Rogers Waters y la estratégica cultura de la cancelación

Rogers Waters ha sido acusado por el Departamento de Seguridad de Alemania de hacer apología del nazismo. La acusación e investigación se basa en haber usado en su último concierto en Berlín un uniforme oscuro y un símbolo de dos martillos cruzados como referencias al nazismo. Waters ha personificado sobre el escenario a fascistas por décadas, no como apología sino como crítica al fascismo. Pero en tiempos de la Guerra Fría estaba bien, aunque, como George Orwell, nunca dejó de identificarse políticamente con la izquierda.

Ahora que Waters es identificado globalmente como un crítico de la hipocresía del “Mundo libre”, hay que buscar cualquier excusa para crucificarlo. Es lo que viene ocurriendo con otras figuras clásicas de la crítica antiimperialista―al menos dos de ellos me han referido los absurdos linchamientos por los cuales están pasando. 

El gobierno de Alemania, seguramente en el contexto de la Guerra de hegemonías que tiene lugar en Ucrania, ha acusado a Waters de apología nazi, que es como acusar a Hitler de socialista porque su partido se llamaba Nacional Socialismo―algo que, además, es una tradición inoculada. Según la acusación del gobierno alemán, “se considera que el contexto de la ropa usada es capaz de aprobar, glorificar o justificar el gobierno violento y arbitrario del régimen nazi de una manera que viola la dignidad de las víctimas y, por lo tanto, perturba la paz pública”.

Cuando se usan las formas legales para subvertir el contenido semántico y lograr así efectos políticos, eso se llama fascismo―no simplemente lawfaire. Este absurdo ha crecido primero en la cultura y más recientemente en las leyes estadounidenses, con la prohibición de palabras como “negro” o “racismo” hasta para explorar la historia sin maquillajes o para criticar el mismo racismo. Porque, en el fondo, la mayor debilidad de toda ley escrita es que no puede juzgar intenciones tan claramente como palabras y, de ahí, el derecho de la Ley Miranda “a permanecer callado” y prevenir así que una sola palabra condene al acusado a varios años de cárcel. Porque las leyes que dicta la tradición e, incluso, las leyes escritas las escribe el poder, la forma es más importante que el contenido―algo que fue central en el conflicto de Jesús vs. los Maestros de la Ley.

Así, un presidente puede enviar a todo un país a una, dos tres guerras racistas e imperialistas y dejar países sembrados de cadáveres y destrucción, pero no puede decir la palabra “negro”. Figuras como Malcolm X y Martin Luther King cada vez suenan más incómodos por decir “la palabra”, como si no hubiese sido suficiente haber silenciado el detalle de que ambos eran socialistas. Ahora tampoco se puede decir “gay” en las escuelas ni mencionar la esclavitud delante de un joven blanco “para no herir su sensibilidad”.

Tampoco olvidemos que la “cancel culture” no es solo cosa de fascistas en el poder, sino también de progresistas aburguesados, infantilizados por la Psicología Disney y con una hipersensibilidad funcional que no deja enfrentar la historia y el presente de frente y sin miedos. Esta estrategia del silencio y la mediocridad es tan poderosa que termina siendo adoptada por las mismas víctimas. Recuerdo a dos jóvenes estudiantes que protestaron porque en una de mis clases proyecté el breve clip en el que Malcolm X distinguía a “el negro del campo” de “el negro de la casa”, no porque estuviesen en desacuerdo con la idea sino porque Malcolm X decía “N***” tres o cuatro veces. Por no volver sobre un escándalo puritano y administrativo que provocó en la Universidad de Georgia la película argentina “Doña Bárbara” (1998), la que había asignado a uno de mis cursos (“La inmoralidad del arte”, 2005).

Claro, no todos alcanzan este grado de absurdo, pero es significativo que exista un solo caso y, no en pocos, haya terminado con el despido de varios profesores, todos antirracistas―en mi caso, mi reacción no fue defenderme y menos excusarme, sino contraatacar. Es fácil ceder terreno ante los fascismos de todo tipo, pero luego recuperarlo lleva sangre, sudor y lágrimas.

El fascismo representa el poder de los de arriba y el miedo de los de abajo, y de ahí su obsesión de refugiarse en un pasado grandioso e inexistente, imponiendo por la fuerza la libertad propia sobre la libertad ajena, todo en nombre de la libertad y las buenas costumbres.

Por eso el arte (no el arte comercial) es tan necesario: porque, si es verdadero arte, va siempre más allá del dogma y los opresivos mitos sociales, como lo es la prohibición de perspectivas políticas o sociales bajo la acusación de ser adoctrinación ideológica. Como si la prohibición y los viejos dogmas sociales no fuesen formas de adoctrinación ideológica, y de las peores.

