Por Bruce Campbell
Los latinos están desapareciendo de las escuelas públicas, de las cocinas de los restaurantes, de las obras de construcción, y de los sembrados del estado de Alabama.
Se alegran los nativistas, xenófobos, racistas, y activistas y legisladores del Partido Republicano que apoyan la nueva legislación dura (HB 56) que toma por blanco a los migrantes indocumentados.
La huída de miles de latinos del estado a pesar de su estatus legal no es una consecuencia imprevista de la legislación – es precisamente su objetivo. Como Lindsey Lyons, el alcalde de Albertville, Alabama, lo dijo en una entrevista con National Public Radio: «Vamos a ver un éxodo de los que se mudan a otros estados que no contemplen semejante legislación.» El objetivo no es la reforma al sistema de inmigración; el objetivo es hacer que la población latina creciente se vaya.
Para los autores y para quienes apoyan la ley, el estado de Alabama está viviendo una fantasía que han promovido y han deseado ver puesta en escena al nivel nacional. De modo importante, la fantasía de una población latina que se pierde de vista no es una fantasía estrictamente legal. Se trata, de hecho, de un proyecto cultural, y tiene una larga historia.
Cultura, Poder, Ilusión
¿Cómo hacer que decenas de millones de latinos desaparezcan de la esfera pública nacional? Es un truco espectacular, comparable al truco del ilusionista David Copperfield cuando hizo desaparecer la Estatua de la Libertad frente a un público televisivo. La decepción de Copperfield en 1983 se hizo bajo el cubierto de la oscuridad y usando una manipulación estratégica de la perspectiva del público. Las artimañas que buscan la invisibilidad relativa de los latinos en los Estados Unidos se llevan a cabo en plena luz y recurriendo a manipulaciones retóricas y medidas legislativas.
A estas alturas, nos es bastante familiar la retórica. La asociación constante, tocada como tambor por los nativistas anti-inmigrantes, entre los términos «ilegal» y «mexicano» y «inmigrante,» amplificada y reproducida por los medios masivos y en el discurso demagógico político, ha creado una nube semántica que oscurece la presencia, en plena vista, de diversos millones de latinos en la vida pública de los Estados Unidos.
El dueño de un restaurante en el vecindario donde vivo en Minneapolis, un hombre que había emigrado (legalmente) de Ecuador, me relató una experiencia que tuvo mientras tomaba un paseo veranal con su hijo. Fue interrogado por la policía, y la suposición pertinaz de los oficiales de policía fue que el ecuatoriano era mexicano, y al parecer creían también que había entrado a los Estados Unidos ilegalmente.
«Soy de Ecuador,» me dijo, «pero sólo podían ver a un mexicano ilegal.» La Estatua de la Libertad, se podría decir, se esfumó frente a sus propios ojos.
La ilusión pública en este caso resulta de mensajes culturales que niegan a los latinos su ciudadanía cultural – es decir, el derecho de ser diferente y de contribuir con esa diferencia al proceso público. Teóricamente, todos los ciudadanos son iguales bajo la ley. Sin embargo, en la práctica las normas culturales públicas están estructuradas por una jerarquía implícita de valores y privilegios que eleva a algunos ciudadanos por encima de otros.
Piense de cómo en una reunión pública el ciudadano que habla un inglés acentuado con una fonética no inglés podría conllevar menos autoridad moral con su audiencia que el locutor nativo hablante del inglés, a pesar de ser igualmente inteligibles y poseer los mismos derechos legales los dos. O piense de cómo un hombre que lleva un dashiki del oeste de África podría parecer, para muchas personas de un público estadounidense, un extranjero. Las jerarquías de raza, clase social, género, y hasta edad se reflejan en el reconocimiento, o negación, de la ciudadanía cultural plena de diferentes grupos sociales.
Las marcas de las diferencias culturales en el cuerpo político pueden ser, y frecuentemente son, convertidos en signos de estatus de ciudadano de segunda clase. Esta es una encrucijada importante de la cultura y la política en los Estados Unidos (igual que en otros países), un nexo de lo cultural y lo político que se aprovecha activamente por los que quisieran que los latinos se desaparecieran de la esfera pública.
El tomar por blanco a los inmigrantes con el martillo retórico de «ilegal» golpea pesadamente para sujetar en la mente pública una cadena de equivalencias. Donde se trata de los latinos, el martillo y el yunque anti-inmigrantes de «ilegal» y «mexicano» buscan convertir a la piel morena, el español, y otras marcas de la visibilidad latina, en señales de la periferia de la vida pública estadounidense. «Ellos,» nos dicen a los no latinos, no son como «nosotros.»
Destrás del amarillismo de los medios y de las posturas de campaña electoral, se halla una política de subrodinación y aislamiento cultural, y de divisionismo cívico. En la medida en que las marcas externas de la identidad latina se convierten en el equivalente cívico de letras escarlatas, los latinos se dejan menos legítimos como actores públicos, y menos visibles como compatriotas y ciudadanos. En el mismo proceso, los recursos específicos de su herencia cultural que podrían traer al proyecto nacional quedan categóricamente segregados y expulsados de las esfera pública.
