Radio Uruguay – 1050 AM – SODRE

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Doce años al servicio de la palabra

El Mural

Radio Uruguay – 1050 AM – SODRE

>>El periodístico cultural de Luis Marcelo Pérez<<

Domingos de 09 a 11 AM.

Lunes de 00 a 02 AM (retransmisión)

El próximo domingo 27 de febrero compartiremos la mañana con:

El académico Jorge Majfud reflexionará sobre la existencia, el ser y el saber

R   ECUERDO: Desde el pasado traeremos en homenaje la voz de la cantante

Lágrima Ríos, nos dejará conocer su mundo, su niñez, el amor por la música y

mucho más

GRAFFITI: El poeta tacuaremboense Washington Benavides nos leerá un

fragmento de su obra poética

DA LA   MANO: Con la fotógrafa Anabella Balduvino entablaremos dialogo y

conoceremos su mundo de luces y sombras

ENTRE   PLANOS: El crítico de cine Jorge Jellinek nos presentará un anticipo a la

noche del Oscar

Correo de voz: 257 50067

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Dirección general  y conducción: Luis Marcelo Pérez

Asistencia en producción: Diego Caballero

Asistencia técnica: Ariel Gómez y Alejandro Campodonico

Locución: Silvia Rocca

Inquisiciones sobre el paradigma

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cine pilitico


Inquisições sobre o paradigma. Entrevista com Eduardo Galeano (Portuguese)

Inquisiciones sobre el paradigma

Entrevista a Eduardo Galeano

Jorge Majfud

I. Pasado

Jorge Majfud: Una visión humanista considera la historia como un producto humano, es decir, producto de la libertad de sus individuos y de los diversos grupos que la han realizado e interpretado. Una visión antihumanista afirma que, por el contrario, esos individuos y esos grupos son el resultado de la historia misma y su libertad es una ilusión. Si me permitís una limitación artificial dentro de este posible espectro, ¿dónde te situarías?

Eduardo Galeano: Por lo que tengo caminado y escuchado, me da la impresión de que nosotros hacemos la historia que nos hace. Cuando la historia que hacemos nos sale más bien chueca, o es usurpada por los pocos que entre nosotros mandan, decimos que ella, la historia, tiene la culpa.

J. M.: En esta visión no hay lugar para el determinismo materialista o para algún tipo de fatalismo religioso…

E. G.: Los fatalismos son cómodos, te permiten dormir a pata suelta, el destino está escrito en los astros, la historia camina sola, no te amargues, hay que aceptar o aceptar. Los fatalismos mienten, porque si la vida no es una aventura de la libertad, que alguien venga y me explique si vale la pena vivir. Pero ojo: también mienten los iluminados, los elegidos que se atribuyen el poder de cambiar la realidad tocándola con su varita mágica: y si la realidad no me obedece, no me merece.

J. M.: Si el tiempo de las revoluciones modernas, es decir, de las revoluciones abruptas y violentas ha pasado, ¿es la progresión o la resistencia la mejor alternativa en nuestro tiempo?

E. G.: Andá a saber cuántos mundos hay dentro del mundo, y cuántos tiempos dentro del tiempo. La historia camina con nuestras piernas, pero a veces anda a paso muy lento, y a veces parece quieta. De todos modos, cuando los cambios vienen de abajo, desde lo hondo, a la corta o a la larga ellos encuentran su camino, al ritmo que quieren o pueden. Desde abajo, digo, desde el pie, como cantó Zitarrosa. Lo único que se hace desde arriba son los pozos.

J. M.: En tu último libro Espejos realizás un esfuerzo al mismo tiempo creativo y arqueológico sobre un vasto espacio geográfico y temporal. ¿Qué períodos de la historia crees que se llevarían el premio mayor a la crueldad y la injusticia?

E. G.: Hay demasiados favoritos en ese campeonato.

J. M.: Bueno, más puntual, ¿podrías resumir la crueldad en una imagen, en una situación que te ha tocado vivir?

E. G.: Me ocurrió hace años, en un camión que atravesaba la selva del alto Paraná. Salvo yo, era toda gente de ese mapa. Nadie hablaba. Íbamos muy apretados, en la caja del camión, a los tumbos. A mi lado, una mujer muy pobre, con un bebé en brazos. El bebé ardía de fiebre, se quejaba. Ella sólo dijo que precisaba un médico, que en alguna parte tenía que haber un médico. Y por fin llegamos a alguna parte, no sé cuántas horas habían pasado, hacía mucho que el bebé no se quejaba. Ayudé a que aquella mujer bajara del camión. Cuando recogí el bebé, vi que estaba muerto. El asesino que había cometido esa crueldad era todo un sistema de poder, que no iba preso ni viajaba en camiones destartalados.

J. M.: Con memorias como esa deberíamos terminar aquí. Pero el mundo sigue girando. ¿Crees que el pasado precolombino ha sobrevivido tantos años de colonización y modernización, tanto como para definir una forma latinoamericana de ser, de sentir y hasta de pensar?

E. G.: Desde hace siglos, los dioses acuden, quién sabe cómo, desde el pasado americano y desde la selva africana y desde todas partes. Muchos de esos dioses viajan con otros nombres y usan pasaportes falsos, porque sus religiones se llaman supersticiones y ellos siguen condenados a la clandestinidad.

II. Presente

J. M.: ¿Estamos presenciando el fin del capitalismo, de un paradigma basado en el consumismo y el éxito financiero, o simplemente se trata de una crisis más de la que saldrá fortalecido el mismo sistema, la misma cultura hegemónica?

E. G.: Con frecuencia recibo convites para asistir al entierro del capitalismo. Bien sabemos, sin embargo, que vivirá más de siete vidas este sistema que privatiza sus ganancias pero tiene la amabilidad de socializar sus pérdidas, y por si fuera poco nos convence de que eso es filantropía. En gran medida, el capitalismo se nutre del desprestigio de sus alternativas. La palabra socialismo, por ejemplo, ha sido vaciada de significado, por la burocracia que la usó en nombre del pueblo y por la socialdemocracia que en su nombre modernizó el look del capitalismo. Sabemos que este sistema capitalista se las está arreglando bastante bien para sobrevivir a las catástrofes que desata. No sabemos, en cambio, cuántas vidas podrá vivir su víctima principal, el planeta que habitamos, exprimido hasta la última gota. ¿Adónde nos mudaremos, cuando el planeta quede sin agua, sin tierra, sin aire? La empresa Lunar International ya está vendiendo lotes en la luna. A fines del 2008, el multimillonario ruso Roman Abramovich le regaló un terrenito a la novia.

J. M.: Quizás presume ser el primer hombre que le regala un pedazo de la Luna a una mujer, lo que viene a ser una especia de capitalismo romántico. ¿Crees que si China, por ejemplo, tuviese una economía hegemónica pronto se convertiría en un nuevo imperio, avasallante y colonialista como cualquier otro imperio?

E. G.: Si yo fuera profeta profesional, me moriría de hambre. No acierto ni en el fútbol, que de eso sí que algo sé. Todo lo que te puedo decir es lo que puedo ver: China está poniendo en práctica una exitosa combinación de dictadura política, al viejo estilo comunista, con una economía que funciona al servicio del mercado mundial capitalista. China puede proporcionar, así, baratísima mano de obra a empresas norteamericanas como Wal Mart, que prohíbe los sindicatos.

J. M.: A propósito, en el último “viernes negro”, el día del año en que en Estados Unidos las grandes cadenas de supermercados venden al costo, una avalancha de compradores no pudo esperar a que abrieran las puertas de uno de estos Wal Marts y se llevó por delante a un empleado. El hombre murió aplastado… A pesar de todo este absurdo, ¿podemos pensar que la humanidad se encuentra en un mayor estado de derechos individuales y de conciencia colectiva? ¿Qué es lo mejor de nuestro tiempo?

E. G.: En el siglo veinte, la justicia fue sacrificada en nombre de la libertad, y la libertad fue sacrificada en nombre de la justicia. Ya nuestro tiempo es el siglo veintiuno, y lo mejor que tiene es el desafío que contiene: nos invita a luchar para ayudar al reencuentro de la justicia y la libertad. Ellas quieren vivir bien pegaditas, espalda contra espalda.

J. M.: ¿Podemos comparar la aparición Internet con la revolución que produjo la imprenta en el siglo XV?

E. G.: No tengo ni idea, pero valga la ocasión para recordar que la imprenta no nació en el siglo XV. Los chinos la habían inventado dos siglos antes. En realidad, eran chinas las tres invenciones que hicieron posible el Renacimiento europeo: la imprenta, la brújula y la pólvora. No sé si ahora habrá mejorado la educación, pero antes aprendíamos una historia universal reducida a la historia de Europa. De Medio Oriente, nada o casi nada. Ni una palabra sobre China, nada sobre la India. Y del África, sólo sabíamos lo que nos enseñaba el profesor Tarzán, que nunca estuvo allí. Y del pasado americano, del mundo precolombino, alguna cosita folklórica, unas cuantas plumas de colores… y chau.

J. M.: ¿Cuál es el mayor peligro del progreso tecnológico en la comunicación?

E. G.: En la comunicación, y en todo lo demás. Las máquinas no son ningunas santas, pero no tienen la culpa de lo que nosotros hacemos con ellas. El mayor peligro está en que la computadora nos programe, como el automóvil nos maneja. Con asombrosa facilidad, nos convertimos en instrumentos de nuestros instrumentos.

J. M.: Como escritor y como lector, ¿qué tipo de lecturas te ocupan mayor tiempo hoy?

E. G.: Yo leo de todo, empezando por las paredes que acompañan mis pasos por las calles de las ciudades.

J. M.: Es la crueldad y la injusticia el mayor provocador de la literatura de Eduardo Galeano?

E. G.: No. Si así fuera, ya me hubiera enfermado de irremediable tristeza. Por suerte soy preguntón, curioso de nacimiento, y ando siempre buscando la tercera orilla del río, ese misterioso lugar donde se juntan el horror y el humor.

J. M.: ¿Por qué crees que será recordado nuestro tiempo en los siglos por venir?

E. G.: ¿Será recordado? ¿Habrá siglos por venir? Dios te oiga, y si Dios está sordo, que te oiga el Diablo.

III. Futuro

J. M.: ¿Eduardo, creés que el mundo se dirigirá a un mayor equilibrio de sus fracciones geográficas, sociales y culturales o, por el contrario, estamos condenados a repetir las mismas formas de lo que hoy consideramos violencia física y moral?

E. G.: Condenados, no estamos. El destino es un desafío, aunque a primera vista parezca una maldición.

J. M.: ¿Una mejora de nuestro presente radica mayormente en la profundización de los valores humanistas de la tradición europea o en una revalorización de un origen perdido en los pueblos “periféricos”?

E. G.: La tradición europea no alcanza. Los americanos somos hijos de muchas madres. Europa sí, pero hay también otras madres. Y no sólo los americanos. Los humanitos todos, el mundo entero es mucho más que lo que cree ser. Pero el arcoiris terrestre no brillará, en todo su lucerío, mientras siga mutilado por el racismo, el machismo, el militarismo, el elitismo y todos esos ismos que nos niegan la plenitud de nuestra diversidad. Y dicho sea de paso, no viene mal aclarar que los valores humanistas de la tradición europea se desarrollaron mientras Europa exterminaba indios en América y vendía carne humana en África. John Locke, el filósofo de la libertad, era accionista de una empresa negrera.

J. M.: Sí, algo así como las democracias imperiales, desde la antigua Atenas hasta Estados Unidos. ¿Pero quiere decir eso que la historia se repite siempre?

E. G.: Ella no quiere repetirse, eso no le gusta ni un poquito, pero muy frecuentemente nosotros la obligamos. Por ponerte un ejemplo muy actual, hay partidos que llegan al gobierno prometiendo un programa de izquierda, y terminan repitiendo lo que la derecha hacía. ¿Por qué no dejan que la derecha lo siga haciendo, ya que tiene experiencia? Se aburre la historia, y se desprestigia la democracia, cuando se nos invita a elegir entre lo mismo y lo mismo.

J. M.: ¿Qué rol cumplen hoy en la sociedad los intelectuales “no orgánicos”? ¿Siguen siendo, al menos en una minoría, una fuerza crítica y provocadora?

E. G.: Yo creo que escribir no es una pasión inútil. Pero esa generalización, “los intelectuales”, orgánicos o no orgánicos, no se parece mucho al mundo real. Hay de todo en la viña del Señor. En mi caso, te puedo decir que trabajo con palabras, que soy un inútil total y eso es lo único que me sale más o menos bien, y que me consta, por experiencia propia y ajena, que el acto de la lectura es una secreta, y a veces fecunda, ceremonia de comunión. Quien lee algo que de veras vale la pena, no lee impunemente. Leer un libro de esos que respiran cuando te los ponés al oído, no te deja intocado: te cambia, aunque sea un poquitito, te incorpora algo, algo que no sabías o no imaginabas, y te invita a buscar, a preguntar. Y más, todavía: a veces hasta te puede ayudar a descubrir el verdadero significado de las palabras traicionadas por el diccionario de nuestro tiempo. ¿Qué más puede querer una conciencia crítica?

J. M.: Pero los escritores contemporáneos tienden a evitar esa palabra, “intelectuales” ¿Por qué?

E. G.: Te contesto por mí, no en nombre de “los escritores”, que también son una generalización dudosa. Yo escribo queriendo decir y decirme en un lenguajesentipensante, certera palabra que me enseñaron los pescadores de la costa colombiana del mar Caribe. Y por eso, justo por eso, no me gusta nada que me llamen intelectual. Siento que así me convierten en una cabeza sin cuerpo, situación por demás incómoda, y que me están divorciando la razón de la emoción. Se supone que intelectual es el capaz de entender, pero yo prefiero al capaz de comprender. Culto no es quien acumula más conocimientos, porque entonces no habrá nadie más culto que una computadora. Culto es quien sabe escuchar, escuchar a los demás y escuchar las mil y una voces de la naturaleza de la que formamos parte. Para decir, escucho. Escribo en un viaje de ida y vuelta, recojo palabras que devuelvo, dichas a mi modo y manera, al mundo de donde vienen.

J. M.: A propósito, ¿cuál es tu técnica narrativa, es decir, tus hábitos y conductas de escritura?

E. G.: No tengo horarios. No me obligo. En Santiago de Cuba, un viejo tamborero, que tocaba como los dioses, me lo enseñó: “Yo toco -me dijo- cuando me pica la mano”. Y yo le hago caso. Si no me pica, no escribo. Nunca he firmado un contrato que me ponga plazos para entregar un libro. En la literatura, como en el fútbol, cuando el placer se convierte en deber, pasa a ser algo bastante parecido al trabajo esclavo. Los libros me escriben, crecen dentro de mí, y cada noche me duermo dándoles las gracias, porque me permiten creer que el autor soy yo. Y dicho esto te aclaro que escribo muchas veces cada página, que tacho, suprimo, reescribo, rompo, vuelvo a empezar, y todo eso es parte de la alta alegría de sentir que lo que digo se parece, y a veces se parece mucho, a lo que mis páginas quieren decir.

J. M.: Tus libros después de las dictaduras militares de Uruguay y Argentina, después del exilio, cambian de estilo. O quizás profundizan una característica: tu mirada sigue siendo la del rebelde inconformista, pero tu voz se vuelve más lírica. Si mal no recuerdo, fue Jean-Paul Sartre que dijo que la técnica de un escritor remite a su concepción del mundo. ¿Cómo definirías tu etilo? ¿Refleja tu percepción del mundo o, quizás, tus aspiraciones sobre él o el estilo es algo accidental, una forma de hacer las cosas que proviene de una historia de la estética, de una influencia de la adolescencia?

E. G.: Mi estilo es el resultado de muchos años de escribir y borrar. Juan Rulfo me lo decía, mostrándome un lápiz de aquellos que ahora ya casi ni se ven: “Yo escribo con el grafo de adelante, pero más escribo con la parte de atrás, donde está la goma”. Eso hago, o intento hacer. Intento decir cada vez más con menos.

J. M.: Un elemento común de la literatura del compromiso, de las utopías revolucionarias hasta los setenta, de los años previos a las dictaduras en América del Sur, parece ser la alegría. Como ejemplo ilustrativo podríamos hacer una exposición de fotografías de los rostros adustos de los Pinochet, por un lado, y de los rostros sonrientes de los Che Guevara por el otro. ¿Existe una conexión entre la “estética de la tristeza” de la literatura del siglo XX y las fuerzas conservadoras de la sociedad? ¿En qué medida es subversiva la alegría, el epicureísmo del que hablaba Américo Vespucio refiriéndose a cierta imagen de los nativos americanos?

E. G.: Vuelvo a la costa colombiana, y te cuento que allá el peor insulto es amargao.Nada más grave te pueden decir. Y no les falta razón, porque al fin y al cabo, no hay nada en el mundo que no merezca ser reído. Si la literatura de denuncia no es, al mismo tiempo, una literatura de la celebración, se aleja de la vida viva y duerme a sus lectores. Se supone que sus lectores deben arder de indignación, pero ellos se caen de sueño. Con frecuencia ocurre que la literatura que dice dirigirse al pueblo, sólo se dirige a los convencidos. Sin riesgo ninguno, se parece más a la masturbación que al acto del amor, aunque según me han dicho el acto del amor es mejor, porque se conoce gente. La contradicción mueve la historia, y la literatura que de veras estimula la energía de cambio nos ayuda a adivinar los soles secretos que cada noche esconde, esa humana hazaña de reír contra toda evidencia. La herencia hebreo-cristiana, que tanto elogia el dolor, no ayuda mucho. Si no recuerdo mal, en toda la Biblia no suena ni una risa. El mundo es un valle de lágrimas, los que más sufren son los elegidos que suben al Cielo.

J. M.: ¿Cómo imaginás el mundo dentro de cincuenta años?

E. G.: Con la edad que tengo, me imagino que dentro de cincuenta años ya no estaré. Como ves, tengo una imaginación prodigiosa.

J. M.: Alguna vez Onetti dijo que él escribía para sí mismo. ¿Galeano escribiría si tuviese la poca fortuna de ser el único sobreviviente de una catástrofe mundial?

E. G.: ¿El único sobreviviente? Uy! Me moriría de aburrimiento. Quizá escribiría igual, porque tengo el vicio, pero escribir para nadie es peor que bailar con la hermana. Onetti se enojó conmigo cuando una noche cometí una juvenil insolencia. Él me dijo eso, que él escribía para él, y yo le propuse llevarle al Correo esas cartas para Juan Carlos Onetti, calle Gonzalo Ramírez, Montevideo, etc., etc. Él se cabreó. Se cabreó porque mentía, y bien lo sabía. Quien publica lo que escribe, escribe para los demás.

J. M.: ¿Qué harías diferente si tuvieses la experiencia y la oportunidad de hacerlo de nuevo? ¿De qué se arrepiente Eduardo Galeano hoy?

E. G.: No me arrepiento de nada. Yo también soy la suma de todas mis metidas de pata.

Noviembre 2008

La ventana (Cuba)

Pagina/12 (Argentina)

Panamá América (Panamá)

La República (Uruguay)

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INQUIRIES ON PARADIGM

Interview with Eduardo Galeano

By Dr. Jorge Majfud

Tranlated by Dr. Bruce Campbell

I. Past

II. Presente

III. Future

I. Past

Jorge Majfud: A humanist vision considers history to be a human product, which is to say, a product of the freedom of its individuals and the diverse groups that have enacted it and interpreted it. An anti-humanist vision asserts that, on the contrary, those individuals and those groups are the result of history itself, and their freedom is an illusion. If you will permit me an artificial restriction within this possible spectrum, where do you situate yourself?

Eduardo Galeano: Based on what I have experienced in my life, I have the impression that we make the history that makes us. When the history that we make comes out crooked, or is usurped by the few among us who rule, we blame it on history.

J. M.: In this view there is no room for materialist determinism or for any kind of religious fatalism…

E. G.: Fatalisms are comforting, they allow you to sleep soundly, fate is inscribed in the stars, history moves along by itself, don’t be bitter, one must either accept it or accept it. Fatalisms lie, because if life is not an adventure in freedom, someone should come and explain to me whether living is worth the trouble. But notice: the enlightened ones lie also, the select few who are attributed the power to change reality by touching it with their magic wand: and if reality does not obey me, it doesn’t deserve me.

J. M.: If the time of modern revolutions, that is, of abrupt and violent revolutions has passed, is it progression or resistance that is the better alternative in our times?

E. G.: Who knows how many worlds there are in the world, and how many times there are in time. History walks with our feet, but sometimes it walks very slowly, and sometimes it seems motionless. At any rate, when the changes come from below, from down in the depths, sooner or later they find their way, at their own pace. From below, I mean, from the foot, like in the Zitarrosa song. The only things made from above are wells.

J. M.: Your latest book Espejos (Mirrors) represents an effort that is both creative and archeological and covers a vast geographic and temporal space. Which periods of history do you believe would win first prize for cruelty and injustice?

E. G.: There are too many favorites in that championship.

J. M.: Okay, more to the point, could you sum up cruelty in an image, in a situation that you have experienced?

E. G.: It happened to me years ago, in a truck that was crossing the upper Paraná. Except for me, everyone was from that area. Nobody spoke. We were packed closely together, in the bed of the truck, bouncing around. Next to me, a very poor woman, with a baby in her arms. The baby was burning up with fever, crying. The woman just said that she needed a doctor, that somewhere there had to be a doctor. And finally we arrived somewhere, I don’t know how many hours had gone by, the baby hadn’t cried for a long time. I helped that woman get down off the truck. When I picked up the baby, I saw that it was dead. The killer who had committed this cruelty was an entire system of power, and was neither in prison nor travelling around on rickety old trucks.

J. M.: With memories like that one we should stop here. But the world keeps turning. Do you believe that the pre-Colombian past has survived so many years of colonization and modernization, enough to define a Latin American way of being, of feeling, and even of thinking?

E. G.: For centuries, the gods have come, who knows how, from the American past and from the African jungle and from everywhere. Many of those gods travel with other names and use fake passports, because their religions are called superstitions and they continue to be condemned to the underground.

II. Present

J. M.: Are we witnessing the end of capitalism, of a paradigm based on consumerism and financial success, or is this simply one more crisis which will end up strengthening the system itself, the same hegemonic culture?

E. G.: I frequently receive invitations to attend the burial of capitalism. We know quite well, however, that this system – which privatizes its profits but kindly socializes its losses, and as if that weren’t enough convinces us that that is philanthropy – will live more than seven lives. To a great degree, capitalism feeds off of the discrediting of its alternatives. The word socialism, for example, has been emptied of meaning, by the bureaucracy that used it in the name of the people and by the social democracy that in its name modernized capitalism’s look. We know that this capitalist system is managing quite well to survive the catastrophes that it unleashes. We don’t know, on the other hand, how many lives its main victim – the planet we inhabit, squeezed to the last drop – will be able to live. Where will we move, when the planet is left without water, without land, without air? The company Lunar International is already selling plots of land on the moon. At the end of 2008, the Russian multimillionaire Roman Abramovich made a gift of a little plot to his fiancee.

J. M.: Perhaps he intends to be the first man to give a piece of the moon to his wife, which turns out to be a kind of romantic capitalism. Do you believe that if China, for example, had a hegemonic economy it would quickly become a new empire, colonialist and dominating like any other empire?

E. G.: If I were a professional prophet, I would die of hunger. I’m not even right in soccer, and that is something I know something about. All I can say to you is what I can see: China is putting into practice a successful combination of political dictatorship, in the old communist style, with an economy that functions at the service of the capitalist world market. China can thus provide an extremely cheap workforce to U.S. enterprises like Wal Mart, which bans unions.

J. M.: Speaking of which, on the most recent “black Friday,” the one day of the year that the large retail chains in the U.S. sell at cost, an avalanche of shoppers couldn’t wait for the doors to be opened at one of those Wal Marts and it ran over an employee. The man was crushed to death… Despite all of this absurdity, can we think that humanity finds itself in an improved state of individual rights and of collective conscience? What is best about our times?

E. G.: In the 20th century, justice was sacrificed in the name of freedom, and freedom was sacrificed in the name of justice. Our time is now the 21st century, and the best it has to offer is the challenge it presents: it invites us to fight to assist the reunion of freedom and justice. They want to live real close to each other, back to back.

J. M.: Can we compare the appearance of the Internet with the revolution produced by the printing press in the 15th century?

E. G.: I have no idea, but it is important to remember that the printing press was not born in the 15th century. The Chinese had invented it two centuries earlier. In reality, the three inventions that made the Renaissance possible were all Chinese inventions: the printing press, the compass, and gunpowder. I don’t know if today education has improved, but before we used to learn a universal history reduced to the history of Europe. From the Middle East, nothing or almost nothing. Not a word about China, nothing about India. And about Africa, we only knew what professor Tarzan taught us, and he was never there. And about the American past, about the pre-Colombian world, some little folkoric thing, a few colored feathers… and ciao.

J. M.: What is the greatest danger of technological progress in communication?

E. G.: In communication, and in everything else. Machines are no saints, but they are not to blame for what we do with them. The greatest danger lies in the possibility that the computer can program us, just like the automobile drives us. With frightening ease, we become instruments of our instruments.

J. M.: As a writer and as a reader, what kind of reading occupies most of your time these days?

E. G.: I read everything, starting with the walls that accompany my steps through the streets of the cities.

J. M.: Are cruelty and injustice the greatest provocations for the literature of Eduardo Galeano?

E. G.: No. If that were the case, I would have already fallen ill from unmitigated sadness. Luckily I am a busybody, curious by birth, and I am always seeking out the third bank of the river, that mysterious place where humor and horror meet.

J. M.: Why do you think our times will be remembered in the centuries to come?

E. G.: Will be remembered? Will there be centuries to come? May God hear you, and if God is deaf, may the Devil hear you.

III. Futuro

J. M.: Eduardo, do you believe the world will move in the direction of a greater balance of its geographical, social and cultural divisions or, on the contrary, are we condemned to repeat the same forms of what we today consider physical and moral violence?

E. G.: Condemned, we are not. Fate is a challenge, although at first sight it might appear to be a curse.

J. M.: Does an improvement of our present lie mainly in the deepening of humanist values from the European tradition, or in a revaluation of a lost origin in the “peripheral” nations?

E. G.: The European tradition is not enough. We Americans are the children of many mothers. Europe yes, but there are also other mothers. And not only the Americans. All the little humans, everybody is much more than what they believe they are. But the earthly rainbow will not shine, in all its brilliance, as long is it continues to be mutilated by racism, machismo, militarism, elitism and all those isms that deny us the fullness of our diversity.  And by the way, it is fitting to clarify that the humanist values of the European tradition were developed while Europe was exterminating indigenous people in the Americas and selling human flesh in Africa. John Locke, the philosopher of freedom, was a shareholder in a slave-trading enterprise.

J. M.: Yes, somewhat like the imperial democracies, from ancient Athens to the United States. But does that mean that history always repeats itself?

E. G.: She doesn’t want to repeat herself, she doesn’t like that one bit, but very often we oblige her to. To give you a very current example, there are parties who come into the government promising a program of the left, and they wind up repeating what the right wing did. Why don’t they let the right continue doing it, since they have the experience? History grows bored, and democracy is discredited, when we are invited to choose between one and the same.

J. M.: What role do “non-organic” intellectuals fulfill in society today? Do they continue to be, at least a few of them, a critical and provocative force?

E. G.: I believe that writing is not a useless passion. But that generalization, “intellectuals,” organico or non-organic, doesn’t look much like the real world. It takes all kinds to make the world. In my case, I can tell you that I work with words, that I am totally useless otherwise, and that is the only thing that I do more or less well, and that it seems to me, based on my own and other’s experience, that the act of reading is a secret, and sometimes fertile, ceremony of communion. Anyone who reads something that is really worth the trouble, does not read with impunity. Reading one of those books that breathe when you put them to your ear, does not leave you untouched: it changes you, even if only a little bit, it integrates something to you, something that you did not know or had not imagined, and it invites you to seek, to ask questions. And more, still: sometimes it can even help you to discover the true meaning of words betrayed by the dictionary of our times. What more could a critical consciousness want?

J. M.: But contemporary writers tend to avoid that word, “intellectuals.” Why?

E. G.: I will answer for myself, not in the name of “writers,” which is also a dubious generalization. I write wanting to speak and express myself in a language that issentipensante (feeling-thinking), a very precise word taught to me by fishermen of the Colombian coast of the Caribean sea.  And for that reason, precisely for that reason, I don’t like at all to be called an intellectual. I feel like I am thereby turned into a bodiless head, which is also an uncomfortable situation, and that my reason and emotion are being divorced from one another. One supposes that an intellectual is someone capable of knowing, but I prefer someone capable of comprehending. A cultured person is not someone who accumulates more knowledge, because then there will be nobody more cultured than a computer. A cultured person is someone who knows how to listen, to listen to others and listen to the thousand and one voices of the natural world of which we are a part. In order to speak, I listen. I write on a round-trip journey, I pick up words that I return, stated in my method and manner, to the world from which they come.

J. M.: Speaking of which, what is your narrative technique, that is, your writing habits and behaviors?

E. G.: I have no schedules. I don’t make myself write. In Santiago, Cuba, an old drummer, who played like the gods, taught me: “I play” – he told me – “when my hand itches.” And I paid attention. If I don’t itch, I don’t write. In literature, like in soccer, when the pleasure turns into duty, it becomes

something pretty similar to slave labor. The books write me, they grow inside of me, and every night I fall asleep thanking them, because they allow me to believe that I am the author. And having said this I will point out to you that I write each page many times, that I scratch out, I suppress, I re-write, I tear up, I start over again, and all that is part of the great happiness of feeling that what I say is similar to, and sometimes very similar to, what my pages want to say.

J. M.: Your books after the military dictatorships in Uruguay and Argentina, after exile, are different in style. Or perhaps they deepen one characteristic: your gaze continues being that of a non-conformist rebel, but your voice becomes more lyrical. If I remember correctly, it was Jean-Paul Sartre who said that a writer’s technique transmits his conception of the world. How would you define your style? Does it reflect your perception of the world or, perhaps, your aspirations about it, or is style something accidental, a form of doing things that comes from a history of aesthetics, from an influence of the adolescent years?

E. G.: My style is the result of many years of writing and erasing. Juan Rulfo used to tell me, showing me one of those pencils that you now almost never see: “I write with the graphite in the front, but I write more with the back part, where the eraser is.” That is what I do, or I try to do. I try to always say more with less.

J. M.: One common element of committed literature, of the revolutionary utopias up until the seventies, from the years prior to the dictatorships in South America, seems to be happiness. As an example to illustrate this we could make an exhibit of photographs of the severe faces of the Pinochets, on one side, and of the smiling faces of the Che Guevaras on the other. Does a connection exist between the “aesthetics of sadness” of the literature of the 20th century and society’s conservative forces? In what degree is happiness, the Epicureanism of which Amerigo Vespucci spoke with reference to a certain image of native Americans, subersive?

E. G.: I will return to the Colombian coast, and I will tell you that there, the worst insult is amargao (a bitter person). Nothing worse can be said to you. And not without reason, because at the end of the day, there is nothing in the world that doesn’t deserve to be laughed at. If the literature of denunciation is not, at the same time, a literature of celebration, it distances itself from life as lived and puts its readers to sleep. Its readers are supposed to burn with indignation, but they are nodding off instead. It frequently occurs that the literature that claims to speak to the people, only speaks to those who are already persuaded. Without taking any risks, it seems more like masturbation than the act of love, even though according to what I have been told the act of love is better, because one gets to know people. Contradiction moves history, and the literature that truly stimulates the energy of social change helps us to find the secret suns that every night conceals, that human feat of laughing in the face of the evidence. The Judeo-Christian heritage, which so praises pain, does not help much. If I remember correctly, in the entire Bible not a single laugh is heard. The world is a vale of tears, the ones who suffer the most are the chosen ones who ascend to Heaven.

J. M.: How do you imagine the world in fifty years?

E. G.: At my age, I imagine that in fifty years I will no longer be here. As you can see, I have a prodigious imagination.

J. M.: Onetti once said that he wrote for himself. Would Galeano write if he had the bad fortune to be the sole survivor of a world-wide catastrophe?

E. G.: The sole survivor? Uy! I would die of boredom. Perhaps I would write anyway, because I have the vice, but writing for nobody is worse than dancing with your own sister. Onetti got mad at me one night when I committed a juvenile insolence. He told me that, that he wrote for himself, and I proposed to carry to the Post Office for him those letters for Juan Carlos Onetti, Gonzalo Ramírez Street, Montevideo, etc., etc. He got pissed off. He got pissed off because he was lying, and he knew it quite well. Anyone who publishes what they write, writes for others.

J. M.: What would you do differently if you had the experience and opportunity to do it all over again? What does Eduardo Galeano regret?

E. G.: I have no regrets. I am also the sum of all the times I put my foot in my mouth.

Translated by Dr. Bruce Campbell

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January 2009

Pi i Margall y la voluntad de síntesis del krausismo

Drawing of Francisco Pi y Margall, Spanish sta...

Image via Wikipedia

Pi i Margall y la voluntad de síntesis del krausismo

ÍNDICE:

INTRODUCCIóN

LA GENERACIóN EN DISPUTA

RAZóN, CONCIENCIA Y LIBERTAD

LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

LA FATALIDAD DE LA HISTORIA Y LA VIOLENCIA DE SU NEGACIóN

EL CUESTIONAMIENTO DE LA TRADICIóN

EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD

EL PROGRESO DE LA HISTORIA Y LOS CAMBIOS DE PARADIGMAS

FUNDAMENTO COSMOLóGICO: EL PANTEíSMO

BIBLIOGRAFíA

CONCLUSIONES

“Es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales”

Nicolás Salmerón, Obras de don Nicolás Salmerón, 1881.

“Caudillo de España por la gracia de Dios”

Leyenda en las monedas con la imagen de Francisco Franco, 1957.

1. INTRODUCCIóN

De la misma forma que las ideas de Karl Christian Krause —progresión de la historia, surgimiento del pueblo, sentido “metafísico” del destino humano, etc.— están en consonancia con las ideas emergentes a mediados del siglo XVIII, de igual forma el krausismo español también es el resultado de esta tradición filosófica y de un contexto social concreto. Esto último implica un siglo de inestabilidad, de reclamos y de reacciones, de una lucha entre monárquicos y republicanos, entre católicos y liberales, entre conservadores y revolucionarios. Un libro resume este estado de la sociedad, aunque desde una perspectiva radical: La reacción y la revolución, de Francisco Pi i Margall. Publicado en 1854, en medio de las convulsiones políticas que describe y anuncia, tendrá su antítesis teórica casi ochenta años más tarde, en La rebelión de las masa (1930) escrito por otro liberal. La reacción y la revolución resume la actitud cultural e ideológica de la Modernidad, radicalmente rechazada por Ortega y Gasset. Para Pi, la revolución no es el elemento generador de la violencia; es la expresión natural de la dinámica de la historia en progreso. Su tesis central es muy simple: “la revolución es la paz y la reacción la guerra”. La cual no sólo refleja una idea sino una actitud, del todo moderna: la provocativa resemantización —ética e ideológica— de las palabras, sobre todo de aquellas que se han instaurado como mitos sociales por una tradición que se pretende cuestionar.

Si recurrimos a la fórmula más célebre de la historia de la filosofía surgida, precisamente, de la pluma de Hegel, podemos identificar aquí a la monarquía y a los conservadores españoles con (x) la tesis a la cual revolucionarios liberales como Pi i Margall se opondrán invirtiendo los significados de “revolución” y “reacción”: (y) laantítesis. Situados en este contexto, podemos ver al movimiento krausista no tanto como una corriente “revolucionaria” sino todo lo contrario: el krausismo español representó la voluntad de (z) síntesis, no sólo como propuesta teórica, sino también como necesidad práctica, es decir, política: la (S) reforma antes que la (At) revolucióny después de la (T) reacción.

