El poder de las ficciones globales

No hay que confundir riqueza con desarrollo, ni economía con cultura. Porque si la economía de una sociedad son las hojas de un árbol, la cultura son sus raíces.

 

 

BRICS summit participants: Prime Minister of I...

BRICS: El poder de las ficciones globales

 

 

Analia Gómez Vidal (*): Según el artículo que escribió usted en 2009, «BRIC, la comunidad fantasma», la principal crítica que le hacía a este producto de marketing financiero era, precisamente, ser sólo un producto de marketing financiero sin sustento real en la geopolítica contemporánea, ni tener un correlato en otras variables de corte social, como la justicia, la distribución del ingreso, o incluso factores culturales de identificación entre sí.  Sin embargo, y si bien su génesis fue puramente financiera, parece evidente en estos pocos años que sus países miembros han tomado la posta en esta situación y han extendido este concepto financiero hacia la realidad política actual. ¿Cuál es su opinión al respecto?¿Se considera en la misma posición que años atrás?

 

Jorge Majfud: Modestamente, sigo creyendo que hay un error radical (es decir, de raíz), producto del pensamiento financista que domina nuestro mundo. No es coincidencia que en Estados Unidos, el epicentro ideológico y cultural de esa mentalidad, ahora los especialistas en educación universitaria estén comenzando a alertar sobre los errores básicos de que las escuelas de negocios se estén expandiendo dramáticamente sobre las humanidades. Si se hace una lectura general de todas estas investigaciones, la recomendación es muy clara: las School of Business deben acercarse más a las humanidades (“liberal arts” en general, según la tradición norteamericana) y no al revés. Básicamente por dos razones: primero porque un ser humano es más que una profesionalización especifica. Segundo, porque las humanidades en general son indispensables para cualquier pensamiento crítico y para cualquier habilidad innovadora y creadora, aun en el mundo de los negocios.

En el caso concreto de los BRIC, aparte de ser un invento de Goldman Sachs que inspiró a los mismos líderes políticos de esos países, es una asociación con características e intereses muy estrechos: sólo comparten un mismo interés económico, geopolítico y simbólico. Hasta cierto punto comparten la misma relación amor-odio que mantienen con Estados Unidos, ese deseo de medir sus éxitos según la imagen de éxito formada por la cultura americana (producir más, consumir más, tener edificios más altos, etc.). Sus sistemas sociales y políticos difieren radicalmente unos con otros. Sus culturas son antípodas en cualquiera de los casos que se comparen.

Hay otro punto. Podemos afirmar (lo hemos hecho décadas atrás) que el poder económico mundo se moverá hacia Asia y algo, aunque relativamente poco, hacia América latina. Los cambios sociales han sido muy lentos y si se puede hablar que ha habido progreso en las clases bajas y media, creo que básicamente se debe a la prosperidad económica del momento, pero no a un claro desarrollo. Hay un consenso en que “el mundo ha cambiado” radicalmente y yo no lo creo. Claro que han cambiado las situaciones socio económica y financieras de muchas regiones geográficas, pero los países y las sociedades no cambian de la misma forma ni al mismo ritmo. Primero se necesita un cambio cultural, cosa que no veo por ninguna parte.

El éxito de China ¿es el éxito del comunismo o del capitalismo y de la cultura americana? ¿Qué nuevo modelo político, social o cultural ha surgido de Brasil, de Rusia, de India o de China que está marcando el rumbo de la civilización global? Ninguno. ¿Se ha cambiado el paradigma aristocrático, monárquico y teocrático de siglos, como lo hizo la revolución americana? No. ¿Se ha cambiado el paradigma capitalista y liberal, como por mucho tiempo lo hizo la revolución rusa o la revolución cubana? Tampoco. Todo es más del mismo paradigma americano en cinco centros dispersos de países que en sus discursos atacan lo que copian. Los líderes de los BRICS van a Estados Unidos a copiar los modelos de sus universidades, o implantan proyectos como “one laptop per child” surgidos de esos centros de estudios, por mencionar sólo unos pocos ejemplos.

El fenómeno económico de los BRICS tampoco se podría explicar sin la revolución digital, básicamente iniciada (y hasta ahora desarrollada) en Estados Unidos.

Esto también ha propiciado que, afortunadamente, los poderes económicos y financieros ahora estén mucho más dispersos, menos centralizados en Nueva York y Londres.

Los BRICS han sido siempre China más tres o cuatro países. Es parte de una propaganda y parte de una realidad; es un ejemplo de realidad auto creada por una creencia. Pero es poco más que una asociación de países gigantes en un muy buen momento económico con la expectativa que dure hasta mediados del siglo (no se computan las futuras e inevitables crisis economicas y ecologicas ni las innovaciones tecnologicas ni los cambios culturales, claro), con algunos toques sociales para legitimarla ante los ojos del pueblo. Por otra parte es comprensible: cada país, cada líder echa mano a lo que tiene más cerca, y esa “comunidad fantasma” es muy útil en muchos aspectos.

Cuando los números y los intereses entren en conflicto, los BRIC terminarán de expoliar África como antes lo hicieron los Noroccidentales. Suponiendo que no se cumplan nuestras viejas predicciones de un declive de la maquinaria China y que Brasil sea capaz de mantener el mismo ritmo de crecimiento económico por lo menos por treinta años más, lo cual es imposible, entre otras cosas por su demografia que pronto estará en declive, aparte del aumento de su poblacion anciana.

Aparte de BRIC y de BRICS se pueden inventar una decena de otros acrónimos, incorporando a Turquía, Indonesia y México y, con el tiempo, a otros países europeos. ¿Pero qué significa todo esto desde un punto de vista histórico? Significa una voluntad, un síntoma y una realidad: el fin de un mundo unipolar. Pero poco, muy poco más en lo que se refiere a una posible revolución o fenómeno paradigmático promovido por el grupo en sí mismo.