Las consecuencias culturales son diversas. El español no se reconoce como lenguaje legítimo de participación cívica. Regiones enteras del país se despojan de su rica herencia hispana en las mentes de muchos estadounidenses, a quienes se les facilita el olvido de la historia pluricultural grabada en topónimos como Arizona, Nevada, y Florida.
La ignorancia por parte del público estadounidense sobre los puertorriqueños – quienes a partir de la ley Jones de 1917 nacen ciudadanos de los Estados Unidos, aunque sin el derecho de votar en las elecciones de los Estados Unidos – se profundiza y se extiende a otra generación más. El bilingüismo se hace sospechoso, en vez de ser reconocido como un tremendo recurso económico y cultural nacional, y como una virtud cívica. Otras formas importantes de cultura pública – los murales, los corridos, las pachangas, entre otras – se castigan como cultura del Otro. Las voces críticas de la política exterior de los Estados Unidos, las voces de las comunidades que tienen experiencia directa de las implicaciones para los derechos humanos para los Salvadoreños, para los Guatemaltecos, y otros, del financiamiento militar o de los tratados comerciales, se silencian.
Y mi vecino ecuatoriano-americano se encuentra enredado en una decepción de la cultura de masas que le niega la ciudadanía cultural plena, a pesar de sus derechos legales innegables. Se le niega el poder de definir su propia presencia pública, su propia identidad como compatriota y ciudadano, y de ser reconocido como auténticamente Americano.
Ley, política, cultura
La magia negra promulgada por la retórica pública manipuladora tiene sus límites, afortunadamente. La gente puede aguantar, y responder, los insultos. Y el discurso público nunca es asunto de un solo lado. Mi vecino ecautoriano-americano, por ejemplo, sin duda ha relatado su experiencia a muchos de sus compatriotas, produciendo una conciencia local que sirve de contrapeso en alguna medida para la tergiversación general de las realidades nacionales ejecutada por el amarillismo anti-inmigrante. Los educadores siguen enseñando el español, y el interés estudiantil en el idioma sigue creciendo al lado del número creciente de estadounidenses que reconocen el valor político y económico y cultural del bilingüismo.
Y en algún momento, el discurso anti-inmigrante empieza a decir más sobre él que lo produce que sobre el objeto de su rencor. De las 308 millones de cabezas contadas en el Censo de 2010, más de 50 millones (o más de 16%) se identificaron como Hispano o Latino. En algún momento, el hablar como si 16% de la nación no existiera (o no debiera existir) se convierte en estrategia de payaso (por no decir algo más fuerte).
Este es el momento en que entran en el escenario los mecanismos legislativos del espectáculo cínico de la desaparición de los latinos. Una confluencia de intereses xenófobos, nativistas, y Republicanos – después de haber visto desarrollarse los cambios demográficos de las últimas dos décadas, y al ver la consolidación de las consecuencias electorales de tales cambios – percibe una necesidad aún mayor de aislar la cultura latina y subordinar la participación pública de los latinos. Han aprendido que la retórica sola está perdiendo su magia.
De manera predicible, después de que las elecciones de 2008 resultaron en victorias convincentes para el Partido Demócrata, con márgenes significativos de apoyo entre los votantes latinos, en varios estados las asambleas legislativas bajo control Republicano han aprobado leyes que toman por blanco a los inmigrantes indocumentados.
La asamblea del estado de Arizona en 2010 aprobó SB 1070, una ley que criminaliza el no llevar consigo documentos que acrediten el estatus legal y permite que la policía detenga a cualquier persona sospechada de ser inmigrante indocumentado. (Para dejar claro que el blanco político y cultural incluía a los ciudadanos latinos, la mayoría Republicana también aprobó una ley que prohibe la enseñanza de Estudios Étnicos en las escuelas públicas.) Luego, en 2011, los estados de Georgia, Indiana, Utah, y Carolina del Sur aprobaron sus propias versiones de la ley de Arizona, promoviendo de manera semejante las prácticas del perfil racial en el tratamiento oficial a los latinos y la criminalización de los esfuerzos por integrar económicamente y socialmente a los inmigrantes indocumentados.
No queriendo quedarse atrás, el estado de Alabama aprobó HB 56, una ley que, entre otras cosas, prohibe a que los inmigrantes indocumentados asistan a las unidersidades estatales, criminaliza «el transporte, el hospedaje, o el alquiler de propiedad» a los indocumentados, y requiere que las escuelas públicas verifiquen el estatus legal de todos sus estudiantes.
Estas leyes aplican el poder del estado – en la forma de las prácticas del perfil racial – para apoyar los mensajes culturales que subordinan y marginalizan a los latinos y los excluyen de las esfera pública. Una medida del efecto cultural de la ley en Alabama: los niños latinos que no han desaparecido de las escuelas públicas ahora reportan que son maltratados e intimidados por otros niños que les dicen «ilegales.»
Todos estos estados comparten dos elementos clave: Primero, el gobierno del estado está bajo el control del Partido Republicano, y segundo, el Censo de 2010 halló una tasa de crecimiento drámatica de la población latina/hispana entre 2000-2010, un crecimiento demográfico que pronto o tarde podría poner en peligro la dominancia política de los Republicanos en el estado.