En el presente ensayo, procuraremos, por un lado, (I) verificar esta fórmula sintética (T + At = S) a través del análisis de las síntesis propias de cada uno de los términos (T, At y S) en un orden cronológico concreto. Es decir, no partiremos delanálisis inductivo sino, a la inversa, de la síntesis —de la hipótesis— para identificar las partes. Por el otro, (II) veremos dos lecturas opuestas: una, predominantemente fatalista y con ambas cuotas de materialismo e idealismo, en el caso de Pi i Margall; la otra que toma los elementos supraestructurales (culturales y metafísicos) como punto de partida de la dinámica social e histórica, en el caso del krausismo.

2. LA GENERACIóN EN DISPUTA

Casi todos los intelectuales españoles en el siglo XIX —si no todos— entendían que la inexistencia de un pensamiento maduro en su país justificaba la importación de un pensamiento “europeo” o, por lo menos, de ideas y modelos que se imponían en Francia y Alemania o la vuelta radical a una tradición idealizada. Sanz del Rio entendía que en España no había pensamiento y uno de sus detractores, Menéndez Pelayo, sólo coincidía en la descalificación: “en España hemos sido krausistas por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza intelectual de Sanz del Rio”. Para Menéndez Pelayo, Sanz del Rio no era más que un charlatán, pero el resto de la sociedad no era mejor: “Sólo aquí —se lamentaba— donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos”. “En estudiar nadie pensaba… La enseñanza era pura farsa, un convenio tácito entre maestros y discípulos, fundado en la mutua ignorancia […] Olvidadas las ciencias experimentales, aprendíase física sin ver una máquina”. De algo parecido se quejaba Pi i Margall, al tiempo que se justificaba por el uso de un lenguaje con excesos de exabruptos: “Pero me extralimito sin sentirlo. El triste estado de la ciencia en España me obliga, tanto como la ignorancia de muchos revolucionarios, a usar este lenguaje […] No hay entre nosotros escuela, no hay crítica, no hay lucha”. En su libro La reacción y la revolución (1854) se propuso “despertar […] una nueva creencia, y más aún que una creencia, una actividad filosófica de que por desgracia carecemos en España”. Antonio Heredia Soriano, en El krausismo español (1975) hace su propia colección de expresiones de malestar sobre el estado del pensamiento y la cultura en España en esta época: Juan Valera, M. J. Narganes, Donoso Cortés, Balmes, López de Uribe, Borrego, Gil de Zárate, Francisco de Paula Canalejas, Manuel de la Revilla, Menéndez Pelayo, cada uno desde su perspectiva ideológica particular coincidía en el mismo pesimismo. Según Heredia, la crisis de 1833 —desencadenada por la muerte de Fernando VII— sólo deja paso a dos novedades: la democracia y el krausismo. La primera promovida por la izquierda como una idea del todo revolucionaria y vulgar a los ojos de sectores conservadores; la segunda como “versión original del nuevo cristianismo ilustrado”. Guillermo Fraile, en Historia de la filosofía española desde la Ilustración (Madrid, 1972) coincide con esta percepción y hace su propia lista de “decepcionados”, incluyendo a Pi i Margall, a Juan Valera, María Fabié, Laureano Figuerola, Francisco de Paula Canalejas, etc.

No podemos decir que Francisco Pi i Margall fuera un autor original, porque, como casi todos, estaba precedido por las novedades políticas e intelectuales que habían tenido lugar en el resto de Europa unas décadas antes. Aunque por entonces Hegel comenzaba a ser cuestionado y sus fervientes seguidores ya no eran fervientes, Pi i Margall sostuvo un principio básico de su dialéctica histórica: “¿Concebios algo? Vemos primero su tesis, su lado positivo; más tarde su antítesis, su lado negativo, y sólo después de otro tiempo dado su síntesis; síntesis que da a su vez lugar  a otra afirmación y a otra negación; et sic de cœteris”. La misma dialéctica de inversión vuelve a usar para contestar a sus adversarios, con geométrica claridad: “Nuestro pueblo, es cierto, se ha insurreccionado cien veces en lo que va del siglo; mas se ha insurreccionado, examinadlo bien, por falta de libertad, no por la libertad de que ha gozado” Y poco más adelante concluye: “El pueblo cuanto más rudo es menos libre […] pero observad, en cambio, que la libertad, proclamada por la revolución, tiende principalmente a contrarrestar los efectos de la rudeza en ese mismo pueblo”. Esta observación lleva implícita la idea de la libertad como condición necesaria para una reformulación de la educación social; el krausismo insistirá en un proceso inverso: la educación precede al cambio, a la superación y, por ende, precede a la libertad. En este sentido, si el pensamiento de Pi era materialista —en el sentido marxista de la palabra—, el pensamiento krausista procedía de forma inversa.

Muchas de las ideas de Pi i Margall coinciden en temas, en forma y en formulaciones con aquellas que caracterizaron el pensamiento krausista en España.La reacción y la revolución, de 1854, contiene ya gran parte de las ideas políticas, sociales y teológicas que formularía Sanz del Rio en Cuestión de la filosofía novísima(1856), Discurso pronunciado en la Universidad Central (1857) y en Ideal de la Humanidad para la vida (1860). No obstante, no encontramos pruebas contundentes para sugerir siquiera que Sanz del Rio había leído con interés La reacción y la revolución. Por el contrario, un silencio casi hermético —y por ello significativo— cubre el nombre de Pi i Margall en los escritos de Sanz del Rio, hecho que no deja de ser desconcertante cuando el destino juntó a Pi y Salmerón en el fracaso de la I República, cuando escritores fuertemente influenciados por el krausismo, como Pérez Galdós, se refirieron a Pi como político y como filósofo. Pío Baroja comparó a Pi i Margall con uno de los más conocidos krausistas, lo que revela una coincidencia de contextos e ideales: “Pi i Margall no se parecía en nada a Salmerón. No era como éste, retórico y palabrero”. Pero esta escasez de referencias directas sólo confirma la idea de Ortega y Gasset sobre las generaciones, según la cual en un mismo espacio y en un mismo tiempo vital, una generación comparte creencias, ideas y esperanzas que permean cada uno de sus individuos. El propio Pi i Margall lo había dicho mucho antes con diferentes palabras: “hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre”.

Sin embargo, krausistas, revolucionarios y liberales comparten un origen en común: el pensamiento alemán de principios del siglo XIX. Al igual que Sanz del Rio, Pi i Margall se enfrentó con la aparente paradoja de (a) la historia como un proceso progresivo e inevitable y (b) la libertad humana como consecuencia de su razón. Con este propósito, dedicará el subtítulo: “Teoría de la libertad y la fatalidad, explicada por la historia general y la contemporánea española”. Al igual que los krausistas que le seguirán a La reacción y la revolución,  las preocupaciones teológicas también lo ocuparon, como fundamento insoslayable de sus convicciones sobre la historia y la humanidad: el panteísmo —panenteísmo en Sanz del Rio, una reformulación más compleja de la primera—, como respuesta al dogma católico que había perdido su destino histórico de universalidad para identificarse con un dogma estático y nacionalista.

La actitud dialéctica del joven Pi i Margall —en 1854 tenía treinta años— se parecerá mucho al “antimoralismo” que practicará Nietzsche años después: la voluntad de una antítesis radical. “Tomo la pluma para demostrar —dice, y lo repetirá varias veces a lo largo de su primer libro—  que la revolución es la paz y la reacción la guerra”. Si sus argumentos no son lógicos para probar su antítesis, al menos resultan suficientes o convincentes para inquietar la tesis conservadora, instalada en la sociedad y en la historia española. Como ejemplo puntual, se refiere a su momento, entendiendo que los conflictos entre sindicatos y patrones que se les hecha en culpa a la revolución no pueden ser resueltos por la reacción.

Su tesis fundamental está basada en el principio de “progreso histórico”. Si el progreso y la evolución de las sociedades humanas, de la historia, de la especie en sí misma es inevitable, pretender detenerla implica necesariamente violencia. Por lo tanto, con violencia debe superar el obstáculo: es la revolución necesaria, la revolución permanente. Este concepto de revolución es propio de la modernidad, pero será sustituido por los krausistas por la reforma, permanente y progresiva. De esta forma, se sintetizan las ideas de “progreso necesario” y de “instinto de conservación” —por entonces en dramático conflicto— en el concepto krausista dearmonía, como medio y como fin. Al tomarse este precepto de “armonía” como constitucional del pensamiento krausista, se deberá llevarlo a los mismos ámbitos de discusión que ya había recorrido el mismo Pi i Margall: a la política, a la historia y a la metafísica —o religión, como problemática abarcadora de todas las demás.

3. RAZóN, CONCIENCIA Y LIBERTAD

Esta preocupación por la “dinámica natural” de la historia —que equivale a decir, por  “lo inevitable”, o por la “fatalidad”—, como ya dijimos, había encontrado en Pi i Margall y en los liberales de su tiempo una salida en la revolución necesaria. “La libertad —escribió—, permítaseme la expresión, es la verdadera válvula del vapor revolucionario”. Mucho antes había advertido:

[No cortaremos el paso al progreso de la historia] cuando, adquirida ya por nuestra razón la completa conciencia de sus propias leyes [y] verificada la grande ecuación entre la libertad individual y la fatalidad de las cosas sociales, la humanidad puede dirigirse sin vacilar al cumplimiento de su objetivo.

Julián Sanz del Rio parece haber estado de acuerdo con esta idea, cuando en los mismos tiempos de la revolución de 1854 escribió, en su diario personal: “¡Oh, julio de 1854! Has de ser una Restauración liberal pura para liberarte de tus excesos”.

Una vez establecida la libertad como paradigma —como motor del proceso dialéctico de la historia y como objetivo de la humanidad en sí misma—, las consecuencias políticas son inevitables: “Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego”. Y más adelante: “Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica”.

Ahora, este concepto nos lleva a un problema clásico que no fue resuelto en la larga historia de ideologías activistas del siglo XX, ni por su pensamiento filosófico: ¿de qué tipo de libertad estamos hablando? En primer lugar, de la libertad individual. Bien. No obstante, la persecución de esta libertad implicaba un “desequilibrio” social. Es decir, no es suficiente establecer que la libertad —el derecho— de uno termina donde comienza la libertad del otro, porque esto no sólo es tautológico sino que no define dónde está marcado ese límite. De hecho, esas fronteras suelen ser arbitrarias y dependen del poder de cada uno para extender o contraer el área de su propia libertad. Si esta libertad no está basada únicamente en el derecho que establece la igualdad de todo individuo ante la ley sino que, además —y quizás sobre todo— está basada en otro derecho, el de la propiedad, rápidamente tenderemos una desigualdad de “libertades”. ¿Es igualmente libre el que ordena que el que obedece? ¿Es igualmente libre el que vende su mano de obra que aquel que puede comprarla? ¿Es igualmente libre el que debe que el acreedor? Etcétera.

Esta contradicción se prendió resolver con otra contradicción, no menos paradójica. Durante casi todo el siglo XX, muchos intelectuales —Jean-Paul Sartre, por citar uno— creyeron afirmar la libertad individual, de una forma radical, proponiendo un Estado omnipresente que pusiera a salvo a la sociedad de relaciones feudales de poder, basadas en el siglo XX ya no en la posesión de la tierra sino en la posesión del capital, de los medios de producción (materiales) y de reproducción (ideológicos). Cien años antes Pi i Margall entendía lo contrario, aunque no contestaba a los críticos revolucionarios y progresistas sino a sus opuestos, los conservadores: “Se espera generalmente mucho de gobiernos fuertes; se debe esperar muy poco. […] Todo poder, he dicho, es tiranía y toda tiranía engendra pobreza”.

Claro que las prácticas y experimentos radicales de algunos absolutismos del siglo XX nacieron en el siglo anterior, en el siglo de las utopías. A este efecto, Pi i Margall pone como ejemplo la instauración del modelo comunista de Owens en Inglaterra, sin que esto hubiese provocado la insurrección armada. Y, de forma casi indistinta, otro experimento racialmente diferente:

Fijad ahora la vista, siquiera por un momento, en esa gran república [Estados Unidos]. Es hoy el asilo de todos los proscriptos. Cada religión levanta allí su templo […] el furierista en el falansterio, el comunista en el seno de Icaria. Nada se rechaza por utópico […] Sólo la libertad corrige allí la libertad, y ved con todo ¡qué orden! ¿qué progreso! En setenta años ha pasado aquella gran nación de tributaria a vencedora.

Este entusiasmo, claro, no deja de tener el perfil de los mismo utópicos que le precedieron. La presunción de “derechos preexistentes”, como los “derechos naturales” son, sin duda, un avance histórico. Necesarios pero no suficientes. La contradicción, el conflicto entre libertad individual y el poder social que lo limita y a veces lo restringe hasta obstruirlo —el poder del Estado o del capital— no se resuelven con la sola declaración. Pero se hace consciente al debate al formularlo de manera explícita:

¿Cómo puede ser pues el capital base y motivos de derechos que son inherentes a la calidad del hombre, que nacen en el hombre mismo? Todo hombre que tiene uso de razón es, por ser tal elector y elegible […] Puede pensar libremente, escribir libremente, enseñar libremente, hablar libremente de lo humano y lo divino, reunirse libremente […]

4. LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

El fin del último reinado absolutista de Fernando VII significó también el fin de una era. No obstante, la inercia cultural retardaba la aceptación de las nuevas ideas que hacían de otros países europeos sociedades más dinámicas y económicamente más desarrolladas. No hubo, por lo tanto, lugar a una evolución más fluida en la sociedad española de mediados de siglo, sino una lucha y tensión entre una estructura tradicionalista —y reaccionaria— y otra nueva que comenzaba a ser consciente de sus posibilidades y derechos. Pi i Margall, en 1854, resumió su momento histórico de esta forma: “Cincuenta años atrás —dicen— no existía entre nosotros esta peste abominable [de los partidos políticos]; a la voz de Dios doblaban todos los españoles la rodilla, a la del rey ceñían o desceñían sus espaldas. […] La libertad nos ha traído la discordia”. La opción revolucionaria era, por lo tanto, combatir el poder —aquí de una forma casi abstracta—: “Dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo”. Pero el poder debía ser atomizado no sólo como estrategia para su derrota, sino porque el nuevo depositario del poder era, ahora, lo que sería en el futuro uno de los problemas más difíciles de resolver: la libertad del pueblo y del individuo. “En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu”. La idea de Humanidad y, por lo tanto, de Universalidad, cala fuerte en pensadores como Pi i Margall, por un lado, y de los krausistas por el otro. Uno verá esta reinvención francesa del cristianismo primitivo (humanidad, fraternidad, universalidad) desde un punto de vista político; los otros desde una perspectiva religiosa, casi mística, aunque sin desdeñar el compromiso social sino todo lo contrario: como para los teólogos de la liberación, cien años después, la humanidad, la sociedad, es un elemento inseparable de la salvación del individuo. La virtud dejará de ser el enclaustramiento para convertirse en la acción social, en la conciencia del individuo en la sociedad y ésta en la humanidad. Pero esta unidad en la humanidad es, al mismo tiempo, el reconocimiento y el respeto a la individualidad. El humanismo y el universalismo terminan en los derechos del hombre —y, consecuentemente, más tarde en los “derechos de la mujer”—, en el reconocimiento de la igualdad de los hombres. De igual forma, nacerá la búsqueda de la identidad nacional y regional, por lo cual podemos entender el universalismo humanista (internacionalismo) y el regionalismo (nacionalismo) como dos partes de un mismo proceso, tal como lo es el colectivismo y el individualismo, aparentemente incompatibles. Ya no serán problemas matrimoniales de reyes desconocidos, los depositarios de la voluntad de Dios, sino que la identidad del pueblo recaerá en su propia cultura. Los pueblos, los países —como los nuevos individuos— reclamarán de forma creciente ser considerados en un mismo nivel de igualdad, en su misma diversidad, y esto conducirá a los conflictos por las autonomías. “Continuad empeñándoos en sujetarlas todas [las provincias de España] a un solo tipo, y dejáis en pié otro motivo de discordia. Aumentáis el antagonismo queriendo disminuirlo. Comprimís el ingenio del vuelo nacional, cuyas manifestaciones son tanto más provechosas cuánto más diversas”. Y de forma más explícita aún:

La revolución salva también estos escollos. Ama la unidad y hasta aspira a ver realizada la de la gran familia humana; mas quiere la unidad en la variedad, rechaza esa uniformidad absurda, por la que tanto reclaman los que piden la abolición de los fueros vascongados. […] Nuestra especie es una y mil las razas a que pertenecemos; una la verdad y la belleza, y mil las formas bajo que se presentan a la inteligencia y a los sentidos.

Consecuentemente, la autonomía de las regiones en España encontraba un equivalente en América en sus independencias. Al mismo tiempo que en esta independencia de naciones había una ganancia para las partes que debían unirse en un orden mayor. Pi i Margall propone alianzas con las colonias de España e incluso con Portugal (en un sistema de república federal) Advierte que los norteamericanos amenazan a la Antillas y propone convertirlas en provincias en lugar de colonias. “[Las Antillas] hoy gime bajo el arbitrario poder de codiciosos generales, y mañana viviría bajo sus propias leyes; hoy es esclava y mañana sería libre. ¿Favorecería mañana, como hoy, los intentos de la república de Washington? ¿Nos expondría como hoy a una guerra en que, a no contar con el apoyo de otras naciones, tenemos todas las posibilidades de salir vencidos?”.

Esta unidad [la de los imperios] ha concentrado casi siempre la vida en la metrópolis, ha absorbido la de las colonias, las ha muerto. Ha apagado mil focos de actividad, ha destruido mil elementos de progreso. No ha dado al vencedor ni súbitos ni aliados; no le ha dado sino esclavos, que al verle en peligro han trabajado para hundirle más pronto en el sepulcro. Ha empobrecido y degenerado a las comarcas subyugadas, ha asesinado a la nación dominadora con las mismas riquezas arrebatadas por los soldados y los sátrapas.

Incluso, Pi i Margall va más allá de lo que se podía esperar en una España marcada por la Reconquista: elogia la diversidad en tiempos de la presencia árabe en España, cuando “las más tenían convertidas su corte en morada de las ciencias y la poesía; en todas o casi en todas se desenvolvían las artes y el comercio, las instituciones políticas, la instrucción, las leyes. El genio peninsular se desarrollaba a la sazón en todo y en todas partes”.

De la tradición francesa los progresistas y liberales españoles toman las ideas; de los países anglosajones el ejemplo. La Inglaterra, la Bélgica y “la república de Washington” se erigen como los nuevos paradigmas de la libertad. Pi se quejaba de esa falta de libertad en España desde muchos puntos de vista, como por ejemplo el religioso: “Sucede poco más o menos con nuestro monarquismo lo que con nuestras creencias religiosas. No ha habido en la cámara un solo hombre que haya tenido el suficiente valor para decir: ‘No soy católico, soy protestante o judío o musulmán o ateo’”. Pero la concepción de “unidad” en los tradicionalistas no era la misma que la de los progresistas:

La unidad religiosa, han dicho todos, ¿cómo no hemos de quererla? Que la España es toda esencialmente católica ¿quién lo niega? ¡Miserables! Da vergüenza vivir en un país donde en el siglo XIX no hay aún valor para decir lo que todos los ojos ven y todos los oídos oyen. La voz de los obispos les intimida a esos hombres que se atreven a llamarse revolucionarios.

También Sanz del Rio, en El Ideal de la vida para la humanidad participa de la idea universalista de la humanidad que trasciende los límites nacionales:

las particulares y antipáticas nacionalidades, los pueblos y las Uniones de los pueblos, separados unos de otros con límite históricos y geográficos, reconozcan entonces en esta su limitación la tendencia progresiva de la humanidad a abrazar más y más en sí su personas interiores, venciendo con laboriosos ensayos un límite tras de otro”.

En este punto Sanz del Rio coincide con Pi i Margall: “En la esfera política [es posible que] en los estados existentes en Europa pueda venir en un tiempo, y mediante los mismos, una unión superior política, p. ej., un Estado y reino europeo, en que los estados nacionales sean, aunque libres en su esfera, particulares y subordinados, no definitivos, absolutos, como lo son hoy”. Y de ahí a una unión mayor, probablemente mundial. Pero el mismo Sanz da un indicio de que esta idea ya estaba en circulación en su época: “se cree que estos Estados mayores políticos anularían la soberanía interior de los pueblos y Estados, hoy absolutos […]”. Al fin y al cabo, por un lado estaban los ejemplos de los reyes (que procedían de un país y gobernaban en otros) y, por el otro, existía el ejemplo norteamericano.

5. LA FATALIDAD DE LA HISTORIA Y LA VIOLENCIA DE SU NEGACIóN

Pi i Margall reconoce que la revolución ha acabado con la paz de las generaciones anteriores. Pero, por otra parte, es un proceso inevitable. La historia posee su propio mecanismo, su propio proyecto más allá de los individuos y de los grupos sociales. “La revolución no la hemos ido a buscar; nos la han traído los sucesos, y nos la han traído porque era necesaria”. Y más adelante, formula la misma idea con otras palabras: “Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas”.

¿Por qué pues, repito, condenáis la revolución, si esta revolución es necesaria, es decir, nos viene impuesta por la fatalidad social de nuestra misma especie? ¿Por qué acusáis a la revolución de habernos traído la desunión y las luchas de partido, si estas no son sino el resultado de nuestra libertad mal dirigida?

¿Por qué España podía prolongar su reacción? Por su propio atraso que evitaba condiciones de violencia inmediatas. El joven Pi i Margall, inmerso en las convulsiones de su propio tiempo, era consciente de una tesis que será sostenida a finales del siglo XX:

Conviene, por otra parte, observar que nuestra situación no es aún desesperada como la de Inglaterra y Francia. El pauperismo existe entre nosotros; las causas que lo producen obran aquí como en aquellos países; mas, gracias a nuestro mismo atraso y a lo poco extendida que está la industria manufacturera, la miseria no ha invadido sino un corto número de clases […] La decreciente progresión de los salarios dista mucho de haber llegado a término funesto; las perturbaciones debidas a los adelantos de las máquinas no son continuas ni aún frecuentes.

Lo cual, unida esta idea a las anteriores, produce la siguiente síntesis: “La guerra social en este país, ya que no es evitable, es aplazable”.

La diferencia teórica e ideológica entre los krausistas y los progresistas como Pi, estaba en que este último sólo veía a las revoluciones como parte del mecanismo de “ajuste” de la fatalidad de la historia; los krauisitas, en cambio, concebían laprogresión de este cambio, lo cual era afirmado por su concepto central de “armonía”. Esto, llevado de un plano teológico y místico a un plano social, simplemente significa eludir la fatalidad de las crisis —presupuesto marxista— como estado normal de las sociedades (capitalistas) en evolución. Sin embargo, Pi no hace un análisis propio del cásico materialismo dialéctico, aunque no deja de considerar que un orden social (como la misma libertad del pueblo) tienen como consecuencia un orden cultural (su mayor educación, etc.) Por el contrario, el idealismo alemán se deja ver por varias aristas de su discurso: el motor de esos cambios sociales procede de una fatalidad, de un espíritu de la historia, de su propia “naturaleza”. Luego de producido estos cambios socioeconómicos, sí, seguirán los cambios en la conciencia social, en su cultura, en sus leyes, etc. El krausismo, por el contrario veía una dinámica inversa, más propia de aquella que retomará Ortega y Gaset en el mediodía de su producción filosófica: es la cultura —la filosofía, la educación, la religión—  la que define un orden social concreto. Ambos comparten, en cambio, la idea de progreso y la necesidad de impulsarlo, antes que reaccionar contra éste.

Si diferentes son los diagnósticos, diferentes serán los pronósticos y las prescripciones. Nicolás Salmerón, un cuarto de siglo más tarde, pasada la experiencia de la I República, dirá que “es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales”. Pero para evitar volver a caer nuevamente en “esa triste serie de reacciones y de revoluciones que son el patrimonio casi exclusivo de las razas latinas, obligados estáis a preparar la evolución económica y social que debe constituir el fondo de las instituciones democráticas, de la organización republicana”. Lo cual nos pone en perspectiva las ideas de su colega Pi i Margall —La reacción y la revolución como antítesis— y la pretendida síntesis formulada y expuesta por el krausismo: evolución sin revolución; reforma sin reacción. Así, leeremos en los escritos de Sanz del Rio frecuentes expresiones como “transformación gradual de las instituciones públicas”; “movimiento naturalprogresivo de la inteligencia”; “la noble y progresiva moral”; “educación libre, gradual,progresiva de la sociedad”, “la marcha progresiva de las sociedades humanas”, etc. El siguiente párrafo no deja dudas:

Así, aunque sus convicciones [las del hombre político ejemplar] puedan no concertar con la legislación dominante, no le niega la obediencia práctica; sus particulares ideas, sus planes de reforma social, política o administrativa procura manifestarlos y realizarlos por medios legítimos y conformes a la constitución y a las circunstancias históricas, cooperando desde su lugar por medios pacíficos para el cumplimiento de todo derecho y progreso en su pueblo.

6. EL CUESTIONAMIENTO DE LA TRADICIóN

Citando a Seco, en Gaceta oficial Carlista, de 1836, Casimiro Martí recuerda una percepción común para la época que hoy nos parece fantástica:

Desde que la revolución, para poner en movimiento las masas populares y hacerlas el fatal instrumento de sus designios, afectó destruir la sencilla y virtuosa ignorancia de las gentes, ignorancia saludable que les hiciera vivir contentas sin ambicionar destinos de superior jerarquía, desencadenándose cierto género de pasiones que hasta entonces tenía subyugadas […] ¡Cuánto más conveniente hubiera sido continuar bajo el pretendido oscurantismo y dejarse el pueblo conducir por la voluntad de los reyes!

No obstante, Joaquín Francisco Pacheco decía que la mitad del electorado sería para los carlistas si existiese el voto universal. Lo cual nos sugiere que el autoritarismo que caía sobre el pueblo no se debía tanto a la violencia estatal sino a una ideología social.

No habían sido puestos en duda ni la naturaleza de Dios ni la legitimidad de los reyes. La aristocracia, el clero, la plebe se reunían todavía bajo una misma bóveda para legislar sobre los intereses de los pueblos […] Los más ardientes revolucionarios no aspiraban, como los demócratas de hoy, a las libertades absolutas; los proletarios no exigían, como los de hoy, las reformas de las leyes sociales para ver aliviados sus padecimientos.

Mª Victoria Alberola Fioravanti, en La revolución de 1869 y la prensa Francesa, observa —al igual que Ortega y Gasset— que el siglo XIX es el siglo de la “opinión pública”. Los individuos se hicieron consciente de su emancipación, de las posibilidades de un pensamiento propio y, sobre todo, de sus derechos y deberes sobre la participación de la vida pública. Las “masas” descubren que pueden influir y determinar su propio destino.

¿Qué traía consigo la realización de esa nueva idea [de la revolución]? Traía consigo nada menos que la negación del derecho divino de los reyes, la entronización del principio de soberanía de los pueblos […] la decadencia del principio de autoridad, la intervención completa de los poderes públicos.

Pi i Margall promueve una conciencia diferente a la construida por la tradición eclesiástica, monárquica y feudal: “El pueblo no debe agradecer nada a nadie. El pueblo se lo merece todo a sí mismo”. Por su parte, Sanz del Rio advierte sobre la inmovilidad del dogma (religioso): la religión no debe estar “impuesta por estatutos históricos”; por el contrario, debe “poder ser examinada, rectificada, mejorada”Aquí hay un progresismo antidogmático, aunque no es más racional que declarativo. Cien años después, no obstante, circulaban en España monedas con la imagen del general Francisco Franco y una leyenda faraónica que lo coronaba: “Caudillo de España por la gracia de Dios”.

7. EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD

Como anotamos antes, una de los problemas más graves de la Modernidad ha sido la conciliación entre (1) la nueva reivindicación de la libertad individual, de los derechos del hombre, por un lado, y (2) la aparente necesidad de un Estado omnipresente que pudiera garantizar esas libertades, es decir, que pudiera evitar un regreso a un orden feudal, por el otro. Esta paradoja nunca fue resuelta —hoy en día está vigente—, pero en el siglo XIX liberales, anarquistas y socialistas aún mantienen intactas sus esperanzas de realizar la “liberación del pueblo”. Pi i Margall entiende que “hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre”. Lo cual, formulado como un “paradigma” o “zeitgeist” no implica grandes conflictos al entendimiento. Sin embargo, diferente a los pensadores krausistas, Pi también entiende que no hay progreso en el individuo, sino en la historia. Por otra parte, anota una observación que podría tomarse como una contradicción en esta relación individuo-sociedad: “Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo”. Pi recuerda una idea común de algunos reformadores de su época —entre los cuales podemos identificar luego a los krausistas— que entendían que “sólo en la soberanía individual descansa la soberanía colectiva”, pero discrepa; luego se pregunta: “admitida la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva?”.

La tesis anarquista conlleva una contradicción interna; sueña con la realización de la libertad del individuo de los otros individuos (que tradicionalmente se organizaron en instituciones de poder). Para ello promueve la eliminación de cualquier tipo de gobierno, de autoridad:

[La tradición] ha sentado sobre las ruinas de la soberanía y de la libertad de todos, las de uno, las de muchos, la de las mayorías parlamentarias, las de las mayorías populares; las sientan todavía. Su forma no ha alterado esencialmente su principio, y por esto condeno aún como tiránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno, o lo que es igual, todas las sociedades, tales como están actualmente constituidas.

Incluso, Pi i Margall declaró que al mismo sistema republicano sólo podía aceptarlo “como una forma pasajera”. Para él, una relación “justa” entre los individuos, entre los pueblos, entre las naciones no era una relación vertical —religiosa— que ordena súbditos y autoridades; una verdadera relación de “sociedad” sólo puede basarse en un pacto social, es decir, en leyes, en normas: en el derecho.  La sociedad “es en virtud de mi consentimiento”. “El derecho, por lo tanto, lo mismo que el saber, o no existe o existe dentro de mí”. Podemos entender que la autoridad no tiene existencia propia; existe porque hay una sociedad de la cual se sirve, haciéndole creer de su preexistencia y preeminencia: “La sociedad y la autoridad, es decir, la fuerza, no puede nada sino en nuestros cuerpos, sujetos, como todo organismo, a la ley de una necesidad inevitable”. En otro momento, Pi profundiza esta deconstrucción precoz de la relación del poder y del cuerpo: “El derecho de penar, simple atributo del poder, es tan místico y tan inconsistente como el poder mismo. La ciencia no lo explica, el principio de soberanía individual lo niega”. Heredero de los ilustrados, Pi confirma la vocación de “despersonalizar” las relaciones sociales de organización, representadas anteriormente por las monarquías absolutistas —“L’État, c’est moi”, según Luis XIV—: “[Pueblo,] tus demás garantías son, no las personas, sino las instituciones”. (448)

8. EL PROGRESO DE LA HISTORIA Y LOS CAMBIOS DE PARADIGMAS

Casimiro Martí entiende que el proceso que lleva a la aceptación del pensamiento krausista se debe fundamentalmente a las condiciones sociales de un momento determinado de España:

La fatiga de la guerra civil, y la endeblez de las bases teóricas del liberalismo, dan lugar a que la corriente liberal se manifieste en España con las características del eclecticismo. Las palabras claves de la vida política durante los últimos años de la lucha civil entre carlistas y liberales, y los inmediatos que la siguieron, son «coalición, conciliación, transacción», exponente no sólo de eclecticismo, sino de manifiesta ambigüedad. [El subrayado es nuestro.]

Diferente, Pi i Margall no veía tanto el contexto concreto, la particularidad dictando sus propias reglas, escribiendo su propia historia —la circunstanciaorteguiena, la contingencia sartreana—, sino una dinámica histórica, universal, con sus leyes generales y sus reclamos inevitables. El ahora antiguo aforismo era, para él, la primera ley: lo único que permanece es el cambio. Toda idea “verdaderamente social” se transforma y se depura, inevitablemente. La historia es un ser vivo que rejuvenece sin cesar. “¿La veis degenerada?  Es que toca ya al fin de una de sus evoluciones naturales. La oís protestando con poderosa voz contra viejos abusos cometidos en su nombre?  Es que ha entrado ya en otro cuadrante de su vida”. Y enseguida una observación que demuestra su conciencia de la problemática de los significados, de los propios instrumentos de definición de las ideas y, por ende, de la historia misma: “Justicia, libertad, propiedad, gobierno, ¿qué conservan ya de la significación que en otros períodos históricos tuvieron? Cada una de estas palabras encierra en sí una historia, y hoy ya son casi la antítesis de lo que en tiempos muy antiguos fueron”.

Semejante y diferente, Sanz del Rio declaraba, tres años después, en su discurso pronunciado en la Universidad Central (1857): “miramos la tradición como una fuente de enseñanzas para las generaciones presentes, no como una norma […] que deba detener la marcha progresiva de las sociedades humanas”. No desprecia la historia, pero tampoco la acepta como regla y medida. En estas palabras vemos una voluntad conciliadora y de síntesis que caracterizó al krausismo español. Voluntad que no fue patrimonio exclusivo de éstos.

Casimiro Martí observa que también “en el interior del partido democrático, la eliminación de los resabios utópicos socializantes significó la sustitución de la influencia francesa por la alemana, que se manifestó sobre todo a través de los krausistas”. Más adelante, el mismo autor confirma la idea del krausismo en su voluntad reformista (que se opone a la idea de la “revolución necesaria” como un estado permanente del progreso de la historia): “La filosofía de los krausistas españoles, en lo que toca a la realidad social y política, es portadora de una concepción racionalista, liberal (pero no individualista sino organicista), reformistas por la vía de la evolución, y sobre todo por vías de influencia pedagógica”. Según Elías Díaz —citado por Martí—, esta inclinación del krausismo es consecuente con los intereses de la burguesía española del momento, la cual no podía estar a gusto con ninguno de los extremos: el despotismo monárquico, inmovilizador de la dinámica burguesa, y el “desorden” popular basado en las reformas abruptas.

Para Elías Díaz, las principales razones de la prevalencia de la filosofía krausista en España radican en su concordancia con la concepción del mundo y los intereses de todo tipo, propios de la burguesía liberal progresista española de la segunda mitad del siglo pasado. Entre estas concordancias, Elías Díaz destaca particularmente el afán de libertad del orden político y el intento de hacer compatible esa libertad con la defensa del orden socioeconómico basado en la propiedad privada.

9. FUNDAMENTO COSMOLóGICO: EL PANTEíSMO

El discurso de Sanz del Rio es esencialmente teológico, tradicional; no por sus ideas sobre Dios, sino por su método discursivo. Cada una de las ideas, cada una de las frases, no se deducen ni se relaciona a las anteriores ni a las posteriores sino por una profesión de fe. “Nosotros, digo otra vez, no vemos esto con nuestros ojos, pero lo sentimos más cerca, en nuestro corazón […]”. Un eclecticismo metodológico se puede observar en una especie extraña de “deducción mística”, expresada en afirmaciones de este tipo:

Aquí no se supone jamás; no se afirma más de lo que se ve directa, inmediatamente, desde la primera verdad de intuición inmediata, yo, hasta la última verdad, la intuición del ser, en la cual y por la cual existe y es posible la intuición del yo. El orden de progresión es tan circunspecto, tan rigurosamente gradual, que no es posible negar el asentimiento a cada afirmación sucesiva.