El Merco Sur tenía una base más solida y, sin embargo, después de fantásticos discursos fundadores y latinoamericanistas, hoy en día es una asociación de hermanos que con frecuencia practican el canibalismo cuando los intereses de unos rozan los del otro.

No veo el fenómeno ni veo al mundo tan diferente a lo que era diez años atrás, como tanto se insiste en los medios. Muchas personas han salido de la miseria en Brasil, sí, eso es un avance importante. Irónicamente los titulares no lo mencionan tanto como el hecho de que Brasil sea la sexta economía del mundo, como si esto importase gran cosa, más allá de satisfacer a aquellos que tienen serios complejos con el tamaño. Que en unos años China sea la primera economía del mundo tampoco es un hecho absoluto. Se dice “eso es la realidad”. ¿Pero la realidad para quién? ¿Para los ricos hombres de negocios, que son los primeros y los últimos en beneficiarse de los booms económicos? ¿Para los políticos? ¿Para los periodistas? ¿Para los ideólogos (reducidos ahora al análisis de los números de PIBs). No para aquellos que deben sufrir una criminalidad cada vez mayor. No para aquellos que siguen viviendo en las favelas de Brasil, al lado de grandes mansiones pero separados por altos muros; no para aquellos que son esclavos en las fábricas de China o en los tugurios de India. No para aquellos que han copiado todo lo peor del consumismo de algunos sectores de la sociedad estadounidense y no han aprendido algunas reglas básicas del desarrollo.

Permíteme insistir: no hay que confundir riqueza con desarrollo, ni economía con cultura. Porque si la economía de una sociedad son las hojas de un árbol, la cultura de esa sociedad son sus raíces. Con esta metafora no niego completamente el materialismo dialéctico; lo cuestiono como concepción absoluta. Por otro lado, una cosa es el éxito de una economia basado en modelos antiguos (como lo son las economías de los BRIC) y otra es una economia producto de una revolución más profunda, como lo fue la Revolución agricola, la Revolución burguesa o la Revolución industrial. En nuestro tiempo, la Revolución digital, que ha beneficiado a países como China, ha sido un producto importado de Europa y Estados Unidos. Tampoco en esto China está impulsando un cambio de paradigma más allá del cambio geopolitico tradicional.

majfud.org 

(*) Analia Gómez Vidal es economista argentina y columnista de El Economista.

Milenio (Mexico)

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Niños de Burkina Faso cosechan algodón para Victoria’s Secret

«El secreto de Victoria»

Los programas de comercio justo no logran controlar a los agricultores que explotan a niños

BLOOMBERG Londres
Niños de Burkina Faso cosechan algodón para Victoria’s Secret / BLOOMBERG

La pesadilla de Clarisse Kambire casi nunca cambia. Es de día. En un campo de algodón que estalla en flores color púrpura y blanco, un hombre se inclina sobre ella blandiendo un palo sobre su cabeza. Entonces retumba una voz, que sacude a Clarisse de su sueño y hace que su corazón dé un salto. “¡Levántate!”.

El hombre que le ordena levantarse es el mismo que aparece en el sueño de la chiquilla de 13 años: Victorien Kamboule, el agricultor para el cual trabaja en un campo de algodón en África occidental. Antes del amanecer, una mañana de noviembre se levanta de la colchoneta plástica desteñida que le sirve de colchón, apenas más gruesa que la tapa de una revista de moda, abre la puerta metálica de su choza de barro y fija sus ojos almendrados en la primera jornada de cosecha de esta temporada.

Ya venía temiéndolo. “Estoy empezando a pensar en cómo me gritará y me volverá a golpear”, había dicho dos días antes. Preparar el campo fue aún peor. Clarisse ayudó a cavar más de 500 surcos sólo con sus músculos y una azada, que reemplazan al buey y el arado que el granjero no puede pagar. Si ella es lenta, Kamboule la azota con una rama de árbol.

Esta es la segunda cosecha de Clarisse. El algodón de la primera pasó de sus manos a los camiones de un programa de Burkina Faso que maneja algodón certificado como comercio justo. La fibra de esa cosecha luego fue a fábricas en India y Sri Lanka, donde se creó ropa interior para Victoria’s Secret.

Algodón de Clarisse

“Fabricado con 20% de fibras orgánicas de Burkina Faso”, se lee en la etiqueta de la prenda, comprada en octubre.

El trabajo forzoso y el trabajo infantil no son una novedad en las granjas africanas. Se supone que el algodón de Clarisse, producto de ambas cosas, es diferente. Está certificado como orgánico y comercio justo, y por ende debería estar a salvo de semejantes prácticas.

Sembrada cuando Clarisse tenía 12 años, toda la cosecha orgánica de Burkina Faso de la última temporada fue comprada por Victoria’s Secret, según Georges Guebre, líder del programa nacional orgánico y de comercio justo, y Tobias Meier, responsable de comercio justo en Helvetas Swiss Intercooperation, una organización para el desarrollo con sede en Zúrich que estableció el programa y ha contribuido a comercializar el algodón para compradores globales. Meier dice que en principio Victoria’s Secret se quedaría también con la mayor parte de la cosecha orgánica de este año.

Bandera verde de identificación

El líder de la cooperativa local de comercio justo en el pueblito de Clarisse confirmó que su granjero es uno de los productores del programa. Al borde del campo donde ella trabaja hay una bandera verde de identificación, que entregan a sus productores.

Como socia de Victoria’s Secret, la organización de Guebre, la Federación Nacional de Productores de Algodón de Burkina, es responsable de manejar todos los aspectos del programa orgánico y de comercio justo en Burkina Faso. Conocida por sus iniciales francesas, la UNPCB (Union Nationale des Producteurs de Cotton du Burkina Faso) en 2008 copatrocinó un estudio en el cual se indicaba que cientos o quizá miles de niños como Clarisse podían ser vulnerables a la explotación por parte de productores y de Helvetas. Victoria’s Secret dice que nunca vio ese informe.

