soient capables de convivre sans s’agresser pour leurs différences.

Maintenant, que tirer de cette métaphore de New York? Plusieurs choses. Mais, pour ces réflexions, j’entends que cet exemple de grande diversité culturelle -politique, économique, éthique philosophique ou artistique – est totalement possible dans un espace aussi petit que Manhattan. Et cependant, ni le quartier chinois, ni l’italien, ni l’irlandais n’ont besoin d’aucun sentiment patriotique afin de survivre comme communauté de quartier, ni afin de sauvegarder l’existence pacifique de la cité entière. Ce qu’ils ont besoin est de partager quelques rares principes moraux, très basaux, comme ceux que nous avons évoqués plus haut. Principes, bien sûr, que ne partageaient pas ceux qui lancèrent leurs avions sur les Tours Jumelles en 2001[3], ni ces hygiéniques chefs et soldats qui violèrent les prisonniers en Irak ou supprimèrent des villages au Vietnam « parce qu’ils dérangeaient trop ». Mais nous observons qu’une grande confusion aussi criminelle se produit lorsque le monde musulman est identifié à ce type de mentalité intolérante, « terroriste ». De cette façon, nous identifions l’ennemi dans l’autre, dans l’autre culture et, à ce moment, nous justifions notre propre, hygiénique et stupide orgueil patriotique, déversant de cette façon plus d’ordures sur l’humanité.

Bien sûr que le monde n’est pas New York, et beaucoup s’en réjouissent. Cependant, par cet exemple, je ne me réfère pas à certaines « valeurs nationalistes » qui devraient être étendues de par le monde mais, au contraire : au dépassement de ces valeurs arbitrairement sectaires, tribales, qui menacent « l’autreté » et, avec cela, la race humaine.

L’essai en question – La maladie morale du patriotisme – a été reproduit dans plusieurs médias et a été reçu de plusieurs façons. Avec des éloges et des insultes, avec compréhension et avec « rage et orgueil ». Entre-temps, je vais tâcher de reproduire sur le clavier ce que fut capable de faire le français Philippe Petit, ce français qui, avec un certain air délicat, cheminant sur le vide, d’une tour à l’autre, nous laissa une leçon pour le postérité : l’équilibre et la peur, la sérénité et le vertige désespéré, tout, est dans l’esprit humain. De cela dépend de nous laisser tomber dans l’imposant vide ou de sourire aux oiseaux.

© Jorge Majfud

Université de Géorgie

30-08-2004

Traduit de l’espagnol par :

Pierre Trottier, octobre 2004

Trois-Rivières, Québec, Canada

[1] Centre des Médias Alternatifs du Québec, juillet 2004

[2] Sigmund Freud, Totem et Tabou, L’interprétation des rêves; C.G. Jung, L’Homme et ses symboles, etc.

[3] Précisément là où, dans les années 70, le français Philippe Petit réalisa, selon moi, une des plus parfaite métaphore de l’esprit humain : traverser d’une tour à l’autre, cheminant par une corde, se renversant sur le dos, sur l’absorbant vide, regarder le ciel et les oiseaux avec un sourire sur les lèvres.

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