A mediados del siglo XIX, el panteísmo y sus variaciones había ganado terreno entre los  intelectuales en España. Entre estos, podría incluirse krausistas como Sanz del Rio y a otros filósofos como José Álvarez Guerra (autor de una teoría panteísta, semejante a la krausista, llamada Unidad simbólica y destino del Hombre en la Tierra, o Filosofía de la Razón, Madrid, 1837), Bonosio Piferrer (autor de El Ser y la nada, 1852) y Miguel López Martínez quien, según Guillermo Fraile, también procuró “armonizar el panteísmo con el catolicismo” en su libro Armonía del mundo racional en sus tres fases: la Humanidad, La Sociedad y la Civilización (Madrid, 1851). En el caso de Sanz del Rio, Gullermo Fraile entiende que el krausismo fue sólo una excusa —la más próxima, la que se le cruzó en el camino— en la expresión de sus ideas y sentimientos religiosos: “a los efectos religiosos probablemente hubieran sido iguales si hubiese elegido el kantismo, el hegelismo o cualquier otro”. Esta expresión, de ser acertada, estaría afirmando que más importante que la doctrina en sí fue la necesidad de recambio filosófico de la época.  Es decir, la progresiva sustitución del idealismo alemán por el positivismo francés. No obstante debemos repetir la importancia de un contexto concreto, insoslayable: la agitación entre conservadores católicos y liberales de todo tipo —republicanos, socialistas, anarquistas, etc.

También Pi i Margall se encargará de definir este aspecto religioso-metafísico en La Reacción y la Revolución. De forma explícita: “el panteísmo; es mi sistema”. Y en otro momento: “perdona, lector, si tal vez a pesar tuyo te he conducido por ese espinoso terreno metafísico. Quisiera despertar en ti una nueva creencia, y más aún que una creencia, una actividad filosófica de que por desgracia carecemos en España”. Pi i Margall no sólo suscribe el principio cartesiano de cogito ergo sum, sino que entiende que tanto el derecho como el conocimiento se realizan dentro del individuo. También la idea de Dios.

No se advierte que lo finito y lo infinito, lejos de ser contradictorios, se implican y se contienen mutuamente. No se advierte que, como lo infinito tiende necesariamente a limitarse, tiende lo finito a universalizarse y a absorberse en lo infinito […] El hombre está en Dios, Dios en el hombre.

Pero, ¿por qué esa necesidad de definir su cosmogonía, una metafísica en medio de formulaciones sociales y políticas? Simplemente porque en este momento, especialmente en España, no era posible separar política de religión. Y una cosa es fundamento y lleva a la otra. Así, irá más lejos en su crítica y en la provocación al orden social de mediados del siglo XIX: “si todo está, por consiguiente en mí, soy, repito, soberano”. Está claro que si el dogma católico es el instrumento ideológico del poder monárquico, vertical, el panteísmo —ya que no podía serlo el ateísmo— era la legitimación del individuo anárquico, que se reservaba el derecho de hablar con Dios sin intermediarios.

Al igual que lo harán los krausistas unos años después, Pi relacionará su concepción panteísta a una relación “armónica” entre el individuo y el todo (Dios): “si a algo me siento aquí obligado, es a poner en armonía la libertad con el panteísmo”. (El subrayado es nuestro.) Julián Sanz del Rio, a poco de instalado en su cátedra de la universidad en Madrid, dejó en su diario reflexiones sobre la revolución de junio de 1854, la que llamó “Restauración”. Diferente al ánimo de Pi pero bajo los mismos principios metodológicos, Sanz del Rio anotó: “el pueblo que sabe creer y no pensar, no puede sistematizar su libertad”. La creencia, llevada a la esfera social, es un reconocimiento sumiso de la revelación, de la Ley, del orden monárquico y vertical de la iglesia católica; el pensar, en cambio, exige una participación activa del individuo, obediente sólo a las reglas de un sistema racional, universal, pero nunca particular, partidario, relativo y personal. Este sistematizar será, en gran parte para el krausismo, tener la capacidad de poner en “armonía” en un todo los valores y las verdades relativas.

El panteísmo de Pi formulado en la frase —y en uso de las mismas palabras de Sanz del Rio— “como lo infinito tiende necesariamente a limitarse, tiende lo finito a universalizarse y a absorberse en lo infinito” encuentra su traducción (geo)política en la unión de las naciones soberanas, independientes. Para Pi i Margall, los individuos y las naciones se identifican bajo una misma ley humanista: “entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica”. Semejantes, serán las ideas de los krausistas y las de Sanz del Rio: “Únete a Portugal —escribió éste en su diario— como un hermano a otro hermano; como los dos brazos de un pueblo que fueron separados por Alfonso VI y Felipe IV”.

En El krausismo español desde dentro, Martín Buezas transcribe las siguientes palabras del diario de Sanz del Rio, las cuales adelantan uno de los principios de los teólogos de la liberación:

En la Edad Media, en el silencio del mundo, el hombre gozaba de Dios […] Dios quiere ser hallado por el hombre en el Mundo y en las relaciones simples y dobles del mundo; pero no permite ser gozado inmediatamente con un corazón egoísta y relativamente inútil.

Y más adelante, apunta: “Vida del Clero: ociosidad; riqueza sin proporción al trabajo: influencia fácil sobre le pueblo creyente”.

Como ya anotamos, la formulación metafísica y la elección del panteísmo —cuando no el panenteísmo— serán, por un lado, un requisito de la época y, por otro, una necesidad de reforma. De forma paradójica, el credo cristiano y el credo humanista, que alguna vez estuvieron en armonía y fueron separados por la tradición eclesiástica, vuelven a encontrarse en la Modernidad para provocar una profunda crisis. De esta confrontación surgirá el conflicto armado o la síntesis armónica. El “racionalismo armónico” de Sanz del Rio es otra muestra de esta voluntad de síntesis: el racionalismo es aquí una forma del gnosticismo: se opone a la revelación, a la autoridad; es un perpetuo camino de ascenso, de perfección. Es la razón de la Ilustración sin sus pretensiones autárticas, idolátricas, laicas o ateas. “La verdad no se prueba por el número, ni se prueba por la tradición, ni se prueba por la autoridad”.

El racionalismo armónico [no lleva] al materialismo, como la negación del espíritu; ni al idealismo, como la negación del mundo exterior; ni al fatalismo, como negación de la libertad; ni al ateísmo, como la negación de Dios. El racionalismo armónico no es exclusivo, ni negativo, ni opositivo; sino que primeramente es uno, y ajo la unidad es interiormente relativo. Reconoce todos los principios constitutivos del hombre y del mundo.

Luego de definir las bases del “racionalismo armónico” y sus implicaciones metafísicas, Sanz del Rio derivará —en orden inverso al expuesto por Pi i Margall— al hecho político. Una consecuencia de estos principios será la “patria universal […] la libertad de pensamiento, de prensa, de enseñanza, de asociación”. Lo que nos recuerda a los principios revindicados por el catalán en 1854, pero a través de una “transformación gradual de las instituciones políticas”. En lo que atañe a las instituciones sociales ambos, Sanz y Pi, llegan a las mismas conclusiones aunque por caminos diferentes. También los krausistas declaran “injusta e invasora la pretensión del Estado de sujetar a su competencia e intervención toda la actividad social: la centralización como sistema de gobierno daña a la educación libre”. También en lo que tocaba a derecho natural ambas corrientes estarían de acuerdo: “todo hombre tiene derechos absolutos, imprescindibles, que derivan de su propia naturaleza, y no de la voluntad, el interés o la convención de sus semejantes”.

Aunque, en el fondo, todo pensamiento es ecléctico —como toda raza es mestiza, etc.— podemos considerar al krausismo como un movimiento ecléctico, en el sentido tradicional de la palabra. No obstante los krausistas no prefirieron este término sino otro más elegante: armónico. Su fórmula sería, según Krause, “unir sin confundir y distinguir sin separar”. Fórmula asentada en un antiguo precepto —desde Heráclito hasta Platón— que Ramón de Campoamor define como la “substancia única: lo vario es siempre aparente; lo real es invariablemente siempre uno”.

10. CONCLUSIONES

Como hemos visto en este ensayo, el krausismo no fue un movimiento revolucionario ni portador de ideas novedosas. Su vocación, desde el inicio, fue pedagógica: sustituir el sermón por la didáctica, la tradición estática por la progresión, la fragmentación por la unidad, la reacción y la revolución por el consenso. Su lectura de la realidad, su concepción cosmológica compartía con el pensamiento de Pi i Marall el idealismo alemán; ambos diferían en su lectura de esta dinámica cósmica: para los primeros la cultura era el motor de los cambios sociales y se debía actuar sobre ellos para evitar el conflicto y promover un proceso “natural” de la historia; para los otros, para Pi, los cambios infraestructurales precedían los demás cambios; la cultura, la tradición, en todo caso, significaban más un obstáculo que un beneficio para el pueblo. El espíritu krausista tendrá un continuador, en cierta forma, en la actitud de Ortega y Gasset quien hará una defensa al “derecho de continuidad”. En las mismas páginas de Faro, bajo el título “La reforma liberal”, Ortega advertirá: “Tampoco la realización del ideal necesita de la destrucción de la realidad: cambiarla es suficiente”. La voluntad del krausismo fue, en cada momento, la voluntad de síntesis debida más que a un quehacer filosófico tradicional a las condicionantes sociales de la España del siglo XIX. Es decir, a lacircunstancia orteguiana. Su fracaso fue como todo fracaso humano: relativo. Su éxito, también.

© Jorge Majfud

Lincoln University

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11. BIBLIOGRAFíA CITADA

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12. BIBLIOGRAFíA SUGERIDA

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Trujillo, Gumersindo. Introducción al federalismo español. Pi y Margall y los orígenes del federalismo español. Madrid: Tecnos, 1965.

Notas

El mismo año aparece la traducción de Sanz del Rio, del alemán, Compendio de Historia Universal, del Dr. Jorge Weber. Según Guillermo Fraile, en Historia de la filosofía española desde la Ilustración. Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 1972, el libro de Pi i Margall “aprovecha la libertad de imprenta [y] desahoga a su gusto su sectarismo anticristiano”. (pág., 79) Éste es el estilo predominante en la literatura crítica editada en España hasta el franquismo.

José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Madrid: Colección Austral, 1958.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución [1854], pág., 65.

Descalificación que, por otra parte, era el estilo público y literario de su época y que abarcó a Ortega y Gasset a su momento, cuando éste escribió elogiosamente sobre el krausismo español. Rodríguez García Loredo, en su voluminoso libro El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo, censura el siguiente párrafo de Ortega y Gasset:  “Por los años 70 quisieron los krausistas, único esfuerzo medular que ha gozado España en el último silgo, someter el intelecto y el corazón de sus compatriotas a la disciplina germánica. Mas el engaño no fructificó [gracias  a “nuestro catolicismo”] (pág., 19) Y más adelante: “Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que el más rudo golpe y la mayor ruptura inferidos a nuestro sublime ideal católico, a nuestra gloriosa tradición científica y a la unidad nacional de España provienen del krausismo y la “Institución libre de enseñanza”. (pág., 27) Para Rodríguez García Loredo el sistema krausista era un “panteísmo psicológico, irracional y absurdo”. (pág., 28) “¡Qué enorme atraso mental demuestra este pobre hombre!”. (pág., 28) [Sanz del Rio] Mientras que uno de los méritos de Marcelino Menéndez Pelayo consistió en “recordar a los españoles cómo la clave de su grandeza reside en la ardiente y común profesión de la fé católica, que hizo a España “una nación de teólogos armados” y un segundo “pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios”. (pág., 218) Más adelante encontramos de forma explícita su posición política e ideológica: “Casi huelga decir que esos vaticinios de Menéndez Pelayo —sobre el seguimiento de España en el orden religioso, científico, etc.— comenzaron a cumplirse en el año 1936, año en que también se inició la liberadora Cruzada contra los enemigos de nuestra Religión, de nuestra historia, de nuestra ciencia, de nuestro ideario político, social, etc., etc.” (pág., 221)

Marcelino Menéndez-Pelayo. “El krausismo”. [1882] Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 129.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución [1854], pág., 145.

Op. cit. pág., 292.

Antonio Heredia Soriano. “El krausismo español”. Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Guillermo Fraile, Historia de la filosofía española desde la Ilustración pág., 68-70. A comienzos del siglo XX el panorama no era percibido de otra forma. En 1909, Ortega y Gasset había advertido que “tras una generación inepta no puede venir una generación potente, tras una generación de distraídos, sólo es posible una generación de vanidosos […] nuestro padres nos han dado ya muertas algunas partes de nuestras almas y no lograremos galvanizarlas”. (José Ortega y Gasset. Antología. Edición de Pedro Cerezo Galán. Barcelona: Península, 1991, pág. 50) Para concluir: “Hemos perdido la arcaicas virtudes y aún no hemos llegado a los gustos modernos”. (pág., 51) Pasado la mitad del siglo, en pleno Franquismo se publicará lo inverso, pero desde fuera de la perspectiva de la Modernidad, recurriendo a un discurso medieval de la época de la Reconquista. Para Rodríguez y García Loredo (El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo. Oviedo, España: La Cruz, 1961, pág., 218).

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 126.

Op. cit. pág., 273. Para comprender la dinámica de las rebeliones en este momento, es necesario tener en cuenta que la constitución de 1845 establecía una clase “económicamente apta” para el disfrute de los derechos políticos. Esta aptitud estaba estratégicamente definida por “aquellos que tenían algo que perder” y que, por lo tanto, estaban “interesados en el mantenimiento del orden público”. Es decir, un sector privilegiado de propietarios. Según esta definición de ciudadanos, los que estaban aptos para intervenir en la vida política era un 1,02% (en 1858) y un 2,67% (en 1865) El número de artesanos, sirvientes y jornaleros era de algo más del 20%. Según algunos autores, ésta era una de las explicaciones para la débil base del liberalismo español que pretendía universalizar los derechos del ciudadano. (Casimiro Martí. “Afianzamiento y despliegue del sistema liberal” Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932) Ed. Dirigida pro Manuel Tuñón de Lara, Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981. pág., 187-188.)

Op. cit. pág., 273.

Este partir de lo supraestructural como motor de la dinámica social e histórica, será una característica radical en el pensamiento de Ortega y Gasset quien, precisamente, escribió elogiosamente sobre el krausismo como una de las pocas fuerzas intelectuales rescatables de la España pasada. No obstante, al igual que la paradoja de igualdad y/o libertad de los individuos en sociedad, al igual que la antigua disputa entre cultura y/o infraestructura, aquí es muy difícil negar ambas o ninguna; por el contrario, parecería necesaria una nueva síntesis que reconociera una relación simbiótica entre ambas dimensiones.

Ver Benito Pérez Galdós. Los artículos políticos en la Revista de España, 1871-1872, pág., 108-109.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 13.

Las convicciones propias tienen vigencia individual. Pero las “ideas del tiempo” (Zeitgeist) pertenecen a un “sujeto anónimo”, a la sociedad, con las que debo contar; gran parte de mis propias convicciones proceden de la sociedad. En un solo momento conviven al menos tres generaciones: gracias a este “desequilibrio” la historia cambia, se mueve. («Idea de las generaciones», El tema de nuestro tiempo [1923] http://www.ensayistas.)

Op. cit. pág., 120.

Op. cit. pág., 115.

Op. cit. pág., 65.

Op. cit. pág., 271.

El primer Ortega y Gasset lo formuló así: “La conservación es un instinto, el instinto más radical: por eso hay siempre conservadores, porque es natural. Liberalismo es, por el contrario, superación de todos los instintos sociales, domesticación de la naturaleza: por eso, en el pleno sentido de la palabra, hay tan pocos liberales en España, porque el liberalismo es cultural”. José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918) Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1973, pág., 68.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 274.

Op. cit. pág., 127.

Buezas, Fernando Marín. El krausismo español desde dentro. Madrid: editorial Tecnos, 1978, pág., 161.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 246.

Idem.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 273. Paradójicamente, veinte años más tarde, cuando Pi i Margall alcance la presidencia de la I República, Pérez Galdós lo acusará de autoritario. “Parece que hasta los más alborotados inclinan la frente ante el dictador, lo cual prueba que los partidos que llevan al último límite la representación, son los primeros que abdican toda iniciativa en manos de una autoridad personal”. (Benito Pérez Galdós. Los artículos políticos en la Revista de España, 1871-1872. Lexinton, KY: Dendle y Schraibman, 1982, pág., 108) El artículo original fue publicado en Revista Política, Tomo XXVI, 13 de mayo de 1872, número 101, págs. 136-146.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 274.

Op. cit. pág., 275.

Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, ejemplificaba este punto de la siguiente forma y (todavía) desde un punto de vista “revolucionario-liberal”, semejante al de Pi y que perderá más tarde: “Cree el liberalismo que ningún régimen social es definitivamente justo: siempre la norma o la idea de justicia reclama un más allá, un derecho humano aún no reconocido y que, por tanto, trasciende, rebosa de la constitución escrita. […] El derecho a transformar las constituciones es un derecho sobreconstitucional, no es un derecho escrito. […] a ese derecho sobreconstitucional que es a su vez un sagrado deber, llamo revolución”. (José Ortega y Gasset.Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918) Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1973. pág., 25)

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 447.

Op. cit. pág., 115.

Op. cit pág., 249.

Op. cit. pág., 251.

Ver ensayo de Ribera, Ricardo. Proyecto Ensayo Hispánico, “Romero y Ellacuría:
el santo y el sabio” http://www.ensayistas.org.

Op. cot. pág., 267.

Idem.

Una problematización de este punto se puede encontrar en Josep Conangla i Fontanilles.Cuba y Pi y Margall. La Habana 1947.

Ver Antoni Juglar. Pi i Margall y el federalismo español. Madrid: Tesaurus, 1975 e Isidre Moles. Ideario de Pi y Margall. Madrid: Península, 1996.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 270.

Idem.

Op. cit. pág., 167.

Op. cit. pág., 268.

Op. cit. pág., 274.

Op. cit. pág., 279.

Op. cit pág., 280.

Julián Sanz del Rio. Ideal de la humanidad para la vida. [1860] Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Julián Sanz del Rio. Ideal de la humanidad para la vida. http://www.ensayistas.org

Idem.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 115.

Op. cit. pág., 116.

Op. cit. pág., 121.

Op. cit. pág., 127.

Para una ampliación documentada de la situación socioeconómica de este momento, verHistoria de España. Dirigida por el profesor Manuel Tuñón de Lara. Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981.

Op. cit. pág., 273.

Idem.

Antonio Heredia Soriano. “El krausismo español”. http://www.ensayistas.org

Ver C.A.M Hennessy. The Federal Republic in Spain; Pi y Margall and The Federal Republican movement, 1868-74. Oxford: Charleston Press, 1962.

Julián Sanz del Rio. Ideal de la humanidad para la vida. [1860] Proyecto Ensayo Hispánico, http://www.ensayistas.org

Casimiro Martí. “Afianzamiento y despliegue del sistema liberal”. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932) Ed. Dirigida pro Manuel Tuñón de Lara, Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981. pág., 177. Años después, Ortega y Gasset pasará por sus propias revoluciones y reacciones personales. En La rebelión de las masas escribirá pensamientos o impresiones de este tipo: “[Antes] ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos […] eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas —calificadas, por lo menos en pretensión—. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social.”. (José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Madrid: Colección Austral, 1958, pág., 39) Más de diez años antes, en 1916, en las páginas de El Espectador el mismo Ortega, después de abandonar sus pretensiones socialistas y revolucionarias, había escrito, con nostalgia: “[Antes] el hombre del pueblo […] cuando veía pasar una duquesa en su carroza se extasiaba, y le era grato cavar la tierra de un planeta donde se ven, por veces, tan lindos espectáculos transeúntes”. Recurriendo a las lecturas de Nietzsche sobre el resentimiento —ressentiment, como aquel que niega las cualidades de las que carece—, Ortega concluye con un romanticismo pastoril: antes, “el hombre de pueblo no se despreciaba a sí mismo: se sabía distinto y menor que la clase noble; pero no mordía su pecho el venenoso ‘resentimiento’”. (José Ortega y Gasset. El Espectador (Antología). Selección y prólogo de Paulino Garragorri. Madrid: Alianza Editorial, 1980, pág., 35.) Los subrayados son nuestros.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 116.

Mª Victoria Alberola Fioravanti. La revolución de 1869 y la prensa Francesa. Madrid: Editora Nacional, 1973, pág., 15.

Op. cit. pág., 127. No obstante, Fioravanti cuestiona que aquello que se consideraba “libertad de conciencia”, por entonces, no era más que “libertad de imprenta”. (pág., 146)

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 450.

Julián Sanz del Rio. “Discurso pronunciado en la Universidad Central. Inauguración del año académico de 1857 a 1858” [1857]. http://www.ensayistas.org

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 120.

Op. cit. pág., 252. Aquí podemos entender “pensamiento colectivo” como “tradición”.

Idem.

Op. cit. pág., 248.

Op. cit pág., 273.

Sin definir este término —¿qué es justicia?— se mantiene indefinida toda la teoría que se sirve de él. La teoría usa este concepto preestablecido en parte por una tradición determinada y, al mismo tiempo, la redefine (De este problema ya nos ocupamos en nuestro bosquejo de una teoría de los Campos Semánticos) Es decir, el corolario usa un axioma como base y punto de partida de una teoría —aquí estoy usando el modelo de los teoremas matemáticos—, pero no tiene otra opción que modificarlo en su propia formulación. Ninguna teoría humanística puede escapar alguna vez a este círculo relativo.

Op. cit. pág., 148.

Op. cit. pág., 250.

Como el valor del dinero, es simbólico; no depende más del acreedor que del deudor que reconoce este valor, esta relación.

Op. cit. pág., 251.

Op. cit. pág., 260.

Op. cit pág., 448.

Casimiro Martí. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932), pág., 204.

“En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu”. (pág., 251)

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 122. Estos son otros ejemplos que Ortega y Gasset reformulará y presentará como propios: (1) cada generación es como una caravana. Dentro de una carreta va el hombre prisionero pero secretamente voluntario y satisfecho. De vez en cuando se ve cruzar otra caravana de perfil extranjero, enloquecida: es otra generación: (2) por otra parte, la observación de Pi sobre el lenguaje y las palabras también coinciden con las presentadas por Ortega en la misma conferencia de 1933: la ventaja del lenguaje consiste en ofrecer un soporte material al pensamiento; pero, al mismo tiempo, lleva con ello una desventaja: tiende a suplantarlo. (Generación, Ensayo)

Julián Sanz del Rio. “Discurso pronunciado en la Universidad Central” [1857]. http://www.ensayistas.org

Casimiro Martí. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932), pág., 205.

Op. cit. pág., 205.

Idem.

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 131.

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 83.

Op. cit. pág., 129.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 283.

Op. cit. pág., 292.

Op. cit. pág., 290.

Op. cit. pág., 251.

Op. cit. pág., 292.

Fernando Marín Buezas. El krausismo español desde dentro, pág., 160.

Guillermo Fraile. Historia de la filosofía española desde la Ilustración, pág., 132.

Franciso Pi i Margall. Reacción y revolución, pág., 146.

Fernando Marín Buezas. El krausismo español desde dentro, pág., 161.

Op. cit. pág., 125.

Op. cit. pág., 135.

Campoamor llamaba a los krausistas “los caballeros de la lenteja” (Revista Europea, Nº 62, 9 de mayo de 1875 y nº 65, del 23 de mayo; Nº 73, del 18 de julio), en referencia a la metáfora usada por Sanz del Rio para explicar la idea del panenteísmo, según la cual la humanidad era la síntesis perfecta entre la naturaleza y el espíritu. Según Campoamor, los krausistas han hecho retroceder cien años por lo menos la educación filosófica de España” (Fraile, 123). Lo cual, visto desde la perspectiva franquista es estrictamente cierto.

Julián Sanz del Rio. “Racionalismo armónico, definición y principios” [1860] http://www.ensayistas.org

Idem.

No es extraño que aún los socialistas del siglo XIX simpatizaran más con los anarquistas y liberales que con una “dictadura del proletariado”: el Estado era la representación de la opresión; y en la propuesta que se materializaría en el siglo XX esta alternativa no sería más liberadora que opresora.

Idem.

José Luis Gómez-Martínez. “Panenteísmo”. Proyecto Ensayo Hispánico. http://www.ensayistas.org

José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918), pág. 29.

La lucha por los Derechos de la Mujer

The symbol of Anarcha-feminism.

Image via Wikipedia

La lucha por los Derechos de la Mujer

 

¿Por qué el feminismo y los movimientos por los derechos de la mujer surgieron en Occidente? Creo que la respuesta es bastante sencilla: los derechos de la mujer devienen como problemática consciente luego de la declaración de los derechos del hombre, lo que podríamos fechar (sólo por comodidad intelectual) en los años de la Revolución Francesa. Sin embargo, nada de esto hubiese sido posible sin la previa revolución humanista y la revolución del Renacimiento la que, paradójicamente, aunque deliberadamente se eche al olvido, fue una consecuencia del comercio con la cultura islámica anterior. Estos derechos y libertades, establecidos explícitamente en Francia hace dos siglos, fueron confirmados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tanto en 1948 como en 1979 (año de la Convención Internacional sobre la Abolición de todas las formas de discriminación contra la Mujer) quedó explícito e insoslayable que la mitad de la población del mundo había sido, hasta entonces, relegada en sus derechos como si se tratase de una especie animal diferente a la del hombre.

En el mundo islámico —para no entrar a complicar el análisis considerando esa gigantesca región humana que es el Este Asiático e, incluso, la mitad sur de África— no existió algo parecido. ¿Pero, por qué? Si bien en la Edad Media el mundo musulmán se encontraba más inclinado hacia un humanismo que era fanáticamente negado por la Iglesia en Europa, luego del Renacimiento el hombre comenzó a tomar un lugar central. Al mismo tiempo que la astronomía, la física, la biología y, finalmente, la psicología lo sacaba del centro material, al mejor modelo ptolemaico, la filosofía (en su camino hacia la epistemología y hacia la ética humanista) lo puso en el centro de todos los objetivos terrenales y metafísicos. Mientras tanto y del otro lado del Mar Mediterráneo, el mundo islámico giraba en otra dirección, volviendo más a las raíces religiosas que le habían sido propias al cristianismo europeo en su apogeo. De esa forma, la máxima mahometana que más gustan olvidar los fanáticos, “la tinta del sabio es más valiosa que la sangre del mártir” se convirtió en la más moderna, fanática y retrógrada —“el que viva de la pluma morirá por la espada”, la que he leído hace pocos años en el informe de una agencia de información internacional, llegada de Argelia, si mal no recuerdo. La historia es así: trágico-paradógica.

En el mundo islámico no existió nada parecido a la subversión del hombre a la autoridad divina, como sí ocurrió en la Europa del humanismo. No ha surgido dentro del seno de su cultura la reivindicación de los Derechos de la Mujer porque tampoco existió una reivindicación de los Derechos del Hombre. Esto, que puede parecer extraño a primera vista no lo es, ya que si bien las sociedades islámicas son predominantemente masculinas en su organización, el hombre no es el centro del derecho ni de la reflexión crítica de su propio destino, sino que está sometido a la fatalidad de la divinidad.

El feminismo tuvo, a mi entender, desde el siglo XIX un período heroico donde su lucha fue por el relamo de un reconocimiento de los derechos igualitarios de las mujeres. Ya pasados la mitad del siglo siguiente, se podría decir que ese reconocimiento fue logrado. Actualmente, aceptar públicamente la igualdad de los derechos de la mujer es una posición “políticamente correcta” —lo que, dicho sea de paso, no deja de ser una amenaza a la lucidez crítica de estas reivindicaciones—, tanto que es sostenida casi unánimemente, incluso en el seno de las sociedades más machistas de Occidente.

Sin embargo, ahora la lucha de las mujeres se orienta en otra sentido: lograr que ese reconocimiento se materialice (se da la paradoja que en el mundo islámico han existido muchas mujeres presidentes, pero ninguna en Norteamérica ni en la mayoría de los países occidentales). Para ello, existen multiplicidad de organizaciones estatales, privadas, ONGs, etc. que se están encargando del trabajo. Las estrategias son varias y los resultados dispares. Podemos reconocer algunas corrientes: 1) el clásico feminismo conbativo, otrora fructífero pero que, al haber obtenido su primer objetivo (el reconocimiento) se ha vuelto más bien inoperante y panfletario; 2) una corriente autocomplaciente en la cual se procura afirmar que las mujeres no sólo son víctimas de un tirano llamado, indiscriminadamente, Hombre, sino que además son buenas, sacrificadas, solidarias, inteligentes y bonitas. Esta ideología simplista tiene un campo fértil en Intrnet, en la televisión y hasta en simposiums y congresos muy bien organizados. Recientemente, en uno de éstos se llegó a la siguiente conclusión: “Hay que montar redes de mujeres ‘triunfadoras’ que pueda establecer una relación solidaria hacia el resto de mujeres que quieran ‘triunfar’.(…) Ser solidariaas. Hay que evitar decir «La culpa es de las mujeres» y evitar criticarnos entre nosotras” Todo esto acompañado por novelas proselitistas donde no se indaga en la condición humana (o mujereana) ni se incomoda con cuestionamientos o reflexiones molestas, sino todo lo contrario: se dice lo que las mujeres quieren oír decir de sí mismas lo que, por otro lado, le viene como anillo al dedo al siempre expansivo mercado de consumo; 3) una corriente que ve en el hombre no sólo al objeto de sus frustraciones personales sino su enemigo y rival con el cual es necesario competir: cuando exista igual número de científicas, de políticas, de conductoras de camiones, de ajedrecistas y de hombres que menstrúen y den a luz se habrá logrado el próximo objetivo; para esta corriente, está demás decir, o la naturaleza es injusta o el ciclo de reproducción de la mujer es una imposición cultural del macho que nunca quiso darle el pecho a sus críos; 4) un grupo que ha entendido que las mujeres deberían tener los mismos derechos que los hombres, pero éstos no se materializan porque existe una pesada herencia social, económica y cultural que estructura los símbolos y hasta los espacios físicos en función de un poder masculino. Dentro de este grupo, incluso, podemos encontrar mujeres que alcanzan a comprender que la herencia cultural del machismo también somete a los hombres, aunque de una forma menos evidente: el mayor acceso de las mujeres a las universidades también significa la presión laboral y exitista de la sociedad hacia los hombres; la sociedad tolera menos un hombre que estudia y es mantenido por su esposa que trabaja que la situación inversa, por no hablar de las presiones sexuales a la que están sometidos los adolescentes varones por parte de la sociedad y de sus propias madres.

De mi paso por la Universidad de la República del Uruguay siempre he rescatado muchas cosas. Una de ellas, por ejemplo, fue la total ausencia de discriminación de género entre nuestros compañeros de aula, hecho que ha sido reconocido en una pasada discusión con otros excompañeros. Si bien es cierto que las estadísticas pueden decir que hay más mujeres alumnas y menos académicas que hombres (es una realidad mundial, incluso en los países más desarrollados), es probable que el número de los dos grupos cambien y se equilibren en un futuro próximo. Sin embargo, creo que es valioso destacar que los varones estudiantes (y luego profesores) nunca nos sentimos disminuidos por tener a nuestro lado una compañera con un mejor rendimiento curricular que el nuestro, ni por tener a una académica grado cinco como jefa de cátedra, sino todo lo contrario: la mayor discriminación siempre estuvo en base a los méritos morales e intelectuales de cada uno, independientemente del sexo. Entiendo que esto sólo puedo referirlo, a título personal y que, sin duda, habrá testimonios contrarios. Sin embargo, rescato que exista el hecho en sí, el cual me gustaría ver ampliado a una escala más universal, a riesgo de estar cometiendo una nueva falta de orgullo o vanidad.

Como todo movimiento de resistencia, la lucha de las mujeres históricamente ha tenido un sustento sólido, justo y humano. Con el tiempo ha logrado importantes avances para la humanidad en general, con lógicos tropiezos y otros argumentos pobres que sólo han logrado confundir sus objetivos más nobles. Es de esperar que su lucha —crítica y autocrítica— siga siendo apoyada, no sólo por los hombres más inteligentes sino, también, por mujeres inteligentes. Tampoco ellas son perfectas.

Jorge Majfud

Montevideo

2 de diciembre 2002

 

Jorge Majfud’s books at Amazon>>

Colonia del Sacramento, Uruguay. New York Times

The 41 Places to Go in 2011

Published: January 7, 2011

31. Colonia del Sacramento, Uruguay [>>]
The ranches beyond a historic village offer a dose of rural chic.

Colonia del Sacramento, on the southwestern shores of Uruguay, has long been a popular detour from Buenos Aires. Reachable by ferry across the Río de la Plata, this UnescoWorld Heritage site offers centuries-old stone houses, casual restaurants with riverside patios and boutiques selling crafts. In the last few years, its appeal has spilled into the surrounding countryside, where tastefully decorated ranches and locavore offerings are attracting travelers in search of rural chic. Seguir leyendo «Colonia del Sacramento, Uruguay. New York Times»

El identificador de textos

Cambio/16 (España)

Milenio (Mexico)

La Republica (Uruguay)

El identificador de textos

En la academia todavía tenemos la manía de andar pensando cosas raras sin un propósito definido de antemano. Es una vieja tradición, con algunos casos célebres. Hay gente que se pasa la vida tratando de descubrir por qué las polillas se posan en un ángulo alfa en los meses de setiembre y marzo; o por qué decimos “aquí” en lugar de “acá”, and so on.  Muchos fracasan, pero por cada uno que logra responder ese tipo de preguntas bizarras luego resulta que medio pueblo se salva de una catástrofe o termina masacrado por algún hombre práctico que no pierde su tiempo en descubrir “por qué” pero está seguro en “cómo” aplicarlo a la realidad. ¿Qué se imaginaba Einstein que sus especulaciones de 1905 sobre la relatividad del tiempo terminarían en la bomba atómica?

Tiempo atrás estuvimos trabajando en un interesante programa que llamamos IT (Identificador de Texto). La idea se me había ocurrido hace varios años y es muy simple: toda existencia deja trazas. En el caso de la expresión de la escritura, la historia es conocida. La caligrafía tradicional se centra principalmente en el trazo del autor. Cada persona dibuja o da un énfasis particular a cada letra, a cada palabra. De hecho cualquiera puede distinguir, más o menos, el manuscrito de un hombre del de una mujer (y sus variaciones) o el manuscrito de un tímido del de un extrovertido, con sólo echar una mirada a la caligrafía. Algo parecido ocurría también en la era de las maquinas de escribir. Cada máquina tenía un golpe de letra particular, por lo cual no resultaba difícil identificar al autor de un texto anónimo si se localizaba la maquina. Para evitar esta identificación del anónimo, se inventó luego la misiva hecha de letras y palabras recortadas de los diarios.

En el mundo electrónico el anonimato pareció triunfar finalmente. Muchos lectores de diarios aprovechan esta creencia del anonimato inventándose seudónimos y descargando sus frustraciones ocultas en el travestismo de su identidad propia. Obviamente que cada vez que alguien pone un comentario anónimo en cualquier sitio graba su IP, el cual es expuesto al administrador de dicha página digital. Ni que hablar de un correo electrónico.

Pero aún así queda la posibilidad de que el anónimo use una computadora pública o se conecte en el wireless del parque más cercano o de la librería donde toma café. En países como Estados Unidos, resulta bastante difícil no encontrar un servicio gratuito de Internet o una computadora libre en algún restaurante o en alguna universidad. En Asia, África y en América Latina son más comunes los cyber cafes. A los efectos es lo mismo: el receptor muchas veces puede saber de dónde procede un mensaje X o el comentario de un lector registrado o sin registrar en un diario, por ejemplo, pero muchas veces no puede detectar directamente quién es el autor.

En el mundo digital no tenemos la caligrafía del escritor ni el golpe de tecla de la máquina de escribir, pero tenemos un rastro inequívoco, si se lo analiza a gran escala: la sintaxis y la gramática que, desde un punto de vista radical, es como las huellas dactilares de cada persona.

Como el tono de voz y como cualquier expresión humana, la gramática profunda de cada individuo es casi tan particular como su ADN. No hay en el mundo dos personas que escriban exactamente igual. Por supuesto que en el proceso de investigación y prueba, también consideramos y valoramos la autodeformación deliberada: faltas ortográficas realizadas a posteriori o intencionalmente, desplazamientos forzados de adjetivos o de sustantivos, una duplicación pronominal donde no la había, una variación en el dativo, un complemento indirecto redundante, una voz pasiva en lugar de la activa, eliminación de artículos o abuso de gerundios, de leísmos o de tiempos verbales como el pasado perfecto (más propio de España que de Chile, por ejemplo), adopción de estilos de clases sociales que le son ajenas al autor, etc.