El trabajo de Clarisse pone en evidencia las deficiencias del sistema para certificar como comercio justo productos básicos y terminados en un mercado global que creció un 27% en apenas un año, hasta más de 5.800 millones de dólares en 2010 (4.500 millones de euros). Ese mercado se funda en la noción de que las compras realizadas por empresas y consumidores no deben hacer a éstos cómplices de la explotación, sobre todo de niños.

Perversión del comercio justo

En Burkina Faso, donde el trabajo infantil es endémico en la producción de su principal cultivo de exportación, pagar sobreprecios lucrativos por el algodón orgánico y de comercio justo ha creado –de manera perversa- nuevos incentivos para la explotación. El programa atrajo a agricultores de subsistencia que dicen no tener recursos para cultivar algodón con certificación de comercio justo sin violar un principio central del movimiento: obligar a trabajar en sus campos a niños ajenos.

Una ejecutiva de la casa matriz de Victoria’s Secret asegura que la cantidad de algodón que compra la firma a Burkina Faso es mínima, pero que toma seriamente las acusaciones relativas al trabajo infantil.

BLOOMBERG

“Describen una conducta contraria a los valores de nuestra empresa y el código laboral y las normas de origen que exigimos cumplir a todos nuestros proveedores”, dijo en un comunicado Tammy Roberts Myers, vicepresidenta de comunicaciones externas de Limited Brands Inc. Victoria’s Secret es la unidad más grande de la empresa de Columbus, Ohio.

“Nuestras normas prohíben específicamente el trabajo infantil”, dijo. “Estamos enérgicamente empeñados en investigar a fondo esta cuestión con las partes interesadas”.

En los campos

Para comprender la terrible situación de Clarisse y otros niños, la agencia Bloomberg pasó más de seis semanas haciendo reportajes en Burkina Fasso, entre otros, a Clarisse, su familia, los vecinos y los dirigentes de su aldea. Sus experiencias son similares a las de otros seis niños entrevistados exhaustivamente por Bloomberg, como un chiquillo escuálido de 12 años que trabaja en un campo vecino.

En granjas de parcelas pequeñas como la de Kamboule en todo Burkina Faso, investigadores patrocinados por la federación de productores constataron en 2008 que más de la mitad de los 89 productores sondeados tenía un total de 90 chicos acogidos temporalmente menores de 18 años. Muchos tenían dos o más. El problema era agudo en el sudoeste del país, que constituye el centro de producción del programa y es la tierra natal de Clarisse. Ese año, había unos 7.000 agricultores en comercio justo, según datos de Helvetas.

El estudio reveló que dos tercios de los niños acogidos temporalmente en casas como la de Kamboule no iban a la escuela como se exigía que lo hicieran. Los granjeros adheridos al programa de comercio justo dijeron a los investigadores que no les pagaban a los niños, lo que llevó a los autores del estudio a escribir “Esta categoría de niños constituye un problema en varios niveles: en cuanto a su vulnerabilidad social por un lado, y en cuanto a su situación en el trabajo por otro. Estos chicos acogidos temporalmente están en situación de empleado: obviamente se les pide que trabajen, como lo expresaron los productores con sus propias palabras, pero no reciben ninguna remuneración, independientemente de la edad”.

Nada sobre niños

Kamboule y algunos productores dicen que nadie del programa les impartió normas o capacitación sobre el trabajo infantil en sus granjas. Una instrucción cara a cara sería una necesidad en un país donde 71 por ciento de la población no sabe leer.

“No, no nos dijeron nada sobre niños”, recordó Louis Joseph Kambire, de 69 años, un granjero nervudo de comercio justo que forma parte de la comisión de auditoría de la cooperativa Benvar, la aldea de Clarisse. Como no tiene hijos propios, Kambire obliga a los niños acogidos temporalmente que tiene a su cargo a trabajar en un campo de algodón orgánico y comercio justo que cultiva junto al de Clarisse.

“Por eso trabajan para mí”, dice. Antes del programa de comercio justo, no los hacía trabajar en sus campos de subsistencia.

Ha habido escasos esfuerzos o ninguno por mejorar la capacitación después del informe de 2008, según las entrevistas de Bloomberg con granjeros en cinco de las seis aldeas donde se realizó el sondeo.

Almacenar el algodón

Clarisse acarrea su fanega hasta la casa de un vecino donde Kamboule almacena su algodón porque está más cerca del punto de recolección para el programa orgánico y de comercio justo. La casa, de un lujo relativo con su piso de cemento, se encuentra pasando la escuela a la que antes asistía.

De regreso en la choza de Kamboule, bajo la luz de una luna llena, Clarisse dice que usará parte del agua que sacó del pozo para lavarse y luego irá a las casas de los vecinos y amigos del pueblo. Si están comiendo, aguardará educadamente hasta que le ofrezcan algo de comida. Para un “enfant confié”, esta es la vida de todos los días, dice Clarisse: “Sin tu madre cerca, eres como un huérfano”.

Muy lejos, en el centro de Manhattan, Irina Richardson dice que compra corpiños y ropa interior Victoria’s Secret desde hace 15 años y la ponía contenta pensar que hacía un bien. Al enterarse del papel de Clarisse en la provisión del algodón para la lencería, esta administradora de propiedades de Long Island, de 51 años, dijo que se quedó pasmada: “Comprar algo fabricado en semejantes condiciones es una falta de respeto a otros seres humanos”.

[fuente >> ]

Escritura y civilización

An inscription of the Code of Hammurabi

Código de Hammurabi

La civilización de la escritura

 

La invención de la escritura (3.500 a. C.) no solo posibilitó el registro de datos; también provocó una revolución metafísica, difícil de igualar por cualquier otro invento: el tiempo mitológico fue reemplazado por otro “histórico”, y con ello todo un mundo se derrumbó para dejar paso a otro.