Los dos martillos cruzados que aparecen en el vestuario de Waters es un símbolo que Pink Floyd usó en diferentes conciertos y videos como The Marching Hammers. Como mínimo hay que reconocer que The Wall se anticipó a la historia varias décadas. Ahora, ¿habrá que prohibir también la clásica sátira de Charles Chaplin El gran dictador de 1940? Allí el actor usó dos cruces en referencia a la cruz gamada como forma de parodia crítica, antes de ser incluido en la lista negra de “sospechosos de comunismo” en Estados Unidos ¿Y qué hacemos con Mark Twain, García Lorca, Bertolt Brecht, Arthur Miller…? ¿Y Eugene Ionesco? Una de sus obras, casi olvidada por el gran público, El rinoceronte, de volver a tener alguna influencia social sería prohibida, no por su alusión a la cultura de la cancelación fascista, a la alienación colectiva, no bajo alguna acusación directa, sino por pertenecer al “teatro del absurdo” o alguna forma de degeneración.  

Hitler escribió un libro mediocre (1925), lleno de plagios y pintó cuadritos que más que arte eran ilustraciones, algunas bien logradas pero intrascendentes, por lo cual quemó libros y cerró la Bauhaus. Franco escribió una novela patriótica, Raza (1940), que brilló por su mediocridad; Ron DeSantis escribió un libro de historia patriótica (2011) lleno de clichés… Todos fueron demolidos por la crítica. Todos, una vez en el gobierno, se dedicaron a prohibir libros y artistas que no se acomodaban al dogma oficial o no eran lo suficientemente adulatorios de sus poderes. Lo mismo hizo la CIA siempre, pero en secreto.

Prohibir obras de arte por ser ofensivas no sólo es una profunda manifestación de torpeza intelectual sino también un característico síntoma del fascismo. Lo cual viene a ser lo mismo. Para las malas obras de arte están los críticos y el juicio del público, no la ley.  Este signo fascista de prohibir y censurar obras, libros y palabras se extendió en el civilizado occidente desde la misma Alemania, cien años antes, y hoy es una orgullosa práctica en Estados Unidos, con especial énfasis en el estado de Florida.

Jorge Majfud, mayo 2023

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¿Es el retardo mental una característica de las razas superiores?

Un día de febrero de 2017 el periodista Jorge Ramos entrevistó a Jared Taylor, ferviente seguidor del presidente Donald Trump y miembro fundador de la organización racista “American Renaissance”. Las palabras y argumentos de Taylor son tan antiguas como andar a pie. Lo nuevo, o mejor dicho lo renovado, es el desparpajo con que los racistas han salido del closet luego del fenómeno Trump, lo cual es el aspecto positivo de esta historia.

Arthur Schopenhauer una vez escribió: “El que los negros hayan caído de preferencia y en grande en la esclavitud, es evidentemente una consecuencia de tener menos inteligencia que las demás razas humanas”. No vamos a decir que los alemanes de raza pura son menos inteligentes porque perdieron las dos guerras mundiales, a ver si tenemos problemas con los señores Trump y Taylor. En cualquier caso, el hecho de que algunos pueblos hayan caído en la esclavitud significaría que tienen menos inteligencia esclavista. El gran filósofo alemán escribía en un siglo donde el racismo se había hecho ciencia para justificar la toma europea del mundo por asalto. El Diccionario de psiquiatría de Antoine Porot definía a la sífilis y los parásitos como “psicopatología de los negros” recomendando la deportación de esos seres desagradables a las colonias expoliadas por Francia.

Por entonces, y aún hoy, se echa deliberadamente al olvido que cuando el centro de la civilización era Grecia o Roma, los rubios del norte eran considerados no sólo bárbaros (es decir, gente sin lengua) sino incapaces de alguna proeza intelectual, como libros y puentes. Y también fueron con frecuencia esclavizados por los europeos del sur, mientras en el norte de África y en Medio Oriente se desarrollaban las ciencias y las matemáticas que aún hoy significan la base de nuestro orgulloso progreso material. Los algoritmos no fueron inventados por Antoine Porot ni por el señor Taylor sino por un persa (no digamos iraní, por las dudas) hace más de mil años. Por no hablar del alfabeto de los fenicios y los números de los árabes que por mucho tiempo la misma Europa se resistió a adoptar por prejuicios culturales pero sin los cuales, incluido el imprescindible concepto del cero, ni siquiera la llegada del hombre a la Luna hubiese sido posible. Cuando el mundo islámico se convirtió en el centro de la civilización, de las artes y de las ciencias, la Europa de los rubios genios era gobernada por fanáticos religiosos cuando no por bárbaros que asolaron las ciudades más desarrolladas de su tiempo. No por coincidencia algunas tribus dieron sus nombres a la violencia bruta, como los vándalos.

Aquellos pueblos de gente tan bonita eran atrasados en muchos aspectos, menos en su eficiencia para destruir y conquistar. Lo mismo podemos decir de civilizaciones avanzadas de Mesoamérica, con ciudades futuristas en comparación a las sucias y malolientes capitales europeas de la época, aunque no tan avanzadas en el arte de matar, destruir y conquistar. Por las mismas razones siempre se insiste en la brutalidad de los rituales de los aztecas, cuando por la misma época la Inquisición torturaba y quema vivos por miles a disidentes y herejes al tiempo que los nuevos europeos comenzaron a nombrar extensas zonas como África, otrora centro de otras civilizaciones que por miles de años fueron la vanguardia del progreso intelectual, como “Barbaria”.