No obstante, al igual que aquellos que escribían a mano intentaban deformar su propia letra para crear el anonimato, esta deformación es prácticamente imposible ante los ojos de un experto calígrafo. En el mundo digital no tenemos la ventaja del trazo de la mano en el papel pero, en cambio, poseemos un número de ocurrencias que multiplican varias veces las cartas a mano. Por otro lado, con el uso de una computadora especializada de poder mediano, es posible realizar millones de combinaciones sintácticas y gramaticales. Es aquí que, a partir de un determinado número de textos, la identidad se reconoce con una precisión que no deja dudas. Esta idea puede resultar extraña o compleja, pero es fácil de comprender si recurrimos a una metáfora: si una persona se saca una cantidad X de fotografías y en cada una cubre una parte diferente de su rostro haciendo irreconocible su identidad en cada una de las fotografías, evidentemente basta un numero específico de fotos “enmascaradas” para tener el retrato exacto, desenmascarado, del hombre de las múltiples caras. Un experimento semejante se podría hacer con los diferentes personajes representados por un mismo actor. La combinación no arrojaría ninguno de sus personajes particulares sino el retrato del actor.

Este proyecto lingüístico tenía virtudes y defectos. La contra era que en cierta medida hubiese podido incrementar una práctica de “gran hermano”, de la cual somos todos victimas hasta cierto punto. La ventaja era que ayudaba a desenmascarar desde criminales hasta pequeños insultantes. Hubo un caso, por ejemplo, el de un texto firmado por un seudónimo que luego de testeado arrojó la identidad de un político algo conocido, sin mucha trascendencia.

Finalmente abandonamos el proyecto. Había más dudas que certezas sobre sus posibles aplicaciones. No obstante sabemos que no pasará mucho tiempo antes que alguien más se le ocurra la misma idea y, por supuesto, haga mucho dinero en el proceso. Porque uno de los fenómenos más interesantes de nuestro tiempo es ver cómo alguien o un pequeño grupo, en uso y abuso de su propio ingenio, logra que millones de personas trabajen gratuitamente para ellos. En casos, además, quienes trabajan gratuitamente lo hacen con pasión y alegría, ya que se sienten protagonistas y participes de alguna forma de poder o de liberación prefabricada.

Jorge Majfud

majfud.org

Enero 2011.

El identificador de textos (Milenio)

https://web.archive.org/web/20110210202527/http://impreso.milenio.com/node/8907218

Las entrañas de la bestia

Las entrañas de la bestia


1.

Es de noche, o anochece. G. se ha sentado, como cada día a las 19:00, en su sillón de la biblioteca, con un vaso de whisky lleno hasta la mitad, sin hielo, y mira el televisor nuevo que le entregó un viajero a cambio de una cuenta incobrable. Lo mira sin entusiasmo; no le atrae la novedad. Una mujer sonríe, sale del mar y sube a un auto descapotable. Bebe un sorbo largo y vuelve a sentir ese calor que en pocos minutos más lo dejarán del todo relajado, fugazmente feliz, como si su tristeza hubiese sido sólo un error, un estado injustificado del ánimo. Un hombre saca un revólver y apunta al espectador, o a la pantalla, o a una cámara que tal vez ahora está descompuesta y archivada en algún sótano de Londres. James Bond, agente 007, con licencia para matar. A G. le gusta esa música, porque no suena ahora; está sonando en algún tiempo indescifrable. Túru-túrun-túru. La mujer es hermosa y no se preocupa en vano. Todo termina bien. Ahora la música viene del Caribe o desde una isla griega. G. no alcanza a descubrirlo; pero no importa. La imagen de esas olas es hermosa, eterna. Tal vez el alcohol ya hizo efecto. Se sonríe, se relaja otra vez y luego baja las cejas preocupado: alguien golpea con la mano de bronce que cuelga de la puerta de entrada.

De inmediato recuerda la carta que le dejaron la otra noche por debajo de la puerta:

«Desde el mismo momento que recibas este único aviso, empiezá a temblar. No a rezar, porque sabemos que sos un ateo hijo de puta que no cree en nada».

No son golpes amables, se da cuenta. Ha sido una orden.

«Ahora sabemos bien dónde vivís y dónde está la madriguera en la que se esconden tus amigos, los intelectuales que pretenden arruinar este país que no les pertenece. Sabemos muy bien dónde trabajan para difundir mentiras sobre la gente honrada que, aunque les pese, defenderá a la Patria de los comunistas, de montoneros, de los judíos y de los homosexuales. Por haber enfrentado a Dios y a la Patria, los exterminaremos como a ratas».

Entonces G. se levanta, ya relajado pero todavía triste, atraviesa la sala con esculturas, abre y los ve a los tres, uniformados de autoridad, de prepotencia.

—Señor J. G. —oye que dice el primero, el que ordena, el que no pide, el que está por encima de los cuatro y entra sin esperar.

G. no responde. Tampoco fue una pregunta. El coronel entra con los dedos cruzados detrás de la espalda, como gustan hacer los que admiran a Napoleón o a algún otro genio militar cuando está pensando en la Historia. Gira sobre su talón izquierdo y lo mira.

—Perdón, buenas noches —dice el coronel, casi amable, sonriendo— ¿Podemos pasar?

Así es, está relajado, pero todavía triste.

—Qué se les ofrece —dice G., al tiempo que piensa que esa frase la debió escuchar anoche en la televisión. Era un hombre alto y oscuro que había asesinado a otro y lo perseguía la policía.

—Venimos a hacerle una visita. Rutina, en realidad. Nos gusta ir de casa en casa, aunque le confieso que prefiero ir al cine —el coronel habla alto, como si estuviese acostumbrado a hablar en un colegio de sordos, mientras camina de un lado para el otro, por la misma senda—, pero cuando la patria llama no podemos negarnos— termina y toma un bloc de hojas que G. tiene siempre al lado del teléfono.

—Sargento —dice, entregándole el bloc— guárdelo, que nos puede servir.

—Sí, mi coronel.

Al lado, debajo de la guía telefónica, queda la carta de advertencia:

«Limpiaremos este país de las ratas, especialmente de aquellas ratas que, como usted, bajaron de las bodegas de los barcos. Y seguiremos cumpliendo con nuestro deber patriótico, mandando al infierno a los que pretenden acabar con la Libertad de nuestra Nación, sin esperar a que leyes mariconas le dejen tiempo para reproducirse.

«Abra bien los ojos, no duerma, porque lo estaremos vigilando día y noche para cumplir con nuestro irrenunciable mandato.

Libertad, Patria y Honor».

2.

El coronel le pide los lentes. G. duda, luego se los da. Con un ademán barroco, el coronel se los prueba, mira a sus subordinados y pregunta qué tal se ve. Los dos aprueban con una mueca exagerada. Luego trata de leer otro lomo de libro, evitando tocarlo.

—Caramba —dice— así se ve todo distinto.

Esta vez se anima y toma un libro, lo abre y hace que lee para una fotografía.

—A ver, soldado, ¿no parezco un intelectual?

—Sí mi coronel, parece un intelectual.

—Yo diría, un hombre inteligente.

—Eso es, mi coronel. Debería quedarse con los lentes de Cuatro Ojos.

—Soldado, ¿no le dije que tuviera respeto cuando se está en casa ajena? —le reprocha el coronel. Y luego, fingiendo que intenta olvidarlo, vuelve a mirar el libro que tiene en sus manos y pregunta:

—Dígame, doctor…

—No soy doctor, usted lo sabe.

—Bueno, digamos que no tuvo una educación formal, pero para mí es doctor. Con tanto libro amontonado, cómo podría llamarlo? Además, ¿no da usted clases en la Universidad? ¿Qué es lo que enseña, doctor?

—Literatura anglosajona… —dice G., casi disculpándose.

—¡Qué bien suena eso! Pero, dígame, profesor, ¿para qué sirve eso? —dice el coronel y lo mira, victorioso. Siempre que hace preguntas de ese tipo sale bien parado.

—¿Para qué sirve la literatura, profesor?

G. ha estado pensando la respuesta. Una pregunta obvia. Por eso, tal vez, nunca se la planteó seriamente y ahora el señor coronel viene a poner el dedo en la llaga. Sin mirarlo y sin salir de ese ligero ensimismamiento producido por la tristeza o por el alcohol, G. murmura:

—¿Para qué sirve la literatura..? Bueno, para muchas cosas. Pero si usted está preocupado por las utilidades y los beneficios, como lo sospecho en su pregunta, le diré que difícilmente un espíritu estrecho albergue una gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa…

G. se detiene; probablemente ha cometido un error, en todo caso intrascendente: ha querido responder con una idea en un momento en que cualquier idea o cualquier razonamiento es apenas el marco escenográfico de una acción cuyo desenlace ya está resuelto de antemano.

Baja las cejas hasta tapar casi totalmente los ojos, mientras se pregunta qué tiene él de aquellos vikingos que cruzaron el Atlántico norte hace mil años. Desde niño se los imaginaba como dioses que sólo conocían el miedo ajeno. Recorría los caminos húmedos de Fyn, donde vivía el abuelo Sune, rodeado de los campos de los Jørgensen, y no se imaginaba el dolor de la barbarie, el sudor agitado de la guerra, la tristeza del abandono. Ahí estaba delante de él ese hombre uniformado, de pelo negro y de hablar deliberadamente pausado, que en esencia no era otra cosa que uno de aquellos bárbaros que hundían barcos en Nydam Mose. Ese hombre tenía más de vikingo que él, que sólo tenía la sangre y que soñaba cada noche que un grupo de romanos invencibles habían decidido matarlo. G. levantaba una espada con mango de oro, como si con ese gesto estuviese formulando una acción mágica de sus antepasados que pondría en fuga a sus enemigos. Pero la espada se volvía tan pesada que sus dos brazos no podían sostenerla, y se caía con la punta contra el piso, momento en que los hombres de pelo muy negro aprovechaban para acercarse a él y lo rodeaban con espadas más livianas y más filosas. Y así lo mataban. Es decir, así despertaba con el corazón golpeándole la garganta y los oídos, como si fuese a reventar por el esfuerzo. Más de una vez G. pensó que moriría de esa forma, y que la gente diría, al día siguiente: «pasó de un sueño al otro», porque la gente tiene la idea que morir en la cama es una de las mejores formas de cumplir con lo inevitable, cuando en realidad puede ser una de las formas más violentas de morir, una forma irreal, víctima de una ficción que termina con un golpe en la puerta o un estruendo accidental en la calle, poniendo fin a la madre de todas las ficciones que es la vida.

En la televisión un hombre habla de frente a la cámara y con un micrófono que le tapa toda la boca y parte de la nariz. Parece preocupado. Se da vuelta y pregunta algo a otro que está al lado:

¿Cómo te sentís en el equipo?

Bueno, la verdad que bien. Llegar hasta aquí es lo más grande que le puede pasar a un jugador de fúbol, porque un equipo Grande como Peñarol es lo más grande que hay, la verdad.

G. se dirige a su botella de whisky. No está nervioso. Sólo está triste y quisiera emborracharse, definitivamente.

¿Cómo es la relación con los demás compañeros de equipo? ¿Te sentís cómodo, te llevás bien con todos ellos?

—¿Cómo, no nos sirve? —le reprocha el coronel, cambiando de tono.

—Sí, claro.

—Veo que usted no es muy amable con sus visitas. ¿Para qué me gasto yo en enseñarles a mis muchachos buenos modales si estamos en casa de un mal educado? Como siempre, mucha cultura y poca educación, como dice el General.

La verdad que sí, el compañerismo es muy bueno y pienso que todos nos estamos preparando muy bien para sacar al equipo adelante, como es que la gente quiere.

G. sirve whisky para tres más. Le acerca uno a cada uno, menos al que se entretiene dando vueltas por la biblioteca. Tiene una mandíbula cuadrada que se destaca del resto de la cara. Mira con atención y saca un libro de un estante que está contra el piso y pregunta, mi Coronel, qué idioma es éste con una o atravesada por un palito? El Coronel lee: Søren Kierkegaard, Frygt og Baeven. Ha leído con dificultad. No comprende y se fastidia. Tira el libro sobre el escritorio y sentencia: es ruso, soldado, alguna mierda de esas que leen los bolches.

—Es danés —dice G.

—Es ruso —ordena el Coronel—. Si yo te digo que es ruso, es ruso, ¿escuchaste, mierda?

—Es ruso —repite G. Está pensando en el segundo cajón de su escritorio. Por un momento lo mira. Cuando esté totalmente borracho podrá hacerlo. No debe ser tan difícil: sólo hay que poner el caño en la sien y apretar el gatillo. Tal vez duela menos que el dentista. Nadie va a lamentarlo, a excepción de Gutiérrez, al que todavía le debe un cheque que no pudo cubrir el viernes pasado. Sólo tiene que esperar el momento adecuado, porque ellos no permitirán que se mate así nomás. Primero tiene que sufrir, mi coronel, hay que hacerlo comer la mierda de su madre, qué tanto joder, al fin y al cabo usted bien sabe por qué estamos aquí, ¿o no?

—No, exactamente.

Hay un rumor de que el técnico es muy exigente con el plantel y que el Pato Lima sería dejado de lado a consecuencia del tiro penal marrado en el último encuentro —una imagen en cámara lenta muestra a un jugador de Peñarol con las manos en la cintura, acomodando el cuerpo a la espera de la orden del juez. Mastica chicle, lo que no se corresponde con la imagen serena que intenta dejar—. ¿Qué piensa un centrojad como vos que fue dirigido por tantos técnicos anteriormente?

Bueno, yo creo que el Pato es un gran jugador y excelente persona y que algunas cosas que se dicen en la cancha son producto de la calentura del momento. Pero con la cabeza más fría pienso que se va a arreglar todo y el Pato volverá al equipo —Toma carrera, flotando en el aire de aquella noche, se aproxima a la pelota y patea. La pelota demora en despegarse de su pie y, cuando lo hace, se transforma en una especie deformada de pelota de rugby blanca, hasta que el arquero la detiene, casi sin esfuerzo.

En momentos en que estamos viendo las imágenes de aquel momento fatal para el Pato, quisiéramos saber, desde estudios, cuál es, para Almeida, la posición del técnico respecto a todo lo que se ha dicho del caso Pato Lima – Pastoriza.

Comprendido, comprendido. Te traslado la pregunta: ¿Pastoriza López?

Con el técnico no llevamos muy bien. Precisamente, el otro día estábamos comentando con el Cabeza y decíamos que era increíble lo claro que es el técnico en las charlas y lo bien que deja la idea en claro de lo que quiere.

El coronel se acerca a G., despacio y con las manos colgando detrás.

¿Cuál es la idea del técnico para esta difícil prueba que se les avecina?

Lo mira un instante, entre irónico y a punto de estallar.

Bueno, él nos pide siempre que juguemos al fúbol, que metamos para adelante y que cuando la perdamos la pelota la tratemos de recuperar.

—¿A qué está jugando?

—No lo sé —dice G., casi borracho, totalmente triste— pero estoy acostumbrándome. Llegan tres señores, rompen el cielorraso de mi habitación buscando armas o dinero, me insultan. A veces me escupen en la cara y luego se van. Al final siempre vuelven.

—¡Uy!, el señorito está molesto porque la institución, Salvaguardia de la Patria, le escupe en la cara. Y usted, ¿no nos escupe en la bandera?

G. no responde. Se sirve más whisky y procura acercarse al segundo cajón del escritorio. Pero el coronel le ordena que se siente en el sillón que acaba de quedar libre. La bandera. G. se recuesta y siente el calor que acaba de dejar el soldado. Es un calor de cuerpo, como cualquier otro. G. sólo piensa en el segundo cajón. No le importa lo que pueda estar diciendo el coronel acerca de los derechos y los deberes a la patria.

—En cada Institución del Estado —reflexiona el coronel— deberían poner a la entrada un cartel con la Ley Primera: Cuando la Patria está en peligro no hay derechos para nadie. Sólo obligaciones. Eso tenía que haberlo dicho Sócrates, que murió por su patria.

—¿Pero Sócrates no era un filósofo? —pregunta uno de los soldados.

—Claro, pero murió por su patria. También hay filósofos que defienden la patria. El Sócrates era un subversivo y se liquidó tomando el veneno. Así deberían hacer todos los vendepatrias.

Gracias Jaime. Mucha suerte a los muchachos de Peñarol y que sean bienvenidos a la Argentina. Suerte también a nuestro Independiente, Pepe.

Por supuesto, esperamos que los Diablos Rojos sean agraciados con mayor fortuna en el próximo partido y que nos sepan representar como Nación.

Estoy seguro que sí, Pepe, dados los antecedentes de la institución roja…

Por supuesto. No debemos olvidar además que por algún misterio del Destino le ha tocado ser a Independiente precisamente el club que más veces ha ganado la copa Libertadores de América.

Para reflexionar, realmente. Te mandamos un saludo. Chau.

—G. intenta levantarse, pero el coronel le pone una mano en un hombro y lo vuelve a hundir en el sillón.

Del deporte ahora nos vamos a la escena internacional…

—Vayamos al grano —dice—. Le voy a contar, ya que dice no saber, por qué estamos de visita. Nos enteramos de que usted viajó a Montevideo, el día 14. No se puede uno confiar de una limpiadora; debería despedirla… ¿Es así o no?

—Debería despedirla —dice G., mientras mira que en alguna parte del mundo un edificio de diez pisos se derrumba y un río se desborda arrastrando en su corriente una vaca muerta.

—Viajó a Montevideo, sí o no.

—Sí —dice G., y luego confirma, sin necesidad—: me fui a Montevideo.

Detrás de la vaca flota un hombre que todavía está vivo, porque intenta agarrarse a un cable de corriente eléctrica. La mano se desprende del cable y el cuerpo desaparece.

—Ya, ya. Sabemos que se fue a Montevideo. Chocolate por la noticia. Pero lo que queremos saber es otra cosa —dice el coronel, volviendo a caminar de un lado para el otro con los dedos cruzados sobre las nalgas—. ¿Acaso usted no sabía que no puede viajar a Montevideo sin un permiso especial?

—Sí.

—Pero usted no tenía ningún permiso especial y de todas formas se dio una vuelta por la tacita del Plata.

—Sí. Solicité ante su Superioridad ese permiso especial y me lo negaron.

«En Mar del Plata soy feliz», dice la canción… Estamos en contacto directo con Mar del Plata. Atento Luisito, atento. ¿Me escucha?

—Bien, el cómo ya lo sabemos: usted falsificó documentos. Queda por saber lo más importante: el para qué. ¿Qué fue a hacer a Montevideo?

—Fui a buscar a una mujer.

—Carajo, qué romántico resultó el judío —dice el coronel, fingiendo sorpresa. G. no corrige esa confusión de razas—. Por favor, señor G., recién tomé una merienda, un capuchino con medialunas en el bar de la esquina, mientras esperábamos que el señor llegara. Hágame el favor, no me corte la digestión. Dentro de tres años me jubilo, pero ni piense que voy a esperar tres años para pasar a mejor vida. Le voy a ser sincero: yo tengo por principio no hacerme mala sangre. Pienso que hay que llevar las cosas con la mayor tranquilidad posible, con calma, no hay que gritar para ordenar algo. En eso me parezco a usted; no me gusta levantar la voz. Si yo cumplo bien o mal mi trabajo, igual recibo el mismo sueldo. Así que no pienso complicarme mucho en el trabajo ni voy a hacer horas extras con un judío de mierda que se las toma de avivado. Le sugiero que no nos retenga hasta las nueve de la noche, que es cuando termina mi turno, porque puedo comenzar a ponerme de mal humor.

G. no escucha, ha perdido el hilo del pensamiento militar. Logra ponerse de pie y se acerca a la botella de whisky, que ahora pone encima del segundo cajón. Sabe que si no lo agarra a tiempo ellos la descubrirán. Y será pronto, porque el soldado de la mandíbula de pelícano continúa hurgando detrás de los libros. Seguirá por el escritorio hasta abrir el segundo cajón. G. recuerda un hombre que conoció en Zárate, con una mandíbula como esa. Lo habían operado y le habían limado el hueso varias veces, pero la mandíbula le seguía creciendo. Era mozo en un bar.

—Así es —dice, como para sí mismo—. Fui a buscar a una mujer, a Montevideo.

—Oíme, hijo de puta —lo interrumpe el Coronel hundiéndole el índice en la mejilla—, dejate de estupideces. Nadie se arriesga así por una mujer. Estamos en el siglo XX, ¿me entendiste?

—Sí, lo entiendo, perfectamente —dice G., subrayando para sí la última palabra. En el siglo XX no se mata ni se muere por esas cosas. En el siglo XX la gente es juzgada por sus ideas políticas; no por sus sentimientos. Los delincuentes de mi partido se protegen mientras que cualquier honesto hombre del partido de enfrente puede ser objeto de la tortura, el incendio o la cárcel. ¿Cómo semejantes abstracciones pueden desencadenar tantas pasiones?

—Entonces cantá. ¿Qué fuiste a hacer a Montevideo?

—Fui a buscar a una mujer.

 

3.

Las rejas se abren con estrépito y G. es conducido hasta una sala oscura, con olor a humedad, a cenicero y con una lámpara sobre una mesa de acero inoxidable. Lo está esperando el coronel, sonriente, recién afeitado y con un bigote prolijo, fino y bien recortado. A G. ya no le parece tan delgado.

—Siéntese, tengo buenas noticias. Lo dejaremos en libertad, ya que pudimos comprobar que no estaba mintiendo. Efectivamente, la mujer que usted estaba buscando existe. Se llama Mabel Moreno… —dice el coronel, poniéndose los lentes para leer un informe—. Mabel Moreno Zubizarreta. Aquí dice que se conocieron en un barco. La señorita venía con su padre, desde España. Al llegar a Montevideo, su padre murió de un paro cardíaco, probablemente por el disgusto que le ocasionó su propia hija, enamorándose de un anarquista vagabundo, varios años mayor que ella. Y usted la abandonó a su suerte, continuando su ruta a Buenos Aires…

G. levanta por primera vez la vista y la dirige hacia el coronel que está leyendo un papel. Casi no alcanza a verlo bien por la lámpara que se interpone.

—¿Contento? No se puede quejar, hicimos el trabajo por usted. Deberíamos cobrarle.

—Mabel —dice G., con una voz muy débil y se da cuenta de que casi no puede hablar. Pero insiste:— Mabel… ¿Dónde vive?

—En Montevideo, ¿no? A ver, déjeme ver… —el coronel vuelve a leer con esfuerzo, acercándose a la luz de la lámpara—. Calle Rincón y Piedras. Barrio: Ciudad Vieja.

G. quiere saber más, pero se calla. Sabe que de todas formas se lo dirán.

—¿No pregunta más detalles? Pensé que estaba muy interesado en esa mujer. De otra forma no se hubiera jugado el pellejo cruzando el charco. Y no nos hubieras jodido a nosotros, teniendo que ir personalmente a verificar de que nos estabas diciendo la verdad. Cosa que me calentó un poquito, porque yo sé que estás metido con los bolches grandes y también sé que un día te voy a agarrar.

El coronel camina tratando de pensar y continúa:

—Como le decía, hicimos el trabajo por usted, porque la inteligencia militar es superior a la inteligencia culta. Lo felicito, señor G., su mujer es hermosa, una hermosísima prostituta.

Los otros cuatro que estaban en la sala esperaban este momento. Fijaron sus miradas en el rostro abatido de G. Alguno dirá que ni se inmutó. Otros dirán que se le notó que se le venía el mundo abajo. Nunca se pondrán de acuerdo.

—Una hermosa prostituta que trabaja cerca del puerto —insiste el coronel, por si la frase anterior no hubiese llegado muy profundo— ¿Sabía usted que su amada, la mujer por la cual usted arriesgó su vida, se acuesta con otros hombres por dinero?

El coronel lo mira más de cerca. G. casi no reacciona y el coronel se pone furioso. Le grita:

—¡No le importa!

—No… —responde débilmente, G.

—Ah, no le importa —dice el coronel, volviendo a su posición vertical, desilusionado—. Tal vez le importe saber cuánto me cobró por media hora. ¿No calcula? Trescientos pesos uruguayos, que en moneda nacional… no sé cuánto es. Pero no importa, porque eso lo pagó el Estado, digamos los contribuyentes como usted.

Definitivamente, ya no hay expresiones vivas en el rostro de G. Los demás renuncian a observarlo. Uno se retira diciendo que no vale la pena. Los otros se quedan porque saben que hay más.

—Trescientos pesos… —reflexiona el coronel—. Trescientos pesos por media hora que estuvo gritando como loca, porque por algo me decían Cabo Largo, siendo que nunca fui cabo. Tal vez al señor no le moleste que su amada sea una prostituta porque no nos cree. Claro, pero por algo pertenecemos al ejército argentino: lo prevemos todo —dice el coronel, tomando de la mesa un sobre de papel manila. Adentro hay unas fotografías ampliadas, en blanco y negro. Las saca y las estudia un momento.

—Hemos sacado algunas instantáneas, porque el gobierno nos paga pero debemos rendirle cuentas de nuestras actividades y gastos. ¿Qué le parece? Yo le muestro una foto de medio cuerpo y usted me dice si es ella o no.

Elige y finalmente pone una de frente a G. Es Mabel que aparece casi de perfil, mirando a la cámara un poco asustada.

—¿Es ella, su Julieta, sí o no?

G. no responde.

—Bueno, tal vez esa fotografía no la represente bien —dice el coronel— A veces ocurre. Hay fotos que no se parecen al modelo. A ver, si le muestro otras tal vez la termine por reconocer.

G. no responde; sólo mueve los ojos, de vez en cuando, para comprobar que es Mabel que aparece en todas las fotos.

—Bueno, en fin, tal vez no sea su Mabel. Así que podré mostrarle todas sin que se escandalice demasiado. Ésta es mi favorita —dice el coronel como si la admirara un momento antes de exponerla a cincuenta centímetros de la cara de G.— El que aparece arriba, de espaldas, es el agente Fabiolo. Nadie diría que es el agente Fabiolo, porque nadie lo conoce por las nalgas y el muy vergonzoso escondió la cabeza. Qué muchacho. Bueno, en realidad, todos lo hombres somos vergonzosos. ¿No se ha fijado usted que en las revistas pornográficas la mujer es siempre la que da la cara, mientras que el macho que las está cogiendo la esconde? La mujer siempre pierde la vergüenza más rápido. Y dicen que la vergüenza es como el virgo: se lo pierde y después no hay vuelta atrás. Bueno, aunque tal vez usted nunca haya visto una revista pornográfica. Aproveche ahora y disfrute con nosotros de estas tomas de película.

G. no quiere que lo vean con los ojos húmedos; inclina la cabeza procurando mirar para otro lado, pero atrás se encuentra con la cara sonriente de un soldado. El coronel ha ganado otra vez, piensa el soldado.

—No vaya a pensar que obligamos a esta pobre mujer a hacer lo que parece que está haciendo aquí —sigue diciendo el coronel—. No, no, señor. Eso no es de hombres. Además no quisiéramos tener problemas con nuestros hermanos uruguayos. En realidad le pagamos por el servicio, que es un trabajo como cualquier otro. Y ningún trabajo es vergonzoso. El trabajo honra a la gente. Y mira que le dimos unos pesos más por las fotografías, que fue lo único que no le gustó.

 

Jorge Majfud


Del libro Perdona nuestros pecados (2007)

 

La vida humana como efecto colateral

Niños de Tilcara saliendo del cole

Image by zaqi via Flickr

La vita umana come effetto collaterale (Italian)

Bitacora (La Republica)

La vida humana como efecto colateral


 

Cada vez que regreso a Uruguay me impacta lo previsible. No descubro novedades pero mi capacidad de asombro se renueva. Siempre he considerado que la sensibilidad es la mejor aliada de la razón: es aquello que nos sorprende lo que nos obliga a reflexionar. Es la intuición la que guía a la razón y no a la inversa, como se presume siempre. Sin las emociones el análisis se pierde, como un forense buscando el origen de la vida en una morgue. Y es eso, precisamente, en lo que se está convirtiendo nuestro querido país, pequeña región geográfica y humana con un pasado brillante: en una morgue donde sus directores discuten sobre el número de muertos, sobre las causas de cada fallecimiento, sobre cómo evitar el olor nauseabundo que se incrementa día a día sin dar suficiente tiempo de recuperación a las narices que se anestesian junto con los ojos que todavía miran pero ya no ven. De vez en cuando alguno de los directores de la morgue se queja de los cadáveres: hemos diseñado todo tipo de planes sociales, les hemos inyectado suero, el aire acondicionado ha mejorado, pero ellos se niegan a levantarse. Hay gente que prefiere seguir tirada en la calle a vivir como la gente.

Hace unos días murió un niño de hambre y otro de diarrea. Poco después los gusanos comieron vivo a un pequeño de trece meses. No es necesario entrar en detalles descriptivos. Bastará con apuntarlo y no dejarlo pasar como un fenómeno climático sino de verdadera injusticia social. Al mismo tiempo que todo esto ocurre, nuestro vicepresidente continúa su heroica batalla por demostrar que los criterios para medir la pobreza son erróneos y, por lo tanto, deberíamos considerar una cifra un poco más baja de la que publican los técnicos de la salud.

Pero estos niños muertos son niños de la periferia. Marginados. Son efectos colaterales. No duelen.

En este momento me interesa entrar en el pantano. Está en juego la relación con el otro y las instituciones en general, porque cada vez que un niño muere de hambre el Estado pierde su razón de ser. Y en esto hay que decir que el Estado ha perdido la razón reiteradamente. Si la mayor Institución que se ha dado la sociedad es capaz de reparar un semáforo cada vez que se descompone, ¿cómo no es capaz de evitar que un niño se muera de hambre? He escuchado muchas veces que un gran porcentaje de los seres humanos que duermen en las calles, con la cabeza apoyada en la vereda a cero grado centígrado, bajo la violencia del clima y bajo la violencia moral de ser vistos en esa degradación, se niegan a concurrir a un local donde tienen comida y colchones. Ergo esos individuos son responsables de su desgraciada condición. En inglés hasta suena distinguido: son homeless. Pero cuántos de nosotros no nos volveríamos dementes en situaciones de violencia semejantes y reiteradas como lo están esas personas?

Pero como los pobres son “responsables” de su pobreza, así como los alcohólicos y los drogadictos son responsables de su vicio, podemos dejarlos tirados y el mundo seguirá andando. Ahora, si un hombre amenaza con tirarse de un décimo piso, ¿qué hace el Estado? En teoría, ese hombre está en su derecho de hacer con su existencia lo que quiera. Sin embargo, a nadie se le ocurriría dejarlo ejercer su derecho. ¿Por qué? Siempre argüiremos que esa persona no está bien de la cabeza y, por lo tanto, debemos ayudarla a desistir de su intento. Entonces enviamos bomberos, policías y psicólogos para “persuadirlo” de su intento, no vaya a ser que ensucie la calle y cunda el mal ejemplo. ¿Está bien esto? Más allá de una discusión filosófica sobre el derecho, la intuición nos grita que sí. Entonces, ¿por qué dejamos a un hombre tirado en la calle? ¿Por qué la mayor organización de la sociedad, el Estado, no se hace responsable por cada niño que muere de hambre, en lugar de echarle la culpa a una madre que vive en un basurero y ya ha dejado de pensar?

Mal, esto es el árbol de hojas secas. Ahora tratemos le ver el bosque.

Durante décadas, el Río de la Plata fue un río de inmigrantes. Millones de hombres y mujeres bajaron de los barcos a esta tierra desconocida para plantar su raza y sus costumbres. En su gran mayoría eran europeos, representantes orgullosos de una cultura avanzada, de una historia llena de grandes imperios y ominosas dominaciones, que muchas veces se confundió con una raza inexistente: la raza blanca. Sin embargo, aquellos abuelos nuestros que bajaron de los barcos en su mayoría eran analfabetos, víctimas de las más obscenas persecuciones o delincuentes comunes. Por lo general, gente que no tenía muchas razones para sentirse orgullosa. No porque fueran pobres y analfabetos, sino porque venían de una Europa enferma, guerrera y puritana, la mayoría de las veces arrastrando profundos prejuicios, inútiles rigurosidades morales que se parecían más a la inhumanidad y a la mentira que a la sabiduría.

Un minúsculo hecho acontecido en el puerto de Buenos Aires retrata con perfecta economía algunos de aquellos conquistadores, que no carecieron de virtudes pero que por regla general hicieron todo lo posible por olvidar sus defectos, esos mismos que la antropología intentó disimular en los libros. El milagro me lo transmitió mi tío Caíto Albernaz, un campesino sin universidad pero con muchos libros al lado del arado y una inteligencia ética demasiado fina para ser escuchada sin fastidio, destruido hace ya muchos años por la dictadura militar. Yo era un niño aún y le escuché contar, con la misma brevedad, mientras escuchábamos el canto o la queja de un ave nocturna, inubicable en el extenso horizonte del atardecer: “Todavía con las valijas en las manos, un grupo de inmigrantes se cruzó con otro grupo de otra nacionalidad, probablemente de algún país periférico de Europa. Entonces, uno le dijo a otro: Nuestra lengua es mejor porque se entiende.”

Con el tiempo, esta iluminación de la ignorancia se fue ocultando bajo una espesa capa de cultura. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro corazón occidental, aún sobrevive la actitud primitiva que considera nuestra propia lengua la mejor lengua, nuestra moral la mejor moral y, aunque nos duela, nuestros muertos las únicas víctimas. Y para darse cuenta de esto no es necesario una universidad sino la sensibilidad de aquel campesino que sabía escuchar a los pájaros.

Durante todo el siglo XX, uno de los principios éticos que justificó cada genocidio y cada matanza, en masa o a pequeña escala, fue aquel en el cual se establecía que “el fin justifica los medios”. Como era de esperar, los nobles fines nunca llegaron y, por ende, los medios terminaron por perpetuarse, es decir, los medios se impusieron como fines. (Así suele ocurrir con las Causas cuando se transforman en ideologías, o con la Fe cuando se transforma en dogma.) Lo cual es doblemente lógico, ya que si uno pretende defender la vida con la muerte, el uso de este último recurso hace imposible el logro perseguido. Al menos que el logro sea la resurrección indiscriminada.

Con el transcurso del tiempo, las retóricas y las ideologías han ido cambiando. Sólo cambiando; no han desaparecido en ningún momento. De hecho, el precepto de que “el fin justifica los medios” se encuentra tan vigente hoy como pudo estarlo en tiempos de Stalin o de Nerón. Ahora, de una forma más técnica y menos filosófica, se entiende el mismo concepto con la expresión “efectos colaterales”

Veámoslo un poco más de cerca. En los últimos cincuenta años se han venido realizando intervenciones militares, por parte de las mayores potencias mundiales, con el objetivo de mantener el Orden, la Paz, la Libertad y la Democracia. No vamos a ponerlo en duda —esto complicaría el análisis ya desde el comienzo—. En cada una de estas intervenciones en defensa de la vida ha habido muertos, por supuesto. A diferencia de las antiguas guerras, los muertos escasamente son militares (lo que hace de este oficio uno de los más seguros del mundo, más seguro que el oficio de periodista, de médico o de obrero de la construcción) y nunca son los promotores de tan arriesgadas empresas. Por regla común, los nuevos muertos son siempre civiles, algún viejo que no pudo correr a tiempo, algún joven inconsulto, sin voz ni voto, alguna mujer embarazada, algún feto abortado.

Miremos por un momento estos muertos que no nos tocan ni nos salpican. ¿Son muertos imprevistos? Creo que no. A nadie puede sorprender que en un ataque militar haya muertos. Los muertos y las guerras poseen lazos históricos, así como las guerras y los intereses corporativos. Tan previsibles son estos muertos que han sido definidos, en bloque, como “efectos colaterales”. No es cierto que las “bombas inteligentes” sean tontas; hasta un genio se equivoca, eso lo sabemos todos. Ahora, el problema ético surge cuando se acepta sin cuestionamientos que estos “efectos colaterales” son, de cualquier manera, inevitables y no detienen nunca la acción que los produce. ¿Por qué? Porque hay cosas más importantes que los “efectos colaterales”, es decir, hay cosas más importantes que la vida humana. O por lo menos de cierto tipo de vida humana.