No es cierto de que con la escritura comenzó el registro de las acciones humanas. Mucho antes las creaturas conservaban su pasado en un tipo de memoria colectiva, transmitida de forma oral. Para su conservación, este tipo de memoria implicaba una perpetua repetición y en este tránsito los registros sufrían modificaciones. Sabemos que estos cambios no eran arbitrarios y que se producían en beneficio de cierto arquetipo: el mito. Como lo mostró el rumano Mircea Elide, las culturas arcaicas no soportaban la historia; la anulaban traduciendo los hechos reales en arquetipos mediante la repetición. Incluso en nuestro tiempo, un acontecimiento concreto no persiste dos siglos en la memoria colectiva sin perder su particularidad histórica, tiempo que deberíamos reducir a unos pocos años si consideramos los grandes ídolos populares del siglo XX. La mentalidad arcaica solo conserva lo general y echa al olvido los datos particulares. Esa costumbre de la mente humana está aún entre nosotros. En su Historia de la eternidad, J. L. Borges, libre de las supersticiones de la modernidad, olvidando o contradiciendo el existencialismo de la época, observó: “Lo genérico puede ser más intenso que lo concreto”. Acababa de analizar el platonismo y recordaba: “De chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda  y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era pampa y esos varones gauchos”.

Así como en diferentes culturas encontramos las mismas pirámides, también encontramos el relato de la Creación como las diferentes versiones de una misma historia. La memoria oral, imprecisa y fugaz, recurría al arquetipo, a la estructura “natural” de las primeras culturas.  La invención de la escritura supuso un largo proceso y sus consecuencias no fueron tan inmediatas como las que provocó Edison con cualquiera de sus juguetes. Los antiguos mitos y, sobre todo, la conducta mitológica de la mente arcaica  se conservaron en las novedosas tablas de arcilla de Sumeria y en los papiros de Egipto. Pero desde entonces el tiempo dejó de ser circular e impreciso. Los hechos individuales comenzaron a ser ordenados según su orden de precedencia. Los semidioses e intelectuales del Nilo ampliaron y elevaron la antigua obsesión de conservar el cuerpo de sus muertos: mejor, comenzaron a conservar sus memorias; hazañas, desdichas, historias familiares e historias del imperio. Más al oriente, Sargón y Hammurabi se sumergieron en las profundidades del tiempo, pero ya no dejaron de ser hombres concretos, los autores de leyes y victorias en el campo de batalla. El olvido ya no era posible y ellos, que no querían ser olvidados como sus vecinos hindúes, se ocuparon en anotar hechos, fechas y nombres.

Cuando Hegel describió el espíritu indiano (hedonista, sensual y onírico), lo que hizo fue describir las propias fantasías europeas sobre aquel país exótico de donde provenían los más intensos aromas, no el espíritu hindú. Pero advirtió una característica significativa: los hindúes carecían de las preocupaciones historiográficas  de  otras naciones. Con frecuencia los describe como desproporcionados mentirosos. “Los indios —escribió— no pueden comprender nada semejante a lo que el Antiguo Testamento refiere de los patriarcas. La inverosimilitud, la imposibilidad  no  existen para ellos”. Luego recuerda que, según la memoria hindú, existieron reyes que gobernaron miles de años. Cuenta, por ejemplo, que el reinado de Wikramâdiya fue un momento glorioso en la historia de India. Pero también se supo que hubo ocho o nueve reyes con este mismo nombre en un periodo de 1500 años. Inverosímil, se lo atribuye a un defecto de la numeración decimal que toma fracciones por números enteros. Señor, a cualquier pueblo se le puede atribuir este desliz matemático, menos  a los inventores del cero. Bueno, pero Hegel hizo otras observaciones importantes: los hindúes, que alcanzaron gran fama en literatura, álgebra, geometría, astronomía y gramática, descuidaron por completo la historia. La mayor parte de lo que se conocía de la historia india en tiempos de Hegel había sido escrita por extranjeros.

Este desinterés por la historia de los hindúes se explica por su propia concepción del tiempo: profundamente mitológico, circular como el samsara. Porque en India, aún hoy, la realidad más concreta está vista a través de la doctrina de los ciclos cósmicos que lleva a las almas a transmigrar y al Universo a regenerarse eternamente, incluyendo en la misma rueda a  las creaturas, a los dioses y a las piedras. “El hombre indio —observó Spengler— lo olvida todo. En cambio, el egipcio no podía olvidar nada. No ha habido nunca un arte indio del retrato, de la biografía in nuce. La plástica egipcia, en cambio, no conoció otro tema”. Hay que agregar otros ejemplos: la escultura idealista de la Grecia clásica y la escultura retratística de Roma. El primero, un pueblo mitológico; el otro, obsesivamente histórico.

El sánscrito es una de las lenguas más antiguas que se ha dado la Humanidad. En su uso y perfección maduró una poderosísima cultura, la india, mucho antes de la aparición del sánscrito escrito. El pueblo hebreo, en cambio, está marcado por la escritura, y ello se debe a que se formó y maduró (no antes del 1250 a. C.) sobre una poderosa tradición escrita; tanto si consideramos la tradición egipcia en Moisés como la civilización sumeria en Abraham.

Jorge Majfud

majfud.org

Milenio, II (Mexico)

Mohandas Gandhi

Gandhi in South Africa (1895)

Gandhi in South Africa (1895)

BOOKS

THE INNER VOICE

Gandhi’s real legacy.

by Pankaj Mishra

Mohandas Gandhi was the twentieth century’s most famous advocate of nonviolent politics. But was he also its most spectacular political failure? The possibility is usually overshadowed by his immense and immensely elastic appeal. Even Glenn Beck recently claimed to be a follower, and Gandhi’s example has inspired many globally revered figures, such as Martin Luther King, Jr., Nelson Mandela, the Dalai Lama, and Aung San Suu Kyi. Gandhi, rather than Mark Zuckerberg, may have been the presiding deity of the Arab Spring, his techniques of resistance—nonviolent mass demonstrations orchestrated in the full glare of the world’s media—fully absorbed by the demonstrators who prayed unflinchingly on Kasr al-Nil, in Cairo, as they were assaulted by Hosni Mubarak’s water cannons.