Hoy Europa, con derecho, puede estar orgullosa de su nivel de civilización, tanto material como social, mientras otras regiones del mundo, alguna vez cuna de la razón y el humanismo, se ven sumergidas en el caos y la esclavitud moderna. No obstante, ¿quién podría decir que todos esos cambios se debieron a cambios genéticos en los pueblos?

Pero también hoy el crédito moral de la mala conciencia de Europa tras la Segunda Guerra mundial comienza a agotarse. Los setenta años de progreso social y económico también. Del otro lado del Atlántico, la mala conciencia del racismo estadounidense ha salido del closet después de años de sofisticadas simulaciones.

La idea de razas es básicamente una construcción cultural. Podemos ver y concebir algunas diferencias entre un negro y un blanco como entre una mujer y un hombre. Dejemos de lado la problemática de la construcción de géneros y veamos que las supuestas razas son clasificaciones arbitrarias de hecho: en Estados Unidos se segregaba a los irlandeses por pelirrojos al límite de no permitirles acceder a determinados servicios o simplemente se los asesinaba por cualquier motivo. El odio de los primeros blancos hacia los nuevos blancos debía ser tan intenso como que el que alguna vez encontré en África entre miembros de distintas etnias por diferencias que yo no era capaz de percibir. Hoy en día muchos de esos supremacistas blancos son descendientes de aquellos irlandeses o polacos o italianos perseguidos y odiados por sus “razas”. ¿Por qué no hay una raza de ojos celestes y otra de ojos negros? Etc.

Pero vayamos al argumento ético sobre las inteligencias.

Hace años, Charles Murray y Herrnstein hicieron algunos estudios sobre “ethnic differences in cognitive ability”mostrando gráficas de coeficientes intelectuales claramente favorables a la raza blanca. En mi juvenil libro de ensayos Crítica de la pasión pura, escrito en una aldea de África en 1997, anoté una observación sobre estos estudios: “supongamos que un día se demuestre que hay razas menos inteligentes (y que se defina exactamente lo que quiere decir eso de “inteligencia”, sin recaer en una explicación escolar o zoológica). En ese caso, las creaturas deberán estar mejor preparadas para la verdad. Esto quiere decir que debemos esperar que las razas se traten entre sí como si no estuviesen unas por encima de otras sino en la misma superficie redonda de Gea. Es decir, que no se traten como ahora se tratan suponiendo una inteligencia racial uniforme”.

El señor Jared Taylor, como Ginés de Sepúlveda en el siglo XVI y todos los racistas que han pisado y asolado este planeta, consideran que la diferencia de inteligencia, es decir la superioridad racial, justifica que unos grupos dominen sobre otros o que tengan más derechos que otros a vivir en un país que asumen, por razones místicas, como propiedad privada de una raza y una cultura, olvidando otro elemento obvio: el pasado es un país extranjero, frecuentemente irreconocible con un supuesto nosotros.

Aquí surgen otras obviedades que también se echan convenientemente al olvido:

 

1.  No debemos olvidar que en cualquier caso, como lo demuestra la historia de los países y las civilizaciones, la cultura es el verdadero factor relevante, es decir, la inteligencia colectiva, y no tanto la inteligencia biológica. También podemos observar la importancia de esta dimensión, la cultural junto con otras como la alimentación, etc., cuando vemos que los test de inteligencia muestran que las diferencias entre blancos y negros han disminuido entre los años sesenta y noventa. ¿Alguno de estos grupos cambió su ADN en un proceso evolutivo ultra-exprés?

 2. Jared Taylor dice que los negros son menos inteligentes que los blancos y los blancos menos que los asiáticos (esta última observación es un impuesto argumental). Pero como está hablando de promedios, se debe entender que en el grupo B de los menos inteligentes hay individuos que superan la inteligencia de muchos otros pertenecientes al grupo A de los más inteligentes. ¿Significa esto que algunos negros deberían gobernar a los blancos o, al menos, tener el privilegio de ser sus vecinos? No, por supuesto. Porque la inteligencia es una justificación pero a no confundirse: el odio no es hacia los retardados mentales sino hacia los negros.

3.  Sr. Taylor, según los famosos test de coeficiente intelectual (IQ), yo pertenezco al uno por ciento más dotado de la población mundial. ¿Debemos los miembros de esta secta (bastante estúpidos e inhábiles en otros aspectos humanos, lo digo por experiencia aunque esa es una obviedad que no necesita confesión) reclamar algún derecho especial sobre el restante 99 por ciento? ¿Tal vez derecho a un voto doble? ¿A un doctorado exprés? ¿A una promoción automática en nuestras carreras? Bueno, si tenemos la piel un poco oscura o un acento extranjero, obviamente no. Si se trata de un caucasiano racista, uno de esos obsesionados con el tamaño del cerebro y de su pene, sí obviamente.

4.  ¿Un ser humano es un pedazo de cerebro, frecuentemente equivocado?

 

JM, marzo 2017