Y aquí está el segundo problema ético. Aceptar que en un bombardeo la muerte de centenares de inocentes, hombres, niños y mujeres, puedan ser definidos como “efectos colaterales” es aceptar que existen vidas humanas de “valor colateral”. Ahora, si existen vidas humanas de valor colateral, ¿por qué se inicia una acción de este tipo en defensa de la vida? La razón y la intuición nos dice que el precepto lleva implícita la idea, no cuestionada, de que existen vidas humanas de “valor capital”.

Un momento. Ante tan grotesca conclusión, debemos preguntarnos si no hemos errado en nuestro razonamiento. Para ello, debemos hacer un ejercicio mental de verificación. Hagamos el experimento. Preguntémonos ¿qué hubiese ocurrido si por cada cinco niños negros o amarillos destrozados por un “efecto colateral” hubiesen muerto uno o dos niños blancos, con nombres y apellidos, con una residencia legible, con un pasado y una cultura común a la de aquellos pilotos que lanzaron las bombas? ¿Qué hubiese ocurrido si por cada inevitable “efecto colateral” hubiesen muerto vecinos nuestros? ¿Qué hubiese ocurrido si para “liberar” a un país lejano hubiésemos tenido que sacrificar cien niños en nuestra propia ciudad, como un inevitable “efecto colateral”? ¿Hubiese sido distinto? Pero cómo, ¿cómo puede ser distinta la muerte de una niña, lejana y desconocida, inocente y de cara sucia, a la muerte de un niño que vive cerca nuestro y habla nuestra misma lengua? Pero ¿cuál muerte es más horrible? ¿Cuál muerte es más justa y cuál es más injusta? ¿Cuál de los dos inocentes merecía más vivir?

Seguramente casi todos estarán de acuerdo en que ambos inocentes  tenían el mismo derecho a la vida. Ni más ni menos. Entonces, ¿por qué unos inocentes muertos son “efectos colaterales” y los otros podrían cambiar cualquier plan militar y, sobre todo, cualquier resultado electoral?

Si bien parece del todo lícito que, ante una agresión, un país inicie acciones militares de defensa, ¿acaso es igualmente lícito matar a inocentes ajenos en defensa de los inocentes propios, aún bajo la lógica de los “efectos colaterales”? ¿Es lícito, acaso, condenar el asesinato de inocentes propios y promover, al mismo tiempo, una acción que termine con la vida de inocentes ajenos, en nombre de algo mejor y más noble?

Un poco más acá, ¿qué hubiese ocurrido si los gusanos dejaran de comer niños pobres y comenzaran a comer niños ricos? ¿Qué ocurriría si por una negligencia administrativa comenzaran a morir niños de nuestra heroica e imprescindible well to do class?

Una “limpieza ética” debería comenzar por una limpieza semántica: deberíamos tachar el adjetivo “colateral” y subrayar el sustantivo “efecto”. Porque los inocentes destrozados por la violencia económica o armada son el más puro y directo Efecto de la acción, así, sin atenuantes eufemísticos. Le duela a quien le duela. Todo lo demás es discutible.

Esta actitud ciega de la Sociedad del Conocimiento se parece en todo a la orgullosa consideración de que “nuestra lengua es mejor porque se entiende”. Sólo que con una intensidad del todo trágica, que se podría traducir así: nuestros muertos son verdaderos porque duelen.

 

Jorge Majfud

Montevideo

25 de junio de 2003

 

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Hacia una hermenéutica de la historia latinoamericana

En abril de 2010 un reconocido filósofo español convocó a una reunión cerrada en una universidad de Nueva York para discutir una posible reforma del hispanismo. En el amplio penthouse de la biblioteca principal nos reunimos en un círculo una decena de profesores de diversos estados invitados especialmente para la ocasión. En cada oportunidad se la nombró como “mesa redonda”. Estaban las sillas, la forma circular y la idea de un debate equitativo sobre el rancio espíritu conservador de la tradición hispanista que había impuesto un corpus arbitrario de textos consagrados. Todos coincidimos en el rechazo a gran parte de esa tradición, sobre todo a los valores impuestos por la cultura hegemónica que había surgido después del siglo XV, en detrimento de una modernidad ilustrada más rica y más diversa que le había precedido. Uno de los panelistas insistió en la necesidad de definir “lo que era” la ilustración y no lo que “no había sido”.

En la referida mesa redonda faltaba la mesa redonda. El ejemplo ilustraba mi posición expuesta en el libro Evolución y revolución de los signos. En la sala de discusión faltaba la mesa, pero el elemento ausente estructuraba el espacio y la idea. La fuerza del ausente era tal que aún presente en el mismo nombre, “la mesa redonda”, pasaba perfectamente inadvertido ante los ojos de una decena de especialistas en cultura y lenguaje.

Entiendo que de la misma forma los elementos ausentes pueden y suelen estructurar, inducir y controlar prácticas y pensamientos a un grado que se subestima a favor de una supuesta conciencia histórica, colectiva o individual. En el libro antes referido —acabado como tesis doctoral hace varios años y en prensa en el 2010— el elemento invisible como clave de búsqueda es el elemento reprimido por la conquista y las sucesivas colonizaciones territoriales y, sobre todo, morales y culturales. Es decir, ese océano casi desconocido del mundo equívocamente llamado “pre-hispánico”, que tradicionalmente se refiere a una cultura indígena que terminó con la llegada de los europeos al continente de los pájaros. Por ejemplo, ¿por qué se ha estudiado hasta el hastío las lecturas de Sor Juana Inés de la Cruz, sus influencias provenientes del Siglo de Oro español, y no se ha estudiado las relaciones de la niña Juana Inés con sus criadas indias? ¿Cómo explicar el feminismo de la monja rebelde recurriendo al misoginismo de los escritores españoles del siglo XVI y XVII? Incluida a la misma Santa Teresa, defensora de la sumisión femenina al poder masculino citada por la misma Sor Juana, más por conveniencia política que por convicción ideológica. ¿Por qué desestimar que la llamada cultura machista de México no era tal o era mucho menos machista y misógina que la Europa de la Edad Media y del Renacimiento?

Sin embargo, el espíritu amerindio sobrevivió, no a pesar de la violencia sino, quizás, por la violencia misma de una forma muchas veces subterránea, camuflada y travestida pero fortalecida, más allá del reconocimiento artesanal y de una tradición pintoresca, fácil de consumir por el turismo y la mentalidad museística y voyerista contemporánea. Una historia que en cierta medida fue la historia de los cristianos primitivos hasta la crisis mayor de su oficialización en el siglo IV, por razones imperiales, y la historia de moros y judíos conversos en el sur de España a partir del siglo XVI.

Una de las hipótesis que he manejado en el libro anterior considera que un elemento siempre presente en la cultura y la militancia del siglo XX procede de los primeros tiempos de esa región que hoy se conoce imprecisamente como América Latina; ni todo ni tanto de l’intellectuel engagé representado por Zola o Sartre. Esta actitud, esta práctica y concepción del compromiso y la militancia del intelectual latinoamericano hunde sus raíces en la conciencia traumática de la Conquista en el siglo XVI y los siglos de brutal colonización que le siguieron.

La experiencia de la violencia y de la ilegitimidad de todo orden social está presente desde las primeras crónicas de los conquistadores y se acentúa a medida que los nativos, criollos e indígenas se abocan a la tarea de autonarración y de reflexión sobre su identidad. Pero también hay una cosmogonía que no es europea.

Como si no se tratase solo de un producto de la Conquista sino de un rasgo peninsular, la atribución de queja e insatisfacción del pensamiento popular latinoamericano se puede rastrear sin dificultades desde los Diarios de Colón hasta las crónicas de los conquistadores. Queja e insatisfacción por las magras recompensas obtenidas del saqueo, según la injusta distribución que administraba la autoridad en Europa. Queja e insatisfacción por el saqueo y la corrupción de los mandos medios, nunca del rey.

Igual, del lado de los nativos americanos la queja y la desconfianza al poder será una tradición justificada por una permanente violencia física, moral y estructural que a su vez será contestada periódicamente con la violencia de la rebelión, de la revuelta y, en casos más excepcionales, articulados por el pensamiento moderno o ilustrado, de la revolución.

Esta represión por la fuerza de la violencia militar y eclesiástica, por la fuerza de la ideología de la esclavitud, del racismo y del clasismo de sociedades estamentales, se prolongó por más de tres siglos, más allá de las revoluciones o revueltas que dieron las independencias políticas a las nuevas repúblicas a principios del siglo XIX.

Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas, conservaron y adaptaron sus idiomas, sus mitos, sus prácticas de producción y reproducción y sus formas particulares de sentir y de pensar no europeos hasta bien entrado el siglo XX y, en muchos casos, hasta hoy en día. Pero también debieron adoptar, de forma ortopédica, una ideología y un corpus de valores hegemónicos que servían a su propia explotación, desde elaboradas teorías sobre la inferioridad racial de los colonizados hasta una sensibilidad estética que moldeó la percepción de la superioridad blanco-europea pasando por un corpus diverso de disquisiciones teológicas producidas en la metrópoli y de aleccionadores sermones de pueblo. Parte de esta ideología procuraba, precisamente, la desvalorización de aquello que lo distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente.

Esa clase minoritaria que fundó las repúblicas de papel lo hizo basada en la cultura ilustrada de Europa mientras una población mayoritaria en vastas regiones de Perú, México y de las republicas centroamericanas hasta el siglo XX ni siquiera hablaban el español como primera lengua ni estaban enteradas del Siglo de las Luces, de la Libertad del Mercado o de la Dictadura del Proletariado más allá de las consecuencias bélicas en las que debían participar. Razón por la cual las democracias liberales por mucho tiempo y a lo largo de muchos pueblos apenas significó la legitimación de estados autoritarios al servicio de minorías dirigentes.

Es decir, aunque un estado presente de la sociedad y una forma de pensar no están rígidamente determinados por el pasado, como pueden estarlo las órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia. Cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista. Querámoslo o no, siempre partimos de una base preestablecida sobre la cual pensamos y sentimos. No inventamos ningún lenguaje; apenas nos valemos de él para conservarlo o para cambiarlo pero no podemos actuar libremente fuera de él, fuera de los parámetros mentales en los que vinimos al mundo. Apenas si podemos ver por el ojo de la cerradura en un intento de reflexión y autoanálisis.

Por si fuesen pocas limitaciones, uno de los mayores obstáculos en las academias radica en considerar una disciplina como un feudo limitado que promueve el estudio de todo lo que caiga dentro de los límites semánticos previamente establecidos por una tradición y se niega o rechaza a lidiar con todo lo que caiga o proceda más allá de sus muros. Esta concepción de las disciplinas académicas se agravó, especialmente en el campo literario, con el auge de las corrientes posmodernas —Barthes, Derrida, Lyotard— que consideraron a un texto como un cuerpo muerto, autorreferencial, un juego lingüístico o de signos sin trascendencia epistemológica ni existencial. Básicamente significa que si uno vuelve a su casa y la encuentra hecha cenizas, no debe relacionar las cenizas con un posible incendio y menos éste con las amenazas incendiarias del vecino, ya que las cenizas son lo que son y no hay nada detrás del fenómeno.

Ya desde el humanismo renacentista el autor dejó de ser la autoridad, Dios, para ser un medio de la razón y de la historia y, en última instancia, una opinión más sobre su propio texto, junto con la del lector. En el siglo XX simplemente se lo desautorizó hasta proclamar su muerte, ya que representaba —al menos algo representaba algo— un estorbo a la libertad del lector. Una vez muerto el autor, parte fundamental del contexto, sólo quedaba negar el contexto metaliterario primero —la realidad— y el mismo contexto literario después. Hasta llegar a la idea cadavérica de que un texto no tiene ningún referente y si lo tiene, es un simple esclavo de la idea.

El juego lingüístico y autoreferencial de un texto fue simultáneo a la lógica del consumo de símbolos y bienes del capitalismo americano y de la misma tecnología digital más tarde, donde la realidad no virtual y la lógica deductiva ha sido reemplazada por la dinámica de las inducciones que surgen de una segunda naturaleza construida por el programador en forma de reglas de juego, de convenciones, desde las operaciones de software hasta las mismas operaciones matemáticas de una planilla Excel. Ya no se trata de comprender una naturaleza unitaria sino las reglas fraccionadas de un juego dado. Comprender un sistema X no significa comprender un sistema Z porque al tratarse de un lenguaje (chino y bantú), de un juego (fútbol y beisbol), ambos sistemas pueden ser semejantes o incompatibles. La idea sobre el universo unitario donde “una piedra que cae y la Luna que no cae son un mismo fenómeno” ya no se aplica al mundo virtual, que es el nuevo mundo humano.

Por el contrario, no creo que una disciplina académica sea o deba ser un rodeo cerrado de especialistas, un juego o un idioma único, sino un punto de encuentro de todas las especialidades que le son ajenas. Un espacio de cruce, de choques y múltiples derivaciones. No un espacio cerrado, estático, autorreferencial. Por otra parte, también creo necesaria la rehabilitación de todo lo metaliterario como fuente principal de lo literario y lo literario como un espacio de cruce de la realidad múltiple. Esto significa una reivindicación del autor, del contexto y, sobre todo, del referente de cada texto, sea escrito, oral o visual, como el elemento que da origen y sentido final al texto.

De la misma forma, la historia en general y la historia latinoamericana en particular no debe ser vista simplemente como el resultado de lo que se desprende de los textos escritos con pretensiones de documentos. La historia latinoamericana es la historia de una tradición ilustrada sin ilustración. Es decir, basada en el uso y abuso del texto como reflejo único de la realidad que no reflejaba la realidad sino que la ocultaba, que continuaba reprimiendo la libertad y la diversidad humana en beneficio de la autoridad europea.

Por lo tanto, el estudio textual debe hacerse con un rigor hermenéutico y una forma de facilitar esta labor consiste en partir de hipótesis. Una hipótesis o clave de lectura fundamental es la irrelevancia cuando no la ausencia del componente indígena en toda la cultura, el pensamiento, la mentalidad y el “modus operandi” del continente.

De la misma forma que un idioma no se cambia en unas pocas generaciones, tampoco se cambia una forma de sentir y de pensar. Aún cuando un idioma se impone, como el español en América o el inglés en India, los pueblos multitudinarios siempre conservarán más o menos ideas y sobre todo valores, acciones y creencias que proceden de sus milenarias raíces históricas, siempre travestidas por una modernidad que ante todo es visible y casi por regla general es lo más superficial de una civilización. Para completar la paradoja y el ocultamiento de estas raíces, la misma cultura contemporánea reproduce en el área visual de su consumo lo más superficial de la cultura vernácula, como esas artesanías indígenas que se venden en Perú o en México y que son fabricadas en serie en China.

No deja de ser una paradoja que la historia siempre ha estudiado y representado la historia de la humanidad como una sucesión de hechos, casi siempre militares, casi siempre superficiales ara la historia profunda de los pueblos. Así también la historia del pensamiento se ha representado a sí misma como una sucesión de ideas que cambian, se transmiten o reaparecen cada tanto, casi siempre si no siempre, a través del hilo conductor de sus autores y lectores. Casi siempre influenciando pueblos enteros. Casi nunca a través de las subterráneas potencias de los pueblos, de las civilizaciones con sus formas de hacer y de sentir que definen o condicionan una idea, una corriente de pensamiento.

Igual las tecnologías: se considera que la imprenta en el siglo XV, la máquina a vapor del siglo XIX o Internet en el siglo XX provocaron revoluciones en las formas de sentir y de pensar de las sociedades pero no se considera por qué dichos inventos aparecieron en determinado momento y no antes cuando fueron posibles. Y si no fueron posibles por un estado x de la tecnología del momento, por qué la humanidad o un grupo representante de esa humanidad en determinado momento se obsesionó con dar una solución a un problema del que no dependía la sobrevivencia inmediata de la humanidad.

A partir de estas claves hermenéuticas de lecturas pueden releerse los textos que inventaron nuestras repúblicas y nuestras realidades, nuestros sueños y nuestros crímenes, desde el ensayo hasta la poesía y la ficción, desde Domingo Sarmiento hasta José Martí. En esta relectura deberemos tener como marco la idea de una ausencia —el texto no escrito— que, de una forma o de otra, se explicará y se revelará en la misma violencia suave de los textos escritos, como las iglesias construidas sobre los templos indígenas. Así los documentos históricos se evidencian aún más en su carácter literario, ficticio, como creadores de una realidad más real que la realidad. Como he sugerido anteriormente, es posible sospechar, sino descubrir, las huellas de Quetzalcóatl, Viracocha, de los mitos y de antiguas formas en los mismos escritos de los escritores comprometidos del siglo XX, desde Roque Dalton y Ernesto Guevara hasta Ernesto Cardenal y Eduardo Galeano.

Jorge Majfud

Jacksonville University

Enero 2010

Carta a un lector

Off the northern coast of Mozambique lies the ...

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Carta a un lector

Amigo Ángel,

Gracias por sus palabras. Usted sabe, en esto de conjeturar frente al océano infinito, turbulento o engañosamente en calma, hay mucho riesgo. La mayoría de las veces erramos. Nos cuesta mucho ver con claridad el pasado que, dicen, está hacia atrás; y mucho más nos cuesta ver el futuro que está delante. Y así vamos tropezando en la oscuridad, apenas guiados por una experiencia sobre el camino, nunca suficiente, a veces engañosa, a veces un obstáculo más para prever, para cambiar de rumbo a tiempo, para inventar caminos nuevos.

En lo que de verdad importa somos como niños que recién se han despertado y refriegan sus ojos para ver sin comprender que esa noche blanca es el sol que cae sobre el rio.

De lo único que podemos estar seguros es que si algún progreso es posible en la historia de esta pobre y soberbia especie animal, no podría ser sin la crítica abierta, sin prueba y error, sin conjeturas, sin tropezones.

En ciencias un prejuicio se llama hipótesis y es uno de los instrumentos para llegar a una verdad. En política y en moral un prejuicio es el instrumento principal que los más fuertes usan para confundir la verdad con sus propios intereses.

Comprendo cuando me dices que no es posible pensar cuando uno está angustiado tratando de sobrevivir. Sí, vivir y comprender no es la misma cosa. Pero sin vivir el dolor y la alegría no se puede comprender, o llegar a comprender, un solo grano de arena de todo este mar turbulento.

Claro, para pensar con alguna calma, sin las pasiones que nos aturden el entendimiento, también es importante pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad, al menos de forma relativa. No obstante el confort también anestesia. Lo demuestran muchos ciudadanos de Estados Unidos y de Europa, al menos hasta no hace mucho. Sin ir más lejos, lo demuestra la larga historia de las clases altas latinoamericanas, con raras excepciones como la de Manuel González Prada, por nombrar solo uno.

Pero para vivir plenamente hay que tomar el riesgo. Más cuando se vive en un tiempo tan interesante. En nuestro caso, estamos hechos en esa lucha y, al menos mientras tengamos el espíritu joven, no podemos (en realidad es siempre “no queremos”) renunciar a ella por compleja que sea.

Hoy venía a mi oficina por la autopista, formando parte de ese río feroz que atraviesa Filadelfia a las seis de la mañana, pensando que debía llegar a las X hora porque le había prometido una entrevista a una radio de Uruguay, y pensaba todo lo complejo que es este mundo al que respondemos. Y entonces recordé por qué años atrás decidí abandonar, después de muchos meses, las tranquilas aldeas de Mozambique, las playas más hermosas del planeta, las islas más en calma de la historia, esa alegría de los africanos pobres que carecen los afroamericanos ricos…

Y supe claramente por qué. Por eso, precisamente, porque eran tierras demasiado tranquilas para alguien que había nacido y se había criado entre la lucha dialéctica de tirios y troyanos, visitando las cárceles de la dictadura en Uruguay, pasando mensajes de esperanza a los presos que apenas se sostenían con la verdad o con las ilusiones de sus ideologías, con la fortaleza incontestable de sus convicciones morales. Mensajes clandestinos que para aquel niño, que algún familiar había elegido por su memoria, eran poemas. Poemas que, sabía, no eran inocentes, simple juegos de palabras. Aquel niño sabía que las palabras del poema eran cruciales para la esperanza, para la resistencia existencial, para la vida de muchos de aquellos condenados por la soberbia militar de la época.

Las costas del norte de Mozambique, el fin del mundo, como las llamaban los blancos, las aldeas que, de no ser por las minas personales que se sospechaban a lo largo de los caminos casi no recordaban la reciente guerra civil, eran demasiada tranquilidad para alguien que había crecido también en medio de dos fuegos cruzados entre revolucionarios y militares, entre los discursos oficiales en mi escuela, en mi liceo, y la realidad que los contradecía.

Y todo eso había sido tan triste en mi patria (es decir, en mi niñez) y, sin embargo, o por eso mismo, ya no podía ser otro e irme a una isla en el mar Índico a vivir en esa supuesta paz, en esa sencilla belleza.

Uno no se puede cambiar de cultura como se cambia de ropa, no importa a dónde vaya. Uno no deja en la casa de sus padres sus sueños y sus obsesiones por el mero hecho de viajar o de vivir del otro lado del mundo.

Ni siquiera cuando al regresar a mi país me volvieron a llamar de Alemania para continuar los supuestos planes de desarrollo, aprobados por los europeos, en aquellas aldeas. Ni siquiera acepté volver con los privilegios de vivir como un europeo con aire acondicionado en medio de la jungla o frente a las transparentes playas de Cabo Delgado donde cada mañana salen los pescadores con sus coros que se reflejan en el mar con increíble potencia.

Quizás sea por eso que cada semana entro en batalla dialéctica, sin que con ello gane nada material aparte de unos cuantos insultos y algunas otras palabras de apoyo como las suyas.

Me he prometido mil veces abandonar todo eso. Seguramente algún día lo haré. Pero mil veces los hechos, en algún rincón del mundo, me imponen, o no resisto a dedicarle toda la pasión de la que puedo ser capaz para comprenderlos, para denunciarlos, para sentirlos. El olvido no se impone. La indiferencia no es voluntaria.

Al final del día yo sé que mi elección, mi trabajo, como el de muchos, aunque a veces reciba el aliento y hasta el elogio de algún lector como vos, no es para nada heroico. Puede ser comprometido, riesgoso muchas veces, desalentador, pero para nada heroico.

Los verdaderos héroes son todos anónimos, en el mejor sentido de la palabra.

Disculpa el desorden de mi respuesta,

Jorge.

Jorge Majfud

Marzo 2009

Honduras y Uruguay: tan diferentes, tanto iguales

Nuestra memoria no olvida!, nuestra dignidad n...

El realismo mágico latinoamericano


Honduras y Uruguay: tan diferentes, tanto iguales

El realismo mágico, como cualquiera sabe, fue una marca de fábrica de la literatura latinoamericana de los años ‘60. Muchos críticos señalan que fue un producto de las editoriales internacionales. Quizás producto también del poderoso mercado de lectores europeos y norteamericanos ávidos de exotismos matizados con dictadorcillos vestidos de guayaberas. Así habrían redescubierto al Juan Rulfo de los ‘50 y al cubano Alejo Carpentier de los ‘40.

Entiendo que el realismo mágico está explícito en el principal género del realismo —la crónica—, como en Crónica del Perú (1553) de Pedro Cieza de León y en el resto de la locura del colonizador y el martirio del colonizado. Pero tampoco se acaba con los imitadores de García Márquez en los años ‘80 ni se limita a la literatura tradicional. La ficción, la literatura son espacios de encuentro de una realidad que la sobrepasa y la alimenta. En gran medida nuestro pueblo latinoamericano está hecho en el mito, en el mejor de los casos, y en la irracionalidad mágica, en el peor. Las dictaduras militares dieron pruebas de ello hasta el hastío.

Hoy el realismo mágico es tan ubicuo en la realidad latinoamericana que no sólo se confunde con la realidad sino que ni siquiera se lo ve como mágico.

Para prueba dos ejemplos en las antípodas de América latina: Honduras y Uruguay. En el país centroamericano se escribió una constitución que niega los cambios en la historia y es la base de un sistema democrático representativo que niega un referéndum serio para modificar su letra. Por el contrario, impone castigos a quienes se atrevan a semejante herejía. Los caciques y sacerdotes siempre son celosos en estos puntos que se refieren al status quo. Es decir, como una maldición bíblica, la letra que se pretende sagrada impone su dictadura sobre los humanos que debieron ser sus autores o correctores. Una constitución republicana que es el producto de la filosofía del humanismo y del iluminismo se convierte así en un texto irracional, sagrado como cualquier texto escrito por cualquier dios.

Por el otro lado, aparentemente Uruguay opta por lo contrario en el momento de organizar su sociedad. Con una democracia centenaria, interrumpida dos o tres veces por el autoritarismo feudal, más típico en otros países del continente, ha recurrido muchas veces en los últimos años al referéndum como ejercicio de una tímida democracia directa.

No obstante, en un par de veces, como aconteció en el último referéndum, pone a consulta popular precisamente aquello que no puede ser decidido por un grupo para ser impuesto a otro, por minúsculo que sea. El referéndum (2009) para derogar la Ley de Caducidad en su búsqueda de derribar la muralla legal que protege a los violadores contra el relamo de justicia de sus víctimas, en los últimos treinta años ha sido el único recurso de los débiles y el involuntario instrumento de legitimación de los violadores de los Derechos Humanos, de sus cómplices y del error histórico de medio pueblo deformado por la dialéctica de la dictadura y la estratégica indiferencia.

Ningún grupo puede imponer, por uno de esos momentos de delirio colectivo tan comunes en la historia, la violación de los derechos humanos de una sola persona. ¿Podría un referéndum permitir o imponer la violación sexual de una niña? Pensarán que exagero, pero una segunda consideración evidencia que no. Aunque menos gráfico, ¿podría un referéndum nacional negarle a un padre el derecho a ver al violador castigado por ese delito? No, nunca.

El ejemplo parece obvio porque no tiene implicaciones políticas. Pero ¿alguien diría que los crímenes que se cometieron —incluidos los crímenes sexuales— con la arrolladora impunidad del estado no son equiparables a la violación de una niña? Sí lo fueron. No en un caso, en muchos. Sin contar con el impacto que deja en un pueblo entero el terrorismo de Estado con sus múltiples tentáculos. Lo cual se prueba sólo con la existencia de referéndums exculpatorios de criminales en masa, los que reproducen la violencia a través de la impunidad de una minoría en complicidad con la cobardía o con el delirio colectivo.

El profesor Emilio Cafassi, en uno de sus recientes análisis sobre las elecciones uruguayas se pregunta cómo resolvieron los hijos los conflictos de los padres que participaron en la dictadura de los ‘60. Las mismas inquisiciones hice muchas veces en distintos países a algunos alemanes que fueron niños, hijos de correctos ciudadanos que apoyaron democráticamente y en masa el terror del nazismo. Siempre recibí balbuceos nerviosos, confusos en el mejor de los casos. Aludiendo al uso propagandístico del nombre “Pedro” del joven candidato del partido Colorado, Pedro Bordaberry, el hijo del dictador Juan María Bordaberry, Cafassi nos deja una de las más breves y agudas observaciones que se han realizado sobre las últimas elecciones: “Hoy la gran pregunta de los hijos es qué hicieron sus padres en ese período. Pedro, por ejemplo, la respondió en su campaña economizando apellido”.

En los dos casos, de Honduras y de Uruguay, el atentado es contra los Derechos Humanos conquistados a lo largo de la tradición del humanismo de los últimos siglos. Uno, negando la consulta popular para ejercer un derecho democrático a cambiar o a permanecer; el otro, usándola como forma de legitimar la violación de los derechos elementales de una minoría. En ambos casos se trata del triunfo de la irracionalidad, de la centenaria tradición del realismo mágico que en literatura ha producido tantas obras maestras y en la política tantos crímenes impunes.

Jorge Majfud

Lincoln University, noviembre 2009.

La Republica (Uruguay)

Mémoires du sous-développement

Memories of Underdevelopment

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Mémoires du sous-développement (I et II)

par Jorge Majfud

Une société manifeste un haut degré de développement par la manière dont ses membres se conduisent et à la qualité des relations que ceux-ci ont entre eux et non par un simple flot de capitaux.

Au grand Tomás Gutiérrez Alea

« I »

La production mal répartie

Lors de mon dernier séjour en Uruguay, j’ai entendu répéter quelques fois, dans des réunions entre amis, une blague du grand Luis Landriscina : un paysan insouciant était en train de dormir à l’ombre ; lorsqu’un Anglais lui demanda pourquoi il ne faisait pas produire son champ, l’autre lui répondit :

– Pour quoi faire ?

-Pour ensuite pouvoir te reposer, lui dit l’Anglais.

-Et qu’est-ce que je suis en train de faire ?, conclut avec malice l’éternel fatigué.

Cette histoire n’est pas seulement drôle, d’aucuns la trouvent empreinte d’une grande sagesse. Elle n’est pas mal en tant que philosophie personnelle, elle est très écologique et, au passage, c’est un camouflet dialectique qui est infligé à tous ces impérialistes qui nous ont tellement gâché notre histoire. En outre, le paysan latino-américain et le gaucho du Río de la Plata sont détenteurs d’une longue liste de vertus morales et humaines en général (la franchise, une rare avarice, le sens d’une fraternité humaine et non purement institutionnelle). Si à cela l’on ajoute une longue histoire de souffrances et d’exploitations, la critique radicale de l’une ou l’autre de leurs caractéristiques personnelles ou culturelles devient difficile. Mais personne n’est parfait et il convient de séparer la paille et le grain.

Ce genre de philosophie, qui est plutôt une pratique (ne pense pas au lendemain ; Dieu pourvoira pour l’homme comme il y pourvoit pour les oiseaux, selon Jésus et les Évangiles, dans le fond elle est chrétienne même si c’est le christianisme qui l’a enterrée plus profondément au nom d’un de ses produits contradictoires, le capitalisme), et ce type de personnage victimisé, que défendent, par correction politique, même les travailleurs les plus exploités, se répand encore sous diverses formes dans l’espace social de l’Amérique Latine.

Le problème se pose lorsque le sage insouciant, gourou créole ou simple pícaro [1] paresseux a besoin d’une aide urgente et en appelle à la solidarité, en maudissant le reste de la société (ou l’empire de « service » [2]) parce que « la richesse est mal répartie ».

Alors, au nom du politiquement correct, personne n’ose reconnaître que la production est également mal répartie, dans la famille, dans un pays et dans le monde. Et que les producteurs ne sont pas toujours les exploiteurs, que les inventeurs qui brevettent leurs efforts intellectuels ne sont pas toujours les responsables de la mauvaise répartition de la richesse et de la pauvreté dans ce monde mais, peut-être, tout le contraire.

À quel moment sommes-nous arrivés à ce défaut extrême de caractère ? La faiblesse de caractère est-elle une corruption de la civilisation ou appartient-elle à la nature la plus primitive de l’espèce humaine ? Ou est-ce simplement (confondre sa propre paresse avec la solidarité d’autrui) une défaillance intellectuelle de la pensée morale, de la volonté créatrice ?

Une nouvelle pensée de gauche ?

Il est probablement nécessaire de poser les bases d’une nouvelle pensée de gauche. J’ai conscience qu’une pensée ne peut être étiquetée et circonscrite par avance. S’il s’agit d’une pensée authentique, à sa naissance, nous ne pouvons savoir où elle nous mènera. Cela n’est possible qu’en théologie où l’on pose des prémisses en sachant d’avance que, en gros, les conclusions seront celles que nous souhaitons qu’elles soient, la confirmation d’une vérité ; non un mise en question radicale.

Toutefois, juste à titre d’hypothèse, peut-être pourrions-nous parler d’une refondation ou d’une nouvelle pensée de gauche : une pensée libre des complaisances populistes d’une autre époque qui ne perdrait pas sa radicalité dans la critique des sources de pouvoirs sectaires, catégorie dans laquelle on trouve les lobbies autant que le syndicalisme corporatif.

Je ne dis pas, bien entendu, que ce type de pensée de gauche (auto)critique n’existe pas. Le problème est qu’elle n’est pas visible en raison de son refus de la complaisance.

De toute évidence, nous ne pouvons nous faire beaucoup d’illusions sur son adoption par la classe politique car la nature de celle-ci est différente. Nous pouvons excuser en partie les politiques parce qu’ils doivent lutter contre les eaux impures des accords pragmatiques et stratégiques, parfois, mais seulement parfois, en vue d’un bien supérieur (je renvoie à mon bref essai, ‘Pense radicalement, agis avec modération’). Mais nous pouvons assurément l’exiger du reste de la société. En commençant, surtout, par la classe des intellectuels qui, contrairement à leur véritable fonction politique, devraient être moins soucieux d’éviter leur rôle historique de trouble-fêtes. L’intellectuel ne devrait manifester de crainte ou de complaisance ni avec César (l’intellectuel de droite) ni avec son peuple (l’intellectuel de gauche). Après tout, c’est cela qu’on appelait prophétiser, déjà depuis les critiques anciens de la Bible, malheureusement confondus avec ceux qu’on a appelés prophètes.

« II »

L’histoire de l’Uruguay et de l’Argentine a toujours souffert d’un certain bipolarisme. Des moments de grandes crises et de dépressions auto-destructrices, on passe à une euphorie tout aussi démesurée. Mais ce moral en dents de scie de la société du Rio de la Plata ne correspond pas à une réalité plus stable. Entre l’inondation de capitaux et le véritable développement il y a une distance considérable. Contrairement aux taux de croissance économique, la culture sociale du Rio de la Plata n’a pas avancé. En principe, on considère que ce sont les ressources économiques qui donnent une forme à ces relations mais il est très probable que, dans une grande mesure, ce soit exactement le contraire : une société montre un haut degré de développement à la manière dont se conduisent ses membres et à la qualité des relations que ceux-ci ont entre eux (Nous avons déjà consacré de nombreux essais à exposer les graves contradictions de certaines sociétés développées qui, comme l’Athènes de l’Antiquité, comme les États-Unis, manifestent un haut degré de civilité à l’intérieur de leurs frontières et une arrogance sauvage à l’extérieur.)

En dépit de certains progrès sociaux dans certains pays de notre région, nos sociétés du boom économique latino-américain présentent des villes excessivement sales et dangereuses, des extrêmes de somptueuse richesse et d’ultime misère, des policiers qui demandent encore des pots-de-vin ou que personne ne respecte, des citoyens qui contreviennent à toute norme sociale chaque fois qu’ils le peuvent, caillassages d’autobus gratuits et non sanctionnés, d’ingénieuses destructions des biens publics, des banlieues de plus en plus muselées, une jeunesse dissolue et abrutie par les aberrants « réseaux [3] sociaux » (le diable est dans les noms, dans les idéo-lexiques), des personnes honnêtes qui se sentent offensées par la moindre critique…

En Uruguay et en Argentine, on n’a jamais respecté rigoureusement la signalisation routière, les panneaux de STOP, mais, au moins, il y a quelques années on respectait les feux rouges. C’est exactement cela la mentalité du sous-développement qu’on s’évertue à nier. Elle n’a pas cédé, elle s’est renforcée avec la parodie importée de la consommation à outrance de gadgets importés.

Il suffirait de citer le niveau actuel du système éducatif selon certains standards internationaux. Bien que l’Uruguay se classe en deuxième position en Amérique latine dans les tests de PISA, abandonnant la première place au Chili, son rang parmi les pays participants à la dernière publication triennale, contredit la place d’honneur qu’il a occupé durant presque un siècle jusque dans les années soixante. Le fait que les derniers gouvernements aient augmenté le budget de l’éducation alors que les résultats ont baissé n’en est que la confirmation. Il est évident que l’investissement économique est crucial mais l’organisation du changement est toujours aussi défaillante, non seulement du point de vue administratif et stratégique mais aussi du point de vue de la culture générale : le modus operandi de la société reflété dans chaque individu. Ainsi, toute mesure pour lutter contre une réalité adverse se transforme en protestations dérisoires, agrémentées de discours et des mêmes pancartes, quand cela ne devient pas une négation destructrice sans objectif alternatif clair qui soit capable d’évaluer sa propre responsabilité. Trop de lamentations ; pas assez d’autonomie et de responsabilité.