And yet the Indian leader failed to achieve his most important aims, and was widely disliked and resented during his lifetime. Gandhi was a “man of many causes,” Joseph Lelyveld writes in “Great Soul: Mahatma Gandhi and His Struggle with India” (Knopf; $28.95). He wanted freedom not only from imperial rule but also from modern industrial society, whose ways Western imperialists had spread to the remotest corners of the globe. But he was “ultimately forced, like Lear, to see the limits of his ambition to remake his world.”

How can one square such quasi-Shakespearean tragedy with Gandhi’s enduring influence over a wide range of political and social movements? Why does his example continue to accumulate moral power? There are some bracing answers in “The Cambridge Companion to Gandhi,” edited by Judith M. Brown and Anthony Parel, a new collection of scholarly articles, examining particular aspects of Gandhi’s life, ideas, and legacy (Cambridge; $90). Still, Lelyveld relates the more compelling story of how a supremely well-intentioned man struggled, through five decades of activism, with a series of evasions, compromises, setbacks, and defeats.

As a young man in South Africa at the beginning of the twentieth century, Gandhi developed satyagraha, a mode of political activism based upon moral persuasion, while mobilizing South Africa’s small Indian minority against racial discrimination. But the hierarchies of South Africa did not start to be dismantled until nearly a century later. After his return to India, in 1915, Gandhi sought to fight the social evil of untouchability in India, but Lelyveld shows that his attempts were of mostly symbolic import and were rebuffed even by the low-caste Hindus who were the presumed beneficiaries. Gandhi’s advocacy of small-scale village industry and environmentally sustainable life styles was disregarded by his own disciple and political heir, Jawaharlal Nehru, who, as Prime Minister, made India conform to a conventional pattern of nation-building: rapid industrialization and urbanization, the prelude to India’s ongoing, wholly un-Gandhian, and unsustainable attempt to transform 1.2 billion people into Western-style consumers. Lelyveld also shatters the attractive myth, burnished by Richard Attenborough’s bio-pic, of the brave little man in a loincloth bringing down a mighty empire. As early as the mid-nineteen-thirties, Gandhi had largely retired from politics, formally resigning from the Congress Party to devote himself to the social and spiritual renewal of India’s villages. And by the time independence came, the British, exhausted by the Second World War, were desperate to get rid of their Indian possessions.

Their hasty retreat led to one of the twentieth century’s greatest fiascoes: the partition of British India, in August, 1947, into Hindu- and Muslim-majority states. The accompanying fratricide—it involved the murder and uprooting of millions of Hindus and Muslims—condemned India and Pakistan to several destructive wars and a debilitating arms race. It was the cruellest blow to Gandhi. Liberation from colonial rule meant little to him if the liberated peoples did not embody a higher morality of justice and compassion. Appropriately, Gandhi’s last major act was a hunger strike protesting the Indian government’s attempt to deny Pakistan its due share of resources. By then, as Lelyveld writes, he was longing for death. Having refused all police protection, he was shot dead in January, 1948, by a Hindu patriot who feared that Gandhi’s faith in such irrational things as individual conscience would prevent independent India from pursuing its national interest with full military vigor.

Gandhi’s ideas were rooted in a wide experience of a freshly globalized world. Born in 1869 in a backwater Indian town, he came of age on a continent pathetically subject to the West, intellectually as well as materially. Europeans backed by garrisons and gunboats were free to transport millions of Asian laborers to far-off colonies (Indians to South Africa, Chinese to the Caribbean), to exact raw materials and commodities from Asian economies, and to flood local markets with their manufactured products. Europeans, convinced of their moral superiority, also sought to impose profound social and cultural reforms upon Asia. Even a liberal figure like John Stuart Mill assumed that Indians had to first grow up under British tutelage before they could absorb the good things—democracy, economic freedom, science—that the West had to offer. The result was widespread displacement: many Asians in their immemorial villages and market towns were forced to abandon a life defined by religion, family, and tradition amid rumors of powerful white men fervently reshaping the world, by means of compact and cohesive nation-states, the profit motive, and superior weaponry.

Dignity, even survival, for many uprooted Asians seemed to lie in careful imitation of their Western conquerors. Gandhi, brought out of his semirural setting and given a Western-style education, initially attempted to become more English than the English. He studied law in London and, on his return to India, in 1891, tried to set up first as a lawyer, then as a schoolteacher. But a series of racial humiliations during the following decade awakened him to his real position in the world. Moving to South Africa in 1893 to work for an Indian trading firm, he was exposed to the dramatic transformation wrought by the tools of Western modernity: printing presses, steamships, railways, and machine guns. In Africa and Asia, a large part of the world’s population was being incorporated into, and made subject to the demands of, the international capitalist economy. Gandhi keenly registered the moral and psychological effects of this worldwide destruction of old ways and life styles and the ascendancy of Western cultural, political, and economic norms.

Read more http://www.newyorker.com/arts/critics/books/2011/05/02/110502crbo_books_mishra#ixzz1TPmzFZWV

India elige el sexo del bebé y aborta a sus niñas

india kerala boat people

Image by FriskoDude via Flickr

Por: Ana Gabriela Rojas

En India cada vez más familias abortan cuando saben que están esperando una hija. Esa fue la conclusión más alarmante de los primeros resultados del censo 2011 que confirma que los indios ya son 1.210 millones y  representan el 17% de la población mundial, aunque aumentan a ritmo menos acelerado y cada vez hay menos analfabetismo.
El  gran fallo, sin embargo, ha sido comprobar que aumenta el “feminicidio”, o aborto selectivo de mujeres. Ahora en India, por cada mil varones de hasta 6 años hay solo 914 niñas. Esta tendencia no es nueva: inició en los años ochenta con la popularización de las ecografías, coinciden los expertos, pero es la diferencia más grande en la historia del país del sur de Asia. Hace 10 años,  en el censo pasado,  la diferencia era de 927 por cada mil.