Georgia, Carolina del Sur, y Alabama vieron tasas de crecimiento alucinantes para la población latina/hispana, de 96.1%, 147.9%, and 144.8%, respectivamente. La tasa de crecimiento en Indiana para la categoría demográfica de Latinos/Hispanos fue 81.7%, y en Utah’s 77.8%, casi doble la tasa nacional para el mismo sector de la población. En el caso de Arizona, el crecimiento del sector latino/hispano fue «sólo» 46.3% – pero lo que sería aún más preocupante para los Republicanos, los racistas, y los xenófobos: la población latina/hispana había llegado a representar aproximadamente 30% de la población del estado.
Es difícil no llegar a la conclusión de que la legislación anti-inmigrante en estos estados se trata de un esfuerzo por cambiar los hechos demográficos para futuras elecciones, y antes del momento inevitable en que una reforma federal y comprensiva de la política migratoria ofrezca una oportunidad para hacerse ciudadanos a los estimados 12 millones de inmigrantes indocumentados en la nación, principalmente de México y Centroamérica.
A la misma vez, la legislación anti-inmigrante al nivel estatal puede verse como un esfuerzo desesperado por usar la ley como aparato para extender la vida de una política cultural que ha buscado históricamente la subordinación y la exclusión de los latinos de la esfera pública.
Redefiniendo América
Lo que está en juego en la coyuntura actual no es una cuestión solamente de leyes y resultados electorales. Los parámetros culturales de la vida pública en los Estados Unidos también se están jugando. Lo que está en juego en el largo plazo es nada menos que las formas y el significado de la vida pública democrática en América – es decir, la cuestión de quién se permite hablar, y cómo, y sobre qué.
Es importante recordar (y no permitir que otros olviden) que la cultura política que niega a los latinos la igualdad en la vida pública en los Estados Unidos tiene una larga historia. Los esfuerzos actuales por expulsar a los latinos de la vida pública tienen parentesco común en los asaltos a los mexicano-americanos que ocurrieron después del Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, el acuerdo oficial que puso fin a la guerra entre los Estados Unidos y México, y mediante el cual México cedió a los Estados Unidos aproximadamente la mitad de su territorio nacional.
El Tratado de 1848 incluyó una opción de ciudadanía estadounidense para los muchos mexicanos que de repente se econtraron viviendo en territorio ajeno, pero el sentimiento xenófobo y racista conspiró con ciertos intereses económicos para despojar a los mexicanos de su tierra en toda la región afectada por el Tratado, y quitándoles además sus concesiones mineras en California durante la fiebre de oro en aquella época. Una de las múltiples maneras en que estos intereses operaron al cuerpo social para extirpar la presencia mexicano-americana fue el aprobar de legislación que tomaba por blanco a los aspirantes a la ciudadanía.
Las leyes «Greaser» (así llamadas por sus partidarios, con el término racista «Greaser» indicando claramente el objetivo de la legislación) incluyeron una ley infame que se aplicaba explícitamente a «Toda persona típicamente conocida como ‘Greaser’ o de sangre india o española…y que anda armada y no es pacífica y quieta» [«All persons who are commonly known as ‘Greasers’ or the issue of Spanish and Indian blood…and who go armed and are not peaceable and quiet persons»]. Este ataque legislativo contra la presencia pública de los mexicano-americanos y los indígenas fue antecedida por el Impuesto al Minero Extranjero de 1850, el cual les cobró una tarifa abusiva a las concesiones mineras de los no nativos, con la consecuencia práctica de despojar a los mexicanos y latinoamericanos (y los franceses y alemanes) de sus concesiones en el contexto de la Fiebre de Oro. Por supuesto, la hostilidad xenófoba avivada contra los hispanohablantes ninguna distinción hizo entre los mexicanos y los californios nativos.
La política cultural que intenta desaparecer a los latinos no podrá superar la realidad contundente de una población creciente. David Copperfield pudo desaparecer a la Estatua de la Libertad, pero al salir el sol la próxima mañana, allí estaba otra vez. La diferencia es que Copperfield no quería cambiar el significando de la Libertad.
A final de cuentas, los intentos nativistas por actualizar para el siglo 21 las leyes «Greaser» del siglo 19, no harán que los latinos desaparezcan literalmente. Pero las artimañas en este caso cambian el significado potencial de América, disminuyen las posibilidades democráticas, debilitan el diálogo y las relaciones sociales posibles tanto en el presente como en el futuro. Los recursos culturales y las perspectivas que los latinos podrían traer consigo a la mesa común se desprecian y se mantienen al margen de la esfera pública nacional. Nuestros esfuerzos por contrarrestar la desigualdad promulgada y promovida por estas leyes necesitan encararse con la dimensión cultural de la lucha por definir la democracia americana.
Bruce Campbell es profesor de Estudios Latinos/Latinoamericanos en St. John’s University en Collegeville, MN. Es autor de ¡Viva la historieta!: Mexican Comics, NAFTA, and the Politics of Globalization (University Press of Mississippi, 2009), y Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003)
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