La délinquance aussi a rajeuni. Je veux parler du caractère juvénile, adolescent et même infantile du crime. Ce n’est pas surprenant. Il y a treize ans, en plein dans une autre période d’euphorie néolibérale des pays avancés, nous attirions l’attention sur le fait que la crise à venir dans les dernières années du siècle était une bombe à retardement, car une économie se récupère en quelques années mais les effets sociaux persistent durant des générations. L’écrasante majorité des enfants naissaient et naissent dans des familles aux conditions très précaires de santé et d’éducation que n’avaient pas connues les éternels champions du monde.

Une partie du problème vient de ce que, au niveau populaire, la société latino-américaine est restée enfermée dans une rhétorique figée, faite de bribes de vieux intellectuels européens et étatsuniens, comme au XIXe siècle, qu’elle répète comme s’il s’agissait de nouvelles découvertes censées apporter le salut, et elle n’a pas su élaborer une pensée propre. Sauf dans des cas exceptionnels.

En Asie, notamment en Chine, le développement économique impulsé par le capitalisme communiste est allé de pair avec un développement de l’éducation formelle, aussi compétitive qu’aux jeux olympiques où les enfants sacrifient leur enfance à la recherche de la compétitivité et du succès. (Le développement social marche encore, de façon alarmante, loin derrière.) En dépit des nombreux millions investis, la Chine n’a pas eu les mêmes résultats en ce qui concerne la créativité et l’innovation, même si l’on peut supposer que cela viendra avec le temps.

J’ai toujours pensé, d’un point de vue marxiste, que les grands changements culturels (superstructure) étaient dus aux grands changements de la base économique et de production. Beaucoup de marxistes (tels Gramsci, Louis Althusser, etc.) ont remanié cette dynamique il y a quelques dizaines d’années. Mais le monde hypermoderne est un défi pour cette vision si claire de l’histoire. Ernesto Guevara, N. Chomsky, Paulo Freire, Eduardo Galeano et bien d’autres avaient une foi immense dans le chemin inverse, dans l’exigence morale, dans l’éducation, dans la concientização, etc. Bien que les changements structurels, aujourd’hui, ne soient pas aussi profonds qu’on veut bien nous les présenter, ce qui est vrai c’est qu’une société post-industrielle, informatisée, semble changer plus facilement du haut vers le bas, autrement dit depuis la culture et l’éducation vers l’ordre économique et productif, que l’inverse. Dans certains cas, la relative indépendance des deux champs (le culturel et l’économique) est particulièrement notable.

Les gouvernements peuvent faire beaucoup (à commencer par l’éducation formelle) mais tout est très peu comparé à ce qui serait nécessaire pour changer toute une culture qui souffre de deux problèmes historiques : l’autodestruction et l’autocomplaisance. La réussite économique seule ne peut la changer. Une profonde autocritique collective pourrait y parvenir. Mais, pour cela, il y a besoin d’un vivier de critiques incisifs et innovateurs, capables de promouvoir une pensée propre et non importée, une campagne incisive de prise de réflexion non seulement sur ce que « l’on est » mais sur ce que « l’on fait ». C’est un peu ce qui a réussi dans la lutte contre le tabac et les puissantes industries du tabac. Pourquoi cela ne marcherait-il pas dans d’autres domaines comme le civisme, comme le rôle de sa propre responsabilité dans les réussites personnelles et collectives ? Bien sûr, peut-être s’agit-il d’une tâche difficile au moment où les jeunes sont si occupés à des banalités globalisées par les « réseaux (anti)sociaux » au nom de la démocratie et la libération des individus.

Ce n’est pas que j’aie perdu ma foi en la future démocratie directe, en l’autonomie des personnes dans une société hyper-développée. Seulement la réalité montre que cette utopie s’éloigne chaque jour un peu plus, que les nouveaux outils de libération sont toujours et encore les jouets qui empêchent de grandir. Nous continuons à nous conduire comme des loups et des moutons alors que nous pensons être des individus libérés. Des individus virtuels d’une société virtuelle et avec une libération virtuelle, entourés de nouveaux capitaux et de vieilles ruines.

Décembre 2010

Traduction pour El Correo de : Antonio Lopez

El Correo. Paris, 24 janvier 2011

Notes

[1] Héros de la littérature espagnole des XVIe et XVIIe siècles caractérisé par son espièglerie (Larousse)

[2] Dans les différentes versions du texte original qu’on trouve sur Internet le texte dit « al imperio de tuno » qui n’est pas une expression attestée et qui pourrait se traduire littéralement par « à l’empire de coquin ». Il me semble qu’il s’agit d’une coquille et que l’on doit lire « al imperio de turno ». (NdT)

[3] Jeu de mots qui ne peut plus être rendu en français : « redes » c’est à la fois les réseaux et les filets (cf « rets »).

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El realismo mágico latinoamericano

El realismo mágico latinoamericano Honduras y Uruguay: tan diferentes, tanto iguales

El realismo mágico, como cualquiera sabe, fue una marca de fábrica de la literatura latinoamericana de los años ‘60. Muchos críticos señalan que fue un producto de las editoriales internacionales. Quizás producto también del poderoso mercado de lectores europeos y norteamericanos ávidos de exotismos matizados con dictadorcillos vestidos de guayaberas. Así habrían redescubierto al Juan Rulfo de los ‘50 y al cubano Alejo Carpentier de los ‘40.

Entiendo que el realismo mágico está explícito en el principal género del realismo —la crónica—, como en Crónica del Perú (1553) de Pedro Cieza de León y en el resto de la locura del colonizador y el martirio del colonizado. Pero tampoco se acaba con los imitadores de García Márquez en los años ‘80 ni se limita a la literatura tradicional. La ficción, la literatura son espacios de encuentro de una realidad que la sobrepasa y la alimenta. En gran medida nuestro pueblo latinoamericano está hecho en el mito, en el mejor de los casos, y en la irracionalidad mágica, en el peor. Las dictaduras militares dieron pruebas de ello hasta el hastío.

Hoy el realismo mágico es tan ubicuo en la realidad latinoamericana que no sólo se confunde con la realidad sino que ni siquiera se lo ve como mágico.

Para prueba dos ejemplos en las antípodas de América latina: Honduras y Uruguay. En el país centroamericano se escribió una constitución que niega los cambios en la historia y es la base de un sistema democrático representativo que niega un referéndum serio para modificar su letra. Por el contrario, impone castigos a quienes se atrevan a semejante herejía. Los caciques y sacerdotes siempre son celosos en estos puntos que se refieren al status quo. Es decir, como una maldición bíblica, la letra que se pretende sagrada impone su dictadura sobre los humanos que debieron ser sus autores o correctores. Una constitución republicana que es el producto de la filosofía del humanismo y del iluminismo se convierte así en un texto irracional, sagrado como cualquier texto escrito por cualquier dios.

Por el otro lado, aparentemente Uruguay opta por lo contrario en el momento de organizar su sociedad. Con una democracia centenaria, interrumpida dos o tres veces por el autoritarismo feudal, más típico en otros países del continente, ha recurrido muchas veces en los últimos años al referéndum como ejercicio de una tímida democracia directa.

No obstante, en un par de veces, como aconteció en el último referéndum, pone a consulta popular precisamente aquello que no puede ser decidido por un grupo para ser impuesto a otro, por minúsculo que sea. El referéndum (2009) para derogar la Ley de Caducidad en su búsqueda de derribar la muralla legal que protege a los violadores contra el relamo de justicia de sus víctimas, en los últimos treinta años ha sido el único recurso de los débiles y el involuntario instrumento de legitimación de los violadores de los Derechos Humanos, de sus cómplices y del error histórico de medio pueblo deformado por la dialéctica de la dictadura y la estratégica indiferencia.

Ningún grupo puede imponer, por uno de esos momentos de delirio colectivo tan comunes en la historia, la violación de los derechos humanos de una sola persona. ¿Podría un referéndum permitir o imponer la violación sexual de una niña? Pensarán que exagero, pero una segunda consideración evidencia que no. Aunque menos gráfico, ¿podría un referéndum nacional negarle a un padre el derecho a ver al violador castigado por ese delito? No, nunca.

El ejemplo parece obvio porque no tiene implicaciones políticas. Pero ¿alguien diría que los crímenes que se cometieron —incluidos los crímenes sexuales— con la arrolladora impunidad del estado no son equiparables a la violación de una niña? Sí lo fueron. No en un caso, en muchos. Sin contar con el impacto que deja en un pueblo entero el terrorismo de Estado con sus múltiples tentáculos. Lo cual se prueba sólo con la existencia de referéndums exculpatorios de criminales en masa, los que reproducen la violencia a través de la impunidad de una minoría en complicidad con la cobardía o con el delirio colectivo.

El profesor Emilio Cafassi, en uno de sus recientes análisis sobre las elecciones uruguayas se pregunta cómo resolvieron los hijos los conflictos de los padres que participaron en la dictadura de los ‘60. Las mismas inquisiciones hice muchas veces en distintos países a algunos alemanes que fueron niños, hijos de correctos ciudadanos que apoyaron democráticamente y en masa el terror del nazismo. Siempre recibí balbuceos nerviosos, confusos en el mejor de los casos. Aludiendo al uso propagandístico del nombre “Pedro” del joven candidato del partido Colorado, Pedro Bordaberry, el hijo del dictador Juan María Bordaberry, Cafassi nos deja una de las más breves y agudas observaciones que se han realizado sobre las últimas elecciones: “Hoy la gran pregunta de los hijos es qué hicieron sus padres en ese período. Pedro, por ejemplo, la respondió en su campaña economizando apellido”.

En los dos casos, de Honduras y de Uruguay, el atentado es contra los Derechos Humanos conquistados a lo largo de la tradición del humanismo de los últimos siglos. Uno, negando la consulta popular para ejercer un derecho democrático a cambiar o a permanecer; el otro, usándola como forma de legitimar la violación de los derechos elementales de una minoría. En ambos casos se trata del triunfo de la irracionalidad, de la centenaria tradición del realismo mágico que en literatura ha producido tantas obras maestras y en la política tantos crímenes impunes.

 

La mala conciencia

La cattiva coscienza. (Italian)

 

 

Uruguay: La mala conciencia. El país de la cola de paja


Que en unas elecciones gane un partido o el otro es parte del juego democrático. Una opción puede ser mejor, mucho mejor o aun peor que la otra. La dignidad de un pueblo no se mide por opciones ideológicas sino por decisiones morales. Lamento que la oportunidad de mostrar y demostrar que la justicia no negocia ni anda mendigando a los poderes que amenazan en nombre de la paz, esa, ha sido repetidamente defraudada. Y si los pueblos no se avergüenzan con más frecuencia de las que deberían es simplemente por su mala conciencia que no les permite imponerse a si mismo lo que le reclaman a otros ni otorgan a otros los derechos de los que gozan quienes tiene el poder de decidir.

En 1989 el pueblo uruguayo confirmó la ley de Caducidad, por la cual se perdonaba a los autores de secuestros, torturas, desapariciones y muertes organizadas desde el Estado. Casi una generación después, en el referéndum de 2009, aunque por estrecho margen, se  confirma la misma ignominia.

Desde que nuestros países del sur nacieron como republicas independientes que desesperadamente querían inventarse como naciones, tuvieron virtudes y errores. El primero de todos los errores, el error que ha persistido a lo largo de todas sus historias ha sido el de la impunidad. La única forma que han encontrado a este error que por repetido y por histórico no merece llamarse error sino debilidad del carácter, ha sido mirar para otro lado o quejarse. Quejarse, siempre quejarse y nunca mirar la realidad de frente y la conciencia de los crímenes propios directamente a los ojos. Nunca se puede renunciar a la justicia. Renunciar a la justicia es un acto de cobardía.

Cuando se renuncia a la justicia en nombre de la paz se está legitimando la impunidad de la fuerza. Cuando después de una generación esa fuerza ya es un saco de podredumbres, la renuncia es la herencia de una tara histórica, porque a veces los golpes enseñan y cuando son demasiado fuertes dejan incapacidades de por vida. Cuando quien renuncia no es la victima que clama por verdad y justicia, sino otros compatriotas que descansan satisfechos confortables en sus casas, entonces no sólo es un acto de cobardía sino, peor, un profundo acto de egoísmo aromatizado con la podredumbre de todas las justificaciones y las pseudo autorizaciones morales.

Si perdonar es divino, dejemos que Dios perdone. Si perdonar también es una virtud humana, perdonemos a quienes se han arrepentido y han colaborado con la justicia. No es posible perdonar a quien nunca ha sido juzgado ni condenado y a quienes hay que rogar infructuosamente que digan dónde están los huesitos de la hija o de la madre de algún desaparecido.

Cuando ni siquiera se ha juzgado a los violadores, perdonar es solo el premio que unavictima masoquista entrega al sadismo y a la impunidad y un crédito a largo plazo para nuevos abusos y nuevas humillaciones. Digo todas estas palabras duras, sin edulcorantes ni demagógicas complacencias no porque me crea mejor que nadie sino porque alguien debe atreverse a decirlo de una vez por todas: querido pueblo, no tienes vergüenza. Lo digo aun sabiendo que muchos de mis queridos familiares y amigos han sido participes de este error histórico. Asumo que lo han hechocon la mejor intención. Pero también lo han hecho con la peor conciencia histórica, esa vieja tradición que nació con nuestros países, ya desde los celebrados genocidios indígenas. Por no entrar en otros desagradables detalles a la hora del té.

El lenguaje de un presidente

El lenguaje de un presidente

 

En los últimos días estalló la polémica en Uruguay por una entrevista que el candidato a la presidencia, el senador José Mujica, dio al diario argentino La Naciónel 13 de setiembre. La discusión se centró en abruptos como “la justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió” y “en la justicia no creo un carajo”.

Ante los posibles réditos electorales que suelen derivar de los escándalos lingüísticos, los candidatos conservadores de la oposición no perdieron tiempo y salieron a las tribunas a mostrar su orgullosa indignación.

El Dr. Alberto Lacalle, el ex presidente que puede disputarle la presidencia al Frente Amplio en el gobierno, dramatizó sobre el uso lingüístico de su adversario. Apelando a la ternura infantil, presentó el uso de las palabras obscenas de Mujica como un mal ejemplo para los niños y una desautorización ante las correctas maestras de escuela.

Escuchando los discursos del senador Mujica, siempre me asaltan dos reacciones contradictorias. Una, de respeto ante sus habilidades intelectuales a las que suma una cultura ilustrada que deliberadamente oculta detrás de una fachada tipo Diógenes. Otra, cierto rechazo ante el abuso, a veces populista —como cuando presentó el titulo universitario de alguien no como un merito sino como un defecto, como si se tratase de un titulo nobiliario—, del “choriozaso”, de la simplificación extrema de los medios de expresión que en el pasado y hasta ahora le han dado mucha popularidad.

En Uruguay como en Estados Unidos, un lugar común, una vaca sagrada declara que uno debe elegir un presidente “como uno”. Pero ese narcisismo, propio de nuestra cultura del siglo XXI, no me sirve. Prefiero elegir a alguien que sea mejor que yo. Creo que el senador Mujica sería, por lejos, mejor presidente que yo y que muchos “hombres comunes”. Por eso debería ser presidente, no por ser “como cualquiera”. Es lo menos que podemos pedirle al obsoleto y contradictorio sistema de democracia representativa.

Ahora, vamos a suponer, por un momento de delirio lingüístico, que el idioma es lo más importante en la vida de una sociedad. Aún así, en lingüística los prescriptivistas han perdido casi todo el terreno que poseían desde que en 1492 Nebrija escribió la primera gramática castellana para, como el mismo autor lo reconoció, apoyar las fuerzas del imperio que nació de la intolerancia, de la limpieza étnica, religiosa y lingüística. Es decir, de la exclusión, de la exclusividad.

En los países latinoamericanos, los prescriptivistas se convirtieron en policías del lenguaje. Durante la dictadura, en Uruguay se invirtieron inmensos recursos del Estado en una campaña nacional conocida por el lema “hablemos correctamente nuestro idioma” que simplemente consistía en “así no se dice; se dice así”. Y punto. Lo paradójico es que en nuestras escuelas los maestros privilegiaban e incluso imponían una gramática y hasta una pronunciación peninsular en desmedro del más antiguo y castellano voceo, asociado a las clases populares. Ni que hablar que estas “prescripciones” van en sustitución de la crítica abierta y suelen ser obra de regímenes dictatoriales (régimen del dictado) donde los seres humanos son tratados como errores ortográficos: se los corrige o se los elimina.

Personalmente, ni siquiera como escritor de novelas, suelo recurrir al “puteo” como estilo. No me interesa, no le encuentro ventajas. Dejo a mis personajes libres de putear, pero yo solo lo uso en mi casa cuando me martillo un dedo. Según estudios en Estados Unidos, putear ayuda a resistir el dolor.

Pero tampoco me escandalizo por escucharlo de boca de un presidente. De un presidente me escandalizan más sus silencios.

No hay, stricto sensu, formas incorrectas sino formas pobres de hablar. Esto queda demostrado con los mismos discursos críticos que escuchamos horas después de la entrevista de Mujica en La Nación. Los candidatos que le disputan la presidencia se burlaron del lenguaje y de las ideas del senador Mujica sin ninguna idea y sin hacer gala de ninguna riqueza en el lenguaje. Porque normalmente la riqueza en el lenguaje y las ideas van juntas, se retroalimentan. Por el contrario, escuchamos una plétora de lugares comunes, apelaciones a la patria, al futuro y a la decencia. Es decir, gastadas cantinfladas en sus correctas versiones de caudillos rioplatenses, con el mentón levantado y el recurso infaltable de la anáfora poética, del sentimentalismo romántico, del nacionalismo reciclado. Otros ejemplos gráficos de la decadencia lingüística y social podemos verlo en películas como La vendedora de rosas (1998) o Cidade de Deus (2002).

Por si fuese poco, no podían dejar de recurrir al más común de los lugares comunes: lo “políticamente correcto”. Un defecto que no es exclusivo de America Latina sino también de los políticos europeos y norteamericanos. La única vez que escuché algo diferente en Estados Unidos fue el 18 de mayo de 2008, cuando Barack Obama todavía era candidato a la presidencia y llamó a una cadena de televisión. En sus mejores momentos, no fue complaciente. Fue la primera vez que vi a un político retar a todo un pueblo que se había escandalizado al escuchar del reverendo Wright que Dios no amaba a America, Dios la condenaba por sus acciones. Si bien Obama estratégicamente tomó distancia de su viejo amigo, también se puso de pie para mirar de frente a ese pueblo que podía quitarle el voto. Y lo retó. A la mañana siguiente un comentarista de televisión ironizó: “el doctor Obama nos ha tratado como si fuésemos adultos”.

Cuando Mujica dice que no cree en la justicia, ¿de que nos escandalizamos? La contradicción sería que diga, como el expresidente Juan María Bordaberry, que no cree en la democracia, ya que Mujica no es candidato a la Suprema Corte sino a la presidencia. Las críticas, siempre vestidas de escándalo e indignación, se centraron en la pureza celestial del poder judicial, tal como lo manifestó poco después el candidato a la presidencia, Pedro Bordaberry, acérrimo defensor del pasado político de su padre, el dictador Juan María Bordaberry.

¿Quién seriamente cree que hay un cuerpo del Estado que sea infalible, divino o por lo menos incuestionable? Hasta la democracia toda es cuestionable. Empezando por la falacia de representabilidad que, sabemos, antes que nada representa a los sectores más fuertes de cualquier sociedad, empezando por los lobbies financieros.

El problema no radica en la critica y desacralización de un sistema imperfecto y frecuentemente corrupto. Radica en que defendemos este sistema solo porque aun no tenemos en la práctica un modelo mejor para organizar una sociedad. Como entendieron los mismos padres fundadores de Estados Unidos, aquel puñado de filósofos, con sus contradicciones pero aun así una especie rara hoy en día, “todo gobierno es un mal necesario”. El Estado Moderno se creó para garantizar una igualdad de derechos que no existía en etapas anteriores, cuando la igualdad y la libertad no eran valores positivos sino inventos del demonio, según el pensamiento religioso que domino Europa hasta bien entrado el siglo XX. Y así como se creó para defender la igualdad de derechos se lo adaptó para legitimar las desigualdades de hecho.

Reconocer que no se cree en la justicia no es un pecado. El pecado es la demagogia de exigir un acto de fe ante cualquier creación humana. Bastaría con ver los interminables volúmenes de historia que hablan de la injusticia humana administrada por la Justicia Estatal para reconocer que el abrupto del senador Mujica fue apolíticamente inoportuno pero filosóficamente irrefutable. Si a veces criticamos al senador Mujica de abuso demagógico del método, nada más demagógico que escandalizarse por estos momentos de sinceridad filosófica. Algo que también suele ser común en Mujica y un acto rarísimo en la demagogia de los caudillos tradicionales que se sienten más cómodos en los lugares comunes del discurso social, de escuela primaria.

Ahora, cuando Mujica dice que el reclamo de justicia contra los dictadores tiene “hedor a venganza” y que él no quiere presos ancianos, está en parte de acuerdo con las leyes y la justicias de muchos países.

No obstante, llámese justicia o venganza, lo importante es que se apliquen las mismas leyes a todos por igual, sean obreros, doctores o dictadores. ¿Por qué esas excepciones? Y si un pobre viejito que ha secuestrado, torturado y asesinado puede manejar un auto y puede votar un presidente y hasta puede asustar a un pueblo, ¿por qué no puede ir preso por sus crímenes? ¿Porque es viejito? ¿Por qué ese recurso fácil de bajar la edad de imputabilidad para resolver las debilidades de una sociedad toda?

 

Jorge Majfud

Lincoln University

 

Honduras contra la historia

Honduras

Image via Wikipedia

By Their Methods You Shall Know Them (English)

Honduras contra a história (Portuguese)

Honduras contra la historia

Por sus métodos los conocerás

La Biblia refiere que cierta vez los maestros de la ley llevaron ante Jesús a una mujer adúltera. Pretendían apedrearla hasta la muerte, según los obligaba la ley de Dios, que por entonces dicen que era también la ley de los hombres. Maestros y fariseos quisieron probar a Jesús, de lo cual se induce que Jesús ya era conocido por su falta de ortodoxia con respecto a las leyes más antiguas. Jesús sugirió que quien estuviese libre de pecado tirase la primera piedra. Así nadie pudo ejecutar la ley escrita.

De esta forma y de muchas otras, la misma Biblia se fue cambiando a sí misma, pese a ser una suma de libros inspiradas por Dios. Las religiones se han preciado siempre de ser grandes fuerzas conservadoras que, enfrentadas a los reformistas, se convirtieron en grandes fuerzas reaccionarias. La paradoja radica en que toda religión, toda secta ha sido fundada por algún subversivo, por algún rebelde o revolucionario. Por algo pululan los mártires, perseguidos, torturados y asesinados por los poderes políticos del momento.

Los hombres que perseguían a la adúltera se retiraron, reconociendo con los hechos sus propios pecados. Pero a lo largo de la historia el resultado ha sido diferente. Los hombres que oprimen, matan y asesinan a los presuntos pecadores siempre lo hacen justificados en alguna ley, en algún derecho y en nombre de la moral. Esta regla, más universal, fue la aplicada en el mismo ajusticiamiento de Jesús. En su época no fue el único rebelde que luchó contra el imperio romano. No por casualidad se lo crucificó junto con otros dos reos. Por asociación, se quiso significar que se estaba ajusticiando a un reo más. Ni siquiera a un disidente religioso. Ni siquiera a un disidente político. Invocando otras leyes, se sacó del medio al subversivo que ponía en cuestión la pax romana y el colaboracionismo de la aristocracia y las jerarquías religiosas de su propio pueblo. Todo fue realizado según las leyes. Pero la historia los reconoce hoy por sus métodos.

El gobierno de George Bush nos dio tema de sobra y a gran escala. Todas las guerras y las violaciones a las leyes nacionales e internacionales fueron acometidas en defensa de la ley y el derecho. Por sus intereses sectarios será juzgado por la historia. Por sus métodos se conocerán sus intereses.

En América latina, el papel de la iglesia católica ha sido casi siempre el papel de los fariseos y los maestros de la ley que condenaron a Jesús en defensa de las clases dominantes. No hubo dictadura militar, de origen oligarca, que no recibiera la bendición de obispos y de influyentes sacerdotes, legitimizando así la censura, la opresión o el asesinato en masa de los supuestos pecadores.

Ahora, en el siglo XXI, el método y los discursos se repiten en Honduras como un latigazo del pasado.

Por sus métodos los conocemos. El discurso patriota, la complacencia de una clase alta educada en la dominación de los pobres sin educación académica. Una clase dueña de los métodos de educación popular, como lo son los principales medios de comunicación. La censura; el uso del ejército en acción de sus planes; la represión de las manifestaciones populares; la expulsión de periodistas; la expulsión por la fuerza de un gobierno elegido por votación democrática, su posterior requerimiento ante Interpol, su amenaza al encarcelamiento de los disidentes si regresaban y su posterior negación por la fuerza a que regresen.

Para ver mejor este fenómeno reaccionario vamos a dividir la historia humana en cuatro grandes períodos:

1) El poder colectivo de la tribu concentrado en un miembro fuerte de una familia, por lo general un hombre.

2) Un período de expansión agrícola unificado por un tótem (algo así como un apellido vencedor) y luego un faraón o emperador. En este momento surgen las guerras y se consolidan los ejércitos más primitivos, no tanto para la defensa sino para la conquista de nuevos territorios productivos y para la administración estatal de la sobreproducción de su propio pueblo y la opresión de sus pueblos esclavos. Esta etapa se continúa con sus variaciones hasta los reyes absolutistas de Europa, pasando por la Era Feudal. En todos, la religión es un elemento central de cohesión y también de coacción.

3) En la Era Moderna tenemos un renacimiento y una radicalización del experimento griego de democracia representativa. Sólo que en este momento el pensamiento humanista incluye la idea de universalidad, de la igualdad implícita de todo ser humano, la idea de la historia como un proceso de perfeccionamiento y no de inevitable corrupción y el concepto de moral como un producto humano y relativo a un determinado tiempo. Y quizás la idea más importante, ya desde el filósofo árabe Averroes: el poder político no como la pura voluntad de Dios sino como el resultado de los intereses sociales, de clases, etc. El liberalismo y el marxismo son dos radicalizaciones (opuestas en sus medios) de esta misma corriente de pensamiento, que también incluye la teoría de la evolución de Charles Darwin. Este período de democracia representativa fue la forma más práctica de reunir las voces de millones de hombres y mujeres en una sola casa, el Congreso o Parlamento. Si el Humanismo es anterior a las técnicas de popularización de la cultura, también es potenciado por éstas. La imprenta, los libros de bolsillo, los periódicos a bajo precio en el siglo XIX, la necesaria alfabetización de los futuros obreros fueron pasos decisivos hacia la democratización. No obstante, al mismo tiempo las fuerzas reaccionarias, las fuerzas dominantes del período anterior, rápidamente conquistaron estos medios. Así, si ya no era posible demorar más la llegada de la democracia representativa, sí era posible dominar sus instrumentos. Los sermones medievales en las iglesias, funcionales en gran parte a los príncipes y duques, se reformularon en los medios de información y en los medios de la nueva cultura popular, como la radio, el cine y la televisión.

4) No obstante la ola democrática siguió su camino, con frecuencia regado en sangre por los sucesivos golpes reaccionarios. En el siglo XXI la ola del humanismo renacentista se continúa. Y con ella se continúan los instrumentos para hacerla posible. Como Internet, por ejemplo. Pero también las fuerzas contrarias, las reacciones de los poderes constituidos por las etapas anteriores. Y en la lucha van aprendiendo a usar y dominar los nuevos instrumentos. Cuando la democracia representativa no termina de madurar, ya surgen las ideas y los instrumentos para pasar a una etapa de democracia directa, participativa, radical.

En algunos países, como hoy en Honduras, la reacción no es contra esta última etapa sino contra la anterior. Una especie de reacción tardía. Aunque en apariencia implica una escala menor, tiene una trascendencia latinoamericana y universal. Primero porque significa un llamado de atención ante la reciente complacencia democrática del continente; y segundo porque estimula el modus operandi de aquellos reaccionarios que han navegado siempre contra las corrientes de la historia.

Antes anotamos las pruebas de por qué el presidente depuesto en Honduras no violó ninguna ley, ninguna constitución. Ahora podemos ver que su propuesta de una encuesta popular era un método de transición entre una democracia representativa hacia una democracia directa. Quienes interrumpieron este proceso pusieron reversa hacia la etapa anterior.

La cuarta etapa era intolerable para una mentalidad bananera que se reconoce por sus métodos.

Jorge Majfud

Julio 2009

Lincoln University

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Somos civilizados porque matamos a todos los salvajes

Página/12 (Argentina)

La República (Uruguay)

Milenio (Mexico)

Somos civilizados porque matamos a todos los salvajes

En el artículo editorial de El País de Montevideo de hoy (19 de abril de 2009), el ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, reacciona contra la reivindicación de los charrúas y, sin advertirlo, nos da las claves de una mentalidad que gobernó por dos períodos y que siguió influyendo en la ideología de un vasto grupo social durante décadas.

El doctor Sanguinetti afirma que “no hemos heredado de ese pueblo primitivo ni una palabra de su precario idioma […], ni aun un recuerdo benévolo de nuestros mayores, españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente les describieron como sus enemigos, en un choque que duró más de dos siglos y les enfrentó a la sociedad hispano-criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos”.

La habilidad literaria y filosófica de Sanguinetti radica en reunir tres o cuatro ideas en una sola frase: (1) No hemos heredado casi nada de ese pueblo salvaje. Porque los matamos a casi todos en nombre de la civilización; (2) Perú o Guatemala no pertenecen a la civilización occidental porque en su mayoría su población lleva sangre indígena. Ni que hablar de Japón, que lamentablemente no ha podido integrarse a la cultura occidental por el problema de su raza y sus costumbres ; (3) A pesar de que los matamos a todos y no heredamos nada de ellos, ni una sola palabra, de cualquier forma sabemos que su idioma era precario. Los charrúas no sabían decir “Hegel” ni “weltanschauung” ni “iPod” ni “ley de obediencia debida”. No sabían conjugar sus propios verbos y cuando hacían el amor proferían quejidos sin pluscuamperfectos. Como los primitivos quechas, debían tener sólo tres fonemas vocálicos, dato por el que se demuestra la inferioridad del español ante el inglés, idioma de la civilización, como decía otro insigne educador, Domingo Faustino Sarmiento. Ni que hablar de los escandinavos, quienes van a la punta de la civilización con el uso de nueve vocales; (4) De los charrúas no conservamos “ni un recuerdo benévolo de nuestros mayores españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente les describieron como sus enemigos”. Si quienes colonizaron, expropiaron y asesinaron a los primitivos no conservan ningún recuerdo positivo de ellos, ergo los primitivos eran malos y no dejaron ni un recuerdo rescatable. Salvo la tierra y el honor que las víctimas en cada guerra siempre confieren al vencedor; (5) Durante dos siglos, los charrúas se enfrentaron con “la sociedad hispano-criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos”. Sacrificadamente expoliamos a los primitivos, de eso no hay dudas. No fue fácil. No se dejaban.

El autor, para demostrar que es capaz de ver algo bueno en un pueblo primitivo elogia a los guaraníes: “la etnia guaraní misionera, esa sí fundamental en la construcción de nuestra sociedad, desde las murallas montevideanas, por ella levantadas, hasta la formación de nuestro ejército”. Es decir, los guaraníes (corregidos) contribuyeron a la construcción de las murallas y los ejércitos de los colonizadores que se asentaron en la franja de tierras charrúas. Aunque el número de estos esclavos que colaboraron en la empresa era ínfimo en relación al pueblo que se extendía desde Paraguay hasta Uruguay, conviene identificarlos con todo el pueblo. Esos salvajes sí eran buenos porque colaboraron “en la construcción de nuestra sociedad”, trabajaron en las murallas y se hicieron matar por los nobles colonos blancos.

No dice Sanguinetti que la sociedad de ningún país se construyó en un par de décadas al inicio de su historia política, sino que se sigue construyendo mientras ese país existe, y un factor central de esa construcción surge cuando cada pueblo admite, reconoce y mira de frente los crímenes y genocidios de su propia historia.

Según nuestro ex presidente, “se olvida también […] que en nuestra vida republicana nadie quiso eliminar a los charrúas como personas sino barrer su toldería, modo de vida incompatible con la vida criolla, refugio de delincuentes, constante aliado del invasor portugués y del ‘bandeirante’ traficante de esclavos, que procuraba allí la gente para secuestrar niños guaraníes o mujeres blancas y venderlas en Brasil.” Es decir, (1) si los charrúas hubiesen colaborado con su propia expoliación, hubiesen sido bien recibidos. Como peones, en el mejor de los casos. Pero como no estaban de acuerdo y se resistían tuvimos que matarlos; (2) Para Sanguinetti, los charrúas eran tercos, primitivos y tenían un “modo de vida incompatible con la vida criolla”. Compatibilidad o muerte. Colaboradores del colono o delincuentes. (3) Y lo peor, los charrúas colaboraron con los “invasores portugueses” (desde el punto de vista charrúa, los castellanos debían ser turistas) y con los “traficantes de esclavos”, como si nuestra sociedad no hubiese nacido beneficiándose del tráfico de esclavos, negros y mestizos, y del abuso de mujeres indígenas, la mayoría de las veces, y del abuso de mujeres blancas algunas menos.

Alegremente, Sanguinetti cita el caso de una matanza en 1702, “en que el ejército guaraní, al mando de los padres jesuitas, mató —según su versión— a 500 guerreros, destruyó una toldería y envió a ‘cristianar’ a las mujeres y niñas”. Los guaraníes masacrando en nombre de Cristo… ¿Necesitamos más pruebas del aberrante e hipócrita modus operandi de esta calaña de colonizadores? ¿No recuerda estas proezas a Hernán Cortés y a Adolfo Hitler masacrando en nombre del mismo (mil veces) Crucificado, aplaudido por otras masas de bestias adoctrinadas en nombre de la moral, la civilización, Dios y el progreso?­ ¿No recuerda esto a los negros esclavos azotando otros negros esclavos hasta que la víctima terminaba por reconocer la bondad de los azotes para controlar la mala naturaleza de las razas inferiores?

“De modo que el tema del enfrentamiento con los charrúas es un ‘choque de civilizaciones’ que no se puede reducir a una mera batalla final”. La referencia a Samuel Huntington, cuya teoría sirvió para justificar guerras como la de Iraq, le sirve hoy a la mediocre clase tradicionalista de Uruguay para justificar los crímenes de un pasado que es defendido por su valor de mitos fundadores.

“No olvidemos que cuando la dominación brasileña, Rivera le propuso a Lecor un plan de reducción de los charrúas, tratando de preservar sus vidas.” Lo que se puede entender como un intento de control de natalidad mediante la distribución de condones entre los salvajes, ya que no vamos a pensar que intentaban reducirlos en guetos o matar a algunos, como era la costumbre y tal cual fue el resultado final. Pero los Riveras no fueron los únicos responsables de la cacería humana. “Organizada la República, le tocó a Rivera librar en 1831 la tan discutida campaña, aprobada por la unanimidad del Parlamento, sin una voz en contra, dado el clamor del vecindario de la campaña.”

Señor ex presidente, este dato no exime a un criminal; implica a toda su clase dominante (los gauchos, los negros y los indígenas no pertenecían al vecindario ni tenían diputados).