A pesar de que el Gobierno ha implementado algunas medidas, como prohibir a los doctores anunciar el sexo del bebé, la situación sigue empeorando, coinciden los expertos. Hay un gran negocio detrás.

 

fuente >>

 

Humanism, the West’s Last Great Utopia

Jean-Paul Sartre and Simone de Beauvoir at Bal...

Image via Wikipedia

El humanismo, la última gran utopía de Occidente (Spanish)

Humanism, the West’s Last Great Utopia

Jorge Majfud

The University of Georgia

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

This is the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

Translated by Bruce Campbell

BRIC, la comunidad fantasma

BRIC, la comunidad fantasma

En el 2001 el británico Jim O’Neil inventó el nombre y quizás el concepto del grupo de algunos países emergentes, BRIC. A juzgar por el incremento anual del PBI promedio solo dos países destacan por arriba del promedio mundial: China e India (hasta hace un año Rusia también, pero la recensión ha contraído su economía más que a la brasileña). La inclusión de otros dos países con grandes extensiones de tierra hacía al grupo más visible.  Siguiendo el juego, algunos propusieron el nombre de RICH por las iniciales de Rusia, India y China. No obstante, en términos de ingleso per capita, los países del BRIC se sitúan por debajo de otros cincuenta países y las proyecciones más optimistas para el 2050 no mejoran mucho este ranking, aun cuando China supere en veinte años el volumen bruto del PBI de Estados Unidos. Sin mencionar el abismo que separa ricos de pobres en cualquiera de los cuatro países, característica que puede soportar un país rico y hasta un país poderoso pero nunca un país verdaderamente desarrollado.

Pero ¿por qué el éxito mediático de esta comunidad fantasma? La idea de BRIC combina una percepción de grandes manchas territoriales en el mapa mundial; sus PBIs son semejantes a cuatro países europeos pero sin una moneda común como la del Euro y con el Dólar como moneda enemiga en el discurso pero que ninguno quiere reemplazar en la práctica. La unidad del brick no va más allá de estos intereses puntuales pero se presenta a sí mismo como algo excepcional. Brasil, Rusia e India poseen democracias muy diferentes. Me atrevería a decir que la brasileña es la mejor de los tres, dentro de un casi obsoleto sistema representativo que impera en el mundo. China ni siquiera tiene un sistema representativo sino una especie de comunismo de mercado. Los cuatro países poseen formas políticas y sociedades en las antípodas. Brasil, un país afroamericano. La mayor comunidad africana fuera de África vive allí e impregna casi todos los rincones de su cultura, excepto en las clases altas del sur industrializado. Rusia es una sociedad hecha en el rigor invernal de zares y moldeada por un siglo de experimentos comunistas seguido de un capitalismo abiertamente salvaje. India, una sociedad subtropical sobre una cultura milenaria que en algunas provincias aun distingue por su nacimiento a intocables, los hombres excremento que limpian las letrinas, y a castas un poco más blanquitas que se consideran el aliento de Brama. Y China, un país en proceso rápido de industrialización pero cuya cultura es en mayor parte rural, todavía obediente, todavía laboriosa, todavía populosa pero cada vez menos austera.

Entonces, ¿qué une al ladrillo? Dos cosas y poco más: (1) su interés por jugar un rol más importante en la geopolítica y (2) confirmar el éxito de sus originales proyectos pareciéndose cada vez más a la sociedad norteamericana, la que sigue siendo el demonio en los discursos, el mal ejemplo a evitar pero el modelo imitado sin tregua. En palabras orgullosas del ministro de Asuntos Estratégicos brasileño —profesor de Harvard y de Obama— Roberto Unger, “Brasil es el país del mundo más parecido a Estados Unidos”. El concepto mismo de “países emergentes” se define según los estándares impuestos por la idea de “éxito” de Estados Unidos: los índices en las bolsas de valores, la automovilizacion de la vida, la nuevayorkización de las ciudades, la expansión de las autopistas, de los shopping centers, el aumento del consumo a través del consumismo, etc. Hasta la adopción de las sectas religiosas procedentes de Estados Unidos es consecuente con esta imposición de una forma de ser, de pensar, de sentir y de medirse a sí mismo.

Si a Estados Unidos e Inglaterra los unían los intereses económicos e imperiales, también los unía una cultura en común y sociedades muy parecidas. Poco y nada une a los BRICs. Es decir, estamos ante una asociación muy útil que dará resultados interesantes a corto plazo. Pero se partirá apenas un mínimo interés entre en conflicto, apenas Estados Unidos, el socioenemigo en común, mengue su poder relativo sobre el planeta; apenas se reemplace al dólar, que empezando por China pocos  tienen interés en reemplazar por un papel nuevo. O antes.

Todas las proyecciones se realizan considerando un escenario presente y sosteniéndolo. Sin embargo, el sostenimiento de un escenario genera condiciones que acumuladas suelen producir resultados imprevistos. Es decir, mantener significa postergar una crisis. En los años 60 se preveía el fin del petróleo para el 2000. Pero siempre hay alguien inventando algo nuevo que cambia cualquier escenario.