Para Sanguinetti, la matanza de charrúas en Sal-si-puedes fue “‘poco genocida”. Los sobrevivientes charrúas que “organizados dieron muerte, poco después, a Bernabé Rivera, principalísima figura del ejército patrio y sobrino del Presidente” fueron víctimas de una media matanza. Por lo cual Rivera es medio asesino y quienes lo defienden hoy son medio hipócritas.

“Es doloroso por el país que se use la historia de modo abusivo, fundamentalmente para denostar al General Rivera, a quien el país le debe los mayores esfuerzos en la lucha por la independencia.” Cualquier historiador sabe que no hubo pura lucha por la independencia ni siquiera hubo independencia total y menos revolución. Esa lucha estuvo dominada por una fuerte lucha de intereses de clase, de raza y hasta por intereses familiares, individuales. El primer gobierno de Fructuoso Rivera data de 1830. José Artigas, el héroe máximo de la rebeliónliberadora del Plata y el más humanista entre los jefes políticos, nunca quiso regresar a vivir bajo el mando de semejantes libertadores. Murió en 1850, tres décadas después de exiliarse en Paraguay. Hoy sabemos que Rivera propuso asesinar a ese “monstruo anarquista”.

Julio María Sanguientti, el ex presidente que tantas veces se puso la bandera de haber asegurado la paz de nuestro país negociando la impunidad de secuestradores y torturadores del Estado militar —América latina, siempre mendigando derechos—, entiende que el genocidio de los charrúas fue realizado por “magníficos esfuerzos de tantos patriotas para consolidar la paz y abrir las rutas del progreso”.

La paz de los cementerios y del olvido.

Reconocer los crímenes de nuestra historia no nos hace peores países. Defender semejantes crímenes contra la humanidad nos hace partícipes. Y si fuimos presidentes, nos hace, por lo menos, sospechosos.

Jorge Majfud

Abril 2009, Lincoln University

José Artigas, el terrorista

Nada más interesante que echar una mirada a la historia para comprender mejor el presente y la menos novedosa condición humana; para ver que todo es resultado de su propio devenir y, al mismo tiempo, que también ella es el resultado de profundas permanencias que viven y sobreviven en cada mujer, en cada hombre.

Analicemos un caso que involucra a dos importantes figuras del Cono Sur, como políticos, como moralistas, como pensadores y como propagandistas: el general José Artigas y el educador Domingo Faustino Sarmiento. Ambos títulos, el de general y el de educador, pueden ser deconstruidos; no significan ninguna condicionante significativa sino una coyuntura.

Para el maestro y más tarde presidente de la República Argentina, Domingo F. Sarmiento, la civilización y la barbarie compartieron un único acuerdo: la lucha por la independencia. No obstante, ésta no se hubiese logrado sin el brillo del semáforo europeo. El origen de la independencia de los países americanos, según Sarmiento, estaba en “el movimiento de las ideas europeas”, como más tarde el progreso estará en la imitación de Estados Unidos y en la importación de razas bendecidas por la Providencia y aptas para el Progreso.

“Los indios no piensan”, escribió el educador en Civilización y barbarie, “porque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano”.

“[En Estados Unidos] los indios decaen visiblemente”, escribió luego el humanista, con una extraña mezcla de Charles Darwin y teólogo fatalista, producto quizás de sus viajes por Inglaterra y sus antiguas colonias, “destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de razas superiores…”.

El modelo dialéctico de Sarmiento es simplificador y se basa en la oposición entre ciudad —civitas— y campo, entre civilización y barbarie. Si algo o alguien era identificado con uno de los primeros dos términos, corría el riesgo de ser atado inmediatamente con uno de los dos últimos. Y el término negativo debía ser combatido: “Pregúntesenos ahora, ¿por qué combatimos? Combatimos por volver a las ciudades su vida propia”.

La ciudad es el destino de la historia y todo lo que no pertenezca a ella pertenece al pasado y al terror. “La guerra de la revolución argentina”, escribió Sarmiento, “ha sido doble: primero guerra de las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura; segundo, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de liberarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último no ha sonado todavía”.

Pero si “las masas” son incapaces de ver el destino de la historia —el futuro—, tampoco alcanzan a ver algo más probable: el pasado. Sarmiento se queja de que el pueblo —las masas— no son capaces de ver más allá del presente, razón por la cual tampoco ven la decadencia y la destrucción de las ciudades, de los pueblos del interior.

Al comparar la decadencia de los pueblos del interior demuestra su perspectiva española: “Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida”, olvidando o ignorando que gran parte de la cultura griega —paradigma de lo clásico y la civilización para un europeo del siglo XVIII— se salvó por la reproducción que hicieron de sus textos los árabes.

Refiriéndose al dictador Juan Manuel de Rosas, nos da una idea de un buen morir, de un matar civilizado: “el ejecutar con cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar todavía a la muerte formas gauchas y al asesino placeres horribles”. Es decir, se identifica al gaucho, al habitante de las pampas, con lo bárbaro y terrible: el gaucho no faena corderos como en los saladeros, sino degollando. Lo mismo acostumbra hacer cuando mata a otro hombre. Morir por una bala de cañón o morir fusilado es una forma civilizada de morir, no una “forma gaucha”.

Repetidamente compara lo bárbaro con África (con el interior de África) y con los pueblos asiáticos “que no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España”.

Así resulta que un rebelde rural como Artigas debía ser identificado con lo bárbaro, olvidándose lo más valioso para la historiografía de la época, es decir, los documentos escritos, y haciéndose eco de anécdotas orales, característica de lo mitológico, de lo bárbaro —según sus propios parámetros. El hombre que, al vencer en la Batalla de Las Piedras (1811) pidió “clemencia para los vencidos”, es retratado por Sarmiento como “terrorista”, como un caudillo bárbaro, como un tártaro.

Así deja en sus escritos el relato de la forma en que la montonera de Artigas mataba a sus enemigos, dejando lo peor del horror a la imaginación herida de sus lectores: “Los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta”.

“La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires, estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa” (Sarmiento).

Como todo bárbaro, como todo terrorista, la lucha del milico de campaña no podía tener un signo positivo: “Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez”. Su principio era el mal, la destrucción de la civilización, la barbarie. Sus instintos son, necesariamente, “hostiles a la civilización europea y a toda organización regular. Adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad”. El bárbaro debe ser anárquico, amante del desorden, que es lo opuesto a la “civilización europea” —salvando la redundancia.

Contrariamente a estos juicios, José Artigas propuso, a principios de 1813, veinte artículos que serán rechazados por Buenos Aires, la gran ciudad centralizadora, el paradigma —después de Londres y París— de la civilización sarmentiana.

En el segundo artículo de Las instrucciones del año XIII, los bandidos, los terroristas del general José Artigas, propusieron que la nueva unión de provincias “no admitirá otro gobierno que el de confederación [y] promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable [artículo 3º]. Como el objeto y fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los Ciudadanos y los Pueblos, cada Provincia formará su gobierno bajo estas bases [artículo 4º], así éste como aquél se dividirán en poder legislativo, ejecutivo y judicial [artículo 5º]. Estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independientes en sus facultades [artículo 6º]”.

Todo lo cual demuestra no sólo conocimiento de las nuevas ideas que estaban naciendo en la civilizada Europa y la futura gran nación de los Estados Unidos, sino también una sensibilidad difícilmente calificable como bárbara, aun en el sentido arbitrario que le confería el propio Sarmiento, como cualidad de imitación de los pueblos anglosajones. Esto demuestra, una vez más, el desconocimiento del educador argentino sobre su propia tierra y la gran muralla que le impedía salirse de su propia metáfora que oponía la ciudad al campo, el traje al chiripá.

Los últimos artículos de las Instrucciones, breves como los anteriores, advierten de un mal que se reproducirá en el continente por casi doscientos años más: “Artículo 18º: El despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos” (Instrucciones). Recomendación que resulta aun más significativa por lo temprano de su fecha histórica, por la formación militar de José Artigas y por haberse reunido esta asamblea en un campamento militar. Cualquiera de estos factores, por sí solos, fue suficiente para que en años más recientes de nuestra orgullosa modernidad se violasen cada una de estas recomendaciones constitucionales, humanas y democráticas, en cada uno de los países latinoamericanos. Y en la amplia mayoría de los casos, el crimen, la violación de los Derechos Humanos y la barbarie fue delicadamente administrada por las élites más cultas y “civilizadas” de la sociedad.

El estilo de Sarmiento es directo y provocador. Su estilo llega a ser, por momentos, agresivo, olvidando el recurso a los argumentos con digresiones como: “Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento del derecho, y que son, además, hombres estúpidos en toda la extensión de la palabra”. Cuando analice su propio tiempo y lo compare con sus modelos personales de éxito nacionales, a los cuales recomendó imitar casi toda su vida, reconocerá tristemente el fracaso de América Latina, de un pueblo, una raza y una cultura que nunca reconoció como propia. En su ensayo Sarmiento y el desarraigo iberoamericano, José Luis Gómez-Martínez concluirá con una observación inevitable: “De este modo se ocultaban las verdaderas causas del fracaso iberoamericano: la falta de originalidad, la imitación absoluta, el despego de las propias circunstancias que preferían ignorar. Nunca se había contado con el pueblo para gobernarlo; se le había dado constituciones que no sentía, leyes que se oponían a sus tradiciones y que le eran desconocidas y, ahora, se les acusaba también de fracaso de unas formas de gobierno en las cuales no le habían permitido participar”.

© Jorge Majfud

Athens, setiembre 2004

Realidad y ficción

Old books

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Realidad y ficción


El mercado de diversión y la literatura de conversión

Aceptemos la razón de que la literatura debe entretener. Pero ésta no es una razón suficiente, ni siquiera necesaria. Si esa fuese la función de la literatura —o de las literaturas—, ¿qué valor la diferenciaría de la lectura de Playboy o de la revistaCaras? ¿No es, acaso, muy divertido hurgar en las infidelidades de la princesa de Mona Co., en las extravagantes costumbres del actor mejor pagado de Hollywood o del Sol de México? ¿No es divertido enterarse cómo los semidioses tienen problemas igual que nosotros? No solo es divertido, cada tanto uno se puede hacer con algún pensamiento profundo, al estilo Luis Miguel: “no es cierto que vivo en un palacio; me duelen las cosas malas que pasan en el mundo y celebro las cosas buenas que hay en el mundo”.

Aceptemos la razón de que la literatura es emoción. Pero ¿qué valor la diferenciaría de un sueño cualquiera? ¿Por qué los libros de filosofía deben pensar y las novelas deben sentir? ¿No es este fenómeno otra dislocación, otra alineación típica de la Era Moderna que separó ética de estética, política de religión, arte de ciencia, hechos de ficción, verdad de imaginación, individuo de sociedad, hombre de naturaleza?

Aceptemos la razón de que la literatura es la expresión subjetiva del individuo contra la objetividad de la razón. Pero si fuese solo eso ¿qué valor la diferenciaría de la guía telefónica? También la guía telefónica de nuestro pueblo está llena de personajes, unos reales, otros ficticios, unos amados y otros insoportables, calles, nombres y números que representan muchas emociones para cada uno de nosotros. Sin embargo no nos referimos a la guía telefónica cuando hablamos de literatura.

Claro, alguien dirá que la concepción que estamos a punto de proponer considera a la literatura como algo por lo menos sagrado, un castillo en las nubes desde el cual se puede ver la realidad, una trinchera política donde se puede sufrirla. Y sí. Si este fuese un ensayo teológico comenzaría diciendo que la literatura es el medio que los dioses más importantes han elegido como medio de expresión a lo largo de la historia. Para liberar y para oprimir. En el siglo XX hubo muchos intentos de usar la televisión para el mismo propósito pero con tan pobres resultados que tarde o temprano terminaban recurriendo a la palabra, a la literatura. A mala literatura, pero a literatura al fin. Sin embargo no se trata de un ensayo teológico sino apenas un bosquejo sobre el valor de la literatura más allá de las distintas etapas de la historia y, sobre todo, más allá de los distintos usos y los mismos lugares que el mercado le ha asignado (ahora, muy sugestivamente se dice “nichos”; no capillas, ni bastiones, ni estante, ni vitrina, ni puestos de feria sino “nichos”).

Así como a los pueblos colonizados se les ha dado desde siempre la libertad de hacer lo que quieran dentro de unos limites específicos, es decir, se le ha dado libertades de guetos, de quilombos y de reservas, también ha habido una cruzada contra la literatura que cae mas allá de los limites del gueto ideológico del mercado, del consumismo y de la diversión, todos ejercicios de consolación, de domesticación y de obediencia social, no pocas veces en nombre de la rebeldía y la liberación. Porque si hay un recurso efectivo para la mansedumbre y la neutralización del oprimido es hacerle creer que es un rebelde. Un rebelde de gueto. Y de ahí la literatura de la complacencia.

Toda ficción, por fantástica que sea o pretenda ser, forma parte del mundo real, desde el momento en que, en lo más profundo, habla más de la realidad general del presente y la historia que de la fantasía particular de su autor. ¿De qué hablan inocentes fantasías llamadas Tarzán de los monos o King Kong sino de los valores racistas e imperialistas del mundo anglosajón de principios del siglo XX? Estas ficciones reproducen y confirman una realidad negándola con la máscara de la supuesta libertad creadora de su autor y, sobre todo, de la inocencia de la diversión. Por ello son etiquetadas como “historias fantásticas”. Otras ficciones, por el contrario, tienen la voluntad de mirar esa realidad a través de la no menos realista perspectiva de la ficción. ¿Qué son La metamorfosis de Kafka o Modern Times de Chaplin —una a través de la angustia y la otra a través del humor— sino dos agudísimas miradas sobre sus propios tiempos?

También así el periodismo de las grandes casas más tiene de ficción que narra la voz del poder internacional que de objetividad de una realidad concreta e independiente de ese poder. Y así como también hay un espacio —siempre minoritario, a veces microscópico— para el periodismo de denuncia y la crítica radical, también ha de haber un lugar para una literatura que no se conforme con la complacencia y la diversión.

Pero nuestra cultura del consumismo ha hecho de “la plena satisfacción del consumidor por un buen producto” un valor moral, ya sea cuando se trata de elegir presidentes, literatura, guerras lejanas, dietas, informativos, religiones o destapadores de botellas. Por si fuera poco, parte del consumo incluye la idea de la plena libertad del consumidor. Cuando el consumidor no queda complacido, tiene el derecho de cambiar de canal o de devolver el producto —excepto si son presidentes— y exigir el retorno del dinero.

Una vez alguien escribió un artículo exaltando la superioridad del sistema socialista sobre el capitalista en la producción industrial. Ernesto Che Guevara le contestó que los argumentos carecían de fundamento objetivo, que el propósito del Hombre Nuevo no consistía en competir en esa área de la pura producción de bienes materiales y que, sobre todo, no había que confundir deseo con realidad. Podemos observar que esta idea —hay un mundo real y otro ficticio— es cierta para los débiles. Cuando los débiles confunden deseo con realidad son derrotados. Cuando los fuertes confunden deseo con realidad la realidad es derrotada. De igual forma, la idea de que la historia es una narración basada en hechos y la ficción carece de ese fundamento, se comete una doble imprecisión. Primero, porque gran parte de la historia se basa en ficciones que proceden del poder; tanto la realidad como las percepciones sobre la realidad en gran medida son sus propias creaciones. Segundo, porque toda ficción basa su fenómeno en una realidad concreta, sea una realidad económica o una realidad virtual creada por el poder que deriva de esa economía o —en una visión no marxista, si se quiere—, una realidad creada por una tradición espiritual establecida en un momento critico de la historia, como puede serlo un libro sagrado, una constitución mítica como la de Estados Unidos o una variada plétora de mitos fundadores.

La literatura no escapa a nada de eso. Es ficción que forma parte de una realidad y, quiera o no, la expresa y la modifica. ¿Qué es El Quijote sino una parodia de una tradición literaria moribunda —la literatura de caballería— que expresa mejor que cualquier libro de historia la realidad de su época? Y como los seres humanos cambiamos, pensamos diferente, vemos el mundo de diversas formas y aun así somos los mismos seres humanos, más allá de las culturas y de los periodos de la historia, resulta casi inevitable que una obra como El Quijote, que haya ido tan lejos en la expresión de la razón y la locura humana, hable también de hombres y mujeres que no vivieron en su tiempo. Sí, El Quijote, a diferencia de otras novelas que han resistido la erosión de la historia, fue un éxito de ventas. Pero a diferencia de muchos otros éxitos de ventas de la época solo El Quijote es El Quijote. Porque hay algo más que pura diversión. Algo más. Ese algo más no puede ser formulado en las oficinas de marketing; ni siquiera es agotado por los mejores críticos. Y la historia paga ese algo más rescatando de vez en cuando una obra, más tarde o más temprano, del olvido.

De acuerdo, tampoco tenemos derecho nosotros a levantar a un obrero deslomado de un sillón confortable para decirle que esa película de acción, esa revista de Caras, esa novela con su happy ending, son instrumentos ideológicos, analgésicos que lo ayudan a olvidar su propia realidad, en lugar de exigirle recordar quién es y dónde está. No, dejen a ese pobre hombre, a esa pobre mujer que descanse. Pero no que descase en paz.

Un derecho similar tienen aquellos que reaccionan contra el prostíbulo que estratégicamente se llama “válvula de escape”.  ¿Por qué los escritores deberían ser meros consoladores, renunciando al más noble compromiso de incomodar con interrogantes radicales? ¿Es divertida la televisión que consume el pueblo? Aparentemente sí, de otra forma programas tan vacíos sobre la farándula no tendrían tanta audiencia. Esta excitación es el mayor anestésico colectivo. Como un músculo que se lo golpea varias veces para insensibilizarlo antes de vacunar la carne. ¿Qué ese gusto no es un producto biológico sino un gusto creado por la industria de la diversión? Sí. ¿Que ese producto inocente es lo menos inocente que existe en el mundo, como una dulce droga cuyos efectos son ocultos por la misma droga? También.

Al menos que por algún camino y en algún momento se haya perdido la inocencia. Entonces ya no basta el bombardeo de símbolos a los que diariamente es expuesta una población entera para volver a la época de la inocencia. Y es en esta ruptura, en esa perdida de la inocencia que la crítica radical tiene un rol decisivo.

Jorge Majfud

Lincoln University

Febrero 2009.

Inocencia del arte, ideología de la neutralidad

La idea de que el arte está más allá de toda realidad social se parece a la teología descarnada que proscribe interpretaciones políticas en la muerte de Jesús; o a las mitologías nacionalistas impuestas como sagrados valores universales; o a los templarios del idioma, que se escandalizan con la impureza ideológica de la lengua que usan los pueblos rebelados. En los tres casos, la reacción contra interpretaciones o deconstrucciones sociales, políticas e históricas tiene un mismo objetivo: la imposición social, política e histórica de sus propias ideologías. La misma “muerte de las ideologías” fue una de las ideologías más terribles ya que, al igual que los otros estados dictatoriales del status quo, presumía de pureza y de neutralidad.

En el caso del arte, dos ejemplos de esta ideología se tradujeron en la idea de “el arte por el arte”, en Europa, y del Modernismo en Hispanoamérica. Este último, si bien tuvo el mérito de reflexionar y practicar una visión nueva sobre los instrumentos de expresión, pronto se reveló como la “torre de marfil” que era. No sin paradoja, sus mayores representantes comenzaron cantándole a blancas princesas, inexistentes en el trópico, y terminaron convirtiéndose en las máximas figuras de la literatura comprometida del continente: Rubén Darío, José Martí, José E. Rodó, etc. Décadas más tarde, el mismo Alfonso Reyes reconocerá que en América latina no se puede hacer arte desde la torre de marfil, como en París. A lo sumo, en medio del realismo trágico se puede hacer realismo mágico.

Las torres de marfil nunca fueron construcciones indiferentes a la crudeza de la realidad del pueblo, sino formas nada neutrales de negación de la misma, por el lado de los artistas, y de consolidación de su estado, por el lado de las elites dominantes (políticamente dominantes, se entiende). Hay variaciones históricas: hoy la torre de marfil es una estratégica atalaya, un minarete o un campanario laico levantado por el mercado de consumo. El artista es menos el rey de su torre, pero su labor consiste en hacer creer que su arte es pura creación, incontaminada por las leyes del mercado o con la moral y la política hegemónica. Porque más que de contradicciones —como afirmaban los marxistas— el capitalismo tardío está construido de sutiles coherencias, de pensamiento único, etc. El capitalismo es consecuente con sus contradicciones.

La explicación de los más fieles consumidores de arte comercial es siempre la misma: buscan una forma sana de diversión que no esté contaminada de violencia o de política, todo eso que abunda en los informativos y en los escritores “difíciles”. Lo que nos recuerda que pocos partidos hay tan demagogos y populistas como el partido imperial del mercantilismo, con sus eternas promesas de juventud eterna, de satisfacción plena y de felicidad infinita. La idea de “diversión sana” lleva implícito el entendido de que la ficción fantástica o la ciencia ficción son géneros neutrales, aparte de la historia política del mundo y aparte de cualquier manipulación ideológica. Hay por lo menos cinco razones para este consenso: (1) también así pensaban grandes de la literatura, como Jorge Luis Borges; (2) escritores mediocres han confundido frecuentemente la profundidad o el compromiso del escritor con el panfleto político; (3) es lícito entender el arte desde esta perspectiva purista, porque el arte también es diversión y pasatiempo; (4) la idea de neutralidad es parte de la fuerza de una cultura hegemónica que es todo menos neutral; por último, (5) se confunde neutralidad con “valores dominantes” y a éstos con lo universal.

A partir de aquí, creo que es muy fácil advertir al menos dos grandes tipos de arte: (1) aquel que busca dis-traer, di-vertir. Es decir, aquel que procura “salirse del mundo”. Paradójicamente, la función de este tipo de arte es la inversa: el consumidor sale de su rutina laboral y entra en este tipo de ficción pasatista para recuperar energías. Una vez fuera de la sala onírica del cine, fuera del best-seller mágico, la obra no importa más que por su valor anecdótico. Es el olvido lo que importa: dentro de la obra se procura olvidar el mundo rutinario; al salir de la obra, se procura olvidar el problema planteado por la misma, ya que siempre es un problema inventado al comienzo (el muerto) y solucionado al final (el asesino era el mayordomo). Esta es la función del happy ending. Es una función socialmente reproductiva: reproduce la energía productiva y los valores del sistema que se sirve de ese individuo agotado por la rutina. La obra de arte cumple aquí la misma función que el prostíbulo y el autor es apenas la prostituta que cobra por el placer reparador.

Diferente es el tipo de arte problemático: no es confort lo que ofrece a quien entra en su territorio. No es olvido sino memoria lo que le reclama a quien sale de él. El lector, el espectador no olvidan lo expuesto en ese espacio estético porque el problema no ha sido solucionado. La gran obra no soluciona un problema porque no ha sido ella quien lo ha creado: es la exposición del problema existencial del individuo, lo que se llevará al salir de ella. Está claro que en un mundo consumista este tipo de arte no puede ser el prototipo ideal. Paradójicamente, la obra problemática es una implosión del autor-lector, una mirada hacia adentro que debería provocar una conciencia crítica en el exterior que lo rodea. La obra pasatista es lo inverso: es anestesia que impone el olvido del problema existencial reemplazándolo con la solución de un problema creado por la obra misma.

Quiero decir que, al reconocer las múltiples dimensiones y propósitos de una obra de arte —que incluye la diversión y el solo placer estético—, significa también reconocer las dimensiones ideológicas en cualquier producto cultural. Es decir, también una obra de “pura imaginación” está recargada de valores políticos, sociales, religiosos, económicos y morales. Bastaría con poner el ejemplo de la ciencia ficción en Julio Verne o de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares. La invención de Morel (1940) calificada por Borges como perfecta, es también la perfecta expresión de un escritor de la clase alta argentina que podía darse el lujo del cultivo de la imaginación más descarnada en medio de una sociedad convulsionada por “la década infame” (1930-1943) Un lujo y una necesidad para una clase que no quería ver más allá de su estrecho círculo llamado “universal”. ¿Qué hay más alejado de los problemas de la Argentina del momento que una isla perdida en medio del océano, con una máquina reproduciendo la nostalgia de una clase alta, hedonista por donde se la mire, con un individuo perseguido por la justicia que busca un Paraíso sin pobres y sin obreros? ¿Qué más alejado de un mundo en medio del holocausto de la Segunda Guerra mundial?

La libertad, quizás, sea la principal característica diferencial del arte. Y cuando esta libertad no le da vuelta la cara a la realidad trágica de su pueblo, entonces la característica se convierte en conciencia moral. La estética se reconcilia con la ética. La indiferencia nunca es neutral; sólo la ignorancia es neutral, pero resulta un problema ético y práctico promoverla en nombre de alguna virtud.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Julio 2007

The Terrible Innocence of Art

The idea that art exists beyond all social reality is similar to the disembodied theology that proscribes political interpretations of the death of Jesus; or to the nationalist mythologies imposed like sacred universal values; or the templars of language, who are scandalized by the ideological impurity of the language used by rebellious nations. In all three cases, the reaction against social, political and historical interpretations or deconstructions has the same objective: the social, political and historical imposition of their own ideologies. The very “death of ideologies” was one of the most terrible of ideologies since, just like the other dictatorial states of the status quo, it presumed its own purity and neutrality.

In the case of art, two examples of this ideology were translated in the idea of “art for art’s sake” in Europe, and in the Modernismo of Spanish America. This latter, although it had the merit of reflecting upon and practicing a new vision with regard to the instruments of expression, soon revealed itself to be the “ivory tower” that it was. Not without paradox, its greatest representatives began by singing the praises of white princesses, non-existent in the tropics, and ended up becoming the maximal figures of politically-engaged literature of the continent: Rubén Darío, José Martí, José Enrique Rodó, etc. Decades later, none other than Alfonso Reyes would recognize that in Latin America one cannot make art from the ivory tower, as in Paris. At most, in the midst of tragic realism one can make magical realism.

Ivory towers have never been constructions indifferent to the rawness of a people’s reality, but instead far from neutral forms of denial of that reality, on the artists’ side, and of consolidation of its state, on the side of the dominant elites (politically dominant, that is). There are historical variations: today the ivory tower is a watchtower strategy, a secular minaret or belltower raised by the consumer market. The artist is less the kind of his tower, but his labor consists in making believe that his art is pure creation, uncontaminated by the laws of the market or with hegemonic morality and politics. At the foot of the stock market tower run rivers of people, from one office to another, scaling in rapid elevators other glass towers in the name of progress, freedom, democracy and other products that spill from the communication towers. All of the towers raised with the same purpose. Because more than from contradictions – as the Marxists would assert – late capitalism is constructed from coherences, from standardized thought, etc. Capitalism is consistent with its contradictions.

The explanation of the most faithful consumers of commercial art is always the same: they seek a healthy form of entertainment that is not polluted by violence or politics, all that which abounds in the news media and in the “difficult” writers. Which reminds us that there are few political parties so demagogic and populist as the imperial party of commercialism, with its eternal promises of eternal youth, full satisfaction and infinite happiness. The idea of “healthy entertainment” carries an implicit understanding that fantasy and science fiction are neutral genres, separate from the political history of the world and separate from any ideological manipulation. There are at least five reasons for this consensus: 1) this is also the thinking of the literary greats, like Jorge Luis Borges; 2) mediocre writers frequently have confused the profundity or the commitment of the writer with the political pamphlet; 3) it is justifiable to understand art from this purist perspective, because art is also a form of entertainment and pastime; 4) the idea of neutrality is part of the strength of a hegemonic culture that is anything but neutral; lastly, 5) neutrality is confused with “dominant values” and the latter with universal values.

At this point, I believe that it is very easy to distinguish at least two major types of art: 1) that which seeks to distract, to divert attention (“divertir” means to entertain in Spanish). That is to say, that which seeks to “escape from the world.” Paradoxically, the function of this type of art is the inverse: the consumer departs from his work routine and enters into this kind of entertaining fiction in order to recuperate his energies. Once outside the oneiric lounge of the theater, outside the magical best-seller, the work of art no longer matters for more than its anecdotal value. It is the forgetting that matters: within the artwork one is able to forget the routine world; upon leaving the artwork, one is able to forget the problem presented by that work, since it is always a problem invented at the beginning (the murder) and solved at the end (the killer was the butler). This is the function of the happy ending. It is a socially reproductive function: it reproduces the productive energy and the values of the system that makes use of that individual worn out by routine. The work of art fulfills here the same function as the bordello and the author is little more than the prostitute who charges a fee for the reparative pleasure.

Different is the problematic type of art: it is not comfort that it offers to whomever enters into its territory. It is not forgetting but memory that it demands of he who leaves it. The reader, the viewer do not forget what is exhibited in that aesthetic space because the problem has not been solved. The great artwork does not solve a problem because the artwork is not the one who has created it: the exposition of the existential problem of the individual is what will lead to departure from it. Clearly in a consumerist world this type of art cannot be the ideal prototype. Paradoxically, the problematic artwork is an implosion of the author-reader, a gaze within that ought to provoke a critical awareness of one’s surroundings. The entertaining artwork is the inverse: it is anasthesia that imposes a forgetting of the existential problem, replacing it with the solution of a problem created by the artwork itself.

I mean to say that, recognizing the multiple dimensions and purposes of a work of art – which include entertainment and mere aesthetic pleasure – means also recognizing the ideological dimensions of any cultural product. That is to say, even a work of “pure imagination” is loaded with political, social, religious, economic and moral values. It would suffice to pose the example of the science fiction in Jules Verne or of the fantastical literature of Adolfo Bioy Casares. Morel’s Invention (1940), considered by Borges to be perfect, is also the perfect expression of a writer of the Argentine upper class who could allow himself the luxury of cultivating the starkest imagination in the midst of a society convulsed by the “infamous decade” (1930-1943). A luxury and a necessity for a class that did not want to see beyond its narrow so-called “universal” circle. What could be farther from the problems of the Argentina of the moment than a lost island in the middle of the ocean, with a machine reproducing the nostalgia of an unbelievably hedonistic upper class, with an individual pursued by justice who seeks a Paradise without poverty and without workers? What could be farther from from a world in the midst of the Holocaust of the Second World War?

Nevertheless, it is a great novel, which demonstrates that art, although it is not only aesthetics, is not only politics either, nor mere expression of the relations of power, nor mere morality, etc.

Freedom, perhaps, may be the main differential characteristic of art. And when this freedom does not turn its face away from the tragic reality of its people, then the characteristic turns into moral consciousness. Aesthetics is reconciled with ethics. Indifference is never neutral; only ignorance is neutral, but it proves to be an ethical and practical problem to promote ignorance in the name of some virtue.

Dr. Jorge Majfud

Translated by Dr. Bruce Campbell

La inmoralidad del arte, la maldad de los pobres

El pasado mes de octubre, en un encuentro de escritores en México, alguien del público me preguntó si pensaba que el sistema capitalista caería finalmente por sus propias contradicciones. Momentos antes yo había argumentado sobre una radicalización de la modernidad en la dimensión de la desobediencia de las sociedades. (*) Aunque aún debemos atravesar la crisis del surgimiento chino, la desobediencia es un proceso que hasta ahora no se ha revertido, sino todo lo contrario. Lo cual no significa abogar por el anarquismo (como se me ha reprochado tantas veces en Estados Unidos) sino advertir la formación de sociedades autárticas. El estado actual, que en apariencia contradice mi afirmación, por el contrario lo confirma: lo que hoy tenemos es (1) una reacción de los antiguos sistemas de dominación —toda reacción se debe a un cambio histórico que es inevitable— y (2) a la misma percepción de ese empeoramiento de las libertades de los pueblos, debida a un mayor reclamo, producto también de una creciente desobediencia. Mi respuesta al señor del público fue, simplemente, no. “Ningún sistema —dije— cae por sus propias contradicciones. No cayó por sus propias contradicciones el sistema soviético y mucho menos lo hará el sistema capitalista (o, mejor dicho, el sistema “consumista”, que poco se parece al capitalismo primitivo). El sistema capitalista, que no ha sido el peor de todos los sistemas, siempre ha sabido cómo resolver sus contradicciones. Por algo ha evolucionado y dominado durante tantos años”. Las contradicciones del sistema no sólo se resuelven con instituciones como las de educación formal; también se resuelven con narraciones ideológicas que operan de “costura” a sus propias fisuras.

Dos anécdotas me ocurrieron después, a mi regreso a Estados Unidos, las que me parecen sintomáticas de estas “costuras” del discurso que pretenden resolver las contradicciones del propio sistema que las genera. Y las resuelven de hecho, aunque eso no quiere decir que resistan a un análisis rápido. Veamos.

La primera ocurrió en una de mis clases de literatura, la cual había dejado a cargo de un sustituto por motivo de mi viaje. Una alumna se había retirado furiosa porque en la película que se estaba proyectando (Doña Bárbara, basada en el clásico de Rómulo Gallegos), había una escena “inmoral”. La muchacha, a quien respeto en su sensibilidad, furiosa argumentó que ella era una persona muy religiosa y la ofendía ese tipo de imágenes. Al contestarle que si quería comprender el arte y la cultura hispánica debía enfrentarse a escenas con mayor contenido erótico que aquellas, me respondió que conocía el argumento: algunos llaman “obra de arte” a la pornografía. Con lo cual uno debe concluir que el museo del Louvre es un prostíbulo financiado por el estado francés y Cien años de soledad es la obra de un pervertido libinidoso. Por citar algunos ejemplos amables. Aparentemente, el público anglosajón está acostumbrado a la exposición de muerte y violencia de las películas de Hollywood, a los violentos playstation games que compran a sus niños, pero le afecta algo más parecido a la vida, como lo es el erotismo. En cuanto a los informativos, ya lo dijimos, la realidad llega totalmente pasterizada.

—Si uno es estudiante de medicina —argumenté—, no tiene más remedio que enfrentase al estudio de cadáveres. Si su sensibilidad se lo impide, debe abandonar la carrera y dedicarse a otra cosa.

Pero el problema no es tan relativo como quieren presentarlo los “absolutistas” religiosos. Aunque no lo parezca, es muy fácil distinguir entre una obra de arte y una pornografía. Y no lo digo porque me escandalice esta última. Simplemente entre una y otra hay una gran diferencia de propósitos y de lecturas. La misma diferencia que hay entre alguien que ve en un niño a un niño y otro que ve en él a un objeto sexual; la misma diferencia que hay entre un “avivado” y un ginecólogo profesional. Si no somos capaces de ponernos por encima de un problema, si no somos capaces de una madurez moral que nos permita ver el problema desde arriba y no desde bajo, nunca podríamos ser capaces de ser ginecólogos, psicoanalistas ni, por supuesto, sacerdotes. Pero si hay sacerdotes que ven en un niño a un objeto sexual —faltaría que lo negásemos—, eso no quiere decir que el sacerdocio o la religión per se es una inmoralidad.

Por supuesto que semejantes argumentos sólo podrían provocarme una sonrisa. Pero no me hace gracia pretender simplificar al ser humano en nombre de la moral y no estoy dispuesto a hacerlo aunque me lo ordene el Rey o el Papa. Y entiendo que mantenerme firme en esta defensa es una defensa a la especie humana contra aquellos que pretenden salvarla castrándola de cuerpo y alma. Estos discursos moralizadores no dejan de ser sintomáticos de una sociedad que obsesivamente busca lavar sus traumas con excusas, para no ver la gravedad de sus propias acciones. Y sobre esto de “no querer ver lo que se hace” ya le dediqué otro ensayo, así que mejor lo dejo por aquí.

—Usted es demasiado liberal —me dijo más tarde R., mi alumna.

Luego el catecismo inevitable:

—¿Tiene usted hijos?

Me acordé de los viejos que siempre se escudan en su experiencia cuando ya no tienen argumentos. Como si vivir fuese algún mérito dialéctico.

—No, no aún —respondí.

—Si tuviera hijos comprendería mi posición —observó.

—¿Por qué, tiene usted hijos? —pregunté.

—No— fue la repuesta.

—Es decir que la pregunta anterior no la hizo usted, me la hicieron sus padres. ¿Con quién estoy hablando en este momento?

Opiné que para ser auténtico primero había que ser libre.

—En este mundo hay demasiada libertad —se quejó R.

—¿Cree usted en Dios? —pregunté, como un tonto.

—Sí, por supuesto.

—¿Cree por su propia voluntad o porque se lo han impuesto?

—No, no. Yo creo en Dios por mi propia voluntad.

—Es decir que la libertad sigue siendo una virtud, a pesar de todo…

Pocos días después, en otra clase, una de mis mejores alumnas me preguntó sobre el problema de las drogas en el mundo. Quería saber mi opinión sobre las posibles soluciones. La suya era que si Estados Unidos creaban trabajo en los países pobres de América Latina eso lograría terminar con el tráfico de drogas y quería saber si yo pensaba igual. Mi respuesta fue terminante (y tal vez pequé de elocuencia): no. Simplemente, no.

En la pregunta reconocí el viejo discurso hegemónico norteamericano: “nuestros problemas se deben a la existencia de malos en el mundo”. Una simplicidad a la medida de un público que antes se reconocía como ciudadano y ahora se reconoce como “consumidor”. Claro, no muy diferente es la teoría maniquea en América Latina: “todos nuestros males se los debemos al imperialismo yanqui”.

—¿Por qué no?—, preguntó sorprendida mi alumna, una muchacha con toda las buenas intenciones del mundo.

—Por la misma lógica del sistema capitalista —respondí—. Si los pobres tuviesen mayores y mejores oportunidades de trabajo eso mejoraría sus vidas, pero no eliminaría el narcotráfico, porque no son ellos los motores de este monstruoso mecanismo. La demonización de los productores es un discurso del todo estratégico —no entraré a explicar este punto tan obvio—, pero no sirve para resolver el problema ni lo ha resuelto nunca.

—¿Y cuál es la causa del problema, entonces?

—En el sistema capitalista, sobre todo en el capitalismo tardío (y dejemos de lado a Keynes por un momento), la oferta aparece siempre para satisfacer la demanda, ya sea de forma legal o ilegal. El objetivo de toda empresa es descubrir las “necesidades insatisfechas” (creadas, de forma creciente, por la propia cultura de consumo) y lograr infiltrarse en el mercado con una oferta a la medida. En español se habla de “nicho del mercado”, lo cual tiene lógicas connotaciones con la muerte. Si hay demanda de trabajadores, allí habrán inmigrantes ilegales para satisfacer la demanda y evitar que la economía se detenga. Al mismo tiempo, surgirán nuevas narraciones y nuevos “patriotas” que se organicen para salvar al país de estos sucios holgazanes venidos del sur para robarles los beneficios sociales.

Pocos pueden dudar de que los principales consumidores de drogas del mundo están en el mercado norteamericano y europeo, los dos polos del progreso mundial. La conclusión era obvia: los primeros responsables de la existencia del narcotráfico no son los pobres campesinos colombianos o peruanos o bolivianos: son los ricos consumidores del primer mundo. Aparte de los narcotraficantes, claro, que son los únicos beneficiados de este sistema perverso. Pero vaya uno a decirlo sin riesgo.

No deberíamos nosotros, minúsculos intelectuales, recordarle a los capitalistas cómo funcionan sus cosas. Ellos son los maestros en esto, aunque también son maestros en hacerse los tontos: nadie produce ni trafica algo que nadie quiere comprar. Mientras haya alguien que está interesado en comprar mierda de perro, habrá gente en el mundo que la recoja en bolsitas de nylon para su exportación. Pero culpar a las prostitutas por inmorales y absolver a los hombres por “machos” es parte del discurso ideológico de cada época. En este último caso, hubiese bastado la lucidez de Sor Juana Inés de la Cruz que a finales del siglo XVII se preguntaba «¿quién es peor / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?» Claro que los puritanos no entendieron un razonamiento tan simple e igual la condenaron al infierno.

—Si es así, entonces ¿cuál es la solución? —preguntó otro alumno, sin convencerse del todo.

—La solución no es fácil, pero en cualquier caso está en la eliminación de la demanda, en la superación de la Cultura del Consumo. En una cultura que premia el consumo y el éxito material, ¿qué se puede esperar sino más consumo, incluido el de drogas y otros estimulantes que anestesien el profundo vacío que hay en una sociedad que todo lo cuantifica? La coca es usada en Bolivia desde hace siglos, y no podemos decir que la drogadicción haya sido un problema hasta que aparecieron los traficantes buscando satisfacer una demanda que se producía a miles de kilómetros de ahí. Yo recuerdo en un remoto rincón de África campos de marihuana que nadie consumía. Claro, apenas los nativos veían a un hombre blanco con un sombrero y unos lentes negros enseguida se la ofrecían con tal de ganarse unas monedas. Y hubiese bastado un pequeño ejército de esos consumidores extranjeros para activar el cultivo sistemático y la recolección de estas plantas hasta que unos años después pasaran por encima unos aviones arrojando pesticidas para combatir a la producción y a los miserables productores, culpables de todo mal del mundo.

La discusión terminó como suelen terminar todas las discusiones en Estados Unidos: con un formalismo democrático y consciente de las consecuencias pragmáticas: “Acepto su opinión pero no la comparto”

Hasta hoy espero argumentos que justifiquen esta natural discrepancia.

Jorge Majfud

The University of Georgia

Octubre, 2005.

(*) Normalmente, la Posmodernidad se definía en oposición a los valores característicos de la Modernidad: racionalismo, logocentrsmo europeo, metanarraciones absolutistas, etc. Por lo cual podemos entender a la Posmodernidad como una Antimodernidad. Pero esto es una simplificación. Hay elementos que significan aún hoy una continuación y una radicalización de la Modernidad: es lo que llamo la Sociedad Desobediente.

L’immoralité de l’Art, la méchanceté des pauvres

Par Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier

Au mois d’octobre passé, dans une rencontre d’écrivains à Mexico, quelqu’un du public me demanda si je pensais que le système capitaliste tomberait finalement de ses propres contradictions. Quelques moments auparavant, j’avais argumenté sur une radicalisation de la modernité dans la dimension de la désobéissance des sociétés.* Bien que nous devions encore traverser la crise de l’apparition chinoise, la désobéissance est un processus qui, jusqu’à maintenant, ne s’est pas atténué, tout au contraire. Ce qui ne signifie pas plaider pour l’anarchisme (comme on me l’a si souvent reproché aux États-Unis) mais observer la formation de sociétés “autartiques”. L’état actuel, qui en apparence contredit mon affirmation, la confirme au contraire: ce que nous avons aujourd’hui est (1) une réaction des vieux systèmes de domination –toute réaction est due à un changement historique qui est inévitable –et (2) la perception même de la dégradation des libertés des peuples, due à une plus grande réclame, produit aussi d’une croissante désobéissance. Ma réponse au monsieur du public fut simplement, non. Aucun système, dis-je, ne tombe de ses propres contradictions. Le système soviétique n’a pas tombé de ses propres contradictions, et encore moins ne le fera le système capitaliste (ou, pour mieux dire, le système de “consommation de masse”, qui ressemble peu au capitalisme primitif). Le système capitaliste, qui n’a pas été le pire de tous les systèmes, a toujours su comment résoudre ses contradictions. Ce n’est pas pour rien qu’il a évolué et dominé pendant tant d’années. Les contradictions du système non seulement se résolvent avec des institutions comme celle de l’éducation formelle; elles se résolvent aussi par des narrations idéologiques qui opèrent des “coutures” à ses propres fissures.

Deus anecdotes m’arrivèrent à mon retour aux États-Unis, de celles qui m’apparaissent symptomatiques de ces “coutures”,du discours que prétendent résoudre les contradictions de ce même système qui les génère. Et elles les résolvent de fait, quoique cela ne veut pas dire qu’elles résistent à une analyse rapide. Voyons.

La première arriva dans une de mes classes de littérature, laquelle avait été laissée à un substitut pendant mon voyage au Mexique. Une étudiante s’était retirée furieuse parce que sur le film qui était projeté (Doña Bárbara, basé sur le classique de Romulo Gallegos) se trouvait une scène “immorale”. La jeune fille, très sensible, argumenta furieuse qu’elle était une personne très religieuse et que ce type d’image l’offensait. A lui répondre que si elle voulait comprendre l’art et la culture hispanique, qu’elle devrait affronter des scènes avec de plus grands contenus érotiques que cette dernière, elle me répondit qu’elle connaissait l’argument: certains appellent “œuvre d’art” la pornographie. Avec lequel quelqu’un doit conclure que le musée du Louvre est une maison de tolérance financée par l’état français et que Cent années de solitude est l’œuvre d’un perverti libidineux. Pour citer quelques exemples aimables. Apparemment, le public anglo-saxon est accoutumé aux expositions de mort et de violence des films d’Hollywood , et aux jeux violents de playstation qu’il achète à ses enfants, mais, quelque chose qui ressemble plus à la vie, tel l’érotisme, l’affecte davantage. Et en ce qui concerne les contenus informatifs, nous l’avons déjà dit, la réalité arrive totalement pasteurisée.

Si quelqu’un est étudiant en médecine, argumentai-je, il n’a pas d’autre remède que d’affronter l’étude des cadavres. Si sa sensibilité lui fait trop obstacle, il doit abandonner la carrière et s’adonner à autre chose.

Mais le problème n’est pas aussi relatif comme veulent le présenter les “absolutistes” religieux. Quoiqu’il n’y paraisse, il est très facile de distinguer entre une œuvre d’art et celle pornographique. Et je ne dis pas cela parce que cette dernière me scandalise. Simplement, entre l’une et l’autre il y a une différence d’intentions et de lectures. La même différence qu’il y a entre quelqu’un qui voit un enfant comme un enfant, et un autre qui voit en lui un objet sexuel; la même différence qu’il y a entre un “excité” et un gynécologue professionnel. Si nous ne sommes pas capables de nous mettre au-dessus d’un problème, si nous ne sommes pas capables d’une maturité morale qui nous permet de voir le problème à partir d’en-haut et non d’en-bàs, jamais nous ne pourrons être gynécologue, psychanalyste ni, bien sûr, prêtre. Et s’il y a des prêtres qui voient dans des enfants des objets sexuels, il faudrait que nous les niions –cela ne veut pas dire que la prêtrise ou la religion “en soi” est une immoralité.

Il est certain que de semblables arguments ne pourraient me susciter qu’un sourire. Mais cela ne me plaît pas du tout prétendre réduire l’être humain au nom de la morale, et je ne suis pas disposé à le faire même si me l’ordonne le Roi ou le Pape. Et j’entends rester ferme dans cette défense: c’est une défense de l’espèce humaine contre ceux qui prétendent la sauver la castrant de son corps et de son âme. Ces discours moralisateurs ne cessent d’être symptomatiques d’une société qui obsessivement cherche à laver ses traumas avec des excuses pour ne pas voir la gravité de ses propres actions. Et sur cela de “ne pas vouloir voir ce qui se fait”, j’ai déjà dédié un autre essai meilleur que je ne le fais ici.

–Vous êtes trop libéral –me dit plus tard R., mon étudiante.

Par la suite le catéchisme inévitable:

–Avez-vous des enfants?

Je pensai aux vieilles personnes qui se retranchent toujours derrière leur expérience alors qu’elles n’ont plus d’arguments. Comme si vivre fut le fait de quelque mérite dialectique.

–Non, pas encore –répondis-je.

–Si vous aviez des enfants vous comprendriez ma position –observa-t-elle.

–Pourquoi, vous avez des enfants –demandai-je?

–Non, fut la réponse.

–C’est dire que la question antérieure ne vient pas de vous, elle vient de vos parents. Avec qui suis-je en train de parler en ce moment?

Je pensai que pour être authentique qu’il fallait d’abord être libre.

–Dans ce monde il y a trop de liberté– se plaignit R.

–Croyez-vous en Dieu? –demandai-je comme un bêta.

–Oui, bien sûr.

–Y croyez-vous par vous-même ou parce qu’on vous l’a imposé?

–Non, non je crois en Dieu par ma propre volonté.

–C’est dire que la liberté continue d’être une vertu malgré tout.

Peu de jours plus tard, dans une autre classe, une autre de mes étudiantes m’interrogea sur le problème des drogues dans le monde. Elle voulait connaître mon opinion sur les solutions possibles. La sienne était que si les États-Unis créaient du travail dans les pays pauvres d’Amérique Latine, cela aurait pour effet d’en finir avec le narcotrafic, et elle voulait savoir si j’opinais dans le même sens. Ma réponse fut formelle (et peut-être péchai-je d’éloquence): non. Simplement non.

Dans la question je reconnus le vieux discours hégémonique nord-américain: “nos problèmes sont dus à l’existence des méchants dans le monde”. Une simplicité à la mesure d’un public qui avant se reconnaissait citoyen et qui maintenant se reconnaît comme “consommateur”. Bien sûr, non moins différente est la théorie manichéenne en Amérique Latine: “tous nos maux sont dus à l’impérialisme yankee”.

–Pourquoi non –me demanda surprise mon étudiante, une jeune fille avec toutes les bonnes intentions du monde.

–Par la logique même du système capitalista – répondis-je–. Si les pauvres avaient de plus grandes et de meilleures opportunités de travail, cela améliorerait leurs vies, mais cela n’éliminerait pas le narcotrafic, parce que ce ne sont pas là les moteurs de ce monstrueux mécanisme. La démonisation des producteurs est un discours avant tout stratégique –je ne commencerai pas à expliquer ce point de vue d’une telle évidence –mais cela ne sert pas à résoudre le problème et ne l’a jamais fait.

–Et quelle est la cause du problème alors?

–Dans le système capitaliste, surtout dans le capitalisme tardif (et laissons de côté Keynes pour le moment), l’offre apparaît toujours afin de satisfaire la demande, que ce soit de façon légale ou illégale. L’objectif de toute entreprise est de découvrir les “nécessités insatisfaites” (crées, de façon croissante, par la propre culture de consommation), et de réussir à s’infiltrer sur le marché avec une offre sur mesure. En espagnol, on parle de “niche de marché”, ce qui possède des connotations logiques avec la mort. S’il y a une demande de travailleurs, il y aura là des travailleurs illégaux afin de satisfaire la demande et éviter que l’économie ne s’effondre. En même temps, surgiront de nouvelles narrations et de nouveaux “patriotes” qui s’organiseront afin de sauver le pays de ces sales paresseux venus du sud afin leurs voler leurs bénéfices sociaux.

Peu peuvent douter que les principaux consommateurs de drogues dans le monde sont sur le marché nord-américain et européen, les deux pôles du progrès mondial. La conclusion est évidente: les premiers responsables du narcotrafic ne sont pas les pauvres paysans colombiens ou péruviens ou boliviens: ce sont les riches consommateurs du premier monde. Mis à part les narcotrafiquants , ce sont bien sûr les uniques bénéficiaires de ce système pervers. Mais que quelqu’un le dise sans risque.

Nous devrions nous, minuscules intellectuels, rappeler aux capitalistes comment fonctionnent leurs choses. Ils sont les maîtres en cela, quoiqu’ils soient aussi les maîtres à faire les sots: personne ne produit quelconque trafic que personne ne veut acheter. Tant qu’il y aura quelqu’un intéressé à acheter de la merde de chien, il y aura des gens dans le monde qui la ramasseront et la mettront dans du nylon pour son exportation. Mais accuser les prostitués d’immoralité et absoudre les hommes d’être “mâles” fait partie du discours idéologique de chaque époque. Dans ce dernier cas, la lucidité de Sœur Jeanne Agnès de la Croix, à la fin du XVII è siècle, eut été suffisante, laquelle se demandait: “qu’est-ce qui est pire / celle qui pèche pour la paie / ou celui qui paie pour pécher”? Bien sûr que les puritains ne comprirent pas un raisonnement aussi simple et la condamnèrent à l’enfer.

–S’il en est ainsi, quelle est la solution? –demanda un autre élève, sans être persuadé du tout.

–La solution n’est pas facile mais, dans tous les cas, c’est dans l’élimination de la demande, dans le dépassement de la Culture de Consommation. Dans une culture qui récompense la consommation et le succès matériel, à quoi peut-on s’attendre sinon à plus de consommation, incluant celle des drogues et autres stimulants qui anesthésient le vide profond qu’il y a dans une société qui quantifie tout? La coke est utilisée en Bolivie depuis des siècles, et l’on ne peut pas dire que l’addiction à cette drogue aie été un problème jusqu’à ce qu’apparaissent les trafiquants cherchant à satisfaire une demande qui se produisait à des milliers de kilomètres de là. Je me souviens d’un lointain coin d’Afrique, de champs de marijuana dont personne ne consommait. Bien sûr, à peine les natifs voyaient un homme blanc muni d’un chapeau et de lunettes fumées, on lui offrait avec cela de se faire de l’argent. Et il y eut une petite armée suffisante de ces consommateurs étrangers pour activer la culture systématique et la collecte de ces plantes jusqu’à ce que, quelques années plus tard, des avions passent arroser ces champs de pesticides afin de combattre la production et les misérables producteurs coupables de tous les maux du monde.

La discussion se termina comme ont l’habitude de se terminer toutes les discussions aux États-Unis: par un formalisme démocratique et conscient des conséquences pragmatiques: “j’accepte votre opinion mais je ne la partage pas”.

Encore aujourd’hui j’attends des arguments qui justifient cette divergence naturelle.

Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier, octobre 2005

* Normalement, la Posmodernité se définit en opposition aux valeurs caractéristiques de la Modernité: rationalisme, logocentrisme européen, métanarrations absolutistes, etc. Sur quoi nous pouvons comprendre la Posmodernité comme une Antimodernité. Mais cela est une simplification. Il y a des éléments qui signifient encore aujourd’hui une continuation et une radicalisation de la Modernité: c’est ce que nous appelons la Société Désobéissante.

El príncipe y la utopía

 

Gara (España)

Milenio (Mexico)

Panamá América

El príncipe y la utopía

El derecho natural a la igual-libertad

Nicolás Maquiavelo y Tomas Moro

Podemos decir que el año 68 significó el clímax de los sesenta y a la vez el inicio de su caída abrupta. Pero esta aparente derrota a corto plazo, que se extendió por décadas, fue en realidad un éxito más del humanismo utópico.

Si consideramos la Edad Media y el Renacimiento de las conquistas geográficas y de la consolidación del cupiditas capitalista —avaricia, ambición; el principal atributo del demonio, según la olvidada teología medieval— como valor moral del “espíritu de superación”, podemos observar que los valores exaltados en los sesenta y en todos los movimientos sociales y comunitarios que hicieron y siguen hoy haciendo historia, no son otros que la continuación de los valores de la revolución humanista de los inicios del mismo Renacimiento que, lenta y casi clandestinamente, se ha ido imponiendo a lo largo de la historia y de las geografías del mundo.

Creo que podemos ilustrar esta ambivalencia histórica con dos libros clásicos: por un lado El Príncipe (1513) de Nicolás Maquiavelo y por el otro Utopía(1515), de Tomás Moro, donde la ambición por el oro, como lo será en los posteriores conquistadores de America y lo dejará explicito Guaman Poma de Ayala cien años después­ en sus Cronicas, no era un signo de progreso sino de retardo mental, de primitivismo social. Por el otro lado, el maquiavelismo es más lógico y necesario en un sistema democrático-representativo que en un sistema absolutista, como lo era el de muchos príncipes de la época.

Las Américas, especialmente, fueron desde entonces campos de batalla de estas dos formas de ver y de construir o destruir el mundo: el pragmatismo de la política en el poder y la utopia de los revolucionarios; la practica y la imaginación; el ejercicio de la manipulación del lenguaje para adaptarlo a la realidad y el ejercicio del lenguaje como instrumento de concientización para cambiar la realidad; la creencia de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y la protesta y el desafío practico e intelectual de que otro mundo es posible, etc.

Entre los valores de la vertiente humanista iniciada en el siglo XIII podemos anotar la reivindicación del cuerpo —el “espíritu epicúreo” de los aborígenes del nuevo mundo, según Américo Vespucio—, el reconocimiento del otro, llamado estratégicamente minorías aún cuando no lo son, etc. Es decir, toda esa inevitable diversidad de la raza humana que por lo menos desde la historia escrita ha sido en su abrumadora mayoría victima de las fuerzas de la brutalidad política, ideológica, religiosa y militar antes que protagonista principal de su propia evolución.

Pero poco a poco esa humanidad ha ido tomando conciencia de sus derechos a ser protagonista de su historia y conciencia de su fuerza real para serlo. Y aunque sea una verdad incómoda, también debemos tener el valor de reconocer que el inicio o por lo menos la centenaria maduración de esa conciencia que alguna vez fue hereje, radical y subversiva fue responsabilidad de una elite de disidentes. Aquellos hombres de letras que comenzaron por las humanidades y siguieron por las ciencias, aquellos estudiosos de la historia y críticos de la autoridad política, moral y religiosa, fueron el resultado también de la convergencia, además de la pagana tradición griega, de otras largas tradiciones, la judía, la cristiana y la islámica. Pero fueron siempre minorías por fuera del poder de los césares de turno, quienes en principio persiguieron y condenaron a los disidentes de turno y en ultima instancia se apoderaron de sus discursos para legitimarse ante una realidad que los invadía como una marea. Y así, por ejemplo, destruyeron el humanismo, la utopia del fraternalismo universal del primer cristianismo y siguieron  persiguiendo o tratando de integrar a sus filas a los peligrosos disidentes que veían en cada ser humano y en toda la diversidad de las culturas, de las disciplinas y de la historia, al mismo ser humano pugnando por su derecho natural de igual-libertad.

El siglo XX significó un violento choque entre ambas corrientes, el maquiavelismo y el cesarismo por un lado y la rebelión de la utopia por el otro. Solo que no siempre estaba claro ni coincidían las retóricas y las declaraciones de intención con la practica, y así más de una utopía se convirtió en cruda realidad de los cesares y los fariseos de turno. Pero la experiencia humanista que reclamó con los hechos el valor de la igual-libertad  continuó adelante, tropezando, cayendo como un Cristo en su via crucis. Detrás del simbólico, real y maldecido 1968 había al menos siete siglos de reflexión y de sangrientas luchas. Pero también, en muchos aspectos, fue una expresión explosiva e inmadura, juvenil en sus propuestas, inocente de sus posibilidades y de las fuerzas reaccionarias que terminarían aplastándolas con la fuerza de las armas y de la propaganda moralista de las instituciones establecidas. Su abrupta caída revela que fue víctima de una poderosa fuerza conservadora. Su lenta e inexorable persistencia revela que no fue simplemente una moda sino una estación más de un largo viaje que ya lleva siglos.

Valores e intereses

Ahora, basado en estas observaciones nos queda una reflexión, que menos que teoría es una hipótesis. Hoy en día ni el más radical antimarxista —digamos un investigador, que no sea un político o un predicador— podría negar la fuerte conexión que existe entre la economía, los procesos de producción —agreguemos, de consumo— con las morales en curso. Por ejemplo, siglos antes de la abolición de la esclavitud en América ya existía la crítica radical de humanistas seculares, ateos y religiosos que rechazaban esta práctica y su correspondiente justificación moral. Pero no fue hasta que la Revolución industrial hizo innecesario y hasta inconveniente la existencia de esclavos en lugar de obreros asalariados que se impuso la moral antiesclavista. Lo mismo podemos observar de la educación universal y de los derechos de la mujer.

Cada vez que un político y alguno de sus religiosos seguidores repiten que lo que importa en política son “los valores”, los valores del político y los valores morales del partido, lo que hacen es confirmar lo contrario. Estos valores son los valores de Maquiavelo, sentimientos morales estratégicamente establecidos por una práctica de dominación a veces imperial, a veces solo domestica. La expresión de “un hombre de valores conservadores” hasta no hace mucho conmovía hasta las lagrimas a la mayoría de la población norteamericana. Tanto que nadie podía contestar a esa fanática convicción, que en la práctica significaba mandar ejércitos a invadir países para mantener “nuestro estilo de vida” imponiéndole a los bárbaros de la periferia, por las malas cuando no por las buenas, “nuestro humanismo democrático”.

Sin embargo, por otro lado, si vemos desde el punto de vista histórico, podemos destilar un factor común. Hay valores que sobreviven a los imperios, que se sobreponen y sobrepasan cualquier sistema económico, político y militar. Son valores de liberación pero también son valores de opresión. Es decir, esos valores no dependen de la circunstancia y de los intereses del momento. Con el tiempo el mismo poder hegemónico debe manipularlos ante su propia incapacidad de contradecirlos. Es decir, el lobo debe vestirse de cordero ya que no puede convencer a los corderos de que es bueno. La expresión del poder es en última instancia siempre directa —una invasión, por ejemplo— pero en estado normal siempre recurre a la legitimación moral. El poder siempre se oculta, el poder siempre se viste de lo que no es y esa es su principal estrategia de perpetración.

Podemos decir, entonces, que los valores morales están fuertemente condicionados por un sistema de producción y al mismo tiempo sirven para justificarlos y reproducirlos. Pero al mismo tiempo no, pueden trascenderlo. El mismo sistema capitalista ha pasado por diversas etapas, como la era industrial y la postindustrial, la era de consumo, la era digital, etc. y, sin embargo, los valores que llamamos humanistas continúan su marcha inexorable. Con frecuentes rebeliones, con más frecuentes reacciones, pero inexorable al fin.

Sé que mi viejo maestro Ernesto Sábato dirá lo contrario; que, como en el paradigma religioso, todo tiempo pasado fue mejor; que desde el Renacimiento el hombre se ha cosificado, corrompido, deshumanizado. Pero no es del todo verdad. Basta echar una mirada a la historia y también veremos opresiones, esclavitud, violaciones, violencia física y lo que es peor, violencia moral, ignorancia del derecho a la igual-libertad, pueblos reventados, individuos sobreviviendo a duras penas hasta los cuarenta años. Críticos como él también son parte de una conciencia humanista y su pesimismo se debe a las altas expectativas de su sensibilidad intelectual, más que a los retrocesos de la historia.

Para llegar a los logros que podemos contar hoy en día, sean pocos o muchos, hubo que pasar por muchos mayos del 68, revelándose contra el dolor o contra la autoridad arbitraria, alzándose por el derecho a la vida individual y colectiva, reclamando, siempre reclamando hasta la última gota el derecho a la desobediencia y a la vida en toda su plenitud, a la igual-libertad.

Jorge Majfud

Lincoln University, febrero 2009.

América y la utopía que descubrió el capitalismo

 

(Parte I)

Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.

Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. En palabras de Gramsci “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia” (Quaderni del Carcere, 1933). Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. También es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en lo que sería después América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado. Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, entendida como inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished”. En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth”. El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando un embajador cargado de joyas llega a Utopia, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos”.

Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y cristiano-renacentista aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505. Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor”. Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas”. Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas”. En una oración, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas”. Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes”. Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne acusaría en 1589 a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia. Shakespeare, poco después razonará que no era posible calificar de bárbaros y salvajes a los pueblos de la periferia; “lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”. (Continúa)

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

América y la utopía que descubrió el capitalismo

 

(Parte II)

Al volver del Nuevo Mundo, Américo Vespucio refirió a sus europeos las extrañas virtudes que había encontrado del otro lado del océano. Los bárbaros carecían de la codicia y vivían en una región del mundo bendecida por el clima. Esa América poseía las bondades geográficas de la que carecía la tórrida África por lo que, como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe”, mientras que sus habitantes “no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas” (Cartas, 1502).

Sus habitantes, insistía Vespucio, se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años; “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar”. Le llamó la atención que guerreen unas tribus con otras sin saber ellos mismos por qué lo hacían, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado”. En otro momento asume que hace la guerra por pasión, no por ambición. “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas”, pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta”.

Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas”. “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna”. En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre”. “Las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna”.

Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista —además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia— que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana. Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida, razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales.

Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. Para Moro existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible”.  El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también. En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.

Como vimos en otros ensayos, para los revolucionarios y los escritores de la “Literatura del compromiso”, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía. Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del estado (“Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state”) Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano. “Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo”. (Obra, 1967).

Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.

La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas aunque muchas veces usadas como instrumentos ideológicos en colaboración. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo.

Por otra parte —en un trabajo más extenso desarrollamos este punto—, todavía queda pendiente aclarar el rol que jugó la presencia de América en las utopías europeas y viceversa, más allá de vincularlo a la mitología clásica europea, y qué parte procedió de la propia cosmología indoamericana, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y desde el nacimiento de la Era Moderna. Una hipótesis que debería ser problematizada radica en cuestionar la sobrevaloración de la herencia griega y europea en la formación de la cosmología americana y volver la mirada a esa “masa muda”, más bien enmudecida por la violencia de la Conquista primero y por las culturas hegemónicas de Europa y Estados Unidos después. Desde un punto de vista ilustrado, la presencia de la cosmovisión amerindia y de los pueblos colonizados en general ha sido casi inexistente hasta el siglo XX. Pero ha estado ahí, latente y determinante. Porque reprimido no significa muerto sino todo lo contrario.

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

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La facultad de Arquitectura de Uruguay

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Notas al pie de unas fotos

Querido amigo,

Estas fotos de diciembre de 2010 son de una visita reciente a la Facultad de Arquitectura del Uruguay

Entré a la facultad de Arquitectura de Uruguay en 1988 porque pensaba que nadie podía vivir de la literatura. Además, en mi infancia y adolescencia había sido un “pintor y matemático” con ciertas facilidades renacentistas. Hice un año paralelo en la Escuela de Bellas Artes pero no gané mucho allí y abandoné. Me pasaba que cada vez que oficializaba una inquietud creativa la mataba. De joven era fanático de Leonardo da Vinci y quería quedarme viviendo en ese mundo de mi taller solitario de Tacuarembó, rodeado de las esculturas de mi madre, de mis pinturas al oleo, de las fórmulas matemáticas del liceo.

Hice una buena primaria y una pésima secundaria. Como en Tacuarembó no había más que Quinto científico, tuve que ir a Montevideo a hacer Sexto de arquitectura.

Mi padre me metió en el Liceo Elbio Fernández, temeroso de que la capital era un hervidero de drogas y desorden. El Elbio tenía fama, era una de las secundarias de la clase alta uruguaya. Todos o casi todos dominaban inglés, menos yo, y con alguna frecuencia se burlaban del hijo del carpintero que venía del campo. “¿Ibas a caballo a tus clases?”, me preguntaban.

Ese año, 1987, en el Elbio, pasé de ser un mal estudiante a ser uno de los pocos de la clase que pudo salvar los exámenes para entrar a la universidad. Hasta la mitad de año tenía todas las materias bajas, perdidas. Me la pasaba leyendo a Sartre, Sábato, Austin, Einstein, Onetti, Mahfouz, Quiroga, Freud, Jung, Cortázar y una entrañable mezcla caótica de autores en los bares de la Ciudad Vieja. En Canelones y Ciudadela había uno donde la cocinera era una gallega llamada Lourdes; trabajaba como una bestia y cocinaba como los dioses, todos platos muy simples y económicos, con esos olores que volví a encontrar años después en Galicia y Asturias.

Algo pasó cuando ingresé a la universidad. En las clases duras, como las de matemática, mis compañeros se quejaban por unanimidad. “Qué enredo, no entiendo nada”, “no agarro ni las del piso”, se decían. Una clase tras la otra, lo mismo. En esa época, no sé ahora, lo normal era perder los exámenes. Yo me decía a mí mismo “no sé qué pasa, pero entiendo todo”. Desde chico recuerdo que tenía “saltos” y “caídas”. Un día, de repente, me sorprendía entendiendo todo con extrema facilidad lo que por mucho tiempo me pareció difícil.

La facultad me resultó muy fácil, aunque reconozco que tampoco hice grandes méritos para lucirme en los proyectos o para sacar buenas notas.

La vez que pasé peor, creo, fue cuando me gasté un dinero en dos libros de más y pasé cinco días sin comer. Como no comía tampoco dormía y como no comía ni dormía me olvidaba de afeitarme. Cuando llegaba a las clases, uno de mis mejores amigos, Maxi Meilán, me decía: “Che, Mafú, parecés un mendigo. Así, zaparrastroso, nunca vas a vender las rifas para el viaje”.

Y tenía razón. Debía vender diez números por día y no conseguía vender ni uno. Un día empezó a llover y me metí en el hall de un edificio. El portero me echó de allí, así que salí a caminar en la lluvia, resignado. Mientras me empapaba me decía, “no importa; en París me reiré de este mal día”.

Con el paso de los días aprendí algunas estrategias para vender números de lotería. Siempre fui pésimo haciendo negocios, pero aprendí rápido y logré vender en los comercios de Montevideo hasta quince números por día. Más de un año después, cuando subimos a la torre Eiffel con un grupo de compañeros de la facultad, comenzó a llover y bajamos corriendo. Una muy buena compañera de viaje me decía enojada, mientras nos empapábamos, “¿se puede saber qué tiene de gracioso? Nos estamos empapando y vos te reís como un demente”.

Más de la mitad del tiempo de aquellos años de facultad lo dedicaba a leer y a escribir cosas que no tenían nada que ver con la carrera. Mi padre, siempre discreto, no preguntaba mucho. “M’hijito, usted sabe lo que hace”, me decía cuando volvía a mi casa de Tacuarembó sin muchas noticias de progreso en mis estudios.

Liquidé todas las materias en 1992, menos dos. Dejé el apartamento que alquilaba a medias con una familia y me fui a la casa de mi padre, en Tacuarembó, desde donde seguí preparando el Proyecto final (la tesis) y el Practicantado. Todo 1995 fue el año del viaje, el año en que le dimos la vuelta al mundo. Éramos jóvenes, compartíamos los sueños de un grupo de románticos que se habían lanzado al mundo, casi sin compromisos de ningún tipo.

Practicantado se hizo absurdamente larga porque los profesores conseguían trabajo en otras partes y renunciaban (así vi la triste cárcel de Punta Carretas transformarse en un alegre mall, entre otros travestismos sociales y urbanos). Primero pensaba graduarme en 1994, luego a principios de 1995. Pero tuve que irme al viaje, al famoso “Viaje de arquitectura, G-88”. Me quedó la tercer y última prueba de Practicantado pendiente para mi regreso, a principios de 1996.

Cuando me recibí no se lo dije a nadie. No fue por desdén; estaba absorto con mi primera novela que mal reescribí más de diez o quince veces en una maquina antigua a la que tenía que colgar una botella con agua del lado izquierdo del carril porque no tenía dinero para comprar el resorte que movía el carril de una letra hacia la otra.

Salvé la última prueba en una obra del puerto de Montevideo y me fui a la casa de mi abuelo en Colonia. El viejo había perdido a la abuela pocos años antes y yo lo visitaba casi todos los meses. El mayor regalo que me daba cada vez eran sus historias viejas. Todavía conservo algunas grabaciones en cassetts de cinta que sobrevivieron a decenas de mudanzas.  Todavía conservo algo de esa fortuna, aparte de un océano insondable de recuerdos por donde buceo de vez en cuando para descubrir algún nuevo secreto.

Por entonces, yo tenía unas pocas obras en construcción pero tenía aún menos gastos. Vivía como un Gandhi, con poco y muchos libros.

Con todo, me recibí muy temprano. Por entonces el promedio eran 13 años. Cuando le digo a mis estudiantes en Estados Unidos que algunas carreras universitarias en Uruguay llevaban más de diez años, que había exámenes de matemática o de estabilidad que duraban nueve horas, que teníamos clases los sábados y a veces exámenes los domingos (sobre todo los de sociología y economía), les cuesta creerlo. En realidad algo andaba mal. Demasiado de todo para un mercado laboral que no necesitaba ni el 20 por ciento de todo aquel esfuerzo. Para conseguir un trabajo en aquella época se necesitaban “otras habilidades”.

Pero en fin, sin duda las universidades en las que he estado me han dejado siempre buenos recuerdos. Siempre agradecido.

Jorge Majfud