Un escenario que nadie considera en cada uno de estos modelos de desarrollo es la alta posibilidad de una gran crisis en China. Es difícil sostener un indefinido incremento anual del 12 por ciento del PBI, realizar una industrialización en la era post industrial en un país mayoritariamente rural sin un profundo cambio en la educación y en la cultura. Inevitablemente la nueva sociedad china reclamará una progresiva democratización del sistema político. Una democratización al estilo de las viejas democracias representativas que antes de la mitad de este siglo se revelarán obsoletas ante una masa mundial que reclamará una participación más directa. Y esa crisis político-económica quizás llegue cuando el mundo alcance un límite de saturación entre el exceso de gasto de recursos naturales y la incapacidad de seguir absorbiendo tantas toneladas de baratijas y basura de exportación.

En el caso de Brasil es difícil reprocharle a Lula no haber hecho las cosas bien. Por lo menos no lo hizo mal. Si bien su slogan preelectoral de “fome zero” está muy lejos de ser algo parecido a la realidad, no son pocos los brasileños han pasado de una pobreza crónica a una clase media con mayores posibilidades. No obstante, mientras la economía de China sigue creciendo un exagerado 8 por ciento anual en plena recensión mundial, Brasil apenas sale de su recensión. Cuando Lula escribe enEl País de Madrid que “hoy generamos el 65% del crecimiento mundial”, refiriéndose al BRIC, omite que el BRIC al día de hoy representa solo el 15 % de la economía mundial (la mitad de EEUU) y que solo China produce lo que producen los otros tres países juntos. A pesar de los progresos realizados, el crecimiento del PBI brasileño ha estado muy por debajo de muchos otros países emergentes con menos visibilidad. Sin mencionar que, si excluimos este último año de recesiones, México no ha estado lejos de Brasil en crecimiento porcentual y absoluto. Es más, con la mitad de población, con menos recursos naturales y con un territorio mucho menor, su PBI es algo más de un trillón de dólares, mientras que el de Brasil es 1.5 trillones. Lula omite también que en el último año solo el 2 % del comercio de China fue con su vecino, Rusia.

Pero más allá de las distintas percepciones sobre estos datos declarados y omitidos, se sigue confundiendo riqueza con desarrollo. Y lo que es peor, se termina de liquidar cualquier otra opción para imaginar un mundo que no se mida exclusivamente en términos de fuerza y de éxito, de capital y de “investment grade”, de consumo y de competencia. Todo eso que nos hace tan parecido a las vacas que pastan todo el día en el campo y rumian mientras descansan. Vacas consumidoras, vacas para la exportación de carne; ni siquiera vacas sagradas.

De justicia social, de igual-libertad, de infancia desviolentada, de pueblos desoprimidos, de trabajo desesclavizado, de países y de ciudades desamuradas… hablamos el siglo que viene.

 

Jorge Majfud

Lincoln University, junio 2009

 

 

 

 

Los cabellos blancos de un presidente

El pasado lunes por la noche, el presidente de Brasil, Luiz Ignacio Lula da Silva, fue homenajeado por la revista Istoé, que lo eligió Brasileiro do Ano. Significativamente, la revista entregó otras distinciones: IstoÉ Dinheiro e IstoÉ Gente, que puestos en su propio contexto podrían significar dos premios redundantes.

El texto de AFP, repetido por una docena de diarios del continente, dice: “‘Las cosas evolucionan de acuerdo con la cantidad de cabellos blancos y la responsabilidad que uno tiene’, dijo Lula, de 61 años, señalando sus canas en un improvisado discurso”. Y más adelante: “‘Si uno conoce a un izquierdista muy viejo es porque debe estar con problemas’, dijo el presidente arrancando carcajadas y aplausos del público formado por empresarios políticos y artistas”.

En algo llevan razón sus palabras: los viejos izquierdistas como seu Luiz ya no son izquierdistas porque resolvieron sus problemas. No obstante, aunque se refuta a sí mismo, el mensaje fue leído sin ambigüedades por todo un continente y por los hilarantes empresarios: el presidente convertido a la sensatez se refería a los problemas psicológicos e ideológicos de quienes ya no piensan como él. Lo cual constituye la tesis central y el único recurso dialéctico de libros como Manual del perfecto idiota latinoamericano: la mera calificación de las facultades mentales del adversario.

Analicemos brevemente el silogismo planteado.

En la antigüedad, para reclamar respeto se aludían a las blancas barbas. Seu Luiz tiene barba pero el nuevo pudor ideológico le impide aludir a su pasado remanente y al dramático travestismo ideológico que supone el encanecimiento de aquellas barbas, más de una vez en remojo. El antiguo aforismo que pretende recordar y confirmar la sabiduría —política— de los hombres que peinan canas, sólo nos garantiza que dicho discurso proviene de un anciano. En este caso, de un anciano en el poder. En Informe sobre ciegos (1961), Ernesto Sábato decía, por boca de un canalla: “al sustantivo ‘viejito’ inevitablemente anteponen el adjetivo ‘pobre’, como si todos no supiéramos que un sinvergüenza que envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario, agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o incrementa con las canas”.  Canalla, pero irrefutable. Por culpa de este tipo de canallas, un “pobre viejito” como el recientemente fallecido General Augusto Pinochet debió ser cremado para que su tumba —según sus familiares— no se convierta en un santuario de protestas y profanaciones. En India la cremación tiene una finalidad semejante: así se evita la continuación del samsara, la indeseable reencarnación del fallecido.

América Latina posee una larga historia de caudillos que ascienden al poder por la escalera de la izquierda y luego se sostienen aferrándose al pasamano de la derecha. Entre los recursos narrativos más recurrentes del poder de turno ha estado siempre la falsa alternativa del “justo medio”. A las confesiones aplaudidas por los empresarios en San Pablo, el compañero Lula, agora o seu Luiz, agregó que, como en toda conducta humana, lo ideal es el “camino del medio” y el “equilibrio”.

Entre México y Buenos Aires existe una distancia con un inequívoco punto medio. El problema es calcular ese punto medio en un orden político, social, donde se disputan el negro y el oscuro como si fuesen dos opciones radicales. ¿Cuál es el punto medio cuando un niño llora de hambre o ni siquiera tiene fuerzas para llorar? ¿Cuál era el camino del medio cuando Hernán Cortés quemaba ciudades enteras y decapitaba hombres y mujeres indefensas? ¿Cuál era el camino del medio cuando hasta ayer los dictadores militares o caudillos más pequeños en nuestro continente disponían de países enteros como un hacendado dispone de su ganado? ¿Existe un sabio camino del medio entre los violadores de los Derechos Humanos y aquellos radicales que por años reclamaron la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad cuando pensaban que habían recuperado la democracia? ¿Se puede ser medio criminal, medio violador, medio hipócrita? ¿Qué significa equilibrio para una sociedad que produce indistintamente palacios y favelas?

Los dilemas que se usan en política para establecer un equilibrio, un punto medio, casi siempre son falsos; como el juego de regateo en un mercado, que deja contento al cliente que paga de más al lograr un precio algo más bajo que el inicial propuesto por el vendedor. Por supuesto que todos valoramos el equilibrio entre los reclamos y los logros humanos, pero el problema surge cuando tomamos este precepto y lo generalizamos a rajatabla por una razón de conveniencia personal o de clase o de gremio: no es lo mismo un equilibrio entre las posibilidades materiales y el deseo, que el equilibrio entre la justicia y la violación de los derechos.

Cuando el mismo presidente Lula subió al poder con su utópico slogan Fome Zero (Hambre Cero), no estaba proponiendo un camino del medio sino una opción radical. Radical e inexcusable en un país donde el Estado invierte millones para proteger mansiones improductivas mientras las cifras de niños muertos antes de los cinco años es de 35 cada mil, bastante mayor que la de países como Panamá (24 cada mil) o Chile (9 cada mil). El natural fracaso de una propuesta radical como la de Fome Zero no debería significar cambiarse hipócritamente de bando sino morir insistiendo en un derecho humano, irrenunciable, honrosamente radical. En este caso, la derrota ante la realidad no es tan vergonzosa como el discurso ideológico que pretende justificarla con frases dictadas por los constructores y los narradores de esa misma realidad.

Claro, cambiar no es malo. Todo lo contrario. La historia de las posiciones religiosas, científicas, filosóficas y políticas es rica en todo tipo de cambios, con frecuencia cambios dramáticos. En el mundo de las pasiones y del pensamiento estos virajes son comunes y a veces célebres: es el caso de Jean-Paul Sarte o de Mario Vargas Llosa. Del primero, Octavio Paz dijo que tantos cambios afeaban su obra. Del segundo se dijeron cosas peores, quizás porque, al menos hasta ayer, se consideraba que la cultura era un campo de batalla que sirve o se resiste al poder de turno. Renegar o no tomar posición era una forma de traición. En el caso de Ernesto Sábato los cambios y las rupturas han sido dramáticas y abundantes. De forma extraña, todas estas contradicciones filosóficas —para no llamarlas simplemente políticas— se asociaron a una coherencia existencial y, finalmente, a la coherencia, a secas.

Ahora, atribuir los cambios a una mayor sabiduría simplemente es un engaño de las apariencias que peinan canas. Einstein revolucionó las ciencias físicas con veinticinco años. Diez años después, en 1915, logró una de sus últimas proezas intelectuales: la generalización de su Teoría de la Relatividad. Desde entonces hasta que murió en 1955 se pasó toda la vida negando las posibilidades de gran parte de la física cuántica, aquella que tendría más éxito que su frustrada búsqueda de una teoría determinista y unificadora, al mejor estilo de la ciencia del siglo XIX —en lo que respecta al determinismo— y de la filosofía del siglo V a. C., en lo que respecta al precepto epistemológico de la verdad unitaria. Una broma común dice: “Si los padres saben más que los hijos, ¿por qué el padre de Edison no inventó la bombita de luz?”.

Las canas, señor Presidente, pueden significar más experiencia, sí. Pero no garantizan mucho más que eso. Más experiencia puede ser una buena base para la sabiduría o para una de las formas de la estupidez, como lo es la misma creencia de que la experiencia produce ideas. Esta superstición ha sido refutada en todos los laboratorios del mundo pero se mantiene viva gracias al orgullo senil de quienes ya no tienen ideas.

Señor presidente, resulta patético justificar un travestismo ideológico con las ideas del pato Donald al mismo tiempo que se señala sus propias canas como si fuesen las canas de Einstein —ya que no las de Marx—. ¿Qué nuevo acto de fe es necesario para creer en sus nuevas opiniones? ¿Qué nuevo acto de hipocresía es necesario para reírse a carcajadas junto con sus comensales del Gran Empresariado Tercermundista en otro de sus clásicos delirios de grandeza? Dejarse crecer el pelo blanco no ayuda mucho en la comprensión de una ecuación geodésica. Sólo lo asemejaría a usted aún más a Benny Hill.

Sinceramente, señor presidente, no me interesa defender aquella izquierda que lo llevó al poder de su país. Soy demasiado escéptico y probablemente demasiado cínico como para creer en discursos de izquierda, de centro o de derecha. Tal vez me repugne menos la demagogia de un discurso callejero que la hipocresía de una cena con champagne. Pero si vamos a analizar la profundidad de los pensamientos de esa sabiduría encarnada ahora por usted, podríamos comenzar por las siguientes conclusiones: (1) que habitualmente los hombres y mujeres de izquierda se vuelvan viejos y viejas de derecha no garantizan a nadie su sabiduría; rigurosamente, del silogismo planteado sólo se deduce que (2) la derecha está, como cualquier viejito canoso, más cerca del poder y de la muerte que la izquierda. Por lo cual habría que felicitar a los viejitos izquierdistas por su espíritu juvenil.

 

Jorge Majfud

13 de diciembre de 2006